Historia


Historia del feminismo


Feminismo

{m.} | feminism

ð (Del lat. femina, 'mujer, hembra', e -ismo); sust. m.

1. Doctrina social y movimiento político que promueve la liberación de las mujeres del sometimiento económico, político y social que les impone el sistema patriarcal: la obtención del derecho al voto fue uno de los primeros logros del feminismo.

Antecedentes del feminismo

La Historia tradicional, escrita por y para hombres, silenció la voz de las mujeres o las relegó al orden de la excepcionalidad cuando algunas de ellas escribieron y pensaron para denunciar de forma más o menos explícita su sometimiento o su sentimiento de alteridad respecto a la civilización patriarcal. Desde el siglo XV, algunas de estas mujeres “excepcionales”, elevaron la voz para expresar su rechazo a las tradiciones que sustentaban la inferioridad femenina y la conveniencia de la sujeción de las mujeres a los varones.

La Querella de las mujeres

El Renacimiento conllevó el cuestionamiento de muchas tradiciones heredadas. Pocas cosas cambiaron sin embargo en la vida de las mujeres, que incluso vieron restringirse los espacios de libertad que habían disfrutado en épocas anteriores ante el avance de los poderes del Estado y el control religioso. Los valores del humanismo -educación, individualismo, virtud cívica- a pesar de su barniz de universalidad, excluyeron a las mujeres. Los humanistas mantuvieron las antiguas tradiciones que promulgaban la inferioridad natural de la mujer, incluso aquéllos que defendían un cierto acceso de las mujeres a la cultura. En estas circunstancias, las mujeres elevaron su voz por vez primera para negar la inferioridad femenina. Los cambios que conllevó el inicio de la Edad Moderna en Europa habían pronunciado la disparidad entre mujeres y hombres, mientras que la noción renacentista de la potencialidad humana y los beneficios de la economía mercantil hicieron posible que las mujeres de la burguesía tuvieran un mayor acceso a la cultura. De entre las mujeres cultas de estos siglos surgieron las primeras voces feministas. Se ha escrito que el feminismo es la historia de una negación. Sus inicios, entre los siglos XV y XVIII, fueron también una estrategia de negación. Las primeras feministas escribieron para denunciar el error de los enunciados patriarcales sobre la inferioridad femenina, reivindicando el derecho de las mujeres a la educación y denunciando las formas predominantes de dominación masculina. El feminismo tuvo su inicio en Europa a principios del siglo XV con la llamada "Querella de las mujeres", polémica literaria y filosófica sobre la naturaleza y valor del sexo femenino, en la que participaron tanto letrados varones como autoras femeninas. La Querella se prolongó hasta el siglo XVIII y tuvo mayor relevancia en distintos momentos. Desde el siglo XIV, los eruditos iniciaron una discusión acerca del grado de humanidad y de la naturaleza de las mujeres, confrontándolas con el modelo masculino y siguiendo una tradición de oposiciones binarias muy característica del pensamiento patriarcal. También las mujeres participaron activamente en este debate para defenderse de las acusaciones de los ilustres varones. Christine de Pisan (c.1365-c.1430), escritora de la corte parisina cuyas obras alcanzaron gran difusión, escribió en 1405 su obra La ciudad de las damas. En ella, la autora describía cómo su razón se había rebelado contra las opiniones de los eruditos que atacaban a las mujeres y había deseado escribir en contra de tan autorizados varones. Sin embargo, su respeto a la tradición literaria masculina, de la que se había alimentado, debilitaba su propósito. Christine contaba al comienzo de su libro que, encontrándose atribulada por este motivo, se le aparecieron tres damas, Razón, Rectitud y Justicia, que le dijeron: “Hemos venido a desterrar del mundo el mismo error en el que tú has caído, para que de ahora en adelante las damas y todas las mujeres valientes tengan refugio y defensa frente a sus numerosos agresores”. Christine rechazó así la autoridad masculina y se apoyó en una genealogía femenina que le dio fuerzas para emprender su obra de negación. Para ello, hizo de su sentirse mujer la clave para denunciar la sinrazón de las acusaciones masculinas. Christine de Pisan creó en su Ciudad de las damas una “ginecotopía” que tendría gran influencia en autoras posteriores, una ciudad fundada sobre “el campo de las letras”, donde las mujeres habitarían sin temor. Afirmó que la inferioridad de las mujeres no se debía a su condición natural, sino a la carencia de educación y que “todo aquello que es factible y cognoscible, ya esté relacionado con la fuerza física o la sabiduría de la mente y con todo tipo de virtud, les resulta a las mujeres posible y fácil de llevar a cabo”. Otras muchas mujeres participaron en la querella y escribieron con conciencia feminista. La francesa Marie de Gournay (1566-1645) escribió en 1622 su obra La igualdad de hombres y mujeres y otros panfletos feministas en los que defendía a las mujeres del presupuesto de su inferioridad. En estas primeras feministas, la defensa de las mujeres se hizo a través del concepto humanista de virtud, que hacían extensivo a todo el género humano como creación de Dios. Entendían que las razones de los hombres tenían su origen en la envidia y en el hábito de la costumbre. Bathsu Pell Makin (c.1608-c.1675), educadora inglesa, escribió: “La costumbre bárbara de dar a las mujeres una crianza mezquina se ha generalizado entre nosotros, y se ha mantenido hasta el extremo que se cree en realidad ... que las mujeres no están dotadas del mismo raciocinio que los hombres”. Invocaron a la razón, a la educación y a la virtud para rechazar la tradición patriarcal. Su primer campo de batalla fue la educación. Estas mujeres, herederas de la tradición humanista, consideraban el estudio como fuente de virtud, y defendieron la necesidad de conceder a las mujeres la misma educación de que gozaban los varones, no con el fin de servir mejor a los hombres, sino por su necesidad natural de perfección. Su lucha fue también la denuncia de los malos tratos y la brutalidad con que eran tratadas las mujeres por los hombres que tenían más próximos: sus padres, sus maridos, sus hermanos. Vindicaron además una genealogía de autoridades femeninas para apoyar sus escritos y respaldar sus experiencias.

La revolución incompleta: el feminismo durante los siglos XVIII y XIX

Las ideas enciclopedistas del siglo XVIII fueron el germen de la esperanza liberadora de las mujeres. En Francia e Inglaterra, las mujeres participaron activamente en los movimientos radicales de orientación igualitaria. Sin embargo, pronto se demostró que estos movimientos tendían a excluir a las mujeres y a su lucha específica del poder político y de la igualdad jurídica. La Revolución Industrial aceleró el proceso de marginación de las mujeres a los papeles tradicionales de madre y esposa, al desvincular el hogar de la producción. Las mujeres perdieron su prestigio en el trabajo artesanal, agrícola y comercial, y ahondaron la separación entre mundo masculino y mundo femenino. Sin embargo, las ideas igualitarias de la Revolución Francesa despertaron grandes esperanzas entre las mujeres con conciencia feminista. Miles de mujeres participaron en la efervescencia política que precedió a la Revolución, y en las rebeliones de 1789 y años sucesivos fueron ellas las primeras agitadoras. Pero los procesos revolucionarios que se dieron tanto en Europa como en América demostraron su limitación en lo que a la causa de las mujeres se refería. El reconocimiento de los derechos políticos y jurídicos de los hombres durante el siglo XVIII y XIX a través de las revoluciones significó el que las mujeres tomaran conciencia de una nueva exclusión, esta vez más terrible porque enajenaba su derecho a la igualdad en una sociedad que pretendía basarse en la justicia y la fraternidad. La declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 movió a algunas mujeres a reclamar sus propios derechos como tales. En 1791, la holandesa Etta Palm d'Aelders se dirigió a la Asamblea Nacional con estas palabras: “Habéis devuelto al hombre la dignidad de su ser al reconocer sus derechos; no debéis permitir que la mujer siga sufriendo bajo una autoridad arbitraria”. También en 1791 la escritora Olympe de Gouges (1748-1793) publicó su Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, obra en la que reivindicaba el derecho de las mujeres a la paridad política y jurídica completa con los hombres, junto con el acceso de las mujeres a la educación y la igualdad de derechos en el matrimonio. Los derechos que reivindicaban estas primeras feministas, lejos de ser reconocidos, fueron definitivamente cancelados por la Revolución Francesa: en la Convención Nacional (1793) prohibió la actividad política de las mujeres y Olympe de Gouges fue guillotinada por su disidencia feminista. De esta forma se revelaron las profundas contradicciones que encerraba la ideología liberal ilustrada en cuanto a la relación del poder con los grupos marginados. Antes de estos sucesos, en 1792, la inglesa Mary Wollstonecraft (1759-1797) recogió las ideas del primer feminismo en su obra Vindicación de los derechos de la mujer. Sin embargo, Wollstonecraft superó los límites de las primeras feministas, refiriéndose por vez primera a la responsabilidad que el Estado tenía en la mejora de la situación de las mujeres, animada por los vientos revolucionarios que llegaban de Francia. Su confianza en el pujante estado-nación moderno la diferenció de las feministas primitivas. Su obra, al igual que la de las escritoras anteriores, se centró en el problema de la educación. Wollstonecraft defendió que sólo la educación convertía en “femeninas”, en su sentido peyorativo, a las mujeres, haciéndolas “más artificiales y débiles de carácter de lo que de otra forma podrían haber sido” y envileciendo los valores más auténticos de la femineidad con “nociones equivocadas de la excelencia femenina”. Wollstonecraft atacó duramente a aquellos pensadores ilustrados, como Jean-Jacques Rousseau, que habían denigrado a las mujeres burdamente, excluyéndolas del imperio de la razón y de las teorías progresistas más revolucionarias. Wollstonecraft, como hicieran Christine de Pisan y otras muchas autoras, dejó de lado a las autoridades masculinas para remitirse a su propia experiencia, a la sinrazón que su ser-mujer le revelaba, para rebatir las opiniones de Rousseau. Su propia experiencia fue la brújula que la orientó en una cartografía desconocida para el pensamiento patriarcal: el decir de las mujeres. Rechazó el matrimonio como el principal objetivo de la vida de una mujer, afirmando que “conseguir carácter como ser humano, independiente del sexo al que se pertenezca, es la más loable ambición”. Desde fines del siglo XVIII, estas mujeres inauguraron el feminismo moderno, que desde principios del siglo XIX habría de centrarse en la consecución de la igualdad de derechos para las mujeres y en la mejora de sus condiciones económicas y laborales, a través de las ideologías liberal y socialista.

El movimiento por la igualdad de derechos

A pesar de la efervescencia política de fines del siglo XVIII y la participación activa de las mujeres en los movimientos revolucionarios, las propuestas de las feministas quedaron aislada por que carecían de movimientos políticos que las respaldaran. Las primeras feministas, como Pisan o Gournay, no escribieron como políticas, sino como filósofas. Pero la instauración del ideal democrático y la cuestión de los derechos significó que los escritos feministas adquirieron un sentido político. Las nuevas circunstancias de Europa en esta época, las diferencias nacionales, religiosas y políticas, tuvieron un papel esencial en el futuro del feminismo en Europa. El primer movimiento de las mujeres se centró, fundamentalmente, en la batalla por los derechos legales, quedando en segundo plano la igualdad en el terreno social y laboral.

Por ello, a menudo se ha tildado al primer feminismo de burgués y propio de las mujeres de la clase media. Estos movimientos pidieron para las mujeres la igualdad de derechos civiles y políticos con los hombres. Las mujeres que participaron en ellos se negaban a admitir la situación legal marginal de las mujeres, que las situaba bajo el control de padres y esposos y les negaba la condición de personas adultas. El liberalismo del siglo XIX favoreció el florecimiento de los grupos feministas, porque atacaba también las bases tradicionales de la sociedad y rechazaba las vetustas autoridades para confiar en la razón y en el individuo y en el poder de la educación. El filósofo liberal inglés John Stuart Mill denunció en la segunda mitad del siglo XIX la contradicción que entrañaban las ideas revolucionarias y progresistas de su época que al mismo tiempo mantenían la subordinación tradicional del sexo femenino. Las mujeres que se relacionaban con grupos liberales tuvieron mayores facilidades para desarrollar un pensamiento feminista por su participación en causas como la abolición de la esclavitud o la extensión del sufragio. Los movimientos feministas del siglo XIX y de la primera mitad del XX estuvieron compuestos por una abrumadora mayoría de mujeres de la clase media. Esto fue así porque dentro de las clases medias, en el siglo XIX, se experimentó con mayor agudeza que en otros ámbitos sociales la desigual libertad de hombre y mujeres. Estas mujeres, carecían de derechos de propiedad, dependían por completo de sus maridos y estaban excluidas de toda participación política al no tener acceso al sufragio electoral. En este ámbito se centró la lucha principal del feminismo liberal durante el siglo XIX y los primeros años del XX.

La lucha por el voto en Estados Unidos

La lucha por el voto fue una lucha política que afectó a ambos sexos, pues en la mayoría de los países parlamentarios el sufragio también excluía a los obreros y, en Estados Unidos, también a los negros. En los Estados Unidos, el movimiento a favor de los derechos de las mujeres surgió directamente de la lucha por la abolición de la esclavitud. En 1833 se creó en Filadelfia el primer grupo antiesclavista, a partir del cual se fundó la Sociedad Antiesclavista Norteamericana. Gracias al movimiento, las mujeres americanas aprendieron a organizarse y a celebrar reuniones, tuvieron acceso a tribunas públicas y escribieron sus manifiestos. Sin embargo, también en el movimiento abolicionista las mujeres fueron pronto ridiculizadas y silenciadas al no permitírseles actuar como delegadas en las asambleas. En 1840, las delegadas norteamericanas que participaban en Inglaterra en la Convención Mundial Antiesclavista fueron obligadas a permanecer tras una cortina durante las sesiones, porque muchos miembros del movimiento no aceptaban su presencia ni reconocían su papel. Este acto produjo el primer paso hacia la organización feminista en Estados Unidos. Ellas comenzaron a abogar por sus propios derechos, aunque su lucha tuvo una repercusión social mucho menos favorable que la del movimiento abolicionista. Se las degradó públicamente recurriendo a los tradicionales argumentos del patriarcado para ridiculizar a las mujeres con actividad pública. En 1848 se celebró en Seneca Falls (Nueva York) la primera Convención sobre los Derechos de la Mujer. Las resoluciones acordadas por las mujeres que allí participaron exigían la igualdad de derechos en distintos ámbitos: en el matrimonio, en los salarios, en la propiedad y en la custodia de los hijos. En los 25 años siguientes, las feministas norteamericanas consiguieron la mayor parte de sus reivindicaciones y otros Estados promulgaron a su vez leyes que otorgaban a las mujeres el derecho a disponer de sus bienes y salario, y a tener pleno poder en la custodia de los hijos. Muchas de estas mujeres abogaron por la abolición del matrimonio, considerando esta institución como la primera fuente de injusticia para las mujeres. Tras la Guerra de Secesión (1861-1865), en cuyo transcurso muchas mujeres lucharon activamente por la abolición de la esclavitud, se inició la separación entre la causa abolicionista y el movimiento de las mujeres. Tanto los líderes abolicionistas como el Estado norteamericano temieron la radicalización del movimiento feminista. Se concedió el voto a los hombres negros, pero no a las mujeres, y éstas dirigieron entonces su movimiento hacia la concesión de los derechos políticos plenos a las de su sexo. El estado de Wyoming fue el primero en conceder el voto a las mujeres en 1869, pero sólo en 1920 todas las mujeres estadounidenses consiguieron el derecho al voto.

El movimiento por los derechos de las mujeres en Inglaterra

La lucha por los derechos de la mujer en Inglaterra encontró su inspiración en el movimiento de las feministas norteamericanas y a su vez sirvió como modelo a otros movimientos feministas europeos. En las décadas de 1830 y 1840, como había ocurrido antes en los Estados Unidos, las mujeres inglesas participaban activamente en movimientos políticos no relacionados directamente con el movimiento de la mujer. Pero el ejemplo americano avivó la lucha específica de las mujeres.

Entre 1850 y 1920 las mujeres inglesas lucharon por conseguir leyes más justas en lo referente al matrimonio, a la custodia de los hijos, al control sobre sus bienes y salarios, al acceso a la educación, al voto y a la participación política. Desde 1833 comenzaron a aparecer manifiestos y artículos que pedían el voto para las mujeres. En respuesta a estas protestas, la Cámara de los Comunes insertó por vez primera de forma explícita la palabra varón en los requisitos requeridos para ejercer el voto. En 1847 se fundó la Asociación Política Femenina para luchar por el voto de las mujeres. En 1851, Harriet Taylor Mill (1807-1858) escribió su Ensayo sobre el sufragio de las mujeres. Las feministas enviaron peticiones al Parlamento, que no obtuvieron respuesta. Mill reclamó la plena igualdad de derechos políticos y civiles para las mujeres inglesas, inspirándose en los logros conseguidos por las norteamericanas. Escribió: “Lo que queremos para las mujeres es igualdad de derechos, igualdad de privilegios sociales, no una situación diferente, una especie de sacerdocio sentimental”. Harriet Mill no ejerció ninguna actividad política pública debido a su precaria salud, pero inspiró a su marido John Stuart Mill su famoso ensayo La esclavitud femenina, publicado en 1869, que habría de convertirse en un clásico del pensamiento feminista. Pero antes de la aparición del libro de Stuart Mill, las mujeres inglesas llevaban décadas de lucha.

La primera organizadora del movimiento feminista en Inglaterra fue Barbara Leigh Smith, que fundó su propia escuela para mujeres, y que en 1854 publicó un opúsculo llamado Breve resumen en lenguaje claro de las leyes más importantes relacionadas con las mujeres, donde denunció la anulación de los derechos legales de las mujeres casadas. En 1855, Leigh Smith organizó un comité de mujeres que reclamaban la igualdad de derechos y organizaban mítines públicos. Este comité presentó una petición formal al Parlamento en 1856 para conseguir que las mujeres casadas controlaran sus propios bienes. Sin embargo, el Parlamento se limitó a promulgar una ley de divorcio con algunas ligeras concesiones a las mujeres, como la posibilidad de divorciarse si habían sido cruelmente maltratadas por sus esposos. Esta derrota convirtió al comité de Leigh Smith en un auténtico movimiento feminista. En la década de 1860, el movimiento inglés emprendió diversas campañas. La primera estuvo dirigida a reclamar al Parlamento una ley que permitiera a las mujeres casadas disponer de sus ingresos y propiedades, lo que consiguieron entre 1878 y 1882. Fundaron colegios universitarios para mujeres y presionaron para que las mujeres fueran admitidas en Oxford y Cambridge, lo que se consiguió en la década de 1870. En 1884 consiguieron la abolición de las leyes sobre enfermedades infecciosas que permitían a la policía inspeccionar a cualquier mujer de la que sospechasen que era prostituta. Al mismo tiempo, continuaron la lucha por el sufragio femenino.

En 1865, las mujeres del comité hicieron campaña a favor de John Stuart Mill, que consiguió un escaño en el Parlamento desde el que planteó la cuestión del voto femenino. Ese mismo año se fundó el Comité por el Sufragio Femenino. Estas mujeres no deseaban el voto para igualarse con los hombres, sino para que su diferencia ejerciera un peso político. A comienzos del siglo XX, las feministas inglesas habían conseguido muchas cosas: podían formar parte de los ayuntamientos, ser funcionarias de la administración de asistencia pública, votar en las elecciones municipales e incluso ser alcaldesas. Pero no habían conseguido el voto. Este retraso, semejante en otros países de Europa, incluida España, se debió al desinterés de los partidos conservadores hacia el voto femenino y al miedo que las fuerzas de izquierdas tenían a un voto que consideraban conservador y de tendencias clericales. En Inglaterra, el Partido Liberal, al que estaba aliado el movimiento de las mujeres, se negó reiteradamente a conceder el voto a las mujeres, por estas razones. Esta alianza llevó a la desunión del movimiento, que no volvería coaligarse hasta 1897 bajo el nombre de Unión Nacional de Sociedades por el Voto de las Mujeres. La Unión desarrolló tácticas más radicales e incluyó a una gran cantidad de mujeres de la clase obrera. Se vinculó al Partido Laborista recién constituido y, ante la oposición de la clase política, adoptó tendencias más radicales. Desde 1906, el movimiento se dividió en dos tendencias rivales: la Unión Nacional de Sociedades por el Voto de las Mujeres (NUWSS), liderada por Millicent Garrett Fawcett, de tendencia liberal y moderada, que se enorgullecía de su “respeto a la ley” y de su no radicalidad, y la Unión Social y Política de Mujeres (WSPU), encabezada por Emmeline Goulden Pankhurst, vinculado al Partido Laborista Independiente y de tácticas más violentas, quien declaraba que “el argumento del cristal roto es el más valioso en la política moderna”. Entre 1910 y 1914 se produjeron grandes mítines y manifestaciones. Las feministas de WSPU adoptaron los métodos de protesta violenta del movimiento independentista irlandés: rotura de ventanas, cortes de los cables del telégrafo, etc. Estas mujeres fueron detenidas infinidad de veces y en las cárceles iniciaban huelgas de hambre. El movimiento de las mujeres y la represión gubernamental alcanzaron su punto álgido en los años 1013 y 1914. El gobierno decidió clasificar a las sufragistas como delincuentes comunes y no como presas políticas, pero no cambió la legislación sobre el voto. Las feministas del WSPU adoptaron la máxima “Hechos, no palabras” y aumentaron sus ataques contra la propiedad. En 1913, Emily Wilding Davison, miembro del WSPU, se arrojó bajo el caballo del rey en el derbi londinense. Su entierro originó una gran manifestación sufragista. Pero la entrada de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial en 1914 terminó de golpe con el movimiento sufragista inglés. El gobierno amnistió a todas las sufragistas encarceladas, y los dos partidos sufragistas se dedicaron fervientemente al trabajo voluntario y a la propaganda nacionalista. El gran trabajo realizado por las mujeres durante la guerra inclinó a la opinión pública en favor del voto femenino. En 1918 las inglesas mayores de 30 años consiguieron el voto. Hasta 1928 no se hizo extensivo el sufragio al resto de las mujeres en la mayoría de edad. La WSPU se disolvió, mientras que la NUWSS siguió defendiendo la igualdad de derechos desde la moderación.

El movimiento por la igualdad de derechos después de la I Guerra Mundial

Al terminar la primera guerra mundial, el tema del sufragio femenino había perdido fuerza en muchos países. La devastación causada por la guerra hizo que el movimiento sufragista pareciera una causa anticuada y superada. El movimiento por la igualdad mostró las limitaciones que ofrecía una lucha centrada en los derechos de ciudadanía. En el primer cuarto del siglo XX, las mujeres consiguieron el voto en países con regímenes similares al inglés. Pero la extensión del sufragio demostró ser ineficaz por sí misma para liberar a grupos que seguían estando económica y culturalmente subordinados. La participación femenina en las elecciones no conseguía cambiar la vida de las mujeres de forma significativa. Antes de la consecución del voto, muchas feministas creían que el sufragio cambiaría el mundo de las mujeres, pero las esperanzas fueron vanas, porque en gran medida las mujeres votaban igual que los hombres de su clase. En los países católicos el miedo de los partidos liberales al voto clerical de las mujeres retrasó la concesión del sufragio femenino, y en los países católicos las mujeres no votaron hasta después de la segunda guerra mundial.

El feminismo por la igualdad de derechos tuvo éxito solamente en aquellos países en los que las fronteras políticas y de clase no eran insalvables, como en Inglaterra o en Escandinavia, donde las feministas se apoyaron tanto en partidos socialistas como en fuerzas liberales y el movimiento feminista unió a mujeres de clase media y a mujeres de la clase trabajadora. Sin embargo, en países donde las disparidades políticas y económicas fueron más abruptas, como en los países católicos, el movimiento feminista se escindió en dos movimientos diferentes. Uno de ellos era el movimiento por la igualdad de derechos sostenido por mujeres burguesas de la clase media y apoyado en partidos liberales. El otro, el movimiento de mujeres socialistas, formado por mujeres de la clase trabajadora, que se centraba sobre todo en cuestiones económicas y laborales. En países como Francia, Rusia, Italia, Austria, Alemania o España los dos movimientos fueron incapaces de salvar sus diferencias.

El feminismo socialista

El feminismo por la igualdad de derechos y el feminismo socialista diferían profundamente en sus objetivos y tácticas. Las feministas liberales burguesas, distanciadas de los objetivos laborales de las socialistas, se opusieron a las reformas que mejorarían el trabajo de las mujeres obreras, reclamando una igualdad absoluta con los hombres que perjudicaba a las trabajadoras (en el caso del trabajo en las minas o de las jornadas laborales). En Inglaterra, el feminismo consiguió en gran medida superar estas diferencias, pero no en el resto de Europa. Feminismo y socialismo, como movimientos políticos, tenían muchas cosas en común: ambos rechazaban muchas de las tradiciones culturales, políticas y económicas de Occidente. Hacia 1830, algunos grupos de socialistas feministas, tanto hombres como mujeres, proclamaron ya que la abolición del capitalismo y su sustitución por el socialismo supondría la liberación de las mujeres. Para las socialistas significaba poco la consecución de la igualdad de derechos. Se centraron en cuestiones laborales y en la mejora de las condiciones de vida, tanto de la clase trabajadora en general como de las mujeres obreras en particular. Acusaron a los movimientos por la igualdad de derechos de ignorar las condiciones de explotación laboral en que trabajaban las mujeres obreras y lucharon por conseguir la reducción de la jornada y mejores salarios. Pero supeditaron el movimiento feminista al socialismo y, ante cualquier conflicto entre ambos, antepusieron siempre el segundo. Clara Zetkin, socialista alemana, declaró en 1895: “La mujer proletaria no puede lograr sus más altos ideales a través de un movimiento por la igualdad del sexo femenino; solamente alcanza la salvación a través de la lucha por la emancipación del trabajo”. Sin embargo, en los círculos socialistas se dieron también numerosos prejuicios contra el movimiento de las mujeres y a menudo los varones se negaron a admitir la lucha feminista dentro del socialismo. El grado de expresión del movimiento feminista dentro del socialismo cambió a lo largo del tiempo. Durante la Revolución francesa de 1789, los líderes más radicales se habían opuesto a las reivindicaciones de las mujeres, pero en la década de 1830 éstas participaron activamente en los círculos socialistas radicales, como los saint-simonianos en Francia o los owenistas en Inglaterra. Sin embargo, la corta vida de estos movimientos limitó los logros feministas dentro del socialismo radical. A mediados del siglo XIX, la redefinición del socialismo por Marx y Engels, redefinió también la concepción del feminismo socialista. Marx y Engels proclamaron que la liberación de la clase trabajadora traería la liberación de las mujeres. Nunca se detuvieron a analizar, en cambio, en qué consistiría tal liberación e incluso repudiaron la disolución de los lazos familiares tradicionales y la participación de las mujeres en el trabajo. El socialismo marxista adoleció también de la ausencia de reivindicaciones feministas en su seno y de los mismos prejuicios ancestrales. Los socialistas franceses y alemanes defendieron a menudo que las mujeres continuaran en sus puestos tradicionales, al frente de la familia y del trabajo doméstico. En el último cuarto del siglo XIX, la participación femenina en el movimiento socialista fue mayor, sobre todo en Alemania. El Partido Socialista alemán, que se mantuvo casi proscrito entre 1878 y 1890, necesitó del apoyo de las mujeres para difundir su causa. En 1879, August Bebel publicó su obra La mujer y el socialismo, que alcanzó enorme popularidad. En ella, Bebel sostenía que el capitalismo era la causa del sometimiento de las mujeres y vinculó nuevamente el socialismo a la liberación femenina. El libro de Bebel facilitó el acercamiento de las mujeres al socialismo alemán desde la década de 1880. En Rusia, también durante el último cuarto del siglo XIX, las mujeres fueron bien recibidas dentro de la causa socialista, debido en buena parte a la situación de ilegalidad en que se hallaban los partidos revolucionarios, que reclamaban la liberación de todos los oprimidos, incluidas las mujeres. Las mujeres rusas participaron en todo tipo de actividades de la causa revolucionaria en Rusia, lo que les valió el respeto de los socialistas varones. A principios del siglo XX, las mujeres tenían una gran presencia en los partidos socialistas de Europa. Dentro del Partido Socialista Alemán, el más numeroso de Europa, había en 1914 unas 175.000 mujeres. Clara Zetkin y Rosa Luxemburg influyeron enormemente en la política del Partido, si bien la última no se identificaba con la lucha feminista. Para muchas de estas mujeres, el socialismo era un fin en sí mismo, más importante que el movimiento por la liberación de las de su sexo. Las que sí se identificaban con el feminismo, acababan de todas formas subordinándolo a la causa final del socialismo. Las socialistas

Otros movimientos vinculados al feminismo en la primera mitad del siglo XX

Durante la época de entreguerrras, las feministas abandonaron en gran medida sus reivindicaciones para dedicarse a otros movimientos afines. La “cuestión femenina”, como se la llamó, había dejado de tener fuerza por sí misma.

Las feministas inglesas declararon que “el feminismo no es suficiente”. Tanto las organizaciones por la igualdad de derechos como los grupos socialistas de mujeres se consagraron a tareas relacionadas con el bienestar social. La eliminación en los partidos socialistas y comunistas de los sectores feministas, pusieron a las mujeres ante la evidencia de que de ellas se esperaba que se dedicaran a las labores asistenciales propias de su sexo. No se cuestionaba la participación política de las mujeres, pero se les asignaban tareas que se consideraban apropiadas para ellas. La mayor parte de las feministas adoptaron este mismo criterio, si bien algunas, la minoría, siguieron reivindicando la participación de las mujeres en todos los ámbitos de la vida social y política.

Las mujeres tuvieron un ámbito de participación más reducido en los partidos conservadores. Las mujeres de estos partidos asumían de buen grado su relegación a un segundo plano desde el que se consagraron a labores de asistencia. Pero dentro de los partidos de izquierdas esta relegación se dio también de forma general, al menos durante los años de entreguerras.

Al consagrarse a la causa del bienestar social, tanto las feministas socialistas como las pertenecientes al movimiento por la igualdad de derechos abandonaron en gran medida el feminismo en sí. Trabajando en este tipo de cuestiones, algunas de ellas siguieron presionando para conseguir avances para las mujeres, como ayudas a la maternidad, reforma de las leyes de divorcio, aborto o contracepción. Sin embargo, dentro de los grupos de mujeres volvieron a perfilarse las profundas diferencias que separaban a unas y a otras.

Las mujeres conservadoras del movimiento por la igualdad de derechos se opusieron radicalmente a las reformas que aumentarían la independencia sexual de las mujeres, así como al aborto o la anticoncepción.

Las mujeres de los partidos de izquierda, sin embargo, lucharon para conseguir el control de la propia fecundidad, y en 1929 muchas de ellas participaron en la Liga Mundial por la Reforma Sexual sobre una Base Científica. Esta comunidad internacional tuvo, sin embargo, escasa influencia política.

El aborto siguió siendo ilegal en Europa, y en la Unión Soviética, Stalin lo abolió en 1936, con la excusa de que se necesitaban hombres para los objetivos del socialismo. El triunfo de regímenes dictatoriales en Alemania, Portugal, Italia y España imposibilitó el avance del control femenino sobre su propia fecundidad, y en otros países, como Francia, el argumento de la necesidad de aumentar la tasa de natalidad prohibió la decisión de las mujeres respecto al aborto y la anticoncepción.

Durante la época de entreguerras, muchas mujeres feministas participaron también en movimientos pacifistas y antifascistas. La asociación entre pacifismo y feminismo era antigua, remontándose a mediados del siglo XIX. Durante la guerra de Crimea de 1854, muchas mujeres se aliaron para protestar contra la guerra, y en 1889 la sufragista austriaca Bertha von Suttner escribió su ¡Dejad las armas! y fue la primera persona en recibir el Premio Nobel de la Paz, creado por el industrial Alfred Nobel por inspiración de la obra de Suttner. La vinculación entre feminismo y pacifismo surge de la identificación ancestral entre guerra y virilidad. Durante el periodo del movimiento sufragista, muchas mujeres creyeron que el voto femenino acabaría con la guerra. En 1910, el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas hizo de la “lucha contra la guerra” su objetivo prioritario.

La primera guerra mundial, sin embargo, provocó la escisión de los movimientos feministas, que siguieron por separado el camino del pacifismo o del nacionalismo bélico. Los movimientos de mujeres por la igualdad de derechos abandonaron la lucha feminista mientras durase la guerra y se consagraron a apoyar la victoria de sus naciones, lo que provocó la salida de ellos de los grupos de mujeres pacifistas. Este mismo proceso se produjo en los grupos de mujeres socialistas. En 1915 se celebraron dos congresos de mujeres pacifistas: el Congreso de Mujeres Socialistas Internacionalistas, en Berna, y el Congreso Internacional de Mujeres (por la igualdad de derechos), en La Haya. Con ello se ponía de manifiesto la ya tradicional división entre mujeres conservadoras y mujeres socialistas. En ambos congresos se pidió el final de la guerra y se pidió a las mujeres que presionaran a sus gobiernos para poner fin al conflicto.

Tras la primera guerra mundial, los grupos pacifistas de mujeres siguieron actuando; así, por ejemplo, la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad. Pero con la subida al poder de los totalitarismos en la década de los treinta, muchos pacifistas consideraron que la lucha armada era el único medio para acabar contra los regímenes totalitarios. Sin embargo, en 1938 Virginia Woolf publicó su obra Tres guineas, un espléndido alegato que unía feminismo, antifascismo y pacifismo. Para la Woolf, el feminismo era el camino más directo hacia la paz y contra el fascismo que sustentaba el patriarcado. Woolf relacionó además por vez primera lo privado con lo público y urgió a las mujeres a luchar en contra de las violencias cotidianas contra sus cuerpos y voluntades, y contra la alta política de los varones. En Tres Guineas, Woolf unía guerra y virilidad, y excluía a las mujeres de la participación en la guerra, proponiéndolas que se consagraran a subvertir los valores patriarcales tanto en el ámbito de lo privado como en la arena pública. Además, despreciaba la noción de patria y el nacionalismo al escribir: “Como mujer, no tengo país. Como mujer, no quiero un país. Como mujer, mi país es el mundo entero”.

Tras el estallido de la II Guerra Mundial, muchos grupos pacifistas de mujeres y hombres se opusieron a ella. Pero la barbarie de la contienda significó para los pacifistas un trance aterrador. Las preocupaciones específicas de las mujeres se olvidaron en la lucha por la supervivencia.

Durante la guerra y posteriormente en la posguerra, las mujeres se definieron como comunistas, católicas, o de izquierdas o derechas, pero no como feministas. Lo prioritario era la reconstrucción. Y esta se llevó a cabo a costa de devolver a las mujeres a sus papeles tradicionales de esposas y madres.

Durante las décadas de los cuarenta, cincuenta y sesenta, la mayoría de las mujeres feministas abandonaron sus reivindicaciones. Pero a finales de la década de los sesenta las cosas cambiaron. La recuperación después de la guerra en los países era total.

En los Estados Unidos la sociedad se vio conmocionada por los movimientos pacifistas contra la guerra del Vietnam y a favor de los derechos civiles de los negros.

En Europa, la rebelión de 1968 desencadenó un nuevo movimiento feminista. El “movimiento de liberación de la mujer” o Women's Lib, como se llamó desde entonces al movimiento feminista, despertó al calor de estos acontecimientos.

El movimiento de liberación de las mujeres: hacia un nuevo feminismo

A finales de los años sesenta, los valores que habían sostenido las ideologías liberales en el mundo capitalista comenzaron a desintegrarse y surgieron una serie de movimientos marginales que ampliaron y radicalizaron la confrontación entre clases sociales.

La aceleración de la carrera de armamentos, los conflictos en el llamado Tercer Mundo, el miedo a la guerra nuclear, las injusticias en el mundo desarrollado y las guerras crearon condiciones de descontento y rebelión entre los sectores más marginados.

Los negros en Estados Unidos, los estudiantes en Francia e Italia, los pacifistas en los países escandinavos, etc., cuestionaron las raíces de unas sociedades que tenían como base teórica la igualdad de derechos de los ciudadanos. En el seno de esta rebelión nació el nuevo movimiento de liberación de las mujeres.

En Europa, como en Estados Unidos, las mujeres que participaban en los movimientos disidentes comprendieron que no habían alcanzado la igualdad a pesar de las luchas de sus predecesoras. Entendieron la contradicción que se daba entre los ideales igualitarios de dichos movimientos y la realidad de sus propias vidas, que seguían sometidas al imperio del patriarcado.

La opresión de las mujeres se desarrollaba en el hogar, que seguía siendo su ámbito prioritario de actuación, y en el trabajo, con situaciones laborales discriminatorias a pesar de las leyes de igualdad, y con desigualdad de oportunidades profesionales. Junto a ello, las mujeres de finales de los años sesenta comprendieron que su género se había convertido en el elemento manipulable de la sociedad consumista, que las convertía -y las convierte- en objetos de y para el consumo.

La sociedad occidental ha llevado hasta su extremo la degradación social del ama de casa y la nueva libertad sexual no era más que una engañifa, puesto que el cuerpo femenino se convirtió en objeto de explotación para la libertad masculina. Ante la igualdad legal, las mujeres se sintieron más estafadas debido a su situación real. Las situaciones cotidianas de desigualdad y opresión crearon -y siguen creando- en muchas mujeres un conflicto personal permanente y del que es difícil desembarazarse, puesto que las estructuras de dominio del capitalismo avanzado son mucho más sutiles que las que imperan en los países del llamado Tercer Mundo o en el mundo islámico. Al mismo tiempo, las contradicciones internas de la sociedad tecnológico-industrial son mucho más evidentes que en esos países. De ahí que la nueva política de las mujeres surgiera en los países donde el capitalismo había alcanzado sus formas más perfectas y que esta nueva política de las mujeres abriera sus horizontes a todas las formas de opresión (económica, legal, sexual, ideológica...) y particularmente, a la ancestral división que relegaba a la mujer al ámbito de lo privado, de lo invisible, como reproductora y socializadora, frente al ámbito de lo público, de lo visible, asignado al hombre.

La nueva política de las mujeres surgió además de otra contradicción: la que supuso para muchas la práctica de luchar en el seno de grupos radicales pacifistas, de defensa de los derechos civiles de los negros, o de las revueltas de estudiantes. Las mujeres descubrieron que dentro de estos movimientos pervivía la más antigua y arraigada de las opresiones: la de las mujeres. Tomaron conciencia por vez primera de que esta opresión se daba en todas las clases sociales, en todas las minorías y en todos los movimientos radicales dirigidos por varones. Así se demostró en la práctica revolucionaria y política durante la rebelión de mayo del 68 en Francia, o en los movimientos de protesta contra la guerra del Vietnam en Estados Unidos.

El nuevo feminismo no fue ya sólo la lucha por conseguir los mismos derechos y oportunidades de que gozaban los hombres, sino que cuestionó radicalmente el patriarcado y sus manifestaciones más brutales: individualismo, violencia, competición, jerarquización y totalitarismo. Se ha considerado texto fundacional de este nuevo feminismo a la obra El segundo sexo, publicada por la filósofa Simone de Beauvoir en 1949, en la época de letargo del movimiento feminista que siguió a la II Guerra Mundial. Efectivamente, El segundo sexo fue publicado sin el respaldo de un movimiento feminista, pero fue de vital importancia para la nueva política de las mujeres. Simone de Beauvoir analizaba en él el por qué de la existencia de la mujer como el Otro, como perteneciente a la categoría de lo negativo, de lo no-hombre, la otra cara del espejo de lo masculino. Puso de manifiesto esa cualidad de alteridad y de marginalidad que estaba en el origen de la ancestral superioridad económica, social y simbólica del mundo patriarcal.

Simone de Beauvoir fue la primera teórica feminista que habló explícitamente de la diferencia en la igualdad como forma de reivindicar el enriquecimiento de la vida tanto para hombres como para mujeres. Beauvoir, que al escribir El segundo sexo confiaba en que el socialismo conllevaría la liberación de las mujeres, cambió de actitud, como muchas otras feministas, a lo largo de los años sesenta. Las socialistas reconocieron la insuficiencia del socialismo para colmar la lucha de las mujeres y desde distintos ámbitos feministas se insistió en que las mujeres sufrían una opresión concreta contra la que había que organizarse adoptando tácticas concretas.

Las feministas llegaron a la conclusión de que esta lucha era una cuestión de mujeres y que sólo el reconocimiento común de su opresión serviría para liberarlas de ella. El lema más importante del movimiento de liberación de la mujer, que se mantiene hoy día, era “lo personal es político”, retomando la herencia que Virginia Woolf dejara en sus Tres guineas. Ello supuso el que, de las experiencias personales de las mujeres, surgiera un discurso político original y revolucionario acerca de cuestiones que hasta entonces habían sido tabúes culturales del patriarcado, como el aborto, la libertad del cuerpo femenino o la violación.

El movimiento de liberación de las mujeres de los años sesenta y setenta fue más allá de lo que habían ido las feministas de tiempos pasados, al cuestionar desde su raíz la estructura social del patriarcado y desentenderse del hombre como medida de todas las cosas.

El proceso de concienciación se dio, tanto en Europa como en Estados Unidos, a través de pequeños grupos de discusión en los que las mujeres compartían sus experiencias y entendían sus conflictos comunes frente al patriarcado. En Inglaterra, Francia, Alemania, Países Bajos, Escandinavia e Italia, como en Estados Unidos, se formaron grupos de mujeres, clubes y asociaciones, librerías de mujeres, etc., que crearon nuevos espacios de libertad femenina y nuevas relaciones políticas.

Aparecieron multitud de publicaciones feministas. Las redes de solidaridad tejidas por estos grupos se tradujeron en un florecimiento de las acciones políticas de las feministas, que crearon símbolos de liberación y rebelión contra el patriarcado, los cuales se convirtieron en comunes para el movimiento feminista a través de la acción directa y de las manifestaciones.

A comienzos de los años setenta, estas tácticas habían atraído a gran cantidad de mujeres y hombres al nuevo feminismo, y la liberación de las mujeres se había convertido en un movimiento político de gran fuerza social. El movimiento de liberación de las mujeres consiguió para las mujeres de Europa occidental un cierto grado de control sobre sus cuerpos en lo referente a la sexualidad y a la procreación. La lucha por el derecho al aborto, a la contracepción y al uso libre del cuerpo femenino por las mujeres, las protestas contra su objetualización publicitaria y pornográfica, contra la violencia física hacia el cuerpo femenino, la defensa de los derechos de las prostitutas, etc., fueron algunos de los principales objetivos de la nueva política de las mujeres.

Pero quizás la vertiente más revolucionaria relacionada con el control de su propia sexualidad fue la lucha del feminismo lesbiano. Al poner en cuestión las tradiciones de control patriarcal sobre el cuerpo femenino, las feministas comenzaron a denunciar su institución sexual fundamental: la “heterosexualidad obligatoria”. La consideración de la heterosexualidad fundacional del patriarcado hizo que dentro del movimiento feminista muchas mujeres cuestionaran sus propios usos sexuales determinados por el patriarcado y se inclinaran por el amor entre mujeres.

Las lesbianas habían participado siempre en los movimientos feministas, pero hasta los años setenta el lesbianismo era escondido o negado por las feministas. A mediados de los años setenta, las lesbianas comenzaron a reivindicar su identidad sexual y su importancia dentro de los movimientos feministas. El lesbianismo se convirtió en un asunto político para las activistas, formándose grupos radicales de separatismo lesbiano a mediados de los años setenta.

La importancia del feminismo lesbiano dentro del movimiento de liberación de las mujeres ha sido inestimable, porque las mujeres que amaban a otras mujeres pusieron a la mujer en el centro de todas las cosas, considerándola como mujer en sí misma, y no en su relación con los hombres. Este punto de vista ha resultado crucial en el desarrollo posterior del feminismo de los años ochenta y noventa.

PRÁCTICA

Hemos encuestado a diez personas de los cuatro niveles de cursos del Instituto. De esas diez personas cinco correspondía al sexo femenino y cinco al masculino. Las preguntas trataban de lo siguiente:

¿ Pensáis que las mujeres siguen sometidas?

HOMBRES MUJERES

2º de Bachillerato: 80% 100%

1º de Bachillerato: 60% 60%

4º de ESO 60% 20%

3º de ESO 20% 100%

Si tuvieras que contratar a un empleado y se te presentan un hombre y una mujer con las mismas cualidades ¿ A quién contratarías?

Hombre Mujer Indiferente

2º de Bachillerato:

Hombres 0% 40% 60%

Mujeres 0% 0% 100%

1º de Bachillerato:

Hombres 40% 40% 20%

Mujeres 0% 40% 60%

4º de ESO:

Hombres: 20% 0% 80%

Mujeres: 0% 20% 80%

3º de ESO:

Hombres: 20% 0% 80%

Mujeres: 20% 0% 80%

¿Estás de acuerdo con qué los hombres trabajen en tareas de la casa?

Hombres Mujeres

2º de Bachillerato 80% 100%

1º de Bachillerato 100% 100%

4º de ESO 40% 100%

4º de ESO 100% 100%

¿Estás de acuerdo que haya trabajos para mujeres y otros para los hombres? ¿ O crees que los trabajos valen para los dos sexos?

Hombres Mujeres

2º de Bachillerato

todos 40% 60%

algunos 60% 40%

1º de Bachillerato

todos 20% 60%

algunos 80% 40%

4º de ESO

todos 40% 60%

algunos 60% 40%

3º de ESO

todos 40% 80%

algunos 60% 20%

¿Crees que los hombres pueden vivir sin la presencia ni ayuda de las mujeres?

Hombres Mujeres

2º de Bachillerato 10% 40%

1º de Bachillerato 10% 0%

4º de ESO 60% 60%

3º de ESO 0% 20%

¿Piensas que las mujeres tienen más problemas de encontrar trabajo que los hombres?

Hombres Mujeres

2º de Bachillerato 40% 80%

1º de Bachillerato 80% 0%

4º de ESO 60% 100%

3º de ESO 80% 80%

¿Crees que los hombres son superiores a las mujeres, las mujeres a los hombres o son iguales?

Hombre Mujer Indiferente

2º de Bachillerato:

Hombres 60% 0% 40%

Mujeres 0% 0% 100%

1º de Bachillerato:

Hombres 20% 0% 40%

Mujeres 0% 40% 60%

4º de ESO:

Hombres: 40% 0% 60%

Mujeres: 0% 0% 100%

3º de ESO:

Hombres: 80% 0% 20%

Mujeres: 0% 0% 100%

¿Por qué crees que hay más mujeres estudiando en la Universidad?

  • A) Porque son más inteligentes las mujeres

  • B) Porque si no estudian no encuentran trabajo

  • C) Porque los hombres pueden ganarse la vida de muchas formas y si es sin estudiar mejor.

A B C OTRAS

2º de Bachillerato:

Hombres 0% 80% 0% 20%

Mujeres 0% 60% 0% 40%

1º de Bachillerato:

Hombres 0% 20% 20% 40%

Mujeres 60% 40% 0% 0%

4º de ESO:

Hombres: 0% 40% 60% 0%

Mujeres: 0% 100% 0% 0%

3º de ESO:

Hombres: 20% 0% 80% 0%

Mujeres: 0% 100% 0% 0%

Total: 1ª pregunta: 62,5%

2ª pregunta: hombres (7,5%) mujeres (30%) Indiferentes (62,5%)

3ª pregunta: 90%

4ª pregunta: todos (30%), algunos (70%)

5ª pregunta: 65%

6ª pregunta: 62,5%

7ª pregunta: hombres (22,5%) mujeres (7,5%) iguales (67,5%)

8ª pregunta: A(7,5%) B(52,5%) C(20%) Otras (12,5%)

Bibliografía

AMORÓS, C. (coordinadora): Historia de la teoría feminista, Madrid, 1994.

ANDERSON, B.S. y ZINSSER, J.P.: Historia de las mujeres: una historia propia, vol.2, Barcelona, 1991.

RIVERA GARRETAS, M.M.: Nombrar el mundo en femenino, Barcelona, 1994.Victoria Horrillo.




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Enviado por:Lucia Volcy
Idioma: castellano
País: España

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