Historia


Guerra Civil española (1936-1939)


LA GUERRA CIVIL EN MADRID

Cuando, en la última semana de octubre de 1936, Geoffrey Cox, corresponsal de News Chronicle, viajaba hacia España, sólo encontró una persona -el también periodista Jay Allen- que no creyera en la inminencia de la caída de Madrid. La prensa británica, añade Cox, opinaba unánimemente que, “failing a miracle”, la toma de la ciudad por las tropas de Franco era ineluctable. Tal opinión distaba mucho de reflejar sólo el caso británico. Al contrario, era prácticamente compartida en todo el mundo.

Durante más de tres meses de conflicto, la República no había obtenido un solo triunfo en campo abierto sobre las fuerzas militares sublevadas. El único gran éxito fue la detención en las sierras del sistema Central de las columnas enviadas por Mola contra Madrid. Después, la fulminante acción de las tropas traídas de África por Franco parecía ser capaz de resolver en breve plazo el enfrentamiento militar de modo favorable a los alzados. A partir de septiembre, los esfuerzos del Gobierno de Francisco Largo Caballero por fortalecer el Estado republicano, dotándole de instrumentos eficaces de defensa, no habían mostrado, de momento, un resultado contrastable. Las columnas del Sur se habían plantado en estos días en los mismos arrabales de Madrid. En tales condiciones, la solitaria opinión de Jay Allen -buen conocedor, sin embrago, de los problemas españoles- no podía tenerse por mucho más que una excentricidad.

Lo más notable del caso era que en muchos ámbitos del campo republicano no se opinaba de otra forma, aunque tal juicio no se trasluciera públicamente. En el seno mismo del Gobierno era mayoritaria la postura favorable a la salida de Madrid de los organismos gubernamentales. Postura que sin embargo, no significaba, mayoritariamente también, una predisposición a la huida que dejara indefensa la capital, en contra de lo afirmado por tanto fantasioso comentarista de uno y otro bando.

En el campo rebelde, naturalmente, previsiones optimistas se expresaban y amplificaban en un particular clima de euforia. En los últimos días de octubre, la entrada en Madrid se consideraba indudable. A su espera se aplazaban decisiones políticas importantes, se designaban nuevas autoridades para la capital, se preparaban festejos y bandas de música, se establecían ocho consejos de guerra y se enviaban desde Navarra hasta Leganés los altares portátiles en los que celebrar las primeras misas conmemorativas en la ciudad liberada. José María Pemán quedaba encargado de dar la noticia al mundo. Pero algunos medios de comunicación se adelantaron a darla por su cuenta. De la ocupación de Madrid, los insurrectos esperaban la obtención del estatuto de beligerantes y su reconocimiento de las potencias amigas -Italia y Alemania- como Gobierno legítimo de España (lo que les fue concedido aún sin obtener sus propósitos). En algún sector se identificaba la toma de Madrid con la conclusión de la guerra.

Ahora bien, en noviembre de 1.936 se desarrolló a las puertas de Madrid un episodio bélico inesperado que asombró, literalmente, al mundo. Desmintiendo las expectativas, la ciudad, símbolo en este caso de la República, resistió militarmente los intentos de asalto, acabó frustrándolos y elevando a mito la primera resistencia europea frente al fascismo, y, a la postre, su primera derrota. Así lo dejaron escrito poetas y hagiógrafos de la libertad y la democracia, de Cornford a Hemingway y de Alberti a Prieto. Semejante simbología quedó empañada no poco por la gratuita atribución de la gesta de Madrid a los voluntarios interbrigadistas, cuando no a los amigos soviéticos; a ello contribuyeron en gran medida los frustrados asaltantes con todo el vigor de sus plumas y sus lenguas.

El revés militar de la insurrección antirrepublicana en el Madrid de noviembre cambió el curso de la contienda para convertirla en una verdadera guerra civil, en una guerra larga. Diecisiete días de porfiada batalla trajeron consecuencias sólo comparables con las que acarreó la ayuda internacional inmediata en los comienzos de la sublevación. Allí se forjó un nuevo ejército, se comprometieron a fondo los apoyos internacionales, se contrastaron los aciertos y errores de todo género de concepciones sobre la naturaleza del conflicto español. Es cierto que la lucha por Madrid

continuó aún librándose durante tres meses más, pero fue la resistencia de noviembre la que hizo cambiar las cosas.

¿Cómo y por qué se explica esta resistencia? La pregunta tuvo, y tiene, respuesta múltiple. La defensa de Madrid es analizable y valorable desde muy diversas perspectivas. Ninguna de ellas puede olvidar en justifica que allí se produjo un acontecimiento memorable.

Lucha por la capital.

La lucha por la capital de España empezó en sentido estricto, el 7 de noviembre de 1.936. Pero la eventualidad y aún la inevitabilidad del hecho estaban presentes desde mucho antes. Ya a comienzos de septiembre, coincidiendo con el cambio político introducido en la República al formarse el Gobierno de Largo Caballero, el día 4, iba tomando cuerpo la necesidad de una política de defensa de Madrid. El plan de la insurrección fijaba, obviamente, la consecución de sus objetivos en un control rápido de la capital. La situación empezaba a requerir decisiones urgentes desde, que por aquellas mismas fechas, el núcleo insurrecto más dinámico y -el del Ejército de África- llegaba a las riveras del Tajo. Por tanto, la cuestión Madrid era una dimensión de la guerra muy anterior al hecho de la batalla por su posesión. Pero el proceso evidenció cómo la política de concentración frentepopulista, diseñada por Largo Caballero fue incapaz de afrontar este problema con la necesaria cohesión. Si bien las declaraciones oficiales nunca dejaron dudas sobre la voluntad gubernamental de defender Madrid, la verdad es que no sólo no eran unánimes los criterios militares a que aquélla habría de ajustarse, si no que no lo eran tampoco los referentes a la conveniencia de mantenerla a ultranza.

Existe el testimonio del entonces secretario general de la C.N.T., Horacio Martínez Prieto, según el cual, Largo Caballero había propuesto por primera vez abandonar Madrid a la altura del “17 o 18 de septiembre”, en el curso de una reunión en la que adujo que Madrid no tenía ningún interés estratégico o económico, y que no era “más que un estómago”. De otra parte, son conocidas las inquietudes de dirigentes republicanos a lo largo de octubre sobre la conveniencia de que el Gobierno permaneciera en Madrid ante el avance rebelde.

Expresaban serias dudas sobre ello, además del presidente Azaña, el propio Largo Caballero, Prieto y varios ministros más. En todo caso, es falsa la suposición de que mantener la necesidad de que el Gobierno abandonara Madrid equivalía a desistir de defender la capital. Ni los más pesimistas de los ministros, como era el caso de Prieto, ligaron nunca las dos cosas. Se trataba más bien del efecto del abandono sobre la defensa. El problema estribaba, en definitiva, en la prioridad que a cada una de estas cosas hubiera de concederse, la política con la que debían realizarse ambas y la influencia de la una sobre la otra.

De hecho, las alternativas presentes para defender Madrid en octubre de 1.936 se reducían a dos: intentar detener al enemigo a distancia, combatiéndole en el valle del Tajo mediante maniobras envolventes -ya que la capital misma, se decía, “es indefendible” militarmente-, o bien aplicar a la defensa del núcleo urbano todos los recursos mediante una batalla de posiciones y fortificaciones, no exponiéndose en la lucha en campo abierto, a la vista, sobre todo, de sus resultados recientes. La verdad es, sin embargo, que nadie defendía una u otra posición sin matices, dado que las dos dependían de los medios de que en cada momento se dispusiese.

Largo Caballero, evidentemente, se inclinaba por la primera, bajo la influencia del general José Asensio Torrado, mientras los comunistas propugnaban con fuerza la defensa mediante fortificaciones, que era, a su vez, la opinión sobre los recién llegados asesores soviéticos. Pero con ellos se alineaban igualmente los anarcosindicalistas. El conflicto entre las dos alternativas no había hecho sino comenzar.

A finales de septiembre aparecía en la Prensa, en un manifiesto suscrito por el Frente Popular, lo que habría de convertirse en el principal eslogan de la defensa: “Madrid debe ser y será la tumba del fascismo”. Pero seguía habiendo diferencias de opinión acerca de dónde cavar la tumba. Lo decía claramente El Socialista: si hemos de cavarla, que sea “lo más lejos posible”. Mientras republicanos y socialistas insistían desde sus medios de prensa en la necesidad de alejar la guerra de Madrid, comunistas y anarquistas se aplicaban ya en los suyos a clamar por la fortificación, por la movilización de recursos humanos y materiales para la defensa de la ciudad por la

preparación psicológica de la población y por la creación de nuevas unidades militares.

En el terreno estrictamente militar, los dos bandos adoptaron importantes medidas en octubre. La primera decisión del general Mola para ocupar Madrid, estaba fechada el día 7, una vez que los núcleos territoriales rebeldes del norte y el sur de la Península quedaron enlazados. Largo Caballero, por su parte, había decretado la militarización de las milicias en la zona centro a finales de septiembre, y en octubre asumía el mando directo del Ejército, estableció el comisariado de guerra y adoptaba medidas para la creación de nuevas unidades sobre el patrón de la brigada mixta.

El 22 de octubre, una serie de decretos reorganizaba los altos mandos del Ejército republicano, que quedarían ya en la disposición que presentaban al comenzar la batalla por Madrid. Sebastián Pozas pasaba a ser jefe del Ejército de Operaciones del Centro; José Miaja -un general de escaso relieve-, jefe de la Primera División Orgánica, es decir, de Madrid. José Asensio pasaba a la Subsecretaría del Ministerio de la Guerra.

Existió un plan de defensa de Madrid, mediante líneas concéntricas fortificadas, que tuvo una menos que mediocre realización. En octubre, Largo Caballero expuso la necesidad de construir fortificaciones más eficaces que las diseñadas por el general Masquelet, y en sus escritos ha señalado la existencia de “tres zonas de defensa, con sus atrincheramientos y nidos de ametralladoras”. Siendo ello cierto, no lo es menos que como dijera Zugazagoitia, “las fortificaciones de la ciudad eran modestísimas zanjas”. Los comunistas, por su parte, en sus posteriores y duros ataques a Largo Caballero, cuyo mejor ejemplo son los realizados por Jesús Hernández, le acusaron de carecer de planes concretos para la defensa de Madrid.

La acusación no estaba justificada, Largo Caballero, sin duda, tenía unos precisos planes de guerra, pero estos no contemplaban este tipo de defensa fortificada y a ultranza de la capital; es más, tampoco consideraban como irreparable su pérdida. Así lo manifestaría a la Prensa, el 15 de noviembre, en pleno fragor de la

batalla, con grandísima indignación de Miaja y de toda la Junta de Defensa de Madrid.

A primeros de noviembre, como veremos, Largo Caballero necesitaba para la realización de sus proyectos militares que Madrid resistiera. Ahora bien, no estaba seguro de conseguirlo, y cuando los moros asomaban sus chilabas por Carabanchel -diría Zugazagoitía-, Caballero impuso la salida del Gobierno de Madrid.

El 6 de noviembre.

En la mañana del 6 de noviembre de 1.936, el Consejo de Ministros, tomó la polémica decisión de salir de Madrid para instalar su sede en Valencia, al tiempo que la defensa militar de la capital se encomendaba al general Miaja, que estaría auxiliado “en tan trascendental cometido” por la Junta de Defensa.

Dos días antes, el 4, habían culminado las negociaciones para que los anarcosindicalistas se integraran en el Gobierno con cuatro ministros. En la memoria popular ha quedado la imagen de un Madrid que se defendió y resistió pese a, o en contra de, la decisión de sus propios gobernantes. Ninguna imagen más injusta. La necesidad de que el Gobierno se retirara de la línea de frente era una idea compartida el 6 de noviembre por los líderes de todas las fuerzas populares, incluyendo a los anarcosindicalistas, que acabaron aceptándola por boca de sus representantes. Lo que realmente hirió la sensibilidad popular fue que el Gobierno no supiera hacer de la necesidad virtud. O, lo que es lo mismo, la forma sigilosa y subrepticia con que la decisión fue ejecutada.

No hubo advertencia, declaraciones ni justificaciones ante nadie sobre la decisión. Sin embargo, no se trataba de una improvisación. Largo Caballero ha hecho un juicio retrospectivo sobre el caso: “si, como decían los ministros de la CNT, el pueblo impediría la salida del Gobierno, lo natural era adoptar las medidas procedentes para que lo ignorase y desde Valencia dar una explicación (...). Si alguien impedía la marcha del Gobierno, el escándalo habría sido enorme, y sus consecuencias, irreparables”. Puestas así las cosas, la decisión era sabia, pero Largo Caballero

tampoco dio explicación alguna desde Valencia, y los equívocos continuaron.

Nadie dudó nunca de que los efectos de salida del Gobierno sobre a defensa de Madrid no sólo no fueron negativos, sino que con toda seguridad fueron beneficiosos. Tal era la opinión de los locos que se quedaban a defender Madrid, uno de los cuales Julián Zugazagoitía, director de El Socialista, la expondría con su limpia y tersa prosa en el mejor testimonio personal que nos ha quedado sobre la guerra. Ése era también el sentir de Vicente Rojo, verdadero artífice de la defensa. Pero lo que en ciertos sectores populares se opinaba no tiene expresión más gráfica que aquello que llegó a publicar el periódico anarquista Frente Libertario: “¡Hurra Madrid sin Gobierno!”.

Lo que mantenían hombres como Prieto, Miaja, los ministros comunistas y otros dirigentes políticos era que el Gobierno debió haber salido antes, “con publicidad”, decía Prieto, “(...) preparando psicológicamente al pueblo”. Pero él mismo era de los que, junto a otros muchos, no creía que Madrid pudiera defenderse.

En cualquier caso, Madrid no quedó sin su Gobierno, y ese no fue otro que la Junta de Defensa de Madrid (JDM). La JDM fue el máximo organismo gubernativo de toda la zona hasta su disolución, en abril de 1.937. El mejor elogio de su obra lo hizo un hombre ajeno a ella: Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor de la Defensa, quien día tras día durante el mes de noviembre, informó puntualmente ante ella de la marcha de las operaciones militares. Las actas de las reuniones de la JDM publicadas hoy en su totalidad, constituyen una pieza insustituible para el conocimiento de esta historia.

La JDM quedó compuesta de consejeros, muy jóvenes en su mayoría -Carrillo, Cazorla, Nuño, Mije, Carreño, entre otros-, que representaban a partidos y sindicatos y que eran presididos por Miaja. La organización de la retaguardia, en una palabra, comprendía las tareas que la JDM cumplió. En ella se dio una simbiosis entre mando militar y poder civil que funcionó a la perfección. Nunca la JDM intervino como tal en decisiones militares, pero cumplió funciones políticas insustituibles en el apoyo al esfuerzo de guerra. Por esto la JDM tuvo serios enfrentamientos con Largo Caballero en el mes de noviembre, a causa de las estrategias distintas que

pretendían aplicar Largo Caballero y sus consejeros, de una lado, y Miaja y Rojo de otro. En este sentido, la intervención de los asesores soviéticos tuvo mucha menos importancia de lo que comúnmente viene diciéndose, según se deduce de los propios testimonios, inéditos aún, del jefe del Gobierno. Los consejeros civiles de la JDM siempre estuvieron de parte de Miaja y Rojo, pero acabaron desempeñando un papel mediador.

La defensa de Madrid no se explica bien, pues, sin tener en cuenta la existencia de la JDM y su labor -no perfecta ni acabada, desde luego- en materias que iban de los abastecimientos al orden público y desde las industrias de guerra hasta la propaganda o la evacuación de la población civil. Por ello, pudo decirse correctamente, que la salida del Gobierno de la República en modo alguno perturbó el esfuerzo de la guerra. Y no es preciso ocultar que esa apariencia sinuosa que la salida tenía preocupaba a hombres como Indalecio Prieto, que, ante la propuesta de los ministros anarquistas de permanecer ellos solos en Madrid, opuso, tajante, el argumento de que “no cabe que unos ministros pasen por héroes, y otros, por cobardes”

Largo Caballero imponía la salida de Madrid no como huida ante el enemigo, sino porque estaba convencido de que su defensa sólo era posible con una estrategia militar que contemplara el escenario de la guerra en la zona centro en su conjunto. Para ello necesitaba, y pidió, que Madrid resistiese “al menos tres días “, según Miaja, o “siete”, según dice Rojo. El tiempo que precisaba para tener a punto el nuevo dispositivo militar que perfilaba con su estado mayor. La dinámica de la batalla de Madrid hizo que no pudiera poner plenamente en práctica sus planes, y, en todo caso, la forma en que planteó políticamente su proyecto dañó de modo irreparable su prestigio de líder obrero y hombre de Estado. Y siempre se resentiría de ello.

Combates encarnizados.

El pueblo de Madrid no conoció la marcha del Gobierno a Valencia sino bien entrado el día 7 de noviembre. La prensa no reflejó el hecho en sus páginas hasta el día siguiente, el domingo 8.

Para entonces, el general Enrique Varela había lanzado ya sus fuerzas al asalto. Varela disponía de un total de ocho columnas, más otra de caballerías y una más en formación. Se trataba de fuerzas que venían combatiendo desde el comienzo del avance hacia el Norte a partir de Sevilla, y en ellas figuraba lo más selecto del Ejército de África: tabores de fuerzas regulares indígenas, tabores de la Mehala y banderas del Tercio Extranjero. Había en las fuerzas de Varela muy pocas unidades de milicias, y ninguna, al principio, en las columnas principales. Incluyendo los servicios y las fuerzas especiales, Rojo calculó que Varela se presentaba al frente de unos 30.000 hombres, que seguramente eran algunos menos por el desgaste sufrido por las unidades.

En el otro lado, la situación militar inicial era todo menos clara. Faltan los estadillos de fuerzas de los primeros días de noviembre, pero, por otros indicadores, los hombres de que disponía Miaja y Rojo podían evaluarse entre 19.000 y 20.000. El acta de la primera reunión de la JDM da una imagen bastante vívida de lo confuso en aquellos momentos del panorama de la defensa. La confusión es, justamente, la característica que mejor definía la situación al tomar el mando de las fuerzas que pusieron a su disposición, “cuya cuantía no era posible conocer, ni tampoco su situación, [pues] únicamente se tenían referencias de que la columna Barceló se encontraba en Pozuelo; la de Galán, en Húmera; la de Escobar, en la carretera de Extremadura; la de Mena, en la carretera de Carabanchel; la de Bueno, en la Marañosa, y la de Líster, en la carretera de Andalucía”.

El mando de Madrid disponía así de fuerzas que le habían sido asignadas por Pozas, componentes anteriormente del Teatro de Operaciones del Centro, muy bajas de moral y desorganizadas y sobre las que no siempre se tenía el mando directo, aunque estuvieran en su demarcación. El curso del combate iría absorbiendo continuamente nuevas unidades. El componente miliciano de estas fuerzas sí era, por el contrario, alto: unidades creadas por partidos y sindicatos, con escasa instrucción, heterogéneamente armadas. La historia de las milicias de Madrid está por hacer, y se encuentra, seguramente, tan lejos de mito del Madrid miliciano como de la absoluta ineficacia de estos hombres frente a los soldados regulares.

Cuando ya se habían dado los primeros combates durante el día 7 de noviembre, “en las primeras horas de la noche” cuenta Rojo que llegó a sus manos, recogida de un oficial de carros enemigo muerto en combate, la de operaciones que Varela había emitido el día anterior. Ésta diseñaba detenidamente la “misión para el día D”, definida como “ocupar una base de partida para el ataque y asalto a Madrid. Ocupar y sostener una línea que proteja nuestro flanco izquierdo”. Rojo califica el hecho -ocultado durante mucho tiempo por la historiografía del nuevo régimen- de “suceso crítico” cuya importancia es difícil exagerar. El modelo de ataque que Varela planteaba le parecía a Rojo una maniobra clásica, de academia, y admiró su idea, le achacaba la fragilidad que podía tener si uno de los pasos salía mal.

En definitiva, Rojo, determinó que tres columnas enemigas, componentes de un ala izquierda, tenían la misión principal en el ataque, al de establecer la “base de partida”. Otras dos actuarían para atracción, fijación y diversión del enemigo sobre el curso del Manzanares, entre los puentes de Segovia y de la Princesa, pero con la orden de no atravesarlo en ningún caso. El ataque frontal sería en la Casa de Campo, para cruzar el Manzanares entre los puentes de los Franceses y de San Fernando y penetrar en la Ciudad Universitaria y el parque del Oeste hasta la base citada. Dos columnas se mantendrían cubriendo flancos y retaguardia, mientras quedarían dos más en reserva a disposición del mando, sin misiones concretas, así como la de caballería.

A esta estrategia respondería Rojo, en la madrugada del 7 al 8, con un plan eficaz. Sus columnas situadas en el centro del dispositivo de defensa y en la Casa de Campo resistirían a toda costa, pero por ambos flancos del enemigo se contraatacaría, perturbando su movimiento principal y operando en forma de tenaza sobre la cuña en que aquél se presentaba. Rojo pensaba aprovechar dos circunstancias: la sorpresa del atacante, que ignoraba que los defensores conocían sus intenciones, y la debilidad del flanco izquierdo enemigo, vulnerable a un ataque en dirección norte-sur, al encomendársele una trayectoria oblicua. Rojo explicaría que él no confiaba en unas tropas como las suyas, heterogéneas, bajas de moral y sin buenos mandos subalternos. No podía reducirse a ofrecer una mera línea de resistencia a un ataque frontal: “Si el enemigo

arrollaba a cualquiera de las unidades recién constituidas (...) hubiéramos carecido de los medios y del tiempo para cerrar la brecha”. Por ellos se dispuso a “utilizar la reacción moral que se estaba produciendo entre los combatientes” para exigirles resistencia férrea, pero también “para lanzar ataques cuando fueran posibles”.

Lo cierto es que el plan a que se ajustó toda la batalla en el mes de noviembre estaba ya contenido en dos órdenes de operaciones: la de Varela, del 6, y la de Miaja-Rojo, del 8. Con las correcciones, refuerzos y directrices momentáneas precisas, Varela se obstinó en llevar adelante su plan sin modificaciones sustanciales. Lo mismo hizo Rojo, con la particularidad de que aquí intervinieron algunos factores exógenos de importancia. La superposición de dos mandos -uno antiguo y orgánico, el del Ejército del Centro, y otro de circunstancias, el de la Defensa de Madrid- se complicaba aún más, como veremos, con la existencia de planes estratégicos distintos de ambos mandos, cuya disponibilidad de fuerzas dio lugar a grandes roces. Madrid se defendía mientras en Valencia se preparaba otro plan de campaña diferente.

Fueron 17 días, entre el 7 y el 23 de noviembre de 1936, de feroces combates, que consumieron hombres y material implacablemente, y en cuyo transcurso se disputó sin piedad cada metro de terreno; que reunieron en Madrid unidades republicanas traídas de los más diversos frentes, de todas las ideologías políticas y de todas las calidades; que vieron caer la estrella de algunos grandes héroes, como Durruti, y ascender la de otros, como Rojo. Días en los cuales los voluntarios internacionales dieron una primera y abundante sangre por la defensa de la República.

Diecisiete días que convirtieron a milicianos indisciplinados, desinstruidos y más retóricos que combatientes en verdaderos soldados encuadrados en auténticas unidades militares, potenciando, como diría Rojo, la misma base moral por la que combatían. En manera alguna todo fue heroico. Hubo desbandadas, chaqueteos, indisciplinas y huidas ante el enemigo, como la que tuvo Miaja en la Moncloa, pistola en mano, el 17 de noviembre. Los militares profesionales leales a la República dieron la medida de lo que podía aportar un empleo correcto de ellos.

Enfrente había un ejército de muy distintas características. Altamente profesionalizado, el mejor entrenado y con mejores mandos subalternos. Ligeramente superior en armas en tierra y con buena cobertura aérea, que inició los bombardeos en núcleos urbanos, pero que se encontró también frente a una aviación de combate. Aquí había una auténtica máquina de guerra, con una dirección táctica adecuada. En primera línea hubo escasas fuerzas milicianas -voluntarios de Canarias y de Sevilla, especialmente-, e incluso muy escasas tropas de la recluta regular. El grueso eran moros y legionarios, es decir, profesionales, pero no la mitológica caballería mora. Unas tropas, en resumen selectas y con alta moral. ¿Por qué se les resistió Madrid?.

Es falso que fuera el combate en el medio urbano la clave del fracaso. En Madrid no hubo un verdadero combate en las calles; no se llegó a ello en el sector del asalto real, aunque sí en los Carabancheles y barrios circundantes. La razón, es otra, aunque no reivindicamos el haberla descubierto. Franco se proponía un objetivo desmesurado con escasos medios. Treinta mil hombres no podían conquistar una ciudad de mas de un millón y dispuesta a defenderse. Seguramente Franco lo sabía, como han señalado diversos autores de su campo. ¿Por qué lo intentó así, pues? En principio, porque de las tres alternativas posibles entre las que la República habría de optar ante el ataque -rendición, defensa periférica, defensa a ultranza-, que el propio Franco enumera en sus instrucciones del 30 de octubre, no creía realmente que se eligiera la última. Después, porque comprometer más tropas significaba jugarse la suerte de la guerra a una carta, la de encontrarse en una situación de fracaso irreversible, y Franco jamás fue jugador a una carta. Y, en fin, porque el objetivo Madrid tenía una esencial importancia política y era preciso intentarlo, aun sin poner toda la carne en el asador. Y, en efecto, lo intentó durante más de cuatro meses.

Franco no conquistó Madrid porque no dispuso de los medios suficientes frente a un ejército que pasó a merecer el nombre de tal. Había una situación nueva: los milicianos y soldados no combatían en calles y casas, pero las tenían a la espalda inmediata como punto de apoyo. No hacían guerra de maniobra, sino de resistencia, que era lo suyo, y disponían, por vez primera de un plan claro y un mando supremo eficaz. Y por si faltaba algo, se sentían apoyados por la

presencia internacional en hombres y material, y tenían conciencia de que en Madrid se defendía un símbolo además de una ciudad.

La sorpresa del mando rebelde, cuando las tropas habían hecho un extraordinario esfuerzo de valor y de capacidad técnica, fue tanto una sorpresa técnico-militar como psicológica. Tenían enfrente otro enemigo. Franco suspendió su táctica de ataque frontal el 23 de noviembre, precisamente en el punto en que la lucha tendrían que haberse resuelto en las calles.

Una batalla distinta.

Resulta imposible en escasas líneas describir con minuciosidad los hechos y las fases de un combate de 17 días donde apenas hubo descanso. Sobre la batalla de Madrid se han vertidos excesivos “desahogos literarios“. Pueden éstos considerarse casi definitivamente superados por estudios realizados con mejor método y muy superiores en documentación. Del conjunto de ellos podría extraerse una conclusión general: en los puentes del Manzanares, la Casa de Campo, la Ciudad Universitaria, comenzó otro tipo de guerra, nació otro combatiente y se demostró que el conflicto español no podía ser resuelto en breve plazo.

Algunos episodios han resultado especialmente opacos a su clarificación histórica convincente. Uno es el de la intervención de las Brigadas Internacionales; otro, el problema Durruti; uno más el de la cuantía exacta de las fuerzas combatientes. Pero sobre todos ellos se alza el que parece más importante: el de la interpretación correcta del papel del pueblo en la defensa, el del componente regular o miliciano que prevalecía entre las fuerzas defensoras, el del comportamiento de la población civil y el efecto sobre ella de una intensa propaganda política. En una palabra: el de cómo y quién defendió Madrid. Evidentemente, ni la propaganda ni la poesía tienen la respuesta.

El día 7 de noviembre, se combatió intensamente en un frente de longitud aproximada de algo más de 20 kilómetros. Las líneas defensoras resistieron por vez primera. Desde Pozuelo-Húmera, las fuerzas de Barceló y de José María Galán iniciaron un tímido

movimiento sobre el flanco izquierdo de los atacantes, con el empleo de carros que sorprendió y detuvo el avance de las columnas principales.

Cuando Rojo conoció la orden de operaciones enemigas se convenció de que el grueso del ataque tendría lugar el día 8, y no por el curso del Manzanares al sur de Madrid, sino por el suroeste en la Casa de Campo. Este conocimiento favoreció la defensa y contribuyó la seguridad de Varela, que, no dudando del éxito, había expedido el día 6 no una, sino dos ordenes de operaciones. La primera, destinada a alcanzar la base de partida, y la segunda, en la certeza de que la anterior se cumpliría, disponiendo la ocupación de calles y barrios de Madrid. Esta última nunca pudo ponerse en ejecución. Rojo a la vista del hallazgo cambió algo la disposición de sus fuerzas y se propuso resistir en la Casa de Campo e intensificar los ataques de flanco. Barceló y Galán atacarían hacia Campamento, y desde Húmera hacia el sur. La Brigada Internacional se trasladaba desde la zona Vicálvaro-Vallecas al flanco contrario, y se la situaba al norte de la Casa de Campo, en el límite con la Universitaria. Clairac se situó en el sur de la Casa de Campo, mientras en el interior de ésta se desplegaban las columnas de Enciso (el Batallón Presidencial) y de Fernández Cavada. Escobar, Mena, Rovira y Prada estaban también al otro lado del río, la rivera derecha, y a ellos se encomendaban los puentes. Líster y Bueno harían la operación sobre el flanco derecho.

El domingo 8 fue el primer gran encuentro, y resultó decisivo para la defensa. El atacante no pudo llegar al Manzanares, se enredó en Carabanchel y barrios circundantes, pero pudo neutralizar el ataque sobre sus flancos. Los defensores pedían angustiosamente refuerzos, les llegó la IV Brigada Mixta y fueron autorizados a emplear la Internacional. Pero ¿qué fue de esta última unidad? ¿Por qué Rojo insiste en sus escritos en que los voluntarios extranjeros no intervinieron en el combate hasta el día 13 de noviembre? La cosa tiene difícil explicación -a salvo la honorabilidad de Rojo- porque los internacionales figuraban en las primeras ordenes de operaciones y existen muchos testimonios de que intervinieron prontamente en la batalla. ¿Cree Rojo tal vez que su actuación antes de los grandes combates de la Universitaria fue simplemente marginal?.

En realidad, las discrepancias, aunque de menor entidad, sobre el momento en que los internacionales entraron en combate se dan entre los mismos protagonistas aun en sus testimonios orales de hoy. De cualquier forma, el asunto parece dilucidado en su aspecto central. Los internacionales constituían de hecho la XI Brigada Mixta, que el día 7 se encontraba en Vallecas-Vicalvaro. En consecuencia hubieron de atravesar Madrid, y de ellos han quedado pintorescos testimonios sobre su atuendo, armamento y marcialidad. El pueblo gritaba a su paso: “¡llegan los rusos!” y “¡Viva Rusia!”, lo que aprueba tanto su entusiasmo por la ayuda como su escasa información ... Esa travesía se hizo en la tarde del 7 o antes del mediodía del 8, y todas y algunas de las compañías interbrigadistas, bajo el mando del general Emil Kleber, tuvieron su bautismo de fuego avanzado ese día 8 o en las primeras horas de la madrugada del 9.

La prensa matutina madrileña del lunes día 9 reflejaba el hecho. Y no sólo el diario Ahora, sino otros como La Libertad o CNT, siendo este último el que mayor espacio dedicó en aquellos días al hecho. Ahora bien, todos ellos sitúan la primera intervención de la columna internacional en torno a Pozuelo. Los internacionales tuvieron su bautismo de fuego en el flanco derecho, en la zona donde luchaban las fuerzas de Barceló y José María Galán, y no donde la épica los sitúa, es decir, en el Puente de los Franceses y la Ciudad Universitaria.

En los días 9 y 10 el panorama no cambia en sus disposiciones, pero sí en su dramatismo. El atacante insiste en la Casa de Campo, y el combate absorbe continuamente hombres. Progresa Varela lentamente en la Casa de Campo y en Carabanchel, en un derroche de energía, pero los defensores ceden poco y reciben refuerzos. De la sierra vienen dos columnas, más el batallón comunista de Etelvino Vega. Viene también la columna catalana Llibertad -de hombres del PSUC- y un batallón de la CNT (que algunos autores confundirán con los hombres de Durruti). Rojo consigue pequeños refuerzos “a base de las milicias que se recuperaban en Madrid”. Barceló, Galán y Kleber son los mandos que más se distinguen entre la zona Pozuelo-Húmera.

Tras cuatro días de intensa lucha, el combate decae algo, sencillamente por el agotamiento. Pero también interviene un factor externo en el lado de los defensores. El día 13 iba a intentarse la gran operación de contraofensiva diseñada por el Estado Mayor de Largo Caballero, para la que se habían preparado nuevas unidades, muchas de las cuales habían sido absorbidas ya por la defensa. Dicho plan fue dado a conocer a Miaja el día 9. Además de que reorganizaba el encuadramiento y disposición de las fuerzas, preveía una ataque lateral al sur de Madrid, desde las bases en la cuenca del Jarama, hacia el Oeste, para la alcanzar la cuenca del Tajo, en un gran movimiento envolvente. Este movimiento pretendía separar a las fuerzas de conjunto de Mola-Varela de sus bases sobre la línea del Tajo y del Sur. El plan preveía también que Madrid acentuase su actividad, lanzando un empuje de flanco y otro de frente.

Evidentemente, el plan no era grato a Miaja y Rojo. Tenían que empeñar las mejores fuerzas de que disponían -tres brigadas mixtas y parte de otras, más la XII Brigada Internacional- en una operación que ellos creían que debilitaba la defensa. Consiguieron que la JDM se sumara a su criterio, y entonces el día 10 se produjo el primer conflicto serio con el general Pozas, jefe del Ejército de Operaciones del Centro. Ello obligó a que el ministro de Estado, Álvarez del Vayo, se trasladase a Madrid el día 11, y en una reunión conjunta con la JDM, a la que también asistió Pozas, se suavizaron las tensiones. La ofensiva se realizó, pero era tan ambiciosa como de improbable éxito. Fue la primera gran decepción para la defensa. Rojo reconocería que “nuestro miliciano sabe resistir, pero no maniobrar”. El frente de Madrid no sólo no avanzó, sino que se perdió algún terreno. En los dos días 11 y 12, los atacantes habían logrado algunos éxitos de importancia. El día 13 incorporando la columna de Barrón a la Casa de Campo, habían progresado hasta ocupar el importante cerro de Garabitas, posición dominante, y desde allí habían conseguido acercarse al Manzanares en un estrecho frente de 400 metros, entre el puente de los Franceses y el de San Fernando. Desde ahora el puente de los Franceses iba a adquirir su legendario protagonismo, dado que era el punto clave para el paso del río según el plan de Varela. Por lo demás, el mismo día 13 tuvo lugar la primera verdadera batalla aérea sobre Madrid. También influyó que la entrada en fuego de la XII Brigada Internacional en cerro Rojo (cerro de los Ángeles), como parte de la ofensiva planeada, se hizo

en tales condiciones que resultó un descalabro. Sobre esas condiciones, su jefe, Lukacz, comentó al comisario Gustav Regler: “En Rusia esto sería sabotaje, aquí sólo parece que sea imbecilidad”. El día 13 de noviembre fue, en definitiva, un día negro; pero no tanto como el 15.

Jamás inscripción alguna en honor de unas armas vencedoras -“Armis hic victricibus mens iugiter victura...”- fue en verdad más dudosa que la que el nuevo régimen puso en el arco de la Ciudad Universitaria madrileña, acabada la contienda. Esas armas victoriosas no alcanzaron su victoria allí. Sin embargo, la batalla de la Ciudad Universitaria atrae sobre sí toda la épica de lo que aquel noviembre de 1936 se discutía en Madrid.

El día 14, Rojo preparaba una ofensiva, limitada ahora a su propio ámbito militar. Obedecería el proyecto a “la ambición de explotar el parón que creíamos haber impuesto en el ataque” y pretendía presionar sobre el foso del Manzanares, teniendo como objetivo Garabitas, precisamente allí donde el enemigo se había acercado más al río.

El ataque se desencadenó el día 15 y su resultado fue francamente adverso para los republicanos. “Nuestro frente fue totalmente roto, precisamente donde era mayor nuestra densidad de ocupación, es decir, en el sector que se había elegido como base de partida para el ataque”, dice Rojo. Así empezó la batalla de la Ciudad Universitaria, cuyo resultado final fue que las fuerzas de Varela consiguieron penetrar en ella, ocupar el sector más cercano a la ciudad propiamente dicha, excluido el parque del Oeste, y llegar al hospital Clínico, remontada ya la vaguada del Manzanares, donde la penetración quedó definitivamente detenida.

El determinante esencial de lo sucedido el día 15 fue el hecho de que ambos contendientes habían planeado para el mismo día y en el mismo sitio un ataque frontal poderoso, en menos de 1.000 metros en línea. El choque fue tremendo y se hundió el frente de las fuerzas que mostraron menos empuje, preparación y voluntad de vencer. El paso del Manzanares por las fuerzas de Varela fue un hecho sumamente brillante en el que demostraron gran valor y donde operaron con un adecuado escalonamiento de fuerzas en profundidad; fue un efecto de ariete. La brecha quedó abierta unos

metros aguas arriba del puente de los Franceses. El ataque se basó sobre las columnas de Asensio, Delgado y Barrón, notablemente reforzadas, y el sitio por donde penetraron era el defendido por las fuerzas catalanas de la columna Llibertad y de Durruti, ostentado éste el mando del sector, pues era el sitio de más peligro, donde él mismo pidió combatir. El atacante operaria sobre el eje de progresión Escuela de Arquitectura-Casa de Velázquez-hospital Clínico, pero luego preveía también un desbordamiento hacia su derecha para atravesar el parque del Oeste en busca de aquella base de partida originalmente pretendida. En todo caso el objetivo de Varela se había limitado bastante y, por tanto, era mucho más realizable y estaba mejor montado.

Tres días cruciales.

Precedidas de fuerte preparación artillera y aérea, en la mañana de aquel día las columnas atacantes intentaron varias veces ocupar el puente, que durante toda la batalla había defendido tenaz y heroicamente el comandante Romero y que no cedió, hasta que al fin se decidió su voladura. Por allí no pudieron pasar y se intentó entonces vadear el río. Los hombres de Asensio trataron de hacerlo repetidamente con carros (él había dicho antes que “con carros o sin ellos” lo haría), algunos de los cuales se quedaron atascados en el lecho. Fue en las primeras horas de la tarde cuando, en un avance generalizado, el III Tabor de Regulares de Tetuán alcanzó la orilla contraria, arrollando a los hombres mandados por Durruti y llegando el impulso a ocupar la Escuela de Arquitectura. Allí se atrincheraron, y durante la noche pasó el resto de la columna de Asensio.

El desastre de que fueron protagonistas los combatientes de Durruti tiene escaso paliativo. Nadie se lo encontró entonces, si bien es verdad que Durruti, llegado a Madrid el día 14, mostró deseo de dejar descansar y reorganizar a sus hombres. Resulta por lo demás, pueril que, inveteradamente memorialistas ácratas oculten con evidente desparpajo un hecho conocido. En las memorias de Cipriano Mera, el día 15 sencillamente no existe. Lo mismo pasa con autores anarquistas, considerados comúnmente como historiadores y cuyas obras están bastante difundidas. Abel Paz, por ejemplo, reescribe la historia de la batalla de la Universitaria, retrasando todos

los acontecimientos en un día. Durruti no habría intervenido el día 15, sino el 16. Por desgracia para tan piadosos manipuladores, existen ordenes de operaciones, testimonios de combatientes y actas de la JDM. En éstas, entre los días 14 y 16, puede verse lo que opinaban Miaja, Rojo y otras personas del problema Durruti.

Pero se equivocaría quien pensase que con esta crítica suscribimos versiones tan absolutamente inaceptables como la del entonces comunista Jesús Hernández o del supuesto testigo Robert Colodny, por ejemplo. La figura de Durruti, revolucionario nato, recio y sincero, queda enteramente fuera del ridículo de la jornada, porque no fue obedecido. Nadie puede despojar a los hechos históricos del honor de ser verdaderos.

La batalla de la Universitaria tuvo tres días cruciales: el 15, 16 y 17. Explotando el éxito, la columna de Asensio fue seguida por las de Delgado y Barrón en su avance. El 16, Miaja y Rojo planearon un gran contraataque. Durruti atacaría frontalmente desde el Asilo de María Cristina hacia el río con su columna y la Llibertad, mientras que a ambos lados del boquete abierto presionarían los interbrigadistas de Kleber, aguas arriba, las fuerzas del coronel Alzugaray con la IV Brigada Mixta y un nuevo batallón del V Regimiento. Romero seguía impertérrito en el antiguo puente de los Franceses.

Tampoco esta vez hubo éxito. Las fuerzas de Asensio alargaron su penetración ocupando la Casa de Velázquez y, atravesando la carretera central hacia Puerta de Hierro, la Escuela de Ingenieros Agrónomos. Centenares de hombres de uno y otro bando -sobre todo los internacionales de la XI Brigada, hasta queda casi deshecha- murieron disputando la Casa de Velázquez y pugnando por abrir más o cerrar la brecha en el río. El 17, las tres columnas de Varela, a las que ahora manda conjuntamente el coronel García Escámez, ganan una nueva acción al llegar hasta el edificio del hospital Clínico. Fue el día más trágico. Miaja y Rojo van a las líneas de combate y detienen la huida. Los bombarderos aéreos y artilleros de Madrid arrecian extraordinariamente. Los atacantes están a punto de conseguir su objetivo. Miaja retira del frente a Durruti. En ese día algunos moros llegan al paseo de Rosales y son abatidos.

El 18 continúa el duro combate. Las brigadas XI y XII, muy quebrantadas, son refundidas y puestas al mando de Kleber, jefe ahora de todo el sector oeste de la Universitaria. Romero pasaba al mando de la IV Brigada Mixta, pues su jefe, Arellano, había muerto el día anterior. Las ordenes de combate eran las mismas, y de nuevo las tropas de Varela resistieron tenazmente en sus posiciones. Aún sin conseguir ampliar la brecha de entrada, sus columnas estaban sólidamente instaladas en una línea que, por Arquitectura-Velázquez-Agrónomos, se desviaba luego hacia el Este por la Fundación del Amo-Instituto de Higiene-Asilo de Santa Cristina (estos tres últimos en el borde de la actual Avenida de Séneca) para trepar hasta el hospital Clínico. Pero no lograban ampliar esta base hacia el Oeste, hacia el palacete de la Moncloa y las facultades de Medicina y Filosofía.

El 19 de noviembre, Durruti volvía al combate y se le encargaba de la lucha en el hospital Clínico. Allí encontró en extrañas circunstancias, pero en la línea de combate, una muerte que tal vez buscaba. En el hospital se combatía piso por piso y pasillo por pasillo y se seguiría combatiendo cuatro días más. Desde Filosofía y Medicina se emprendía un nuevo ataque de los republicanos, como resultado del cual se combatiría desesperadamente en el palacete de la Moncloa y de nuevo en la Casa de Velázquez. Kleber miente en sus partes diciendo que esos dos edificios están en su poder. Sus hombres, al margen de las mentiras de su jefe, siguen combatiendo, pero no logran su objetivo. El día 20, las tropas de Varela ocupan el palacete de la Moncloa.

Entre los días 20 y 22 el combate no cambia de características. En este último día, Rojo expone ante la JDM que todavía espera algún gran ataque. Y, en efecto, el 22 Barrón enfila el parque del Oeste, pero sin gran ímpetu, y su movimiento es detenido. Los esfuerzos finales de Rojo por aislar la cuña de la Ciudad Universitaria, estrangulando su base tampoco dan resultado. Ambos contendientes están prácticamente agotados. Franco, Mola, Varela y otros generales, reunidos en Leganés el 23 de noviembre, deciden abandonar el intento de ataque frontal. La historia del asalto de Madrid terminaba, pues, donde parecía que debía haber comenzado. Jefes y tropas del Ejército defensor ignoraban esa decisión. Se percataron de ella cuando, pasados unos días a la estrategia del asalto sustituyó la del envolvimiento.

En el Madrid asediado se produjeron fenómenos sociales que prefiguran en muchos sentidos lo que después sería conocido como la guerra total. Ningún resquicio quedaba a la población civil para mantenerse al margen de la batalla. No cabe duda de que la población vivió como nunca la guerra, sin parangón con ningún otro episodio de los producidos durante los tres años de contienda. Como sabemos, en el ambiente de los sublevados se creía firmemente -durante octubre y gran parte de noviembre de 1936- que la población madrileña se derrumbaría ante una lucha que le afectara de manera directa; que no resistiría la lucha en sus calles. Los sublevados sabían, además, que contaban con adhesiones importantes en esa población. Por ello, Mola, o quien fuese, pudo airear tan inoportunamente la especie de que contaban con una quinta columna, la que operaba en el interior de la ciudad. Como quiera que estas previsiones resultaron fallidas, los testimonios de uno y otro bando aparecen en este caso más enfrentados que nunca. Más o menos, nos encontramos con la imagen de una gesta frente a la de un genocidio.

La movilización popular ante la guerra fue un hecho innegable. Bien es verdad que lo fue con carácter diverso. Unas gentes hicieron la guerra, otras la sufrieron en mayor o menor grado. Parte de ellas intentó ignorarla y otra fue obligada a tenerla en cuenta. Existen, como pueden suponerse, muchas versiones del Madrid del asedio: desde la de los quintacolumnistas hasta la de los más ardientes antifascistas. Ninguna de ellas carece enteramente de validez, aunque casi todas disten de ser un monumento a la veracidad. Al sobrevenir el ataque directo, en Madrid triunfó la idea de la defensa a ultranza y la legalidad republicana en su interior nunca peligró de forma seria. Pero era, naturalmente, imposible que en un millón de personas hubiera unanimidad en la lealtad a unos u otros. ¿Cuál es pues, el exacto sentido de la gesta del pueblo de Madrid?

El primer tema que se suscita es el de la participación de la población madrileña en las unidades militares mismas que defendieron la capital. Y hoy parece que la cosa está clara: la defensa de Madrid no puede ser atribuida, sin más, a las milicias populares. Sin embargo, pretender que todo fue hecho por unidades regulares, traídas de otros frentes, que el entusiasmo de los madrileños por acudir a las trincheras fue escaso o nulo, es negar, igualmente, la

evidencia. Es verdad que no faltan todavía estudios completos sobre las milicias madrileñas. Ahora bien, estas milicias fueron a Guadarrama, Somosierra, a Gredos, a Talavera... Estuvieron también el Illescas. ¿Qué muchos de estos hombres no eran de Madrid? : en efecto; pero se alistaban en Madrid, por ser de Madrid. El V Regimiento lo prueba bien. La Prensa madrileña, en los días de octubre y noviembre, hablaba abundantemente de los reclutamientos. Vicente Rojo cita, en escritos aún inéditos, “su tercer encuentro con las milicias”, que tuvo lugar en Madrid. Evidentemente, los madrileños acudieron a las milicias. Tal vez no todo lo que el mando y los grupos políticos deseaban. Pero es que, además, en el frente de Madrid las milicias se convirtieron en ejército, lo que añade una nueva perspectiva al fenómeno.

Nunca como en la defensa de Madrid se puso en marcha en la guerra española un aparato propagandístico y movilizador de la población tan intenso, reiterativo y eficaz. La Prensa, la radio, el mitin, el folleto, la octavilla, el cartel, la fotografía, el cine, todo fue puesto al servicio de la mentalización popular para la defensa. La campaña comenzó mucho antes del 7 de noviembre, y en ella destacó el aparato propagandístico del partido comunista. Los anarquistas, con menos medios técnicos pero mayor virulencia verbal, no les iban a la zaga. El 7 de noviembre se proyectaba el filme Los marinos de Kronstadt en los cines de Madrid. Un gran mitin conmemoraba el aniversario de la revolución soviética, la palabra “¡Fortificaciones!” martilleaba los oídos y se presentaba continuamente ante los ojos de los lectores madrileños. Improvisadas compañías de teatro representaban en los barrios una obra llamada ¡Cuatro batallones de choque!, cuyo texto se editó como folleto. Los líderes políticos hablaban continuamente por la radio. Los periódicos publicaban repetidos mensajes de apoyo de las más variadas procedencias. La Prensa anarquista organizó abundantes espectáculos verbales poniendo en solfa a los huidos “a las playas de Levante”...

Pueblo y guerra.

Todo era válido para mantener la tensión popular a favor de la defensa a todo trance. Era válida una censura férrea de las noticias de guerra, la apelación a resortes psicológicos defensivos ente la vileza

del atacante -los moros y la violación de mujeres y niños-, las promesas reiteradas de ayudas externas, el ejemplo de los internacionales, la coalición política y, en ocasiones, la física. Todo ese gran aparato funcionó con una eficacia antológica. Pero lo más sorprendente es que hechos objetivamente adversos tuvieron parejo efecto. Hasta los mismos rebeldes, sus apoyos extranjeros y sus adeptos en Madrid reconocerían que bombardear la capital fue un error. El hecho no sólo no disminuyó la moral, sino que la aumentó. La marcha del Gobierno fue beneficiosa. La jactancia y amenazas de los asaltantes fueron explotadas a favor de la defensa. En resumen, el comportamiento de la población en Madrid hay que explicarlo en buena parte porque todo un aparato político, sindical y militar entró en perfecto funcionamiento el día que empezó la lucha en serio. Aquello no fue, evidentemente, el comportamiento espontáneo del Dos de Mayo... O si lo fue, quedó ahogado en la avalancha de una movilización dirigida.

Paradójicamente fue, sin duda, la vida cotidiana madrileña en los seis meses de lucha en su periferia. Los cafés, cines, teatros y burdeles estaban a rebosar, mientras la gente comía, vestía y se alojaba en pésimas condiciones. Madrid estaba ya sobresaturado de población refugiada de las zonas limítrofes ocupadas por los sublevados. Pero, además, había una amplia población flotante de milicianos venidos de los frentes a disfrutar un fugaz permiso. La alimentación pasó por altibajos notables. Hubo hambre, sobre todo al principio del asedio y en febrero de 1937; acaparamiento, especulación y mercado negro de víveres y la cola ante los establecimientos se convirtió en el fenómeno más conocido de la gente. La picaresca floreció, como se demuestra en aquella reunión de la Junta de Defensa donde se denunció que se expedían 120.000 raciones diarias de comida para combatientes cuando estos eran 35.000. Los servicios de la Junta de Defensa se portaron heroicamente en el intento de dar de comer a Madrid y casi siempre lo consiguieron. Pero fueron menos afortunados en sus esfuerzos por conseguir que la población que más obstaculizaba o que menos clara función tenía en la defensa abandonara Madrid. Era difícil hacer salir a la gente de la capital. Unos no querían; para otros había dificultades en encontrar medio de transporte.

Pero el asedio tiene también su crónica negra. Es la que describe la represión de los disidentes, los supuestos o reales espías del enemigo, los camuflados. Esta historia empezó mucho antes del asedio y tuvo también antes sus principales episodios de descontrol y vesania. Desde el 7 de noviembre Madrid tenía una autoridad nueva y es demostrable que se esforzó por poner orden y control en la represión ejercida sobre presos indefensos o sobre quintacolumnistas. A pesar de ello no lo consiguió del todo. Hay un testimonio, poco conocido, del que fue consejero de Orden Público de la Junta de Defensa, José Cazorla, que diría que en noviembre se había organizado un Consejo de la Dirección General de Seguridad y ése “era el que tenía la autoridad máxima sobre los detenidos de la Dirección de Seguridad, hasta el punto que los consejeros no nos enterábamos de las detenciones que se efectuaban ni de las decisiones que se tomaban sobre ellos. Estaba compuesto por Rascón, de la CNT, y Vegas, de la UGT [sic por Vega], éstos eran los que detenían y proponían las libertades...”.

Testimonio incompleto y puntualizable, pero que muestra bien cuánto tardó la nueva autoridad en controlar positivamente el orden público. En noviembre aún hubo sacas de presos en las cárceles y ocurrieron los fusilamientos de Paracuellos de Jarama y Torrejón de Ardoz. Tampoco fueron suprimidos de inmediato los paseos. La decisión era evacuar los presos que, si Madrid era tomado, podían ser muy útiles al bando contrario. Se asegura que algo más de 2.000 de ellos fueron fusilados sin más trámites en el curso de su traslado fuera de Madrid. ¿Quién ordenó y ejecutó esos asesinatos? Es más probable que haya gente que lo sabe y no lo ha dicho. Pero ninguna acusación a personas concretas ha sido suficientemente probada. La represión del enemigo interno, y sobre todos sus métodos, es la peor, sin duda, de las páginas de esta historia.

Madrid constituye un ejemplo único en los comportamientos civiles durante la guerra española. En sus grandezas y miserias, en sus realidades y sus mitos. La resistencia en Madrid salvó entonces a la República y contrarió grandemente los planes de sus enemigos. Para unos ha sido una gloriosa victoria y para otros una ominosa tragedia. Pero es la historia de todos, y así es preciso asumirla.




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Enviado por:Patricia
Idioma: castellano
País: España

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