Antropología
Carroñeo y consumo de carne por el hombre primitivo
El consumo de carne por los primeros homínidos contribuyó a conformar la evolución del cerebro, del comportamiento y de la capacidad creadora de útiles. Nuestros antepasados eran, sin embargo, mejores carroñeros que cazadores.
La expresión “hombre cazador” halaga nuestros oídos. ¿Quién no preferiría que se le comparase al león que al buitre? La caza tiene una imagen más noble que el carroñeo y, a primera vista, también es más provechosa. ¿Qué mejor modo de reafirmar nuestro éxito evolutivo que describir como poderosos cazadores a nuestros antepasados homínidos más primitivos? Muchos antropólogos coinciden en que el comer la carne de grandes animales contribuyó a formar el entorno físico y social donde se fueron seleccionando los rasgos que más diferencian a los humanos de los primates. Pero, ¿era, aquel alimento, adquirido mediante la caza o mediante el carroñeo? He aquí un tema que encierra, quizá, no menos interés que cualquier otro de los estudios de la evolución; tiene que ver, en efecto, con la definición de la naturaleza humana. Por desgracia, la respuesta dada por la hipótesis del “hombre cazador” se basa más en prejuicios de índole sexual o de otro género que en el estudio de restos fósiles y en la ecología del forrajeo (o búsqueda del sustento).
La escasa atención dedicada al carroñeo se debe, en nuestra opinión, a que muchos antropólogos han tendido excesivamente a proyectar sobre el pasado los modos de vivir actuales. Suelen emplear términos como “cazadores-recolectores”, “primates” o “carnívoros” para aludir a aspectos de la vida de los primeros homínidos que han quedado oscurecidos por el paso del tiempo, sin detenerse en las adaptaciones que les dieron carácter único. Los partidarios de la teoría del “hombre cazador” elevan también a los homínidos sobre los demás seres, como si nuestros antepasados fuesen inmunes a la mayoría de las tensiones que configuran las relaciones entre depredadores y presas. En toda esta temática dan por supuesto que los primeros homínidos encontraron la caza abundante, predecible y segura, mientras que el carroñeo era marginal, ocasional y peligroso.
Las conclusiones a que hemos llegado en nuestra investigación son muy diferentes: el carroñeo tal vez haya sido más común que la caza hace dos millones de años, en la transición del Plioceno al Pleistoceno. Los utensilios de piedra tallada, la práctica de descuartizar y trocear grandes animales y la evolución del Homo de mayor cerebro aparecen todos por primera vez en el registro físico de este período. Puesto que muchos de los testimonios que lo demuestran se encuentran en yacimientos del Africa oriental, como el de la garganta de Olduvai, en Tanzania, nos propusimos descifrar los residuos de antiguos tipos de subsistencia en las vecinas reservas de caza: el Parque Nacional Serengueti y el Area de Conservación Ngorongoro de Tanzania. Y procuramos también examinar con objetividad la predominante opinión de que el carroñeo habría sido inferior a la caza.
En trabajos independientes emprendidos a lo largo de 20 meses, fuimos anotando cómo obtuvieron su comida predadores y carroñeros y qué trato dieron a los huesos que iban dejando atrás. Nuestro campo de trabajo unía, pues, la etología con la tafonomía, el estudio de cómo los eventos post mortem alteran las carcasas del registro fósil. Completábamos luego estos resultados con pruebas paleontológicas y arqueológicas relativas al comportamiento de los protohomínidos. Este enfoque permite leer en el pasado tan sólo aquellos aspectos de la conducta y la ecología que dejan residuos conservables; y se evita la imposición indiscriminada del género de vida de una especie moderna que casualmente se acomode a nuestros ideales.
La inexistencia en antropología de nada que reemplace a estos estudios de verificación realista puede demostrarse por las enseñanzas de los zoólogos acerca del comportamiento de la hiena, el carroñero por antonomasia entre el vulgo, y el león, predador prototípico. Hasta hace treinta años, nadie concebía que todo carnívoro caza y carroñea. Si los prejuicios pueden ocultar de tal modo la verdad respecto a los carnívoros actuales, ¡cuánto más cautos no deberán ser los científicos al reconstruir las formas de subsistencia de los extintos homínidos?
La teoría del “hombre cazador” nunca ha sido corroborada por el registro fósil. Fue Charles Darwin quien primero presentó la caza como catalizador etológico que encauzó la selección hacia el agrandamiento del cerebro, el empleo de utensilios, la reducción de los caninos y el bipedismo separando así los linajes de los humanos de los antropoides. Expuso su hipótesis en The Descendent of Man (1871), antes de ser hallado fósil alguno de época anterior a los neandertales. Cuando, en los primeros decenios de nuestro siglo, se encontraron especímenes de mayor antigüedad, sus descubridores los encajaron directamente en el esquema de Darwin. Raymond A. Dart, descubridor del género Australopithecus, se pasó unos treinta años tratando de demostrar que su homínido pudo haber cazado los animales cuyos huesos con tanta frecuencia se encontraban mezclados con los suyos. Para obviar el problema de la ausencia de utensilios de piedra en estos yacimientos, Dart postulaba un juego “osteodontoquerático” de útiles y armas fabricados con huesos, dientes y cuernos de diversos animales.
Esta interpretación se ganó el apoyo popular en las numerosas versiones que se dieron del “primate cazador” como antepasado de la estirpe humana; pero cayó en descrédito ante las comprobaciones decisivas del precursor de la tafonomía C.K. Brain, del museo Transvaal de Sudáfrica, quien demostró que los australopitécidos no habían en absoluto participado en recoger las osamentas de animales halladas junto a sus propios esqueletos. Antes bien, de sus escritos se infería que los leopardos cazaban tanto homínidos como ungulados y los devoraben en ciertos árboles preferidos, a cuyo pie dejaban caer amontonados los restos de ambos. Sin embargo, la hipótesis de la caza permanecía inamovible, por más que ahora hubiese que aplicarla a un estadio posterior de la historia de la evolución, iniciado al aparecer con el ya más cerebrado Homo habilis.
Los argumentos en pro de la teoría expuesta alcanzaron pleno desarrollo en los artículos reunidos por Richard B. Lee e Irven DeVore en Man the Hunter (1968). En aquellos trabajos se bosquejaba un proceso evolutivo, iniciado con el asentamiento de los protohomínidos en la sabana, que exigía completar su acostumbrada dieta vegetariana con cantidades crecientes de carne. La caza premiaba la previsión y la destreza y seleccionaba en favor de cerebros mayores y manos más ágiles; tales rasgos reforzaban, a su vez, la capacidad técnica, elevando el rendimiento de la inteligencia y aumentando la presión selectiva originaria. La actividad venatoria se convertía así en motor de un circuito automantenido de evolución social e intelectual.
En teoría prevaleció hasta finales de los años setenta, cuando un influyente artículo de Glynn Isaac desplazó el foco de interés de la obtención de carne al reparto de la misma (véase “Cómo compartían su alimento los homínidos protohumanos” por Glynn Isaac; Investigación y ciencia, junio de 1978). Isaac, arqueólogo de la Universidad de California en Berkeley, demostró que los primeros homínidos se asentaban en hogares -comportamiento nuevo-, lo cual en su opinión implicaba una división del trabajo en razón del sexo, otra innovación más. Para reforzar la estrategia omnívora, los machos recorrían mayores distancias en busca de carroñas comestibles o de presas no enteramente devoradas, las hembras cogían frutas y tubérculos cerca del hogar, y las familias compartían todo lo recogido. Con el tiempo, esta conducta altruista y cooperativa impulsó la selección en pro de la inteligencia, el lenguaje y la cultura.
Lewis R. Binford, hoy en la Universidad Metodista del Sur, fue aún más allá en 1981, cuando, al someter a un nuevo análisis tafonómico los datos obtenidos por Mary Leakey de los osarios más antiguos de Olduvai, sostuvo que en los tiempos del Homo habilis la evolución no había llegado a la caza ni a la compartición de comida. Los homínidos se habían limitado a aprovechar los escasos restos abandonados por carnívoros más capaces, para lo cual quebrantaban las osamentas y extraían el tuétano. El carroñeo no podría, según Binford, haber proporcionado los excedentes de carne requeridos para compartir de un modo continuo la comida. Antes bien, las comidas de los protohomínidos se asemejarían, en su sentido social y nutritivo, a las dietas, esencialmente vegetarianas, de los primates modernos.
Binford sostuvo después, con similares fundamentos, que, incluso el primer Homo sapiens moderno de Africa meridional y sus neandertales europeos contemporáneos dependían del carroñeo para alimentarse de animales grandes y cazaban sólo los de menor tamaño. Mantenía, pues, la hipótesis de la caza, pero la acercaba más al presente, encajándola en los últimos 100.000 años. Su reconstrucción acepta que el carroñeo era una empresa penosa, y que la caza y la aneja compartición de comida fue una fuerza motriz de nuestra evolución, por más que sólo muy tarde tuviera efecto en ella.
Nuestra crítica de todo este planteamiento partió de evaluar la proeza que, para los primeros homínidos, supondría la práctica de la caza. El físico del Australopithecus y el del primer Homo no serían imponentes: la estatura de las hembras rondaría los 120 centímetros, con un peso aproximado en torno a los 30 kilogramos, mientras que los machos alcanzarían apenas 150 centímetros y pesarían unos 45 kilogramos; la longitud de sus brazos indica que seguían refugiándose en los árboles, y sin duda tendrían que hacerlo con frecuencia, enfrentados como estaban a predadores tan eficaces como leones, los felinos de colmillos curvos y las hienas. En cuanto a sus utensilios, incluso el Homo manejaba un tipo muy primitivo de raspadores de piedra toscamente desbastada y, como martillos, pedruscos y cantos rodados. No aparecen armas propiamente dichas.
Sin embargo, los datos arqueológicos evidencian que aquellos débiles primates invadieron el nicho ecológico de los grandes carnívoros. En Olduvai y en otros lugares se han encontrado artefactos de piedra elementales, junto a fragmentos de huesos fósiles pertenecientes a una amplia gama de animales, de la gacela al elefante. Algunos de estos huesos muestran en su superficie las marcas de los dientes de los carnívoros, y en varios de ellos se advierten también incisiones producidas al descarnar y desarticular las osamentas con las toscas herramientas que los acompañan. Muchos huesos están fracturados y presentan indicios de machacamiento con piedras para extraer el tuétano. ¿Cómo podrían los protohumanos haber dado muerte a animales tan veloces o tan poderosos? Ello nos indujo a pensar que el carroñeo merecía un examen más detenido.
Quienes defienden la tesis de la caza arguyen que al homínido diurno le habría sido difícil localizar los restos de animales muertos dejados por los grandes predadores y que, si casualmente hallaba algunos, los habrían devorado ya del todo las hienas, las únicas capaces de triturar huesos con los dientes para succionar el tuétano. Pero ese razonamiento deja de lado dos oportunidades de carroñeo que hemos descubierto en Tanzania: las piezas abandonadas a medio consumir por los grandes felinos entre el boscaje ribereño y los restos de animales enormes que sucumben por enfermedad o ahogados. Los homínidos en procura de sustento dentro de ese hábitat tal vez se compusieran un nicho que ningún otro carroñero hubiese explotado con tanto provecho.
Los bosques y malezas de las riberas fluviales habrían sido atractivos para unos bípedos parcialmente arbóreos, ofreciéndoles refugio y escondrijos donde ocultar restos a las miradas de los buitres, verdaderos vigías de la tribu carroñera. Por tales parajes se encuentran despojos de grandes ungulados, sobre todo durante la estación seca, cuando los leones abandonan los restos de las piezas mayores, del tamaño de cebras, una vez devoradas sus carnes. Los leopardos, por otra parte, dejan restos de ungulados más pequeños; estos despojos aparecen en cualquier estación y están resguardados al máximo dentro de las copas de los árboles. Hace dos millones de años, tal vez los felinos de dientes de sable proporcionaran una tercera oportunidad a los homínidos, también en bosques ribereños: las presas de estos extintos carniceros habrían ofrecido, una vez devoradas, grandes masas de carroña con muchos restos aún comestibles.
Nos parece verosímil, y así lo postulamos, que el carroñeo revistiera máxima importancia durante la estación seca, cuando más escasean los alimentos vegetales y se brindan diversas posibilidades de rebusca de despojos. Aparte de los restos dejados por los leopardos, durante la estación lluviosa la caza no se concentra en focos ribereños como podría esperarse, sino que se dispersa por parajes dilatados y abiertos (estas carroñas al descubierto son muy pronto localizadas y consumidas por las hienas). Dado que el carroñeo pudiera haber hecho complementarse los hábitos carnívoros y herbívoros de procura de alimentos según las estaciones del año, nosotros no suponemos -a diferencia de los defensores del “hombre cazador”- que la consecución de carnes para comer fuese lo esencial de la adaptación homínida. Según prueba el registro dentario, los homínidos fueron siempre omnívoros, y el haber encontrado útiles de piedra junto a huesos de animales no demuestra que el consumo de carne haya sido predominante.
Con todo, el hábito carroñero puede haber convertido la estación seca en tiempo de abundancia. Es entonces cuando el hambre y la caza producen gran mortandad de animales, y hasta el más marginal de los despojos que los leones abandonan, con tal de que conservase tuétano y masa encefálica, podría suministrar bastantes más calorías de las que necesita diariamente un adulto, a costa de media hora de machacar los huesos con una piedra. Se consigue así alimento con más rapidez que recolectando plantas, y, si se hubiesen guiado por el criterio de productividad, los homínidos habrían preferido siempre el carroñeo a la recolección en todas las ocasiones en que aquél hubiese sido posible.
Esta preferencia habría sido marcadísima durante los rigores de la estación seca, cuando la productividad vegetal desciende al mínimo y son de esperar los abandonos de despojos cárnicos por los grandes felinos, lo que abrevia la búsqueda de tales recursos. Es similar la economía obtenida frente a la caza: se gasta menos energía en aprovechar el sustento de lo alto de un árbol o del suelo sin haber tenido que cazarlo antes.
Añádanse los menores riesgos que comporta el carroñeo. Si bien es cierto que toda carne que atraiga a los homínidos puede atraer también a los leones, y que éstos, al llegar, tal vez no hagan caso del muerto y persigan a los vivos, en nuestra exploración descubrimos que los grandes carnívoros suelen dejar desatendidos por largos períodos ciertas clases de restos. En ese intervalo temporal, tales sitios habrían sido seguros.
Y lo son en particular los despojos que los leones dejan descarnados entre las malezas ribereñas. Pudimos comprobar que las hienas quebrantahuesos no suelen descubrir esos restos hasta un día después de haberlos abandonado los leones, lo cual da un buen margen de oportunidad para un homínido capaz de martillear con una piedra. Los despojos dejados en los árboles por los leopardos proporcionan más comida (carne además de tuétano) con menos riesgo, sobre todo cuando el escondrijo contiene restos de varias presas. Los leopardos tienden a ir en solitario, y hasta un babuino o un chimpancé puede en ocasiones ahuyentarlos; y no es raro, además, que abandonen espontáneamente sus presas, algunas de ellas todavía enteras, durante de ocho a doce horas o a lo largo del día.
En los bosques no correrían los homínidos mayores peligros dedicándose a carroñear que buscando alimentos vegetales.
Donde sí puede que pesaran más los riesgos que los beneficios es en las llanuras abiertas, aun contando con las numerosas oportunidades que habría para apartar de sus abatidas presas al guepardo y al chacal, explotar los restos abandonados por el león en la estación húmeda y aprovecharse de las muertes naturales durante la sequía. Tal opinión se apoya en que la escasez de árboles privaría de refugio a los homínidos adaptados a la vida arborícola. Sin embargo, este inconveniete es aplicable, al menos con igual fuerza, a la caza: los grandes herbívoros saben defenderse, y aunque se lograra matar alguno el hecho resultaría tan llamativo que en seguida atraería a los carroñeros, competidores ventajosos en la mayoría de los casos para unos bípedos armados solamente con piedras.
Los partidarios de la hipótesis del “hombre cazador” acaso repliquen que la caza es más sana que la carroña. No obstante, como pudimos comprobar en el Serengeti, pocos de los restos dejados en el suelo conservan algo comestible al cumplirse las 48 horas, tiempo que tarda en iniciarse la putrefacción, y aun entonces quedan encerrados bajo la piel o en el hueso tejidos perfectamente comestibles por estar al abrigo de insectos y de otros transmisores de enfermedades post mortem. Ni siquiera los restos procedentes de muerte “natural” suelen contener parásitos peligrosos, pues la mayoría de tales muertes se producen por desnutrición no por enfermedad.
También se ha tachado de insano en carroñeo desde el punto de vista de la nutrición. John D. Speth, de la Universidad de Michigan, ha sugerido que los animales que perecían de hambre proporcionaban proteínas sin grasa suficiente para el equilibrio de la dieta, que podría así conducir a una forma de inanición. (Los nómadas de las sabanas la llamaron “fiebre del conejo” porque provenía de alimentarse exclusivamente de conejo y otras carnes magras.) Pero lo cierto es que los homínidos siempre han obtenido la mayor parte de sus calorías de los hidratos de carbono y los aceites vegetales, y que las posibilidades más regulares de carroñeo en la estación seca las brindan los restos de animales muertos por los depredadores, restos con grasa en los tuétanos.
¿Qué fue primero, el carroñeo o la caza? Con fundamentos etológicos se han ido ofreciendo respuestas que no han tardado en ser cuestionadas por la aparición de nuevos datos. Se creía que la caza era una actividad únicamente humana hasta que Jane Goodall la descubrió en los chimpancés. El carroñeo era algo indigno de un primate hasta que se comprobó que chimpancés y babuinos arrebatan a guepardos y leopardos los restos de sus cacerías. Se supuso un hábito ajeno a la condición humana hasta que, en 1988 y luego de un estudio etnográfico de veinte años de duración, se corroboró el ávido carroñeo que ejercían los naturales de las etnias hadza y san en el Africa subsahariana. Lo prolongado de la observación indica la magnitud del prejuicio contra el carroñeo.
Los primeros homínidos probablemente practicaban el carroñeo y atrapaban con sus manos presas pequeñas, como lo hacen chimpancés y babuinos. Pero fue exclusivo suyo el paso siguiente: empezar a servirse de útiles para trocear los despojos de grandes animales que los primates no humanos son incapaces de aprovechar. La dificultad de tal salto adelante desmiente la imputación de que el carroñeo no ofrecía estímulo alguno capaz de favorecer la selección de las cualidades humanas.
De nuestro trabajo de campo se deduce que el carroñeo no tiene nada de fácil para un primate lento, de poca talla y romos dientes. Para localizar restos antes que otros merodeadores, tuvimos que aprender a interpretar diversas señales que indican la presencia de un cuerpo muerto entre las matas de los bosques ribereños: torpe volar casi a ras de tierra de un buitre aislado que, en hora temprana, se dirige precisamente hacia un cadáver; buitres posados a media altura y no en ramas cimeras del árbol en el que anidan; indicios que delatan un leopardo oculto o los restos de su festín colgados de una rama; mechones de pelo de ungulados o recientes marcas de zarpazos en la base de un árbol que sirve de comedero a un leopardo. Por la noche, la sonora “risa” de las hienas ante la carnaza fresca, el aterrorizado rebuzno de una cebra atacada, el gruñir de una ñu despavorida.. todo ello sirve para saber dónde encontrar unos sanguinolientos despojos al despuntar el día.
Los primates superiores se trazan “mapas mentales” de su territorio y se valen de ellos para predecir dónde madurará la siguiente cosecha de frutos. Los homínidos quizás aplicasen tan oportuna capacidad a predecir la disponibilidad y la localización futura de las carroñas. A nosotros nos costó un gran esfuerzo conseguirlo: día tras día fuimos observando cuidadosamente los movimientos, los hábitos venatorios y alimentarios, y los tamaños de las panzas de varios depredadores, así como la actividad general de sus presas. Aparte los posibles beneficios obtenidos en la nutrición, los homínidos podrían haber utilizado rutinariamente tal información para evitar a los predadores.
La sociabilidad no habría, empero, progresado a no ser que el carroñeo influyese también selectivamente en pro de la cooperación del grupo. Los despojos capaces de alimentar a un solo individuo, sin dejar ninguna sobra que compartir, probablemente habrían alentado la competición. Pero si los resultados de nuestro trabajo son correctos y los restos de presas abandonadas por los grandes felinos ofrecían a los primeros homínidos abundancia de alimentos, entonces operaría el modelo citado de Isaac, relativo a la cooperación en la búsqueda, preparación y compartición de la comida. De modo similar, si tal alimentación de carroñas no hubiese coincidido usualmente con la ingesta de plantas, la incipiente sociabilidad podría haberse desarrollado hasta incluir la división del trabajo, con forrajeo colectivo en torno a una misma instalación hogareña. Si se quiere añadir incentivos y retos a nuestros antepasados, bastará suponer que hallarían en un sitio las carroñas y en otro las piedras aptas para su transformación en utensilios de carnicero. El reunir los útiles con los objetos a que han de aplicarse habría, así, requerido gran capacidad de ordenación, seguimiento mental de los detalles y cooperación social. Los chimpancés del Africa Occidental son los únicos primates no humanos que tienen capacidad de ordenación suficiente para llevar útiles líticos hasta allí donde esperan encontrar comida, transportando pedruscos a modo de martillos y yunques para cascar las duras nueces de cola y pandán. Pero no se trata de distancias largas, mientras que H. habilis transportaba piedras hasta 10 kilómetros, y las nueces no son, ni con mucho, tan efímeras como las carroñas que los homínidos aprovechaban.
La destreza técnica necesaria para explotar la mayoría de las posibilidades de carroñeo se materializó en el conjunto de útiles de Oldowan, el más antiguo que se conoce: esquirlas de piedra afiladas para descarnar y descoyuntar, y guijarros apenas desbastados para partir calaveras y huesos en busca del encéfalo y del tuétano. Ni en ese conjunto, ni en los utillajes, más refinados, del período Achelense, que duró desde millón y medio hasta 200.000 años atrás, aparecen objetos que semejen armas.
Tales consideraciones nos llevan a la conclusión de que los homínidos de Oldowan pudieron haber creado un nicho de carroñeo que explicaría no sólo la acumulación más antigua de útiles y huesos de grandes mamíferos, sino también muchos de los rasgos humanos que se tienen por originados en la caza. La opción por el carroñeo pudo haberse iniciado para complementar el forrajeo, manifestándose en los estadios posteriores.
Los homínidos comenzarían, tal vez, a comer animales grandes mucho tiempo antes de que apareciese Homo. Podría haber iniciado este hábito Australopithecus, cuando ocupó las sabanas y los bosques que se extendieron hace unos seis millones de años, a consecuencia del cambio climático mundial. Esos entornos abiertos ofrecerían mucho mejores oportunidades para el carroñeo que los tupidos bosques y selvas de los predecesores de los homínidos -hábitats donde los primates han permanecido hasta hoy.
Al tiempo que forrajeaban plantas en las estrechas franjas arbóreas de las riberas fluviales, los primeros homínidos se toparían con carroñas de descarnados despojos, y descubrirían que, para extraer el tuétano y la sustancia cerebral que encerraban no había sino que machacarlas con toscos pedruscos. Este aprovechamiento carnicero de recursos tan ricos en energía y proteínas tal vez dejara un rastro que hasta ahora los arqueólogos no han conseguido encontrar, por haberse producido con anterioridad a la invención de utensilios de piedra tallada, cuya manufactura deja una capa característica de esquirlas.
De ser así, los homínidos diurnos quizás empezaran a desbancar a las hienas, consiguiendo llegar los primeros a las carroñas, tesis abonada hasta cierto punto por la extinción de varias especies de hienas hace unos dos millones de años. La aparición de la tecnología del tallado de la piedra, alrededor de dos millones y medio de años atrás, permitiría a los homínidos incorporar un nuevo componente en el nicho del carroñeo de grandes mamíferos: a partir de entonces podrían obtener carne además de tuétano. Merced a la piedra tallada, los homínidos podrían empuñar versiones artificiales de los colmillos de los carnívoros, que desgarran las carnes de sus víctimas, y con tales útiles sacar toda la carne que quedara en los despojos escondidos en árboles por el leopardo. También tendrían acceso a la carne de presas mucho mayores, las de los felinos de colmillos de sable, observación ésta que nos induce a sugerir que acaso tuvieran algo que ver los homínidos con la extinción de esta especie de félidos hace aproximadamente un millón y medio de años. Quizá sea significativo el que en Europa y en las Américas persistieran estos grandes felinos más tiempo que en Africa, y que sólo se extinguieran después de iniciarse la colonización por homínidos de aquellos continentes.
Tal vez fuese antigua práctica de los homínidos, la caza de presas muy pequeñas y sólo el posterior desarrollo de las armas arrojadizas convirtiese al primitivo Homo sapiens en un depredador más capacitado que cualquier otro primate. Con todo, es probable que el carroñeo ejerciera un influjo sobre la evolución humana mucho más penetrante de lo que hasta la fecha se ha venido creyendo.
BIBLIOGRAFÍA
Carroñeo y evolución humana
Robert J. Blumenschine y John A. Cavallo
a: Bertranpetit, J. (ed.), Orígenes del hombre moderno, Barcelona (Prensa Científica), 1993
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Enviado por: | Pia |
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