Ética y Moral


Visión católica del aborto


Introducción

El problema del aborto provocado y de su eventual liberalización legal ha llegado a ser en casi todas partes tema de discusiones apasionadas. Estos debates serían menos grave, si no se tratase de la vida humana, valor primordial que es necesario proteger y promover. Todo el mundo lo comprende, por más que algunos buscan razones para servir a este objetivo, aún contra toda evidencia, incluso por medio del mismo aborto. En efecto, no puede menos de causar extrañeza al ver cómo crecen a la vez la protesta indiscriminada contra la pena de muerte, contra toda forma de guerra, y la reivindicación de liberalizar el aborto, bien sea enteramente, bien por "indicaciones" cada vez más numerosa. La Iglesia tiene demasiada conciencia de que es propio de su vocación defender al hombre contra todo aquello que podría deshacerlo o rebajarlo, como para callarse en este tema: dado que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, no hay hombre que no sea su hermano en cuanto a la humanidad y que no esté llamado a ser cristiano, a recibir de Él la salvación.

En muchos países los poderes públicos que se resisten a una liberalización de las leyes sobre el aborto son objeto de fuertes presiones para inducirlos a ello. Esto, se dice, no violaría la conciencia de nadie, mientras que impediría a todos imponer la propia a los demás. El pluralismo ético es reivindicado como la consecuencia normal del pluralismo ideológico. Pero es muy diverso el uno del otro, ya que la acción toca los intereses ajenos más rápidamente que la simple opinión; aparte de que no se puede invocar jamás la libertad de opinión para atentar contra los derechos de los demás, muy especialmente contra el derecho a la vida.

Doctrina católica en relación al aborto

"Dios no hizo la muerte, ni se goza en la pérdida de los vivientes" (Sab.. 1,13). Ciertamente, Dios ha creado seres que solo viven temporalmente y la muerte física no puede estar ausente del mundo de los seres corporales. Pero lo que se ha querido sobre todo es la vida y, en el universo visible, todo ha sido hecho con miras al hombre, imagen de Dios y corona del mundo (Gen 1, 26-28). En el plano humano "por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo" (Sab.. 2, 24); introducida por el pecado la muerte queda vinculada a él siendo a la vez signo y fruto del mismo. Pero ella no podía triunfar. Confirmando la fe en la resurrección, el Señor proclamará en el evangelio que "Dios no es el Dios de los muertos, sino de los vivos" (Mt.. 22, 32), y que la muerte, lo mismo que el pecado, será definitivamente vencida por la resurrección en Cristo (1 Cor. 15, 20-27). Se comprende también que la vida humana incluso sobre esta tierra, es preciosa. Infundida por el Creador", es El mismo quien la volverá a tomar" (Gen 2, 7 Sab.. 15,11). Ella pertenece bajo su protección: la sangre del hombre grita hacia El y El pedirá cuentas de ella, " pues el hombre ha sido hecho a imagen de Dios!" (Gen 9, 5-6). El mandamiento de Dios es formal: "No matarás" (Ex 20, 13). La vida al mismo tiempo que un don es una responsabilidad: recibida como un "talento" hay que hacerla fructificar. Para ella se ofrecen al hombre en este mundo muchas opciones a las que no se debe substrae; pero más profundamente el cristiano sabe que la vida eterna para él depende de lo que habrá hecho de su vida en la tierra con la gracia de Dios.

La tradición de la Iglesia ha sostenido siempre que la vida humana debe ser protegida y favorecida desde su comienzo, como en las diversas etapas de su desarrollo. Oponiéndose a las costumbres del mundo grecorromano, la Iglesia de los primeros siglos ha insistido sobre la distancia que separa en este punto tales costumbres de las costumbres cristianas. En la Didaché se dice claramente: "No matarás con el aborto el fruto del seno y no harás perecer al niño ya nacido". Antenágoras hace notar que los cristianos consideran homicidas a las mujeres que toman medicinas para abortar; condena a quienes matan a los hijos, incluidos los que viven todavía en el seno de la madre, "donde ya son objeto de solicitud por parte de la Providencia divina". Tertuliano quizá no ha mantenido siempre el mismo lenguaje; pero no deja de afirmar con la misma claridad el principio esencial: "es un homicidio anticipado el impedir el nacimiento; poco importa que se suprima la vida ya nacida o que se la haga desaparecer al nacer. Es un hombre el que está en camino de serlo".

A lo largo de toda la historia, los Padres de la Iglesia, sus Pastores, sus Doctore, han enseñado la misma doctrina, sin que las diversas opiniones acerca del momento de la infusión del alma espiritual hayan suscitado duda sobre la ilegitimidad del aborto. Es verdad que, cuando en la edad media era general la opinión de que el alma espiritual no estaba presente sino después de las primeras semanas, se hizo distinción en cuanto a la especie del pecado y a la gravedad de las sanciones penales; autores dignos de consideración admitieron, para este primer período, soluciones casuística más amplia, que rechazaban para los períodos siguientes. Pero nunca se negó entonces que el aborto provocado, incluso en los primeros días fuera objetivamente una falta grave. Esta condena fue de hecho unánimemente. Entre muchos documentos baste recordar algunos.

Más recientemente, el Concilio Vaticano II, presidido por Paulo VI, ha condenado muy severamente el aborto: "La vida desde su concepción debe ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables" El mismo Paulo VI hablando de este tema en diversas ocasiones, no ha vacilado en repetir que esta enseñanza de la Iglesia "no ha cambiado y que es inmutable".

Conclusión

Seguir la propia conciencia obedeciendo a la ley de Dios, no es siempre un camino fácil; esto puede imponer sacrificios y cargas, cuyo peso no se puede desestimar; a veces se requiere heroísmo para permanecer fieles a sus exigencias. Debemos subrayar también, al mismo tiempo, que la vía del verdadero desarrollo de la persona humana para por esta constante fidelidad a una conciencia mantenida en la rectitud y en la verdad, y exhortar a todos los que poseen los medios para aligerar las cargas que abruman aún a tantos hombres y mujeres, a tantas familias y niños, que se encuentran en situaciones humanamente sin salida.

La perspectiva de un cristiano no puede limitarse al horizonte de la vida en este mundo; él sabe que en la vida presentes e prepara otra cuya importancia es tal que los juicios se deben hacer a base de ella. Bajo este punto de vista no existe aquí abajo desdicha absoluta, ni siquiera la pena tremenda de criar un niño deficiente. Tal es el cambio radical anunciado por el Señor: "Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados" (Mt. 5, 5). Sería volver las espaldas al Evangelio, medir la felicidad por la ausencia de penas y miserias en éste mundo.

Pero ésto no significa que uno pueda quedar indiferente a éstas penas y a éstas miserias. Toda persona de corazón y ciertamente todo cristiano, debe estar dispuesto a hacer lo posible por ponerle remedio. Ésta es la ley de la caridad, cuyo primero objetivo debe ser siempre instaurar la justicia. No se puede jamás aprobar el aborto; pero por encima de todo hay que combatir sus causas. Eso comporta una acción política y ello constituirá en particular el campo de la ley. Pero en necesario al mismo tiempo actuar sobre las costumbres, trabajar a favor de todo lo que puede ayudar a las familias, a las madres, a los niños. Ya se han logrado progresos admirables por parte de la medicina al servicio de la vida; puede esperarse que serán mayores todavía, en conformidad con la vocación del médico, que no es la de suprimir la vida sino la de conservarla y favorecerla al máximo. Es de desear igualmente que se desarrollen dentro de las instituciones apropiadas o en su defecto, en las suscitadas por la generosidad y caridad cristiana, toda clase de formas de asistencia.

Bibliografía

- Encíclica "Humanae Vitae".

- Internet Manquehue.

- Enciclopedia Encarta.

- Catecismo de la Iglesia Católica.




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Enviado por:Domingo Amunátegui
Idioma: castellano
País: España

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