La colección de relatos Tierra desacostumbrada, de la escritora estadounidense de origen bengalí Jhumpa Lahiri (Londres, 1967), fue seleccionada como mejor libro del año 2008 por el periódico The New York Times y fue un éxito de ventas internacional, lo que resulta una buena noticia para un género minoritario como es la narrativa breve. Ese éxito resulta aún más destacable y meritorio si tenemos en cuenta que los relatos de Lahiri son un puñado de historias cotidianas protagonizadas por inmigrantes indios de primera o segunda generación. Por las páginas del libro son continuas las referencias a costumbres, ritos, modos de hacer, sabores y olores del subcontinente indio, y de su contraste con la vida en los suburbios estadounidenses, con los centros comerciales, con los lazos familiares individualistas tan diferentes a la familia extensiva india. Sin embargo, ese mundo tan concreto y minucioso recrea situaciones y problemas universales: la familia, la búsqueda de una identidad fuera de esa familia y en una tierra ajena (desacostumbrada) y al mismo tiempo, la irremediable añoranza de la tradición y de las raíces, la búsqueda incesante del amor.
Esos temas ya habían ocupado la atención de Lahiri en su novela “El buen nombre” y en la colección de relatos “Intérprete de emociones”, por lo que esta nueva entrega no hace sino afianzar un mundo personal y una manera de contarlo. En una entrevista para la revista Babelia, Lahiri confesaba que se sentía muy afortunada de haber encontrado un espectro de cuestiones, problemas y personajes -muy cercanos a su propia experiencia como hija de inmigrantes en Estados Unidos, pero en ningún caso estrictamente autobiográficos-, que le interesan profundamente y que nunca se cansa de explorar. Particularmente, Lahiri dice encontrar su espacio narrativo en las cosas que los personajes no se dicen los unos a los otros, en los secretos. Los relatos de Tierra desacostumbrada demuestran esa capacidad de Lahiri para indagar, casi como una entomóloga del alma humana, en los deseos y las preocupaciones de sus personajes, en esos fogonazos de lucidez que sacuden la vida en el momento más inesperado, en las epifanías. Un buen ejemplo es el relato que abre la colección y le da nombre al libro, en el que una mujer, a través de la visita de unos pocos días de su padre, recién enviudado y a punto de embarcarse en una nueva relación, descubre las luces y sombras del matrimonio de sus progenitores y del suyo propio. También llama la atención por su sutileza “No es asunto de nadie”, en el que Lahiri, sin decirlo expresamente en ningún momento, logra con una contención suprema contar el arrebatado enamoramiento de un joven estudiante norteamericano por su compañera de piso, una joven de ascendencia bengalí continuamente asediada por pretendientes de su misma procedencia, dispuestos a casarse con ella. Y la colección se cierra con una exquisita novela corta, contada a dos voces por sus dos protagonistas, Hema y Kaushik, condenados a encontrarse y a desencontrarse desde la infancia hasta la madurez. Sobre todos estos personajes cae como una niebla fina pero espesa cierta desesperanza, un poso de tristeza, la propia de quien descubre una brecha irremediable entre la realidad y el deseo.
Los relatos de Jhumpa Lahiri atrapan poco a poco. No es una narrativa basada en la sorpresa ni en el estilo brillante, sino más bien, en la prosa limpia, sin florituras, atenta a los detalles (“En cuanto salió de su habitación a la mañana siguiente, Paul detectó el olor a pintura, fresco y al mismo tiempo empalagoso, y oyó el susurro del rodillo desplazándose arriba y abajo por la pared”). Sobre las descripciones precisas y certeras, se van dejando caer, muy sutilmente, observaciones sobre el mundo interior de los personajes, sobre sus sueños, sus miedos, y se cuela con cuentagotas ese diálogo interior, nunca dicho, que tanto inspira a Lahiri. (“Se volvió para mirar a su nieto dormido… de pronto cobró conciencia de que probablemente no viviría lo suficiente para ver a Akash alcanzar la edad adulta, que no vería a su nieto como un hombre de mediana edad, un anciano, y esa simple realidad lo entristeció”). Así, la narradora combina el estilo seco y austero del realismo sucio norteamericano, cuyos referentes claros son Carver, Cheever o Ford, con una sutil técnica omnisciente. Lahiri debe ser sin duda admiradora de Chejov, retratista también de un estrato social muy concreto (la burguesía rusa de finales del siglo XIX), y maestro de los maestros en ese complejo equilibrio entre la narración objetiva y el adentramiento en el mundo interior de sus personajes.