Historia
Supertindencia General de Policía
LA SUPERINTENDENCIA GENERAL DE POLICÍA
Inmigración, ciudad y policía:
No es cierto que la policía haya existido siempre. La afirmación anterior debe matizarse pues, en la forma en que hoy la conocemos, la policía, como institución y como actividad, es un invento reciente, un desarrollo propio del siglo XIX que hunde sus raíces, todo lo más, en la Ilustración. Tanto en su organización como en su funcionamiento, la explicación de la policía contemporánea no puede llevarse a cabo sin tomar en consideración los movimientos migratorios que motivaron el crecimiento de las ciudades desde el siglo XVIII: tal es la imbricación de ambos fenómenos.
En primer lugar, en el primer apartado, se propone una explicación de la aparición y la organización de los cuerpos de policía que no reduce las implicaciones de la inmigración a los aspectos más relacionados con la represión de la delincuencia y que presenta este tipo de servicios como agencias de gobernabilidad. En segundo lugar, se destacan dos medidas de policía que el gobierno español tomó a finales del siglo XVIII a propósito del crecimiento demográfico, medidas referidas especialmente a la llegada de personas a las ciudades sobre las que se pretendía ejercer, sobre todo, un control esencialmente político y "de entrada". En tercer lugar, se ponen en relación el fenómeno migratorio y los servicios locales de policía en la ciudad de Barcelona en la segunda mitad del siglo XIX, y se trata una dimensión distinta de la anterior del trabajo de la policía que tiene que ver con la integración de la inmigración al proyecto de ciudad industrial de la época.
Crecimiento urbano y policía:
En general, las ciudades españolas experimentaron un crecimiento generalizado a lo largo de todo el siglo XVIII aunque sólo 40 de ellas superaban los 10.000 habitantes en 1787. A finales de ese siglo, Madrid tenía poco más de 215.000 habitantes y Barcelona, que había triplicado su población durante la centuria, unos 115.000. Al finalizar las guerras napoleónicas, que interrumpieron este proceso de crecimiento, Barcelona empieza su transición demográfica, con el descenso, lento pero progresivo, de la mortalidad y la natalidad.
En 1857, entre el derribo de las murallas (1854) y la aprobación del plan del Ensanche (1859), la ciudad de Barcelona tenía poco más de 183.000 habitantes. En 1887, tenía más de 272.000 y diez años más tarde, en 1897, contando con la población de los municipios agregados, Barcelona era ya una ciudad de más de medio millón de habitantes (509.589).
Reducir las implicaciones que tuvo esta masiva llegada de personas foráneas a la ciudad en la organización del modelo policial español a los aspectos más vinculados a la idea del orden-desorden y a la represión de la delincuencia y de las infracciones en general supone dejar de lado una dimensión que me parece mucho más relevante de aquélla. La policía, como agencia de gobernabilidad de lo urbano, participó activamente en la difusión de una nueva forma de ejercicio del poder que se extiende desde el siglo XVII; participó en lo que Foucault llamó la formación de "la sociedad disciplinaria", y lo hizo, en parte, contribuyendo a la inversión funcional del conjunto de prácticas disciplinarias. Si antes éstas eran de signo negativo y constituían una disciplina de bloqueo porque pretendían, "detener el mal, romper las comunicaciones", ahora serán de signo positivo, disciplina de mecanismo que debe ser extendida desde el limitado contexto de las instituciones de encierro hasta el último rincón de la ciudad para alcanzar a toda su población.
La ciudad está siendo repensada. Se está convirtiendo en una máquina y es preciso crear las condiciones para que todo en ella, mercancías, ideas y personas, fluya de forma armónica de acuerdo con el proyecto que la racionalidad ilustrada pretende desarrollar. Tan ingenuo puede resultar pensar que la vida en la ciudad del XIX en general y en Barcelona en particular respondía a las pretensiones de los militares, los ingenieros y los higienistas como pensar que la intervención política sobre la ciudad es la negación misma de lo urbano, que los espacios públicos que conforman la ciudad son "una apología instantánea de la autogestión" y que los comportamientos en ellos responden a lógicas diversas y siempre cambiantes. Las innovaciones que precisamente aparecen en la organización de la Administración para el gobierno de las ciudades, especialmente en la municipal y muy especialmente en la organización de los distintos servicios de policía, obligan a pensar que el día a día en la ciudad del siglo XIX, en esa ciudad que, como consecuencia de las migraciones, vivió una degradación de las condiciones higiénicas y sanitarias por el amontonamiento de personas, respondía, en menor o mayor medida, a las estrategias puestas en marcha por el gobierno urbano. En este sentido, la actividad de la policía, como instrumento de ese gobierno, puede ser percibida como un continuo movimiento entre el proyecto, la polis, y la ciudad cotidiana, la urbis, y esa dimensión represora a la que antes se aludía y que tan comúnmente es referida para explicar el papel de la policía sólo en términos de separación, ruptura o destrucción se ve cuando menos completada con otra más positiva del poder que puede crear.
El modelo policial español, que con escasas variaciones ha llegado hasta nuestros días, se formó precisamente en este período en el que las ciudades españolas empiezan a crecer por la llegada de inmigrantes desde las áreas rurales. Desde el principio, la llegada de foráneos a las ciudades, extranjeros o nacionales, fue objeto de especial preocupación por parte los sectores que organizaron los tres elementos básicos de este modelo, la Superintendencia General de Policía, antecesora del actual Cuerpo Nacional de Policía, la Guardia Civil y la policía municipal. En los primeros dos casos, la preocupación es explícita y es posible encontrarla expresada en documentos. En el caso de la policía municipal, al menos para el caso de Barcelona, no es así. No hay referencia alguna a la inmigración ni directriz específica alguna relacionada con las obligaciones de los guardias respecto de los recién llegados a la ciudad en los distintos reglamentos de servicio que aparecieron entre 1846 y 1902. Sin embargo, una lectura detenida de los mismos revela enseguida que la pretensión del gobierno municipal a través de sus funcionarios de policía era asegurar unas formas de vida acordes con las transformaciones que la ciudad experimentaba desde principios de siglo.
Inmigración urbana y policía en la España de finales del XVIII:
Un primer aspecto de la inmigración que preocupó al gobierno del país y al de las ciudades en general fue el de la difusión de las ideas, especialmente las de carácter revolucionario, sobre todo cuando estalla y se desarrolla la Revolución Francesa. Con el fin de expulsar de la ciudad a cuantos no justificasen satisfactoriamente su presencia en ella, las autoridades tomaron medidas para saber de la identidad de los extranjeros así como de sus medios de vida y de las razones de su estancia. Entre las más destacadas está la creación de la Superintendencia General de Policía, en 1782, y el dictado de la Real Resolución y orden de 12 de julio de 1791 y la Cédula del Consejo del día 20 de julio.
Como culminación de las reformas ilustradas de la seguridad pública que pretendían, a lo largo de todo el siglo XVIII, establecer un mayor control policial por parte de los gobiernos europeos en las grandes ciudades, Carlos III y Floridablanca crean en 1782 la Superintendencia General de Policía, la única institución de policía establecida con autonomía en España a principios del siglo XIX. El decreto fundacional alude a las causas de su creación y se señala, en especial, el incremento demográfico, que generaba las dificultades propias de toda aglomeración urbana. La Superintendencia se suprimió en 1792 y sus atribuciones fueron devueltas por Carlos IV a la administración de justicia y policía anterior, la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, con lo que cada alcalde de barrio volvía a ser el máximo responsable de la policía en su distrito. Antes, persiguió las contravenciones de la prohibición de publicación de periódicos, excepto la Gaceta de Madrid, en la que no podían tocarse temas políticos, y confeccionará una especie de censo de extranjeros en nuestro país, residentes o transeúntes, con la intención de saber de sus movimientos y de su posible influencia en los mentideros de la ciudad y en los locales públicos, objetos de especial vigilancia.
La Real Resolución establecía la "formación de matrículas de extranjeros residentes en estos Reinos con distinción de transeúntes y domiciliados", matrícula que ya se había ordenado hacer con anterioridad y que, según Martínez Ruiz, sólo se había realizado en algunos sitios. El Registro empezó a hacerse en Madrid, completando los datos que ya tenían los Alcaldes de cuartel y de barrio con constancia de nombres, procedencia, familia en la ciudad, religión, oficio, objeto de su estancia y su declaración sobre si deseaban avecindarse en la ciudad como súbdito del rey o seguir siendo transeúntes. La Resolución hacía especial hincapié en esta última circunstancia: el deseo de avecindarse en el país, en Madrid o en cualquier otra ciudad, requería la condición de católico y renunciar a todo fuero de extranjería jurando fidelidad tanto a la Religión como al Rey. La presión sobre los transeúntes era notable: no podían permanecer en la Corte sin licencia expresa ni podían ejercer oficio alguno en ninguna ciudad; tampoco podían ser criados ni dependientes de españoles. A todo extranjero que quisiese ejercer alguna actividad se le obligaba a avecindarse.
Aunque tomadas en el Antiguo Régimen, estas medidas sentaban ya las bases de las prácticas de control de un elemento social especialmente difícil de controlar como eran los extranjeros. Estas y otras referidas a otros asuntos, como la mendicidad o la vigilancia de los usos y las costumbres, deben ser consideradas en la línea de ese propósito gubernamental de neutralizar los sectores de la población que no tuviesen arraigo y localización precisa en las ciudades con el fin último de habilitarlos como recursos de mano de obra tan necesarios, según la mentalidad ilustrada, para la utilidad pública.
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