Ética y Moral
Sistema moral vigente: Agnosticismo
INTRODUCCIÓN
En el tiempo en que vivimos, por una razón u otra, los valores tradicionales han sido substituidos por otros nuevos. Perdidos éstos, nuestra sociedad actual mide el valor de las personas por la cantidad de bienes materiales de los que dispone. Éste sería el principal de los valores, pero, como hemos dicho, han surgido otros nuevos como el culto al cuerpo o el cuidado de la naturaleza. Si al cambio de valores añadimos el asombroso avance de la ciencia y la tecnología, podríamos decir que el hombre de hoy es un ser escéptico que no deja lugar en su vida a Dios. El hombre moderno tiende a creer solamente aquello que sea demostrable: los dogmas de fe no son válidos para él.
El capítulo que hemos analizado trata sobre el agnosticismo; Javier Oroz hace una crítica basada en la obra ¿Qué es ser agnóstico? de Tierno Galván, ejemplo de personalidad agnóstica actual. Vemos enfrentados así dos pensamientos opuestos, dos formas diferentes de afrontar la vida y sus vicisitudes: por un lado, la del cristiano, para quien las realidades inefables lo son por trascendentales y cuya aceptación se centra en la fe, y la del agnóstico, que se ciñe al mundo terrenal que lo rodea, a la finitud en la que vive, admitiendo la posibilidad de que lo que hoy es inefable mañana puede ser explicado gracias a las maravillas científicas o tecnológicas.
AGNOSTICISMO
Thomas H. Huxley, el creador de este término, define al agnóstico en su obra Collected Essays (1869) como “aquel que defiende la imposibilidad del conocimiento más allá de los límites de las ciencias”. De esta definición podemos concluir que el agnóstico no defiende ninguna doctrina, ya que para él ninguna doctrina lleva al conocimiento: se limita a razonar los datos que obtiene de la experiencia. El agnóstico se aferra a la incognoscibilidad de lo trascendente, de lo que supera al mundo, entendiendo como trascendente la figura de Dios.
Tierno Galván, como representante de los individuos de filosofía agnóstica actual, es el agnóstico que queda perfilado en este capítulo. Nos hace una clara diferenciación entre el agnóstico y el ateo: el ateo, según él, es aquél que “rechaza positivamente a Dios y se afirma en tal rechazo”, abocándose así a la necesidad de Dios para poder negarlo. Para el ateo, la no existencia de Dios es parte de su vida. El agnóstico, sin embargo, aunque tampoco cree en Dios, tampoco lo niega, ese “no creer” no afecta su vida, no condiciona su filosofía. El agnóstico es consciente de que no puede probar la existencia ni la inexistencia de Dios y, en consecuencia, deja de preocuparse por Él. En los últimos años, parece haberse extendido por la sociedad occidental una cierta tendencia tanto por parte de cristianos como de ateos a acercarse al agnosticismo, más cómodo en el sentido de que, así, no tienen la necesidad de defender la existencia o la no existencia de Dios.
A veces da la impresión de que, en ocasiones, Tierno Galván admite la posibilidad de la existencia de Dios, convirtiendo esta hipótesis en un juego lingüístico basado en las posibilidades del lenguaje para construir proposiciones vacías más allá de su estructura lingüística, que simplemente dicen lo que denota una palabra, sin tener verdadera significación.
Según Tierno Galván, la ignorancia respecto a lo trascendente nos empuja a un sentimiento de resignación que nos aboca a aceptar sin explicación satisfactoria las contradicciones de la vida. Esta resignación, idea de la fe del cristiano, es la raíz del nacimiento de una sensación de desconfianza hacia la racionalidad de las cuestiones finitas, ya que se está aceptando una idea que supera la finitud por otra vía distinta de la de la razón, y la tendencia a desconfiar y dudar de aquello que escapa a su raciocinio es inmanente al hombre.
Javier Oroz impugna esta idea con un argumento que aboga por la relación trascendencia-racionalidad: según él, el teísta no llega a Dios mediante la resignación, sino a través de la razón, ya que desconfía de que lo finito sea fin último en sí mismo, teniendo incluso la convicción de que no es así. Existe un elemento, sin embargo, fundamental a la hora de discernir el elemento común entre lo divino y lo racional: la contingencia, definida por Santo Tomás como la capacidad de ser o no ser, de existir o no. Un ser contingente, pues, es un ser con capacidad de ser o no ser, no puede haber sido siempre o puede que no haya sido siempre. Si el Universo es contingente, nada en él ni de él puede haber sido siempre, tiene la capacidad de haber de no haber sido y por tanto alguna vez tuvo que empezar a existir. Al haber un tiempo en que nada existía en el universo, debemos cuestionarnos acerca de la génesis del mundo y los seres, y la única respuesta satisfactoria es la existencia de un ser superior necesario, no contingente. Las teorías modernas al respecto, como puedan ser el marxismo o el estructuralismo, no admiten esta prueba de la existencia de Dios. Sin embargo, debemos analizar si estas teorías tienen más validez para demostrar la no existencia de Dios que la de Santo Tomás para demostrar lo contrario. De este modo, la modernidad tiende al agnosticismo, en el que se vive en la finitud y no se tienen dudas, ya porque uno se cree capaz de explicarlo todo, ya porque se ha despreocupado de hacerlo.
VIVIR EN LA FINITUD
Finito es aquello que se agota en sí mismo; por encima de esto estaría
lo trascendente, Dios, algo no finito y superior. Parece imposible llegar a la trascendencia mediante la vía de la razón, ya que, según los teólogos, la idea de Dios se diferencia del resto del mundo. En el cristianismo se da un cierto agnosticismo en cuanto a que lo divino es considerado incognoscible, como sujeto ajeno al conocimiento humano (finito, por otra parte), al cual se llega por la vía de la fe. Tierno Galván, por el contrario, no admite la fe como compromiso con lo trascendente, como explicación, lo cual es lógico si tenemos en cuenta que la fe es lo contrario a la máxima agnóstica del conocimiento por la experiencia, y culpa a los teólogos por explicar la trascendencia por la fe. Oroz, por su parte, rebate mediante argumentos dicotómicos de fe y razón: el argumento de razón para justificar la existencia divina radica en conocer la causa por sus efectos, ya que conocemos la existencia de Dios por sus efectos, aunque no conozcamos Su esencia.
El agnóstico no admite la trascendencia por argumentos de fe ni de razón, ya que vive en la finitud. La teología, en cambio, gira en torno a la idea esencial de Dios-hombre, infinito-finito, contraponiendo siempre lo ilimitado a lo finito. La trascendencia se explica, de este modo, como energía dogmática incorporada a la razón; la fe es la explicación a lo infinito, mientras que lo finito no necesita de la fe para ser explicado.
Tierno Galván hace referencia a las personas que, aun sin creer en Dios, admiten la religiosidad como apoyo moral en algunos momentos. Es quizás una postura ambigua, pues parece que viven en un agnosticismo teñido de la trascendencia de la religión. En opinión de Javier Oroz, una persona no puede ser a la vez agnóstico y creyente, puesto que para el primero lo inefable será lo desconocido pero no lo divino, mientras que para el creyente lo inefable es su Dios. Tierno Galván considera que lo finito está unido a la materialidad, cuya idea se contrapone con lo trascendente, no con lo infinito. Oroz, por el contrario, argumenta que finitud no es materia en cuanto hay conceptos, como el alma que, siendo espiritual, no es material. El agnóstico cree en su finitud, y en esa finitud existen realidades inefables como el arte o el amor, que no por inefables son infinitas. Podríamos decir que la diferencia entre el concepto de inefable para un cristiano o para un agnóstico estriba en que para el cristiano lo inefable es trascendente y no tiene explicación posible, aceptándolo exclusivamente por la vía de la fe, mientras que para el agnóstico lo inefable lo es por su carácter desconocido, aunque es posible que, en un futuro, se llegue a su conocimiento y deje de serlo.
En palabras de Oroz, la contingencia del hombre es, en parte, responsable de su infelicidad, en cuanto a que éste no asimila esa contingencia como destino, que el hombre es fin en sí mismo, ser infinito en un mundo finito cuyo principal denominador es la contingencia. La ausencia de la figura divina desde que el existencialismo lo derrocara, ha hecho resquebrajar los valores morales, ya que la falta de una conciencia infinita ha hecho que desaparezca el bien a priori. El hombre es libre ahora, y cabe pensar si esa libertad se volverá el valor supremo para él: si Dios no existe, el hombre ya no es un proyecto divino, se hace dueño de sus actos y decide y elige lo bueno y lo malo. Si Dios desaparece, ya no hay una moral predefinida, y cabe recelar ante la concepción que tiene el agnóstico del bien y del mal. Sin una suprema autoridad que valide las normas, hacen falta razones de peso para persuadir a un hombre de llevar a cabo un hecho porque es malo. Ya no hay argumento posible entre las razones que verifican un acto como malo y las que lo hacen como bueno, puesto que esas razones son siempre subjetivas y defienden el beneficio del individuo que las formula y, en consecuencia, cada cual encontrará argumentos que justifiquen la bondad de las acciones de acuerdo a su propio beneficio.
AL HOMBRE LO QUE ES DEL HOMBRE
Puesto que el hombre y el universo tienen en común que ambos
pertenecen a la finitud, Tierno Galván habla sobre un encuentro entre el hombre y el mundo, sobre una identificación con la finitud porque el mundo en que vivimos es finito. Así pues, parece que el cristianismo queda eliminado al vivir como finito en lo finito.
Tradicionalmente, la materia ha sido vencida por el espíritu, de modo que el hombre no era dueño de su propia vida, de su propio ser. Hoy ha dejado de ser así por mediación de la idea de finitud. El mundo no tiene alternativa, se agota en sí mismo y ya no cabe buscar más allá de sus fronteras. El agnóstico tiende a la radicalidad para llegar al fundamento del hombre y a la definitividad porque sólo la muerte acaba con la conciencia de lo finito, de tal modo que la única pregunta metafísica que queda por resolver es sobre la naturaleza de la finitud. Tierno Galván la responde de acuerdo al materialismo marxista: no se centra en cómo es el hombre, sino en el hombre que trabaja y convive con otros, ya que éste es y convive con otros hombres en finitud. Llegar a la idea de finitud es fácil por medio del intelecto, ya que es la única realidad. No asumirla representa una enfermedad, puesto que no hay nada más allá, todo queda en ella y hemos de aceptarlo. Nos es interesante la teoría de Marx a propósito del agnosticismo, ya que propugna que Dios y la religión son ideologías analizables por medio de la razón: la sociedad capitalista en la que vivimos enajena al hombre y le enfrenta con su propia finitud; el mundo se deteriora al convertirse en fuente de consumo y los objetos perecen porque son finitos. Sin embargo, debería haber una mayor conciencia hacia la finitud, ya que destruir lo material, único, es terrible.
El único humanismo posible parece ser el del agnosticismo, de tal manera que lo humano es entendido sin una realidad que lo supere por explicación. No existe nada definitivo que influya en la valoración del hombre porque todo es perecedero, y la responsabilidad del hombre consiste en no malgastar lo finito creyéndose lo que, en realidad, no es. El consenso al respecto es complicado de alcanzar, ya que la finitud encierra gran inestabilidad. Hay que cuidar lo finito y debemos empezar por nuestro propio cuerpo, en el que la enfermedad y el dolor acechan ante cualquier descuido. De esta enfermedad parece surgir el agnosticismo, de la ciencia en cuanto a conocimiento de la finitud, y de sus leyes para protegerla. Ese conocimiento llega a través del trabajo, que crea una conciencia responsable, la deficiencia de la cual da paso a la justificación de la destrucción de los bienes de la tierra, lo cual es injustificable. De este modo, nos encontramos ante una irresponsabilidad hacia los bienes, ya que el instrumento en que se transforma la naturaleza, incluso el hombre, no tiene justificación en si misma. El agnóstico se encuentra en la obligación de derrochar el mundo, sino de ahorrar, pues ello le dará conciencia de sí mismo. Tierno Galván se basa en la interpretación marxista del hombre y el mundo, unidos por la finitud, pues, según él, ésta debe ser la única interpretación de la finitud, pues de lo contrario tiene la posibilidad de caer en el trascendentalismo que supera lo específico o, en todo caso, en la irresponsabilidad hacia lo finito. Si no da una explicación al mundo es porque cree saberlo todo al respecto: nos encontramos así ante el trascendentalismo de un ser que todo lo sabe. Por el contrario, si se despreocupa de estas cuestiones, su actitud resulta irresponsable y descuidada.
Parece lógico que la idea de la finitud no sea aceptada y se desplace la de trascendencia en una sociedad capitalista cuyas bases ético-religiosas apuntan a una “hipótesis inverificable” en la que, además, no cree, aunque le confiera una cierta estabilidad por garantizar su status social.
El agnóstico debe estar abierto a las críticas, puesto que, de acuerdo a su pensamiento, todo lo que hay en el mundo se puede llegar a revisar y, por eso, deben exigirse argumentos de claridad. En cualquier caso, el desmoronamiento del hombre y su mundo es inevitable, ya que nada finito puede ser eterno. El hombre está obligado a ver lo perecedero y el propio perecimiento como elementos inmanentes a su naturaleza. El agnóstico se aferra a la ley temporal y perecedera, pues es lo consecuente, según la cual comienza y acaba en sí mismo. El hecho de que cada vez haya más personas que abracen el agnosticismo obedece a que el hombre empieza a ver que todo funciona bajo la máxima de lo transitorio, con lo que, como último recurso, sólo nos quede el agnosticismo a guisa de arma para devolver la seguridad a los decepcionados de Dios.
REFLEXIÓN FINAL
Da la impresión de que, siguiendo los argumentos de Tierno Galván, habremos encontrado la panacea universal y viviremos felices y sin ningún tipo de preocupación, ya que, según él, lo finito se basta por sí mismo y no es necesario buscar más allá de éste. Oroz, sin embargo, recordando a Popper, aboga por una realidad trascendente que supere lo mundano diciendo que “siempre que el hombre ha querido hacer de la tierra un cielo, la ha convertido en un infierno”.
Es innegable que nuestra época, como nuestra sociedad, presenta síntomas de decadencia espiritual y ausencia de vigor y creatividad. Para superar esta desoladora etapa, la renovación religiosa debe hacerse tras asumir las irrefutables limitaciones de la razón, rebajando así el racionalismo a su justa y relativa medida. La mentalidad moderna, desgraciadamente, parece ser presa de una continua tendencia a la negación, contraria a la capacidad del hombre de captar el ser, no el no ser. Danielou defiende que, en la vida del hombre, hay ciertas cosas que se saben ciertas una vez vividas y se puede bien esperar su repetición, bien profesarles cierta fidelidad. Respecto a Dios, afirma que hay ciertas cosas al respecto de las cuales no hay argumentos de fuerza en contra. “Las experiencias más profundas, el amor, la gratitud, el perdón, el dolor compartido, la fidelidad... están cargadas de una certeza que nos remonta a un mundo inviolable” lejos, por supuesto, del mundo de las ciencias y de la intrascendencia y finitud tan profesadas por el agnosticismo, puesto que, sin asomo de duda, “hay una trascendencia en toda persona humana”.
6. CONCLUSIÓN
Ha surgido en los últimos tiempos una grave preocupación en los pensadores contemporáneos por el sistema moral vigente y sus consecuencias. La escasa valoración de la figura de Dios se hace manifiesto en una sociedad que adora la finitud material como condición de sí misma. El hombre, al ver que todo funciona supeditado a unas leyes finitas, se aferra a su propia finitud esperando que ella resuelva sus dudas, pensando quizás en que el tomar conciencia de que hombre y mundo son susceptibles de perecer hiciera que todo en ellos fuera explicable por leyes finitas.
El creyente defiende que Dios es el único ser, imparcial y magnánimo, capaz de establecer lo que es bueno y lo que es malo. Desaparecido Su poder a fuerza de racionalismo exacerbado, la humanidad queda como responsable de sí misma, con la obligación de tomar el rumbo de su futuro y fijar unas normas que la rijan definitiva y correctamente. Es cierto, por otra parte, que el hombre, como ser racional, tiene derecho, e incluso forma parte de su naturaleza, a dudar de la existencia de Dios. En mi opinión, por el contrario, las razones por las que la sociedad moderna haya optado mayoritariamente por la no creencia en Dios (sin hacer distinciones entre agnosticismo y ateísmo) no son morales ni lógicas, no son debidas a una reflexión detenida sobre las cuestiones que hemos tratado, sino por pura y simple comodidad. Dios y los preceptos de la Iglesia son para nuestra sociedad un obstáculo que impide llevar a cabo los objetivos individuales o colectivos para el éxito. Parece esta afirmación bastante demagógica pero, a mi parecer, tiene su lógica si analizamos la cuestión: el éxito se mide hoy en día en términos de abundancia material, lo cual, a priori, va en contra de los ideales cristianos e, incluso, podríamos decir que también a posteriori, ya que raramente nadie que persiga el éxito económico respeta la integridad emocional, económica e inclusive me atrevo a decir personal de los que quedan por debajo de él.
Dicho esto, me pregunto si es la nuestra una sociedad capaz de superar las dudas inherentes a toda sociedad sobre las míticas preguntas(¿De dónde venimos?...), las respuestas de las cuales no le han resultado satisfactorias, y salir airosa y reforzada en términos de solidaridad, amor y tolerancia gracias a unas normas morales satisfactorias y justas, o si, por el contrario, el hombre necesita de Dios para que le guíe y juzgue los errores cometidos por una falta de responsabilidad y madurez.
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