Historia
Semana Trágica de Argentina
Introducción
Mediante el siguiente trabajo intentaremos dar cuenta de los hechos que se sucedieron en nuestro país durante la semana del 7 al 14 de enero de 1919, relacionándolos con el contexto internacional y nacional, y especialmente con la política gubernamental y laboral de Yrigoyen. Nuestro objetivo es mostrar cómo el nuevo gobierno radical, si bien se quiso diferenciar del régimen conservador y de su ideología tradicional, en algunos casos, no sólo no logró hacerlo, sino que mostró sus semejanzas con el mismo cuando los hechos lo sobrepasaron. En las páginas siguientes, no sólo analizaremos los hechos históricos sino también los actores sociales que participaron de estos acontecimientos, para poder entender así las actitudes de cada uno de ellos.
Industrialización y conflictos de clase
En nuestro país, el proceso de expansión económica, sobre bases agropecuarias y condiciones de dependencia de las economías dominantes, en particular la británica, había conformado una estructura económico-social capitalista dependiente con eje agropecuario. Si bien la Argentina era un país agropecuario, su inserción en el mercado mundial, como uno de los principales exportadores de artículos primarios había estimulado notablemente a los inversores extranjeros. Junto con el capital extranjero entraron al país durante el período 1880-1914, más de cuatro millones de inmigrantes. La zona de principal desarrollo fue la pampeana, acentuándose el desarrollo desigual entre las distintas regiones del país.
El desarrollo capitalista dependiente tuvo su eje en la producción agrícola- ganadera, pero simultáneamente, en las grandes ciudades y principalmente en la Capital Federal y alrededores, se produjo un desarrollo de industrias de carácter liviano.
La clase obrera argentina se formó sobre la base de los inmigrantes. Muchos extranjeros tenían experiencias sindicales y políticas, adquiridas en las luchas sociales en sus países de origen. Esto se reflejó en el movimiento argentino, de allí que desde fines del siglo existiera una importante red de sindicatos y que la clase obrera contase formalmente con un partido de clase, el Socialista.
Como consecuencia de este rápido proceso de organización sindical y política de la clase obrera, se generalizaron las huelgas en la Capital Federal, Bahía Blanca, Rosario y otras ciudades importantes. Hasta 1916 el Estado aparece frente al movimiento obrero como algo opuesto radicalmente a sus intereses más elementales. Las fracciones de las clases dominantes hegemónicas en el Estado agrupadas principalmente en el Partido Autonomista Nacional (PAN) trataban de resolver la cuestión obrera por medio de la represión al movimiento sindical.
Con el ascenso al poder del radicalismo en 1916, se produjeron cambios en la relación Estado-sindicatos. El gobierno burgués populista dio mayor libertad de movimientos al sindicalismo organizado y en algunos casos influyó a favor de los huelguistas. Pero, parafraseando a Gino Germani, no puede decirse que las organizaciones obreras vieran facilitadas sus funciones. La legislación no reconocía explícitamente personería alguna a los sindicatos y esa falta de reconocimiento dificultaba su labor y sobre todo representaba un obstáculo muy serio a su función como medio de progresiva incorporación de los estratos populares a la vida política de la nación, como mecanismo de integración. Es sintomático que los parlamentos radicales mantuvieran la legislación represiva creada por la “oligarquía” a comienzos de siglo, frente a la primera expansión de los movimientos obreros.
Por otra parte, el gobierno tuvo dificultades en su política populista por la crisis económica de posguerra, que afectó a las exportaciones agropecuarias. Según Alain Rouquié, durante 1917-1918, las condiciones de vida y de trabajo de los obreros empeoraron rápidamente, hecho que influyó notablemente sobre los trabajadores que ya soportaban jornadas extenuantes de trabajo, bajos salarios, etc. El costo de la vida subió bruscamente de 1917 a 1918. En este punto, Godio y Panettieri coinciden con Rouquié, autor de Poder militar y sociedad política en la Argentina. La desocupación en la Capital Federal en ese año alcanzó al 10,8% de los trabajadores.
Además, la firma del armisticio puso término bruscamente a un período de prosperidad y pleno empleo sin precedentes.
La multiplicación de huelgas a partir de 1914 fue la expresión de una situación económica poco sana. Su número pasó de 64 en 1914 a 367 en 1919. Tal deterioro del clima social fue más alarmante aún en el plano político ya que fue contemporáneo de amplios movimientos revolucionarios que se produjeron en Europa. Mientras los trabajadores pasaban hambre y miseria llegaban a principios de 1918, las noticias de la triunfante Revolución Rusa y las continuas huelgas en Alemania, Italia, Gran Bretaña y otros países europeos. La Primera Guerra Mundial había desembocado en profundos conflictos sociales en Europa y en todo el mundo. Los obreros vivían momentos de profunda agitación y rebeldía.
Según Julio Godio, autor de La Semana Trágica de enero de 1919 ciertos círculos de las fracciones de las clases dominantes percibían que la situación revolucionaria europea influiría directamente en la Argentina, especialmente por la existencia de una gran masa de trabajadores extranjeros. Godio y Rouquié vuelven a coincidir en que, en la presente situación, la clase dominante esperaba un gobierno que mostrara la mayor firmeza con respecto a los “agitadores extranjeros” y a eventuales “complots bolcheviques”.
Ahora bien, la actitud de Yrigoyen era a la vez confusa en el plano social y muy clara desde el punto de vista político. Su conducta frente a los conflictos sociales estaba lejos de responder a las expectativas de los sectores poderosos.
Por otro lado, los grandes industriales nativos y extranjeros se resistían a conceder las mejoras exigidas por los obreros. Más aún, en 1918, se había organizado la Asociación del Trabajo, organización patronal que se preocupaba centralmente de romper por diversos medios cualquier intento huelguístico.
Nacimiento del movimiento obrero
En 1872 se fundó en Buenos Aires una sección de la Asociación Internacional de Trabajadores o Primera Internacional, fundada por Carlos Marx y Federico Engels, que tuvo también una filial en Córdoba. Quince años después, en 1887 se fundó La Fraternidad, agrupando a maquinistas y foguistas de locomotoras. Estos eran los inicios de un verdadero movimiento obrero, aún incipiente. Fue la etapa del surgimiento de las primeras industrias de cierta importancia y de la existencia de una clase obrera propiamente dicha.
En 1890 se fundó la Federación de Trabajadores de la Región Argentina. La Federación realizó dos Congresos, y finalmente se disolvió en 1892, en medio de grandes dificultades para la clase obrera que soportaba el peso de la crisis económica de 1890. El 25 de mayo de 1901 se creó la Federación Obrera Argentina. Anarquistas y socialistas rivalizaron en su seno. Los primeros propugnaban la acción directa, la huelga general y la lucha por la desaparición del estado. Las diferencias entre ambos no tardarían en eclosionar, dividiendo la reciente Federación. En ese mismo año se constituyó la Unión General de Trabajadores. Pero esta nueva entidad se concretaría a partir de la escisión de la FOA. Los socialistas sostenían la necesidad de que los obreros se ocuparan de la política y apoyaran a los partidos obreros.
El comienzo del siglo estuvo marcado por un importante movimiento huelguístico, así como por la dura represión del gobierno. El predominio de los anarquistas fue un distintivo de esa etapa. En 1902 se aplicó por primera vez el estado de sitio y ese mismo año se propugnó la Ley de Residencia, por la cual se autorizó al Poder Ejecutivo a expulsar a todo extranjero cuya conducta fuera considerada peligrosa para la seguridad nacional o el orden público. Esta ley, que según José Panettieri fue dictada con apresuramiento, producto de una pasión exacerbada por las circunstancias que se vivían, no hizo más que agravar el problema social. El resultado se tradujo en nuevos conflictos y en mayor violencia.
En tanto, había surgido una nueva corriente: los sindicalistas. Negando la actividad política y la salida electoral, centraban sus planteos en la lucha por las reivindicaciones económicas; su ideología estaba impregnada por las ideas de Sorel. Esta tendencia sindicalista, que comenzara a bosquejarse desde los comienzos de la Segunda Internacional en Europa, y que luego tomara impulso, especialmente en Francia, tuvo su reflejo en nuestro país a comienzos de este siglo.
Es precisamente en el tercer Congreso de la Unión General de Trabajadores, iniciado en Buenos Aires en 1905, donde se definió la concepción sindicalista. De acuerdo a ella, los sindicatos debían tener una misión concreta: la defensa de los intereses y derechos de la clase trabajadora. Era indispensable, por lo tanto, que las organizaciones no se adhirieran oficialmente a ninguna tendencia política, dando libertad a sus afiliados para que, individualmente, integrasen grupos, sectas o partidos de sus preferencias.
Consecuentemente con esos propósitos se aprobó un pacto de solidaridad entre la UGT y la FORA, con el confesado propósito de atenuar en lo posible la lucha entre socialistas y anarquistas, que impedían la unidad obrera.
En 1906 se marcó el comienzo de la dirección sindicalista en la UGT. Esta dirección sindicalista estaba mucho más cerca, en el concepto de la huelga general, de los anarquistas de la FORA. Ambos coincidían en la oposición a la tesis marxista de la necesidad del partido político de la clase obrera. También anarco-sindicalistas y sindicalistas coincidían en el papel de las huelgas: para unos y otros cada huelga despertaba la conciencia obrera, cada una ponía en tela de juicio al sistema social en su conjunto. Anarquistas y sindicalistas tenían un enemigo común en el movimiento obrero: el Partido Socialista.
A partir de 1909, una parte del anarco-sindicalismo encabezada por Senra Pacheco, comenzó a coordinar sus acciones con los sindicalistas. Pero se mantenían en distintas organizaciones. Los primeros en la FORA y los segundos en la Confederación Obrera Regional Argentina (en 1909 desaparece la UGT al integrarse con varias sociedades autónomas en la CORA). Había sin embargo un punto en el que la mayoría de los anarquistas se oponían frontalmente a los sindicalistas: era la cuestión de la neutralidad de los sindicatos.
Era evidente que ya en 1910 la organización obrera no era la potencia de 1904 “cuando era considerada como la primera del mundo”.
Es necesario reconocer cuanto significó el movimiento anarquista como fuerza de choque para resquebrajar la resistencia gubernativa y permitir que el esfuerzo socialista en el Parlamento lograra ciertas conquistas sociales.
En 1910 se acercaba la fecha del centenario de la revolución de mayo. El gobierno preparó los festejos; el movimiento obrero se dispuso a reclamar por la derogación de la Ley de Residencia y la libertad de los detenidos por cuestiones sociales. Se comentaba que los anarquistas estaban dispuestos a declarar una huelga general, paro que los socialistas no creían oportuno, pese a lo cual se los sindicó también como organizadores del mismo.
Se apelaba al patriotismo para evitar un conflicto que, por lo inoportuno del momento, resultaba desagradable a la clase dirigente. Y a ese llamado respondió el chauvinismo; bandas armadas de patrioteros, integradas en su mayoría por gente adinerada, atacaron al diario anarquista La Protesta, destruyendo su imprenta y prendiendo fuego sus instalaciones; igual suerte corrieron La Batalla y La Vanguardia, como así también algunos locales obreros. El gobierno decretó el estado de sitio. Frente a esto, la detención de muchos militantes de significación y la destrucción de locales obreros y órganos de prensa, la huelga general careció de fuerza. La FORA decidió levantarla.
El 26 de junio de ese mismo año, pocos instantes después de haber comenzado la función, debajo de una butaca desocupada del teatro Colón, estalló una bomba. Al día siguiente, precipitadamente, como en oportunidad de dictarse la Ley de Residencia, se sancionó la Ley de Defensa Social. Mediante ésta se prohibía la entrada al país, además de a quienes hubieran cumplido condenas por delitos comunes, a los anarquistas y demás personas que preconizaran o profesaran el ataque por cualquier medio de fuerza o violencia contra los funcionarios públicos o los gobiernos en general o contra las instituciones de la sociedad. Así también a todos los que hubieran sido expulsados de la República, en tanto no se derogara la orden de expulsión.
Ese incidente puede tomarse como un ejemplo de los enfrentamientos entre la clase poderosa y los obreros. Otro movimiento de ese tipo, aunque mucho más importante en la historia de la clase obrera, fue el que se dio en la semana del 7 al 14 de enero de 1919, llamado la Semana Trágica.
Si bien la violencia de las fuerzas del orden amortiguaron el impulso del movimiento obrero, y por cierto que lo debilitaron, no por ello resultó ser la solución al problema social que provocaba los conflictos y trastornaba la vida económica de la nación.
Otro nuevo intento de fusión del movimiento obrero lo constituye un congreso celebrado por la CORA en 1914. Tal unión se concretó con la disolución de la CORA y el ingreso de todos los sindicatos en la FORA. El Consejo Federal de ésta aceptó la incorporación de los sindicatos autónomos y de los confederados en la organización disuelta y convocó al noveno congreso de la Federación para abril de 1915.
Allí se planteó la discusión; los anarquistas del quinto congreso no querían renunciar a la finalidad de la organización: recomendación de practicar el comunismo anárquico. Pero la mayoría aprobó el dictamen de la comisión, mediante el cual “la FORA no se pronuncia oficialmente partidaria ni aconseja la adopción de sistemas filosóficos ni ideologías determinadas”. Nuevamente dos federaciones la del noveno y la del quinto congreso (sindicalista y anarquista respectivamente) se enfrentaron, debilitando con su actitud al movimiento obrero.
La huelga de Vasena
El 2 de diciembre de 1918 unos 2500 obreros de la importante empresa metalúrgica se declaraban en huelga. Exigían aumentos de salario (entre un 20 y un 40 %), jornadas de ocho horas, primas para el trabajo en domingos y horas extras, abolición del trabajo a destajo y reincorporación de los compañeros despedidos a causa de sus actividades gremiales. Los directivos no recibieron a la comisión de huelga e hicieron caso omiso de los escritos que les enviaron, procediendo en cambio a contratar algunos crumiros con los que lograron mantener cierta actividad en los talleres. Para evitar que los interceptaran los huelguistas, los proveyeron de armas, y reclutaron además numerosos matones para “proteger los bienes de la empresa”. Entre esos elementos y los huelguistas se suscitaron incidentes cada vez más frecuentes y violentos, sobre todo en el trayecto recorrido por los carros que transportaban materiales desde los depósitos ubicados en Santo Domingo y Pipirí hasta los talleres de Cochabamba y Rioja.
Presionado por los influyentes empresarios, el gobierno proporcionó fuerzas policiales para custodiar esos convoyes y en uno de los habituales tiroteos murió un cabo de policía. “Las restricciones y prohibiciones a la policía para proceder con energía aún en el caso de ser injuriada o atacada a pedradas, y la conducta insolentemente provocativa de los especulativos turiferarios del obrerismo -opina un funcionario policial de aquella época- fueron engendrando un fuerte encono y una cólera sorda en los hombres de la repartición, que se desbordó en la Semana Trágica, implacable, inexorable, vengativa”.
El factor detonante: Los sucesos del 7 de enero de 1919
Los Talleres Metalúrgicos Pedro Vasena constituían una de las empresas más importantes del país, la parte principal de su paquete accionario estaba en manos del capital británico que se había asociado con Pedro Vasena a principios de la segunda década de este siglo. Empleaba unas dos mil quinientas personas, entre obreros y empleados.
El día 7 de enero de 1919, a las 16 horas, marchaban hacia los depósitos de la empresa, seis chatas en busca de materias primas para la planta industrializadora. Las chatas, conducidas por rompehuelgas, contratadas para la empresa por la Asociación del Trabajo, eran acompañadas por la policía. Cuando estas se acercaron a la Avenida Alcorta y Pepirí un grupo de obreros huelguistas, acompañado de mujeres y niños, intentaron pacíficamente detener a los “crumiros”, pero éstos no se detuvieron. Entonces los obreros comenzaron a tirarles piedras y maderas. En defensa de aquellos acudió la policía que custodiaba las chatas y cargó contra hombres, mujeres y niños. Varios policías dispararon sus fusiles. Dos horas después había terminado la refriega: en el suelo había cuatro obreros muertos, uno de ellos de un sablazo en la cabeza, y más de treinta heridos, algunos de los cuales fallecieron después.
El hecho indignó a los obreros metalúrgicos: la Comisión Administradora de la Sociedad de Resistencia Metalúrgica lanza la huelga general en todo el gremio. Los obreros marítimos, que se encontraban también en huelga, apoyaron a sus compañeros metalúrgicos.
Los sucesos del día 7 pasaron casi inadvertidos para la gran prensa. Tampoco el gobierno les dio inicialmente gran importancia. Sin embargo, este asesinato de obreros actuaría como el factor detonante que desataría las fuerzas revolucionarias de una clase socialmente sumergida y marginada de los asuntos políticos en el país. Daría lugar, para Julio Godio, a la huelga general obrera más importante hasta esa fecha; una huelga que superó los marcos tradicionales de la acción reivindicativa y que por ello dio lugar a violentos enfrentamientos entre los obreros y las fuerzas represivas.
Como mencionamos anteriormente, estos acontecimientos encontraron al movimiento obrero dividido: dos centrales obreras existían en el país: la FORA del IXº y la FORA del Vº.
Ambas líneas operaban sobre un verdadero “polvorín”, es decir, sobre una clase obrera brutalmente explotada, pero al mismo tiempo organizada e influida por la situación revolucionaria en Europa. Los anarquistas de la FORA del Vº, si bien habían perdido posiciones en el movimiento sindical y eran minoría, todavía controlaban totalmente una asociación obrera muy importante, la Asociación Obrera Marítima y otras.
Los primeros en lanzar la consigna de la huelga general, luego de conocidos los sucesos del 7, fueron los anarco-sindicalistas a través de una virulenta declaración publicada el día 8 en las páginas de La Protesta, el diario anarquista de la FORA del Vº. Por la noche, también la FORA del IXº lanzó la huelga general. La fecha fijada por ambas organizaciones fue el día 9, día en que se realizaría el sepelio de las víctimas.
En la reunión celebrada el día 8 por la FORA del IXº hubo tres posiciones en cuanto a los objetivos de la huelga, una sostenida por la dirección de la central, otra por los ferroviarios y otra por el sindicato del calzado. La primera fue la que triunfó. Para el autor de La Semana Trágica de enero de 1919, la dirección de la FORA del IXº se proponía limitar al máximo los objetivos de la huelga general para mantenerla dentro de un marco reivindicativo que permitiese la negociación con el gobierno y la empresa. Puede suponerse que la dirección de la FORA del IXº, ante el creciente descontento obrero, ante la evidente predisposición de una parte considerable de los obreros a lanzarse a una lucha verdaderamente anticapitalista, estuviese preocupada por la posible transformación de la huelga pacífica en violenta. El llamado de los anarquistas, muchos de los cuales estaban entusiasmados por la Revolución Rusa, indicaba también qué fuerzas organizadas podían incidir en tal sentido.
De allí que la dirección de la FORA del IXº se esforzase por limitar la huelga general a un día y a dos puntos el programa reivindicativo: el primero, solucionar el conflicto en la empresa Vasena satisfaciendo el pliego de reivindicaciones obreras y el segundo, obtener la libertad de todos los presos por cuestiones sindicales.
Paro general: comienza la violencia
El día 9 desde muy temprano, grupos de huelguistas se lanzaron a las calles, a los barrios y a las puertas de las principales empresas para garantizar el paro, el cual también afectó a los empleados de comercio. Algunos de ellos se adhirieron por solidaridad con los obreros y otros por temor a represalias.
Las formas violentas de lucha obrera se manifestaron desde la mañana: en distintas zonas de la ciudad se voltearon tranvías y se echaron abajo cables de electricidad. La Capital quedó prácticamente paralizada.
Desde la mañana, los huelguistas bloquearon la planta de la empresa Vasena. Se formaron barricadas en diferentes calles. Se percibía claramente que una parte considerable de la clase obrera, la más avanzada política e ideológicamente, no concebía esta huelga sólo como jornada de protesta por la muerte de los huelguistas, sino que estaba dispuesta a emprender acciones vigorosas, de emprender una lucha decidida contra la explotación capitalista. Según Godio, es probable que los anarquistas intentasen transformar el cortejo en una manifestación contra el “sistema capitalista” y que pensasen que era el punto de partida para lanzarse a la lucha de la “revolución social”. Un indicio de esta posible actitud reside en que pequeños grupos se iban escindiendo de la manifestación cuando ésta pasaba frente a una armería, entonces las asaltaban y retiraban armas. Aunque no hubo pillaje de ningún tipo, sino que las armas eran utilizadas para la huelga general.
El cortejo llegó al cementerio y allí se produjo la gran masacre. Mientras hablaba un delegado de la FORA del IXº, la policía y los bomberos armados, atrincherados en los murallones balearon impunemente a la multitud. Los grupos obreros de autodefensa respondieron.
Decenas de tiroteos se produjeron en distintos barrios. Un destacamento del Regimiento 3 de Infantería reprimió a los obreros.
La intervención del ejército había sido prevista por el presidente Hipólito Yrigoyen para el caso de que la violencia superase a la policía.
La prensa oficial registró más de cuarenta muertos y varios centenares de heridos, mientras que la prensa obrera hizo ascender los caídos a más de cien personas y cuatrocientos heridos en el día 9. En esas jornadas no hubo bajas entre las fuerzas policiales y militares.
La negociación entre la FORA del IXº y el gobierno
La política de Yrigoyen frente a la huelga tenía dos aspectos: por un lado, utilizar la fuerza pública al máximo si los hechos lo requerían; pero, por otro lado, intentaba ganar aliados en el campo sindical, para llegar a un acuerdo con una parte de los sindicatos, aislando a los anarquistas. Este aliado potencial era la FORA del IXº.
El poder Ejecutivo no vaciló en aplicar las medidas necesarias para conseguir sus objetivos: hizo entrar en la ciudad algunos regimientos “preventivos”, aumentó los sueldos de la tropa policial en un 20 % y el mismo día 9 encargó al doctor Elpidio González que estableciera contactos con los dirigentes de la FORA del IXº.
El poder Ejecutivo estaba dispuesto a presionar sobre la empresa Vasena para que accediese al petitorio obrero y también a liberar a los presos gremiales, “sin proceso”.
Sin embargo, para Godio, no debe confundirse moderación con debilidad. Las simpatías del Ejecutivo por los obreros son bien conocidas y están probadas con hechos consecutivos. Pero jamás el presidente de los argentinos cedería a la sugestión amenazante de turbas desorbitadas que quisieran sustituir su voluntad al juego libre de las leyes que rigen la actividad social.
Yrigoyen adoptó dos medidas. La primera consistió en proceder a la distribución de efectivos militares en la ciudad. La segunda, en citar a Pedro Vasena en la Casa Rosada. Reprimir a los huelguistas y hacer retroceder al “incivilizado” patrón, resumía la táctica del gobierno para enfrentar y resolver la compleja situación política.
El presidente presionó al industrial. Era una necesidad para el gobierno y hasta para la propia clase capitalista el ceder ante los obreros metalúrgicos en el tema de una huelga que presentaba formas embrionarias de lucha armada. Pedro Vasena accedió a conceder las peticiones de los obreros.
Discusiones en torno al fin de la huelga
La FORA del IXº, luego de haber comprobado que el gobierno había cumplido con sus promesas, resolvió levantar la huelga. Pero comenzaba entonces una feroz lucha entre la FORA del IXº y la del Vº : los primeros estaban por terminar el conflicto por su línea sindicalista - economista, los segundos por profundizar la huelga. A la primera posición se sumaron el Partido Socialista y el Partido Socialista Argentino. Pero la posición adoptada por la FORA del IXº no correspondía al pensamiento de la mayoría de los trabajadores que se habían dado cuenta de la fuerza que tenían como clase para imponer sus peticiones a través de la huelga general, y no eran pocos los que creían que se avecinaba la revolución social.
Otro factor que incidía en contra de la resolución de la FORA del IXº era la generalización del conflicto al interior del país, dado que tanto una como otra central obrera habían resulto impulsar la huelga general en otras ciudades y en regiones agrarias de Buenos Aires donde pesaba el obrero rural.
En consecuencia, la resolución de la FORA del IXº no fue acatada, incluso por obreros organizados en esta central. En tanto, los anarquistas se lanzaban a nuevas acciones que comenzaron con pequeños grupos armados que se acercaron hasta distintas comisarías produciéndose largos tiroteos. Pero ninguno de estos ataques logró éxito.
La empresa había concedido a los obreros las siguientes mejoras: jornadas de ocho horas, mejoras salariales, aumento sobre los jornales abonados por horas extras o trabajo en días feriados, se abolía el trabajo a destajo y se reponía a todos los obreros cesantes. El gobierno se comprometía a liberar a los presos y mantenerse neutral en el conflicto entre los obreros portuarios (que también estaban en huelga) y las empresas exportadoras - importadoras.
Pero a pesar de que la prensa publicaba la noticia de que se daba por terminada la huelga, ésta continuaría. El día 11 solo volvieron a sus tareas los obreros de los frigoríficos. El paro general continuaba y se extendía al interior. Pero la burguesía deseaba que terminase la pesadilla de los tiroteos y la amenaza de guerra civil. En el campo nadie apoyaba a los huelguistas de los centros industriales. El movimiento estaba aislado. Ese mismo día, los grupos armados de la futura Liga Patriótica se lanzaron a la persecución de los judíos. Esta persecución originó incluso enfrentamientos entre algunos comisarios y miembros de los Defensores del Orden. Tal situación preocupaba a los comisarios que habían entregado armas a los civiles, que ahora actuaban por las suyas.
Todos los diarios empujaban a la represión contra el anarquismo. Al intensificarse ésta y al carecer la huelga de objetivos claros, comenzó a cundir la confusión entre los obreros. Así, diversas organizaciones presionaban sobre éstos para dar por finalizado el paro. La FORA del IXº y el Partido Socialista llamaban a levantar el paro general, pues los objetivos del movimiento se habían cumplido. Los anarquistas comenzaron a dispersarse. Poco a poco se fue normalizando la situación en la Capital y en el interior. El día 13 la mayoría de los obreros trabajaban.
Las persecuciones
La opinión de Julio Godio es que se asesinó a obreros, mujeres y niños sin ninguna contemplación. Pero no sólo hubo eso. A partir de los días 10 y 11 comenzó una verdadera caza de dirigentes de la huelga. Los anarquistas fueron los principales blancos de la policía y de la Liga Patriótica, pero también fueron detenidos y apaleados judíos, rusos, polacos, alemanes, etc., es decir, todos aquellos extranjeros factibles de ser “maximalistas”.
Los asesinatos, detenciones y progroms no fueron los únicos actos represivos. Hubieron también actos terroristas contra los locales e imprentas de los anarquistas, socialistas y sindicalistas. Si bien los socialistas y sindicalistas “se lavaron las manos” por los actos terroristas contra los anarquistas, tuvieron que salir a enfrentarlos porque ellos, aunque en menor grado, también los sufrieron.
La Liga Patriótica
Su nacimiento data del 10 de enero. Ese día, en el Centro Naval, bajo la dirección del Almirante Domeq García, se organizaron grupos terroristas de derecha con el nombre de “Defensores del Orden”. El temor de que el gobierno radical no fuese lo suficientemente drástico para reprimir a los huelguistas, movió a las personalidades pertenecientes a la “elite” a crear una organización capaz de actuar con decisión, colaborando estrechamente con la Policía y el Ejército. Se sumaron conservadores, clericales, etc., lo que indica que la coyuntura política polarizaba a las fuerzas sociales en pugna, y al mismo tiempo era un índice del alto grado de homogeneización de la clase alta, que reaccionó con suma rapidez y decisión ante los graves sucesos. Como afirma Julio Godio, fue el peligro de la revolución social lo que aglutinó a estas personas, cobijadas bajo un abstracto principio de “defensa de la nacionalidad”.
Un rasgo peculiar de la Liga Patriótica reside en que no fue sólo iniciativa de personalidades aisladas. Fue también producto de la confluencia de instituciones que representaban intereses tanto patronales como de la oficialidad de las FFAA. También la apoyó la Iglesia a través de la Unión Democrática Cristiana y el reaccionario Monseñor Miguel De Andrea.
En primer lugar concurrió la Asociación del Trabajo, fundada en 1918 por diferentes asociaciones como la Bolsa de Comercio y la Sociedad Rural Argentina. El gran capital extranjero y el nacional se coaligaban con el fin de contrarrestar la creciente combatividad y espíritu revolucionario de los trabajadores argentinos. La UIA (Unión Industrial Argentina) no participaba formalmente en esta institución, pero sus miembros recurrían a ella permanentemente; un ejemplo de ello era Pedro Vasena, socio fundador.
El día 10, la Asociación del Trabajo convocó a una reunión en la Bolsa de Comercio, en la que se le exigió al Gobierno adoptar medidas severas contra los huelguistas.
Ese mismo día, también se reunió el Comité Nacional de la Juventud, que animaba el escritor radical Ricardo Rojas, y que se oponía, dentro del partido, a la actitud neutralista del gobierno ante la Guerra Mundial. En dicho encuentro se aprobó la asistencia de sus miembros al Centro Naval y se resolvió enviar una nota al jefe de policía, ofreciendo su colaboración con las fuerzas policiales, ya que se creía necesario el apoyo civil para contrarrestar con mayor eficacia la acción subversiva.
Los jóvenes del Comité entraron rápidamente en acción. Había en su seno liberales, nacionalistas oligárquicos y clericales, pero todos actuaban al unísono organizando progroms contra los judíos, baleando obreros y asaltando locales sindicales y partidarios. A eso se dedicaron los días 10, 11 y 12 de enero.
En su origen la Liga Patriótica, reflejaba bien la ambigüedad del yrigoyenismo. No era antigubernamental ni antirradical.
La Liga Patriótica se definía como una “asociación de ciudadanos pacíficos armados” que monta guardia para velar por la sociedad y defenderla de la “peste exótica”. Era antisocialista y xenófoba. Su eslogan era: “Orden y patria”.
Al principio el Gobierno aceptó tan “distinguida” colaboración y los principales diarios la apoyaron abierta o tácitamente. Ahora bien, aunque el Gobierno no haya estado descontento del papel desempeñado por los miembros de la Liga en los sucesos de 1919, no podía aceptar perder el “monopolio de la violencia legítima” en provecho de formaciones paramilitares privadas. Por lo tanto, no podía permanecer indiferente ante las brigadas “patrióticas” de Manuel Carlés, antiguo diputado presidía la Liga. Sobre todo si se tiene en cuenta que la agitación antiobrera no realzaba el prestigio del poder, ni en los medios populares, ni en la buena sociedad o en el Ejército. Es quizás por eso que la Liga Patriótica se distanció poco a poco de Yrigoyen. Mientras seguía proclamando su adhesión a la democracia contra el “peligro rojo”, no tardaría en manifestar su simpatía por los regímenes autoritarios europeos, y en particular por el fascismo italiano.
Sólo después de finalizada la huelga, La Prensa y personalidades conservadoras como Zeballos, atacaron a los “defensores”; es que ahora todo había vuelto a la normalidad. Derrotada la huelga, los Defensores del Orden continuaron su patriótica misión.
Tanto los dueños de las tierras como los industriales y los comerciantes recolectaron dinero para “pagar” a los soldados, policías y marineros a cambio de la masacre realizada en defensa de la propiedad privada. Y lo hacían sin ningún prurito constitucional. Pasaban ellos directamente a financiar las actividades antihuelguísticas de las fuerzas represivas. Los capitalistas como Federico y Alejandro Leloir, Gath y Chaves y Celedonio Pereda colaboraron abiertamente con la Liga.
Los principales bancos, extranjeros y nacionales se apresuraron a abrir cuentas para los suscriptores. La participación de los bancos extranjeros en las suscripciones demostraba hasta qué grado la economía y la política argentina estaban subordinadas a los monopolios internacionales, particularmente británicos.
Por su lado, el gobierno radical nada hizo para impedir semejantes colectas, demostrando una vez más que conciliaba con las iniciativas de los grupos económicos dominantes. Por otra parte, altos personajes del Partido Radical participaron en la primera Comisión promotora de la colecta y base de la futura Liga. Entre ellos se destacaban el general Dellepiane, el radical Leopoldo Melo, Carlos Tornquist y Estanislao Zeballos.
El eje de la línea de la Liga en el futuro, constituiría en golpear centralmente a la clase trabajadora, además de jugar un destacado papel en el golpe de estado que derrocó a Yrigoyen en 1930.
Actores sociales
Los partido obreros
El principal partido obrero en ese momento, era el Socialista. Enfrascado como estaba en la actividad parlamentaria, según Panettieri, bastante aislado de los obreros por su dificultad para comunicarse con ellos; fue tomado por sorpresa por el movimiento. Su actitud inicial frente a la huelga en gestación fue sumamente oportunista; sólo el día 9 resolvió apoyarla. Para la dirección del Partido cada huelga debía apuntalar el trabajo parlamentario y por lo tanto no exceder jamás los moldes del paro pacífico. La violencia obrera endurecía a las clases dominantes, cerrando toda posibilidad al reformismo. Los socialistas quedaban entonces aprisionados entre las fuerzas en pugna sin mayores posibilidades de convertirse en eje de los conflictos.
El evolucionismo de los socialistas sufrió un duro contraste el día 9, cuando la violencia signó el enfrentamiento entre los obreros y los patrones. Según Godio, su preocupación se centró entonces en evitar la perspectiva de una colisión violenta de los obreros con el Estado, un enfrentamiento que afectaba su tradicional concepción de la posibilidad de transformar pacíficamente al Estado de clase en Estado al servicio de todo el pueblo.
En efecto, el día 10, el diario La Vanguardia publicó un largo editorial titulado “Prudencia y sensatez”, que en esencia llamaba tanto a los obreros como al Gobierno a encontrar puntos de acuerdo para impedir que los acontecimientos se desarrollasen a través del enfrentamiento violento.
Ese mismo día, fue profusamente difundida por la prensa una declaración del Comité Ejecutivo del Partido Socialista, donde después de acusar tanto al Gobierno por la represión, como efectuar una velada acusación a los anarquistas, llamaba a cesar la huelga. Salta a la vista que con tal posición era muy difícil que los socialistas pudiesen dirigir el movimiento. Este recién comenzaba y ya los socialistas llamaban a levantar la huelga.
Según los socialistas, el Gobierno aprovechó “algunos actos de violencia aislados y anónimos” para reprimir con violencia a los huelguistas. El Gobierno tenía motivos de sobra para tomar esa actitud: “la anarquía, el desorden y el caos producidos por incontenibles apetitos y ambiciones, amenazaban la existencia misma del partido gubernista en vísperas electorales en la Capital Federal; había que acallarlos y aplazarlos por algún hecho muy grande y grave. Había que debilitar al Partido Socialista, tratando de empujarlo, confundirlo y mezclarlo en movimientos anárquicos desordenados y caóticos, haciéndolo aparecer excesivamente revolucionario ante cierta opinión pública del país”.
Salta a la vista el esfuerzo de los socialistas por buscar una explicación que esté en correspondencia con su línea política. En efecto, tenían obligatoriamente que demostrar que los obreros, por naturaleza, eran pacíficos, no amigos de la violencia. Para los socialistas, sólo la actitud del Gobierno pudo haber desatado semejante lucha social en la Capital Federal y en el interior del país.
Dice Godio: “Resulta totalmente forzado tratar de demostrar que el gobierno “maquiavélicamente” provocó los hechos para aplicar una u otra política. La violencia gubernamental contra los huelguistas lo perjudicaba”.
La actitud de los socialistas, tendiente a lograr los cambios por vía pacífica, pudo verse en lo siguiente: cuando se aprobó el estado de sitio en la Cámara, los socialistas no atinaron a oponerse firmemente desde un ángulo socialista y revolucionario, sino que trataron de especular con las diferencias internas entre los partidos tradicionales, asociaciones patronales, medios de información, etc.
Asimismo, trataron de buscar aliados entre los periódicos y diarios inscriptos en la defensa del sistema social, alertando que el Gobierno no necesitaba el estado de sitio para terminar con los últimos focos de la huelga ferroviaria, sino para “amordazar la prensa que puede hacer luz sobre los aspectos misteriosos de este grave momento”.
Su línea de “educar a la clase obrera en las tradiciones democráticas” llevó a los socialistas a atacar a todo lo que significase “maximalismo”. Una vez terminada la huelga y aplicado el estado de sitio, trataron de aprovechar la difícil situación de los trabajadores para demostrarles que la violencia había sido contraproducente.
La sinuosa línea socialista llevaba potencialmente los gérmenes de su autodestrucción, pero esto se produciría a largo plazo. En efecto, momentáneamente, los socialistas salieron relativamente fortalecidos: lograron en las elecciones parciales de marzo de 1919 un aumento considerable de votos. Es que muchos obreros, descontentos con la línea anarquista, votaron por el partido junto con pequeño-burgueses partidarios de reformas sociales en un clima de paz y democracia formal.
El Partido Socialista Argentino se había formado en 1915 por iniciativa de Alfredo Palacios. Su peso numérico era muy débil. Criticaba al viejo partido por coincidir con las clases dominantes en su ataque a los anarquistas y maximalistas y “repudia el concepto expresado equivocadamente por el viejo partido socialista, para quien los hechos que lamentamos son producidos por intromisión de “factores extraños”, pues ése es el peligroso concepto que determinó la Ley de Residencia”.
El Partido Socialista Argentino acusaba tanto a los diputados socialistas como a todos los integrantes de las Cámaras de haber transformado a las instituciones parlamentarias en algo muerto y ridículo. Agregaba también que era necesario dotar al país de una política socialmente avanzada. Para Godio, la actitud de los socialistas argentinos era claramente oportunista. Se colocaban aparentemente más a la “izquierda” que sus ex compañeros sólo para capitalizar el descontento de muchos obreros socialistas con su dirección. Pero en definitiva coincidían con ésta no sólo programáticamente sino también tácticamente en cuanto a la salida del conflicto, disuelto en marzo de 1919.
El Partido Socialista Internacional había nacido como escisión del Partido Socialista. Las diferencias se trasladaron a la cuestión de la actitud de los socialistas frente a la guerra. El nuevo partido no tenía base de apoyo entre los obreros, pese a la simpatía de muchos trabajadores por la Revolución Rusa; todavía era un partido de base social en la pequeña burguesía radicalizada y núcleos pequeños de obreros socialistas. Tampoco había resuelto una línea que lo diferenciase claramente del socialismo reformista. Su influencia sobre los acontecimientos no fue significativa políticamente. En efecto, si bien adoptó una posición combativa, llamando a los obreros a transformar la huelga en lucha activa en las calles, no logró imprimir una línea diferente a las predominantes y apoyó la resolución de la FORA del IXº Congreso.
Los Anarquistas
Lo primero que debemos recordar es que, durante la huelga, tanto el Gobierno como los conservadores, los “Defensores”, la gran prensa, etc., englobaron a los anarquistas dentro de la denominación “maximalistas”.
En rigor, el término era aplicado en esos años a los bolcheviques y sus seguidores. Aquí, si se hubiese mantenido ese “rigor conceptual” por parte de las clases altas, se debía haber aplicado la definición exclusivamente a los militantes del Partido Socialista Internacional. Pero, según Julio Godio, “las clases altas y sus partidos y órganos de propaganda no estaban tan desacertadas cuando denominaban a nuestros anarco-sindicalistas de la FORA del Vº “maximalistas”. En efecto, no sólo eran partidarios de la lucha por la revolución y adversarios de todo programa mínimo, sino que al mismo tiempo muchos de ellos estaban influidos por la doctrina bolchevique aunque, doctrinariamente nada más lejano que los anarquistas del pensamiento marxista”.
Para los anarquistas, la FORA no era un organismo puramente gremial, sino más bien un brazo organizativo, relativamente amplio, destinado a agrupar a los obreros para la lucha por la anarquía, mientras que el otro brazo -el periódico La Protesta- funcionaba por un lado como difusor de doctrina y por otro fijando desde sus páginas, posiciones para la acción cotidiana.
Cada lucha era, para los anarquistas, un paso hacia la revolución. El objetivo anarquista consistió esencialmente en tratar de transformar lo que ellos denominaron “un levantamiento popular de indignación y protesta contra los bárbaros atropellos policiales”, en “huelga revolucionaria”. La táctica anarquista se centró en cinco aspectos centrales: Primero, la violencia como forma principal de lucha, la única forma de lucha capaz de derrumbar al sistema social. Segundo: la violencia debía ser ejercida por pequeños grupos, dado que pensaban que todavía la masa no estaba en condiciones de accionar como un todo en forma violenta. Esta táctica los aisló prácticamente de la parte más avanzada de los obreros. Tercero: negación por parte de los anarquistas de todo objetivo intermedio, conquistable durante la huelga, que llevase a los obreros a un éxito parcial pues eso significaba “rebajar” los objetivos revolucionarios de la lucha.
El punto fundamental para ellos fue conquistar la libertad de Radowitzky y Barrera, cuya prisión era, para la clase dominante, una necesidad vital para mantener la cohesión del Estado. Cuarto: se oponían a toda política de negociación con el gobierno, temerosos de que esto significase integración en los mecanismos estatales de regulación de los conflictos sociales. Quinto: diferenciación de toda corriente reformista, es decir, polémica desde el comienzo de la huelga contra los sindicalistas y socialistas. La diferenciación entre ellos era práctica (violencia contra pacifismo; intransigencia contra negociación) y teórica (revolución y anarquía contra toda forma de evolucionismo).
Al tercer día de huelga los anarquistas quedaron solos. El centro de persecución estatal y patronal fue dirigido contra ellos y el centro de la polémica interna en el movimiento obrero fue también dirigido contra ellos pues tanto socialistas como sindicalistas los acusaron de servir conscientemente a los fines de la reacción al impulsar una huelga revolucionaria que no tenía perspectivas de triunfo. De allí que, diezmadas sus filas, debieron abordar un conjunto de problemas políticos cuya solución era vital para mantener su influencia sobre los obreros.
En uno de los artículos publicados en La Protesta por los anarquistas se señalaba que una de las causas del estallido de enero había que buscarla en la creciente presión de los intereses ingleses sobre el gobierno argentino por su posición neutralista durante la guerra.
La interpretación de los anarquistas no carecía de audacia, sin embargo, según Julio Godio, salta a la vista que la acusación a los ingleses de ser los causantes de la huelga general carece de fundamento, pues la burguesía monopolista inglesa tenía una larga experiencia con el movimiento obrero en su país; sabía claramente que era jugar con fuego poner en movimiento las fuerzas de la clase obrera, no sólo en su país sino en todo país capitalista.
Aún así, la interpretación anarquista contenía algunos aspectos rescatables. Su teoría era la siguiente: “la Argentina es algo así como una colonia inglesa, en ésta son los obreros los únicos capaces de oponerse a la explotación extranjera, y el gobierno radical trata de cabalgar entre unos y otros para aplicar una política que, insinúan pero no califican, es distinta que la de los Gobiernos oligárquicos anteriores”. Para Julio Godio, el Gobierno era incapaz de romper con los lazos de dependencia, pero estaba interesado en apoyarse en los obreros para forcejear con los intereses extranjeros, por eso, estos intereses estaban interesados en un doble juego: reprimir a los obreros que eran sus más profundos enemigos, y al mismo tiempo debilitar al Gobierno.
Por medio de La Protesta los anarquistas se enfrentaron con los sindicalistas y los socialistas. Por un lado, diciendo que los segundos no tenían la capacidad revolucionaria y la valentía suficientes para encarar decididamente una situación de fuerza, orientando al pueblo hacia la revolución. Por otro lado, refiriéndose tanto a socialistas como a sindicalistas, afirmaban que “ambos negaron, a los dos o tres días, su concurso a la huelga general, tratando de eludir responsabilidades, mientras la FORA del Vº y los anarquistas reafirmábamos el movimiento y asumíamos la actitud que correspondía en esos momentos a todo revolucionario. La defección síndico-socialista provocó la reacción burguesa estatal”.
Según Julio Godio, la posición de los anarquistas era mecanicista. Veían un solo costado del problema, la política de las clases altas, pero no veían la posibilidad objetiva de conquistar una legalidad que, aún precaria, era importante y que, sobre la base de una lucha clasista, podía lograr incluso una legislación más favorable a sus intereses. El esquematismo anarquista daba un amplio campo de maniobra al sindicalismo y al socialismo.
Los anarquistas seguían manejándose con una concepción errónea de lo ilegal en la lucha revolucionaria. En vez de concebir lo ilegal como lo conspirativo, concebían lo ilegal como lo opuesto a la legalidad burguesa. Es así que para ellos cualquier organización reconocida “legalmente” pasaba automáticamente a integrarse en el sistema.
Otra cuestión abordada por La Protesta fue el problema del “culto a la argentinidad”. Luego de finalizada la huelga, distintas fracciones políticas correspondientes a las clases dominantes, y a la gran prensa, comenzaron a insistir en la necesidad de regular la inmigración y restablecer la Ley de Residencia. Se trataba, de “depurar” el país de aquellos extranjeros portadores de ideas revolucionarias, fueran anarquistas o partidarios del bolcheviquismo ruso. La propaganda a favor de dicha Ley de Residencia se puso en funcionamiento sobre la base de una amplia campaña a favor de la “defensa de la argentinidad”. En efecto, cuando La Nación y La Prensa y los partidarios tradicionales hablaban de “nacionalidad” incluían en este concepto a los habitantes (nativos o extranjeros) “pacíficos, laboriosos y respetuosos del orden imperante”; los opuestos a lo nacional eran sólo los extranjeros que actuaban como “agitadores extremistas”. Esta era la concepción predominante entre los intelectuales de la gran burguesía argentina. El culto a la “nacionalidad” de la elite argentina se articulaba sobre las premisas de los “buenos inmigrantes” y los “malos inmigrantes”. Los anarquistas creían que ésta concepción burguesa de lo nacional era muy endeble. Para ellos, la debilidad residía en el hecho de que una parte decisiva de la población era extranjera. Así pasaron a ridiculizar las opiniones de los grandes diarios afirmando que era imposible hablar de “nacionalidad” donde pesaban tanto los extranjeros.
Para Godio, lo que en realidad querían combatir La Nación, La Prensa, y los partidos tradicionales era la posibilidad de una revolución social; en consecuencia utilizaban la idea de nacionalidad para introducir el patrioterismo burgués en las filas de los trabajadores y aislar a los anarquistas de los obreros, a través de la insistente campaña contra los “agentes extranjeros”.
Los Sindicalistas
El sindicalismo revolucionario surgió en Europa a fines del siglo pasado. Apareció en Argentina como tendencia de izquierda, opuesta a la política oficial del Partido Socialista. Los sindicalistas acusaban a la dirección de dicho partido de practicar una política oportunista y reivindicaban el valor primordial de los sindicatos.
En 1905 apareció el primer periódico puramente sindicalista: La Acción Socialista. Este periódico tenía su núcleo de dirección central en los ex socialistas militantes en la UGT, pero también abarcaba a anarquistas militantes en la propia FORA y en sindicatos autónomos.
El sindicalismo se apoyó en una idea central: el papel revolucionario de los sindicatos. Julio Godio opina que esta tesis permitió un acercamiento a los anarquistas puesto que en el orden internacional predominaba en esos años en el anarquismo la idea de que los sindicatos debían convertirse en la “escuela práctica del anarquismo”. Los anarquistas concebían a los sindicatos como organizaciones presididas por la doctrina del comunismo anárquico. Este acento en el papel del sindicato como organizador de la lucha por el anarquismo determinaba que en este surgiera con fuerza lo que luego se denominaría el anarco-sindicalismo.
Los anarquistas vieron con simpatía a la nueva tendencia sindicalista en el movimiento obrero, pero resistían la idea de la neutralidad ideológica de los sindicatos.
Los sindicalistas no solo en teoría sino también en política general carecían de posiciones definidas aunque se decían marxistas. Carecían de un proyecto de país y todo su análisis se centraba en los intereses inmediatos de los obreros. Jamás cuestionaron la esencia de la estructura capitalista-dependiente del país, base y premisa para permitir que la práctica puramente reivindicativa pudiera transformarse en una práctica totalizadora y revolucionaria. Al contrario, estaban impregnados de la ideología librecambista y se definían como antiproteccionista.
Por eso la ideología sindicalista impedía de hecho a los obreros, construir a partir del socialismo un proyecto de Nación que les permitiese convertirse a través de la lucha, en la nueva clase hegemónica nacional.
El embrión reformista que existía en potencia en el sindicalismo, se desarrolló con fuerza a partir del ascenso del radicalismo al poder en 1916. Ahora las condiciones de mayor legalidad del movimiento obrero, las concesiones laborales otorgadas por el nuevo Gobierno burgués-populista, etc., aceleraron más el desarrollo del núcleo teórico reformista existente en la doctrina sindicalista. La vieja idea de que los sindicatos debían operar como instrumentos de lucha revolucionaria opuestos a cualquier táctica obrera de participación parlamentaria, se convirtió ahora en teoría de que los sindicatos debían fortalecerse para actuar como factor de presión sobre el Estado.
La táctica de los sindicalistas durante la huelga general de enero de 1919 correspondió plenamente a sus objetivos estratégicos. La táctica consistió en regular la huelga, de manera de lograr los dos puntos del programa adoptado por la FORA del IXº el día 9. La estrategia de los sindicalistas se reducía a conquistar sucesivas reivindicaciones económicas y políticas que permitiesen al movimiento obrero moverse en un plano similar al de las trade unions inglesas o a los sindicatos franceses.
El gran problema de los sindicalistas fueron los anarquistas de la FORA del Vº. En efecto: por un lado, la contradicción entre los obreros y los patrones, contradicción que se expresaba brutalmente en salarios bajos, jornadas de trabajo agotadoras, falta de derechos sindicales mínimos, etc., era muy aguda. Los obreros argentinos eran estimulados a la huelga por los efectos ideológicos y políticos del fin de la Guerra Mundial y el ascenso del bolcheviquismo al poder en Rusia. La mayoría de los obreros eran inmigrantes o hijos de aquellos, lo que determinaba la gran sensibilidad de los trabajadores a los cambios políticos que se producían en Europa. A su vez la situación nacional se había agravado por la crisis de posguerra, y ésta se desenvolvía en un momento peculiar de la vida política del país, signado por un Gobierno burgués-populista que se autodenominaba a su vez “sepulturero” de un período de dominación oligárquica y por él comienza de un período de “democracia social”. El resquebrajamiento del viejo orden liberal-oligárquico era evidente. Esto a su vez facilitaba la emergencia del movimiento obrero. Por otro lado, esa contradicción sobredeterminada podía conducir a verdaderas explosiones sociales que empalmaban objetivamente más con la táctica anarquista que con el evolucionismo sindicalista.
Por su parte los sindicalistas se pusieron hábilmente a la cabeza del movimiento huelguístico para canalizarla hacia sus objetivos reformistas. Trataban de ocultar su verdadera táctica: reducir al máximo los alcances del conflicto.
La misma noche del día 9, la FORA del IXº entrevistó al jefe de policía, encargado por el Gobierno para iniciar las tratativas. Al lograr, el día 11 por la noche, las reivindicaciones exigidas, el Consejo Federal se apresuró, como hemos visto, a levantar la huelga. Sin embargo, esta resolución no fue aceptada por la masa obrera que, un poco alentada por la FORA del Vº y otro poco por la propia dinámica del paro, continuó la huelga. Julio Godio opina que: “éste fue el momento más difícil para los sindicalistas: Si pudieron capearlo, se debió exclusivamente a la impotencia de los anarquistas para dar continuidad al movimiento pues al economicismo sindicalista los anarquistas oponían su mesianismo congénito, sintetizado ahora en prolongar el movimiento exclusivamente bajo la bandera de la libertad de Radowitzky y Barrera”.
La FORA del IXº tuvo que optar entre continuar el conflicto o lanzarse violentamente contra la FORA del Vº. Hizo lo segundo, con lo cual ayudó objetivamente al Gobierno y a los grupos representativos de las clases dominantes.
El objetivo de la FORA del IXº era aislar a los anarquistas, haciéndose incluso cómplice de acusaciones falsas. La huelga “conquistó” los objetivos que había trazado la FORA del IXº. Para los sindicalistas el movimiento culminó con un triunfo significativo. El contenido principal de la victoria estaba determinado, según una declaración de la FORA del IXº en lo siguiente: “Culminaba en esta forma asaz satisfactoria y positiva la FORA el compromiso solidario, contraído públicamente con los obreros de la Casa Vasena, dado que este recalcitrante capitalista ratificaba en un escrito ante sus obreros las declaraciones hechas al Gobierno”.
El eje de la actitud política de la FORA del IX pasaba por la presión sobre el Estado y los patrones, nunca por impulsar la lucha revolucionaria de los trabajadores. El reformismo sindicalista había sido rebasado por los acontecimientos. Sin embargo, era la única línea capaz de formular una alternativa efectiva a las exigencias reivindicativas de los obreros. De allí que, paradójicamente, el resultado de la huelga favoreció a los sindicalistas y no a los anarquistas. Los primeros pudieron mostrar por lo menos algo que habían conquistado; los segundos sólo pudieron demostrar que con un poco de esfuerzo más se hubiese podido conquistar la anarquía soñada.
El reformismo sindicalista se afianzaba aún más en la Argentina, coyunturalmente favorecido por la existencia de un Gobierno burgués-populista proclive a conceder ciertas reivindicaciones al movimiento obrero que permitiesen tanto el fortalecimiento del reformismo sindical como al mismo tiempo la influencia del propio radicalismo entre los trabajadores.
El Radicalismo
Los actos del gobierno durante la semana fueron la consecuencia inexorable del carácter burgués-populista del régimen.
Naturalmente, el radicalismo pretendía realizar una política de concesiones que facilitase la introducción de prácticas puramente economicistas en el movimiento obrero. El radicalismo buscaba tanto el apoyo de una parte de los obreros como lograr establecer, bajo la acción de las concesiones, mecanismos de subordinación de los sindicatos al Estado.
Para aplicar esta política, el gobierno radical se vio obligado en diversas oportunidades a enfrentar a aquellos industriales que creían que podían resolver las cuestiones obreras sólo por medio de la represión. El eje del comportamiento del Gobierno se movía sobre un sistema social que consideraba inalterable -el capitalismo- pero al cual deseaba extirpar sus aristas más conflictivas.
A fines de 1918, el malestar entre los trabajadores era evidente. Un sector muy importante para la economía del país -el puerto-, estaba paralizado por la huelga marítima. El Gobierno intentaba resolver esto problemas sólo a través de una insistente propaganda, destinada a tratar de demostrar a los trabajadores que quería dar mejoras, pero que no podía hacerlo porque la economía argentina recién comenzaba a recuperar sus niveles de exportación de productos agropecuarios e importación de capitales y manufacturas extranjeras, luego de varios años de dificultades originadas por la Guerra Mundial.
El mismo día 8 de enero, el editorial de La Epoca se refirió a los sucesos del día 7, sólo en forma indirecta, y centralmente trató de demostrar que cualquier huelga fracasaría inevitablemente porque la situación económica del país no permitía dar mejoras sustanciales. En cambio proponía que trabajadores, empresarios y el Estado mancomunaran sus esfuerzos para lograr la recuperación de la economía nacional, base para cualquier programa social.
El Gobierno se mantuvo en esta actitud de tipo pedagógico hasta el día 9. Pero cuando se conocieron los sucesos del día 9, el Gobierno cambió el tono de sus editoriales de La Epoca, que eran escritos por Víctor J. Guillot, luego de entrevistas diarias con el propio Yrigoyen. Estos editoriales guiaban la práctica política del radicalismo.
El editorial del día 10 señalaba que los hechos eran graves; que la responsabilidad era de los anarquistas, y no de los trabajadores. Según el mismo, los trabajadores que habían participado habían cedido a la propaganda anarquista, a la coerción anarquista, pero en realidad también ellos habían sido confundidos. El Gobierno les recordaba a estos trabajadores que no estaba contra todas las huelgas, pero que reprimiría violentamente aquellas que intentasen modificar el orden social: El Ejecutivo -dice el editorial- simpatiza con los obreros, pero no cederá a la coerción.
Una parte significativa del editorial estaba destinada a mostrar a las clases altas que el Gobierno no sería derrumbado por esta huelga, y que, sin ceder tampoco a las presiones de sectores derechistas que intentaran resolver el problema al margen del “derecho”, se mantendría firme y resolvería el conflicto.
Los grandes hechos históricos obligan a las distintas clases y fracciones de clase a adoptar posiciones definidas, a mostrar su verdadera esencia, a defender abiertamente los intereses que representan. En el caso del radicalismo -partido burgués-populista- su actitud no podía ser otra que colocarse en el eje de la defensa de los intereses del capitalismo. Pero, el Gobierno se colocaba en el eje capitalista desde una concepción modernizada de la sociedad argentina. De allí que si bien recurrió a la violencia antiobrera, no olvidó en ningún momento que la ocupación militar de la ciudad debía ser acompañada tanto de tratativas destinadas a llegar a un acuerdo con la FORA del IXº, como de cierto enfrentamiento con los sectores más derechistas de la clase burguesa, incluidas sus expresiones políticas. Si no, quedaría aprisionado entre unos y otros.
Según Godio, el Gobierno operó hacia la FORA del IXº y hacia las fuerzas conservadoras y patronales desde un eje político. Sus medidas fueron las siguientes: en primer lugar, recurrió a la policía y al propio ejército para reprimir a los huelguistas; en segundo lugar, buscó la alianza con el ala moderada del movimiento obrero para restringir los efectos de la huelga y al mismo tiempo fortalecer a un ala reformista dentro del movimiento sindical, como condición básica para la integración del aparato sindical en el Estado; en tercer lugar, presionó abiertamente sobre los patrones, obligando a retroceder al “incivilizado” Vasena, que por “egoísta y miope”, estaba generando un movimiento que podía desembocar en un levantamiento obrero; en cuarto lugar, concedió tanto a los conservadores como al conglomerado de derecha que fue la Liga Patriótica, pero les concedió en aspectos no esenciales, tales como la aprobación del estado de sitio (a los conservadores) o el permiso para operar en las comisarías (a los miembros de los “Defensores”), mientras que logró, temporalmente, que toda la derecha argentina se subordinase al accionar del Poder Ejecutivo, impidiendo así un enfrentamiento de ésta con el Gobierno.
El 13 de enero, cuando la huelga ya agonizaba, La Epoca publicó una editorial que sintetizaba magistralmente los objetivos políticos que guiaron al Gobierno durante los sucesos.
El mismo indicaba a los obreros que la gran lección que debían extraer era que no debían exceder en sus acciones el marco de las simples experiencias reivindicativas ni dejarse guiar por corrientes revolucionarias, si no querían sentir el peso del aparato del Estado.
Pero el editorial no sólo apuntaba contra la izquierda; golpeaba también a los conservadores y a los patrones reacios a los cambios sociales, pues afirmaba que el Gobierno escucharía las sugerencias de la oposición conservadora sobre las causas que motivaron los sucesos, siempre que el conjunto de las clases dominantes comprendiese la necesidad de producir cambios en la sociedad argentina.
Sobre la base de esta línea, el Poder Ejecutivo aplicó el estado de sitio. Su preocupación estuvo destinada a lograr que esa medida sirviese exclusivamente para frenar el movimiento huelguístico, golpeando centralmente a los anarquistas. El Gobierno insistió una y otra vez en que la implantación del estado de sitio nada tenía en común con medidas de este tipo aplicadas en los años del “régimen”, es decir, en épocas de gobiernos conservadores. Sin embargo, le resultaba difícil al Gobierno diferenciarse en sus medidas de las adoptadas por los gobiernos conservadores en este aspecto. Es que enmarcado en una política populista-burguesa debía, al agravarse el problema, recurrir al viejo argumento de las derechas, por el cual, las agitaciones obreras eran consecuencia de la actividad de los “agitadores extranjeros”. En este punto, la política del Gobierno empalmaba con la tradicional política conservadora de separar tajantemente lo que significaba entrada al país de mano de obra para la expansión de la economía agropecuaria de la entrada de extranjeros con experiencias políticas y sindicales, capaces de convertirse en líderes obreros. Naturalmente, resultaba muy complejo al Gobierno demostrar, como ya lo habían indicado los anarquistas, que era en concreto esa “nacionalidad” que defendía con tanto ardor junto con la Liga Patriótica, pues su idea de “nacionalidad” se reducía en la práctica a todo lo que se adaptase al status quo, y lo “antinacional” a todo lo que resistiese e intentase cambiar el sistema social argentino. Naturalmente, los proyectos de nación no eran los mismos para radicales y conservadores, pero ambos disputaban sus diferencias desde un mismo eje: el mantenimiento del capitalismo dependiente en Argentina.
El Gobierno siempre vio en la aplicación del estado de sitio una medida de doble filo. Por un lado, lo llevaba a enfrentarse con los sindicalistas y socialistas; esto lo resolvió adecuando el carácter de la represión, limitando su alcance y permitiendo a sindicalistas y socialistas continuar sus actividades. Pero por otro, percibía que era en cierta forma una sujeción del Gobierno a las fuerzas opositoras de derecha. Y así ocurrió: Godio pina que, al aplicar el estado de sitio, el Gobierno cedió ante la presión de conservadores, la gran prensa, grupos internos del radicalismo, etc., y esto naturalmente iba a ser utilizado por fuerzas que iban coincidiendo en política contra el Gobierno y que años más tarde, de uno u otro campo, arremeterían frontalmente contra el yrigoyenismo. En audaz maniobra, los conservadores y una parte de los propios radicales (los que formarían luego la corriente antipersonalista) se negaron a convalidar en la Cámara de Senadores la implantación del estado de sitio, colocando al Gobierno en una situación incómoda, pues aparecía, objetivamente, ante la opinión pública, como empeñado en aplicar el estado de sitio más para mantener su imagen de “poder efectivo” que por necesidad estatal, puesto que el país había entrado en la normalidad. El Gobierno, acosado ahora tanto por los conservadores como por el diario de esta tendencia, La Nación, se vio obligado a librar una batalla explicando que en realidad no necesitaba el estado de sitio pero que tampoco podía aceptar que se maniobrase contra su aplicación desde la oposición sólo para deteriorar la imagen del Gobierno.
Por su parte, los radicales partían de una posición distinta de la de los conservadores frente al problema huelguístico. No reducían la cuestión a la simple introducción de elementos extranjeros revolucionarios y reconocían la existencia objetiva de los conflictos de clase. Pero, coincidiendo con los conservadores reafirmaban que inexorablemente recurrirían a los instrumentos legales institucionalizados durante el “régimen” contra los extranjeros peligrosos. Los radicales no podían separarse en esto de los conservadores, por cuanto coincidían en mantener el modo de producción capitalista. Que el Gobierno estuviese ahora en manos de fracciones de la burguesía proclives a aplicar cierto programa nacionalista y populista, no implicaba, naturalmente, que ese Gobierno permaneciese impasible o aceptase la subversión del orden social, el reemplazo del modo de producción capitalista.
El gobierno radical mostró durante el acontecimiento una gran decisión en cuanto a la utilización del ejército como principal aparato represivo. No recurrió a él sino cuando fue evidente que la policía no podría, por sí sola, frenar el proceso.
El Gobierno sabía que la utilización del Ejército era un arma de doble filo. Sabía que por un lado atemorizaría a los huelguistas, liquidaría ciertos focos de violencia -y así ocurrió-; pero al mismo tiempo mostraría también su impotencia para resolver los conflictos sociales y la necesidad de utilizar el último recurso del Estado. Por eso, Yrigoyen y su grupo subordinaron el accionar del ejército a sus objetivos, no permitiendo que desde los mandos se objetase su política de negociación con la FORA del IXº.
La del radicalismo era una política global para el país. Estaba específicamente dirigida al problema de los trabajadores, tenía como eje lograr el fortalecimiento de corrientes reformistas, en particular el sindicalismo, lo que a su vez facilitaba la incorporación de obreros al propio partido radical a través del pasaje posible de una práctica puramente reivindicativa, a una práctica política encuadrada en los esquemas del movimiento populista radical.
El partido gobernante, bajo la hegemonía del ala yrigoyenista, demostró durante los sucesos que estaba dispuesto a enfrentar a la patronal para hacerla recapacitar.
Por otro lado, el Gobierno operó hábilmente frente a la ultraderecha durante la huelga. Al mismo tiempo que enfrentaba a Vasena, no desautorizó el reagrupamiento de las clases altas en los inicialmente Defensores del Orden y luego Liga Patriótica.
Julio Godio afirma que: “Esta política pendular hacia las clases altas respondía a la naturaleza de clase del radicalismo y a su proyecto de Nación: formaba parte del sistema, pero quería modificarlo realizando una política interior y exterior de signo nacional-populista”.
Los Conservadores
Los conservadores no constituían un partido único nacional. En 1919, las fuerzas conservadoras actuaban bajo dos polos provinciales de atracción: por un lado, los conservadores de la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal, organizados bajo la nomenclatura de Partido Conservador; por otro lado, los conservadores de la provincia de Santa Fe, organizados con el nombre de Partido Demócrata Progresista. Estos eran los principales nucleamientos conservadores, con prolongaciones en otras provincias.
Pese a la derrota electoral que sufrieron los conservadores frente a los radicales en 1916, sus agrupamientos políticos mantuvieron su poder efectivo, basado tanto en la permanencia de las relaciones de producción como en el tipo de Estado que se había conformado a partir de 1880, es decir un Estado de tipo liberal terrateniente. El carácter del Estado no se había modificado: los conservadores seguían teniendo una influencia decisiva sobre el aparato administrativo-militar.
Sin embargo, los conservadores temían que el radicalismo fuese un puente de ruptura de la sociedad tradicional. Les preocupaba particularmente que las modificaciones superestructurales facilitasen la emergencia y organización de clases y fracciones de clases interesadas en cambios estructurales profundos.
Por eso, cuando se inició la gran huelga, la posición de los conservadores fue clara y determinante. Los diputados conservadores, señalaron que la principal responsabilidad la tenía el Gobierno, al permitir el libre movimiento de los anarquistas. La exigencia de los conservadores de presentación del ministro del Interior en la Cámara -exigencia vehemente durante los debates del día 8- respondía a la táctica de obligar al Ejecutivo a tener en cuenta al Poder Legislativo en el cual los radicales eran minoría. Esta táctica respondía a un objetivo político para los conservadores, y éste era el de lograr controlar el accionar del Gobierno. Y ahora, durante la huelga, más aún, porque los conservadores exigían ante todo la represión al movimiento huelguístico, exigían seguridades de que la huelga iba a ser derrotada por la acción del Estado.
Los conservadores no estaban seguros de que el Gobierno actuase de manera firme. Su táctica se orientó por eso principalmente a lograr empujar al Poder Ejecutivo a abandonar su línea de concesiones al movimiento obrero. Al mismo tiempo, no vacilaron en afirmar públicamente que no se ataban al régimen constitucional, sino que impulsarían toda forma de organización de las derechas, al margen del Gobierno, parar reprimir en forma directa a los huelguistas y salvar al sistema de un posible derrumbe.
La continuidad del tipo de Estado conformado en Argentina: tal era, según Julio Godio, la gran preocupación conservadora. Lo primero que había que hacer entonces era reprimir a los maximalistas para luego buscar formas de alianza con las corrientes moderadas: para ello había que recurrir a la violencia, a la aplicación plena de la legislación represiva. Los radicales, en cambio, trataban de caminar con ambas alternativas simultáneamente pues había en ello un proyecto de Nación diferente al tradicional.
Los conservadores no estaban dispuestos a aceptar una legislación del trabajo avanzada. Ellos eran el pasado del país, pero ese pasado era todavía su presente. Como dijimos anteriormente, su capacidad de decisión estaba intacta; lo demuestra la velocidad y claridad con que actuaron durante el conflicto; y si bien no lograron quebrar la política del gobierno radical en lo que se refiere a sus alianzas con el sindicalismo, lograron sí constituirse en polo de decisión en el Congreso; la implantación del estado de sitio fue una concesión significativa que arrancaron al Gobierno.
La gran debilidad de los conservadores es que operaban sobre una nueva correlación de clases en el país. Eso sí era irreversible, y de allí que la huelga tuvo un resultado diferente al que conservadores anhelaban. La “chusma”, el “populacho” fue derrotado, la violencia contrarrevolucionaria triunfó, pero también la empresa Vasena tuvo que conceder para frenar el movimiento, con lo cual se reconoció en el país que también las opiniones de los patrones era materia de decisión estatal y que los obreros podían exigirles cuentas.
Según E. S. Zeballos, viejo conservador, hubo desde el Gobierno un “estímulo oficial de la impunidad”, sin embargo, para Julio Godio, la situación fue diferente y la formulación de Zeballos pecó de imparcialidad. Lo que el Gobierno subestimó fue la situación explosiva existente en la clase obrera y la capacidad de los anarquistas para constituirse en vanguardia efectiva. El Gobierno fue sorprendido por los acontecimientos; pero se repuso y su táctica de reprimir y negociar, de aislar a los anarquistas y atraer a los sindicalistas resultó al fin exitosa. Por otro lado, Zeballos también le criticó al Gobierno el hecho de haber recibido a la FORA del IX º Congreso, ya que según él: las concesiones a los trabajadores no hacen más que envalentonarlos. Para este ex ministro conservador sólo la violencia podía resolver la cuestión. Otra cosa que preocupaba a Zeballos era la participación de niños durante la huelga. Según Julio Godio, su preocupación era legítima. En efecto, dice el autor, lo que percibe Zeballos es la ruptura del consenso ejercido por la oligarquía burguesa terrateniente durante décadas: ruptura del consenso que se transmite en el hogar obrero hasta los niños y los lanza a la lucha política. Para Zeballos, esta ruptura del consenso, en la esfera específica de la niñez, ha sido posible por la política radical de fomentar una enseñanza que ha olvidado transmitir sistemáticamente la cultura de la élite dirigente, de una enseñanza que no selecciona cuidadosamente las ideas a transmitir y que admite la coexistencia de ideas opuestas a las tradicionales.
Otro tema sobre el que toma posición Zeballos es el que se refiere a la Liga Patriótica: no es menos deplorable, afirma el ex ministro, el espectáculo de los sportmen, que se lanzaron a las calles movidos de noble patriotismo, a realizar la defensa social, ocupando el lugar y desempeñando las funciones de los Poderes Públicos. La crítica a la Liga responde a la seguridad que Zeballos manifestaba en cuanto a la vitalidad de las instituciones estatales. Ellas, sostenía, debían ser las únicas que se encargasen de suprimir los conflictos sociales.
También Zeballos criticaba lo que se llamó “abusos de autoridad”, acusando a la policía de actuar con demasiada violencia. Zeballos finalizaba su artículo afirmando que en la Argentina no faltaban hombres para corregir el signo negativo de la situación política y social, sino que esos hombres existían, pero estaban solos. Muy seguro de sí mismo afirmaba que no faltaban hombres: “Falta PUEBLO”.
La Gran Prensa
La Gran Prensa siempre fue un factor de poder. La Nación y La Prensa, eran los editoriales que, junto con La Epoca, tenían mayor gravitación en esos años.
La Nación sostenía opiniones conservadoras y no había mostrado durante los últimos años mayores preocupaciones por la situación de los trabajadores. Recién el día 11 dedicó un extenso artículo como editorial a los sucesos, reflejando la expectación de las clases altas por el desarrollo de los acontecimientos.
La idea central del editorial fue la de promover el reagrupamiento de todas las fuerzas opuestas a la violencia de los huelguistas. De allí que no vacilara en afirmar que había que apoyar al propio Gobierno para impedir el triunfo de la subversión. Unidad amplia contra la insurrección. Tal era la consigna del diario conservador según Julio Godio.
Según La Nación, la mejor manera de resolver el conflicto se tenía que llevar a cabo dentro del marco de la Constitución pero sin atarse a un esquema “rígido”, pues si bien afirma que la solución constitucional sería la mejor, no descartaba la posibilidad de otra solución extrema al margen del sistema. El párrafo siguiente mostraba con claridad que hasta el liberalismo más ortodoxo esconde en potencia las soluciones más autoritarias cuando los conflictos sociales amenazan con destruir los intereses de clase que expresa: “La Nación tiene la seguridad de interpretar en estas palabras el más noble deseo de los ciudadanos que quieren, ante todo, que la paz vuelva a Buenos Aires y mejor todavía si viene por estos caminos, en que no hay odios ni abandono de ideas, porque conducen a la armonía social, por la misma senda por donde va el amor a la patria”.
Finalizada la huelga, La Nación dedicó varios editoriales al análisis de las causas de las huelgas. Uno de los más importantes fue el titulado: “Después de la huelga” y su idea central era mostrar el nexo existente entre la inmigración y la agitación obrera. Dicho editorial estaba por tanto dirigido centralmente a demostrar que la causa principal de los conflictos obreros estaba en la acción de estos agitadores que “traen sus teorías hechas de otros ambientes y pretenden imponerlas violentamente en el campo de la experimentación elegido para sus andanzas”. Según La Nación, los agitadores “no reivindican aspiraciones políticas colectivas ni adaptan sus prédicas a condiciones políticas y económicas que les presten una sanción justificativa. De ahí la total responsabilidad con que actúan”.
La idea de que el problema principal residía en impedir que los agitadores extranjeros se radicaran en el país, era la preocupación central de La Nación. Pero su idea era exagerada. En realidad no eran tantos los agitadores que venían al país solamente para organizar a los trabajadores. Más bien era que decenas de dirigentes obreros europeos se radicaban en Argentina para lograr ocupación, lo que a su vez les permitía actuar en política. Pero de todos modos el eje de la argumentación de La Nación era relativamente sólido pues desde un ángulo burgués era necesario impedir la entrada de extranjeros “extremistas” y proceder a la expulsión de los que ya estaban, a través de la aplicación de las leyes de Residencia y Orden Social.
También los radicales estaban dispuestos a reprimir a los agitadores, pero no reducían la cuestión obrera a un problema policial.
Para La Nación la responsabilidad principal era del Gobierno, que no había sabido descubrir a tiempo el complot. Según el periódico, el error del Gobierno había sido el de no controlar al movimiento sindical, ajustando su actividad a premisas exclusivamente reivindicativas. Para el diario conservador no cabía duda de que había que hacer reformas, pero estas debían realizarse manteniendo a toda costa la hegemonía absoluta de las fracciones de las clases dominantes en el Estado, de manera que cualquier cambio debía provenir exclusivamente de los grupos representativos de los intereses del entrelazamiento entre la burguesía terrateniente, el gran capital nacional y los monopolios.
La Nación también expresó su concepción del papel que le correspondía al Estado frente a las huelgas. Se oponía a que el Estado interviniese como parte en el proceso económico fijando montos de salarios, honorarios de trabajo, etc.; esto era restringir las leyes económicas del mercado. Pero justificaba totalmente que el Estado actuase como factor de coerción sobre los huelguistas. Por eso aprobó la idea de que el Estado debía actuar como árbitro de los conflictos laborales, impidiendo el principio de la conciliación obligatoria que esencialmente implicaba que los huelguistas debían resignar su principal forma de lucha mientras se realizasen negociaciones.
La Nación acusaba al Gobierno de apañar con su actitud a los huelguistas y dañar a la economía nacional exigiéndole su intervención. La opinión de Julio Godio era que “El Gobierno quería que madurasen las condiciones para una solución entre las partes o intervenir en condiciones favorables; el diario quería que el Gobierno las hiciese madurar a favor de los patrones”.
Los radicales volvieron a triunfar. La huelga se levantó a principios de febrero, cuando los obreros y patrones negociaron teniendo como juez al Gobierno, que tuvo en cuenta las reclamaciones obreras en una medida considerable. Esto irritó a las empresas, que el 5 de febrero resolvieron desconocerlo. El Gobierno debió ahora presionar a los patrones, mientras que La Nación, tan ansiosa porque el Estado interviniese unas semanas antes, se llamaba ahora al silencio ante la actitud patronal.
Acerca del problema del estado de sitio, la crítica central que el diario le hacía al Gobierno estaba destinada a demostrar que Yrigoyen jugaba con este tema en forma muy peligrosa, pues luego de haber tratado de absorber la presión conservadora en la Cámara, aceptando la implantación del estado de sitio, trataba, por un lado, de hacer aparecer a los promotores de ésta medida como sus únicos responsables y por otro de presionar al Senado para que la reafirmase, con lo cual el Ejecutivo se lavaba las manos en esta cuestión.
La Nación atacó al Gobierno no tanto porque el estado de sitio fuese necesario, porque expresamente afirmaba lo contrario a partir de la segunda quincena de enero, sino justamente por esta actitud dual del Poder Ejecutivo.
El Gobierno no se inmutaba ante la crítica del poderoso diario. Continuaba, a través de su propio órgano de propaganda, La Epoca, instando a la Cámara de Senadores a ser consecuente con la decisión de la Cámara de Diputados, es decir, aprobar el estado de sitio mientras que por otro lado insinuaba una y otra vez que el Gobierno nunca lo había necesitado. Los Senadores no lo aprobaron, pero su decisión no afectó al Gobierno, que había jugado hábilmente. Insistió en que se aprobase, pero maniobró para que no se lo colocase en el papel de verdugo de los huelguistas, para que la responsabilidad recayese sobre los conservadores. Así, La Nación quería atacar al Gobierno pero no podía. El radicalismo tenía habilidad táctica.
El diario La Prensa, a diferencia de La Nación, se guiaba por ideas que abordaban los problemas sociales desde un ángulo modernizador. Era el único gran diario que había manifestado simpatías por el radicalismo y por las alternativas más avanzadas del conservadurismo. Durante el año 1918 permanentemente insistía en la necesidad de adecuar la legislación social a los nuevos tiempos, centrándose en la idea de que era necesario hacer concesiones al movimiento obrero. Así, analizando el fenómeno huelguístico, acusaba al Gobierno de haber prometido sin cumplir, alentando así el accionar de los trabajadores. Pero no reducía sólo a este factor las causas de la huelga.
Este diario exigía implantar el orden pero sin reducir toda la cuestión a la pura violencia. Al contrario, pese a la confusión, no olvidaba sostener que tanto los socialistas como los sindicalistas eran una alternativa efectiva contra los extremismos.
Las reacciones violentas se explicaban, aunque no se justificaran, cuando eran suscitadas por causas fundamentales con relación a los derechos creados o para medios en que se encontrara una tenaz resistencia en la constitución psicológica de la raza y la organización política del Estado, circunstancia que felizmente, nos eran ajenas, dada la libertad institucional del país y la formación heterogénea de su población.
Para La Prensa era necesario establecer una legislación laboral con eje en la conciliación obligatoria. El diario reconocía la importancia decisiva de la violencia contra los huelguistas. El día 12, La Prensa se manifestó abiertamente a favor de la violencia estatal: “Deseamos ver convencidas a las autoridades de que el pueblo entero ha de cooperar con ellas para el restablecimiento del orden en las calles, para que se reanude el tráfico público de todos los servicios, para que de una vez por todas no se vea el vecindario expuesto a desmanes, a violencias, o a vivir bajo la impresión de expectativas terribles. El vecindario honesto está dispuesto a cooperar enérgicamente, unido sólo en un propósito, sin distinción de partidos y clases, de manera que no se reduzca la acción a dar y recibir tiros, o a esperar acuartelado la agresión, sino a llevar la represión hasta la perfecta individualización de los que atentan contra el orden”. Este era un llamado a la acción, era una crítica al Gobierno por utilizar las tropas sólo en casos de suma gravedad y por último, era un apoyo a la exigencia a los entonces llamados “Defensores del Orden”. Este comportamiento demuestra que su serenidad para analizar las causas objetivas de las huelgas no le impedía exigir la más abierta represión si el movimiento amenazaba los cimientos de la estructura capitalista.
El día 14 La Prensa publicó un editorial que estaba destinado a presionar sobre los trabajadores, a instarlos a abandonar cualquier práctica insurreccional. Este decía que “los obreros de verdad no parecía que hubiesen advertido las infiltraciones de aquellos elementos malsanos. Había que separar y definir clara e insistentemente los movimientos antisociales de las legítimas reivindicaciones”. Según Godio, la premisa era clara: un movimiento obrero reformista era lo único que la sociedad argentina podía aceptar. Pero para que se afianzase tal perspectiva, afirmaba el diario, también desde el Estado y los patrones se debía articular una política que permitiese erradicar socialmente a los elementos subversivos.
La historia de la legislación del trabajo demostraba para este diario, dos cosas: primero, que había habido cierto espíritu favorable a incorporar a la legislación argentina exigencia de los trabajadores y esto demostraba la capacidad de adaptación de la estructura social. Segundo, que las leyes de Residencia y de Orden Social, aprobada por el imperio de las circunstancias, no tenían un plan armonioso y racional lo que demostraba al mismo tiempo que persistían factores retardatarios y opuestos al cambio social. Tercero, que había que continuar en la línea de instaurar una legislación del trabajo global derogando leyes represivas innecesarias y caducas y estableciendo nuevas disposiciones represivas más “inteligentes”.
Se trataba de elaborar una legislación que estableciese un conjunto de medidas para garantizar el desenvolvimiento pacífico de los conflictos laborales. Esta legislación debía tener un núcleo que era la coerción sobre trabajadores y empresarios que obligarían a llegar a acuerdos entre las partes. El mecanismo de coerción era el sistema de conciliación y arbitraje incrustado en la satisfacción para los obreros de una vieja reivindicación. Se reconocía un derecho por el cual venía luchando la clase obrera desde hacía años: la vigencia de contratos de trabajo por oficio discutidos entre patrones y obreros. Sobre la base de esta concesión se articulaba una legislación con un núcleo coercitivo que permitía a los trabajadores movilizarse sólo dentro de los límites establecidos por el Estado capitalista.
La Prensa también tomó posición sobre dos temas importantes: las cuestiones de los inmigrantes extremistas y la Liga Patriótica. El día 22 de enero el diario publicó un artículo titulado “Los elementos inmigratorios no deseables”. El artículo polemizaba indirectamente con ideas provenientes de grupos de extrema derecha, activos dentro de la Liga Patriótica, que pretendían extender las prohibiciones de entrada al país a nacionalidades disolventes. La Prensa separaba cuidadosamente dos aspectos. Por un lado, el origen nacional de los inmigrantes, por otro las ideas políticas de cada uno de ellos, y afirmaba enfáticamente que “las prohibiciones deben dirigirse contra los individuos y no contra nacionalidades o razas, a menos que éstas hayan demostrado una invencible inaptitud de asimilación”. El artículo proponía prohibir el ingreso al país de todas aquellas personas que se considerasen indeseables, pero cuidando de no afectar los intereses del país en materia de inmigración.
Durante la huelga, no sólo el Gobierno fue condescendiente con este agrupamiento sino que recibió abierto apoyo de grandes diarios: tanto La Nación como La Prensa, y hasta La Epoca, publicaron sus resoluciones. La defensa del capitalismo en la Argentina era la causa de esta simpatía inicial por los valerosos “defensores del orden” que junto con la policía masacraron a los obreros.
Pero como la huelga pasó y la Liga Patriótica permaneció, muchos vieron en esta organización un factor de disolución de los partidos tradicionales.
La Liga Patriótica se decía apolítica, pero en su propia existencia estaba la crítica a los partidos tradicionales. Era posible por ello que surgiese de su seno una corriente proclive a buscar nuevas formas estatales, distintas de las predominantes en el país. La Prensa participó de esta preocupación y cuidadosa pero decididamente, se lanzó contra esta nueva forma de organización de las clases dominantes.
En un editorial del día 26 de enero titulado “Las Ligas Patrióticas y los Partidos Políticos”, La Prensa afirmaba que no se justificaba la existencia de esta Liga pues la sociedad argentina gozaba de estabilidad, hecho demostrado por la capacidad para absorber los sucesos. “Bastó que los agentes reaccionaran, que se decidieran, que aquellos salieran a cumplir con sus deberes habituales de vigilancia en las calles y que las fuerzas de la Nación que patrullaban la ciudad se retirasen, para que la tranquilidad pública quedara restablecida. Los mismos obreros en huelga se adelantaron, una vez restablecido el orden, a rechazar cualquiera solidaridad con los actores de violencia extrema”.
La Prensa insinuaba que las vacilaciones y la actitud inicial del Gobierno tenían mucho que ver con el origen de la Liga. Criticaba el concepto de “argentinidad” convertido en tambor de convocatoria cívica y guerrera contra los extranjeros. Asimismo agregaba que si bien el propósito había sido noble, los hechos no justificaban la postura. La Prensa no dudaba de los “altos fines” de la Liga Patriótica; de lo que dudaba, seriamente, era de que tal tipo de organización sirviese efectivamente para materializarlos.
La crítica a la Liga era sumamente inteligente. En efecto, los fundadores de esta organización habían insistido una y otra vez en que no tenían fines políticos, que la institución era totalmente “apolítica”, sólo destinada a salvar a la nacionalidad; a esto respondió el diario, afirmando que toda defensa de la nacionalidad era una actividad política.
El argumento doctrinario de La Prensa era que no podía coexistir la Liga Patriótica dentro del Estado liberal. Su existencia se transformaría en factor de desajuste; debilitando así las bases mismas de la organización política del país. El ataque era mesurado, puesto que La Prensa se dirigía a personas con las cuales tenía muchas cosas en común. Más aún, justificaba incluso que tales organizaciones derechistas surgiesen en momentos de caos revolucionario, como nuevos gérmenes de reorganización del Estado, pero bajo ningún punto de vista admitía su supervivencia, si el estado liberal-terrateniente y los partidos tradicionales habían demostrado suficiente vitalidad para liquidar el foco insurgente.
Sutilmente, el diario acusaba a los miembros de la Liga Patriótica de ilusionarse con golpes de Estado. El diario no alentó mayormente la implantación del estado de sitio. Si bien propuso durante los días álgidos de la huelga medidas represivas de fondo, puede deducirse que su dirección consideró innecesaria la medida en cuanto ya la huelga decaía. Los temas predilectos de este diario fueron la cuestión social y la legislación del trabajo, inmigración, colectividad israelita, la Liga Patriótica y otros. Sobre si el estado de sitio debía o no ser refrenado por los Senadores, no tomó posición hasta que la propia Cámara de Senadores lo rechazó.
La Unión Industrial Argentina
Esta institución gremial de los industriales se encontraba en esos años en crisis interna derivada de los efectos de la Primera Guerra Mundial sobre la economía argentina. No participaba formalmente de la Asociación del Trabajo aunque sus afiliados recurrían a los servicios de esta última.
Durante los días de la huelga, la Unión Industrial Argentina no publicó ninguna resolución. Sólo se registró la presencia de su presidente Guillermo Padilla entre los más entusiastas colaboradores de los “Defensores del Orden”.
El día 19 de enero el Consejo Directivo de la UIA resolvió: contribuir a las suscripciones iniciadas por la flamante Liga Patriótica; exigir del estado la reglamentación del funcionamiento de las asociaciones obreras, de manera que el trabajo obtenga el carácter de un contrato colectivo entre las asociaciones y las empresas; oponerse a la sanción de la jornada de 8 horas, dado que encarecía los costos, facilitando así la penetración de manufacturas extranjeras. Se propuso que, de establecerse la jornada legal máxima para todas las industrias privadas, fuera de 9 horas. También resolvió lo siguiente: oponerse a toda reglamentación sobre salarios mínimos hasta que estuviese resuelto el problema de una legislación del trabajo global; exigir la selección de los inmigrantes para impedir la entrada de agitadores; requerir la modificación de la ley de accidentes de trabajo en un sentido más favorable a los trabajadores; y, por último, exigir que toda legislación del trabajo tuviera en cuenta las desigualdades entre las industrias de las diversas regiones.
Apoyándose en la diversidad de situaciones, la UIA trataba de quebrar cualquier posibilidad de unificación de la clase obrera por objetivos comunes. Insistía en el sistema de trabajo a destajo, restringía sus contradicciones con ciertas industrias europeas al máximo, tratando de centrar toda la cuestión en la defensa de la superexplotación de la mano de obra nacional como condición para poder competir. La actitud de la UIA era de maniobrar ante una nueva correlación de fuerzas entre patrones y obreros, más favorable a los últimos, haciendo sólo concesiones mínimas.
La UIA también trataba de elaborar una táctica para la clase patronal en su conjunto, centrándose en la “solidaridad mutua” y combatiendo toda concesión exagerada de empresarios aislados que debilitase el frente común. Esta institución gremial, a su vez alentaba a las empresas a establecer salarios mínimos y reglamentos de trabajo por secciones, sin injerencia estatal y tratando, en lo posible, de que las proposiciones y medidas de las empresas contasen con aprobación de los trabajadores. La iniciativa y el poder de decisión debían estar siempre en las empresas.
Al mismo tiempo, la UIA alertaba a los industriales de mentalidad atrasada y creía que debían “adoptar una actitud conciliadora, exenta de prejuicios en todo lo que sea justo y razonable; y defender con firmeza las bases económicas y técnicas de la industria que cada una de ellas representa”.
La UIA deseaba una legislación del trabajo que impidiese los “desbordes” proletarios. Refiriéndose a la situación generada por la explosión de enero, la institución aceptaba la celebración de contratos colectivos de trabajo, pero insistiendo en que tales contratos se estableciesen sin la presión de la huelga obrera, en cuanto reafirmaba la necesidad de que el Estado impusiese mecanismos de coerción. Bajo ningún punto de vista admitía que los obreros tuviesen otro derecho que el de peticionar mejoras, excluyendo toda injerencia en la dirección de las empresas. La UIA sólo apoyaría iniciativas obrero-empresariales que no afectaran los intereses patronales. Por último reafirmaba también la idea de que las negociaciones entre patrones y obreros debían ser lo más diversificadas posibles, de manera de fracturar el movimiento sindical obligándolo a negociar aisladamente, es decir, por oficio y por empresa.
La actitud de la UIA respondía a la táctica de retroceder sólo algunos pasos para organizarse y pasar a exigir que el Estado estableciese mecanismos de control sobre los sindicatos. Mientras el movimiento sindical no hubo logrado la fuerza que mostró en 1919, la alternativa predominante había sido la marginación de las asociaciones obreras de la vida política y estatal del país, predominando mecanismos de coerción brutales y directos como las leyes de Residencia y Orden Social que la UIA apoyó.
Pero los tiempos habían cambiado. Ahora la alternativa que pasaba a primer plano era la subordinación de los sindicatos al Estado. La UIA la apoyaría fijando posición ante el proyecto de legislación elaborado por la comisión de la Cámara de Diputados en julio de ese año.
Conclusión
Para hacer un análisis de la conducta del gobierno radical en los sucesos de lo que se denominó la Semana Trágica es imprescindible recordar, entre otras cosas, la composición social del mismo. En este punto, adherimos a la tesis de Ezequiel Gallo (h) y Silvia Sigal, de acuerdo con la cual el Partido Radical estaba formado principalmente por miembros de tres grupos sociales: nuevos terratenientes ricos del interior y el alto litoral, que se beneficiaron muchísimo con el crecimiento de la exportación de carnes y cereales, pero que eran rechazados por la aristocracia tradicional; miembros de las viejas familias aristocráticas que no podían integrarse en el crecimiento económico del país; y miembros de las clases medias urbanas que participaban del proceso de expansión económica que comenzara a fines del siglo XIX, pero que se hallaban excluidos de las esferas del poder. Gallo y Sigal ven a la mayoría de los radicales como participantes de la economía de importación y exportación, interesados en su desarrollo y probablemente inclinados a defender su hegemonía.
Esta tesis nos permite afirmar que los conservadores y los radicales tenían un objetivo en común, que era el de mantener el sistema de producción capitalista dependiente en el país. Esto los va a llevar a adoptar medidas coercitivas muy similares a las que habían adoptado los conservadores en el poder. Un ejemplo de esto es el hecho de que, como ya se ha mencionado en el trabajo, el Partido Radical, si bien antes de 1916 condenó las leyes represivas utilizadas por la oligarquía contra los anarquistas, las mantuvo en vigencia durante sus gobiernos. Asimismo, fue el gobierno radical el que implantó el estado de sitio ya casi finalizados los sucesos de la semana trágica, durante la cual apoyó a los grupos de derecha que se organizaron para “velar por la sociedad y defenderla de la peste exótica”.
Si bien el eje del comportamiento del gobierno radical era la inalterabilidad del capitalismo, su postura se diferenciaba de los gobiernos conservadores en el hecho de que no apuntaba a la constitución de un estado clasista, sino más bien a la alianza de clases. El nuevo régimen era de carácter burgués-populista. Esto explica por qué el presidente Yrigoyen se mostró dispuesto a pactar con los diferentes grupos de interés y trató de lograr la armonía entre ellos, pero sin descuidar su relación con el capital extranjero y los empresarios nacionales, especialmente con estos últimos y, sobre todo, cuidando que no se alterara el orden social.
El gobierno radical intentó establecer una nueva relación entre el Estado y la clase obrera. Así, a partir de 1916 los sindicatos constituyeron un blanco evidente de la acción del Gobierno, como nexo entre éste y los trabajadores. El Gobierno se puso en el papel de árbitro de los conflictos entre obreros y patrones, y quiso ser el instrumento de unión entre la clase obrera y el resto de la sociedad. Su propósito era incorporar a los sindicatos al Partido Radical, robusteciendo así su carácter de alianza de clases. La decisión de acercarse a ellos radica también en el hecho de que éstos coincidían con el Gobierno en el mantenimiento de la política librecambista y en que no se oponían al modo de producción capitalista dependiente. Por otro lado, ni los radicales ni los sindicalistas tenían especial interés en la sanción de leyes, y ambos estaban comprometidos con la política del laissez faire.
En sus intentos de cambio, los radicales enfrentaron la oposición de la élite, que era firmemente adversa a toda tentativa de robustecer la participación política de la clase obrera mediante importante concesiones, justamente por su interés de mantener tanto la oferta de mano de obra barata como los vínculos con el capital extranjero. El Gobierno comprobó que sus políticas desencadenaban creciente oposición entre los grupos patronales y de presión, cuyo resultado fue una alianza formal entre los intereses económicos nacionales y extranjeros, condensados en la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica.
Como dice David Rock, autor de El Radicalismo Argentino, 1890-1930, “el apoyo dado por el Gobierno a los huelguistas estuvo lejos de ser automático; lo condicionaron estrechamente los cálculos electorales. Necesitaba el voto de la clase obrera para tener el control político de la ciudad de Buenos Aires, bastión del Partido Socialista. Su intención era detener el crecimiento de ese partido e impedir que se expandiera.
El gobierno radical inauguró una política laboral tendiente a la negociación con los grupos en conflicto, aunque en algunos casos como en el de la Semana Trágica, debió recurrir a la represión para evitar el desborde y la revolución social, tan temida por los grupos oligárquicos. Estos esperaban un Gobierno que se mostrara firme frente a los “agitadores extranjeros”.
La mayoría de los autores citados, como Julio Godio, Alain Rouquié, David Rock y Gino Germani, coinciden en que la actitud del radicalismo con respecto al proletariado urbano fue ambivalente. Este “doble juego” estuvo signado, como ya se ha dicho, por el hecho de querer llevar a cabo la difícil, casi imposible empresa de integrar a la clase obrera al campo de la política, pero sin alterar el status quo.
El apoyo de la sociedad en su conjunto a la represión de los huelguistas se manifestó de diferentes formas. Por ejemplo, en la gran prensa y en los vítores y aplausos con los que fueron recibidas las primeras patrullas en las calles céntricas el día 10 de enero de 1919. Esto, unido a la terrible violencia que se desató en esos días, pone en evidencia cuán enraizada estaba la defensa del capitalismo en la mayoría de los argentinos.
Bibliografía
-
Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina.
-
David Rock, El radicalismo argentino, 1890-1830.
-
Gino Germani, Política y sociedad en una época de transición.
-
José Gabriel Vazeilles, Historia Argentina. Etapas económicas y políticas 1850-1983.
-
José Panettieri, Los trabajadores.
-
Julio Godio, La Semana Trágica de enero de 1919.
-
Peter H. Smith, Los radicales argentinos y la defensa de los intereses ganaderos,
1916-1930.
-
Historia Integral Argentina. Tomo 6. La clase media en el poder.
Universidad de Buenos Aires
Facultad de Ciencias Sociales
Trabajo Práctico de Historia Argentina y Latinoamericana
Primer Cuatrimestre de 1999
Fecha de entrega: 23 de agosto de 1999.
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Enviado por: | Jose L Leonardt |
Idioma: | castellano |
País: | Argentina |