Historia


Segunda Guerra Mundial


Tema 10. La Segunda Guerra Mundial

Lectura 23. Causas y primeras fases de la guerra

1. Los orígenes de la guerra

Los orígenes de la 2ª G.M. han generado una bibliogra­fía mucho más reducida que las causas de la 1ª, y ello por una razón evidente. Ningún historiador sensato ha puesto en duda que Alemania, Japón y (quizá) Italia fueron los agresores. Los países que se vieron arrastrados a la guerra contra los tres citados no deseaban la gue­rra y la mayoría hizo cuanto pudo por evitar­la. Si se pregunta quién causó la 2ª G.M., se puede responder con contundencia: Adolf Hitler.

Ahora bien, las respuestas a los interrogantes históricos no son tan senci­llas. La situación internacional creada por la 1ª G.M. era intrínsecamente inestable, especialmente en Europa, pero también en el Extremo Oriente y, por tanto, no se creía que la paz pudiera ser duradera. Los países derrotados estaban insatisfechos por el statu quo. Alemania creía tener motivos sobrados para el resentimiento; todos los parti­dos, desde el comunista hasta el nazi­, coincidían en condenar el tra­tado de Versalles como injusto e inaceptable. Quizá, si se hubiese producido una revolución en Alemania su situación no habría sido tan explosiva. Los dos países derrotados que sí habían sufrido una revolución, Rusia y Turquía, estaban demasiado preocupados por sus propios asuntos, entre ellos la defensa de sus fronteras, como para poder desestabilizar la situación internacional.­ También Japón e Italia, aunque ­vencedores, estaban insatisfechos. Italia había logrado anexiones territoriales en los Alpes, el Adriático y el Egeo, aunque no todo lo prometido por los aliados en 1915 a cambio de su adhesión. El triunfo del fascismo, movimiento contrarrevolucionario y, por tanto, ultranacionalista e imperialista, subrayó la insatisfacción italiana­.

En cuanto a Japón, su notable fuerza militar y naval lo convertían en la mayor potencia del Extremo Oriente, especialmen­te desde que Rusia desapareció de escena. Esa condición se la reconoció el acuerdo naval de Washington de 1922, que puso fin a la supremacía naval británica estableciendo una relación de 5:5:3 entre las fuerzas navales de EEUU, Gran Bretaña y Japón. Pero Japón, cuya industrialización crecía a marchas forzadas, aunque su economía seguía siendo modesta (el 2,5% de la producción industrial mundial hacia 1929), creía merecer un pedazo mucho mayor del pastel del Extremo Oriente que el que las potencias imperiales blancas le habían concedido. Los japoneses eran conscientes también de la vul­nerabilidad de su país, falto de los recursos naturales precisos para una economía industrial moderna, cuyas importaciones podían verse impedidas por la acción de navíos extranjeros y cuyas exportaciones estaban a merced del mercado estadounidense. La presión militar para forjar un imperio terrestre en territorio chino buscaba acortar las líneas japonesas de comunicación para que fueran menos vulnerables.

Alemania, Italia y Japón vivían una situación de preguerra: ahorro obligatorio, creación de stocks, encargo de grandes pedidos a las industrias metalúrgicas y químicas, reclutamiento y armamento de potentes ejércitos y flotas, adoctrinamiento de la población, exaltación de los sentimientos nacionalistas y elaboración de planes y estrategias para lograr la victoria. En los tres países la propaganda esgrimía que el país ­necesitaba conquistar un "espacio vital" para compensar la ausencia de un imperio colonial y aportara alimentos y materias primas baratos. Pero estas ambiciones sólo podían satisfacerse en detrimento de otras grandes potencias. Para justificarse, los fascistas invocaban la perfección de su régimen, al que pertenecía, según ellos, el futuro, en detrimento de las democracias decadentes, o invocaban una superioridad racial sobre sus rivales.

A. El avance de la agresión de las potencias fascistas.

Por muy inestable que fuera la paz establecida en 1918 y muy grandes las posibilidades de que se quebrara, es innegable que la causa inmediata de la 2ª G.M. fue la agresión de las tres potencias descontentas, vinculadas por diversos tratados desde 1936. Los episodios que jalonan la marcha hacia la guerra fue­ron la invasión japonesa de Manchuria (1931), la invasión italiana de Etio­pía (1935), la intervención alemana e italiana en la guerra civil española (1936-39), la invasión alemana de Austria (marzo 1938), la mutila­ción de Checoslovaquia por Alemania (octubre 1938), la ocupación alemana de lo que quedaba de Checoslovaquia (marzo 1939), seguida por la ocupación de Albania por parte de Italia (abril 1939) y las exigencias alemanas frente a Polonia, que desencadenaron el estallido de la guerra (1 septiembre 1939).

Decidido a hacer fracasar el sistema de tratados, Hitler empleó una táctica que jugaba con las esperanzas y los temores de las democracias. Les infundia, alternativamente, estremecimientos de temor y suspiros de alivio. Se enfurecía y gritaba, despertaba el temor a la guerra, se apoderaba sólo de un poco, declaraba que aquello era todo lo que quería, y dejaba que los antiguos aliados esperasen ingenuamente que ahora ya estaría satisfecho y que la paz estaba asegurada; entonces, se enfurecía otra vez, se apoderaba de un poco más, y recorría el mismo ciclo.

Cada año provocaba alguna emergencia y, en cada ocasión, los franceses y los ingleses no veían más alternativa que la de dejarle seguir su camino. En 1933, nada más tomar el poder, retiró a Alemania de la SdN y de la Conferencia de Desarme que se celebraba entonces. Cortejó con éxito a Polonia, antigua aliada de Francia, y en 1934 ambos países firmaron un tratado de no agresión Ese mismo año, los nazis de Austria intentaron un putsch, asesinaron al canciller Dollfuss y pidieron la unión de Austria con Alemania. Las potencias occidentales no hicieron nada, pero Mussolini actuó: como no quería ver a Alemania instalada en el Paso del Brennero, movilizó grandes contingentes italianos en la frontera; así disuadió a Hitler de intervenir abierta-mente en Austria y preservó la independencia de Austria cuatro años más En enero de 1935, la SdN celebró un plebiscito en el Sarre, conforme a lo fijado en el Tratado de Versalles. En medio de una intensa agitación nazi, el Sarre votó por la reincorporación al Reich. Dos meses después, en marzo de 1935, Hitler rechazó espectacularmente las cláusulas del Tratado de Versalles que pretendían mantener desarmada a Alemania, y reconstituyó abiertamente las fuerzas armadas alemanas Francia, Inglaterra e Italia protestaron contra aquella denuncia arbitraria y unilateral de un tratado internacional, pero no emprendieron ninguna acción concreta. En realidad, Gran Bretaña llegó a un acuerdo naval con Alemania, para consternación de los franceses.

El 7 de marzo de 1936, tomando como pretexto el pacto francosoviético, Hitler rechazó los acuerdos de Locarno y ocupó militarmente Renania, la región al oeste del Rin, que por el Tratado de Versalles era zona desmilitarizada. En el gobierno francés se habló de actuar, y, en aquel momento, Hitler pudo haber sido frenado, pues la fuerza militar alemana era todavía escasa y el ejército alemán estaba instruido para retirarse, o, por lo menos, para consultar, si encontrase signos de resistencia. Pero el gobierno francés estaba dividido y no se hallaba dispuesto a actuar sin Inglaterra; y los ingleses no iban a correr el riesgo de una guerra para impedir que tropas alemanas ocupasen suelo alemán. El año siguiente, 1937, fue un año tranquilo, pero la agitación nazi se encendió en Dantzig, que el Tratado de Versalles había instituido como ciudad libre. En marzo de 1938, fuerzas alemanas entraron en Austria, y la unión de Austria y Alemania (el Anschluss), al fin, se consumó En septiembre de 1938, le llegó el turno a Checoslovaquia y a la crisis de Munich. Para comprenderlo, debemos recoger, primero, otros hilos de la historia.

También Mussolini tenía ambiciones, y necesitaba triunfos en política exterior para ganarse al pueblo italiano. Los italianos estaban descontentos de los acuerdos de 1919. No habían recibido nada de los territorios turcos ni de las colonias alemanas, repartidas generosamente, como mandatos, entre Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Japón, e incluso entre África del Sur, Australia y Nueva Zelanda. Nunca habían olvidado la humillante derrota de las fuerzas italianas ante Abisinia, en Adua en 1896. Etiopía, como se llamaba ahora Abisinia, seguía siendo el único país del África negra (con la excepción de Liberia) que se mantenía independiente.

En 1935 Italia atacó a Etiopía. La SdN, de la que Etiopía era miembro, consideró la acción una agresión injustificada e impuso sanciones a Italia: los miembros de la SdN no podían vender a Italia armas y materias primas, excepto petróleo. Los ingleses hicieron una exhibición de fuerza naval en el Mediterráneo. En Francia, no obstante, sectores importantes simpatizaban con Mussolini, y en Gran Bretaña se temía que, si las sanciones llegaban a ser demasiado efectivas, Italia podría irritarse hasta el punto de desatar una guerra general. Mussolini pudo así derrotar a Etiopía en 1936, uniéndola a la Somalia italiana y a Eritrea, en un imperio italiano africano. Haile Selassie, el emperador etíope, pidió inútilmente nuevas acciones en Ginebra. La SdN, como en el caso de la ocupación de Manchuria por Japón, también fracasó a la hora de crear un mecanismo que permitiese una acción disciplinaria contra una gran potencia desobediente.

B. La política de apaciguamiento.

Mientras los dictadores atacaban, las democracias se hallaban dominadas por un profundo pacifismo que puede definirse como una insistencia un tanto dogmática sobre la paz, sean cuales sean sus consecuencias. Eran muchos ahora, especialmente en Gran Bretaña y EEUU, los que creían que la guerra había sido un error, que poco o nada se había ganado con ella, que habían sido engañados por la propaganda bélica, que las guerras eran provocadas, en realidad, por los fabricantes de armamentos, que Alemania no había provocado la guerra, que el Tratado de Versalles era demasiado duro para los alemanes, que los pueblos vigorosos como el alemán o el italiano necesitaban espacio para su expansión, que la democracia, después de todo, no convenía a todas las naciones, que cuando uno no quiere dos no pelean, y que no había necesidad de ninguna guerra, si una de las partes se negaba, decididamente, a considerarse provocada; todo un sistema de ideas pacifistas y tolerantes, con su habitual mezcla de verdad y de error.

El pacifismo tenía otras raíces, especialmente evidentes en Francia. Casi 1'5 millones de franceses habían muerto en la guerra; entre ellos la mitad de todos los varones entre 20 y 32 años. Los franceses no podían concebir que tal holocausto pudiera repetirse. Por lo tanto, su estrategia era defensiva y de pocos efectivos. Si la guerra estallaba, los franceses esperaban sostenerla principalmente en unas bien construidas fortificaciones, llamadas la Línea Maginot, que habían levantado en su frontera con Alemania, desde Bélgica hasta Suiza; al norte, la zona boscosa de las Ardenas sería una barrera para cualquier invasor. Además, Francia, durante la depresión, estuvo desgarrada por conflictos de clase internos y por la agitación fascista y cuasi fascista. Muchos franceses derechistas, históricamente contrarios a la república, y que veían, o pretendían ver, en movimientos como el Frente Popular la amenaza de la revolución social, no ocultaban su admiración por Mussolini o incluso por Hitler. Abandonando su tradicional papel de fervientes nacionalistas, no harían nada por oponerse a los dictadores. Por otra parte, muchos izquierdistas miraban con simpatía a la Unión Soviética. Francia estaba ideológicamente demasiado dividida en los años 1930 para tener una política exterior firme, y todos los sectores se sentían tranquilos, equivocadamente, gracias a la supuesta impenetrabilidad de la “muralla china” francesa.

Una situación similar, aunque en menor grado, predominaba en Gran Bretaña y EEUU. Se recordaba la masacre de la 1ª G.M. Todos sabían que otra guerra seria más terrible aún; había un miedo indecible a los bombardeos de las ciudades. Fue característica la resolución adoptada por los estudiantes de Oxford, en 1933, de que en ninguna circunstancia empuñarían las armas por su país; entre los estudiantes de colleges de EEUU había también movi-mientos pacifistas. En Gran Bretaña y EEUU se percibía la tensión entre la izquierda y la derecha. En la década de 1930, cuando toda acción internacional parecía favorecer a la URSS, de una parte, o a Hitler y a Mussolini, de otra, era difícil establecer una política exterior sobre una firme base de unidad nacional. En Gran Bretaña algunos miembros de las clases altas simpatizaban abiertamente con los dictadores fascistas, o, al menos, veían en ellos un baluarte contra el comu-nismo. El propio gobierno trataba de no comprometerse; creía que podría encontrarse algún medio de satisfacer o de apaciguar las más “legítimas” demandas de los dictadores. Neville Chamberlain, primer ministro desde 1937, se convirtió en el principal artífice de la política de apaciguamiento.

EEUU, a pesar de que Roosevelt denunciaba repetidamente a los agresores, seguía, de hecho, una política totalmente aislacionista. La legislación de la neutralidad, establecida por un fuerte bloque aislacionista del Congreso en 1935-1937, prohibía préstamos, exportación de abastecimientos y utilización de las facilidades de la marina mercante americana en favor de cualquier beligerante, una vez que el presidente hubiera reconocido un estado de guerra en una determinada área. Muchos creían entonces que EEUU se había visto arrastrado a la 1ª G.M. por ese tipo de implicaciones económicas. De esa legislación de la neutralidad, obtendrían grandes beneficios los agresores de los años treinta, pero no las víctimas de la agresión.

En cuanto a la URSS, sus gobernantes estaban insatisfechos, ya que no aceptaban las nuevas fronteras de la Europa oriental ni las pérdidas territoriales sufridas por Rusia en la guerra. Les molestaba el cordón sanitario creado en 1919 contra la expansión del bolchevismo, esa línea de pequeños estados a lo largo de su frontera, desde Finlandia hasta Rumania, que eran casi todos profundamente antisoviéticos. No tenían la menor simpatía por el statu quo internacional, ni habían renunciado a sus objetivos revolucionarios a largo plazo. Pero, como comunistas y rusos, estaban obsesionados por el temor al ataque e invasión. El marxismo proclamaba la hostilidad del mundo capitalista; y la intervención de los aliados occidentales en la guerra civil lo confirmaba. Ya en la época de Napoleón y aun antes, las fértiles llanuras rusas habían tentado a los conquista-dores ambiciosos. Dolidos y recelosos del mundo exterior, los hombres del Kremlin, en los años treinta, estaban alarmados, sobre todo, por los numerosos signos de las intenciones agresivas de Alemania. Hitler, en Mein Kampf y en otras partes, había declarado que se proponía destruir el bolchevismo y someter grandes extensiones de la Europa oriental a Alemania.

La URSS estaba interesada por la seguridad colectiva, por la acción internacional contra la agresión. En 1934, ingresó en la SdN. Dio instrucciones a los partidos comunistas para que formasen Frentes Populares con socialistas y liberales. Ofrecieron ayuda para contener a los agresores fascistas, firmando pactos de ayuda mutua con Francia y con Checoslovaquia en 1935. Pero algunos pueblos temían el abrazo soviético. Desconfiaban de sus motivos, pensaban que las purgas y los procesos de los años treinta habían dejado a la URSS débil e insegura como aliada, o creían que los dictadores fascistas podían ser desviados hacia el este, contra la URSS, con lo que se salvarían las democracias occidentales. Por ello, aunque los rusos estaban evidentemente dispuestos, no pudo formarse una coalición eficaz contra la agresión.

C. La guerra civil española y el pacto anti-Comintern.

Apenas resuelta la crisis etíope, a plena satisfacción del agresor, en España estalló una crisis más grave aún. Visto desde hoy puede sorprender que ese conflicto movilizara de pronto las simpatías de la izquierda y la derecha, tanto en Europa como en América y, sobre todo, entre los intelectuales occidentales. España era una parte marginal de Europa y desde hacía tiempo había seguido un rumbo diferente al resto del continente, del que le separaba la muralla pirenaica. Desde principios del siglo XIX los asuntos españoles habían interesado poco a los gobiernos europeos, si bien EEUU provocó un breve conflicto con España en 1898 para despojarla de las últimas posesiones de su antiguo imperio: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. De hecho, la guerra civil española no fue la primera fase de la 2ª G.M. y la victoria del general Franco (que ni siquiera puede ser calificado de fascista) no tuvo importantes consecuencias generales. Sólo sirvió para mantener a España aislada del resto del mundo durante casi cuarenta años más.

Pero no es casual que la política interna de ese país se convirtiera en el símbolo de una lucha global en los años treinta. Encarnaba las cuestiones políticas fundamentales de la época: por un lado, la democracia y la revolución social (España era el único país europeo donde parecía a punto de estallar); por otro, la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada por una Iglesia que rechazaba todo cuanto había ocurrido en el mundo desde Lutero. Curiosamente, ni los partidos comunistas ni los de inspiración fascista tenían una presencia importante en España, donde predominaban los anarquistas en la izquierda y los carlistas en la derecha.

Los liberales bienintencionados, anticlericales y masónicos al estilo decimonónico, que reemplazaron la monarquía borbónica por una República mediante una revolución pacífica en 1931, ni pudieron contener la agitación social de los pobres, ni desactivarla mediante reformas sociales efectivas. Para combatir el antiguo poder atrincherado de la iglesia, se aprobó una legislación anticlerical; se procedió a la separación de la iglesia y el estado, se disolvió la Compañía de Jesús y se confiscaron sus bienes, y las escuelas quedaron libres del control clerical. El nacionalismo catalán se atenuó, en cierta medida, por la concesión de una notable autonomía. Para apaciguar al campesinado, el gobierno redistribuyó algunas de las haciendas de mayor extensión. EI programa del gobierno nunca fue impulsado con el vigor suficiente para satisfacer a los pobres, que manifestaban su descontento con huelgas y disturbios, especialmente en la Barcelona industrial y en las zonas mineras de Asturias, pero los grandes propietarios y el clero sí lo consideraron lo suficientemente radical para provocar su enemistad.

En 1933 las elecciones dieron el poder a unos partidos conservadores cuya política de represión de las agitaciones y las insurrecciones, como la de los mineros de Asturias en 1934, contribuyó a aumentar la presión revolucionaria. La izquierda descubrió entonces la fórmula frentepopulista de la Comintern: el formar un único frente electoral contra la derecha fue bien recibido por una izquierda que no sabía muy bien qué hacer. Incluso los anarquistas pidieron a los suyos que practicaran el vicio burgués de votar en unas elecciones, rechazado hasta entonces como algo indigno de un revolucionario. En febrero de 1936 el Frente Popular (republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas) ganó las elecciones por una pequeña mayoría de votos, pero con la que obtuvo una notable mayoría de escaños respecto a la derecha (monárquicos, clericales, militares, derecha tradicional, falangistas). Pero esa victoria, más que la ocasión de instaurar un gobierno eficaz de la izquierda, fue una fisura a través de la cual empezó a derramarse la lava acumulada del descontento social, como se hizo patente en los meses siguientes.

En ese momento, fracasada la política ortodoxa de la derecha, España retornó a la fórmula política que había sido el primer país en practicar y que se había convertido en uno de sus rasgos característicos: el pronunciamiento o golpe militar. Pero de la misma forma que la izquierda importó de Francia el frentepopulismo, la derecha se aproximó a las potencias fascistas. Ello no se hizo a través del pequeño movimiento fascista español, la Falange, sino de la Iglesia y los monárquicos, que no veían diferencias entre los liberales y los comunistas, ambos ateos, y que rechazaban la posibilidad de llegar a un compromiso con cualquiera de los dos. Italia y Alemania esperaban obtener algún beneficio moral, y tal vez político, de una victoria de la derecha. Los generales españoles que comenzaron a planear cuidadosamente un golpe después de las elecciones necesitaban apoyo económico y ayuda práctica, que negociaron con Italia.

Pero los momentos de triunfo democrático y de movilización de masas no son ideales para los golpes militares, que para ganar necesitan que la población civil y, por supuesto, los sectores no comprometidos de las fuerzas armadas, acepten sus consignas (al igual que los golpistas cuyas consignas no son aceptadas reconocen tranquilamente su fracaso). El pronunciamiento clásico tiene más posibilidades de éxito cuando las masas están en retroceso o los gobiernos han perdido legitimidad. Esas condiciones no se daban en España. El golpe militar del 18 de julio de 1936 triunfó en algunas ciudades y encontró una encarnizada resistencia por parte de la población y de las fuerzas leales en otras. No consiguió tomar las dos ciudades principales, Barcelona y Madrid. Así pues, precipitó en algunas zonas la revolución social que pretendía evitar y desencadenó en todo el país una larga guerra civil entre el gobierno legítimo de la República (que se amplió para incluir a socialistas, comunistas e incluso algunos anarquistas, pero que coexistía difícilmente con las fuerzas de la rebelión de masas que habían hecho fracasar el golpe) y los generales insurgentes que se presentaban como cruzados nacionalistas en lucha contra el comunismo. El más joven de éstos, y el más hábil políticamente, Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), se convirtió en el líder de un nuevo régimen, que en el curso de la guerra se convirtió en un Estado autoritario, con un partido único, un conglomerado de derechas en el que tenían cabida desde el fascismo hasta los viejos ultras monárquicos y carlistas, conocido con el absurdo nombre de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional-Sindicalistas. Pero los dos bandos enfrentados necesitaban apoyo y ambos hicieron un llamamiento a quienes podían prestárselo.

La reacción de la opinión antifascista ante el levantamiento de los generales fue inmediata y espontánea, no así la de los gobiernos no fascistas, mucho más cauta, incluso cuando estaba a favor de la República, como la URSS y el gobierno francés del Frente Popular dirigido por los socialistas que acababa de llegar al poder. Italia y Alemania no dudaron en enviar inmediatamente armas y hombres a las fuerzas afines. Francia, deseosa de ayudar, prestó cierta asistencia a la República, hasta que se vio presionada a adoptar una política de “no intervención”, tanto por sus divisiones internas como por el gobierno británico, profundamente hostil hacia lo que consideraba el avance de la revolución social y del bolchevismo en la península ibérica. En general, la opinión conservadora y las capas medias de los países occidentales compartían esa actitud, aunque (excepto la Iglesia católica y los elementos pro fascistas) no se identificaban con los generales rebeldes. La URSS, aunque se situó claramente del lado republicano, aceptó también el acuerdo de no intervención patrocinado por los británicos (apoyado por 27 naciones), cuyo objetivo de impedir que alemanes e italianos ayudaran a los generales nadie esperaba (o deseaba) alcanzar y que, por tanto, “osciló entre la equivocación y la hipocresía”. EEUU, por su parte, extendió su legislación de neutralidad a las guerras civiles y decretó el embargo de las exportaciones de armas a España, a pesar de la gran presión que en el país se ejercía en favor de la República.

Alemanes, italianos y soviéticos enviaron armamento a España, probando sus tanques y aviones en batallas reales. Los bombardeos fascistas de Madrid, Barcelona y Guernica horrorizaron al mundo democrático. Los alemanes y los italianos enviaron hombres (los italianos, más de 50.000); los soviéticos, aunque sólo fuese por razones geográficas, no podían hacer lo mismo, pero desde septiembre de 1936 enviaron consejeros políticos y militares, así como material militar, aunque no abiertamente. La no intervención, que significó simplemente que Gran Bretaña y Francia se negaron a responder a la intervención masiva de las potencias del Eje en España, abandonando así a la República, confirmó tanto a los fascistas como a los antifascistas en su desprecio hacia quienes la propugnaron. Sirvió también para reforzar el prestigio de la URSS, única potencia que ayudó al gobierno legítimo de España, y de los comunistas dentro y fuera del país, no sólo porque organizaron esa ayuda en el plano internacional, sino también porque pronto se convirtieron en la pieza esencial del esfuerzo militar de la República.

Aun antes de que los soviéticos movilizaran sus recursos, mucha gente, desde los liberales hasta la extrema izquierda, hizo suya la lucha española. Más aún, en España los hombres y mujeres que se opusieron con las armas al avance de la derecha frenaron el interminable y desmoralizador retroceso de la izquierda. Antes incluso de que la Comintern organizara las Brigadas Internacionales (cuyos primeros contingentes llegaron a mediados de octubre), antes incluso de que las primeras columnas organizadas de voluntarios aparecieran en el frente (las del movimiento liberal-socialista italiano Giustizia e Libertà), ya había un buen número de voluntarios extranjeros luchando por la República. En total, más de 40.000 jóvenes procedentes de más de 50 naciones, fueron a luchar, y muchos de ellos a morir, en un país del que quizá sólo conocían la configuración que habían visto en un atlas escolar. Es significativo que en el bando de Franco no lucharan más de un millar de voluntarios. Hay que añadir que no eran mercenarios ni, salvo en casos contados, aventureros. Fueron a luchar por una causa.

La República española, a pesar de todas las simpatías y de la (insuficiente) ayuda que recibió, entabló desde el principio una guerra de resistencia a la derrota. Retrospectivamente, no hay duda de que la causa fue su propia debilidad. A pesar de su heroísmo, la lucha republicana de 1936-1939 sale mal parada si se la compara con otras guerras del siglo XX. Eso se debió, en parte, al hecho de que no se practicara decididamente la guerra de guerrillas (arma poderosa cuando hay que enfrentarse a unas fuerzas convencionales superiores), lo que resulta extraño en el país que dio el nombre a esa forma irregular de lucha. Mientras los nacionalistas tenían una dirección militar y política única, la República estaba dividida políticamente y, a pesar de la contribución comunista, cuando consiguió, por fin, dotarse de una organización militar y un mando estratégico únicos, ya era demasiado tarde. A lo máximo que podía aspirar era a rechazar algunas ofensivas del bando enemigo que podían resultar definitivas, lo cual prolongó una guerra que podía haber terminado en noviembre de 1936 con la ocupación de Madrid.

La guerra civil española no era un buen presagio para la derrota del fascismo. Desde el punto de vista internacional fue una versión en miniatura de una guerra europea en la que se enfrentaron un Estado fascista y otro comunista, este último mucho más cauto y menos decidido que el primero. En cuanto a las democracias occidentales, su no participación fue la única decisión sobre la que nunca albergaron duda alguna. En el frente interno, la derecha se movilizó con mucho más éxito que la izquierda, que fue totalmente derrotada. El conflicto se saldó con varios centenares de miles de muertos y un número similar de refugiados entre ellos la mayor parte de los intelectuales y artistas de España, que, con raras excepciones, se habían alineado con la República y que se trasladaron a cualquier país dispuesto a recibirlos. La Comintern había puesto sus mejores talentos a disposición de la República española. El futuro mariscal Tito, liberador y líder de la Yugoslavia comunista, organizó en París el reclutamiento para las Brigadas Internacionales; Palmiro Togliatti, el dirigente comunista italiano, fue quien realmente dirigió el inexperto Partido Comunista español, y uno de los últimos en escapar del país en 1939. Pero la Comintern fracasó, como bien sabían sus miembros, al igual que la URSS, que envió a España algunos de sus mejores estrategas militares (los futuros mariscales Konev, Malinovsky, Voronov y Rokossovsky, y el futuro comandante de la flota soviética, el almirante Kuznetsov).

Al igual que Etiopía, la guerra de España contribuyó a unir a Alemania e Italia. Al principio, Mussolini temía, como los demás, la resurrección de una Alemania belicista. Había sido el único en enfrentarse a Hitler cuando éste amenazó con absorber a Austria, en 1934. La guerra de Abisinia, las ambiciones italianas en África y las estentóreas exigencias italianas de un predominio en el Mediterráneo, el Mare Nostrum de los antiguos romanos, alejaron a Italia de Francia y Gran Bretaña. En 1936, nada más estallar la guerra civil española, Hitler y Mussolini llegaron a un acuerdo, formando el llamado Eje Roma-Berlin, sobre el que esperaban que giraría el mundo. Ese año Japón firmó con Alemania un Pacto Anti-Comintern, ratificado luego también por Italia; aparentemente, era un acuerdo para oponerse al comunismo, pero, en realidad, constituía la base para una alianza diplomática Al contar con aliados, cada uno de ellos podía plantear sus exigencias con más fortuna. En 1938 Mussolini aceptó la absorción por parte de Alemania de la misma Austria que él había negado a Hitler en 1934.

En 1937 Japón, tomando como pretexto los disparos realizados contra sus fuerzas cerca de Pekín, lanzó una nueva invasión a gran escala de China. Poco despues, a pesar de la resistencia del Kuomintang y de los comunistas, el invasor controlaba la mayor parte de China. Los chinos siguieron la lucha desde el interior, consiguiendo abastecerse a través de rutas difíciles. La SdN condenó, inútilmente, la acción japonesa. EEUU no aplicó su legislación de neutralidad, porque, oficialmente, no estaba declarada ninguna guerra. Esto permitió ampliar los préstamos al gobierno chino, pero también que los japoneses compraran a empresas de EEUU chatarra, acero, petróleo y maquinaria, que les eran muy necesarios. Los japoneses se aprovecharon de la tensión en el mundo occidental. Y en 1938 la tensión en Europa aumentaba rápidamente.

D. De la crisis de Munich a la invasión de Polonia.

Con la anexión de Austria en 1938, Hitler sumó 6 millones de alemanes al Reich. Otros 3 millones vivían en Checoslovaquia: todos los adultos habían nacido bajo el imperio Habsburgo y desde 1918 habían estado descontentos con su nueva situación como minoría en un estado eslavo, quejándose insistentemente de sufrir diversas formas sutiles de discriminación. Había también minorías polaca, rutena y húngara, y como también los eslovacos se sentían separatistas respecto a los checos, el problema nacional era realmente grave. El hecho de que Checoslovaquia tuviese una de las mejores políticas de minorías de Europa, disfrutase del más alto nivel de vida al este de Alemania, y fuese el único país de la Europa central todavía democrático en 1938 no hacía más que demostrar la dificultad de mantener un estado multinacional.

Checoslovaquia era la llave estratégica de Europa. Estaba aliada con Francia, que había garantizado su defensa contra un ataque alemán, y con la URSS (cuya ayuda dependía de que funcionara la alianza francesa). Con Rumania y Yugoslavia formó la Pequeña Entente, en la que Francia confiaba para mantener las fronteras en esa zona. Tenia un ejército bien preparado, importantes industrias de equipamiento y sólidas fortificaciones contra Alemania, situadas precisamente en los sudetes, zona fronteriza donde la mayoría de la población era alemana. Al anexionarse Austria, Hitler había encerrado a Checoslovaquia en una tenaza: podía decir que Bohemia-Moravia, alemana casi en su tercera parte, formaba una cuña incrustada en el Reich.

Los alemanes sudetes, nazis o no, cayeron bajo la influencia de agitadores cuyo objetivo no era tanto apoyar sus reivindicaciones como fomentar el nazismo. Hitler alentaba sus exigencias de unión con Alemania. En mayo de 1938 el rumor de una inminente invasión alemana llevó a los checos a movilizarse; Rusia, Francia y Gran Bretaña formularon advertencias. Hitler, que no pensaba invadir entonces, se vio forzado a dar seguridades, pero estaba decidido a aplastar a los checos en otoño. Francia y Gran Bretaña, en lugar de regocijarse, estaban aterradas ante el hecho de haberse librado de la guerra por tan poco. En los meses siguientes Gran Bretaña se esforzó por evitar cualquier actitud dura que pudiera precipitar la guerra. Los checos, presionados por Gran Bretaña y Francia, ofrecieron amplias concesiones a los sudetes, que llegaban hasta la autonomía regional; pero ni aun eso fue suficiente para satisfacer a Hitler, que proclamó que la situación de los alemanes en Checoslovaquia era intolerable y debía corregirse. La URSS apremiaba para que se adoptase una actitud firme, pero las potencias occidentales tenían poca confianza en la fuerza militar soviética y en su posibilidad de ayudar a Checoslovaquia, dada la lejanía de la URSS; además, temían que la firmeza pudiera suponer la guerra. No podían estar seguros de que Hitler estuviese Afaroleando@. Si encontraba resistencia, podía retroceder; pero parecía incluso más probable que estuviese dispuesto a luchar. Las potencias occidentales desecharon unos informes secretos (que resultaron ciertos), en el sentido de que, si estallaba una guerra por Checoslovaquia como consecuencia de la firmeza occidental, un complot de militares y civiles derribaría a Hitler.

Como la tensión subía, en septiembre de 1938 el primer ministro británico, Neville Chamberlain, que hasta entonces nunca había volado, voló dos veces a Alemania para conocer las pretensiones de Hitler; la segunda vez, Hitler aumentó sus exigencias, hasta el punto de que ni los ingleses ni los franceses podían aceptarlas. La movilización comenzó; la guerra parecía inminente. De pronto, en medio de una tensión insoportable, Hitler invitó a Chamberlain y a Daladier, primer ministro francés, a una conferencia en Munich, a la que asistiría también su aliado Mussolini Se excluía a la URSS y a la propia Checoslovaquia. En Munich, Chamberlain y Daladier aceptaron las condiciones de Hitler y luego ejercieron una enorme presión sobre el gobierno checo para que cediese y firmase su propia sentencia de muerte. Francia, apremiada por Gran Bretaña a seguir un camino pacifico que ella, por otra parte, estaba muy dispuesta a seguir, rechazó el tratado que la obligaba a proteger a Checoslovaquia, ignoró a los rusos que habían reafirmado su decisión de ayudar a los checos si los franceses actuaban, y abandonó todo su sistema de una Pequeña Entente en el este. En Munich se acordó que Alemania se anexionase la franja limítrofe de Bohemia, donde la mayoría era alemana. Aquella franja abarcaba los accesos montañosos y las fortificaciones, con lo que su pérdida dejaba a Checoslovaquia militarmente indefensa. Después de prometer garantizar la integridad de lo que restaba de Checoslovaquia, se levantó la conferencia. Chamberlain y Daladier fueron recibidos con alegría en sus países. Chamberlain, muy feliz, declaró que él había traído “la paz a nuestro tiempo”. Una vez más, las democracias respiraban con alivio, confiaban en que Hitler hubiese formulado su última exigencia, y se decían que, con unas concesiones prudentes, no había necesidad de guerra.

La crisis de Munich revelaba la gran debilidad de las democracias en 1938. Gran Bretaña y Francia estaban muy atrasadas respecto a Alemania en preparación militar, e impresionadas por la potencia del ejército y la aviación del Reich. Incluso hombres más audaces que Chamberlain y Daladier, conocedores de la situación de sus propias ejércitos, habrían evitado el riesgo de un conflicto. Amaban la paz y la comprarían a un alto precio, sin pensar que estaban tratando con un chantajista cuyo precio seria cada vez mayor. Sufrían, además, otra incertidumbre moral: según el principio de autodeterminación nacional, aceptado en 1919, Alemania tenia derecho a lo que había reclamado: al enviar tropas a la Renania alemana, anexionarse Austria, plantear el problema de Dantzig e incorporar a los alemanes de Bohemia, Hitler no había hecho más que afirmar el derecho del pueblo alemán a tener un Estado soberano. Además, si se podía desviar a Hitler hacia el este y atraparlo en una guerra con la URSS, cabía esperar que el comunismo y el fascismo se destruirían mutuamente. Si uno de los objetivos de Hitler en Munich, consistió, cosa probable, en aislar a la URSS de Occidente y a Occidente de la URSS, logró un resultante bastante positivo.

En las semanas siguientes, la comisión encargada de ordenar las nuevas fronteras cometió nuevas injusticias con Checoslovaquia, prescindiendo incluso de los plebiscitos que se habían acordado para las áreas en disputa. Mientras tanto, los polacos y los húngaros formularon sus exigencias a los infortunados checos. Los polacos se apoderaron del distrito de Teschen; y los húngaros, bajo protección alemana e italiana, se adueñaron de unos 15.000 km2 de Eslovaquia. Francia y Gran Bretaña no fueron consultadas ni hicieron ninguna protesta seria.

La última decepción se produjo en marzo de 1939. Hitler invadió Bohemia-Moravia, la parte checa de Checoslovaquia, convirtiéndola en protectorado alemán. Explotó el nacionalismo eslovaco, declarando a Eslovaquia “independiente”. Checoslovaquia desaparecía del mapa. Después arrebató Memel a Lituania, y exigió Dantzig y el pasillo polaco. Una terrible evidencia se adueñaba de Francia y Gran Bretaña: hasta las más solemnes garantías de Hitler carecían de valor, sus propósitos no se limitaban a los alemanes, sino que alcanzaban a toda Europa oriental y aun más allá, era esencialmente insaciable y nunca se le podría apaciguar. En abril de 1939 su compañero de agresión, Mussolini, se apoderaba de Albania.

Las potencias occidentales empezaron a hacer preparativos militares. Gran Bretaña, cambiando su política a última hora, dio garantías a Polonia y, luego, a Rumania y a Grecia. Los británicos trataron de formar una alianza antialemana con la URSS. Pero Polonia y los estados bálticos no estaban dispuestos a permitir ejércitos soviéticos dentro de sus fronteras, ni siquiera para defenderlas contra los alemanes. Los negociadores anglofranceses se negaron a presionarles, para desesperación de la URSS, que consideraba innecesariamente delicados los escrúpulos anglofranceses. Los soviéticos no querían que los alemanes lanzasen un ataque contra ellos desde un lugar tan al este como Minsk. También pensaban, con razón, que lo que británicos y franceses querían, en realidad, era que la URSS recibiese los primeros golpes del ataque nazi. Consideraron una ofensa que los británicos enviasen funcionarios menores como negociadores a Moscú, cuando el primer ministro había volado tres veces para tratar con Hitler.

Tras iniciar en abril negociaciones secretas, la URSS firmó un tratado de no agresión y de amistad con Alemania el 23 de agosto de 1939. En un protocolo mantenido secreto se acordaba que la URSS y Alemania se repartirían Polonia y que la URSS disfrutaría de una influencia predominante en los estados bálticos, asi cómo se le reconocía su derecho a Besarabia (anexionada por Rumania en 1918). A cambio, la URSS se comprometía a no intervenir en ninguna guerra entre Alemania y Polonia, ni entre Alemania y las democracias occidentales.

El Pacto nazi-soviético asombró al mundo. El comunismo y el nazismo, grandes enemigos ideológicos, se habían unido. El pacto se reconoció como la señal para comenzar la guerra; todas las negociaciones de último momento fracasaron Los alemanes invadieron Polonia el 1 de septiembre. El 3, Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a Alemania. La segunda guerra europea en una generación, que pronto seria una guerra mundial, había comenzado.

Si bien es cierto que un bando no deseaba la guerra e hizo todo lo posible por evitarla y que el otro bando la exaltaba y, en el caso de Hitler, la deseaba activamente, ninguno de los agresores deseaba la guerra tal como se produjo y en el momento en que estalló, y tampoco deseaban luchar con­tra algunos de los enemigos con los que tuvieron que enfrentarse. Japón habría preferido lograr sus objetivos (la creación de un imperio en el Asia oriental) sin tener que participar en una guerra general, en la que sólo inter­vino cuando lo hizo EEUU. El tipo de guerra que deseaba Alemania, así como cuándo y contra quién, son todavía objeto de controversia, pues Hitler no era un hombre que plasmara sus decisiones en docu­mentos, pero dos cosas están claras: una guerra contra Polonia (a la que apo­yaban Gran Bretaña y Francia) en 1939 no entraba en sus previsiones, y la guerra en la que finalmente se vio envuelto, contra la URSS y EEUU, era la pesadilla que atormentaba a todos los generales y diplomáti­cos alemanes.

Alemania (y más tarde Japón) necesitaba lanzar una rápida ofensiva por las mismas razones que en 1914: los recursos de sus posibles enemigos, si se unían y coordinaban, eran muy superiores. Ninguno de los dos países había planeado una guerra larga ni confiaba en armamento que necesitase un largo período de diseño y producción­. Por el contrario, los británicos, conscientes de su inferioridad en tierra, invirtieron en el armamento más costoso y más avanzado tecnológicamente y planearon una guerra de larga duración en la que ellos y sus aliados superarían la capacidad productiva del enemi­go. Los japoneses evitaron la coali­ción de sus enemigos, pues se mantuvieron al margen en la guerra de Alema­nia contra Gran Bretaña y Francia en 1939-1940 y en la guerra contra la URSS a partir de 1941. Japón sólo luchó contra Gran Bretaña y EEUU, pero no contra la URSS. Por desgracia para Japón, la única potencia a la que debía enfrentarse, EEU­U, tenía tal superioridad de recursos que seguramente vencería.

2. Los años del triunfo del Eje (1939-1942).

A. La caída de Polonia y de Francia (1939-1940).

La guerra empezó con el asalto a Polonia. Las fuerzas alemanas (más de un millón de hombres), con la punta de lanza de sus divisiones acorazadas y apoyadas por la masiva potencia aérea de la Luftwaffe, invadieron rápidamente Polonia occidental y sometieron al mal equipado ejército polaco. El resultado de la campaña, un ejemplo espectacular y perfectamente ejecutado de Blitzkrieg (“guerra relámpago”), estaba claro ya pocos días después; la resistencia organizada terminó en un mes. Los alemanes incorporaron al Reich su conquista polaca.

Conforme a las cláusulas secretas del pacto nazi-soviético, la URSS penetró en la Polonia oriental dos semanas después de la invasión alemana; el territorio ocupado equivalía más o menos al que Polonia le había arrebatado en 1920. Los soviéticos también establecieron bases en los estados bálticos. Finlandia se resistió, negándose a ceder los territorios fronterizos que pretendían los rusos, o a facilitar ventajas militares dentro de su país. Los soviéticos insistieron (Leningrado está a 30 km de Finlandia). En noviembre, tras fracasar las negociaciones, los soviéticos atacaron. La resistencia finlandesa fue valerosa y, al principio, eficaz, pero el pequeño país no podía hacer frente a la URSS, aunque ésta sólo utilizó unas fuerzas limitadas. Ingleses y franceses enviaron equipos y abastecimientos de apoyo a Finlandia e incluso proyectaban enviar tropas. La URSS, caso único, fue expulsada de la SdN por la agresión. En marzo de 1940, la lucha había terminado. Finlandia tuvo que ceder un poco más de territorio, pero mantuvo su independencia.

Mientras tanto, todo estaba aparentemente tranquilo en el oeste. El esquema de 1914, cuando los alemanes llegaron al Marne en el primer mes de hostilidades, no se repetiría. Por el contrario, la fase inicial fue la de una guerra de posiciones. Los franceses se situaron detrás de su línea Maginot; los ingleses tenían pocas tropas; los alemanes no abandonaron su línea Sigfrido en Renania. Apenas tuvo lugar ninguna acción aérea. Se llamó “la guerra de pega”. Gran Bretaña y Francia rechazaron las ofertas de paz de Hitler después de la conquista de Polonia, pero persistían en sus enfoques del tiempo de paz. Aún se mantenía viva la errónea esperanza de que podría evitarse un verdadero choque. Durante ese extraño invierno, frío y duro, los alemanes sometieron a sus fuerzas a una preparación especial, cuya finalidad se puso de manifiesto en la primavera.

El 9 de abril de 1940, los alemanes invadieron Noruega, en apariencia porque los ingleses estaban colocando minas en aguas noruegas en un intento de cortar los abastecimientos alemanes de hierro sueco. Dinamarca también fue invadida, y una fuerza expedicionaria aliada con apoyo aéreo insuficiente tuvo que retirarse. El 10 de mayo, los alemanes descargaron su golpe principal, atacando Holanda, Bélgica, Luxemburgo y la propia Francia. Nada podía resistir a las divisiones acorazadas y a los bombardeos en picado alemanes. El empleo nazi de masas de tanques, aunque aplicado ya en Polonia, sorprendió a los franceses y a los ingleses. Estratégicamente, los aliados esperaban que el avance principal se produciría en Bélgica central, como en 1914 (y como en el plan alemán original, que fue alterado unos meses antes). De ahí que los franceses y los ingleses enviasen a Bélgica sus tropas mejor equipadas. Pero los alemanes lanzaron su principal ataque acorazado a través de Luxemburgo y del bosque de las Ardenas, que el Estado Mayor General francés consideraba intransitable para los tanques. En Francia, orillando el extremo noroccidental de la línea Maginot, que nunca había llegado hasta el mar, las divisiones acorazadas alemanas cruzaron el Mosa, y, con sólo una resistencia confusa e ineficaz, penetraron profundamente en la Francia septentrional y aislaron a los ejércitos aliados que se hallaban en Bélgica.

Los holandeses, temerosos de un nuevo ataque aéreo a sus pobladas ciudades, capitularon. El rey belga pidió un armisticio, y una gran parte de los ejércitos franceses se rindió. Los ingleses retrocedieron hacia Dunquerque y la única esperanza que les quedaba era la de salvar sus fuerzas aisladas, antes de que el cerco se cerrase totalmente. Si pudieron llevar a cabo su operación de rescate, fue porque Hitler, unos días antes, había detenido el avance de sus divisiones acorazadas. En la semana que terminaba el 4 de junio, se realizó con éxito una épica evacuación de más de 330.000 hombres ingleses y franceses, desde las costas de Dunquerque, bajo protección aérea, con la ayuda de todo tipo de embarcaciones británicas, tripuladas en parte por voluntarios civiles, pero el valioso equipamiento del destrozado ejército fue casi totalmente abandonado.

En junio, las fuerzas alemanas avanzaron hacia el sur. París fue ocupado el 13 y Verdún el 15; el 22 de junio Francia pidió la paz y se firmó un armisticio. Hitler estaba exultante. Francia, obsesionada por una psicología militar defensiva, con su ejército poco preparado para una guerra mecanizada, sin divisiones acorazadas ni una adecuada fuerza aérea, con su gobierno dividido y su pueblo roto en facciones hostiles, había caído en manos de un grupo de derrotistas. La caída de Francia dejó al mundo estupefacto. Todos sabían que Francia ya no era la de antes, pero estaba considerada aún como una gran potencia. Algunos franceses huyeron a Inglaterra y organizaron el movimiento “Francia Libre” dirigido por el general de Gaulle; otros formaron un movimiento de resistencia en el interior. Los ingleses decidieron, con amargura, destruir una parte de la escuadra francesa anclada en el puerto argelino de Orán, para evitar que cayese en manos enemigas.

Conforme a las condiciones del armisticio, la mitad septentrional de Francia fue ocupada por los alemanes. La Tercera República, con su capital ahora en Vichy, en la mitad meridional no ocupada, se convirtió en un régimen autoritario presidido por el viejo mariscal Pétain (84 años) y por Pierre Laval, político cínico y sin escrúpulos. La república estaba muerta; incluso el lema Libertad, Igualdad, Fraternidad fue desterrado del uso oficial. Pétain, Laval y otros colaboraron con los nazis e integraron a la Francia de Vichy en el “nuevo orden” nazi de Europa. Mussolini atacó Francia en junio de 1940, una vez que Hitler la había derrotado. Luego invadió Grecia y atacó a los ingleses en África. El Duce ligaba su destino al del Führer.

B. La batalla de Inglaterra y la ayuda de EEUU.

En 1940 sólo Gran Bretaña seguía en guerra contra Alemania. Después de Dunquerque, los ingleses esperaban lo peor, hasta el punto de temer incluso la invasión. Churchill, que en mayo había sustituido a Chamberlain como primer ministro, alcanzó el liderazgo en la máxima adversidad. No prometió al Parlamento y al pueblo británico más que “sangre, sudor y lágrimas”. Se comprometió a una guerra implacable contra “una monstruosa tiranía, jamás superada en el tenebroso y lamentable catálogo de los crímenes humanos”. Apeló a la democracia de EEUU: “Dadnos los instrumentos y acabaremos la tarea”. EEUU empezó a responder.

Desde 1939, y aun antes, el gobierno de EEUU había sido todo menos neutral. La opinión pública estaba muy dividida. Los aislacionistas se oponían a cualquier implicación en la guerra, convencidos de que Europa estaba desahuciada, o de que EEUU no podía salvarla, o de que los alemanes vencerían, de todos modos, antes de que EEUU pudiese actuar, o de que Hitler, aunque venciese en Europa, no constituía ningún peligro para EEUU. Los intervencionistas optaban por la ayuda inmediata a los aliados, convencidos de que Hitler era una amenaza real, de que el fascismo debía ser destruido, o de que los nazis, si sometían a toda Europa, no tardarían en entrometerse en las repúblicas americanas. Roosevelt era un intervencionista que, convencido de que la seguridad del país estaba en peligro, trató de aunar la opinión nacional, declarando que EEUU debía ayudar decididamente a los aliados, sin entrar en la lucha, adoptando “medidas casi de guerra”. Su adversario republicano de 1940, Wendell Willkie, adoptó idéntica actitud.

La legislación de neutralidad de mediados de los años treinta se revisó en noviembre de 1939, revocándose la prohibición de la venta de armas. Roosevelt describía a Gran Bretaña y al imperio británico como “la vanguardia de la resistencia frente a la conquista del mundo”; EEUU sería “el gran arsenal de la democracia”. En junio de 1940, inmediatamente después de Dunquerque, EEUU hizo un primer envío de armas a Gran Bretaña. Unos meses después, EEUU le facilitó 50 destructores, a cambio de instalar bases en Terranova, las Bermudas y las islas británicas del Caribe. En 1941 adoptó una política de “préstamos y arriendos”, que constituía un programa de abastecimiento de armas, materias primas y alimentos a las potencias en guerra contra el Eje. Al mismo tiempo, en 1940 y 1941, EEUU introdujo el reclutamiento, organizó su ejército y su fuerza aérea y proyectó una escuadra para ambos océanos. Se hicieron planes para unificar la defensa del continente con las repúblicas latinoamericanas. Para proteger su marina mercante, se aseguraron bases en Groenlandia e Islandia, y escoltaban a la marina mercante aliada hasta Islandia. En octubre de 1941, los submarinos alemanes hundieron un destructor de EEUU. De no haber surgido por otras causas, es probable que los alemanes, como en 1917, hubieran acabado por provocar la guerra con EEUU para detener la corriente de ayuda a sus enemigos.

Mientras tanto, después de la caída de Francia, los alemanes estaban considerando la invasión de Inglaterra. Pero no habían calculado unos éxitos tan rápidos y fáciles en Europa, no tenían planes practicables para una invasión inmediata, y necesitaban dominar el aire antes de poder llevar a cabo una invasión por mar. Además, siempre había la esperanza de que los ingleses pidiesen la paz, o incluso de que se convirtiesen en aliados de Alemania (así pensaba Hitler). El asalto a Inglaterra, que se inició aquel verano y alcanzó su culmen en el otoño de 1940, adoptó la forma de una ofensiva aérea. Nunca hasta entonces se habían producido bombardeos tan duros. Pero los alemanes no lograron el dominio del aire en la batalla de Inglaterra. La RAF británica derribaba a los bombarderos cada vez con mayor éxito; los nuevos recursos del radar ayudaban a descubrir la proximidad de los aviones enemigos. Aunque Coventry fue arrasada, y la vida y la industria de otras ciudades duramente quebrantadas, y murieron miles de personas (20.000 sólo en Londres), la actividad productiva del país continuó. Y, en contra de las predicciones de muchos teóricos de la fuerza aérea, los bombardeos no destruyeron la moral de la población civil.

En el invierno de 1940-1941, los alemanes comenzaron a orientarse hacia el este. Hitler aplazó sine die la invasión de Inglaterra, por la que, de todos modos, no parece que sintiera nunca mucho entusiasmo. Había decidido no comprometer sus recursos en una invasión a Inglaterra, sin haberse librado previamente de Rusia, proyecto que estaba mucho más cerca de su corazón.

C. La invasión nazi de Rusia: el frente ruso, 1941-1942.

El pacto nazi-soviético nunca fue un entendimiento cálido y armonioso. Es probable que las dos partes lo suscribiesen, sobre todo, para ganar tiempo, previendo la guerra de la una contra la otra. La URSS ganó también espacio, al empujar sus fronteras hacia el oeste. No tardaron las dos potencias en comenzar a disputar a causa de la Europa oriental. La URSS, con su aliado nazi preocupado por la guerra, esperaba lograr una mayor influencia en el Báltico y en los Balcanes. Había ocupado ya la Polonia oriental y los estados bálticos, y conquistado zonas de Finlandia. En junio de 1940, con el disgusto de los alemanes, habían convertido a los tres estados bálticos en nuevas repúblicas de la URSS. Los “barones” de la antigua clase terrateniente alemana, que había vivido allí durante siglos, se vieron desarraigados y devueltos a suelo alemán. Al mismo tiempo, la URSS tomó a Rumania la región de Besarabia (que había perdido en la 1ª G.M.) y la incorporó como otra nueva república. Los soviéticos se extendían hacia los Balcanes, otra área de interés histórico ruso, y parecían decididos a lograr el control de la Europa oriental.

Todo ello preocupaba a Hitler, que quería reservarse para sí la Europa oriental, como un complemento de la Alemania industrial. Hitler maniobró para colocar a los Balcanes bajo control alemán. A comienzos de 1941 chantajeó, o, mediante concesiones territoriales, halagó a Rumania, Bulgaria y Hungría: se convirtieron en miembros menores del Eje y fueron ocupadas por tropas alemanas, Yugoslavia también fue ocupada, a pesar de la resistencia del ejército y de la población. Grecia fue igualmente sometida, con la llegada de los alemanes para ayudar a las tropas de Mussolini en apuros. Hitler detuvo así la expansión rusa en los Balcanes, e incorporó esa zona al nuevo orden nazi. Las campañas balcánicas demoraron sus planes, pero ahora, para acabar con la amenaza del Este y apoderarse de las cosechas de trigo de Ucrania y de los pozos petrolíferos del Cáucaso, núcleo del “corazón” eurasiático, Hitler atacó. Tras el mutuo engaño, prolongado desde el pacto de 1939, Hitler invadió Rusia, el 22 de junio de 1941.

El ejército alemán, junto con tropas finlandesas, rumanas, húngaras e italianas, lanzó 3 millones de hombres contra Rusia, en un frente de 3.000 Km. Una rápida batalla de movimiento llevaba a otra. Los rusos resistían, pero tenían que retroceder. En el otoño de 1941, los alemanes se habían hecho con Bielorrusia y la mayor parte de Ucrania. En el norte, sitiaron Leningrado; en el sur, sitiaron Sebastopol. En el centro del extenso frente, los alemanes, aunque victoriosos, estaban agotados a unos 35 Km. de Moscú. Pero las fuerzas alemanas, excesivamente confiadas, no habían contado con la tenacidad de la resistencia rusa, ni estaban preparadas para luchar en el duro invierno ruso. Una contraofensiva, lanzada en el invierno de 1941-42, salvó Moscú. Hitler, disgustado e intransigente con sus subordinados, tomó el mando directo de las operaciones; desplazó el ataque principal hacia el sur y comenzó una gran ofensiva en el verano de 1942 hacia los campos de petróleo del Cáucaso. Sebastopol cayó pronto y comenzó el sitio de Stalingrado.

D. El “nuevo orden”: la Europa alemana y el holocausto.

En la primavera de 1942, el dominio alemán se extiende desde el cabo Norte hasta Libia y desde Bretaña hasta el Volga y el Cáucaso. El acelerado ritmo de anexión y las intenciones de Hitler hacen de esta vasta extensión un conglomerado de territorios con estatutos diferentes.

Las regiones que ya habían pertenecido al Reich son “reincorpora­das”: Eupen y Malmedy (Bélgica), Luxemburgo, Alsacia y Lorena, algunas zonas de Eslovenia, Dantzig, Posnania y Alta Silesia (Polonia); Schleswig (Dinamar­ca) es una excepción. Se prohíben las lenguas no alemanas y se introducen las leyes del Reich, se decreta el reclutamiento obligatorio y se expulsa a los “extranjeros” (como los loreneses francófo­nos). El traslado de poblaciones remacha la unificación (por ejemplo, alsacianos llevados a la otra orilla del Rin). En los demás territorios, y en espera de la victoria total, los nazis procuran lo más urgente, su integración al esfuerzo de guerra. Las regiones ocupadas de la URSS y las zonas de Europa expuestas a los ataques británicos quedan bajo administración militar. Países Bajos y Noruega tienen un alto comisario alemán, también Bohemia, “protectorado del Reich”. Están, además, los estados satélites, convertidos en aliados y dirigidos por dictadores inspirados más o menos en el modelo nazi: Eslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Serbia y la Francia de Vichy. España se identifica ideológicamente con el Eje, y las neutrales Suecia y Turquía tienen que integrarse comercial­mente en el bloque.

Económicamente, se explota a toda Europa. Al principio, las requisas son la regla y lo seguirán siendo en Polonia, Yugoslavia y la URSS. Pero en Europa occidental se usan métodos más sutiles y eficaces. El cambio del marco, convertido en moneda europea, se revalúa para facilitar las compras a bajo precio; además, el mantenimiento de las tropas de ocupación corre a cargo de los países ocupados, lo que aporta a Alemania créditos casi ilimitados, que permiten comprar casi toda la economía europea. Al mismo tiempo, “acuerdos” comerciales, aplicados unilateral­mente, dirigen abundantes artículos alimenticios hacia Alemania. El plan alemán se dibuja poco a poco: al Reich se le reserva, junto con la autoridad política, la dirección económica de una Europa “unificada”, uno de los leitmotiv de la propaganda alemana; Alemania se atribuiría el monopolio de la industria pesada, base del poder, al mismo tiempo que el de la cultura, que aporta el prestigio; los otros países se destinarían a apor­tar, en una especie de “pacto colonial”, materias primas y alimentos. Una inmensa empresa de colonización había iniciado ya durante el conflicto la instalación de colonos germanos en los territo­rios poblados de eslavos (también en Lorena y las Ardenas), en una misión a la vez de revaloración y de defensa del imperio alemán.

En los países ocupados, los vencedores proclaman la instauración de un orden nuevo. La propaganda nazi es particularmente hábil y tenaz. Se ejerce por todos los medios: prensa, libros, cine, y sobre todo la radio. Las bibliotecas son depuradas, se organizan conferencias, conciertos, exposiciones o representaciones teatrales. Se aplican los métodos introducidos con éxito en Alemania por Goebbels. Al mismo tiempo, una férrea censura se esfuerza en prohibir toda desviación y reiterar hasta la saciedad los mismos eslóganes: maldad de los comunis­tas, las democracias liberales, los masones y los judíos; superiori­dad histórica del nacional-socialismo; promesas de paz y prosperidad en una Europa por fin reconciliada bajo el dominio alemán, etc. Mientras duraron las victorias de la Wehrmacht, esta propaganda cosechó sus frutos.

Por ideología, oportunismo o venalidad, hubo grupos dispuestos a integrarse en ese “orden nuevo”. Fueron los colaboracionistas, que aparecen por doquier, excepto en Polonia y la URSS, donde la dureza de la ocupación hizo que la población reaccionara unánimemente contra el ocupante, a pesar del separatismo de las minorías alógenas. La mayoría eran movimientos fascistas que ya existían antes de la guerra y cuya afiliación aumentó; otros, como el Partido Popular Francés, se hicieron germanófilos o se crearon con dinero alemán. Estos grupos imitaban al nazismo, con sus ritos, y aportaban colaboradores a la policía alemana en sus tareas represivas. En Noruega, se instaló en el poder al fascista Quisling, pero, normalmente, los alemanes prefirieron reservar a los colabora­cio­nistas para que presionaran a las autoridades establecidas, como el caso de la Guardia de Hierro en la Rumania de Antonescu o el de las agrupaciones de la Francia ocupada respecto al gobierno de Vichy. Por otra parte, estos grupos colaboracionistas no consiguieron, excepto quizás en Flandes y Croacia, reunir grandes masas de afiliados.

Los colaboracionistas trataron de compaginar su naciona­lismo con la aceptación del dominio del ocupante. Esta contradicción fue muy notable en el régimen de Vichy. Nacido de la derrota, se benefició del descrédito de la Tercera República y de los partidos políticos en el poder­. Su líder, el mariscal Pétain, disfrutaba de una gran popularidad y, en el verano de 1940, consiguió, al menos en el sur, el apoyo de casi todos. Pero una serie de medidas comprometieron estas premisas favorables. Por un lado, instauró un nuevo régimen (la “Revolución Nacional”), semejante en algunos aspectos al fascismo, que se mantenía gracias a la aprobación del ocupante alemán y que supuso la persecución de comunistas, socialistas, judíos y masones franceses. Por otro, convencidos de que la victoria alemana era definitiva, se empeñaron en una política de colaboración con el vencedor, esperando así obtener una suavización de las cláusulas más duras del armisticio, especialmente, el regreso de los prisioneros de guerra. Pero Hitler no cedió en nada y la política de colaboración sirvió al ocupante sin aportar nada a los franceses; peor todavía, fue a contracorriente de la evolución de la guerra: los fracasos de la Wehrmacht hicieron evidente a los franceses que su liberación sólo sería posible con la victoria aliada.

El comportamiento de los ocupantes, cada día más riguroso dados sus fracasos y sus necesidades, mal podía conciliar­les con la población. Una consecuencia de la “guerra relámpago” fue la captura de millones de prisioneros de guerra, que se pudrían en los campos de detención. Los alemanes querían emplear esta mano de obra poco costosa y no sólo los liberaban con cuentagotas, sino que ejercían sobre ellos toda clase de presiones para someterlos a su voluntad. Además, a los prisioneros soviéti­cos, como la URSS no había firmado la Convención de Ginebra, los sometieron a las más crueles represalias al no protegerlos ningún acuerdo internacional.

Cuando la autoridad militar ejercía el poder, aplicaba severamente la ley marcial. Los adversarios eran juzgados como espías, internados y, a menudo, fusilados. El sistema de rehenes (esto es, el sancionar a inocentes al no poder descubrir a los culpables) era una crueldad moderada comparada con las de las SS nazis­. En la URSS y desde el principio de la invasión, la Wehrmacht había aceptado que las SS fueran las encargadas de “asegurar el orden” en la retaguardia; el decreto “noche y niebla”, aprobado en diciembre de 1941, autorizaba la total arbitrariedad de sus actuaciones­. A partir de entonces, las ejecuciones de comunistas y de judíos, enemigos reales o supuestos, se multiplicaron, unidas a matanzas colectivas, destruccio­nes de pueblos y traslados brutales de poblaciones. Estos métodos de terror sistemático se introdujer­on en Europa occidental a partir de 1943; los sospechosos de hostilidad hacia el ocupante fueron cruelmente torturados.

Los campos de concentración, institución típicamente nazi, dependían de las SS. Creados en principio para “reeducar” a los alemanes hostiles al régimen, se multiplicaron tras el inicio de la guerra y se transformaron en ciudades internacionales de varios miles de habitantes, verdaderas fábricas de la muerte. Algunos de estos campos (como el complejo de Auschwitz-Birkenau) se reservaron a los judíos. El odio que les profesaban los nazis no tenía límites: el judío acumulaba todas las taras físicas, intelectuales y morales; se les consideraba creadores del capitalismo, de la democracia y del comunismo; la “solución final” debía extirparles como la “antirraza”. Los judíos fueron humillados, excluidos de la comunidad, expoliados mediante la “arianización” de las empresas, encerrados en guetos en Europa oriental y conducidos a campos especiali­zados donde eran exterminados en masa: seis millones, quizá, perecieron de esa forma.

D. 1942, el año de la consternación: Rusia, África del Norte, el Pacífico.

En el verano de 1942, un año después de iniciada la invasión de la URSS, el frente alemán llegaba desde la sitiada Leningrado al norte, pasando por las inmediaciones occidentales de Moscú y Stalingrado, a orillas del Volga, hasta el Cáucaso en el sur; los alemanes estaban a 150 kms del mar Caspio. Los soviéticos cambiaron espacio por tiempo: si bien la cuenca industrial del Don y la Ucrania productora de alimentos estaban ocupadas y las entregas de petróleo del Cáucaso resultaban inciertas, los soviéticos seguían luchando; las industrias se trasladaron a las nuevas ciudades de Siberia y de los Urales, y ni la economía ni el gobierno soviéticos habían sido alcanzados aún en un punto vital. Una política de tierra quemada, en la que las tropas en retirada destruían cosechas y ganados, y las guerrillas hacían lo mismo con las industrias y los medios de transporte, impedía que sus recursos cayeran en manos de los invasores.

Al mismo tiempo, a finales de 1942, el Eje también avanzaba en África del Norte. Allí, las campañas del desierto habían comenzado en septiembre de 1940 con una ofensiva italiana desde Libia hacia el este, que logró penetrar en Egipto. Lo que estaba en juego era muy importante: el control de Suez y del Mediterráneo. En el apogeo de la batalla de Inglaterra, Churchill había decidido enviar abastecimientos vitales y hombres a África del Norte. Para satisfacción de los ingleses, una contraofensiva lanzada frente a fuerzas muy superiores en número arrojó a los italianos de Egipto, y, a comienzos de 1941, los ingleses penetraron profundamente en Libia. Poco después, los ingleses invadían Etiopía y acababan por completo con el efímero imperio mussoliniano del África Oriental; la escuadra italiana también sufrió descalabros. Pero en África del Norte la suerte era variable. Una fuerza de elite alemana, el Afrika Korps del general Rommel, reorganizó los ejércitos del Eje, y, en la primavera de 1941, atacó en Libia. Los ingleses, con sus fuerzas reducidas a causa de los traslados hechos al frente griego, fueron rechazados hasta la frontera egipcia. Unos meses más tarde, en una segunda ofensiva, los ingleses penetraron una vez más en Libia. Y otra vez cambió la suerte. A mediados de 1942, Rommel había rechazado a los ingleses y penetrado en Egipto. Los ingleses se situaron en El Alamein, a unos 100 km de Alejandría, de espaldas al Canal de Suez. Allí contuvieron a los alemanes.

Pero en 1942 parecía que los ejércitos del Eje, abriéndose camino por el Cáucaso y por el istmo de Suez, podrían encerrar todo el Mediterráneo y el Oriente Medio en una gigantesca tenaza, e incluso, avanzando hacia el este, establecer contacto con sus aliados los japoneses, que en ese momento estaban penetrando en el océano Indico.

La situación en el Pacífico también estalló en la segunda mitad de 1941. Fue Japón el que acabó arrastrando a EEUU a la guerra. Desde 1931 Japón libraba una guerra contra China. Los expansionistas japoneses veían una ocasión propicia para afirmarse en todo el Lejano Oriente. En 1940 habían consolidado su alianza con Alemania e Italia, mediante un pacto tripartito; al año siguiente firmaron un tratado de neutralidad con la URSS. Los japoneses obtuvieron del gobierno de Vichy varias bases militares y otras concesiones en Indochina, y comenzaron la ocupación de esa zona. EEUU decretó el embargo de las exportaciones a Japón de materiales como chatarra y acero. Dudando en precipitar una ofensiva japonesa hacia Indonesia y otras partes, el gobierno de EEUU trataba aún de conocer las ambiciones japonesas en el sudeste asiático. El nuevo primer ministro japonés, general Tojo, inquebrantable adicto al Eje, proclamó que la influencia de Gran Bretaña y EEUU tenía que ser eliminada totalmente de Oriente, pero accedía a enviar negociadores a Washington. Mientras éstos mantenían conversaciones con el Secretario de Estado, el 7 de diciembre de 1941, sin advertencia alguna, los japoneses lanzaron un terrible ataque aéreo contra la base naval de Pearl Harbor (islas Hawaii) y comenzaron la invasión de Filipinas. Simultáneamente, atacaron Guam, Midway, Hong Kong y Malaya. Los norteamericanos fueron cogidos por sorpresa en Pearl Harbor; cerca de 2.500 murieron; la flota quedó inutilizada temporalmente, lo que permitió a Japón campar por sus respetos en el Pacífico occidental. EEUU y Gran Bretaña declararon la guerra a Japón el 8 de diciembre. Tres días después, Alemania, Italia y los demás satélites del Eje, declaraban la guerra a EEUU.

Los japoneses, atravesando Malaya por tierra, se apoderaban, dos meses después, de Singapur, base naval británica con una larga leyenda de inexpugnable. El hundimiento desde el aire del formidable acorazado británico Prince of Wales, aumentó la consternación. En 1942, los japoneses conquistaban las Filipinas, Malaya e Indonesia; invadían Nueva Guinea y amenazaban a Australia; penetraban en las Aleutianas; se adentraban en el océano Indico, ocupaban Birmania, y parecían a punto de invadir la India. En todas partes encontraban fáciles colaboradores entre los enemigos del imperialismo europeo. Mantenían la idea de una “Gran Área de Coprosperidad” del Asia Oriental bajo la dirección japonesa, en la que el único elemento claro consistía en que los blancos europeos debían ser expulsados. Mientras tanto, los alemanes permanecían en el Cáucaso y cerca del Nilo. Y, en el Atlántico, incluso junto a las costas de América del Norte y del Sur, los submarinos alemanes hundían barcos aliados a un ritmo sin precedentes. El Mediterráneo era inutilizable. Para los aliados, 1942 fue el año de la consternación. A pesar de ciertas victorias navales aliadas, el verano y el otoño de 1942 constituyeron el peor período de la guerra. El general Marshall, jefe del Estado Mayor de EEUU, escribía, unos años después, que fueron pocos los que se dieron cuenta de que Alemania y Japón estuvieron “muy cerca de la total dominación del mundo”, y de que “el delgado hilo de la supervivencia aliada estuvo sumamente tenso”.

E. La Gran Asia japonesa.

El imperio japonés (la “Gran Asia japonesa” o “área de coprosperi­dad”) se extendía por todo el litoral del Asia oriental, de Manchuria a Birmania, y comprendía los archipiélagos del Pacífico occidental hasta las islas Aleutianas y Nueva Guinea. Su superficie, tierras y mares, era 1/8 del globo. Los japoneses creían en su misión histórica: demostrar que un pueblo de color era superior a la raza blanca, de la que había sabido utilizar la ciencia y la técnica, conservando su originalidad congénita; después guiarían a los otros pueblos colonizados hacia la liberación y el progreso. Ya se habían efectuado intentos a este respecto antes de la guerra para colocar bajo el pabellón nipón a los nacientes nacionalismos; después de la conquista se implantó un “Consejo de la Gran Asia” y, luego, un ministerio con vistas a la administración directa o la anexión.

A corto plazo, Japón quedó atrapado en la misma contradicción que Alemania. Necesitaba defender su imperio y ponerlo al servicio de su economía de guerra para hacerse con recursos energéti­cos y materias primas de las que carecía y que una guerra larga hacía aún más necesarios: carbón, petróleo, estaño, caucho. Los territorios conquista­dos quedaron, pues, bajo la autoridad militar. La dualidad marina-ejército y la envidiosa autonomía de cada mando en su teatro de operaciones entorpe­cie­ron una dirección conjunta desde Tokio. Por falta de tiempo, capital y técnicos, los japoneses no lograron desarrollar los recursos de los países conquistados y se contentaron con reemplazar como pudieron a los colonizado­res europeos y proceder a una explotación en las mejores condicio­nes para ellos. Por último, no estaban exentos de un complejo de superioridad, generador de desprecio por las poblaciones “liberadas”.

Fue grande la tentación de imponer la ley japonesa, así como la lengua, las costumbres e incluso la religión, con lo que, ante las élites indígenas, aparecieron como nuevos colonizado­res, no más queridos que sus predecesores. Además, el porvenir de la “Gran Asia japonesa” era tan impreciso como el de la Europa alemana. Una cosa era cierta: China era demasiado grande para Japón; no pudo ocuparla ni conquistarla por entero. Su dominio sólo fue total en Manchuria, convertida en un país satélite teóricamente independiente. A Birmania y Filipinas se pensó darles un estatuto análogo en 1943, así como a los estados malayos y las Indias holandesas al finalizar la guerra. Borneo y Nueva Guinea fueron consideradas pura y simplemente colonias.

La fidelidad de Tailandia se compró con anexiones en detrimento de Camboya. Pero en Indochina, Japón conservó, por comodidad, la administración francesa, al menos hasta marzo de 1945, subsistiendo así un ambiguo colonialismo europeo. En cuanto a la India, parece que los japoneses no la juzgaron lo suficientemente madura para administrarse ella misma; de todas formas, incluso durante la guerra, estuvo fuera de su alcance.

Japón pudo servirse de sus ciudadanos que, como comerciantes o industriales, vivían ya en los países conquistados. El empuje de los nacionalismos autóctonos suscitado por la victoria japonesa también facilitó la tarea. En China se creó en Nanking un gobierno rival del de Chiang Kai-Chek que pedía la integración de China en la nueva Asia. Para sublevar a la India utilizó a un miembro del Partido del Congreso, Chandrah Bose, que, a diferencia de Nehru y Gandhi, quería aprovecharse de las dificultades de los británicos para expulsarlos; a tal fin los japoneses equiparon un pequeño ejército de voluntarios reclutados entre los prisioneros de guerra hindúes.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 23




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