Nacido en el seno de una noble familia guipuzcuana, Iñigo hijo decimotercero y último de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, con temperamento vehemente, audaz y ambicioso. Era un paje apuesto, generoso y batallador, pero los libros le dejan indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, andar en revueltas de armas, esgrimir la lanza y galantear.
La gran pasión de Iñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Resistió, efectivamente, hasta que una bala de cañón le dejó destrozada una pierna y herida la otra.
Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió que le trajesen libros de caballerías, pero por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la vida de Cristo.
Después de muchos meses de forzado encierro, se dirigió en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat; meditaba penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido de Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta.
Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados; se había convertido en un maestro de la vida espiritual. De esta manera nació un libro breve, el Libro de los Ejercicios. Los ejercicios tuvieron toda su eficacia en San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
San Ignacio, durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y a principios de 1522 aparece en Barcelona. Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista, a raíz de ello se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses.
Reconocida su inocencia, san Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado; dejó aquella universidad y se dirigió a la de París. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos, otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le unió fue Pedro Fabro. Poco después Francisco de Javier, siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón.
Al empezar el invierno de 1536 se junta con sus compañeros y dan a su sociedad el nombre de la Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico (Iñigo) por el latino Ignacio.
Alentado por una visión toma el camino de Roma con dos de sus compañeros.
En sus conversaciones con el Pontífice empezó San Ignacio a esbozar una orden nueva.
El 27 de Septiembre de 1540 aparecía la Bula por la cual Pablo III aprobaba la nueva fundación, esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús.
Los tres últimos lustros de su vida San Ignacio los pasó en el Gesù de Roma. Escribe Las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todo el mundo.
Era un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el mundo se indisciplinaba.
Toda la vida de San Ignacio está en el lema que señaló a la compañía “Ad maiorem Dei gloriam”.
Sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro hacen de él un tipo perfecto de hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios.