Historia


Revolución Rusa


Tema 7. La revolución rusa

Lectura 15. El triunfo del bolchevismo

La revolución rusa de 1917, que dio origen a la Unión Soviética (URSS o Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), no ha sido menos importante que la lª G.M. como fuerza modeladora del siglo XX y fue hija de la misma guerra. Parecía evidente en esos años que el viejo mundo estaba condenado a desaparecer. La humanidad necesitaba una alternativa: los partidos socialistas, apoyados en las clases trabajadoras y convencidos de la inevitabilidad histórica de su victoria, encarnaban ya en 1914 esa alternativa en muchos países europeos. Parecía que sólo faltaba una señal para que los pueblos se levantaran a sustituir el capitalismo por el socialismo, transformando los sufrimientos inútiles de la guerra en un acontecimiento más positivo: los dolores del parto de un nuevo mundo. Fue la revolución bolchevique de 1917 la que lanzó esa señal al mundo, convirtiéndose en un acontecimiento tan crucial para la historia de este siglo como la revolución francesa de 1789 para el siglo XIX. Ambas fueron movimientos de liberación, la una contra el “feudalismo” y el “despotismo” y la otra contra el “capitalismo” y el “imperialismo”. No fueron un movimiento estrictamente nacional, sino que dirigieron sus mensajes al mundo entero. Ambas tuvieron seguidores en todos los países y suscitaron un fuerte rechazo entre aquellos cuya concepción de la vida estaba en peligro.

La expansión de la revolución rusa no tiene parangón desde las conquistas del Islam en el siglo VII. Treinta y dos años después de 1917, un tercio de la humanidad vivía bajo regíme-nes que derivaban directamente de la revolución de octubre y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista. Desde Pedro el Grande, Rusia siempre había mirado hacia Europa y hacia Asia. Hacia 1900 era el menos desarrollado de los grandes países europeos, pero también la zona más desarrollada del mundo no europeo. Su revolución podía ganar la simpatía de la izquierda europea, porque reforzaba la vieja oposición socialista al capitalismo. Y suscitaba también el interés de pueblos sometidos de otros continentes, porque denunciaba el imperialismo, afirmando que éste era, sencillamente, la “fase superior” del capitalismo, y que los dos debían ser derribados juntos. La URSS, una vez establecida, pasó a ocupar una posición intermedia entre Occidente y el Tercer Mundo. En Occidente, se la temió o admiró hasta la década de 1980 como la última palabra en revolución social. En el Tercer Mundo, sugería nuevos planteamientos, un nuevo modo de llegar a ser moderno sin ser capitalista ni europeo, un paso en una rebelión de dimensión mundial contra la supremacía europea.

1. La Rusia zarista y las revoluciones de 1917.

A. Rusia en torno al cambio de siglo.

a. Autocracia y represión.

A lo largo del siglo XIX la autocracia zarista se desarrolló como una poderosa máquina de gobierno sobre sus súbditos, mientras la clase dominante se occidentalizaba, las masas se hundían cada vez más en la servidumbre y se desarrollaba una intelligentsia, divorciada tanto del gobierno como del pueblo. En 1861 Alejandro II había liberado a los siervos y creado consejos provinciales y de distrito o zemstvos, elegidos fundamentalmente por los terratenientes y encargados de temas como carreteras, escuelas y hospitales.

En 1881, Alejandro II fue asesinado por miembros de la Voluntad del Pueblo. Su hijo, Alejandro III (1881-1894), trató de aplastar la revolución y de silenciar incluso la crítica moderada. Los revolucionarios y los terroristas fueron desterrados. Los judíos fueron objeto de los progroms más duros hasta entonces. El imperio adoptó un programa de rusificación sistemática. Polacos, ucranianos, lituanos, caucasianos, las dispersas comu­nidades alemanas, los diversos grupos musulmanes, sufrieron el proyecto de asimilación forzosa a la cultura de la Gran Rusia. El cerebro y responsable oficial fue Pobiedonostsev, procurador del Santo Sínodo, o cabeza laica de la Iglesia Ortodoxa Rusa, después del zar. Pobiedonostsev consideraba Occidente como algo ajeno y malvado. Criticaba el racionalismo y el liberalismo, afirmaba que los eslavos tenían un carácter nacional propio, y soñaba con hacer de la Santa Rusia una especie de comunidad religiosa, en la que un clero disciplinado protegería a los fieles contra las insidiosas influencias de Occidente.

Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XIX, Rusia se integró, más que nunca, en la civilización europea. La novela rusa se hizo famosa en todo occidente, donde se leía a Tolstoi (1828-1910), Turgueniev (1818-1883) o Dostoievsky (1821-1881), como autores de la gran familia cultural europea. Las músicas de Tchaikovsky (1846-1893) o Rimsky-Korsakov (1844-1908), que revelaban el carácter ruso, se hicieron familiares en Europa y América. Los rusos contribuyeron también a las ciencias, en especial la química. Se les consideraba dotados para los más abstractos ejercicios intelectuales, como la matemática, la física o el ajedrez.

b. El impulso industrializador.

Desde 1880, Rusia empezó a incorporarse a la revolución industrial y a ocupar su puesto en la economía mundial. En el país entró capital europeo para financiar ferrocarriles, minas y fábricas (así como el ejército y la administración): en 1914 Europa había invertido en Rusia tanto como en EELJU, unos 4.000 millones $. En 1897, el gobierno del conde Witte adoptó el patrón oro e hizo convertible su moneda. Entre 1888 y 1913, la longitud de las vías férreas se multiplicó por más de dos, la de las líneas telegráficas por cinco, el número de oficinas de correos por tres, y el de cartas enviadas por siete. Aunque aún subdesarrollada según el modelo europeo, pues no tenía, por ejemplo, industria de maquinaria ni plantas químicas, Rusia se industrializaba deprisa. Entre 1880 y 1913, el valor de las exportaciones pasó de 400 millones de rublos a 1.600, y las importaciones, aunque menores, se quintuplica­ron (sobre todo, té, café, máquinas y artículos industriales fabricados en Europa occidental).

La industrialización rusa originó, lógicamente, un crecimiento de la burguesía y del proletariado, si bien su número no era aún muy alto. La situación de los obreros, con duras jornadas de once o más horas y salarios bajos, era similar a la de los obreros ingleses o franceses antes de 1850. Los sindicatos eran ilegales y las huelgas estaban prohibidas. No obstante, el estallido de grandes huelgas en los años 1890 llamó la atención sobre la miseria de los nuevos obreros. La industria rusa estaba muy concentrada; la mitad de los obreros trabajaba en fábricas con más de 500 trabajadores, en las que resultaba más fácil organizarse sindicalmente y movilizarse políticamente. La clase empresarial era, en relación, más débil, dado que la propiedad de muchas fábricas estaba en manos extranjeras. Otras pertenecían al gobierno zarista; Rusia era el país cuyo Estado controlaba una parcela más extensa de la economía. Además, en Rusia el gobierno era un gran prestatario de Europa.

Algunos empresarios y profesionales liberales, junto a terratenientes emprendedores, constituyeron en 1905 el Partido Constitucional Democrático (K.D., por lo que se les llamaba “cadetes”) al que se sumaron muchos de los que dominaban los zemstvos provinciales. Eran liberales en el sentido occidental, y pensaban menos en los problemas de los obreros o de los campesinos que en la necesidad de un parlamento nacional para controlar la política estatal.

Rusia seguía siendo básicamente agrícola. Sus exportaciones eran, sobre todo, productos agrarios. Los campesinos constituían el 80% de la población. Libres de sus señores desde 1861, vivían en comunas o mirs. En la mayoría de ellas, la tierra se dividía y subdividía entre las familias por acuerdo de la comunidad, y nadie podía abandonarla sin autorización comunal. Los campesinos soportaban todavía una gran carga. Hasta 1906 siguieron pagando el dinero de la redención resultante de la Emancipación de 1861. También pagaban elevados impuestos, con los que el gobierno podía abonar los intereses de su deuda externa. La creciente exportación de cereales, utilizada también para pagar la deuda con Occidente, tendía a disminuir los alimentos de la mesa de los campesinos: muchos elegían el mejor trigo para vender y comían pan negro. La población campesina, en resumen, como en otros países, cargaba con una parte considerable de los costes de la industrialización.

Con tales presiones y dados sus primitivos métodos de cultivo, los campesinos seguían pidiendo tierra. Tanto las familias como los mirs tenían “hambre de tierra”. La Emancipación había puesto en manos de los campesinos, individual o colectivamente, casi el 50% de la tierra y en las décadas siguientes los campesinos aumentaron su parte, comprando a los burgueses (con créditos del gobierno). Los mirs no estaban quedando anticuados en absoluto: de hecho, compraban más tierra que los particulares y quizá la mitad de los campesinos valoraba más la seguridad comunal que la dudosa satisfacción de la propiedad privada. La excepción eran unos pocos campesinos más ricos y emprendedores, luego llamados kulaks, propietarios de varias hectáreas y que contrataban muchos jornaleros durante la cosecha. Estos kulaks se destacaban de las masas, que no les tenían ninguna simpatía. No obstante, hacia 1900 el cam-pesinado se hallaba bastante tranquilo, como si la tradicional rebeldía se hubiera apaciguado.

c. La aparición de partidos revolucionarios.

En la situación en que estaba el imperio ruso, muchos se sentían atraídos por la violencia. La intelligentsia revolucionaria, a diferencia de los liberales, aspiraba a derrocar por la fuerza al zarismo. Desde la época de los decembristas (1825), habían formado grupos secretos, con unos pocos cientos de miembros, preocupados por burlar a la policía zarista, que se infiltraba fácilmente entre ellos (en un congreso del partido bolchevique celebrado en 1913, de los 22 delegados presentes, al menos cinco eran espías del gobierno).

Los revolucionarios dedicaban su tiempo a interminables debates teóricos. En 1890 la gran cuestión consistía en saber dónde podrían encontrar sus tropas aquellos voluntariosos revolucionarios. ¿Cuál era la auténtica clase revolucionaria: los campesinos o los obreros?, los campesinos ¿eran proletarios en potencia o pequeños burgueses sin remedio?, Rusia ¿debía seguir el mismo camino que Occidente u otro diferente, debía pasar necesariamente por el capitalismo o podía saltárselo en su marcha hacia una sociedad socialista?

La mayoría de los intelectuales revolucionarios eran populistas. Algunos seguían viendo el terrorismo como necesario. En general, tenían una fe ciega en la fuerza del pueblo ruso, y, como éste era sobre todo campesino, se interesaban por sus problemas. Admiraban el mir, en el que veían plasmada la idea socialista de la “comuna”. Leían y respetaban a Marx y a Engels (fue un populista el primero que tradujo el Manifiesto Comunista al ruso), pero no creían que la única clase revolucionaria fuese el proletariado urbano. Tampoco creían que el capitalismo tuviera que preceder de forma inevitable al socialismo. Decían que Rusia podía ahorrarse los horrores del capitalismo. Apoyaban el fortalecimiento del mir y el reparto igualitario de la tierra, y pensaban que la revolución podía ser pronto una realidad. Este sentimiento populista se plasmó en el Partido Social Revolucionario, fundado en 190 1.

Dos populistas, Plejanov y Axelrod, exiliados en Suiza en los años 1870, se pasaron al marxismo y en 1883 fundaron la organización de la que surgiría el Partido Socialdemócrata Ruso. Algunos marxistas empezaron a trabajar clandestinamente en la propia Rusia. Cuando en 1894 el joven Lenin conoció a su futura mujer, Krupskaya, ésta pertenecía ya a un círculo j

de marxistas. El hecho de que los campesinos permaneciesen tranquilos en los aflos 1890, mientras la industria, el trabajo fabril y las huelgas se desarrollaban rápidamente, indujo a algunos intelectuales a pasarse al marxismo. A Plejanov y Axelrod se unieron, como jóvenes dirigentes, Lenin (1870-1924), Trotsky (1879-1940), Stalin (1879-1953) y otros.

De ellos, fue Lenin el que sería aclamado por el comunismo como padre, después de Marx. Lenin era un hombre bajo, vivaz y con una mirada intensa y penetrante. Los pómulos salientes y los ojos un tanto oblicuos revelaban un origen asiático. La temprana calvicie le dejó una frente amplia, tras la que trabajaba una inteligencia incansable. Hijo de un inspector escolar que llegó a un alto puesto en la administración, su infancia fue cómoda hasta los 17 años, cuando su hermano mayor, estudiante en San Petersburgo, participó en un complot para asesinar a Alejandro III por lo que fue condenado a muerte. A causa de ello, Lenin tuvo que dejar sus estudios de Derecho. Pronto se hizo revolucionario profesional, viviendo pobre-mente del dinero del partido, procedente de donativos de simpatizantes acomodados.

En 1897 fue detenido y desterrado tres años a Siberia. Allí, el gobierno zarista trataba a los prisioneros políticos ilustrados con gran indulgencia. Vivían en casitas propias o como inquilinos de los lugareños. No se les exigía ningún trabajo. Recibían libros de Europa; se reunían y discutían, jugaban al ajedrez, iban de caza, escribían. Terminada su condena, Lenin se marchó, en 1900, a Europa occidental, donde permaneció hasta 1917, excepto algunos breves viajes secretos a Rusia. Su vigor intelectual, su impulso irresistible y su habilidad como táctico pronto le convirtieron en una fuerza dentro del partido.

En 1898, los marxistas que vivían en Rusia fundaron, animados por los emigrados, el Partido Socialdemócrata del Trabajo. A diferencia de los socialrevolucionarios, se inclinaban más por ver la revolución como un movimiento internacional, parte de un proceso histórico mundial. Para ellos, Rusia no era diferente de otros países, excepto que estaba menos desarrollada. Esperaban que la revolución mundial estallase primero en Europa occidental. Admiraban en especial al Partido Socialdemócrata Alemán, el más grande y próspero de todos los partidos que reconocían la paternidad de Marx. Si los socialdemócratas se volcaban hacia Europa más que los social­revolucionarios era porque muchos de sus dirigentes vivían allí exiliados. Pensaban que en Rusia debía desarrollarse el capitalismo, el proletariado industrial y la lucha de clases, antes de que pudiera producirse una revolución. Al ver al proletariado urbano como la verdadera clase revolucionaria, miraban al campesinado con recelo, ridiculizaban el mir y detestaban a los social-revolucionarios. Como Marx, los marxistas rusos desaprobaban el terrorismo. Por ello y porque su doctrina parecía un tanto académica y su revolución mas bien hipotética y lejana en el tiempo, los marxistas se vieron favorecidos por la policía zarista, que los consideraba menos peligrosos que los social-revolucionarios.

En 1903, los marxistas rusos celebraron un segundo congreso en Bruselas y Londres, al que asistieron exiliados como Lenin, delegados de la clandestinidad, socialdemócratas y otros grupos menores. El objetivo era unificar el marxismo ruso, pero, en realidad, lo rompió para siempre. Las dos facciones resultantes se llamaron bolcheviques (“mayoritarios”) y mencheviques (“minoritarios”). Lenin fue el autor principal de la ruptura. Aunque obtuvo la mayoría tras retirarse la Liga Judía y pidiendo votaciones por sorpresa sobre cuestiones tácticas, y aunque, después de 1903, fueron, en general, los mencheviques quienes contaron con la mayoría, Lenin persistió en el término bolchevismo por su connotación favorable. Formalmente, los socialdemócratas siguieron siendo un solo partido, pero estaban divididos irreconciliablemente. En 1912 el ala bolchevique se organizó como un partido separado.

El bolchevismo, o leninismo, se diferenciaba en cuestiones de organización y táctica. El partido debía ser una pequeña minoría revolucionaria, un duro núcleo de obreros seguros y leales. Los que deseaban un partido más amplio y abierto, con simples simpatizantes, se hicieron mencheviques. Lenin insistía en un partido muy centralizado, sin autonomía interna para grupos de cualquier tipo. Exigía una fuerte autoridad en la cúpula: ésta determinaría la doctrina (la “línea del partido”) y controlaría toda la organización. El partido se debía fortalecer con depuraciones, expulsando a quienes se desviasen de la opinión oficial. Los mencheviques llegaban a recomendar la cooperación con liberales o demócratas burgueses. Lenin sólo aceptaba tal cooperación como táctica temporal, sin ocultar que, al final, los bolcheviques debían imponer sus puntos de vista mediante la dictadura del proletariado.

Lenin afirmaba rígidamente los fundamentos marxistas: el capitalismo explota a los obreros y produce necesariamente el socialismo; la historia está determinada; la lucha de clases es ley social; la religión, el gobierno, la filosofía y la cultura son armas en esa lucha. Lenin acusaba a todo el que intentaba “añadir” algo a los principios básicos de Marx. “De la filosofía del marxismo, fundida en una sola pieza de acero, es imposible destruir una sola premisa básica, una sola parte esencial, sin desviarse de la verdad objetiva, sin caer en brazos de la falsedad burguesa reaccionaria”, escribía en 1908. Lenin encontró en el marxismo una teoría de la revolución que aceptó sin reservas. Su gran capacidad intelectual se dedicó a demostrar cómo el desarrollo de los hechos del siglo XX confirmaba el análisis del maestro.

El leninismo contribuyó mucho al movimiento revolucionario. Lenin era un activista. Fue el supremo agitador, un comandante en jefe de la lucha de clases, que podía escribir en poco tiempo un folleto polémico, dominar un congreso del partido o dirigir masas de obreros. A diferencia de Marx y Engels, Lenin preveía más claramente la posibilidad de que la dictadura del proletariado representase los deseos conscientes de una pequeña vanguardia y que tuviera que imponerse a grandes masas mediante un implacable uso de la fuerza.

Lenin desarrolló, sobre todo, la concepción marxista del partido, reforzada por su propia experiencia rusa. El partido era una organización en la que los intelectuales aportaban la dirección y la comprensión a los obreros. Sobre el sindicalismo centrado en las demandas cotidianas de los trabajadores, Lenin escribió: “El inconsciente incremento del movimiento obrero adopta la forma del sindicalismo, y éste significa la esclavitud mental de los obreros a la burguesía”. La tarea de la dirección del partido consistía en hacer a los sindicatos y a los obreros “conscientes” y, por tanto, revolucionarios. En posesión del conocimiento “objetivo” y correcto, la dirección no necesitaba escuchar las ideas espontáneas de los trabajadores, los campesinos o los miembros equivocados del partido o de otros partidos. La idea de que los intelectuales aportaban el cerebro y los obreros el músculo, de que una élite dirige mientras los trabajadores obedecen, era comprensible teniendo en cuenta la historia rusa, que había creado, de un lado, una intelligentsia dolorosamente autoconsciente, y, de otro, una clase obrera y un campesinado oprimidos, sin posibilidad de experiencia política propia. Este era uno de los rasgos distintivos del leninismo y de los más extraños al socialismo occidental.

B. De la revolución de 1905 a la Gran Guerra.

a. La revolución de 1905.

La creación, a principios de siglo, de los partidos Constitucional Democrático, Social­revolucionario y Socialdemócrata era un claro signo del descontento creciente. Ninguno era aún un partido en el sentido occidental, ya que en Rusia no había elecciones más allá del zemstvo provincial. Los tres eran núcleos de propaganda formados por dirigentes sin seguidores, por intelectuales con líneas divergentes de pensamiento. Todos, incluso los “cadetes”, eran vigilados por la policía y actuaban básicamente en la clandestinidad. Al mismo tiempo, a partir de 1900 hubo signos de una creciente inquietud popular. Los campesinos invadían las tierras e incluso se alzaban contra terratenientes y recaudadores de impuestos. Los obreros de las fábricas, ocasionalmente, se ponían en huelga. Pero ningún partido había establecido lazos sólidos con aquellos movimientos populares.

El gobierno se negaba a hacer cualquier concesión. Nicolás 11, zar desde 1894, era un hombre de estrechas miras. Al Padrecito todas las críticas le parecían simplemente infantiles. Instruido en su juventud por Pobiedonostsev, consideraba antirrusa toda idea que cuestionase la autocracia, la ortodoxia y el nacionalismo de la Gran Rusia. Incluso el liberalismo más moderado (que el gobierno fuera controlado por un Parlamento) les parecía al zar, a la zarina y a los altos funcionarios una monstruosa aberración. Según ellos, la autocracia era la mejor y la única forma de gobierno para Rusia, por ser la que Dios le había dado.

El primer ministro, Plehve, y los círculos de la corte creían que una guerra corta y victoriosa contra Japón crearía una mayor adhesión al gobierno. Pero la guerra se desarrolló tan mal que su efecto fue el contrario. Los críticos del régimen (excepto unos pocos marxistas internacionalistas) se asombraron ante la facilidad con que una potencia advenediza y asiática derrotaba a Rusia. Al igual que después de la guerra de Crimea, hubo un sentimiento general de que el gobierno había mostrado su incompetencia ante el mundo entero. Los liberales creían que los métodos secretos del gobierno, su inmunidad a la crítica y al control, le habían hecho torpe, obstinado e ineficiente, tan incapaz de ganar una guerra como de dirigir el desarrollo económico de Rusia. Pero era poco lo que los liberales podían hacer.

La policía había permitido al Padre Gapon organizar a los obreros de San Petersburgo, esperando contrarrestar así la propaganda de los revolucionarios. El pope se tomó en serio las reivindicaciones de los obreros. Estos creían, como sencillos campesinos recién instalados en la ciudad, que bastaba con llegar al Padrecito, el ser augusto situado por encima de los duros empresarios y los insensibles funcionarios, para que éste escuchara sus quejas y corrigiera los males de Rusia. Redactaron un escrito, pidiendo la jornada de ocho horas, un salario mínimo de un rublo diario, la destitución de los burócratas incapaces, y una Asamblea Constituyente democráticamente elegida, de la que saliera un gobierno representativo. Pacífica, respetuosa, cantando “Dios salve al zar”, una multitud de 200.000 hombres, mujeres y niños, se reunió ante el Palacio de Invierno un domingo de enero de 1905. Pero el zar había huido y sus oficiales se asustaron. Las tropas dispararon, matando a varios cientos de manifestantes.

El “domingo sangriento” acabó con el lazo moral sobre el que descansa todo gobierno estable. Los obreros, horrorizados, vieron que el zar no era su amigo. La autocracia se reveló como la fuerza que respaldaba a los odiados oficiales, a los recaudadores de impuestos, a los terratenientes y a los empresarios. Estalló una oleada de huelgas. Los socialdemócratas (más mencheviques que bolcheviques) salieron de la clandestinidad o del exilio para dirigir esos movimientos. Se formaron consejos (soviets) de trabajadores en Moscú y San Petersburgo. Los campesinos se alzaron espontáneamente en muchos lugares, ocupando tierras, quemando casas solariegas y atacando a sus propietarios. Los social-revolucionarios, naturalmente, trataron de ponerse al frente de ese movimiento. “Cadetes” liberales, profesores, ingenieros, hombres de negocios, abogados, dirigentes de los zemstvos provinciales, trataron también de tomar la dirección o, por lo menos, de utilizar la crisis para forzar al gobierno. Todos estaban de acuerdo en exigir que debía haber más representación democrática en el gobierno.

El zar accedió de mala gana y concedió lo menos posible. En marzo de 1905, prometió nombrar para el gobierno a hombres “que gozasen de la confianza de la nación”. En agosto (tras la desastrosa batalla de Tsushima), accedió a convocar una especie de Estados Generales, para los que campesinos, terratenientes y gentes de la ciudad votarían por separado. La revolu-ción seguía extendiéndose. El soviet de San Petersburgo, dirigido por mencheviques (Lenin aún no había vuelto a Rusia), declaró una huelga general en octubre. Pararon los ferrocarriles, los bancos, la prensa, e incluso los abogados se negaron a ir a sus despachos. La huelga se extendió a otras ciudades y al campo. Paralizado el gobierno, el zar lanzó su Manifiesto de Octubre: prometía libertades civiles, una Constitución y una Duma que sería elegida por todas las clases en igualdad y tendría poderes para elaborar leyes y controlar la administración.

El zar y sus consejeros pretendían dividir a la oposición con el Manifiesto de Octubre y lo lograron. Los “cadetes” creyeron que los problemas sociales podrían solucionarse a través de la Duma. Los liberales estaban asustados; los industriales tenían miedo de la fuerza demostrada por los trabajadores en la huelga general, y los terratenientes pedían restablecer el orden en el campo. Campesinos y obreros no se daban por satisfechos; aquellos querían más tierra y menos impuestos, y éstos, una jornada más corta y un salario más digno. Las diversas facciones revolucionarias incitaban la agitación popular, esperando conseguir la caída de la monarquía y la instauración de una república socialista. Creían también que el Manifiesto de Octubre era, en todo caso, un fraude, y que el zar se negaría a cumplirlo cuando desapareciera la presión revolucionaria. Los soviets seguían activos, las huelgas locales continuaban, y había motines entre los soldados en Kronstadt y entre los marineros de la flota del Mar Negro.

Pero el gobierno logró mantenerse. Con los liberales ahora inactivos o pidiendo orden, el gobierno detuvo a los miembros del soviet de San Petersburgo. Se firmó rápidamente la paz con Japón, y se trajeron del Lejano Oriente tropas dignas de confianza. Los dirigentes revolucionarios huyeron de nuevo a Europa, volvieron a la clandestinidad, o fueron detenidos y enviados a la cárcel o a Siberia; en el campo, hubo algunas ejecuciones.

b. La Duma y la frustración del parlamentarismo.

El resultado más importante de la revolución fue el de convertir a Rusia, al menos en apariencia, en un régimen parlamentario. La Duma prometida fue convocada. Desde 1906 hasta 1916, Rusia era, externamente, una monarquía constitucional. Pero Nicolás 11 pronto demostró que no pensaba hacer grandes concesiones. Redujo el poder de la nueva Duma, al anunciar, ya en 1906, que no controlaría la política exterior ni el presupuesto ni el gobierno. Su actitud frente a la monarquía constitucional siguió siendo contraria hasta 1917. El zarismo no permitió ningún tipo de participación del pueblo en el gobierno. Dentro de ese pueblo, los dos extremos eran igualmente impermeables al constitucionalismo liberal. Por la derecha, los obstinados defensores de la autocracia y de la iglesia ortodoxa organizaron las Centurias Negras, que aterrorizaban a los campesinos y les coaccionaban para que boicoteasen a la Duma. Por la izquierda, en 1906, los social-revolucionarios y las alas bolchevique y menchevique de los socialdemócratas también se negaron a reconocer a la Duma, apremiaron a los obreros para que la boicoteasen, y renunciaron a presentar candidatos a la elección.

La primera Duma, de corta duración, fue elegida en 1906, por un sistema de voto indirecto y desigual, en el que los campesinos y los obreros votaban como clases separadas, y con una representación proporcionalmente mucho menor que la asignada a los terratenientes. Ante la ausencia de candidatos socialistas, los obreros y los campesinos votaron a toda clase de gentes, incluidos los “cadetes”, que obtuvieron una aplastante mayoría. Cuando la Duma se reunió, los “cadetes” tuvieron que luchar aún por el principio elemental del gobierno constitucional. Pedían un verdadero sufragio masculino universal y que el gobierno fuese responsable ante el Parlamento. El zar respondió disolviendo la Duma dos meses después. Los “cadetes” huyeron a Viborg, en la autónoma Finlandia, que la policía zarista solía respetar. Curiosamente, aquellos liberales, reunidos en Viborg, de nuevo recurrieron a la huelga general y al impago de impuestos, es decir, a la revolución de masas. Pero las verdaderas revoluciones no son fáciles de poner en marcha, y no ocurrió nada.

En 1907, se eligió una segunda Duma, tratando el gobierno de controlar las elecciones mediante la supresión de reuniones y periódicos de partido, pero, como en esta ocasión los social-revolucionarios y los mencheviques decidieron participar, resultaron elegidos unos 83 socialistas. Los “cadetes”, temerosos de la izquierda revolucionaria, llegaron a la conclusión de que el progreso constitucional debía ser gradual y se mostraron dispuestos a cooperar con el gobierno. Pero la Duma tuvo un final inesperado, cuando el gobierno denunció y detuvo a unos 50 socialistas como revolucionarios dedicados sólo a la destrucción.

Una tercera Duma, elegida tras un cambio electoral que daba más representación a los terratenientes y garantizaba una mayoría conservadora, llegó a celebrar varias sesiones entre 1907 y 1912, como la cuarta Duma entre 1912 y 1916. Los diputados, siguiendo lo que indicaba el gobierno, atendiendo sólo a cuestiones concretas, perdiéndose en el trabajo de las comisiones, y soslayando la cuestión fundamental de decidir dónde se encontraba el poder supremo, mantuvieron una vida precaria, con un parlamentarismo bajo mínimos.

c. Las reformas de Stolypin y el hambre de tierras.

Algunos funcionarios creían que la forma de acabar con los revolucionarios y reforzar el poder de la monarquía consistía en que el gobierno, conservando todo el control en su poder, se ganase el apoyo del pueblo con un programa de reformas. Uno de esos funcionarios fue Stolypin, primer ministro desde 1906 hasta 1911. Fue él quien disolvió las dos primeras Dumas. Su política pretendía ganarse a las clases propietarias para el Estado. Creía que un Estado apoyado por una amplia propiedad privada tenía poco que temer de revolucionarios, conspiradores y emigrados, Como dijo a la Duma, en 1908: “El gobierno ha apostado, no por los necesitados ni por los borrachos, sino por los tenaces y los fuertes, por el tenaz propietario que tiene la obligación de desempeñar un papel en la reconstrucción de nuestro zarismo”. En esa línea Stolypin favoreció y amplió el poder de los zemstvos provinciales, donde participaban los terratenientes en la administración de los asuntos locales.

Para el campesinado promulgó una abundante legislación. Como creía que el mir era la fuente de la inquietud agraria, Stolypin confiaba en sustituir esa antigua institución por un régimen de propiedad privada individual. Liquidó lo que aún quedaba pendiente de los pagos de la redención, de los que los mirs eran colectivamente responsables. Permitió que el campesino vendiese su parte de los derechos comunales y abandonase la comuna cuando quisiese. Autorizó a los campesinos a comprar tierra libremente a las comunas o a otros campesinos. Favorecía así la aparición de los ku1aks, dueños de grandes extensiones, que las trabajaban mediante jornaleros y que producían buenas cosechas para el mercado. Al mismo tiempo, al permitir al campesino que vendiese y que abandonase el mir, aceleraba la formación de una clase asalariada que, o solicitaría trabajo a los kulaks o iría a ofrecer sus brazos a la ciudad. La creación de una fuerza de trabajo móvil y el mayor abastecimiento de alimentos producidos por los grandes granjeros, apresurarían la industrialización de Rusia.

La política de Stolypin tuvo cierto éxito. Entre 1907 y 1916, más de seis millones de familias se separaron legalmente del mir. Pero, a pesar de la tendencia a la propiedad individual, no deben exagerarse los resultados del programa Stolypin. El mir estaba lejos de haber desaparecido. La gran mayoría de campesinos continuaba aún dentro del antiguo sistema de derechos y restricciones comunales. En el campo seguía habiendo escasez y hambre de tierra (sobre todo en las zonas agrícolas donde los rendimientos eran más altos) y pobreza. Había kulaks, desde luego, que suscitaban resentimiento y envidia, pero los mayores propietarios seguían siendo una minoría de grandes terratenientes.

Stolypin no pudo llevar muy lejos su programa. El zar le prestaba un apoyo sólo renuente. Los círculos reaccionarios veían con malos ojos sus intromisiones y su orientación occidental. Los social-revolucionarios, naturalmente, protestaban contra la disolución de las comunas. Incluso los marxistas, que en teoría podían aplaudir el avance del capitalismo, temían que las reformas pudieran poner fin al descontento agrario. Stolypin fue asesinado, en 1911, por un miembro del ala terrorista de los social-revolucionaríos que, al parecer, era un infiltrado de la policía zarista. Es de señalar que el predecesor de Stolypin, Plebve, y una docena de altos funcionarios habían muerto también asesinados en los últimos años.

De todas formas, por violento y bárbaro que fuese aún el imperio ruso, sus industrias crecían, sus ferrocarriles se extendían, sus exportaciones alcanzaban cifras elevadas. Tenía un Parlamento, aunque no un gobierno parlamentario. La propiedad privada y el capitalismo se extendían. Había una libertad vigilada de la prensa (los bolcheviques podían imprimir desde 1912 su periódico Pravda en San Petersburgo). Pero ese desarrollo estaba amenazado desde la derecha, por reaccionarios obstinados que defendían la autocracia, y desde la izquierda, por revolucionarios que sólo se conformaban con el fin del zarismo y la transformación total de la sociedad. La indignación de la extrema derecha contra el gobierno, la convicción de que, en cualquier caso, podría perder su posición muy pronto, tal vez hicieron de ella el bando más decidido a precipitar una guerra europea mediante el apoyo armado a los nacionalistas serbios. En cuanto a los partidos revolucionarios, y en especial los bolcheviques, sus miembros eran cada vez menos y sus dirigentes seguían en el exilio, sumidos en el pesimismo (“Yo no espero vivir para ver la revolución”, decía Lenin en aquellos años).

2. Las revoluciones de 1917 y el triunfo bolchevique.

Algunos historiadores sostienen que, de no haber sido por los “accidentes” de la 1ª G.M. y de la revolución bolchevique, la Rusia zarista habría evolucionado hasta convertirse en una floreciente sociedad industrial liberal-capitalista. Pero sería muy difícil encontrar antes de 1914 alguna profecía en esa línea. De hecho, apenas recuperado el régimen zarista de la revolución de 1905, se encontró, indeciso e incompetente como siempre, acosado por otra oleada creciente de descontento social. En los meses previos a la guerra, el país parecía una vez más al borde de un estallido, sólo conjurado por la sólida lealtad del ejército, la policía y la burocracia. Como en otros países beligerantes, el entusiasmo patriótico de la población al inicio de la guerra enmascaró la situación política, aunque en el caso de Rusia no por mucho tiempo. En 1915, los problemas del gobierno parecían otra vez insuperables. La revolución de febrero de 1917, que derrocó el zarismo ruso, fue un hecho esperado, recibido con alegría por toda la opinión política occidental, excepto los más furibundos reaccionarios tradicionalistas.

Sin embargo, también daban casi todos por sentado que la revolución rusa no podía ser socialista. No había condiciones para un cambio de ese tipo en un país agrario lleno de pobreza, ignorancia y atraso y donde el proletariado industrial sólo era una pequeña minoría, aunque tuviera una posición estratégica. Los revolucionarios marxistas rusos compartían ese punto de vista. El derrocamiento del zarismo sólo podía abocar a una “revolución burguesa”.

Pero había un problema. Si Rusia no estaba preparada para la revolución socialista, tampoco lo estaba para la “revolución burguesa”. Incluso los que se contentaban con esta última necesitaban un soporte mayor que el de la clase media liberal, una pequeña minoría sin prestigio moral, ni apoyo social ni una tradición de gobierno representativo a la que agarrarse. En 1917, Lenin, que en 1905 sólo pensaba en una Rusia democrático-burguesa, llegó pronto a la conclusión de que no era el momento para una revolución liberal. Pero, como en Rusia no se daban las condiciones para la revolución socialista, los revolucionarios marxistas rusos consideraban que su revolución tenía que extenderse a otros países.

Eso parecía posible, porque la lª G.M. terminó en medio de una crisis política general, sobre todo en los países derrotados. La Europa beligerante se tambaleó bajo la fuerte presión de la guerra “total”. La exaltación patriótica inicial se apagó y en 1916 el cansancio dio paso a una intensa hostilidad ante una masacre inacabable e inútil a la que nadie parecía querer poner fin. Mientras en 1914 los enemigos de la guerra se sentían impotentes, en 1916 creían hablar en nombre de la mayoría. El antibelicismo reforzó la influencia de los socialis­tas, que encarnaron de nuevo el rechazo a la guerra que les había caracterizado antes de 1914. Algunos partidos, como los de Rusia, Serbia y el Laborista Independiente británico, nunca habían dejado de oponerse a ella, e incluso en países donde los socialistas la apoyaron, como Alemania, una fracción importante, contraría a la guerra, se escindió en 1917 y constituyó el Partido Socialdemócrata Alemán Independiente (USPD).

Al mismo tiempo, el sindicalismo organizado de las grandes industrias de armamento se convirtió en el centro de la militancia antibelicista. Los activistas sindicales (shop stewards en Gran Bretaña; Betriebsobleute en Alemania), se hicieron famosos por su radicalismo. Los artificieros y mecánicos de los modernos navíos adoptaron la misma actitud. Tanto en Rusia como en Alemania, las principales bases navales (Kronstadt, Kiel) se convertirían en núcleos revolucionarios importantes Así, la oposición contra la guerra encontró gente dispuesta a manifestarla. No puede extrañar que los censores de Austria-Hungría advirtieran un cambio en el tono de las cartas de sus tropas. Expresiones como “si Dios quisiera que retornara la paz” dejaron paso a frases del tipo “ya estamos cansados” o incluso “dicen que los socialistas van a traer la paz”. La revolución rusa fuera el primer acontecimiento político del que se hacían eco incluso las cartas de las esposas de los campesinos y de los obreros. Nadie parecía dudar que la revolución rusa tendría importantes repercusiones internacionales.

A. Las revoluciones de 1917.

a. El impacto de la Gran Guerra.

La guerra sometió al régimen zarista a una prueba que no pudo superar. El zarismo no logró contar con la cooperación del pueblo, requisito esencial para vencer. Las minorías nacionales (polacos, judíos, ucranianos y otros) estaban descontentas. En la Duma los doce diputados socialistas fueron a la cárcel por negarse a votar la financiación de la guerra. Obreros y campesinos se incorporaban al ejército, pero sin la convicción que había en los demás países europeos. Los desastres con que se inició la guerra en 1914, en Tannenberg, fueron seguidos por el avance de las Potencias Centrales dentro de Rusia, en 1915, al precio de 2 millones de soldados rusos muertos, heridos o prisioneros.

Al estallar la guerra, la clase media ofreció su apoyo al gobierno. Los zemstvos de todo el imperio se unieron para impulsar la movilización de la agricultura y de la industria. Empresarios de Petrogrado (San Petersburgo perdió entonces su nombre de raíz germánica) formaron un Comité del Comercio y la Industria para impulsar al máximo la producción. El gobierno recelaba de aquellos signos de actividad que nacían fuera del ámbito oficial. La clase media adquiría conciencia de su fuerza y se hacía más crítica respecto a la burocracia. Algunos funcionarios del ministerio de la guerra tenían simpatías progermanas, pues eran reaccionarios que temían el liberalismo de sus aliados Gran Bretaña y Francia.

También la vida en la Corte era peculiar. La zarina, de origen alemán, despreciaba a todos los rusos ajenos a su círculo, incitaba a su marido a comportarse como un autócrata orgulloso y despiadado, y escuchaba los consejos del misterioso Rasputín, que se consideraba a sí mismo santo. Creía que Rasputín poseía poderes sobrenaturales porque aparentemente había curado de hemofilia a su hijo. Por su ascendiente sobre ella, Rasputín influía en los nombramientos de altos cargos. Quien deseara una audiencia de la imperial pareja tenía que contar con él. Patriotas y gente culta protestaban inútilmente. En esas circunstancias y dadas las derrotas militares, la unión de zemstvos y otros organismos surgidos con la guerra se quejaban no sólo de la mala administración, sino de aspectos básicos del Estado. El zarismo, atrapado en una guerra total, tenía miedo de la ayuda que su propio pueblo le ofrecía.

En septiembre de 1915, se suspendió la Duma. Los reaccionarios, inspirados por la zarina, Rasputín y otras fuerzas, esperaban que una victoria bélica permitiría acabar con el liberalismo y el constitucionalismo. La Duma se reunió de nuevo en noviembre de 1916, y, a pesar de haber sido siempre tan conservadora, se mostró muy indignada por la actuación del gobierno. Por toda la población se extendía el descontento ante el curso de la guerra y la ineptitud del gobierno. En diciembre, Rasputín fue asesinado por los nobles de la corte. El zar suspendió otra vez la Duma y se dotó de ametralladoras a la policía. Los nuevos organismos extragubernamentales y la Duma llegaron a la conclusión de que la situación sólo podía resolverse por la fuerza. Estos cambios animaron también los proyectos, durante tanto tiempo fallidos, de la minoría de profesionales revolucionarios.

b. El fin del zarismo: la revolución de febrero (marzo).

Una vez más, fueron los obreros de Petrogrado los que precipitaron la crisis. Como en los demás países beligerantes, los alimentos empezaron a escasear. La administración zarista era demasiado torpe y corrupta para establecer los controles, normales en otros países, que consistían, por ejemplo, en fijar precios máximos y distribuir cartillas de racionamiento. Eran los pobres los que más duramente sentían la escasez de alimentos. El 8 de marzo de 1917 estallaron motines pidiendo pan, que pronto se convirtieron, con la ayuda de los revolucionarios, en insurrecciones políticas. Las multitudes gritaban: “Muera el zar”. Las tropas de la ciudad se negaron a disparar contra los insurgentes; el motín y la insubordinación se extendían de una unidad a otra. En unos pocos días, se había organizado en Petrogrado un Soviet de Diputados de los Obreros y de los Soldados, según el modelo de 1905.

Los dirigentes de clase media, ante la impotencia del gobierno, pidieron su dimisión y la formación de otro con el apoyo de una mayoría de la Duma. El zar disolvió la Duma, pero ésta creó un comité ejecutivo. Ahora había dos poderes: el comité de la Duma, moderado, constitucionalista y relativamente legal, y el Soviet de Petrogrado, representante de las fuerzas revolucionarias que surgían espontáneamente. El Soviet presionará hacia la izquierda al poder pretendidamente superior del gobierno provisional, convirtiéndose en el auditorio público y el centro insurreccional de la clase obrera. Sus concepciones eran básicamente socialistas y todas las facciones (social­revolucionarios, mencheviques, bolcheviques) trataban de controlarlo.

Fruto de esa presión, el comité de la Duma creó, el 14 de marzo, un gobierno provisional presidido por el príncipe Lvov y que incluía a Alexander Kerensky, un abogado socialrevolucionario moderado. El gobierno contó con la simpatía y la ayuda de los aliados occidentales, temerosos de que Rusia se retirara de la guerra y firmara una paz por separado con Alemania. El zar, que estaba en el frente, trató de regresar a Petrogrado, pero el tren fue detenido por las tropas. Los propios generales, incapaces de garantizar la lealtad de sus hombres, aconsejaban la abdicación. Nicolás cedió; su hermano, el gran duque, se negó a sucederle; y, el 17 de marzo, Rusia se convirtió en república. Cuatro días de manifestaciones y de anarquía callejera habían bastado para acabar con el imperio (el costo humano fue bajo: 53 oficiales, 602 soldados, 73 policías y 587 civiles heridos o muertos). Pero eso no fue todo: Rusia estaba hasta tal punto preparada para la revolución social que las masas de Petrogrado vieron la caída del zar como la proclamación de la libertad, la igualdad y la democracia.

c. De febrero (marzo) a octubre (noviembre) de 1917: el triunfo bolchevique.

Lo que surgió no fue una Rusia liberal y constitucional (aunque se previó elegir por sufragio universal masculino una Asamblea Constituyente), sino un vacío revolucionario: por un lado, un “gobierno provisional” impotente y, por otro, una multitud de Soviets que surgían por doquier. Estos tenían el poder (al menos, de veto) en la vida local, pero no sabían qué hacer. Los partidos revolucionarios inten­taron coordinar esas asambleas para lograr que se unieran a su política, aunque al principio sólo Lenin las veía como una alternativa al gobierno (“todo el poder para los soviets”). No obstante, cuando abdicó el zar, pocos rusos sabían qué representaban esos partidos o podían distinguir sus programas. Lo que sabían era que ya no aceptaban la autoridad, ni siquiera la de los revolucionarios que decían saber más que ellos.

La petición básica de los pobres de las ciudades era conseguir pan, y la de los obreros mayores salarios y una jornada laboral más reducida. En cuanto al campesinado, el 80% de la población, lo que quería era, como siempre, tierra. Todos compartían el deseo de que acabara la guerra, aunque al principio los campesinos-soldados no se oponían a la guerra como tal, sino a la dura disciplina a que les sometían los oficiales. El lema "pan, paz y tierra" suscitó cada vez más apoyo para quienes lo propugnaban, sobre todo los bolcheviques, cuyo número pasó de unos pocos miles en marzo de 1917 a casi 250.000 en junio. Contra el tópico que ve a Lenin sobre todo como un organizador de golpes de estado, el único activo real que tenían él y los bolcheviques era el conocimiento de lo que querían las masas, lo que les indicaba cómo tenían que actuar. Por ejemplo, cuando comprendió que los campesinos, aun en contra del programa socialista, deseaban que la tierra se dividiera en explotaciones familiares, Lenin no dudó en comprometer a los bolcheviques en esa forma de individualismo económico.

En cambio, el gobierno provisional no consiguió que Rusia obedeciera sus leyes y decretos. Cuando los empresarios intentaron restablecer la disciplina laboral, sólo lograron radicalizar la postura de los obreros. Cuando el gobierno insistió en iniciar una nueva ofensiva militar en junio de 1917, el ejército fracasó y los soldados-campesinos volvieron a sus aldeas para participar en el reparto de la tierra. La revolución se difundió a lo largo de las vías del ferrocarril que los llevaba a casa. Aunque la situación no estaba madura para la caída inmediata del gobierno provisional, a partir del verano la radicalización se extendió por el ejército y las principales ciudades, y eso favoreció a los bolcheviques. La mayoría del campesinado apoyaba a los social-revolucionarios, herederos de los populistas, aunque en el seno de ese partido se formó un ala izquierda que se aproximó a los bolcheviques (con los que gobernaría durante un breve período tras la revolución de octubre).

En julio, un levantamiento armado, que el comité central bolchevique desautorizó como prematuro, fue sofocado. Pero los bolcheviques fueron acusados y Lenin tuvo que huir a Finlandia. Buscando el apoyo popular, se formó un nuevo gobierno provisional con Kerensky como primer ministro. La posición de Kerensky pronto se vio amenazada desde la derecha. En agosto, el general Kornilov, jefe del ejército, envió tropas para restablecer el orden. Conservadores y liberales deseaban que triunfase, confiando en que suprimiría los soviets. Pero el golpe de Kornilov fue derrotado gracias a los bolcheviques y a los soldados revolucionarios de la ciudad. Éstos denunciaron a los liberales como cómplices del intento de Kornilov, y ambos bandos acusaron a Kerensky de haber permitido que el complot se fraguase. Liberales y socialistas moderados abandonaron a Kerensky, y éste tuvo que formar un gobierno con poco apoyo político. Mientras tanto, la escasez de alimentos se agravó, dada la desorganización de los transportes y la rebeldía campesina, de modo que los obreros urbanos prestaban oídos, cada vez más gustosamente, a los agitadores bolcheviques.

El afianzamiento bolchevique en las principales ciudades, especialmente Petrogrado y Moscú, y su implantación en el ejército, debilitó al gobierno provisional. Kerensky convocó a los partidos, sindicatos y zemstvos a una especie de preparlamento. Los bolcheviques lo boi-cotearon, reuniendo en su lugar un Congreso de los Soviets de toda Rusia. Lenin creía llegado el momento de tomar el poder. Zinoviev y Karnenev se oponían, pero a favor estaban Trotsky, Stalin y la mayoría del Comité Central. Las tropas de Petrogrado decidieron seguir al Soviet, controlado por los bolcheviques. En la noche del 6 al 7 de noviembre de 1917, éstos se apode-raron de la central telefónica, las estaciones de ferrocarril y las centrales eléctricas. Un barco de guerra apuntó sus cañones hacia el Palacio de Invierno, donde se hallaba reunido el gobier-no. Kerensky no encontró a casi nadie que lo defendiese y el gobierno se disolvió sin más.

B. El triunfo del nuevo régimen.

a. Las primeras medidas políticas.

El Congreso de los Soviets, reunido apresuradamente, declaró depuesto al gobierno provisional y nombró, en su lugar, un Consejo de Comisarios del Pueblo, cuyo presidente fue Lenin. Trotsky fue nombrado comisario para asuntos exteriores y Stalin comisario para las nacionalidades. Kerensky huyó (viviría en EEUU hasta su muerte en 1970). En el Congreso, Lenin introdujo dos resoluciones. Una exhortaba a los gobiernos en guerra a negociar una “paz democrática justa” sin anexiones ni indemnizaciones; la otra abolía, inmediatamente y sin compensación, “toda la propiedad de la tierra”. Los millones de hectáreas pertenecientes a los grandes terratenientes ahora expropiados aportaban una base de apoyo al nuevo régimen.

La Asamblea Constituyente se reunió por fin en enero de 1918. De 36 millones, 9 votaron a los bolcheviques, demostrando que éstos, que hacía menos de un año eran un pequeño grupo de emigrados, contaban con un amplio apoyo. Pero casi 21 millones votaron al partido de Kerensky, el socialrevolucionario. Lenin dijo que “dar el poder a la Asamblea Constituyente sería transigir, una vez más, con la peligrosa burguesía”. Marinos armados, enviados por el gobierno, disolvieron la Asamblea al segundo día. Esta medida suponía un claro rechazo de la democracia en favor de la norma “de clase”, en nombre del proletariado. Dos meses después (marzo de 1918), los bolcheviques pasaron a llamarse comunistas.

La primera institución que creó el nuevo régimen, el 7 de diciembre de 1917, fue una policía política, una “Comisión extraordinaria pan-rusa de lucha contra la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje”, conocida, por sus iniciales rusas, como Cheka (y luego con los nombres sucesivos de OGPU, NKVD, MVD y KGB).

Aun suponiendo que, tomado el poder en Petrogrado y Moscú, se pudiera extender al resto de Rusia y conservarlo frente a la anarquía y la contrarrevolución, el mayor problema del nuevo régimen era qué hacer a largo plazo. El programa de Lenin de comprometerse en la “transformación socialista de la república rusa” suponía apostar por convertir la revolución rusa en una revolución mundial o al menos europea. Entretanto, la tarea principal, la única en realidad, era mantenerse. El nuevo régimen apenas hizo otra cosa por el socialismo que declarar que el socialismo era su objetivo, ocupar los bancos y declarar el “control obrero” sobre la gestión de las empresas, mientras urgía a los obreros a mantener la producción.

El nuevo régimen sobrevivió a una dura paz impuesta por Alemania en Brest-Litovsk (marzo de 1918), que supuso la pérdida de Polonia, las provincias bálticas, Ucrania y amplios territorios al sur y oeste de Rusia, así como Transcaucasia. Por su parte, los aliados no fueron más generosos. Contra los soviets se levantaron varios ejércitos “blancos”, financiados por los aliados, que enviaron también tropas propias. En los peores momentos de la caótica y brutal guerra civil de 1918-­1920, la Rusia soviética quedó reducida a un núcleo cercado en el norte y el centro, entre los Urales y el Báltico. Sin embargo, los bolcheviques vencieron finalmente.

En esos años de continuas catástrofes, la única estrategia posible consistía en escoger entre lo que podía asegurar la supervivencia y lo que podía llevar al desastre inmediato. ¿Quién se iba a preocupar de las consecuencias que pudieran tener para la revolución, a largo plazo, las decisiones que había que tomar en ese momento, cuando el no adoptarlas supondría liquidar la revolución y haría innecesario analizar en el futuro sus posibles consecuencias? Cuando la nueva república soviética salió de su agonía, descubrió que los pasos dados para asegurar la supervivencia conducían en una dirección muy distinta de la prevista por Lenin.

La revolución sobrevivió, sobre todo, por tres razones. Primero, porque contaba con un instrumento muy poderoso, un Partido Comunista, fuertemente centralizado y disciplinado según el modelo organizativo defendido por Lenin desde 1902. En segundo lugar, era el único gobierno que podía y quería mantener a Rusia unida como un Estado, y para ello contaba con el notable apoyo de otros patriotas rusos (políticamente hostiles) como los oficiales, sin los cuales habría sido imposible organizar el nuevo ejército rojo. Para esos grupos, en 1917-1918 la opción no era entre una Rusia ­democrática o una Rusia no liberal, sino entre Rusia y la des-integración, destino al que estaban abocados los otros imperios arcaicos y derrotados, como Austria-Hungría y Turquía. La revolución bolchevique logró preservar en gran parte la unidad territorial multinacional del viejo estado zarista, al menos durante otros 74 años. En tercer lugar la revolución había permitido que el campesinado ocupara la tierra. En el momento decisivo, la gran masa de campesinos rusos (el núcleo del Estado y de su nuevo ejército) consideró que sus oportunidades de conservar la tierra eran mayores si se mantenían los rojos que si el poder volvía a manos de la nobleza. Eso dio a los bolcheviques una ventaja decisiva en la guerra civil. Los hechos demostrarían que los campesinos eran demasiado optimistas.

b. Intervención extranjera y guerra civil.

La paz de Brest-Litovsk no supuso la paz real, pues el país se hundió en la guerra civil. Los viejos reaccionarios zaristas, los liberales, los burgueses, los zemstvos y los “cadetes”, incluso muchos socialistas antileninistas, se dispusieron a organizar la resisten-cia contra el régimen de los Soviets y con la ayuda de los aliados. En enero de 1918, se fundó el Ejército Rojo, con Trotsky, comisario de guerra, como su jefe. En julio, se promulgó una constitución.

Por todas partes surgían focos de resistencia. En el valle del Don se reunió una fuerza bajo el mando de Kornilov y Denikin, con muchos oficiales del ejército, terratenientes y empresarios expropiados. Los socialrevolucionarios congregaron a sus seguidores en el curso medio del Volga. En Omsk, un grupo proclamó la independencia de Siberia. Como fuerza militar, la más importante fue la Legión Checa, unos 45.000 checos, antiguos prisioneros o desertores del ejército austrohúngaro que se habían organizado para luchar junto a Rusia y los aliados. Tras la paz de Brest-Litovsk, decidieron abandonar Rusia por el Transiberiano, regresar a Europa por mar y reanudar la lucha en el frente occidental, pero cuando los oficiales bolcheviques trataron de desarmarlos, se unieron a los socialrevolucionarios en el Volga.

Los aliados creían que el bolchevismo era una locura temporal fácil de detener. Querían, sobre todo, recuperar a Rusia para la guerra contra Alemania. Una pequeña fuerza aliada tomó Murmansk y Arkangel, en el norte. Pero, para la intervención militar, la mejor entrada era VIadivostok, en el Lejano Oriente. Los japoneses recibieron esta propuesta con entusiasmo, viendo una gran oportunidad para desarrollar su esfera de influencia en Asia. Se acordó que una fuerza militar interaliada desembarcaría en VIadivostok, cruzaría Siberia, se uniría a los checos, acabaría con el bolchevismo, y caería sobre los alemanes por el este de Europa. Para aquel ambicioso proyecto, Gran Bretaña y Francia no podían facilitar soldados, comprometidas como estaban en el frente occidental; las fuerzas acabaron siendo de Japón (72.000 hombres) y EEUU (sólo 8.000), que desembarcaron en agosto de 1918.

La guerra civil se prolongó hasta 1920. Los rojos recuperaron Ucrania y Transcaucasia (Armenia, Georgia y Azerbaiyán), autoproclamadas independientes; en el sur derrotaron a cien mil blancos mandados por Wrangel y dejaron fuera de combate al almirante KoIchak, que, en Siberia, se proclamaba gobernante de toda Rusia. En 1920, los bolcheviques mantenían una guerra con el nuevo Estado polaco, lanzado a recuperar los extensos territorios ucranianos y bielorrusos que habían sido polacos antes de 1772. Tropas británicas, francesas y de EEUU siguieron en Arkangel hasta fines de 1919 y las japonesas en Vladivostok hasta 1922.

Pero las fuerzas antibolcheviques nunca llegaron a unirse. Cubrían todo el espectro político, desde zaristas recalcitrantes hasta socialrevolucionarios de izquierda. La derecha se enfrentaba a los campesinos, al restituir las tierras expropiadas en las zonas que iban ocupando y entregarse a un cruel y vengativo “terror blanco”. Ni los aliados se pusieron de acuerdo: Francia enviaba tropas a Ucrania y ayudaba a Polonia, pero Gran Bretaña y EEUU querían librarse de toda complicación militar en cuanto se firmase el armisticio con Alemania.

Por su parte, Trotsky forjó el sólido Ejército Rojo, lo disciplinó, lo equipó como mejor pudo, designó comisarios políticos, y se aseguró de que los mandos fuesen oficiales fiables. Los bolcheviques apelaron al patriotismo nacional y lograron el apoyo campesino mediante la distribución de la tierra. En 1922 dominaban el territorio del antiguo imperio zarista, excepto en Europa. Allí se mantenían independientes los Estados bálticos, Rumania había obtenido Besarabia, llegando su nueva frontera casi hasta Odesa, y Polonia se extendía más al este de lo que los propios aliados habían pretendido. Rusia había perdido miles de Km2 (se recuperarían en la 2ª G.M.). Pero se consiguió la paz y el régimen se mantuvo.

En esos años estalló el Terror Rojo, en parte como respuesta a la guerra civil y a la intervención extranjera, en parte como reflejo de la crueldad y violencia de la vieja Rusia. Miles de personas fueron fusiladas como rehenes o sin las mínimas garantías. La Cheka fue la más temible policía hasta entonces conocida. Tener antecedentes burgueses bastaba para confirmar el delito de conspirar contra el Estado soviético. Como dijo un jefe de la Cheka: “Las primeras preguntas que debes formular al acusado son: a qué clase pertenece, cuál es su origen, cuál fue su educación, y cuál es su profesión. Estas preguntas decidirán la suerte del acusado. Ésta es la esencia del Terror Rojo”. Tener antecedentes obreros tampoco valía mucho. En 1918, la joven Fanny Kaplan disparó e hirió a Lenin. Fue ejecutada, a pesar de tener seis hermanos obreros. Cuando los marinos de Kronstadt, que estaban entre los primeros adeptos ganados por los bolcheviques, se levantaron en 1921 frente al control de los Soviets por el Partido, se les acusó de pequeño-burgueses y se fusiló a miles de ellos. El Terror golpeó a los propios revolucionarios, tanto como a la burguesía. Los mencheviques y otros socialistas huidos a Europa contaban terribles historias del costo humano de la revolución. Muchos socialistas europeos repudiaron el comunismo como una atroz perversión del marxismo.

c. Reforma agraria y “comunismo de guerra”.

La primera revolución socialista del mundo triunfó en uno de los países más atrasados de Europa, que, por tanto, no reunía las condiciones necesarias, según la teoría marxista, para construir el socialismo. Ni Marx ni los bolcheviques concebían la posibilidad de edificar el socialismo en un solo país; la revolución socialista habría de ser mundial o no sería. Para que fuera viable, debería darse en varios países. Y, sin embargo, durante más de 25 años, la URSS fue el único Estado socialista del planeta. Para pasar de una economía basada en la propiedad privada de los medios de producción a otra socialista no basta con tener el poder político. Esa transformación requerirá mucho tanteos, avances, retrocesos y dificultades. Hay que tener en cuenta la situación catastrófica del país y que no había modelos para construir el socialismo.

Un Decreto sobre la tierra, promulgado al día siguiente de la revolución, expropiaba las tierras de los antiguos señores, la Corona, el Estado y la Iglesia. Al campesino medio se le peri-nitió conservar su propiedad. A partir de entonces la tierra no se podía comprar ni vender ni hipotecar. En febrero de 1918, una Ley Agraria reflejó los deseos de los campesinos según la fórmula de los social-revolucionarios, es decir, propiciando la distribución frente a la colectivización, deseada por los bolcheviques. Éstos aceptaron el reparto, conscientes de que era el deseo de las masas campesinas. Con la Ley, toda la tierra pasó a ser usufructo del pueblo. Todo el que lo solicitase, fuese cual fuese su nacionalidad, sexo o religión, tenía derecho a una parcela. La aparcería y el trabajo asalariado quedaron prohibidos.

El reparto de tierras sólo se podía realizar en el marco local o comarcal. El sueño de una comunidad rural que abarcase a toda Rusia, es decir, un reparto equitativo de todo el suelo ruso no era realizable ya que hubiera supuesto la emigración de más de 20 millones de campesinos, y éstos querían tener la tierra allí donde habían vivido siempre. La consecuencia fue que en zonas densamente pobladas (como Rusia central) sólo había media hectárea por persona, mientras que en otras zonas grandes extensiones de suelo fértil quedaron yermas. El reparto se hizo rápidamente: en la primavera de 1918 estaba casi terminado. Pero el resultado no satisfizo las esperanzas de los campesinos. Aunque la tierra repartida representaba una superficie enorme, las parcelas resultaron tan pequeñas que sólo los campesinos más pobres vieron incrementada la superficie media. Tras la legislación agraria, aumentó el número de personas con derecho a una parcela, ya que millones de personas regresaron al campo, dada la quiebra total de la economía rusa y el hambre que asolaba las ciudades. Por otra parte, la tierra que procedía del Estado exigía fuertes inversiones iniciales para hacerla laborable y a menudo los campesinos que recibían la tierra carecían incluso de aperos con que trabajarla.

Así que, para la mayoría de los campesinos, la revolución agraria no supuso hacerse con tierras sino, ante todo, verse libres de algunas de las condiciones que habían sido la causa de su miseria: la costosa aparcería, las deudas y la dependencia de los terratenientes. El reparto fue muy diferente según las zonas e, incluso, en una misma zona según las aldeas y distritos. Los criterios de reparto también variaban. En las provincias centrales y en el Volga, se distribuyó según el número de habitantes. En las zonas de menor densidad de población del Norte de Rusia y de las estepas de Siberia, se hizo en función de la capacidad de labranza.

Si se exceptúa la nacionalización del suelo y del subsuelo, el reparto de tierras, la nacionalización de la banca y el no reconocer la deuda exterior, las demás medidas económicas del nuevo gobierno no fueron muy radicales (no hubo expropiación del capital). En un primer momento, se trató simplemente de ejercer una estrecha vigilancia sobre los centros esenciales de la economía. Los objetivos inmediatos eran destruir a la burguesía como clase dominante, apoderarse del aparato del Estado y controlar los mecanismos del poder económico. Se pretendió, sobre todo, lograr el control obrero sobre la producción, con la participación de los empresarios en la dirección de las fábricas, lo que resultaba necesario ya que los bolcheviques carecían de cuadros suficientes para hacer funcionar la economía.

Al parecer, el objetivo inicial del gobierno (hasta mediados de 1918) fue mantener una economía mixta durante un largo período, Pero, a partir de junio, se produjo un viraje brusco que llevó a adoptar una serie de medidas conocidas como “comunismo de guerra” que durará hasta 1921. Las razones del viraje hay que buscarlas en el deterioro progresivo de la situación del país. Las condiciones de vida en las ciudades eran pésimas: el abastecimiento era insuficiente debido a la inseguridad del campo y a la destrucción de los transportes. La inflación era tan gigantesca que el dinero, carente de valor, desapareció generalizándose el trueque. El hambre, unido a la falta de higiene, provocó epidemias terribles que duplicaron el índice de mortalidad respecto al de antes de la guerra. Se calcula que entre 1918 y 1920 murieron de frío, hambre o enfermedad siete millones y medio de personas.

Las dramáticas condiciones de vida de las ciudades provocaron su despoblamiento: en 1920 tenían 8 millones menos de habitantes que en 1914 (un 30% menos). De los 3 millones de obreros industriales que había en 1917, sólo quedaban l'2 en 1921: unos regresaron al campo para obtener tierras, otros integraron el Ejército Rojo y otros muchos fueron absorbidos por las tareas del partido. La situación que se dio fue la casi desaparición de la industria, excepto la de guerra. Este fenómeno era tanto más grave teniendo en cuenta que era el proletariado, el apoyo más importante del nuevo régimen, el sector que más se debilitó.

Otra razón que explica la implantación del “comunismo de guerra” es el boicot que ciertos sectores de la burguesía declararon al gobierno, negándose a cooperar. La revolución carecía de suficientes cuadros medios y superiores, ya que la mayoría había abandonado el país. Los ricos kuIaks se negaban a entregar los excedentes agrícolas, imprescindibles para asegurar el abastecimiento de las ciudades, almacenando el grano o vendiéndolo en el mercado negro. El abastecimiento, garantizado antes por los excedentes que producían las grandes propiedades (ahora desaparecidas), entró en crisis, estimándose que el reparto de tierras retiró del mercado tres cuartas partes del trigo antes suministrado.

Al desaparecer el viejo sistema de recaudación de impuestos, el gobierno sólo podía alimentar a las ciudades y al ejército mediante requisas en el campo. Se crearon comités de campesinos pobres para cosechar el grano y cuadrillas de obreros encargados de confiscar el trigo. Las requisas contaron con la hostilidad de los campesinos, que, sabedores de que el excedente les sería arrebatado, se limitaban a producir el mínimo para subsistir. Así, el rendimiento de la agricultura durante el “comunismo de guerra” fue muy bajo. Como eran los ricos ku1aks quienes tenían más grano, se les acusó de querer matar de hambre al pueblo. Estalló una lucha de clases violenta y elemental entre los campesinos, que temían perder sus tierras e incluso su propio alimento, y las gentes de las ciudades, a menudo apoyadas por peones agrícolas hambrientos, a quienes la carestía llevaba a la desesperación.

Así pues, el “comunismo de guerra” nació de una situación de emergencia, fruto de la penuria y de la guerra, y pretendía asegurar el triunfo en la guerra civil y la supervivencia de la revolución. Para ello el gobierno acabó tomando medidas drásticas: máxima centralización de la producción y la distribución, y nacionalización de todos los sectores de la economía. No sólo la banca, la tierra, las minas, etc. sino también toda la industria (primero la grande, después toda), el comercio (primero el exterior, después todo), la propiedad extranjera, etc.

A pesar de ello, la situación siguió siendo dramática. La producción industrial se redujo drásticamente, limitándose cada vez más a abastecer al ejército. En esta circunstancia y ante el fortalecimiento de diversos grupos de oposición, el régimen se endureció y el terror se extendió en el verano de 1918. Contra todo pronóstico, los bolcheviques triunfaron sobre sus enemigos en la guerra civil y el régimen sobrevivió. Pero el balance fue terrible: la guerra mundial y la guerra civil dejaron al país exhausto. Unos 12 millones de personas habían desaparecido, el 8% de la población rusa de 1913. Las ciudades perdieron población y había menos obreros que en 1880. Rusia había retrocedido medio siglo en sólo siete años.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 15




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Enviado por:Colocau
Idioma: castellano
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