Filosofía


Presocráticos


TEMA 1

LOS PRESOCRATICOS. LOS SOFISTAS. SÓCRATES

I. PRESOCRÁTICOS

La Filosofía del Derecho, como disciplina autónoma, aparece tardíamente, en el siglo XVII, de la mano de pensadores adscritos al pensamiento racionalista (Grocio, Pufendorf, etc.), que son los primeros que propiamente pueden llamarse «filósofos del Derecho», ahora bien, esto no quiere decir que no se venga filosofando ya desde hace muchos siglos en torno al Derecho. Puede, incluso, afirmarse que esa reflexión fue muy temprana, encontrándose ya desde los primeros atisbos de la filosofía, comienzos que han de considerarse unidos a la iniciación del pensamiento filosófico. Ese momento inaugural lo referimos a Grecia en los comienzos del siglo VI a. de C.

El hombre, dio, en un principio a las inquietantes preguntas de por qué suceden las cosas, una respuesta teológica, las mitologías de los pueblos antiguos acallan las inquietudes y ofrecen a la mentalidad humana la explicación que requiere.

Pero llega un momento en que los hombres intuyen la posibilidad de buscar la explicación no en una solución sobrenatural, sino natural, no apelando al mito, sino al lógos, a la razón, no obstante, en los primeros filósofos pesan aún las consideraciones religiosas, así en Grecia, como en toda cultura, la primera filosofía consiste en la racionalización del dogma religioso, en la secularización de lo teológico, sin que se prescinda de este elemento de un modo repentino, sino de la manera paulatina como aconteció hace veintiséis siglos.

Entonces aparece la primera generación de filósofos, llamados preso­cráticos, denominación que no tiene más valor que el cronológico de señalar que son anteriores a Sócrates. Pero también se les designa como cosmólogos o fisiólogos porque el objetivo principal de sus preocupaciones es el kósmos (el mundo) y la phýsis (la naturaleza).

Los presocráticos empiezan a buscar el origen y la causa de la ordenación de la naturaleza y comienzan por considerar que todas las cosas tienen una origen común.

Otra preocupación que les embarga es la de intentar explicar el cam­bio de las cosas, siendo estos dos problemas ontológicos que la naturaleza plantea -el ser de las cosas y la subsistencia en el cambio- ­no sólo los temas que van a absorber la atención de los presocráticos, sino los que constituyen la trama central de toda la reflexión metafísica de los griegos posteriores.

Los presocráticos debieron realizar un gran esfuerzo para abrir el camino de la reflexión filosófica apuntando unas soluciones originales que, como todo lo nuevo, chocarían sin duda contra la inercia de lo habitual que, además, tenía a su favor el refrendo religioso.

Las doctrinas de los presocráticos las conocemos sólo de modo parcial, a través de fragmentos de sus obras y ni siquiera transmitidos directamente sino, en la gran mayoría de los casos, a través de citas de autores posteriores (Platón, Aristóteles, Diógenes, etc.), que obligan a una continua labor interpretativa.

La preferencia por el tema cosmológico hace que en estos pensadores se encuentren escasas referencias que puedan ofrecer interés a la filosofía jurídico-política; y, cuando las hay, las reflexiones sobre la justicia o las leyes suelen estar teñidas por aquella concepción.

Díke es la diosa Justicia, pero Dike es también la justifica o equilibrio que debe existir en las relaciones entre los hombres. Así, Heráclito, atribuye el orden cósmico a la actividad y vigilancia de Díke sobre los movimientos del Universo, cuando afirma que si el Sol se excediera de sus medidas, esto es, se saliera de su órbita, las Furias, ministros de la Justicia, le obligarían a volver.

Algo distinta es la consideración pitagórica de la justicia. Sabido es cómo los pitagóricos dieron a los problemas capitales del período una solución concorde con su devo­ción por la matemática: el número y la cantidad constituyen la esencia o principio de las cosas. Esta concepción matematizada del mundo les lle­va también a considerar la justicia como una estricta igualdad aritmé­tica entre dos miembros; así, la justicia exige que la pena sea igual al daño causado por el delito y que sean iguales las prestaciones de ambas partes en una relación contractual.

En cuanto al tratamiento que recibe la ley en el pensamiento presocrático, singularmente en Heráclito, la pólis se rige evidentemente por la ley que dictan los hombres; pero esta norma no es, simplemente, producto de la voluntad del legis­lador, sino que debe reflejar la justicia que late en el orden del kósmos. Por eso afirma el Oscuro de Éfeso que «todas las leyes humanas se alimentan de la ley única divina». El lógos divino que está presente en las cosas produciendo la armonía universal es, por tanto, el modelo en que han de inspirarse las leyes humanas; con lo que en Heráclito se muestra un curioso precedente de la idea cristiana de ley eterna, en la que, a través del concepto de la ley natural, encuentran fun­damento las leyes positivas.

II. SOFISTAS

Al período cosmológico le sucede, el antropológico, en el que la aten­ción de la filosofía se traslada desde los problemas de la constitución de las cosas a la consideración del hombre, razón por la que este período se denomina también humanista; aunque, a decir verdad, lo que realmente interesa es, en concreto, el «hombre político», es decir, el hombre inserto y actuante en el grupo social. Este período, que ocupa el siglo V a. de C., está cubierto, desde el punto de vista filosófico, por los sofistas y por Sócrates.

Las victorias atenienses con que concluyeron las dos Guerras Médicas hicieron de Atenas las más importante y poderosa ciudad de la Hélade y, al mismo tiempo, un gran centro cultural cuya atracción provocó la presencia de quienes tenían preocupaciones políticas e intelectuales, entre las que se contaban los sofistas, procedentes en su mayoría de la periferia; el cultivo y enseñanza de la filosofía se trasladan desde las colonias a la metrópoli.

El apogeo de Atenas coincide con su hegemonía en el exterior pero trae consigo también profundas modificaciones en la política interior. El sistema aristocrático cede el paso a la democracia, se alcanza el ideal democrático no sólo de la isonomía (igualdad de todos ante la ley), sino también de la isogoría (derecho de todos a hablar).

Hay que recordar que, conforme al sistema procesal griego de la época, las intervenciones ante el Tribunal eran siempre personales, las partes, habían de exponer por sí mismas sus razones, los hechos y los fundamentos legales y lo mismo ocurría en lo que, en terminología actual, llamaríamos jurisdicción penal, pues la acusación corría a cargo de un particular, quien tenía que formularla personalmente, y del mismo modo había de defenderse el acusado. Esto hizo aparecer una profesión nueva, la de logógrafo, que se dedicaba a escribir el discurso que el «Cliente» había de pronunciar ante el Tribunal, lo que explica la destacada importancia que adquirió la retórica: era imprescindible, para quien quisiera prosperar en política o se viera implicado en un proceso, dominar con soltura el lenguaje hablado y aprender, además, la técnica de la argumentación para hacer prosperar sus tesis y derrotar al contrario.

Estos factores, contribuyeron, al auge de los sofistas, verdaderos expertos en retórica. No constituyen escuela, sino que son personajes aislados que enseñan aquí y allá y tienen la osadía de hacer algo inconcebible en su tiempo: cobrar por sus enseñanzas.

La aparición de la generación sofista tiene también causas filosóficas. Las doctrinas de los presocráticos no pudieron ser satisfactorias ni fueron unánimes, sino con frecuencia contradictorias, lo que inevitablemente había de alentar una posición relativista, que es característica del pensamiento sofista: nada es verdadero ni falso, sino que la verdad es siempre relativa y adecuada a cada momento y aun a cada hombre.

Seguramente este relativismo motivó el descrédito en el que rápidamente cayó la palabra «sofista» y con el que ha llegado hasta nosotros, designando a quien maneja argumentos falsos consciente de que lo son.

No todo, sin embargo, ha de ser crítica negativa hacia aquellos hombres, a ellos y a Sócrates se debe el giro dado a la reflexión filosófica; su dedicación a la Dialéctica produjo un perfeccionamiento de ésta; su afición a la oratoria contribuyó a la perfección del lenguaje y de su utilización técnica. Nadie puede, en fin, dejar de reconocer a los sofistas sus notables aportaciones a la Pedagogía.

Aunque tenemos noticias de varios libros escritos por los sofistas, a nosotros no han llegado sino fragmentos de los mismos, por lo que el cuerpo de doctrina lo conocemos a través de otros autores contemporáneos o posteriores, alguno de los cuales, como Platón, les es francamente hostil, lo que obliga a acoger esos testimonios con alguna cautela. Pese a ello, constituyen caracteres que tipifican el conjunto de su doctrina, el escepticismo y el subjetivismo, una actitud de indiferencia ante el tema religioso, además de la consciente argumentación falaz.

En el terreno estricto de la filosofía jurídica, la más interesante aportación de la sofística es la contraposición entre phýsis y nómos. El nómos o ley humana es algo cambiante, dictado en cada momento por las circunstancias y las conveniencias, cuando no por consideraciones del interés de quien ejerce el poder y la facultad de dar leyes. Esta constante mutación del nómos hace desmerecer a éste a los ojos de los sofistas, sobre todo si se le compara, como ellos hicieron, con la fijeza de la phýsis, una naturaleza siempre igual a sí misma.

La causa de esta contraposición está, según los sofistas, en que el nómos es producto de la voluntad humana, la cual no tiene posibilidad de actuar sobre la naturaleza. De donde se deduce que lo auténtico es lo natural, siendo en cambio un puro artificio lo que los hombres han dispuesto o acordado. Y como la justicia sólo puede encontrarse en la autenticidad, será justo lo que responda a la naturaleza e injusto todo lo demás.

También ponen en contacto los sofistas la phýsis con el nómos o ley humana para hacer ostensible la artificialidad del nómos frente a la autenticidad de la phýsis: a la ley humana, que no es sino algo artificial, variable, contraponen la naturaleza y sus leyes, que representan lo auténtico e inalterable, una justicia objetiva.

Así, en el diálogo platónico La República, Trasímaco sostiene que «lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte».

Esta concepción de las leyes humanas como instrumento en manos de una oligarquía dominante y poderosa para sojuzgar a los más tiene su contrapunto en la doctrina expuesta en el Gorgias platónico por un personaje sofista, Calicles para quien, al contrario, las leyes son utilizadas por una mayoría gris y mediocre como único procedimiento para tener dominados a los hombres fuertes, que son los que naturalmente debían dominar a aquélla.

Mas sea en la concepción de Trasímaco o en la de Calicles, se mantiene siempre la oposición contradictoria entre phýsis y nómos: la ley humana es una pura burla, un invento para revestir la autoridad y legitimar una situación antinatural de opresión de unos pocos sobre lo más o de los más sobre unos pocos y la única ley verdadera es la que emana de la naturaleza.

III. SÓCRATES (470-399 a. de C.)

El exacerbado racionalismo de los sofistas, su implacable crítica de las instituciones jurídico-políticas y el escepticismo de su relativismo hubieran llegado a causar perniciosos efectos en el pensamiento griego de no haber sido en buena parte contrarrestados por las enseñanzas de un contemporáneo, Sócrates, que, como los sofistas, se integra dentro de la filosofía antropológica del siglo V.

Sócrates nació en Atenas en el 470, en el momento en que se inicia el esplendor de la ciudad, diez años después de la victoria de Salamina. En el 462 llega al poder Pericles, de modo que la juventud de Sócrates coincide, con la etapa de formidable desarrollo, en todos los aspectos, de su ciudad, pero en el 431 comienza la guerra del Peloponeso, en cuya primera etapa participa, siendo testigo de sucesivas derrotas atenienses hasta el desastroso final del 404. Pero ya desde el 411 Atenas se vio convulsionada, además de por sus guerras exteriores, por graves acontecimientos internos, al caer en ese año la democracia de Pericles y triunfar la oligarquía de los Cuatrocientos, que desemboca en la corta pero sangrienta dictadura de los Treinta Tiranos.

Ante la decadencia de Atenas, Sócrates ve clara su misión: intentar salvar a su ciudad predicando machaconamente la virtud al tiempo que formaba a su alrededor una élite de jóvenes, sus discípulos, sobre los que ejerció un enorme atractivo, que pudieran en su día intervenir en la cosa pública enderezando el destino histórico de Atenas. No consiguió esa dedicación a la política de sus discípulos, pero sí logró, en cambio, que nada menos que cinco de ellos fueran fundadores de sendas escuelas filosóficas (Platón, Euclides, Arístipo, Antístenes, y Fedón).

La actividad fundamental de Sócrates fue, pues, la docente mediante la práctica del diálogo, con el que, poco a poco, iba conduciendo al interlocutor hacia el descubrimiento de la verdad.

Sus constantes criticas a la política ateniense en la última década del siglo v le granjearon la enemistad de los gobernantes, que aprovecharon el proceso suscitado por un tal Meleto al acusar a Sócrates de tres graves delitos: impiedad, introducir divinidades falsas y corromper a la juventud. Tras el discurso del acusador, Sócrates procedió a su defensa con una intervención en la que refutaba las imputaciones de Meleto con toda brillantez y elegancia. El proceso, en los casos graves como era aquél, tenía dos fases. En la primera, después de escuchar la acusación y la defensa, el Tribunal determinaba si el reo era o no culpable; en el caso que nos ocupa, Sócrates fue declarado culpable. Resuelto este extremo, se pasaba a la segunda fase, en la que el procesado, ya culpable, pedía una pena, como ya antes había hecho el acusador. Meleto había solicitado pena de muerte y Sócrates, haciendo gala de la mayor ironía de su vida, se limitó a proponer la ínfima multa de una mina. Como el Tribunal no podía optar por una pena intermedia, se vio obligado, dada la gravedad de los delitos de los que Sócrates había sido ya declarado culpable, a sentenciar la muerte, que se ejecutó un mes después (399).

Sócrates no se sintió tentado por la pluma y murió sin haber escrito obra alguna, por lo que conocemos sus doctrinas a través de los discípulos, singularmente Platón. Esta circunstancia ha hecho que no sea siempre fácil perfilar las teorías socráticas, pues a veces no se distingue con nitidez en los Diálogos platónicos, lo que es pensamiento del maestro y lo que aporta el discípulo.

En cuanto a lo más sobresaliente del pensamiento socrático en los puntos conexos con la filosofía jurídica, para Sócrates existe, por encima de los hombres, todo un mundo de valores objetivos y, entre ellos, el de la justicia. Ese conjunto de valores es el que articula el orden impuesto al mundo por la Divinidad; luego los hombres, si quieren obrar conforme a los designios divinos, han de implantar y realizar entre ellos aquellas nociones axiológicas y, con ellas, la idea de justicia a través de las leyes.

En la filosofía socrática el Estado es una realidad natural, no humana ni arbitraria, encarnando sus leyes el ideal objetivo de justicia, del que en cada hombre en particular hay también como un eco, manifestado en el daimon o voz de la conciencia. Al afirmar Sócrates la existencia de normas de conducta objetivas, avala y garantiza las normas humanas, en lugar de apoyarse en la phýsis para combatirlas, como hicieran los sofistas, por lo que puede afirmarse que su iusnaturalismo es «conservador», frente al carácter revolucionario del iusnaturalismo sofista.

Precisamente por la armonía que existe entre la justicia objetiva y las leyes humanas, éstas deben ser respetadas y obedecidas ciegamente, ya que en ellas se incorpora aquella justicia. Pero incluso en presencia de leyes injustas, Sócrates se inclina también por la obediencia; y no era simple teoría, pues, condenado a muerte por una sentencia a todas luces injusta, prefirió acatarla antes de huir, como sus discípulos le proponían.

Axiología: Teoría de los valores, especialmente de los éticos, los religioso o los estéticos.




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Enviado por:Héctor
Idioma: castellano
País: España

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