Sociología y Trabajo Social
Políticas culturales
PRESENTACIÓN
Las reflexiones que presento a continuación intentan ofrecer un análisis de las retóricas que dan forma a los discursos, programas y proyectos de política cultural(2). Es resultado parcial de mis acercamientos a proyectos de gestión cultural, de formación de gestores culturales y de programas y análisis de políticas culturales. El interés acentuado en las retóricas de la cultura y la comprensión de las prácticas culturales como textos es marcadamente posestructuralista. Se sostiene aquí que las políticas, prácticas, rituales y objetos que hemos acordado llamar como culturales forman parte de grandes regímenes discursivos que no sólo los hacen posibles, sino también determinan su circulación, el valor que les asignamos y las prácticas sociales que los rodean: formas de acceder a ellos, de hablar de ellos, de distribuirlos.
Hablar de políticas culturales, entonces, significa develar las discursividad de los textos culturales mostrando su condición histórica, su genealogía y las maneras como configuran los modos en que nos entendemos a nosotros mismos y nos relacionamos con los otros, es decir como dan forma a nuestra subjetividad. Hablar de cómo hablamos de la cultura y sus textos no busca orientar el análisis hacia una búsqueda de las contradicciones entre el decir y el hacer, o entre lo que se propone y lo que se logra. Cuando inscribimos la retórica de las políticas culturales en los regímenes discursivos queremos darle importancia a las dinámicas del saber en la construcción de la realidad social. Queremos entender las retóricas de la cultura como regímenes de representación que moldean nuestra concepción de la realidad y nuestras acciones sociales, y cuya condición de verdad no reposa en que nuestras acciones se correspondan con dichos modelos, sino en las formas en que movilizan modos posibles de experiencia social. De esta forma, entender la retórica y los textos culturales como representación no busca entenderlos como imágenes que re-presentan (mal o bien) un mundo del afuera, sino que esos mundos posibles emergen a partir de ella y se materializan en prácticas sociales.
El análisis se centrará en temas como el pluralismo cultural, la democracia cultural, la globalización, la nación y la identidad. Se considera que dichos temas aparecen de manera consistente en nuestros análisis, planes y normas de la cultura y han venido colonizando nuestra experiencia cultural (cualquiera que ella sea), creando modos específicos de pensar, hacer y vivir “la cultura”. Se prestará mucha atención a las implicaciones éticas y políticas que subyacen a esas retóricas. Más que proponer un punto de vista definitivo, se espera examinar nuestro interés en las políticas culturales desde un punto de vista que no olvide como los procesos de la cultura están atravesados por formas de relación social, poder y subjetividad.
Antes de iniciar quisiera plantear una interpretación provisional de política cultural, extractada de la introducción al texto editado por Néstor García Canclini, Políticas Culturales en América Latina(3). Él señala que la discusión sobre políticas culturales ha estado dominada por un énfasis en los informes burocráticos de los Estados o de las instancias de gestión y promoción cultural, por un análisis excesivo en los discursos y las cronologías de las actividades de los organismos culturales, por una concepción que iguala las políticas gubernamentales a la política cultural y por una asociación entre cultura, estado y nación. Estas concepciones, a su vez, están orientadas por la creencia que guió los modelos productivistas y desarrollistas, donde la cultura fue considerada como un impedimento para alcanzar los índices de crecimiento económico y desarrollo.
La crisis de estos modelos ha puesto de relieve el papel de la cultura como el espacio donde se recombinan formas de actuar, de pensar el pasado y de imaginar el futuro. En este nuevo contexto, la cultura se ha convertido en tema fundamental a la hora de diseñar planes y procesos de desarrollo económico, convivencia social y democracia. Se ha pasado entonces de una concepción de cultura como objetos y productos inscritos en las tradiciones de la alta cultura, hacia una perspectiva que apunta a una visión más antropológica, aquella que da cuenta de la cultura como un espacio de construcción colectiva de universos simbólicos, prácticas sociales y agendas políticas.
Es posible que no estemos de acuerdo con este punto de vista y que sea necesario problematizar la insistencia -hoy bastante hegemónica— en asociar la cultura al desarrollo, y en considerar éste último como incuestionable. Sin embargo, lo que importa por ahora es disponer de una perspectiva provisional sobre política cultural que sirva de marco de referencia para el análisis de sus retóricas. Se hace necesario entonces una definición de política cultural que no limite la iniciativa política a lo que hacen las instancias culturales, llámense Estado, ONG, instituciones privadas o cualquier otra. Si hemos dicho que nos interesan las retóricas de la cultura porque ellas definen nuestra experiencia social y dan forma a nuestras agendas politicas, se requiere entonces una visión de política cultural que no nos arrebate esa iniciativa y nos facilite considerar todo quehacer cultural como una práctica social de lo posible. Para ello, será necesario que pensemos las políticas culturales no como la legislación sobre la práctica de la cultura, ni como los lineamientos para su ordenamiento burocrático, ni siquiera que la imaginemos como una normatividad que nos diga que es y que no es cultura, que es producible y que no. Digamos, de manera provisional, en que la política cultural no es lo que hacen las instancias culturales, en términos de regulación, gestión y control, sino que son intervenciones realizadas por éstas, pero también por las instituciones civiles, los grupos sociales y los agentes culturales a fin de orientar sus agendas políticas, satisfacer sus necesidades culturales y obtener algún tipo de consenso en torno a un tipo de orden o transformación social.
Si política cultural es entonces el conjunto de intervenciones “culturales” que llevan a cabo los grupos sociales, en el marco de circuitos atravesados por conflictos sociales y políticos, García Canclini continua su análisis mostrando como en el universo social conviven en conflicto permanente paradigmas de acción cultural que expresan nociones de cultura y de su articulación con la política y la vida social. Hoy por hoy, el territorio cultural se dibuja a partir de tendencias que van desde el mecenazgo, pasando por el patrimonialismo, la privatización neoconservadora, la democratización cultural, hasta la democracia participativa. Para unos la acción cultural se funda en el apoyo privado a la estética elitista de las bellas artes con el ánimo de contribuir al “desarrollo espiritual” de la sociedad. Aquellos defensores del patrimonio cultural (hegemónico o subalterno) hacen una asociación no problemática entre conceptos como cultura, nación e identidad, siempre tematizados a partir del recuerdo de un pasado glorioso, atávico. Para los neoconservadores, la iniciativa cultural debe reposar en manos del capital privado, mientras que el Estado debe ocuparse de preservar el patrimonio. Para los democratizadores culturales, la política cultural debe ocuparse exclusivamente de la distribución y popularización de la alta cultura, convencidos de que la democracia cultural reposa en el acceso a objetos producidos sólo por unos y no tanto en la garantía de condiciones para que todos puedan producirlos. Si políticas culturales no es lo que hacen los Estados o las instancias con el ánimo de orientar los procesos culturales, sino, como ya lo hemos señalado, las intervenciones que llevan a cabo todos y cada uno de los agentes culturales, ¿Cómo pensar en la política de este espacio de negociación y conflicto de representaciones?
Antes de responder quisiera examinar los temas recurrentes en la retórica cultural y, sin el ánimo de proponer una visión única, iré esbozando los límites de esta retórica y quizá imaginando una comprensión del espacio cultural como espacio de conflicto y como una dinámica atrapada entre las lógicas de la institucionalización de la cultura y el surgimiento constante de prácticas críticas que cuestionan sus ordenes, alteran sus pretensiones de verdad, discuten su reclamo de autoridad cultural, movilizan formas nuevas de ser, hacer y significar que subvierten su poder disciplinario e imaginan nuevos ordenes discursivos.
Pluralismo cultural y la política de la cultura: hacia una interdisciplinariedad de los textos culturales
La tesis del pluralismo sostiene que la teleología de la política cultural debe apuntar hacia la configuración de un espacio donde puedan convivir culturas diversas. Su principio fundante encuentra sus raíces en los principios liberales anglosajones cuyo dictado reza: de todos uno. Al definir sus sujetos y prácticas como “culturas diversas” ubicadas en un espacio único de diversidad cultural, el principio del pluralismo considera lo social como un espacio horizontal donde prácticas heterogéneas -que a menudo viven en tiempos culturales yuxtapuestos y racionalidades políticas contradictorias— pueden construir lo social, integrando paulatinamente la diferencia a la totalidad de la ley y el orden. La tesis del pluralismo nos presenta la cultura como un espacio interdisciplinario donde confluyen miradas y prácticas diversas con el ánimo de dar solidez al espacio social.
Para hacer un análisis crítico acerca del carácter interdisciplinario del pluralismo, o de cómo el pluralismo entiende la interdisciplinariedad, examinaré el proyecto académico político de los Estudios Culturales para esbozar una analítica de la interdisciplinariedad basado, entre otros, en la ley del suplemento derridiana. Hago este desplazamiento convencido de que tanto el uno como el otro, es decir, tanto las prácticas culturales como las académicas, son territorios de conflicto y negociación de representaciones. Es decir, hago el desplazamiento convencido de que, si seguimos nuestra tesis inicial, no caeremos en la trampa de considerar los espacios académicos como menos reales que los sociales. Esta es precisamente una compresión de las dinámicas institucionales del saber heredada de los mismos Estudios Culturales que sostienen que ahí se libran también batallas culturales y se definen agendas políticas basados en que la política del saber no está tanto en como o a quien se re-presenta en el discurso académico, sino en la política de su propia práctica.
En relación con las tradiciones disciplinares modernas, L. Grossberg, C. Nelson y P. Treichler han definido los Estudios Culturales como un proyecto interdisciplinario, transdisciplinario y contradisciplinario.(4) Los Estudios Culturales surgieron como una respuesta a las disciplinas sociales e históricas tradicionales que daban prioridad a los productos de la alta cultura. Este carácter crítico oposicional condujo a revalorizar la cultura masiva y popular y a reivindicar el carácter ideológico de la cultura, asociándola así a los conflictos sociales. De este modo, los Estudios Culturales replantearon los objetos del análisis cultural al dar relevancia a los procesos de apropiación cultural —en contra de las disciplinas tradicionales que basaban su estudio casi de manera exclusiva en el análisis de los objetos culturales— y provocaron importantes desafíos teóricos y metodológicos en las disciplinas sociales.
Sin embargo, es por medio de las apropiaciones de los debates contemporáneos sobre modernidad y posmodernidad que los Estudios Culturales han volcado su atención sobre el estatuto ético y político de las prácticas de análisis de la cultura, transformando sustancialmente su relación con las disciplinas tradicionales y las formas de articulación del saber. Esto ha permitido que la producción, circulación y validación social de los saberes y textos culturales -su discursividad— se conviertan en un objeto de análisis para los Estudios Culturales. Este interés en la discursividad de las prácticas de la cultura, también ha permitido ampliar el análisis a formas de relación social que incluyen la clase, el género, la sexualidad, la etnicidad y otras formas de agrupación social. Por último, ha replanteado la vieja oposición que le asignaba a las disciplinas tradicionales el estudio de la alta cultura y a los Estudios Culturales el de los productos masivos y populares.
Para nosotros quizá es más importante analizar la forma como los Estudios Culturales se relacionan con las tradiciones modernas del saber. Es decir, nos interesa estudiar el carácter interdisciplinario de los saberes culturales. ¿Define este carácter interdisciplinario a los Estudios Culturales como la suma de los saberes que, objetivamente, convierte la cultura en su objeto de estudio? ¿Son los Estudios Culturales un crítica a la exclusión de objetos de estudio dignos que se le olvidaron a las disciplinas tradicionales de la cultura? ¿Son los Estudios Culturales una queja al carácter no pluralista del saber cultural tradicional? La crítica de los Estudios Culturales a la modernidad se hace no desde una posición que reclama una mirada “justa” sobre las “otras” culturas, o busca un espacio estable y “participativo” en los circuitos de producción del saber cultural. Más bien, partiendo de la inevitabilidad de una subjetividad contemporánea fuera de los discursos culturales y las prácticas coloniales, los Estudios Culturales se ubican críticamente frente a la política de producción de saber y exploran estrategias subalternas y suplementarias que suspenden la genealogía de la cultura y sus saberes.
Esta estrategia suplementaria de los Estudios Culturales puede proveer elementos para el análisis de la interdisciplinariedad de la cultura como una instancia crítica a las nociones liberales de pluralismo cultural. Los Estudios Culturales examinan tanto la relación entre las disciplinas tradicionales de análisis cultural como las disciplinas mismas. Esta perspectiva interdisciplinaria no se trata de la suma de los saberes de las disciplinas sociales, tampoco de su utilización práctica bajo una mirada objetivista que deja intacta su pretensión de verdad. Se trata más bien de una estrategia que se plantea como excéntrica con respecto a la normatividad del discurso académico y cultural, siempre vigilante de las dinámicas del poder que se producen mediante las prácticas de la cultura.(5)
Esta posición excéntrica, suplementaria, que se plantea vis-à-vis lo normativo -cualquiera que ésta sea— guarda similitud con lo que Homi Bhabha ha llamado la práctica discursiva de la diferencia cultural. Para Bhabha, la analítica de la interdisciplinariedad se asemeja a las estrategias de la diferencia cultural y de los discursos minoritarios, en tanto reivindica el carácter político de su relación suplementaria con las tradiciones culturales, los saberes disciplinarios y las narrativas de autoridad cultural. Es una dinámica en la que los saberes culturales se relacionan con las “tradiciones culturales” como suplementos que “se adicionan pero no suman”. Esto es, que en lugar de producir una mirada panorámica de la vida cultural y sus saberes, revelan el carácter provisional e incompleto de nuestras narraciones de la cultura y suspenden su aparato de saber/poder. La interdisciplinariedad no es la suma armoniosa de saberes y textos culturales que conviven en el espacio horizontal del pluralismo cultural. Es, por el contrario, siguiendo a Bhabha, una estrategia de intervención cultural que nunca
es la adición armoniosa de contenidos o contextos que aumentan la positividad de una presencia disciplinaria o simbólica [...] Entrar en la interdisciplinariedad de los textos culturales significa que no podemos contextualizar la forma cultural […] [ni sus saberes] localizándola desde el punto de vista de algún origen o causalidad discursiva dada. Siempre debemos mantener abierto un espacio suplementario para la articulación de los saberes culturales que son adyacentes y adjuntos pero que no son necesariamente acumulativos, teleológicos o dialécticos.(6)
Ante la lógica centrada y cerrada del pluralismo entendido como la “adición armoniosa” de prácticas y agentes culturales, esta perspectiva provee una posibilidad crítica para la intervención cultural en relación con los saberes culturales institucionales y una perspectiva que permite a las políticas culturales “mantener abierto” un espacio para el surgimiento de prácticas culturales cuya relación con los saberes institucionales es “adyacente y adjunta, pero no necesariamente acumulativa, teleológica o dialéctica”.
Globalización cultural: saberes y mitologías
Podríamos comenzar proponiendo que la globalización sea vista como un nuevo régimen de circulación económica y cultural que ha venido colonizando nuestras sociedades en las dos últimas décadas. Como afirman Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta, siguiendo a Richard Barnet y John Cavanagh, la globalización es un nuevo modo de producción de riqueza (y de pobreza) donde el capitalismo se convierte en un régimen planetario, desplazando así las redes económicas basadas en el modelo moderno del Estado nacional:(7) “No son los Estados territoriales quienes jalonan la producción, sino corporaciones multinacionales que se pasean por el globo sin estar atadas a una nación, cultura o historia particular”.(8)
La globalización sería así un nuevo régimen de orden planetario por medio del cual el modelo mercantil ha colonizado todas las esferas de la vida social, que ha dado lugar al surgimiento de nuevas dinámicas y territorios para el ejercicio del poder y ha trastocado ostensiblemente nuestra experiencia cultural: identidades y relaciones coloniales sin territorio y formas inéditas de producción y consumo cultural. Este impacto cultural es importante puesto que lo que se globaliza no es sólo bienes de consumo sino ideas y patrones de conducta: “Circulación de signos y símbolos que ya no vienen asociados a las peculiaridades históricas, religiosas, étnicas, nacionales o lingüísticas de las personas, sino que poseen un carácter desterritorializado.”(9) La experiencia local se reconfigura puesto que ésta sólo es posible dentro del marco de lo global y lo global ya no opera como una fuerza ajena, sino que es la condición de posibilidad para la existencia de la localidad misma. Por otra parte, la colonización territorial propia de la modernidad ha dado paso a nuevas estrategias desterritorializadas de colonización que, aunque no pueden ocurrir sino en localidades concretas, despliegan formas disciplinarias cada vez más sofisticadas. En suma, la globalización actual da paso a formas desterritorializadas de experiencia cultural y produce formas de relación colonial que superan los imperios modernos nacionales.
Lo anterior no quiere decir que no exista una economía política de la globalización, pues no debemos olvidar que lo que se globaliza es solo una economía y una cultura: la anglosajona. La globalización no es un espacio neutro donde todos apuestan y compiten libremente por hacerse hegemónicos. Por una parte, la globalización se estratifica convirtiéndose en un espacio de lucha donde tiene lugar la confrontación de intereses económicos, políticos y sociales y donde unos grupos se favorecen mas que otros. Por otra parte, las estrategias disciplinarias del saber y de las prácticas de la cultura provocan transformaciones sustanciales de nuestra subjetividad, que hacen que la globalización funcione no como una fuerza ajena que se nos impone, sino como una estrategia que nos “educa” en un régimen de verdad incuestionable donde parece cada vez más difícil pensar en otras formas discursivas y experiencias culturales alternativas. La globalización no es una fuerza que reprime nuestras decisiones o nuestra libertad individual, sino un discurso que construye formas de libertad, que estructura nuestra experiencia social y que hace posible solo una forma de libertad: la de consumir. Sin embargo, y si estamos de acuerdo con Michel Foucault en que toda configuración de saber y poder contiene estrategias de lucha cultural, esperamos que los análisis que se han producido sobre la globalización y sus saberes nos permitan dibujar estrategias para la búsqueda de formas alternativas de relacionarnos con esta formación discursiva.
Ahora bien, lo dicho anteriormente parece plantear mas problemas que soluciones, o al menos parece abrir nuevos debates e inconvenientes. La globalización se ha convertido en un término y en una jerga que convoca una creciente diversidad de asociaciones, connotaciones, miradas apocalípticas y mitologías. En los discursos políticos tanto como en los discursos académicos suele afirmarse mucho cosas sobre ella o mejor se asume la globalización como un hecho ajeno, del cual nuestros saberes darían cuenta, sin explorar con mucho detalle el papel de los saberes mismos en la construcción de las condiciones de posibilidad de la globalización. Es decir, se descuidan las dimensiones políticas que movilizan ciertas interpretaciones de la globalización puesto que se asume una cierta objetividad del saber y se piensa que está exento de los procesos disciplinarios propios de este nuevo régimen discursivo. Digamos entonces que en lugar de entender la globalización como un hecho histórico cuya interpretación estaría a cargo de las disciplinas sociales, debemos abordarla como un régimen discursivo que fue posible, entre otras cosas, por los saberes académicos.
Colin Hay y David Marsh han mostrado que estos saberes de la globalización se han producido en al menos tres grandes olas(10). La primera ola, que corresponde a la imposición de modelos de apertura económica en el Tercer Mundo, esta basada en el principio de la inevitabilidad de la globalización. Discursos políticos, planes de desarrollo y la izquierda académica compartían una interpretación de la globalización que la hacía aparecer como natural -con las tesis del fin de la historia— o como parte del desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo. Desde ambos polos del espectro político se esgrimían argumentos cuyo principio común era el considerar la globalización como un fenómeno natural o histórico- pese a que al resaltar su inevitabilidad se le hacía aparecer como natural—. Contrario a lo que los críticos de la globalización parecían producir, sus argumentos lograron el efecto adverso: crear las condiciones de posibilidad para el surgimiento y la puesta en escena de la globalización.
La definición de globalización como un fenómeno natural, como flujo libre de mercancías, ideas, trabajo y capital -cuya consecuencia más visible sería el debilitamiento del Estado y la pérdida del concepto de nación como un referente de identidad fundamental— da pie a la creencia de que alguna vez el Estado y la nación fueron coherentes y unitarios o bien a pensar erróneamente que no se necesitó del Estado para que la globalización se hiciera global, cuando los hechos parecen demostrar lo contrario. Sostengo que en vez de un debilitamiento del Estado lo que se ha producido es el surgimiento de formas en extremo sofisticadas de poder disciplinario, cuyos alcances no podemos avizorar aún, aunque uno de sus resultados es la creencia de que el Estado no existe o es invisible. Esta fortaleza del Estado no alude a su capacidad para negociar los conflictos entre los distintos sectores sociales, una debilidad del Estado colombiano que ha sido referenciada ampliamente por historiadores, políticos y científicos, sino más bien se refiere a la capacidad del Estado para movilizar las condiciones logísticas, comerciales y culturales que hacen posible la globalización.
La interpretación de la globalización como un fenómeno natural conduce a la creencia de que no hay grupos sociales en conflicto, actores sociales que se beneficien de dicho proceso o sectores sociales que creativamente lo resistan buscando alternativas culturales y éticas para sus propios proyectos locales. A este proceso sin sujeto, se le oponen miradas apocalípticas que denuncian la pérdida de las identidades regionales y locales (como si alguna vez hubieran existido como hechos y no como narraciones que los crean) y reviven peligrosamente las nociones liberales de ciudadano que nos hacen pensar que alguna vez el sueño ilustrado fue posible.
La segunda ola basó su análisis en una crítica a la tendencia homogeneizante de la globalización. Esta ola sostenía que la tendencia homogeneizante de la globalización tendía a desconocer las rutas y condiciones locales que en realidad le daban forma. Se argüía que la idea de un mundo sin barreras y la exagerada hipermovilidad atribuida a los flujos de capital y mercancías tendía a desconocer la correlación positiva entre los estados y los procesos de apertura y olvidaba examinar los consumos domésticos y sus circuitos. Es decir, se desconocía que los capitales productivos actúan en confines familiares. La crítica al modelo de la inevitabilidad desde el argumento de lo no homogéneo creó nuevas condiciones para la globalización: la construcción de espacios glocalizados.
La última ola cuestiona estas interpretaciones al considerar a la globalización no como un estadio final de la civilización, o una “mano invisible”, sino como una tendencia de las sociedades contemporáneas que puede producir también contratendencias. Esta concepción intenta revelar la dinámica y la articulación contingente de los procesos sociales en ciertos contextos espaciales y en ciertos momentos que producen efectos que podrían ser entendidos como evidencias de la globalización. En este sentido la tercera ola plantea una reserva a la lógica causal centrada que ha dominado la literatura sobre la globalización. Frente a la idea de un proceso natural o glocalizado, esta tendencia se pregunta no tanto que explicar de la globalización, sino que ocurre cuando insertamos sujetos, no solo para interpretarla mejor, sino para facilitar el surgimiento de contratendencias que nieguen o contrarresten la tendencia hegemónica de la globalización.
Identidad, diversidad y diferencia cultural
Los asuntos de identidad y diversidad cultural ocupan lugar central en la retórica de las políticas culturales. En algunos casos, se define la identidad como la tenencia y uso de bienes culturales y la política cultural como la actividad que facilita este acercamiento, mediante programas de promoción patrimonial, folclore, apreciación artística y expresión estética. Otras retóricas se fundamentan en la tesis de la pluralidad étnica, y, por ende, en las concepciones heredadas de las tradiciones multiculturales, muy en boga en la década de los años ochenta. Estas tradiciones replantearon considerablemente las nociones ilustradas y universales del sujeto y dieron vía a un cierto reconocimiento de “otras identidades”. Aunque ampliaron la cobertura de las tradiciones occidentales al reconocer a los otros como sujetos, precisamente, este reconocimiento pluralizó las nociones esencialistas de identidad, y estuvo basado en definiciones de los “otros” atrapadas en pasados coloniales, en discursos institucionales como el de la antropología y el de la historia, o en fundamentalismos étnicos. La tesis multicultural actualizó viejas nociones pluralistas anglosajonas en las que el universo político y la sociedad son representados como museos imaginarios de culturas, cuyos territorios de conflicto y negociación cultural y política están asociados a formas liberales de diversidad cultural. A pesar de estar basada en el reconocimiento de las “otras culturas”, esta concepción las tematiza desde perspectivas ilustradas y concepciones modernas; es decir, desde aquellas concepciones que asumen que la socialización de la cultura alta, masiva o popular, sea en el plano de la apreciación, la producción o el consumo, garantiza niveles mínimos de ciudadanía, pertenencia y progreso social.
¿Cómo respondemos a los procesos de conflicto social de negación y afirmación cultural, de localización y mundialización de las prácticas culturales y de continua tensión entre las dimensiones institucionales de los discursos culturales y los procesos de traducción y resistencia política? ¿Cómo podemos aprovechar la política afirmativa de la identidad propia del multiculturalismo para garantizar los mínimos derechos civiles de respeto a la vida y de convivencia pacífica sin negociar una perspectiva crítica hacia el creciente exotismo y “museificación” de los actores políticos multiculturales? Estamos obligados a pensar la identidad como una práctica social que da forma a las relaciones sociales y orienta las acciones de los sujetos y actores políticos. Por tanto, no es un territorio de elevación del espíritu humano, ni un territorio utópico donde conviven las culturas diversas, sino un escenario de conflicto, lucha y negociación donde se disputan las definiciones y acciones políticas de los grupos sociales. Como nos lo sugiere Stuart Hall,
La identidad cultural no es una esencia establecida del todo, que permanece inmutable al margen de la historia y de la cultura. No es un espíritu universal y trascendente en nuestro interior, en el que la historia no ha hecho ninguna marca fundamental. […] Las identidades culturales son puntos de identificación, los puntos inestables de identificación y sutura, que son hechos dentro de los discursos de la historia y de la cultura. No son una esencia sino un posicionamiento. Así, siempre hay políticas de identidad, políticas de posición, que no tienen garantía total en una “ley de origen” trascendental y no problemática.(11)
Las perspectivas multiculturales plantean problemas de reflexión importantes a los debates sobre políticas culturales, en tanto parecen restringir su horizonte de sentido hacia el fortalecimiento de los sentidos de pertenencia de las comunidades, siempre ligados al pasado, el patrimonio y la memoria. Las tesis de la multiculturalidad definen los procesos sociales y políticos como la defensa de una diferencia marcada por el esencialismo, el folclore y la tradición patrimonial. Se valora a las comunidades urbanas o rurales como capaces de apreciar los productos universales de la alta cultura, pero también como portadoras de una identidad válida que está ubicada en un espacio mítico que es anterior a lo que se asume como el deterioro de una identidad verdadera. La dimensión social de la práctica cultural parece quedar atrapada en la búsqueda y fortalecimiento de esos referentes míticos y en la conservación de aquellos rasgos que están amenazados por la globalización y los actuales cruces culturales. Bhabha afirma:
La diversidad cultural es el reconocimiento de costumbres y contenidos culturales dados; contenida en el marco-tiempo del relativismo, da lugar a nociones liberales de multiculturalismo, intercambio cultural o de cultura de la humanidad. La diversidad cultural es también la representación de una retórica radical de la separación de culturas totalizadas que viven aisladas por la intertextualidad de sus ubicaciones históricas, seguras en el utopianismo de la memoria mítica de una identidad colectiva única.(12)
La perspectiva de la diversidad cultural parece acentuar un cierto carácter estático y esencialista de las relaciones políticas entre los distintos actores sociales. Funcionan mediante un mecanismo doble: la fractura aparente del sujeto ilustrado y el reconocimiento esencialista de “otros” actores, para cuya definición se retoman las perspectivas antropológicas y orientalistas de una mirada exótica del otro, y su posterior ubicación en un territorio basado en un principio irreducible, universal, único: el de la diversidad cultural o el de una sociedad esencialmente diversa.
Debemos reconocer que todos los sistemas culturales se construyen mediante procesos continuos de traducción cultural, de pérdida de contenidos originales y que por lo tanto son insostenibles los reclamos por una pureza cultural. Para reclamar su carácter universal, la modernidad debe diseminarse en nuevos espacios y tiempos culturales, lo cual, a su vez, amenaza su pretensión de ser una cultura universal, única, pues sus contenidos son traducidos, apropiados y re-historizados. Frente a las tesis de diversidad cultural, Bhabha opone la práctica de la diferencia cultural, es decir, propone un tercer espacio o proceso ambivalente de afirmaciones y negaciones culturales donde ninguna práctica cultural puede reclamar para sí misma una supremacía cultural: “[...] un tercer espacio, que negando la identidad y su política como las negociaciones entre sujetos trascendentes o multiculturales, permite conceptuar una cultura internacional, basada no en el exotismo del multiculturalismo o la diversidad de culturas, sino en la inscripción de la hibridación de la cultura.”(13) Hibridación no entendida como el célebre resultado de la mezcla cultural, sino como un proceso constante de definición de actores y sujetos políticos y de afirmación y negación de significados culturales. Se trata de procesos de construcción de identidades y diferencias bajo condiciones continuas de contaminación y pérdida de los sentidos originales que dan referencia al sujeto y autoridad al discurso cultural.
La categoría de diferencia cultural -no de diversidad cultural- se convierte en un espacio posible para pensar los procesos de construcción de identidades y la dimensión política de estas prácticas sociales, puesto que:
[el] concepto de la diferencia cultural se centra en la ambivalencia de la autoridad cultural: en el intento de dominar a nombre de una supremacía cultural que es en sí misma producida únicamente en el momento de la diferenciación, de la enunciación. Esta enunciación de la diferencia cultural problematiza las divisiones binarias de pasado y presente, tradición y modernidad al nivel de la representación cultural y de su dirección discursiva.(14)
Cultura y Desarrollo
Aunque no son claras las dimensiones en las que se plantea el tema del desarrollo en la retórica de las políticas culturales, en algunos casos se asocia a procesos de participación política, a planes de desarrollo social y a programas de convivencia pacífica en zonas de violencia y conflicto armado. Asimismo, el tema del desarrollo cultural se asocia con las tendencias distributivas de la cultura, cuyo propósito fundamental es el acceso del conjunto de la población a los bienes culturales. Se asocia también con la valoración de bienes simbólicos que hasta hace muy poco se consideraban como expresiones populares, no artísticas, y como tema exclusivo de antropólogos, folcloristas y estudiosos de las tradiciones populares. Sin embargo, aun es importante preguntarse qué significa pensar los procesos culturales dentro de una dimensión del desarrollo.
Para responder el anterior cuestionamiento será necesario volver a reflexionar sobre las relaciones entre desarrollo y cultura, tras las críticas sustanciales a los discursos modernizadores. Críticas cuyo principal argumento es la incapacidad del “desarrollismo” para dar respuesta a los problemas más acuciantes de las comunidades del Tercer Mundo. Si bien la cultura ha dejado de ser la ilustración de los procesos sociales, y aunque planificadores del desarrollo y científicos sociales la han convertido una dimensión fundamental de la vida social, sigue siendo necesario explorar las condiciones discursivas y políticas que dieron origen a los discursos desarrollistas. En razón de lo anterior se hace importante discutir: ¿En qué medida las prácticas culturales, por su dimensión crítica y política, está en capacidad de repensar los principios del desarrollismo, basados en nociones orgánicas de la sociedad y en concepciones evolucionistas de la vida social de los pueblos? ¿En qué forma se plantea la noción de desarrollo en relación con los procesos culturales? Arturo Escobar afirma a este respecto: “El desarrollo debe ser explorado como un régimen de representación cultural, como una invención que resultó de la historia de la posguerra y que, desde sus inicios, moldeó ineluctablemente toda posible concepción de la realidad y de acción social de los países que desde entonces se conocen como subdesarrollados”.(15)
La inserción del tema del desarrollo en los ámbitos de las prácticas culturales plantea dos paradojas importantes. Por una parte, el discurso del desarrollo tal como fue tejido por las ciencias sociales, los estudios latinoamericanos, asiáticos y africanos y por los gobiernos del Primer y Tercer Mundo, consideró la cultura como un impedimento fundamental para alcanzar los indicadores del progreso y los índices del crecimiento económico y social. Como asegura Escobar, “el modelo del desarrollo desde sus inicios contenía una propuesta históricamente inusitada desde un punto de vista antropológico: la transformación total de las culturas y formaciones sociales de tres continentes de acuerdo con los dictados de las del llamado Primer Mundo”.(16) Es decir, la condición fundamental del desarrollo estaba basada en la cuantificación de una cierta dimensión de los procesos sociales y económicos, a costa de los culturales; pero también en una condición de verdad que hacía del desarrollo un proceso inevitable y una forma de entender el bienestar de las comunidades como única y universal.
La implicación del desarrollo en el plano cultural es paradójica puesto que se aplica a la cultura tanto la noción de desarrollo que se funda en su negación, como el principio de la diversidad cultural y su defensa como postulado y proceso irreducible del progreso y bienestar de las comunidades. Por otra parte, el discurso del desarrollo cultural se basa en una noción de innovación cultural y progreso social que se lleva a cabo mediante la preservación de los pasados míticos y las tradiciones locales y regionales. Es una mirada de progreso aferrada a los pasados locales y una perspectiva de innovación que se funda en la preservación. Esta dimensión paradójica de los temas recurrentes en las políticas culturales se expresa no sólo en las discusiones sobre desarrollo cultural y formación de identidades —el primer tema asociado al futuro y el segundo al pasado— sino también en los proyectos de gestión cultural que se adelantan desde diversas perspectivas y agentes culturales.
Es difícil plantear este debate, pues la cultura y el desarrollo son temas asociados a bondades que parecen validarlos en sí mismos. La cultura -tal y como es concebida en el marco de los discursos modernizantes— está asociada a los más altos valores del espíritu humano, al desenvolvimiento pleno de las capacidades lúdicas, creativas y críticas del ser humano y al referente más importante para la creación de sentidos de pertenencia y de identidad política. De igual forma, el desarrollo es una categoría que parece incuestionable. De hecho, su desplazamiento hacia el plano de lo cultural hace creer que el problema no estuvo en el discurso del desarrollo, sino que no se hizo donde se debía, es decir, en los procesos culturales. Quizá lo que valdría la pena preguntarnos es cuál cultura y cuál desarrollo, para quiénes, en qué condiciones, bajo qué dimensiones de futuro y sentidos de pertenencia y diferencia. Es obvio que estos planteamientos no buscan negar las realidades políticas, sociales y económicas que exigen respuestas a las prácticas de la cultura. Por el contrario, buscan explorar las posibilidades de la cultura para dar respuesta a estas realidades, preguntando por su capacidad innovadora, su articulación a las dinámicas culturales locales y su capacidad de contestar cualquier ejercicio de autoridad, venga del saber o del poder a secas.
Conclusiones
Para terminar quisiera formular una respuesta provisional a nuestra inquietud inicial. Si el espacio cultural es un territorio de negociación y conflicto de representaciones, y política cultural son las intervenciones que llevan a cabo todos los agentes e instancias culturales, ¿cómo imaginar una democracia cultural? Haré un resumen del modelo que sobre este tema propuso José Joaquin Brunner en su artículo “Políticas culturales y democracia: hacia una teoría de las oportunidades”.(17)
Brunner elabora un mapa analítico que define el espacio cultural como un campo atravesado por las intervenciones de actores e instancias que están en conflicto continuo. Define entonces la democracia como “un sistema donde hay multiples actores que persiguen políticas estratégicas dentro de un marco competitivo, produciendo resultados epifenoménicos y efectos perversos, lo cual se traduce, para cada participante, en que ninguno puede obtener garantías de que sus intereses triunfarán por completo ni puede estar seguro de que sus posiciones serán continuamente preservadas”(18). Es la “incertidumbre referencial” propia de la democracia. De una parte, siempre están surgiendo nuevos actores culturales que, de manera suplementaria, cuestionan el arreglo institucional de la cultura. De otra parte, su intervención no garantiza que sus agendas permanezcan intactas, sino que deban negociarse y posiblemente nunca lograrse de la manera en que fueron propuestas.
Brunner propone entonces que si se trata de definir los grandes parámetros de una política cultural que pueda ser conducente para la democracia, lo único que ella pueda proponerse es encontrar unos arreglos institucionales básicos que permitan a los intereses sustantivos de los individuos y grupos que componen la sociedad, expresarse. Brunner continua señalando que dichos arreglos básicos no podrían facilitar, otorgar o promover la hegemonía cultural de un grupo, sino solamente crear un marco institucional de posibilidades, a través del cual los individuos y los diversos grupos de la sociedad puedan materializar sus intereses, con una seguridad mínima de que ese arreglo institucional garantizará que, dada la distribución de recursos (económicos, organizacionales e ideológicos) ninguno se verá excluido o favorecido.
En un sentido más general, Brunner propone las políticas culturales democráticas como arreglos formales. Es decir, la democracia cultural no es la distribución equitativa de unos productos o contenidos culturales específicos, ni la promoción de una noción específica de cultura. Más que aplicar contenidos cognitivos a la sociedad, persiguen crear estructuras de oportunidades y al mismo tiempo, impedir que estas estructuras de oportunidades sean objeto de algun cierre ideológico o de cualquier otra manipulación hegemónica. Es evidente que esas políticas nuncan obtienen un equilibrio perfecto; por el contraio, producen efectos perversos, soluciones epifenomenales, adaptaciones transitorias, redistribuciones inestables, etcétera. En suma, Brunner sugiere que la democracia cultural persigue:
a. Producir y preservar determinados arreglos institucionales entre los actores e instancias culturales, gestados por ellos mismos y en los que el estado sólo puede garantizar que estos arreglos se respeten.
b. Respetar los derechos individuales en tanto éstos forman parte esencial de los arreglos institucionales.
c. No imponer o promover contenidos.
d. Descansan en la información y las preferencias obtenidas mediante procesos interactivos, aunque esta resolución produzca soluciones epifenomenales, efectos perversos y desequilibrios continuos.
La noción de políticas culturales democráticas de Brunner me interesa puesto que abre la discusión en torno al papel del Estado en la promoción de políticas culturales y replantea el rol de las asociaciones civiles. Es decir, propone una forma de relación entre Estado y Sociedad Civil que deja abierto y da iniciativa política a los agentes y circuitos culturales para llegar a los acuerdos institucionales que ellos consideren pertinentes. El Estado entonces no puede arrogarse el derecho de poseer un principio de autoridad cultural que deba ser democratizado, o formas de arreglo institucional que deban ser instrumentadas a partir de una retórica sobre la nación, la democracia cultural, la participación que tienen como teleología la construcción de la nación, la comunidad o la participación democrática.
Quizá la narrativa de la construcción de la nación es la que mejor define los propósitos de los modelos que hoy dan forma a los debates y propuestas sobre políticas y democracia cultural. Sin embargo, si continuamos con nuestra perspectiva de asumir la cultura desde su textualidad, debemos considerar a las prácticas culturales como espacios donde se tejen de manera continua narraciones de comunidad, región y nación y, al mismo tiempo, considerar la nación y la región como realidades sociales que se construyen mediante las prácticas sociales y culturales. En la introducción a su libro The Making of Modern Colombia: a Nation in Spite of Itself (Colombia: una nación a pesar de sí misma), David Bushnell asegura: “El problema de la imagen de Colombia como nación se complica con las características ambivalentes de los colombianos mismos […] ellos siguen mostrando diferencias fundamentales en asuntos de clase, región y, en algunos casos, etnicidad”.(19)
A primera vista, Bushnell hace eco de la queja general que ha ocupado la atención de políticos, historiadores y científicos sociales, la cual hace referencia a la dificultad de considerar a las historias y características de la sociedad colombiana como expresiones de la noción moderna de nación. Es una queja que asume que alcanzar el estatus de nación es un propósito que la sociedad colombiana ha sido incapaz de lograr. Sin embargo, Bushnell también parece considerar la nación como un espacio horizontal y homogéneo donde los distintos sectores de la población, viviendo en temporalidades distintas y enfrentados a continuas luchas culturales y políticas antagónicas, se desvanecen en un tiempo único nacional. Quizá lo que más inquieta en la formulación de Bushnell es su representación del conflicto político y cultural. Es como si el horizonte político de dichos conflictos apuntara a la integración inexorable de la diferencia cultural en la comunidad de lo nacional.
Como señala Bhabha, “entender la nación como una estrategia discursiva de la modernidad implica abordarla como un espacio ambivalente de producción cultural, que expresa formas disyuntivas y antagónicas de representación que dan significado a la cultura nacional. La narración de la nación y de la región desde las prácticas de la cultura, en su uso continuo de alegorías y metáforas, produce una yuxtaposición no plural de sus objetos y de sus sujetos”.(20) Son narraciones de la nación que, por ejemplo, al referirse al pueblo, la región y la comunidad como fundamentos de su legitimidad, son al mismo tiempo amenazadas por las mediaciones culturales que el mismo pueblo hace de estas referencias, suspendiendo el conjunto de significados que esta categoría arrastra: “el pueblo que en otras temporalidades y locaciones culturales y políticas vive la nación como un presente en continua formación y que, sin embargo, no es homogéneo”.(21) No es que la nación no sea posible, sino que su dinámica es un proceso simultáneo de surgimiento continuo de narraciones y de pérdida de vigencia por las mismas mecánicas de la cultura: la nación hace referencia a un territorio cultural que es escenario de luchas antagónicas que están en continuo proceso de diálogo y negociación.
La nación como un espacio no homogéneo y no pluralista impide entender la diferencia cultural como aquello idílico y marginal, que niega las narraciones nacionales con un referente contradictorio; como la representación de nuevos sujetos políticos cuya identidad es fijada en pasados atávicos; o como un momento único y último de reconciliación donde se celebra lo diverso. La diferencia cultural es ese espacio intraducible, desde el cual la autoridad de las narrativas nacionales se desvanece ante la explosión de significados no referenciales: es una lógica suplementaria que impone la tarea de inventarse la nación a diario.
Al imaginar las prácticas culturales como espacios donde se narra la nación, la región y la comunidad, se pretende que la ubiquemos en una posición desde donde se puedan crear las condiciones para nuevas prácticas marginales, minoritarias y críticas dentro de la continua institucionalización y normalización de la cultura. Éste es también un territorio donde, en medio de la melancolía que produce el vacío de la pérdida constante e inevitable de los sentidos referenciales de las narraciones de la nación, puede ser posible descubrir nuevas voces e imaginar otros universos: habitar nuevos espacios “suplementarios” que no agranden la presencia de la tradición; sino, que “re-dibujen sus fronteras en el límite amenazante y agonista de la diferencia cultural que nunca suma lo suficiente, siempre menos que una nación y doble”.
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Enviado por: | Margut |
Idioma: | castellano |
País: | Venezuela |