Historia


Mujeres y Diosas clásicas


MUJERES Y DIOSAS CLÁSICAS

'Mujeres y Diosas clásicas'

Índice

Introducción 1

Los derechos de las mujeres antes del matrimonio 2

La educación femenina 2

El matrimonio 2

La ceremonia 3

El divorcio 4

Los herederos 5

Las diosas 6

De la diosa madre a los primeros dioses masculinos 7

Dioses de la familia olímpica 8

Bibliografía 9

Introducción

En este trabajo voy a analizar el mundo femenino de la Grecia Clásica a dos niveles, tanto en la esfera terrenal como en la esfera religiosa.

Se ve claramente la diferencia que existe entre ambos mundos con respecto a la forma de tratar su aspecto femenino, algunos autores han intentado ver un paralelismo entre ambos aspectos aunque como explicaré a continuación quizá esto no sea totalmente cierto.

Este análisis, sobre todo el de la esfera mortal se centra en una época concreta, el siglo V, ya que la sociedad fue cambiando adaptándose a los nuevos tiempos. Incluso en esta misma explicación podemos ver ya un comienzo del cambio con respecto a las costumbres e importancia de las mujeres en la sociedad griega, ya que al hacer una alusión a Antígona y encontrar un paralelismo con la sociedad, se está admitiendo ya la mayor importancia que a la mujer se le reconocía en la sociedad, puesto que una mujer, su decisión, su cabezonería fue capaz de cambiar el transcurso de la historia mitológica, impensable en una sociedad en la que la mujer no tenía como vulgarmente se dice “ni voz ni voto”.

Las mujeres: El matrimonio y la familia

LOS DERECHOS DE LAS MUJERES ANTES DEL MATRIMONIO

En Atenas las mujeres no tenían derechos ni políticos ni jurídicos, eran por lo tanto como esclavos en este sentido.

En Cambio, de puertas para adentro, en su propia casa eran las amas ya que sus maridos estaban demasiado ocupados con las labores del campo (labranza, caza), en la ciudad por su oficio y su participación en los asuntos públicos y judiciales de la ciudad.

Las mujeres no llegaban al matrimonio libremente, es decir, era un acuerdo entre el futuro esposo, y la familia de la contrayente. Iscomaca dirigiéndose una vez a su mujer le dice:

“¿Comprendes ahora porqué me casé contigo y porqué tus padres te dieron a mi?. No habríamos tenido dificultad en hallar a otra persona para que compartiese mi lecho; lo ves perfectamente, estoy seguro de ello. No luego de haber reflexionado, yo por mi cuenta y tus padres por la tuya, sobre el mejor de los asociados que podríamos adjuntar para ocuparse de nuestra casa y de nuestros hijos, te elegí a ti como tus padres me eligieron a mí, probablemente entre otros partidos posibles”.

Es por tanto su padre, o, a falta de él, su hermano nacido del mismo padre o de un abuelo, o finalmente su tutor legal, quien le elige marido y decide por ella. Quizá le pidieran consejo, aunque eso no garantizaba que lo siguieran. Heródoto explica:

“Hacia sus tres hijas se portó de esta manera: cuando tuvieron edad de casarse, les dio la dote más significativa, luego, entre todos los atenienses, dejó que cada una eligiese al que deseaba por esposo y la casó con este hombre”.

Aunque quizá este fuera un caso excepcional ya que un dicho de la época dictaba: “Toma por marido a quien tus padres quieren”.

Las jóvenes tenían pocas oportunidades de ver a jóvenes del sexo contrario, ya que apenas salían de casa y aún más de un departamento dentro de la casa reservado a las mujeres (Gineceo) y debían vivir apartadas de las miradas, incluso separadas de los miembros masculinos de sus propias familias.

LA EDUCACION FEMENINA

Estas costumbres chocan con las del instituto de educación para jóvenes de alto nacimiento que la poetisa Safo dirigía en la isla de Lesbos a principios del siglo IV, así como los ejercicios físicos de las jóvenes de Esparta, y los vestidos cortos que llevaban mostrando sus muslos. Solo en este punto la rígida Esparta era más tolerante que Atenas.

El aprendizaje de estas chicas casaderas consistía básicamente en los quehaceres domésticos (cocina, tratamiento de la lana y tejedura) y algunas veces lectura, cálculo y música, pero siempre impartido por su madre, abuela o las sirvientas de la familia, dentro de la misma casa. La única oportunidad que tenían estas jóvenes para salir, era, la celebración de alguna fiesta religiosa (sacrificio y participación en procesiones) incluso cuando participaban en el coro, el coro femenino y el masculino estaban rigurosamente separados.

EL MATRIMONIO

Un ciudadano ateniense se casaba esencialmente para tener hijos y más aun hijos varones (o por lo menos uno que perpetuara su nombre) porque lo necesitaba para que lo cuidaran en su vejez, para que lo enterraran según sus ritos y para que continuaran con el culto familiar después de su muerte.

En esta búsqueda de descendencia eran muy importantes las creencias religiosas, ya que se buscaba que los hijos varones rindieran culto a su padre después de muerto tal como él había hecho con sus antepasados.

El matrimonio no se basaba por lo tanto en el amor (lógico ya que en la mayoría de los casos los futuros esposos se veían por primera vez el día de la celebración de la boda). El matrimonio era más bien una especie de sociedad en la que el amor podía surgir más tarde, postura que perduraría hasta la llegada de los estoicos, quienes vuelven a proclamar el amor conyugal.

No eran raros los matrimonios entre seres de la misma familia (primos, tíos...) aunque el matrimonio entre hermanos y más aun entre ascendientes y descendientes se temía por si provocaba la ira de los dioses.

En lo concerniente a la edad no existían reglas sociales, pero solían los hombres doblar la edad de las mujeres ya que estas en la mayoría de los casos se casaban a los 14 ó 15 años (aunque algunas lo hacían a los 12 años): Parece ser que las niñas impubes no eran dadas en casamiento como se hacía en Roma.

LA CEREMONIA

La ceremonia se legalizaba con un simple apretón de manos entre las partes (entre el esposo y el representante de la esposa, ya que no se sabe sí ella asistía) y algunas frases rituales muy sencilla s con dos testigos presentes. Si la novia acudía, no tomaba parte activa en la ceremonia, realizada normalmente en el altar doméstico. Lo verdaderamente importante era la dote (que distinguía el matrimonio legal del concubinato) y los regalos del novio al suegro que eran una especie de precio de compra sobre la hija, ya que los padres de esta época tenían tanto derecho sobre los hijos como sobre los esclavos.

El novio al gozar de mayoría de edad no necesitaba estar representado por su parte, por lo que actuaba en nombre propio, aunque daba este paso con el permiso y siguiendo el consejo de su padre, ya que como hemos dicho anteriormente el matrimonio era realmente un contrato mediante el que se reforzaban unos lazos familiares de los que se sacaba normalmente provecho material.

La palabra dada como promesa de matrimonio era muy importante (según un ceremonial muy solemne) ya que si esta no se cumplía se estaba bajo las sanciones de los dioses.

El matrimonio no se consideraba consumado, hasta la cohabitación de los esposos ya que la meta final del matrimonio era dar nacimiento a los hijos. Esta consumación del matrimonio, el gamos, es lo que exigía el paso de la novia a la casa de su pretendiente y era este cambio de casa la parte principal de la ceremonia del matrimonio y se realizaba muy poco después del “acuerdo”, aunque parece que debido a algunas supersticiones, los griegos preferían casarse en invierno y sobre todo durante el mes de enero (Gamelion) dedicado a la diosa Hera, diosa del matrimonio y como su mismo nombre indica era “el mes del casamiento”.

Las ceremonias comenzaban la víspera del día en que la novia debía cambiar de hogar. Primero se ofrecía un sacrificio a las divinidades protectoras del matrimonio: Zeus, Hera, Artemisa, Apolo...

La desposada consagraba a los dioses sus juguetes de niña y los objetos familiares que habían rodeado su infancia. Pero el rito principal (el rito de purificación) era el baño de la novia para el cual un cortejo iba a buscar el agua a una fuente especial. El cortejo estaba compuesto por un tocador de oboe rodeado de mujeres que llevaban antorchas. El novio también por su parte debía bañarse.

El día de la boda se decoraban las casas del esposo y de la esposa con guirnaldas de hojas de olivo y de laurel, se hacía un sacrificio y se celebraba un banquete en casa del padre de la novia en el que los hombres estaban por supuesto separados de las mujeres. Finalmente, hacia la noche se formaba el cortejo que iba a acompañar a la desposada a su nueva casa (antaño ese traslado tenía la apariencia de un rapto y esa tradición se había conservado en Esparta).

Este traslado de casa se realizaba con un coche tirado por bueyes en el que iban el novio y la novia, moviéndose muy despacio ya que familiares y amigos los acompañaban a pie.

En la casa del novio los esperaban los padres de este, el padre con una antorcha en la mano y les ofrecían pastel nupcial hecho con sésamo y miel y un membrillo o un dátil, símbolo de fecundidad (recordemos que era la razón por la que los atenienses se casaban).

Luego la pareja entraba en la cámara nupcial y quizá solo entonces la esposa se quitaba el velo. La puerta quedaba cerrada y guardada por un amigo del novio, pero el resto cantaban y hacían ruido se cree que para asustar a los malos espíritus.

Todo el lujo y esplendor de estos rituales por supuesto cambia según la posición social de los familiares. La comida nupcial solía ser tan suntuosa que la ley limitó, repetidas veces, el número de comensales.

Al día siguiente de la boda, los padres de la novia llevaban regalos a los recién casados y probablemente entregaban también en ese momento la dote.

Tal como hemos visto, todo se encaminaba hacia la procreación de los hijos (sobre todo se apreciaban los varones). Esto se llevaba en Esparta hasta las últimas consecuencia, de modo que si un anciano se casaba con una chica joven, a esta se le permitía ser presentada a un joven con el fin de que tuviese hijos sanos y vigorosos.

Con el matrimonio las mujeres no salían de su confinamiento, no estaban encerradas ni por cerraduras ni por rejas, pero la tradición era lo suficientemente fuertes como para retenerlas dentro del Gineceo. Como las mujeres no salían, eran los hombres o los esclavos los que realizaban la compra de la comida. Por lo general las mujeres sólo salían de casa para comprar vestidos y calzado, pero siempre acompañadas por normalmente una esclava.

Por supuesto, todo lo que estamos relatando corresponde a las clases medias y altas, ya que las mujeres pertenecientes a las clases bajas ni siquiera tenían esclavos, por lo que era más habitual que salieran de casa pues tenían que atender más tareas, incluso algunas de ellas tenían que trabajar fuera de casa.

La libertad de las mujeres era muy escasa, reduciéndose prácticamente a los límites de su casa. No compartían mucho tiempo con sus maridos ni tampoco estaba bien visto que se interesaran por las cosas que sucedían fuera de sus casas. Cuando su marido daba una recepción y recibía algunos amigos el ama de la casa rara vez aparecía y tampoco era invitada a las recepciones que daban los amigos de su marido.

Las mujeres, siempre acompañadas al menos por una esclava, se visitaban unas a otras: iban a ver a las vecinas para pedir prestado algo del hogar, pretexto sobretodo para charlar y divertirse unas con otras.

El verdadero reino de la mujer estaba en su casa, reinaba en el interior de ella cuidando de todo. El Económico de Jenofonte nos hace conocer en detalle los deberes de la dueña de la casa:

“Has de quedarte en casa, ordenar que salgan juntos todos tus sirvientes cuyo trabajo se hace fuera de la casa y vigilar los que trabajan dentro de ella; recibir lo que te traigan, distribuir lo que debes gastar, pensar por anticipado lo que has de ahorrar y cuidar de no gastar en un mes lo que debe durar un año. Cuando te traigan la lana, has de cuidar que hagan los vestidos para los que tienen necesidad de ellos, cuidar también que el grano de las provisiones siga siendo bueno de comer... Cuando un sirviente se enferme has de vigilar siempre que reciba los cuidados necesarios”.

Por lo tanto en las “buenas familias” el trabajo de la mujer consistía básicamente en organizar toda la casa. Para una mujer, la insignia de la autoridad eran las llaves que llevaba consigo, en especial las del depósito de las provisiones y la bodega. Las atenienses no ejercían un oficio sino cuando se veían reducidas, mientras que las mujeres de los meteceos eran muchas veces tejedoras de lana, zapateras, costureras, etc. Algunas eran verdaderas “mujeres de negocios” aunque también es cierto que entre los campesinos atenienses, algunos de ellos un poco palurdos, había algunas mujeres de armas tomar quienes dirigían autoritariamente a toda la familia.

Volviendo a las típicas vidas de las mujeres atenienses de ciudad diremos que normalmente solo salían de casa con motivo de las fiestas religiosas.

Estas también podían asistir a las representaciones teatrales que eran parte de las fiestas realizadas en honor de Dionisos. Las mujeres, al contrario de lo que se cree, gozaban del derecho de asistir a ellos. Asistían a las tragedias, a las que seguían, un drama satírico, muchas veces con un alto nivel licencioso. Pero ¿asistían las mujeres a las comedias de Aristófanes, como Lisístrata, que no respeta mucho esa virtud de decencia que los atenienses alababan tanto en sus mujeres?. Un pasaje de las leyes de Platón nos hace pensar que las atenienses de buena crianza preferían la tragedia y se abstenían de asistir a las comedias.

Un texto de Aristóteles, refiriéndose a las ceremonias licenciosas en uso en muchos cultos griegos, aconsejaba a los maridos que asistieran solos, sin sus esposas e hijos. Así lo hacían los jefes de las familias que se preocupaban más de la moralidad pero es probable que muchas mujeres de la clase popular, asistieran, rieran y se divirtieran en las comedias de Aristófanes.

Parece que en Atenas había por lo general poca intimidad, poco intercambio intelectual, poco verdadero amor entre los esposos. Los hombres se visitaban entre ellos y se veían en los tribunales, mercados, asambleas y en sus negocios. Las mujeres vivían entre ellas, por su lado. El Gineceo estaba siempre separado del andros. Según Montagne:

“En este sabio mercado, los apetitos no son tan retozones; son más sombríos y más embotados. No se casa uno para sí, dígase lo que se diga; se casa uno tanto para la posteridad, para la familia...Así es una suerte de incesto emplear en este parentesco venerable y sagrado los empeños y extravagancias de la licencia amorosa...Un buen matrimonio, si lo es, rehusa la compañía y las condiciones del amor”.

Por lo tanto en esta especie de contrato que era el matrimonio, no había lugar para las necesidades carnales, ya que las esposas no eran compañeras sexuales, sino las madres de sus hijos, por lo que era normal satisfacer estas necesidades fuera de la casa con cortesanas o junto a muchachos.

Toda esta sociedad establecida cambió con la guerra del Peloponeso, que provocó muchos cambios en las costumbres (no olvidemos que duró 30 años) e hizo asumir a las mujeres muchos papeles tradicionalmente reservados a los varones. Muchas mujeres adoptaron costumbres más libres, dando incluso lugar en Esparta a la creación de un magistrado encargado de vigilar la conducta de las mujeres.

EL DIVORCIO

Un marido siempre gozaba del derecho de repudiar a su mujer, aun cuando no tuviese motivos de queja. El adulterio de la esposa, cuando se establecía jurídicamente, hacía que el repudio fuera obligatorio. La esterilidad debía ser causa frecuente de repudio, ya que un hombre se casaba justamente para asegurar la continuidad familiar y de la ciudad y al repudiar a la mujer estéril hacía una acción patriótica y religiosa.

Por otra parte, el embarazo de la mujer no era obstáculo para el repudio. Pero el marido que repudiaba a la mujer debía devolverle la dote y esta obligación constituía el único freno eficaz al divorcio.

Si era la mujer la que solicitaba el divorcio, debía escribir una carta al arconte y este decidía si los motivos eran lo suficientemente graves para concederlo, no era motivo suficiente la infidelidad del esposo (ya que contaba con libertad sexual) pero parece ser que los malos tratos si lo eran. Si con todo esto la mujer conseguía el divorcio, la opinión pública le era desfavorable.

LOS HEREDEROS

Los matrimonios griegos no eran muy fecundos, por dos razones: el esposo encontraba fácilmente satisfacción a su instinto sexual fuera del matrimonio, y, por otra parte, tenía por avaricia o por egoísmo, tener nuevas bocas que alimentar y temían también que el patrimonio familiar se repartiera entre demasiados herederos, que reducía lo que tenía que tocar a cada uno. Procuraban tener un hijo y una hija aunque un poeta cómico dijera: “A un hijo se lo cría siempre, aun cuando sea uno pobre; a una hija se la expone, aun cuando uno sea rico”.

Había dos medios para evitar una familia demasiado numerosa:

El aborto. No era ilegal, aunque la madre no podía provocar el aborto sin el consentimiento del marido, ni la esclava sin el del amo. Se reconocía en cambio el daño que provocaba el extraño que realizaba el aborto sin el consentimiento del marido o dueño. Se tenía conciencia religiosa de lo que significaba el aborto y así Aristóteles prescribe practicar el aborto “antes que el feto haya recibido la vida y el sentimiento “ es decir, antes de que se convierta en un ser vivo, antes de que el embrión estuviera formado. No se trata del principio general que reconoce el derecho a la vida del niño aun en el seno de la madre, sino únicamente de un escrúpulo religioso. Así mismo, este escrúpulo impedía matar al niño después de nacido, pero no dejarlo morir de hambre o de falta de cuidado. Esto tiene una fácil comprensión si nos metemos de lleno en su forma de pensar ya que no se reconocía a una persona, mientras que no participaba de la vida social, mientras que no tenía un nombre.

Podemos encontrar una analogía en Antígona. Por la misma hipocresía que lleva a Creonte a no hacer ejecutar a Antígona, a quién condena a muerte, sino que la encierra en un sepulcro donde ha de morir de asfixia y de hambre, no se mata al niño al que no se quiere criar; se le abandona fuera en un cacharro o una olla de barro que le sirve de tumba. Los hijos ilegítimos se “exponían” muchos más que los legítimos. Estos hijos abandonados podían ser criados por otras familias generalmente de esposas estériles (engañando a sus maridos fingiendo un embarazo) o eran simplemente tomados como esclavos.

Las diosas

Un chaman esquimal a la pregunta de porqué creen en sus dioses, contesta. “No somos creyentes, tenemos miedo”.

Muchos otros autores coinciden en que probablemente el principio de todo fue el miedo Parece que todas las primeras manifestaciones mágicas expresan la relación entre ser humano y aquello que es incognoscible: Al mismo tiempo, el lazo de las creencias cohesiona el mismo núcleo social, compartiendo unos intereses comunes, unas normas de conducta y unos controles que conforman así un bloque social inalterable que interesa mucho que mantenga este estatus bajo el peligro de la denominada ruptura y del posible caos social. Esto queda patente en las sociedades clásicas donde los dioses están presentes en cada una de las parcelas de la vida

¿Cómo se llega a los dioses clásicos?

Un factor a tener en cuenta a la hora de valorar el nacimiento de la religión es el estudio de su entorno, inmersos en la naturaleza más pura, la observación y la experiencia de sus ciclos contribuirían notablemente a plasmar en este mundo natural en un mito necesario para explicar lo desconocido, con la finalidad de que esta explicación contribuyera a paliar el miedo que causa al grupo social.

Podríamos simplificar diciendo que el miedo a lo desconocido se equipara a la necesidad colectiva de mitos analógicos mediante cosas conocidas.

La analogía más inmediata que el ser humano encuentra con la naturaleza es la mujer, porque esta es creativa, tiene poder de crear vida pero también de dar muerte, sus ciclos naturales son los de la propia naturaleza, con el nacimiento, crecimiento, muerte y renacimiento.

La máxima preocupación humana es conservar la vida y las criaturas que pueden crearla, se convierten en divinas, divinizándose así a todas las féminas capaces de este milagro creativo, por eso es frecuente que se represente a las mujeres con sus atributos de fecundidad exagerados.

Son muchos los documentos que nos han llegado de esta época ancestral de la analogía naturaleza-mujer. Así pues, el poder biológico de la fertilidad que es la Maternidad producirá las primeras manifestaciones de las religiones primitivas. El poder de la madre naturaleza como única y verdadera deidad.

Por todas estas razones se puede afirmar que la mujer fue el principio universal de la fecundidad, ocupando un lugar central en la mitología religiosa-paleolítica, como un lazo de unión con la naturaleza.

DE LA DIOSA MADRE A LOS PRIMEROS DIOSES MASCULINOS

Con la llegada de los pueblos indoeuropeos por el sur y el este del Mediterráneo oriental se instalaron nuevas culturas, como la minoica.

Estos pueblos nuevos conocen ya la metalurgia del cobre y el bronce, de importancia crucial ya que este encubrimiento cambió radicalmente los modos de vida, su mentalidad, moral y por lo tanto las creencias de tipo religioso.

Las nuevas divinidades celestes y astrales, chocaban con las viejas y venerables tradiciones de la religión cósmica. Esta pugna entra estos dos tipos de divinidades se solucionará con la implantación definitiva de los dioses masculinos, el Gran Dios será el hijo de la Gran Diosa de la Naturaleza, madre de todos los dioses.

A partir de aquí, todas las religiones conocidas vienen presididas por la dominación masculina. Es evidente que las mitologías religiosas son un reflejo del miedo de los hombres. Por un lado, el poder masculino viene dado para dominar a la mujer, como un elemento esencial en la personalidad masculina. Es un dominio sexual, dominio entre hombres derivado de la propia capacidad sexual y de su virilidad.

La concepción de la mujer, incluso en las mitologías compone una imagen que representa la falta de racionalidad, falta de medida y falta de equilibrio. Son por lo tanto seres intrínsecamente peligrosos que pueden controlar al hombre con las “malas artes” de la seducción y comportamiento imprevisible.

El poder religioso mantendrá las jerarquías de género no solamente para salvaguardar el buen orden social de la comunidad humana sino también para mantener el estatus de poder político y económico dentro de las sociedades más avanzadas. Las mujeres quedan así controladas, no solamente por el peligro sexual que representan sino por el peligro de que lleguen a controlar, a tener el control político y económico. El hombre será el que con soporte de la misma religión, hecha a su medida, llegará a marginar a las mujeres a un segundo plano social.

Por todas estas razones podemos comprender de qué manera un hombre llegó a ser dios, y este dios estuvo capacitado para crear otros hombres, y es así como muchos hombres van proclamándose hombres-dioses o sino se hicieron bendecir por dioses y claramente llegaron al matricidio de la Gran Diosa Madre que no era sino la Madre Tierra.

LAS DIOSAS DE LA FAMILIA OLIMPICA

Como los griegos practicaban una religión politeísta, su concepción del universo divino incluía numerosos dioses, semidioses, héroes, espíritus y seres sobrenaturales. Pero a pesar de esta complejidad, existía un acuerdo sobre el lugar central ocupado por el panteón olímpico, es decir, por los doce dioses considerados como principales.

El panteón es el conjunto de divinidades que tienen un nombre, una identidad, y función características. Los griegos inventaron varios panteones, según ciudades, épocas, o concepciones del mundo propias de grupos especiales, por lo que aunque un panteón estaba siempre compuesto por doce divinidades estas podían cambiar.

En los diversos panteones el elemento femenino ocupa un lugar tan importante como el masculino. Entre las dos divinidades representadas en el friso del Partenón griego encontramos a Deméter, Hera, Afrodita, Artemís y Atenea junto a Zeus, Poseidón, Ares, Apolo, Hermes, Dionisio y Hefesto.

Si nos fijamos en las figuras femeninas de forma individualizada, encontramos que entre ellas ocupa un lugar destacado la compleja Atenea, la diosa que nació perfectamente armada y profiriendo un grito de guerra, de la cabeza de su padre Zeus, pues este se había tragado a su madre Metis, cuando estaba en cinta de ella. Como diosa de la guerra bien organizada, Atenea es protectora de la ciudad, de la democracia y la sabiduría. Y la hija predilecta de Zeus preside también las artes femeninas de hilar y tejer.

Esta diosa tan ciudadana contrasta con Artemís, que al igual que ella, es hija de Zeus y virgen, pero que reina precisamente en los espacios incivilizados de los bosques, en donde es una direstra cazadora. Además de esta función tan conocida, Artemís es protectora de los bebés humanos y de las crías de los animales. Y de su relación con los jóvenes en el momento de afrontar un cambio de condición social da cuenta la fiesta ateniense de las Apaturias, en la que le eran ofrecidos los cabellos de los jóvenes que entraban en la mayoría de edad y de las muchachas que se casaban. Como prueban también algunas características de su culto y la situación de gran parte de sus templos en lugares limítrofes, se trata de una diosa de las transiciones, de los disfraces y de las fronteras.

La tercera y última olímpica virgen es Hestia, hermana de Zeus que personifica el hogar doméstico, es decir, el centro religioso de cada casa, y cuya característica fundamental es la inmovilidad.

Frente a estas diosas virginales, resalta la seductora Afrodita, La diosa del amor y de la belleza, a la que también hicieron célebre su ira y las maldiciones que profería. Según Hesíodo, Afrodita nació de la espuma que brotó del mar alrededor del miembro viril cortado a Urano por su hijo Crono. Era la esposa de Hefesto, el dios de la metalurgia, pero amaba a Ares. Aunque la infidelidad de la diosa no se limitó a este dios de la guerra cruenta, también amó al bello Adonis y a Anquises, de quien concibió al héroe Eneas.

Y frente a la diosa del deseo se erige, a su vez, Hera, protectora del matrimonio. Hera es la hermana y la legítima esposa de Zeus. En la tradición mítica aparece a menudo como una diosa bastante antipática y como esposa celosa que persigue cruelmente a las amantes de su marido y a los hijos que estas le dieron. Despechada por el nacimiento de Atenea, nacida solo de padre, intenta engendrar ella sola. Algunos mitos presentan a Hefesto como el fruto de ese intento.

Finalmente aludiremos a Deméter, diosa de la agricultura, que enseñó a los hombres a cultivar el trigo y de cuyo humor depende la abundancia de cosechas ( ¿encontramos quizá aquí una continuidad de la ancestral diosa madre de la naturaleza?). Un episodio central en la leyenda de Deméter es el que la presenta al mismo tiempo colérica y desesperada por la pérdida de su hija Perséfone. Este episodio central de su leyenda señala también a Deméter como diosa del amor maternal, si bien hay que precisar que el instinto maternal de Deméter solo emerge al ser herido por el rapto de su niña. De hecho, el caso de esta diosa puede hacerse extensivo al resto de divinidades femeninas griegas: aunque la mayoría de ellas son procreadoras, ninguna de ellas se caracteriza por ejercer de madre entregada.

Todas ellas pueden ser vistas como distintos arquetipos de las diversas condiciones de las mujeres mortales (o al menos la idea que de la mujer se había tenido hasta la época, como ya hemos tratado en el punto anterior), es decir, la de esposa legítima, la de hija y la de madre. Sin embargo, esta relación de continuidad entre la sociedad de las diosas y la de las humanas no es tan inmediata como pretenden muchos historiadores de la religión griega.

A esta visión estereotipada de quienes tienden a interpretar la figura de los dioses como representaciones de “lo divino” y la de las diosas como representaciones de arquetipos humanos se pueden oponer al menos dos objeciones:

La primera de ellas es que las diosas pueden encarnan exclusivamente un aspecto de la realidad femenina ignorando los otros. Una forma de “pureza” que es inaccesible para las mujeres mortales (Hera es una esposa legítima pero aparece al mismo tiempo como una madre desnaturalizada, cuando en la sociedad griega esa maternidad era la forma de legitimar un matrimonio con lo que los dos papeles no podrían aparecer por separado).

En segundo lugar señalaremos que la personalidad de estas diosas es lo suficientemente compleja como para que el arquetipo femenino que cada una de ellas tiende a encarnar se vea ensombrecido por otras atribuciones (Atenea es por ejemplo diosa de la virginidad pero también al mismo tiempo la diosa de la guerra, papel atribuido históricamente al hombre). Por lo tanto las diosas son ante todo representaciones de las facultades de lo divino, en ellas prima la condición de diosas por encima de la condición de mujeres.

En el marco del panteón cada una de esas potencias no se define en sí misma, como un sujeto aislado, sino por su posición relativa en el conjunto de los poderes, por el sistema de relaciones que la oponen y la unen a las demás potencias que componen el universo divino.

Así, Atenea inventora del aceite de oliva y del telar, formará con el herrero Hefesto una pareja de dioses de la técnica. Pero esa misma diosa, como encarnación de la organización de la guerra se opondrá a Ares, representante del combate más primitivo y salvaje. Como esposa legítima y protectora de la institución matrimonial, Hera será el polo opuesto de la frívola Afrodita, la diosa del deseo. Así mismo, Artemís, diosa de los espacios salvajes y de la caza, se opondrá a Deméter, protectora de la agricultura. La diosa del hogar Hestia, y Hermes , el dios viajero, encarnarán por su parte , la complementariedad entre el estatismo asociado al espacio femenino del hogar y los constantes movimientos y cambios que caracterizan la vida del ciudadano. Finalmente, la pareja de opuestos más célebre de la mitología griega: la compuesta por Apolo, el dios de la belleza sempiterna y Dionisos, el defensor de la metamorfosis.

Bibliografía

  • BRAVO, G.: Historia y Geografia. Volumen VIII: Historia del mundo antiguo, una introducción crítica. Alianza editorial, Madrid, 1.994; 671 páginas.

  • Dosiers Feministes. Volumen II: Deesses i Verges. Una iniciació histórica de les dones vistes per la religió. Seminari d´Investigació Feminista, Universitat Jaume I, Castelló, 1.998; 195 páginas.

  • FLACELIERE, R.: La vida cotidiana en Grecia en el siglo de Pericles. Librarie Hachete, Argentina, 1.959.

  • Mitologia griega y romana. J.Humbert




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Enviado por:Galilea
Idioma: castellano
País: España

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