Religión


Misiones jesuíticas


Curso:

Modalidad: Humanidades y Cs. Sociales

Año: 2002

INDICE

Introducción 3

Reducciones Jesuitas (mapa) 4

Reducción San Ignacio Miní (croquis) 5

Reducción Santa Ana (croquis) 6

Reducción Nuestra Señora de la Trinidad (croquis) 7

Habitaciones indígenas (croquis) 7

Reducción Nuestra Señora de Loreto (croquis) 8

Estructura de las reducciones jesuíticas 9

Proceso culturizador y evangelizador de los jesuitas. 15

Expulsión de los Jesuitas 18

Expulsión de lo Jesuitas en Europa 19

San Ignacio de Loyola 21

Conclusión 27

Apéndice documental 28 Introducción

Realizamos un trabajo de investigación sobre las características de las misiones jesuíticas en tiempos de la colonia.

Investigamos la vida del fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola.

Describimos las características del proceso culturizador y evangelizador de los jesuitas sobre la población aborigen guaraní en la región noreste de nuestro país; sus principales pueblos, las características de sus construcciones, sus métodos de supervivencia y enseñanza.

También desarrollamos la expulsión de estos, tanto en nuestro territorio como en Europa; analizando sus consecuencias.

Estructura de las reducciones jesuíticas

 

Arquitectura jesuítica.

 

En la primera fase, constructiva, las reducciones se realizaron mediante el uso masivo de la madera, procedente de la vegetación tropical circundante a éstas. A diferencia de estas primeras, en la segunda fase se inició la tendencia de la concentración entre los pueblos indios; ésta se produjo a fines del s. XVII, principios del s. XVIII, con la llegada de los primeros arquitectos profesionales. En este período predominó el uso dominante de la madera para las estructuras, mientras que la madera sólo tenía la función de cierre perimetral; aunque el techo era de madera recubierto de tejas de barro cocido.

Muchas de las reducciones constituyen el punto de contacto entre la primera y la segunda fase sólo por el recurso del uso de la piedra, bien sólo como elemento de muralla, bien por la modalidad de realización de la fachada. Por ello, la mayoría de las reducciones se pueden ubicar en este periodo cronológico; siendo una de las más representativas la de San Ignacio Miní. (ver mapa 1)

La tercera fase evolutiva del proceso arquitectónico de las reducciones corresponde a su último periodo, es decir, poco después de su expulsión. Poco antes de esto, los padres de la Orden habían realizado iglesias y edificios de otro género, con las características arquitectónicas de edificios europeos. Como ejemplo de ello destacaría la iglesia de Trinidad, en Paraguay; aunque hay que resaltar que los jesuitas no aportaron elementos propios debido a la posterior expulsión. (ver mapa 2)

La peculiaridad de los edificios realizados en este período fue el uso exclusivo de la piedra y la presencia, a veces, de cúpulas, así como el escaso recurso de las prestaciones de mano de obra indígena, a menudo limitada a los detalles de escasa importancia.

 

El trazado urbano.

 

El trazado urbano de las reducciones se manifiesta en los edificios arquitectónicos referidos sobre todo al núcleo de la iglesia y del colegio, si se distingue de la variada configuración del Barroco en otros territorios de la América Latina.

La planta de las reducciones representa casi siempre una tipología común, con algunas analogías recurrentes en los 30 pueblos del Paraguay, pero también con algunas variantes internas de cierto interés. (ver mapa 3)

En todas las misiones, el centro topográfico era representado por una gran plaza cuadrada; en uno de sus lados se situaban la iglesia, el colegio y el cementerio, ubicándose en los otros tres lados las casas de los indígenas y algunos laboratorios. Había excepciones en esta disposición, el coty guazú, es decir, la casa de las viudas, que ocupaba habitualmente una posición más descentrada respecto al resto de la vida social que se realizaba en estos pueblos.

Esta sistematización urbanística no presentó nunca excepciones importantes puesto que la iglesia y las habitaciones de los padres estaban siempre al fondo de la plaza, en una posición no elevada pero central. Todo ello estaba destinado a crear un impacto sobre la población indígena, a lo que se añadían el contraste creado por la reducida dimensión de las casas de los indígenas, y la notable vastedad de la plaza. En algunos casos, la iglesia superaba un poco el conjunto de los edificios ubicados a ambos lados.

 

 

El núcleo de la reducción.

 

El complejo de los edificios religiosos, es decir, la trilogía de la iglesia, el colegio y el cementerio, constituían un bloque único que se separaba con gran resalto del cuerpo regular de la estructura interna urbana y próximos a ellas se disponían los edificios de utilidad social: cabildo, coty guazú, campos, hospital, cárcel, hornos y despensas de víveres.

Las casas, constituidas por estancias independientes alineadas, formaban "cuadras", separadas unas de otras por calles que desembocaban de forma paralela en la plaza.

Los edificios de la iglesia, el colegio y el recinto que delimitaba el cementerio y la huerta, y las casas rigurosamente ordenadas y alineadas constituían el núcleo de la plaza, que era el elemento central y el espacio sacro. En definitiva, la planta de las reducciones jesuíticas no se diferenciaba a primera vista del trazado de otras ciudades americanas.

La solución urbanística de la iglesia, colegio y cementerio hacían resaltar la interpretación de la existencia humana en términos de preparación, muerte y promesa de vida eterna; el cementerio, colocado solitariamente en el fondo de la plaza, constituía una solución para resaltar esa conciencia cristiana que los jesuitas habían infundido. Es decir, esta triada así dispuesta creaba un complejo escenográfico sobre el fondo de la plaza. Tal estructura única tenía otra función, la de limitar el desarrollo extensivo de los habitantes en sólo tres direcciones, factor del todo inusual en las demás instalaciones hispanoamericanas. De hecho, las reducciones jesuíticas representaban el único ejemplo de pueblos adecuados a las planificaciones estables de las Ordenanzas de la Población de Felipe II, de 1573.

Posiblemente el trazado típico de las misiones no fue simplemente generado de un a priori, sino que fue también fruto de una gestación que duró casi un siglo, en la cual confluyó una multitud de factores, y en último caso el pragmatismo y la religiosidad que distinguió a la Compañía de Jesús.

La selección del lugar donde debía de ubicarse cada reducción guaraní fue siempre de vital importancia; en este sentido tienen particular interés las indicaciones que el padre Diego de Torres dio a los primeros misioneros en torno a 1609: «El pueblo se traza al modo de los de Perú o como más gustare a los indios, con sus calles y cuadras, un solar a cada uno y cada casa tenga su huertezuela». Este concepto que el padre Torres expresaba, refiriéndose a la legislación india, no fue en realidad aplicado ya que dominó un modelo organizativo que se inspiraba en la casa comunal indígena. Todo esto constituyó la demostración más evidente del respeto que los religiosos sintieron por el estilo de vida de los indígenas. De igual modo, la disponibilidad de agua, pesca y buenas tierras de cultivo y de pasto fueron factores prioritarios y esenciales en la elección del lugar.

 

Arquitectos.

 

El padre Bartolomé Cardenosa fue autor de varias iglesias de distintas reducciones iniciadas en torno a 1634; siendo Domingo Torres el sucesor de Cardenosa en el trabajo de la iglesia de la reducción de San Nicolás. La confirmación de su presencia en este lugar data en el catálogo de 1678, en el cual figura su nombre. Éste colaboró en otras obras de reducciones como San Carlos, Loreto y San Ignacio Miní.

A fines del s. XVII, surgieron en el virreinato de Río de la Plata Antonio Sepp y Juan Kraus, considerados los mejores arquitectos que operaron en estas tierras. El primero fue autor de la iglesia de la reducción de San Juan, en cuyo trabajo continuó Juan Kraus. Este último trabajó en otra de la reducción de Santo Tomé, ocupándose de la construcción de la iglesia.

El arquitecto José Brasanelli, que fue también escultor y pintor, trabajó en la iglesia de Itapua y las de San Borja, Loreto y Santa Ana; se cree que también participó en la realización de la iglesia de San Javier y de San Ignacio Miní.

Juan Bautista Primoli fue el arquitecto más notable que trabajó en las reducciones. Fue el autor de edificios de varios géneros de Buenos Aires y Córdoba. Proyectó entre otras las iglesias de San Miguel y de Concepción, llevando a término el trabajo en la de Trinidad. Se sabe que Andrés Bianchi colaboró con Primoli; y que el padre José Grimau , arquitecto y pintor catalán, llevó a término, junto con Primoli, el trabajo de la iglesia de la reducción de la Trinidad.

 

La iglesia.

 

Era el edificio de mayor importancia, que se ubicaba (y constituía) el centro del pueblo.

Su construcción, en una primera fase fue totalmente de madera, aunque posteriormente se utilizaron materiales más resistentes.

En las primeras iglesias, el techo se construía con tabiques en los que se apoyaba un falso entablamento, acomodado a veces sobre sus pilastras o columnas, también de madera. El muro, de adobe o tapia, tenía únicamente una función de cierre perimetral no demasiado importante. En primer lugar se construía la estructura y el techo completamente de madera, posteriormente se abastecían y alzaban los muros; se realizaba mediante la colocación de piedras de diversos tamaños talladas a modo de losas rectangulares.

Los religiosos de la Compañía no se acogieron a la tipología jesuítica europea (en atención a la iglesia del Gesù de Roma), sino que a menudo se adaptaron a los hábitos y necesidades del lugar, respetando las tradiciones.

Las iglesias eran normalmente de planta rectangular, prolongándose hasta el altar y llegando hasta el presbiterio de la cabecera, casi cuadrada; con la misma amplitud de la nave central. La crucería, que llegaba hasta las naves laterales, terminaba en una falsa cúpula, elemento recurrente de la arquitectura colonial.

Las pilastras, cuyos fustes estaban decorados, conservaban su sección cuadrada, eran generalmente de gres con la base de madera; un capitel esculpido constituía la parte final de las columnas o pilastras. Sobre esto se apoyaba el techo (de par y nudillo). En su fachada se abrían generalmente tres grandes puertas. Una lateral que normalmente comunicaba con el colegio y la casa de los padres; al lado opuesto, otra, que daba al cementerio.

El baptisterio estaba situado a la entrada o dentro de la sacristía. La torre del campanario, de madera, inicialmente se situó al lado de la iglesia (aunque no se comunicaban entre sí). Al poco tiempo, la madera fue sustituida por la piedra y el campanario quedó anexo a la iglesia, en concordancia con la fachada.

Durante la fase sucesiva, que coincide cronológicamente con los últimos años de los jesuitas, las iglesias se aproximaron notablemente a las características europeas, especialmente a la arquitectura jesuítica metropolitana. Como en la iglesia del Gesù en Roma, presentaban una vasta nave central, un crucero caracterizado por un transepto corto y una gran cúpula. La presencia de dos o cuatro naves laterales de reducidas dimensiones fue uno de los elementos arquitectónicos típicos de las iglesias de las reducciones.

El espacio que salía a la fachada correspondía a la nave central. En algunas iglesias, la rica ornamentación concentrada sobre la fachada, resultaba a menudo exuberante; a veces, la fachada principal era más amplia que la nave central.

En estas iglesias se utilizaba la arenisca, en general rojiza, utilizando la técnica del trabajo in situ. Frecuentemente se combinaban diversas tonalidades de piedra para evidenciar diversos elementos arquitectónicos.

En este período, la estructura portante de madera fue sustituida por un muro de piedra; a veces era de ladrillo para aligerar el peso.

La huerta, que podía tener distintas dimensiones, estaba siempre después de la triada (iglesia, colegio y cementerio). Esta disposición preanunciaba una de las temáticas del Barroco, el uso del jardín.

 

Habitaciones indígenas.

 

Eran muy simples, constituidas por una sola estancia que funcionaba como residencia, comedor y dormitorio para toda la familia. Se construían una al lado de otras, sin comunicación entre ellas. (ver mapa 4)

La intención era habituar a los indios a la forma de vida española. Todas las habitaciones unifamiliares estaban ordenadas en un sistema de cuadras en damero. No obstante, los padres pronto se dieron cuenta de la imposibilidad de efectuar un cambio demasiado brusco sobre las costumbres locales; por ello, los jesuitas creyeron oportuno aceptar algunas formas de vida locales, conservando las características principales de las habitaciones primitivas.

Según las costumbres locales, en torno a las casas de los jefes de tribu, se había un reagrupamiento de familias por parientes afinas; éstas surgían a los tres lados de la plaza. Las habitaciones eran alineadas formando un grupo de manzanas, cada una de las cuales reunía de seis a doce estancias. Las galerías cubrían total o parcialmente las manzanas.

En algunas misiones, como Loreto, había tantos jefes de tribu que todos los miembros de la misma tribu podían estar juntos en las mismas cuadras. En otras reducciones las casas se disponían paralelamente al lado de la plaza. (ver mapa 5)

En la fachada de algunas de estas habitaciones había una puerta y una ventana; la puerta no era de madera, sino de cuero.

Estos edificios estaban construidos de piedra labrada; el techo a dos aguas, era de caña recubierta de tejas; y el pavimento era de ladrillo o ladrillo cocido. Tales características sólo aparecen en los pueblos de San Ignacio Miní y de Trinidad, donde las casas de los indios fueron las mejor trabajadas desde el punto de vista arquitectónico y constructivo.

Como en las habitaciones de otos pueblos, también en éstas las galerías se realizaban con arcos de piedra, que se apoyaban sobre pilastras decoradas con arquivoltas y grandes flores de piedra.

Todos los habitantes dormían en hamacas; el fuego se situaba en medio de la estancia; la luz y el humo no tenían otra salida que no fuese la puerta; tampoco existía mobiliario. La ventilación de la casa era casi inexistente.

 

Habitaciones y colegio de los Padres.

 

El colegio y las habitaciones actuaban como un monasterio, que estaba ubicado al lado de la misma iglesia; donde se encontraban las habitaciones de los padres y el refectorio, un almacén y la sala de reuniones, destinadas sobre todo al ejercicio de la música y de la danza.

Todas las estancias se situaban una al lado de otra y daban a la galería del claustro.

Los primeros complejos fueron construcciones funcionales efímeras, alzadas con medios y materiales pobres. Vastos techos estaban construidos con estructuras en madera, con cobertura de paja y ramas, con muros perimetrales de ladrillo y fango. Hacia mitad del siglo XVIII, se comenzaron a realizar en piedra y con gran cuidado. Con las nuevas necesidades creció el número de habitaciones de los padres, por lo que fue indispensable agregar un nuevo patio, comunicado con el primero.

En el patio principal, más cuidado arquitectónicamente, se encontraba, entre otros, una escuela para los niños, y en algunas reducciones, también un reloj de sol y un pozo.

El segundo patio, que a veces era más amplio, estaban los talleres donde los indios realizaban trabajos. Esta organización de dos patios fue casi inalterada hasta el momento de la expulsión.

El patio principal medía unas 70 u 80 varas por lado, la iglesia hacia levante, a mediodía las habitaciones de los padres y de los huéspedes, a poniente la cocina, el depósito de armas, la escuela y la casa del portero. La puerta estaba orientada hacia el norte. En torno al segundo patio, más largo que el primero, estaba el laboratorio, situado debajo y porticado. El techo, recubierto de tejas, era sostenido por columnas de piedra y vigas de madera.

En la parte anterior y posterior de las estancias se encontraba una balaustrada de piedra de casi un metro de altura.

El cementerio, a la izquierda de la iglesia, originaba un gran espacio abierto, no siempre de las mismas dimensiones. En algunas reducciones se construían galerías para circundarlos, parcial o totalmente (el espacio interno del cementerio). El cementerio estaba al lado opuesto al patio de los padres, separados ambos por la iglesia. Circundándolo había un muro con una gran cruz en el centro y estaba dividido en cuatro partes, cuarteles, mediante avenidas llenas de flores de cardo. Cada cuartel era destinado a la sepultura de los indios según el sexo y la edad (el primer cuartel para los párvulos; el segundo para las párvulas; el tercero para los adultos, y el cuarto para las adultas).

Esto era completado por el coty-guazú y el hospital, que sólo se utilizaba para las epidemias. El coty-guazú se situaba frente a la iglesia o en un ángulo del pueblo. Éste era el hospedaje para las mujeres solas (viudas, abandonadas, huérfanas, etc.), que eran mantenidas por la comunidad. Su constitución arquitectónica no se diferenciaba del conjunto de la reducción.

En algunos pueblos, hacia mitad del siglo XVIII, se iniciaron una especie de fondas, llamadas tambos, destinadas a comerciantes españoles. La acogida era regulada por una Ordenanza Real, que establecía su estancia en no más de tres días, para no perturbar a los indios.

En el ámbito del pueblo también se erigía la cárcel, generalmente en uno de los ángulos de la plaza.

 

Materiales de construcción.

 

La técnica de construcción de los pueblos fue generalmente primitiva, debido a la forma de vida de los indios y por la carencia de materiales importantes, como la cal o el hierro.

Debido a la nueva realidad y a la falta de materiales, las primeras construcciones se estructuraron en madera, con muros perimetrales y todo recubierto de tejas (fueron a menudo muy simples).

Los edificios de poca importancia se realizaron en adobe; en otros casos usaron otros materiales, como el ladrillo, la piedra de gres o trabajada, y una rica diversidad de madera procedente de la vegetación tropical.

Por falta de cal y la construcción de muros de piedra o adobe, se alzaban sobre una base de barro de una tierra especial, por lo que eran estos muros poco sólidos y de un grosor notable; esto cambió la simple función de portante por la de simple elemento de cierre.

El mejor muro de piedra era el compuesto por piedra trabajada y bien encuadrada, encastrada perfectamente una sobre otra, con la ayuda de cuñas, virutas de tejas o de piedra. El segundo tipo de muro era el de piedra, ladrillos o fragmentos de tejas. Este tipo de materiales lo hacía menos resistente por lo que necesitaban un espesor mayor. El tercer tipo de muro era el realizado en piedra gres, que se utilizaba como muralla de cinta.

En lo referente a la técnica de elaboración de la piedra, en la parte del muro que contornaba la apertura, las piedras que formaban el arquitrabe de las puertas y ventanas estaban realizadas con sumo cuidado y bien escuadradas.

La piedra era de gran calidad debido a la gran variedad y cantidad que ofrecía el bosque tropical. El lapacho, el quebracho y el urunday fueron frecuentes; la madera se utilizaba sobre todo para realizar estructuras portantes. El cedro fue el más utilizado por ser más fácil de trabajar; éste era posteriormente pintado o decorado.

El leño fue el más usado para el techo de las iglesias, para hacer falsas bóvedas y decoración con vigas, tablones, etc.; (utilizados en la estructura de pan y nudillo).

También dispusieron de una pequeña cantidad de hierro que fue descubierto por el padre Sepp; obtuvo una piedra que los indios llamaban itacurú, que tenía una mancha negra.

 

 

Proceso culturizador y evangelizador de los Jesuitas.

La Reducciones del Paraguay fueron la obra de misioneros de la Compañía de Jesús llamados Jesuitas. Fueron fundados San Ignacio de Loyola como Orden misionera en 1540. Su razón de predicar el evangelio era para "la mayor gloria de Dios y bien de las almas". En 1549, solo nueve años después de fundar la Orden, San Ignacio envió a Manuel de Nóbrega y seis compañeros a Brasil. Trabajando desde Sao Paulo, se adentraban en las junglas para evangelizar a los nativos.

En 1604 Roma constituyó la región del Paraguay como una "provincia" aparte para los jesuitas. Este territorio incluía los territorios actuales de Argentina, Chile, Bolivia, partes de Brasil y Paraguay. Una territorio aproximadamente del tamaño de Europa occidental.

Ya antes el trabajo evangelizador había comenzado gracias a los Franciscanos que llegaron al Paraguay con los fundadores de la Asunción, el 15 de agosto, de 1537. Ellos comenzaron a organizar a los indios en asentamientos. El franciscano Luis Bolaños redactó la primera gramática, el primer diccionario y un libro de oraciones en guaraní.

Los primeros Jesuítas vinieron del Brasil. Eran tres, un portugués, un irlandés y un catalán.

La indios de la región son los guaraníes, un pueblo primitivo de nómadas. Pero a pesar de ello, fueron muy receptivos al cristianismo.

Lamentablemente la obra misionera fue grandemente dificultada por los colonizadores europeos. Los Paulistas (llamados así por ser procedentes de Sao Paulo) capturaban miles de indios para venderlos como esclavos. Ellos destruyeron totalmente las primeras dos Reducciones del Paraguay. Por otra parte, los encomenderos, colonizadores encargados de las jornadas de trabajo, trataban a los indios como esclavos.

En 1537, el Papa Paulo III había condenado inequívocamente la esclavitud de los pueblos indígenas de América, y los reyes de España habían promulgado leyes humanitarias en su defensa. Pero la distancia era un gran obstáculo a su observancia. Esta situación desacreditaba la obra de los misioneros ante los indios. Es un problema que persiste hasta hoy día. Somos testigos de como se generaliza diciendo que todos los europeos vinieron para enriquecerse a costa de los indios. Se olvida, o no se quiere ver, la extraordinaria obra de amor que hicieron los misioneros a pesar de enormes adversidades. La cizaña también entonces crecía con el trigo. Existían diversas motivaciones para venir a América que se extienden por toda la gama desde el amor Cristiano hasta el amor al dinero.

Los Jesuitas comprendieron que para proteger a los indios había que hacer comunidades separadas de las zonas colonizadas por los europeos. Allí podrían vivir con libertad y dignidad, aunque tuviesen que pagar tasas a la Corona. Así llegaron a establecer y administrar 30 pueblos de la zona del río Paraná hasta su expulsión en 1768 por orden de Carlos III rey de España. Hoy día solo persisten ocho, de los demás quedan solo ruinas y recuerdos. Suele llamárseles "las ciudades perdidas del Paraguay".   Estas ruinas están en 3 países, Paraguay, Argentina y Brasil.

Existieron casi constantemente en estado de asedio, por un lado los Paulistas o bandeirantes portugueses y los colonizadores españoles que acechaban cazando esclavos, por otro, las costumbres nómadas de los indios que nunca habían vivido en ciudades.

Para defender a los indios, los jesuitas correctamente insistían que la obra misionera caía dentro de la competencia del Papa y no de los reyes de España. Los Jesuitas trataron de mantener a sus indios aislados de los colonizadores españoles por dos importantes motivos: proteger a los indios de ser esclavizados y aislarlos de la inmoralidad que era común entre tantos europeos.

Es sorprendente y sólo puede explicarse como obra de Dios que por 150 años, un grupo de sólo 50 a 60 sacerdotes gobernaron a más de 140,000 indios impartiéndoles el Evangelio, y lo mejor de la cultura europea. Lo hicieron sin obtener ventajas materiales. Hombres de una profunda vida espiritual sólidamente fundamentada en Cristo. Hombres llenos de amor a Cristo y a su pueblo, dispuestos y bien entrenados para sufrir lo necesario para "mayor gloria de Dios y el bien de las almas". Su espiritualidad se apoyaba en los "Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola" (que son una forma de meditar disciplinadamente el Evangelio para vivirlo profundamente) y en el "discernimiento de espíritus" (reglas para distinguir la inspiración del buen y del mal espíritu). Tenían además una formidable formación como sacerdotes católicos.

Rara vez algún indio abandonó las Reducciones mientras los Jesuitas las gobernaban, y nunca mataron a ningún jesuita. Los indios de las Reducciones nunca hicieron un intento importante de rebelión. Algo muy extraordinario entre las instituciones humanas.

Sistema de Vida

Las comunidades eran cristianas. El amor a Cristo, a la Iglesia, la moral cristiana era el ideal que se enseñaba.

Se basó en comunidades libres. Cada indio tenia su vida privada familiar y propiedades personales. También habían bienes comunes.

La planificación del los pueblos se centraba alrededor una gran plaza. Junto a esta , la Iglesia era la construcción mas importante. También junto a la plaza estaba la escuela donde se impartía la formación religiosa y humana.

Había una "casa de resguardo" para los huérfanos y viudas, talleres para tallar piedra y madera, fabricar instrumentos de todo tipo, incluso musicales, escuelas de pintura, huertas, ganadería y un cementerio, lugar sagrado para los indios.

El antropólogo ingles John Hemming, quien es muy hostil al cristianismo, reconoce que "Los jesuitas fueron los más decididos e inteligentes de las órdenes misioneras. Sus misiones en Paraguay constituyeron el intento mas exitoso de conversión y aculturación entre todos los indios sudamericanos." "ningún colonizador del siglo XVIII estaba dispuesto a soportar el tedio y las privaciones propias de la vida en los pueblos de los indios sólo para dar instrucciones sin interés alguno"

Muchos, aun entre los cristianos critican la obra misionera alegando que a los indios no se les debe influenciar en ningún modo. Se olvidan del mandato de Nuestro Señor de "predicar el Evangelio a todas las naciones y hacer discípulos de todas las gentes" (Mateo 28,18). Es cierto que no se debe confundir el Evangelio con todos los aspectos de la cultura occidental, pero eso no ocurrió en las Reducciones. Los Jesuitas quisieron proteger a los indios de los abusos de los europeos.

Ellos vinieron en nombre de Jesucristo a compartir el mayor tesoro: la fe en Jesucristo y al mismo tiempo darse ellos mismos por amor compartiendo cuanto sabían que podía ayudarles. Por ejemplo los Jesuitas de las Reducciones abolieron pena capital la cual se practicaba en aquella época en todos los países europeos (fueron la primera sociedad occidental en abolir la pena capital). Por otra parte prohibieron el canibalismo que se practicaba en América. Los Jesuitas servían de maestros y verdaderos padres, visitaban diariamente a los enfermos, compartían la dura labor corporal con los indios codo a codo.

Los Jesuitas respetaron la cultura guaraní al mismo tiempo la enriquecían con las cosas buenas de la cultura europea. En las Reducciones se enseñaba español pero se permitía hablar el guaraní lo cual no era permitido por la corona española.

El historiador Ernest J. Burrus responde a las críticas: "Al exigir que a todos los pueblos se les debería dejar solos, algunos antropólogos y etnólogos pasan por alto una obvia realidad: excepto para muy pocos y pequeños enclaves humanos, los pueblos, desde mucho antes de la historia conocida, han actuado sobre otros y han reaccionado a ellos. Al mismo tiempo que la humanidad se desarrolló, tal acción y reacción se extendió también mas y mas. Esto sucedió en cada región de la tierra. Mientras mas aprendemos sobre cualquier pueblo, mas encontramos que ha sido `influenciado'".

La expulsión de los Jesuitas

El problema que tuvo más graves consecuencias en la vida de los guaraníes y la actuación de la Compañía de Jesús fue el tratado de Madrid de 1750 y la permuta de las siete misiones orientales por Colonia del Sacramento, ya que esto provocó su expulsión.

La Colonia del Sacramento había perdido su importancia como base de contrabandistas ingleses al instalarse el asiento británico en Buenos Aires por el tratado de Utrecht. Pombal, valido de Carvajal y doña Bárbara, se propuso cambiarla por las florecientes Misiones Orientales compuestas por los siete pueblos misioneros de la parte oriental del río Uruguay; y de paso hacerse reconocer la soberanía portuguesa en Río Grande y Santa Catalina hasta ese momento discutida por los españoles. Eso, y una estrecha alianza con Portugal, fue el objeto del Tratado de Permuta de 1750.

Este estipulaba que se devolvía la Colonia definitivamente a España. Pero ésta debía entregar en compensación a Portugal todo el territorio comprendido entre los ríos Uruguay e Ibicuy (Río Grande del Sur), en el que se hallaban situados siete pueblos fundados y gobernados por los jesuitas y habitados por cerca de 30.000 almas. Los pobladores debían retirarse a la margen occidental del Uruguay, dejando en manos de sus odiados enemigos portugueses todas sus casas, iglesias, tierras y sementeras, por lo cual se les daría en compensación la suma de cuatro mil pesos por pueblo.

Los jesuitas reclamaron en todos los tonos y ante todas las instancias; protestaron ante el Virrey, la Audiencia, el Consejo de Indias, el confesor del monarca y el monarca mismo, apoyados en su argumentación por la opinión más esclarecida de la provincia. Pero fue en vano. Fue inútil que denunciaran la clara intención portuguesa de penetrar en el camino Hacia el Perú para acercarse a las regiones ricas. El rey Fernando VI, se obstinó en que se acatara su real mandato y envió una comisión integrada por el marqués de Valdelirios y el P. Lope Luis Altamirano para hacerlo cumplir.

Andonaegui advirtió en seguida el error cometido y trató de dilatar la ejecución, con la esperanza de que la Corona, mejor informada, volviera sobre sus pasos. Sabía que tendría que luchar contra las abnegadas milicias guaraníes, cuya fidelidad a la monarquía española e inúmeros servicios prestados las hacían acreedoras a un trato más honorable.

Debió salir a campaña y apechugar con la desdichada faena de combatir el súbdito fiel y secular hermano de armas en provecho y con la ayuda del tradicional enemigo.

La lucha fue dura y sangrienta. Hubieron de prevalecer naturalmente las superiores dotes militares de Andonaegui, que le dieron la victoria n un postrer combate librado el 10 de febrero de 1756, en el que murieron 1.500 indios.

Se estaban cumpliendo las disposiciones del tratado cuando llegó a Buenos Aires el sucesor de Andonaegui, don Pedro de Cevallos, ilustre general que se había hecho famoso en las guerras de Italia. A poco de desembarcar se trasladó a las misiones y estableció su cuartel general en San Borja.

Pronto se hizo cargo de la situación y advirtió el error cometido y la doblez de la política lusitana, sobre todo lo cual empezó a informas minuciosamente a su gobierno. El jefe portugués, maestre de campo Gómez Freire, no sólo dilataba la ocupación del territorio que le correspondía, sino que avanzaba lentamente hacia el sud, tomando posiciones fuera de los límites establecidos en el tratado y lejos de devolver la Colonia, reforzaba subrepticiamente sus defensas,, fomentando desde allí un intenso contrabando. Ante esa evidencia, Cevallos pidió insistentemente a España el envío de tropas y armamentos, a la vez que se preparaba para la lucha reforzando la guarnición de Maldonado.

La circunstancia feliz de la muerte de Fernando VI, en agosto de 1759, hizo que se lo escuchara. El nuevo rey Carlos III se apresuró a anular el Tratado de Permuta. Por lo demás, el cambio de política con que se inauguró este reinado y la firma del nuevo “pacto de familia” hacían inevitable la guerra con Inglaterra y Portugal.

Expulsión de lo Jesuitas en Europa

Los jesuitas fueron perseguidos en Europa ya que habían llegado a ser fuertes, y su poderío internacional prevalecía sobre el principio nacional. La Compañía de Jesús nació en el siglo XVI como reacción contra la reforma protestante. Su objeto era propagar la fe católica, defender la Iglesia y robustecer la autoridad del papa, por medio de misiones doctrinales y sobre todo de la enseñanza media y superior.

Se les ha imputado que para cumplir sus fines se valieron de todos los medios. La crítica no es valedera, pues toda persona o asociación que aspire a imponerse en los campos políticos o comerciales debe usar los mismo procedimientos que se emplean contra ella a riesgo de quedar en inferioridad, y el maquiavelismo no fue invención de los jesuitas. Se ha dicho que su influencia estuvo exclusivamente en la clase privilegiada; no puede negarse, pero era una consecuencia de la época y del objeto que se proponían: quería formar en sus colegios futuros dirigentes, y necesariamente se dirigían a los nobles o los ricos con quienes mantenían, después de egresados, una relación constante.

La expulsión de los jesuitas de nuestras tierras tuvo como consecuencia:

  • Los portugueses penetraron a todo lo largo de la frontera, no obstante la paz y colaboración vigente entonces entre las dos coronas, de acuerdo con sus tácticas de adquirir posesiones para negociarlas después. No solo avanzarían en Río Grande, sino también por el norte, en las provincias de Moxos y Chiquitos, cubriendo así nuevas etapas en su camino hacia el Perú.

  • El engrandecimiento de los portugueses en el Brasil, mientras aquellos ocuparon las Misiones, éstos no usurparon nada, y cuantas veces lo intentaron por el Marañón, Paraná y Uruguay. Pero apenas fueron removidos los jesuitas, los portugueses avanzaron por el Marañón, abriéndose camino para invadir a Quito cuando quieran.

  • Provocó también un sentimiento de estupor y una sensación de desamparo ante poder injusto. Las propiedades jesuíticas se vieron libradas a la rapiña, sin que la corona pudiera obtener los beneficios que se prometía, enredados entre las uñas de los administradores ocasionales y expuestas a la penetración enemiga que no habría de tardar.

  • Muchos indios cayeron en la degradación, debido sobre todo a la introducción en sus pueblos de alcohol antes prohibido y retrogradaron a la vida selvática. Muchos en cambio se incorporaron a la vida civilizada. Queda un testimonio de Azara que revela el resultado civilizador de la obra de los jesuitas. Afirman que los indios despertaron de los pueblos “ y andan libres, mezclados con los españoles, viviendo de su trabajo”.

  • El gobierno español trató de conservar el sistema en las reducciones pero estableciendo una nueva organización política y administrativa en las misiones.  Para organizar el nuevo sistema, el gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucarelli y Ursúa, dictó una serie de Instrucciones cuyas disposiciones más importantes fueron:

  • Separación de los poderes; los sacerdotes (mercedarios, dominicos y franciscanos, que hablaban guaraní) se encargarían de la atención espiritual, y el Gobernador y los Administradores, de lo temporal.

  • La rendición de cuentas que debían hacer los administradores, sus facultades y obligaciones en relación a la "conservación y perpetuidad material de los pueblos".

  • La obligatoriedad de la enseñanza del castellano.

  • Se permitía la presencia y relación con los españoles para facilitar la difusión del idioma y el adiestramiento de los indígenas en las prácticas comerciales libres y dinerarias.

Todas estas disposiciones, de acuerdo con la política del momento, condenaban la actuación de los jesuitas en las reducciones y se proponían modificar ese régimen que consideraban perjudicial, por uno de mayor libertad que permitiera al indígena integrarse a la sociedad colonial, para lo cual resultaba imprescindible el uso del idioma español. (En este contexto se ubican sus disposiciones sobre el abandono de la vestimenta tradicional, el tipoy en las mujeres, y la obligatoriedad de usar calzado).

El objetivo era integrar los 30 pueblos al sistema colonial, dependiendo su prosperidad del idioma castellano, el cultivo de la tierra y la actividad comercial.  Las ventajas de la producción y el comercio permitirían al indígena adquirir gradualmente su libertad.  El régimen de comunidad se mantenía, pero se recomendaba estimular el trabajo en las chacras particulares.

 A pesar de los proclamados objetivos de libertad, en la práctica la producción y el comercio estuvieron bajo el control de los administradores y a su vez, los grandes gastos ocasionados por el complicado aparato administrativo obligaron a incrementar excesivamente el trabajo comunitario, descuidándose las propiedades particulares.

San Ignacio de Loyola

Fundador de la campaña de Jesús (1491-1556)

 

Contexto histórico y origen del santo.

Cuando fueron más perseguidos los cristianos por los enemigos de nuestra Santa Religión, levantó el Señor las cruzadas, a cuya cabeza puso siempre, con singular providencia, a un esforzado capitán. En la primera mitad del siglo XVI, eligió Dios para tan noble empresa de su gloria, al insigne caballero español Ignacio de Loyola. Fue un siglo de confusión y desconcierto. Amenazában a la fe católica algunos príncipes, monjes apóstatas y el desbordamiento de ideas paganas que bajo la capa del Renacimiento se derramaron por Europa. Era necesario, para contener su avasallador empuje, del Renacimiento cristiano y una cruzada intelectual, cuyos soldados juntasen a la fe la ciencia, y a las virtudes apostólicas un tacto exquisito y un perfectísimo conocimiento del campo que debían de actuar a fin de poder combatir al enemigo con sus propias armas. Esta adaptación maravillosa de lo humano a lo sobrenatural, fue el papel reservado en la Iglesia de Dios muy particularmente a la Compañía de Jesús y a su esclarecido patriarca y fundador San Ignacio de Loyola.

San Ignacio nació en el castillo de Loyola de la provincia de Guipúzcoa, la Noche Buena de 1491. Lo bautizaron en la Iglesia de Azpeitia y lo llamaron Ignacio. Fue el último de trece hijos de Beltrán de Loyola y María Sáenz de Balda. Para situar más concretamente la vida del santo, diremos que nació durante el Reinado de los Reyes Católicos y murió dos años antes que el emperador Carlos V.

Mostró desde niño un ingenio vivo y despierto. Sus padres lo enviaron a la corte para que allí se educase con otros jóvenes de su calidad, y como tenía gran ánimo pronto se aficionó a las armas. Ya en su edad varonil, capitán de los ejércitos de don Fernando, se nos presenta como uno de los tantos hidalgos de aquellos tiempos, prendado de la vida cortesana y de las gestas guerreras, siendo un arrogante caballero.

No cabe duda que Ignacio tuviese buenos principios de religión y moral, pero no nos atreveríamos a asegurar que bastasen para apartarles de lamentables extravíos. Hay distintas opiniones entre los biógrafos sobre la juventud de San Ignacio la cual, por cierto, fue no poco mundana.

Quizás permitió el Señor aquellos deslices y angustias morales en consideración al futuro ministerio de Ignacio, a quien destinaba para establecer una Orden que había de dedicarse principalmente a reanimar en los hombres la virtud de la esperanza.

 

Sitio de Pamplona, conversión.

 

En el año 1521, mientras Iñigo defendía el castillo de Pamplona contra las tropas de Francisco I, fue herido de bala en la pierna derecha. Lo llevaron a toda prisa al castillo de Loyola. Para no quedar cojo, se sometió a sucesivas operaciones dolorosísimas; pero a pesar de tantos cuidados, igualmente le quedó una leve cojera que lo acompañó hasta el fin de sus días.

La convalecencia había sido lenta. Para matar el tiempo durante ella, y no aburrirse, pidió el libro “Amadis de Gaula”, novela de aventuras amorosas y bélicas muy estimada por nobles y guerreros. Aunque como no le pudieron conseguir el libro tuvo que contentarse con otros “Vidas de Santos” y la “Vida de Cristo” de Ludolfo de Sajonia. La inmovilidad lo invitó a reflexionar; y así, por agrado o por la fuerza tuvo que admirar aquellos ejemplares de pobreza voluntaria, de humildad y aparente flaqueza que ocultaba, en realidad, la más varonil y fecunda energía. Llegó así a familiarizarse con Cristo, ideal de santidad, a quien contemplaba padeciendo para satisfacer por los delitos de los pecadores. De esta suerte y sin caer en ello, fue Ignacio descubriendo los maravillosos horizontes del mundo sobrenatural.

Y se decía a sí mismo: “¿Por qué no he de hacer yo los que San Francisco de Asís o Santo Domingo hicieron?”. Pero en estos pensamientos religiosos se juntaban con otros de vanos recuerdos del siglo. Entonces se puso a reflexionar sobre el carácter de unos y de otros, y descubrió que los malos pensamientos, al desvanecerse, dejan el corazón vacío, siendo así como la gente espiritual puede llenar su alma.

Pero ni reflexiones ni lecturas bastaban a esta alma ardiente y generosa. Con obras quería mostrar al mundo que estaba resuelto a cambiar de vida. Pensó en principio que se haría Cartujo[1] en cuanto volviera de un viaje que deseaba emprender a Jerusalén; estaba ya convencido en que dejaría a su familia y bienes, para darse de lleno a la penitencia. Al sanarse sus heridas, se montó en un burro y fue a visitar al duque Nájera, virrey de Navarra. Se detuvo en el famoso santuario de Nuestra Señora de Montserrat, que está cerca de Barcelona.

Pensando en la peregrinación que quería hacer a Tierra Santa, compró al llegar al pie de la montaña de Montserrat, un equipo completo de peregrino: hábito y esclavina de sayal[2], cinturón y sandalias de cuerda, bordón[3] y calabacino. Tres días permaneció en Montserrat; allí hizo una confesión general de su vida, y antes de partir colgó frente al altar de la Virgen su espada, con la que durante el viaje había estado a punto de matar a un moro porque en su presencia blasfemó a Nuestra Señora.

En Manresa, el libro de los “ejercicios”.

 

Antes de embarcarse para Jerusalén, San Ignacio salió para Manresa, en donde había un hospital para peregrinos. Allí vivió de limosna mientras cuidaba a los enfermos y cumplía rigurosísima penitencia. Solía juntarse, sin duda, lo ofenderían a sus anchas por lo desaliñado que estaba; porque Ignacio pensando en el esmero y cuidado que ponía en otro, no le quedaba tiempo para lucir sus elegantes trajes, pretendía ahora castigar aquella vanidad y vencerse en esto, andando por el hospital muy desarreglado. Tuvo que sufrir toda clase de humillaciones e insultos. Pero todo ello no fue nada a comparación de las grandes y dolorosas tentaciones por las que pasó hallándose en ese lugar. De pronto tenía dudas y hasta tuvo ganas de suicidarse, cosas que él rechazaba horrorizado por considerarlo ofensa gravísima a Dios. Triunfó por fin, y después de durísimos combates con aquella importuna molestia, consiguió en premio aquel don singular, que lo acompañó durante toda su vida de saber serenar almas en duda.

Por entonces, tuvo célebres visiones, que si bien no fueron exteriores y objetivas, por ellas entendió maravillosamente muchísimas cosas respecto de las ciencias naturales y los misterios de la fe, recibiendo allí más luces que en todas sus demás visiones y en todos los estudios de su vida juntos. Un tiempo después siguieron impulsos y éxtasis maravillosos, uno de los cuales duró toda una semana, en la cual lo daban por muerto.

Entretanto, el peregrino de Montserrat había ido adentrándose en los secretos de la santidad por la dolorosa senda de la prueba interior, y por la práctica de una muy rigurosa penitencia. Por tal manera, iba orientándose poco a poco, en la vida espiritual, e iba creciendo en confianza y amor. Finalmente, creyó que había llegado la hora en que podía ser útil a los demás con el caudal de su propia experiencia. No era un hombre ignorante, tampoco un sabio, pero no descuidó sus oportunidades de aprender: estudió gramática y se ejercitó en la elocución, yendo en consecuencia en busca de auditorios. Los del hospital comenzaron a mirarle con buenos ojos, no se burlaban ya más de él, ni lo maltrataban, y así comenzaron a respetarlo. Al advertirlo Ignacio, tomó aquello como una nueva tentación, por lo que fue en busca de un lugar para vivir más retirado y apartado del hospital, encontrando un lugar en el fondo del un vecino valle, en una cueva llena de malezas, La Santa Cueva, muy venerada hoy en día por los fieles en Maresa, fue testigo de heroicas austeridades que cambiaron y gastaron el robusto cuerpo de San Ignacio. En ella se bosquejó una de las más prodigiosas obras maestras del ascetismo, el famosísimo libro de los Ejercicios, que Ignacio compuso inspirado en el Espíritu Santo, y teniendo como maestra a la Santísima Virgen a quien profesaba una tierna devoción.

En el trascurso del tiempo, este excelente libro se ha vulgarizado sobremanera entre los fieles. La cita al principio de su obra tiene la apariencia de un discurso militar; y es que el pensamiento del antiguo defensor de Pamplona, fue trazar como un plan de campaña para uso de quien, queriendo vencerse y dejar el pecado, se declara a sí mismo la cruda guerra, para ir consiguiendo, con la gracia de Dios, y victoria tras victoria, la perfección y la santidad que solo se logra “bajo la bandera de Cristo”, en lucha contra las tentaciones, el mundo y la carne.

San Ignacio escribió el libro de los Ejercicios para sí mismo y para los que habían de ser sus compañeros del apostolado. Pero también lo destinó a personas del siglo bastante ilustradas, pero cristianas a medias, que deseaban ser fervietes en la práctica de la religión, lo mismo a quienes, viviendo ya cristianamente, aspiran a mejorar su vida hasta la excelencia. De ahí la singularidad y eficaz virtud de este excelente libro confirmado y alabado por el Papa Paulo III. en el año1543 y por los auditores de la Rota y Tribunales de la Inquisición. Siglos lleva ya este precioso libro de fecunda influencia en el mundo espiritual, y hoy puede afirmarse que, a pesar del continuo progreso que viene realizando como obra de apostolado, no ha logrado todavía la cumbre a que ha de llevarla su extraordinario mérito.

 

Jerusalén, España, París.

 

Hallándose notablemente mejorado de su dolencia, dejó Ignacio la villa de Manresa y partió para Jerusalén. Se embarcó en Barcelona, cruzó el Mediterráneo y fue a desembarcar en Gaeta. De allí, mendigando fue a pie hasta Roma, a donde llegó el domingo de Ramos del año 1523. A los quince días salió para Venecia. Dio allí con un rico español, el cual intervino cerca del dux para que reservasen a Ignacio un puesto a bordo del navío que debía pasarle a la isla de Chipre. Aunque cansadísimo y enfermo, se embarcó el día 14 de julio. En la travesía quiso reprimir el libertinaje de los marineros, pero poco faltó para que aquellos desalmados lo dejasen abandonado en un islote solitario. Llegando a Chipre, embarcó Ignacio en el navío en que solían hacerlo los peregrinos; y tras cuarenta y ochos días de navegación abordaron al puerto de Jafa, de donde se dirigió a Jerusalén. Finalmente, después de cinco días de viaje llegó a Ciudad Santa, y entró a ella el 5 de septiembre.

Lloró de consuelo a vista de los Santos Lugares y visitó muchas veces todas las estaciones de la Pasión del Salvador. Hubiera querido quedarse allí para predicar y convertir a los infieles; pero no se lo permitió y se vio obligado a retornar con los demás peregrinos.

Volvió a Barcelona, y a merced a la libertad de una insigne bienhechora llamada Isabel Rosses, estudió Ignacio humanidades por espacio de dos años con el sabio maestro Jerónimo Ardébalo, sin por eso disminuir sus austeridades ni dejar de trabajar en la salvación de las almas. Pasó luego a la Universidad de Alcalá, donde se encontró con tres antiguos compañeros suyo y un muchacho francés con quien también trabó amistad. Y aquí, como en todas partes, vivió de la limosna. Pronto llegó a tener enemigos por causa del celo que mostraba para convertir pecadores y promover la práctica de los Ejercicios. Lo acusaron de hereje y con malas artes lograron que lo detuvieran y encerraran en la cárcel. Cuarenta y dos días quedó preso sin saber por qué. Le dieron al fin la libertad y amparo por el señor Arzobispo de Toledo, pasó a Salamanca para proseguir con sus estudios. Ignacio y sus tres compañeros no tuvieron mejor suerte en Salamanca, porque allí también los encarcelaron.

Después tuvo la idea de ir a París, donde solían estudiar, en ese entonces, muchos españoles, y allá se encaminó para llegar el 2 de febrero de 1528. Asistió a los cursos de colegio de Monteagudo y luego estudió filosofía en el de Santa Bárbara, y consiguió graduarse de Maestro en Artes, el 14 de marzo de 1535.

Entretanto, como se acercaba el día en el que el Señor iba a dar a su Iglesia, por medio de San Ignacio, la ilustre Compañía de Jesús, inspiró a dos compañeros del Santo a que se juntasen con el propósito de trabajar unidos en la salvación de los prójimos. Ellos eran: Francisco Javier, a quien Ignacio ganó el corazón con su amabilidad; Santiago Láinez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla, Simón Rodriguez y Pedro Fabro, sacerdote originario de Saboya; todos ellos hombres insignes en virtud y sabiduría. Con todo, ni ellos ni Ignacio tuvieron antes de 1538 el pensamiento de fundar el Instituto Religioso que tan célebre y admirado sería en el mundo entero. El día de la Asunción de 1534, en la capilla del mártir San Dionisio del monasterio benedictino de Montmartre, hicieron voto de ir a Jerusalén, para dedicarse totalmente a la conversión de los infieles en Oriente, y si no les fuese posible cumplir su promesa, acudir a Roma y presentarse al Sumo Pontífice para que los emplease al servicio de la Iglesia. En el mismo lugar y fecha, renovaron este voto los años1535 y1536.

 

Fundación de la Companía de Jesús.

 

Antes de cumplirlo, el santo fundador tuvo que volver a España para arreglar algunos negocios en provecho de sus discípulos. De aquí salió para Venecia, donde habían de ir sus compañeros, citados allí por él. Pasaron varios meses antes de que llegasen , y en el interín, se juntaron a ellos tres compañeros más. Llegaron los nueve a Venecia el 6 de enero de 1537. Ignacio había conquistado a un bachiller español llamado Hoces, el cual ya no los abandonó hasta la muerte, ocurrida poco después.

En dicha ciudad fueron nombrados presbíteros Ignacio y aquellos discípulos suyos que aún no eran sacerdotes. Se realizó la ceremonia el día de San Juan del mismo año de 1537; ofició en ella el nuncio Monseñor Varallo, que fue después cardenal. Un año entero pasó Ignacio preparándose para recibir las sagradas órdenes, y los cuarentas días anteriores vivió solitario, en una casucha arruinada y expuesta a todos los vientos, entregado de lleno al ayuno y a la oración.

Se declaró, entretanto, la guerra entre los turcos y los venecianos, lo cual hizo imposible la peregrinación a Jerusalén. Ignacio, que permaneció un año en Venecia, envió a algunos de sus compañeros a las universidades en Italia para que enfervorizasen a los estudiantes, y en compañía de los demás fue a Roma para informar al Sumo Pontífice y pedirle consejo y dirección.

El Papa Paulo III, que estaba por entonces preocupado por la reforma de costumbres en el clero secular y regular, blanco principal de los trabajos del Concilio de Trento, otorgó cariñosísimamente a aquel grupo de sacerdotes virtuosos que pretendían llevar al efecto, en la nueva Compañía, la misma ideal perfección de vida que ya se habían propuesto los Teatinos aprobados en el año 1524, y los Somascos, fundados en 1528. Ignacio y sus compañeros aspiraban además a cumplir el apostolado cristiano en todas sus formas, por la predicación apostólica, la enseñanza y la misiones dentro y fuera de Europa. En el año 1539, convinieron fundar el nuevo Instituto, resolución que aprobó el Papa verbalmente el 23 de septiembre de 1539. El 27 de septiembre del año siguiente, por la segunda Constitución Regímini militántis Ecclésia, Paulo III dio licencia a Ignacio y a sus compañeros para fundar una sociedad llamada la Compañía de Jesús, para admitir en ella a quien estuviese dispuesto a hacer voto de pobreza, obediencia y castidad perpetua, y a trabajar por medio de la predicación, ejercicios espirituales, confesión y obras de misericordia, para que las almas adelantasen en la práctica de la vida cristiana. Esta nueva institución estaba destinada a luchar eficazmente contra el protestantismo.

 

Difusión de la Companía.

 

Pronto Ignacio repartió a sus hijos por todo el mundo: antes de publicarse la Constitución apostólica, ya San Francisco Javier corre a evangelizar las Indias; dos padres y un novicio van a Irlanda y empiezan la predicación con grave riesgo de su vida. Entretanto, el fundador se entregaba a otras empresas: reconciliaba grandes enemigos políticos, fundaba casas de refugio para judíos conversos, otras para pecadoras arrepentidas, y diversos centros de educación para los jóvenes.

El día 22 de abril de 1541, con unánime consentimiento de todos, fue Ignacio elegido Prepósito General en San Pablo extramuros. Recibió luego el voto de sus discípulos y emitió los suyos antes de comulgar. No faltó a la Compañía el apoyo y favor de Paulo III: en el año 1543, logró el fundador una Carta Apostólica que suprimía la limitación del número de profesos; dos años después, por otra Carta se facultaba a la Compañía para predicar y administrar los Sacramentos; en el año 1546, se le otorgó a los padres el derecho de tener coadjuntores para lo temporal y espiritual; en 1548, a petición del duque de Gandía, que fue después el padre Francisco de Borja, fue aprobado y alabado el libro de los Ejercicios por el Papa Paulo III. Todas estas decisiones apostólicas fueron confirmadas en el año1550 por Julio III, y después de él por muchos Pontífices Romanos que han colmada a la Compañía de Jesús de muy merecidos elogios y privilegios.

 

Su muerte.

 

Por este tiempo, llevando de su profunda humildad, quiso renunciar al generalato en el año de 1547 y nombrar sucesor al padre Láinez; tres años después, 1550, volvió a insistir con otra carta en lo propio, pero fue también en vano. Los postreros años de su vida los pasó revisando las Constituciones de la Compañía y escribiendo su redacción definitiva, y el comentario y aplicación de las mismas.

En 1556, le sobrevino una grave enfermedad con lo que dejó el gobierno a tres discípulos. Finalmente habiendo recibido la bendición del Sumo Pontífice, dio con gran paz y sosiego su espíritu al Señor el 31 de julio de ese mismo año. Lo enterraron en la iglesia de la casa profesa, y más tarde fue trasladado el Sagrado cadáver a la del Gesú.

Aunque la Compañía llevaba solo dieciséis años fundada, al morir San Ignacio dejaba un centenar de casas distribuídas en diez provincias.

Fue beatificado por el Papa Paulo V, el día 27 de julio de 1609. Su Santidad Gregorio XV lo canonizó con fecha del 12 de marzo de 1622.

La historia de la Compañía es, desde sus comienzos, inseparable de la historia de la Iglesia. A mediados del siglo XVIII se concentraron contra ella todas las potestades que tenía a su servicio el judaísmo, el protestantismo, la enciclopedia y la mayor parte de los soberanos de Europa; los cuales valiéndose de engaños y violentas amenazas, lograron al fin que el débil Clemente XIV firmara con mano temblorosa el Breve de extinción de la Compañía, el 21 de julio de 1773. Pero veintiocho años después otro Papa, Pío VII, volvió por el honor de la Orden y la restableció, primero en Rusia, en 1801, y más tarde en todo el mundo.

CONCLUSIÓN

A partir de nuestro trabajo de investigación podemos concluir que:

  • Los jesuitas tenían como objetivo principal educar y evangelizar a los nativos.

  • Ellos comenzaron a organizar a los indios en asentamientos, enseñándoles nuevas formas de construcción y organización.

  • Protegían a los indios de ser esclavizados y aislarlos de la inmoralidad que era común entre tantos europeos.

  • No buscaban ninguna recompensa material, solo lo hacían por amor a Cristo y al pueblo guaraní.

  • Los Jesuitas respetaron sus costumbres

  • La expulsión de los jesuitas hizo que los guaraníes fueran nuevamente manejados por europeos.

  • También, para que no desaparecieran las reducciones, establecieron una organización política; pero ya no era lo mismo.

Apéndice documental

Reducción de San Ignacio Miní

Misiones jesuíticas

Claustro: colegio y talleres de los PP

Plaza principal y fachada del templo

Detalle de la fachada del templo

Ventana del Claustro

Claustro y casas

Claustro: talleres

Viviendas indígenas

Puerta de la sacristía de acceso al claustro

Detalle de la fachada del templo

“Las Misiones Jesuíticas” 32




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Enviado por:Taticonde
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