Historia
Manuela Sanz
La Libertadora Manuela Sáenz
(Capítulo del libro CRÓNICAS DE LA INDEPENDENCIA Verdad y mito de los Libertadores Bolívar, Páez, Santander, Nariño, Manuela Sáenz, Córdova, Padilla y Sucre, entre otros, Editorial Ibáñez, Bogotá, 2009).
“El tiempo me justificará”1.Manuela Sáenz
Vieja y olvidada en el lejano puerto de Paita, Perú, en cumplimiento del destierro ordenado por el gobierno de Colombia, ignorada por Venezuela y desahuciada por su propio país, la ecuatoriana Manuela Sáenz, la compañera del Libertador Simón Bolívar, la primera patriota de América, terminó haciendo dulces para vivir en medio de una resignada pobreza2.
Allá la encontró atornillada a una silla de ruedas el escritor peruano Ricardo Palma, joven, uno de los pocos que la visitaba con frecuencia. La describió como una señora de “ojos negros y animadísimos, en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún le quedaba, cara redonda y mano aristocrática”. Conservaba el delicioso ceceo español con el que había cautivado a Bolívar.
En su apogeo fue la Libertadora del Libertador. En la Batalla de Ayacucho alcanzó el grado de coronel del ejército. Desde entonces usaba el uniforme militar, portaba pistolas, fumaba “con elegancia” y montaba a caballo como los hombres para furia de las matronas y de la oligarquía bogotana. Muerto el general, Manuelita, una mujer extraordinaria, fuera de época, se convirtió en una pieza que nadie sabía donde poner, donde dejar o dónde quitar. Atrás había quedado la historia al lado de Bolívar en las gloriosas jornadas por la Independencia de la América española.
En Jamaica, primera etapa de su forzado itinerario, tuvo que emplearse como enrolladora de cigarros. Después se encerró en Paita, un puerto perdido en el pacífico peruano. Tullida, aún en la silla de ruedas eran perceptibles sus buenas maneras. Todavía conspiraba. Cuando podía enviaba cartas a un general, a un ministro o a un político en Lima, Quito o Bogotá, aunque no le contestaran. Ya en Paita, asesinaron a su esposo, el comerciante inglés James Thorne -porque nunca se divorció- y por orgullo se resistió a recibir la herencia que le correspondía. También por respeto a la memoria del Padre de la Patria.
Solo se acordaban de ella de vez en cuando el general Daniel Florencio O´Leary, el presidente ecuatoriano Juan José Flores, el escritor peruano Ricardo Palma, uno que otro descarriado, como el italiano Giuseppe Garibaldi, el joven y desconocido norteamericano Herman Melville, aprendiz de marino, el antiguo profesor de Bolívar, Simón Rodríguez –ahora desahuciado en Bolivia por sus enseñanzas personales de la anatomía- y hasta el joven y volátil General Tomás Cipriano de Mosquera3, después varias veces presidente de la república. Melville se llenaba de razones para escribir la historia de Moby Dick, una fábula sobre una ballena asesina –en realidad una orca- que supuestamente se venga de los hombres y por ese motivo casi lleva a la extinción de su especie.
Cuando las autoridades ordenaron quemar todas las pertenencias de Manuelita, para prevenir la propagación de la peste de difteria que le causó la muerte, al parecer se perdió gran parte del archivo del Libertador que andaba con ella. El general venezolano Antonio de la Guerra, también desterrado en Paita, recuperó un pedazo de la ultima carta de amor de Bolívar, dirigida desde Santa Marta, según la especie más conocida. Sin embargo, versiones recientes pero no confirmadas ni desmentidas fehacientemente, afirman que también rescató parte del famoso arcón, medioquemado, con fragmentos de documentos y objetos personales, que exhibe un museo de Quito auspiciado por el industrial Carlos AlvarezSaa4.
Una mujer fuera de época
Manuela Sáenz (1795-1856), hija extramatrimonial del español Simón Saénz y de Joaquina Aispuru Montero, hija del abogado panameño de la Real Audiencia Mateo José de Aizpuru Montero y Espinosa, irrumpió en la historia americana con méritos propios por su compromiso con la Independencia.
Condecorada en Lima por el Protector del Perú, José de San Martín, penetró en el corazón del Libertador Simón Bolívar para siempre a su ingreso triunfante a Quito el 26 de junio de 1822, después de la Batalla de Pichincha que dio la independencia a Ecuador. Ciertos o no, los Diarios perdidos de Manuela, exhibidos en Quito, dan una versión íntima de aquel encuentro deseado por Manuela e inesperado por Bolívar acostumbrado al homenaje del reino femenino.
A Bolívar se la presentaron como Manuela Sáenz de Thorne. Mientras bailaban, el implacable guerrero le hizo una propuesta a quemarropa: le dijo que era urgente una entrevista. Enseguida, para que no quedaran dudas, le disparó un susurro al oído: “encuentro apasionado”.
Muchas de las especies lanzadas contra Manuela han sido desmentidas irrebatiblemente, a pesar de lo cual todavía perduran en la memoria colectiva, seguramente porque las repitieron como loros todos sus biógrafos desde el chismoso científico francés Jean BaptisteBoussingault5, un buen técnico pero frustrado y desleal enamorado de la Libertadora.
La verdad es que su marido no era médico sino comerciante; era muy femenina, el supuesto acoso al joven general José María Córdova es el menos documentado de todos y nunca existió el supuesto amante D´Eluyar, como lo probó el historiador Bernardo J Caicedo6, exPresidente de la Academia Colombiana de Historia. Por esta misma razón, tampoco hubo fuga del convento, ni rapto, ni abandono ni burla del imaginario amante. La cosa es sencilla: la migración de españoles hacia América en esos tiempos era más restringida que la de americanos a España de hoy.
Boussingault fue el autor de otras pesadeces que ni siquiera multiplican sus bafles gratuitos y que él define publicitariamente como incidentes eróticos, origen de su estela de mujer liviana y amante obsesiva. Tuvo el descaro de afirmar que una noche en Lima pasó Manuelita por un cuerpo de guardia en donde se encontraba un piquete de soldados a las órdenes de un joven teniente. “La loca comenzó a divertirse con los soldados, incluyendo al tambor”. También dijo que una de sus esclavas era su amante, aunque tuvo el escrúpulo de advertir que era una suposición.
Con todo, la escena que aterró al francés fue la del osezno. “Una mañana hice una visita a Manuelita y como no se había levantado todavía, tuve que entrar a la alcoba y vi una escena aterradora: el oso estaba tendido sobre su ama, con sus horribles garras posadas sobre sus senos”. Mandó a Boussingault que trajera un vaso de leche y el oso abandonó lentamente a su víctima y bajó para beber. “Vea usted, decía Manuelita, mostrándome su pecho, no estoy herida”.
Boussingault solo pudo verle las manos y fue suficiente para que dijera que tenía los dedos más lindos del mundo.
Increíble que esas mentiras se hayan mantenido y peor que las repitan autores recientes como el alemán Gerhard Masur7, alumno de Friedrich Meinecke, el historiador más importante en los años 20 de la Universidad de Berlín, según se ha dicho. En investigación patrocinada por una fundación norteamericana y publicada por el gobierno colombiano en 1980, Masur ni siquiera entendió la frase que más la puede caracterizar ante la historia. Cuando Manuela dijo que “mi país es el continente de la América”, la interpretó inexplicablemente como si la heroína negara su origen y así lo registró.
Las exageraciones abundan, como el supuesto desdén por la ortografía para escribir mal hasta el apellido del Libertador, o su sensualismo. ¿Qué tal La vida ardiente de Manuelita Sáenzde Alberto Miramón? Una historiadora tan rigurosa como Pilar Moreno de Angel no fue impermeable a esas descalificaciones: “Montaba a caballo vestida de hombre, lucía en algunas ocasiones uniformes militares, se excedía en el licor e intervenía abiertamente en política sin tener ni las capacidades ni la experiencia para ello”8.
Una dimensión de la escandola alrededor de Manuelita puede darla el solo hecho de que una ecuatoriana, hija extramatrimonial y casada legalmente con un inglés, viviera en el Palacio Presidencial de Colombia, en medio de la pacata e hipócrita sociedad bogotana, así fuera plagada de infidelidades, adulterios y concubinatos9. El colombiano Cacua Prada es autor de “Manuela Sáenz, mujer de América”10, que bien pudiera ser la biografía definitiva de La Libertadora.
Libertadora del Libertador
Entre los episodios memorables de Manuelita resalta el día que literalmente hizo comer las letrillas contra Bolívar al cura José Joaquín de Larriva en Lima y la destrucción de los castillos en Bogotá. Larriva pretendió burlarse del Libertador (“Mudamos de condición/, pero solo fue pasando/ del poder de don Fernando/ al poder de don Simón”, etc). Manuelita, látigo en mano, literalmente le hizo tragar su inspiración.
La “amable loca” se creció el 25 de septiembre de 1828 al encarar valientemente a los conspiradores de Bolívar. Superada la conmoción de los primeros momentos de la conjura, Bolívar le otorgó el más famoso y merecido título de Libertadora del Libertador. Libertadora era desde Ayacucho.
(La lectura del expediente hoy prueba que el proceso seguido por el asalto al Palacio fue más político que jurídico. Bolívar nombró al general Rafael Urdaneta, rival de Santander, presidente del Tribunal Militar. El general José Prudencio Padilla, absolutamente ajeno al atentado, fue chivo expiatorio. Urdaneta condenó a muerte sin pruebas y en secreto al general Santander. El Consejo de Ministros le conmutó la pena por destierro y degradación).
A Manuela nunca le perdonaron que descalificara públicamente a los patriotas que no le simpatizaban y especialmente el fusilamiento simulado del vicepresidente Francisco de Paula Santander, el 28 de julio de 1828, que le mereció el reproche de Bolívar. En cambio, nadie le reconoció que en su momento pidió clemencia para el conspirador Florentino González.
El destierro
El pretexto para extraditarla fue el escándalo por la quema de los castillos de pólvora en que se denigraba del Libertador, cuando ya había abandonado la presidencia.
La expatriación fue un abuso de poder orquestado desde el alto gobierno del general Santander, ya rehabilitado y elegido primer Presidente de la Nueva Granada (1832-1837). Primero se la excluyó del escalafón militar y se le suprimió el sueldo de Coronel del Ejército, no obstante la amnistía decretada ante la capitulación del general Urdaneta en las Juntas de Apulo de 1831. Entonces el presidente Santander consultó si estaba vigente la orden de destierro de 1830 cuando destruyó los castillos de pólvora en que se quemaba a “Despotismo“ y “Tiranía”, eufemismo de Bolívar y Manuela.
Contra toda evidencia se hizo efectiva la orden de destierro. El camino estaba abonado. La temperatura del momento y el odio de esos contradictores desleales se documentó en el periódico La Aurora No. 8 del 13 de junio de 1830 de Vicente Azuero en que le censuraban, para incitar la acción de las autoridades, su modo de vestir (“mujeres disfrazadas de hombres, y lo que es más escandaloso, con las insignias militares”):
“Una mujer descocada, que ha seguido siempre los pasos del general Bolívar, es la que se presenta todos los días en el traje que no corresponde a su sexo, y del propio modo hace salir a sus criadas, insultando al decoro y haciendo alarde de despreciar las leyes y la moral”.
No dudaron en tacharla de forastera, a pesar de que todavía se respiraba el ambiente de la gran Colombia. Manuela respondió con grandeza en hoja suelta que distribuyó el día de mercado y fijó en lugares públicos: “El autor de La Aurora debe saber que la imprenta libre no es para personalidades, y que el abuso con que se escribe cede más bien en desdoro del país, que en injuria de las personas a quienes se ataca: Con estas palabras le contesto. El me ha vituperado más bajo, yo le perdono; pero si le hago una pequeña observación: ¿por qué llama hermanos a los del sur, y a mí FORASTERA, ¿??… Seré todo lo que quiera: lo que sé es que mi país es el continente de la América; he nacido bajo la línea del Ecuador”11.
La sevicia era completa. No vacilaron en recluirla ilegalmente en el Castillo de Bocachica, que en su momento le valió tantas protestas a Santander, a la espera de la primera oportunidad de remitirla al exterior. Y la embarcaron para Jamaica.
Como las noticias malas debe darlas uno mismo, el expresidente colombiano Alberto Lleras, exsecretario general de la Organización de Estados Americanos-OEA, relató el destierro de Manuelita Sáenz efectuado en 1834 por su abuelo Lorenzo María Lleras, alcalde de Bogotá, comisionado por el gobierno nacional:
“Va con él un agente de la policía y diez hombres de armas comandados por el teniente Dionisio Obando. Además, ocho presidiarios para que conduzcan la silla de manos, destinada a la señora Sáenz. El grupo oscuro y grave avanza por sobre el gris empedrado, bajo el sol de la tarde, promoviendo la curiosidad pública. El señor Lleras entra a la casa, sube las escaleras, llega hasta la alcoba de Manuelita y la encuentra lista a producir un resonante escándalo, que se inicia con sus voces injuriosas y su desordenada desnudez, para responder a la compuesta gravedad del funcionario que, como puede, le intima orden de vestirse y partir. Manuelita rehusa y amenaza con darle un pistoletazo. Lleras reitera la admonición y nada consigue, sino irritar y desvestir más a la hembra que ha recorrido media América a la grupa del caballo del Libertador, entre la sumisión servil de generales, soldados y civiles. Se retira a confirmar sus órdenes y las recibe de proceder por la fuerza. Cuando regresa, no entra en muchas discusiones y los soldados se acercan a Manuelita, con resolución. Antes de que la toquen, desenvaina un puñal, que por fortuna logran arrebatarle. Se la pone en la silla de manos y se la cubre decentemente –según los términos del abochornado Lleras- y se la traslada porque ya es tarde para cumplir esa noche la orden de destierro, al Divorcio, cárcel de mujeres, con sus dos criadas, “que parecen dos furias” y a quienes se aísla en celda separada, de donde suben sus aullidos al cielo estrellado. Al alba del día siguiente la pequeña procesión toma el camino de occidente, entre la niebla y el frío”.
Crónica excelente, sin duda. Pero no deliciosa, como afirma Leopoldo Villar-Borda12. Todo lo contrario. Se consumaba una infamia propiciada por el general José María Obando, el “malvado” Obando a decir de Bolívar13. El propio secretario de Relaciones Exteriores, Lino de Pombo –padre del poeta Rafael Pombo-, estaba al tanto del itinerario de la deportada y daba instrucciones para que no se tuviera consideraciones con ella.
Nunca se doblegó
En vida del Libertador, e inclusive antesdeconocerlo y después de su partida, intervino activamente en política. El fusilamiento simulado de Santander –sin ninguna acusación concreta- y acciones contra los que consideraba enemigos de Bolívar, eran obsesivos, como se documenta en su carta de marzo de 182814.
“En correo pasado nada dije a usted sobre Cartagena por no hablar a usted cosas desagradables; ahora lo hago felicitándole porque la cosa no fue como lo deseaban. Esto más ha hecho Santander, no creyendo lo demás bastante; es para que lo fusilemos.
“Dios quiera que mueran todos esos malvados que se llaman Paula, Padilla, Páez, pues de este último siempre espero algo. Sería el gran día de Colombia el día que estos viles muriesen; estos y otros son los que le están sacrificando con sus maldades para hacerlo víctima un día u otro. Este el pensamiento más humano: que mueran diez para salvar millones.
“Incluyo a usted esas dos cartas de Quito, y creo de mi deber decir a usted que ese señor Torres es hombre muy honrado y buen amigo. Si lo hace yo quedo contenta, y si no también, pues yo cumplo con Aguirre con esta insinuación y usted sabe bien que jamás he hablado a usted más que por desertores o condenados a muerte; si usted los ha perdonado, lo he agradecido en mi corazón sin hacer ostentación; si no les ha perdonado, lo he disculpado y sentido sin sentirme; yo se bien cuánto puedo hacer por un amigo y ciertamente no es comprometer al hombre que más idolatro.
“Adiós, señor. Hace cinco días que estoy en cama con fiebre, que creí ser tabardillo, pero ha cedido y solo tengo ya poca calentura, pero mucho dolor de garganta y apenas puede escribir su
“Manuela
La vida y sus enemigos habían golpeado a Manuelita pero no la habían doblegado. En Paita la acompañaban sus antiguas esclavas Jonatás y Juana Rosa. Nathan consiguió marido y se quedó en Jamaica. También la rodeaban varios perros que deliberadamente le recordaban a sus enemigos reales o imaginarios: “Páez”, “Santana”, “Córdova”, “La Mar”, “Santa Cruz”, “Cedeño”, “Santander”…
Últimos días
En Paita, Perú, la encontró el escritor peruano Ricardo Palma y en sus Tradiciones Peruanasla describió ampliamente:
“Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos, en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún le quedaba, cara redonda y mano aristocrática.
“--Mi señora Manuela –dijo mi acompañante-, presento a usted a este joven marino y poeta, porque sé que tendrá usted gusto en hablar con él de versos”.
“—Sea usted, señor poeta, bienvenido a ésta su pobre casa –contestó la anciana-, dirigiéndose a mí con un tono tal de distinción que me hizo presentir a la dama que había vivido en alta esfera social.
“Y con ademán lleno de cortesana naturalidad, me brindó asiento.
“Nuestra conversación en esa tarde fue estrictamente ceremoniosa En el acento de la señora había algo de la mujer acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad. Era un perfecto tipo de la mujer altiva. Su palabra era fácil, correcta y nada presuntuosa, dominando en ella la ironía”.
“Desde aquella tarde encontré en Paita un atractivo, y nunca fui a tierra sin pasar una horita de sabrosa plática con doña Manuela Saenz. Recuerdo también que casi siempre me agasajaba con dulces, hechos por ella misma en un brasero de hierro que hacía colocar cerca del sillón.
“La pobre señora hacía muchos años que se encontraba tullida. Una fiel criada la vestía y desnudaba, la sentaba en el sillón de ruedas y la conducía a la salita.
“Cuando yo llevaba la conversación a terreno de las reminiscencias históricas; cuando pretendía obtener de doña Manuela confidencias sobre Bolívar y Sucre, San Martín y Monteagudo, u otros personajes a quienes ella había conocido y tratado con llaneza, rehuía la respuesta hábilmente. No eran de su agrado las miradas retrospectivas, y aún sospecho que obedecía a calculado propósito el evitar toda charla sobre el pasado”.
“Desde que doña Manuela se estableció en Paita, lo que fue en 1850, si la memoria no me es ingrata, cuanto viajero de alguna ilustración o importancia pasaba con los vapores, bien con rumbo a Europa o con procedencia de ella, desembarcaba atraído por el deseo de conocer a la dama que logró encadenar a Bolívar”15.
Manuela Sáenz todavía no ha sido reivindicada como se lo merece. Pero ella se adelantó a su época y sentenció previsora:
“El tiempo me justificará”.
1Rumazo González, Alfonso, Manuela Sáenz, La Libertadora del Libertador, Almendros y Nieto Editores, Buenos Aires, 1945, segunda edición, p. 84 y 290 (Carta del 6 de mayo de 1834 al general Juan José Flores).
2Rumazo González, Alfonso, citado, p. 298.
3Castrilllón Arboleda Diego, Tomás Cipriano de Mosquera, Bogotá, 1994, Editorial Planeta, p. 289.
4Los diarios Perdidos de Manuela Sáenz y otros papeles, editorial La Iguana, Quito, 2005.
5BOUSSINGAULT, JEAN BAPTISTE, Memorias, Paris, 1892; Biblioteca virtual, Banco de la República, Bogotá, 2004, Tomo II, capitulo XII: http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/memov1/indice.htm
6Caicedo Bernardo J. En Lecturas Dominicales de El Tiempo, 31 de mayo de 1964
7Masur, Gerhard, Simón Bolívar, Instituto Colombiano de Cultura, 2 volúmenes, Bogotá, 1980.
8 Moreno de Angel, Pilar, Santander, p. 433.
9Tovar Pinzón, Hermes, La batalla de los sentidos, infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la colonia, Fondo Cultural Cafetero, Bogotá, 2004.
10Cacua Prada Antonio, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, 2002.
11Cacua Prada Antonio, obra citada, p. 241.
12Villar-Borda, Leopoldo, Alberto Lleras, el último republicano, Editorial Planeta, Bogotá, 1997, p. 42.
13Moreno de Angel, Pilar, en Santander, Editorial Planeta, Bogotá, cuarta edición, 1990, p. 595.
14Rumazo, p. 226.
15 Palma, Ricardo, Tradiciones peruanas, Aguilar, Madrid, 1964, p. 1132; Rumazo González, Alfonso, obra citada, pp. 302 y 303.
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Enviado por: | Jaime |
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