Historia


Liberalismo y procesos revolucionarios


Lectura 4. El liberalismo y los procesos revolucionarios

El proceso de industrialización experimentado por el mundo occidental durante el siglo XIX tenía sus raíces en la revolución industrial iniciada en Inglaterra a fines del siglo XVIII. En el ámbito político, los cambios que tuvieron lugar en el siglo XIX también arrancan de ese mismo período, en el que una serie de revoluciones políticas, a ambos lados del Atlántico, sientan las bases de las ideologías y los sistemas políticos contemporáneos. Las grandes pasiones que movieron las voluntades de los hombres del siglo XIX fueron consolidar la libertad en todos sus órdenes (económica y política, de ideas y nacional) y, a la vez, resolver el problema de la igualdad de las personas, después de siglos de superioridad de la aristocracia, fundada en la existencia de privilegios y libertades específicas y privativas de estamentos y corporaciones. Pasiones que tuvieron su expresión política concreta en las tres corrientes ideológicas que dominan el siglo XIX: el liberalismo, el nacionalismo y el socialismo. Todas ellas nacen y se desarrollan a partir de estas experiencias revolucionarias de fines del siglo XVIII, preparadas por la tradición ilustrada forjada desde Edimburgo o París hasta Ginebra o Königsberg por varias generaciones de pensadores, economistas y filósofos. El pensamiento económico escocés, la reflexión política francesa y la aportación filosófica alemana condensan este manantial ideológico de la Ilustración, que se templa con la experiencia de la doble revolución, económica y política, de fines del XVIII.

Las transformaciones políticas del siglo XIX afectan a campos muy distintos. Las monarquías absolutas del Antiguo Régimen son sustituidas por regímenes políticos de carácter constitucional y, en alguna ocasión, también parlamentario hasta acercarse a los principios de la democracia. Desde el punto de vista territorial y político, la gran novedad es la constitución de los estados nacionales. La diversidad de entidades políticas existente en la Europa del siglo XVIII se reduce drásticamente, sobre todo en la Europa central, donde la influencia napoleónica suprime docenas de principados y pequeños estados y se fortalece el papel de Austria y Prusia. El mapa político de Europa, fijado en el Congreso de Viena después de varios años de guerras (las “guerras napoleónicas”) sólo sufrirá las modificaciones derivadas de conflictos de carácter nacional, tanto en Bélgica o los Balcanes como en Italia y Alemania. En todo caso, el diseño realizado en Viena se mantiene en sus líneas básicas hasta el final de la 1ª G.M. Los cambios de principios del siglo XIX también afectaron directamente a América, donde la independencia de las colonias del Imperio español alumbra un nuevo mapa político, constituido por un grupo de repúblicas de cultura común, pero de fronteras muy firmes (y, en algunos casos, cruentamente discutidas). En Norteamérica, a partir de la independencia de las trece colonias, surge una vasta nación cuya relevancia mundial acabará por ponerse de manifiesto a fines del siglo, sobre todo después de la guerra con España.

Sin embargo, cuando las luces de Europa se apagaban, como advirtió el político británico Edward Grey al estallar la 1ª Guerra Mundial, el mundo que quedaba en penumbra poco tenía que ver con el que dejó Luis XVI cuando fue guillotinado en París en 1793. La libertad había realizado notables avances, afectando tanto a personas como a pueblos, erigiéndose en uno de los símbolos de la cultura política occidental. La igualdad, entendida en el sentido de gobierno democrático, había hecho menores progresos, pero la moral aristocrática de fines del XVIII había sido claramente erosionada, cuando no sustituida por el individualismo burgués. Para decirlo con palabras de Alexis de Tocqueville, nacido a principios del XIX, “1a aristocracia ya había muerto cuando comencé a vivir y la democracia aún no existía”. Éste es el camino abierto por las revoluciones políticas a fines del XVIII, cuyas consecuencias últimas no se harían realidad hasta más de un siglo más tarde.

1. El pensamiento liberal revolucionario y los regímenes políticos liberales.

El pensamiento liberal revolucionario tiene su origen en las obras de los teóricos de los siglos XVII y XVIII. En Inglaterra, Locke (Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1690) sentó las bases de una nueva legitimidad del poder político, al hacer derivar la soberanía no de la voluntad divina, sino de la existencia previa de los derechos naturales del hombre que, en virtud de un pacto social, éste puede delegar para que sus representantes ejerzan el gobierno. Se trata de un origen “convencional” y no “natural”, dado el consenti­miento que deben prestar los hombres para formar la sociedad civil. En Francia, las principales aportaciones proceden del barón de Montesquieu y de Jean-Jacques Rousseau. El primero estableció (El espíritu de las leyes,1748) el principio de la división de poderes como medio para evitar el despotismo y como instrumento de limitación del poder. Rousseau, por su parte, acuñó el principio del pueblo como fuente única de la soberanía política, que se expresa a través del principio de la “voluntad general”. Estas ideas políticas fueron puestas a prueba a través de las diferentes experiencias históricas que tiene lugar desde el último tercio del XVIII. En primer lugar, a través de las revoluciones en América y Francia; después, en todos los movimientos liberales que se propagan por Europa y América desde principios del siglo XIX y que se definen por su defensa del liberalismo, frente al absolutismo de las monarquías del Antiguo Régimen.

A. Las bases ideológicas y sociales del liberalismo.

a. Los principios filosóficos básicos.

El liberalismo es, ante todo, una filosofía global, un sistema que abarca todos los aspectos de la vida en sociedad y cree tener respuesta para todos los problemas que plantea la existencia colectiva. El liberalismo es una filosofía política enteramente regida por la idea de libertad, según la cual la sociedad política debe estar basada en la libertad y encontrar su justificación en la consa­gración de ésta. Una sociedad no es viable, ni con mayor motivo legítima, si no inscribe en el frontón de sus instituciones el reconocimien­to de la libertad.

Es también una filosofía social individualista, según la cual el individuo está por encima de la razón de Estado, de los intereses de grupo y de las exigencias de la comunidad. El liberalismo ignora por completo a los grupos sociales: basta recor­dar la hostilidad de la revolución francesa a los estamentos, su repugnancia a reconocer la libertad de asociación por miedo a que el individuo fuera esclavizado por el grupo.

Es, además, una filosofía del conocimiento y de la verdad. Frente al principio de autoridad, cree que a la verdad puede llegarse por la razón individual. Profundamen­te raciona-lista, el liberalismo se opone al respeto ciego al pasado, al prejuicio, a los impulsos del instinto. La mente debe poder buscar la verdad por sí misma, sin trabas; de la confrontación de pareceres se desprenderá una verdad común. Desde esta perspectiva, el parlamentarismo es el paso a la política de esta confianza en la virtud del diálogo. Las consecuencias de esta filosofía son obvias: rechazo a los dogmas de las iglesias, relativismo de la verdad, tolerancia.

Esta ideología trae consigo varias consecuencias prácticas. De sus postulados básicos procede la lucha de los liberales en el siglo XIX contra el orden establecido contra toda autoridad, empe­zando por la del Estado. El liberalismo desconfía profundamente del Estado y del poder, y todo liberal afirma que el poder en sí es malo, que su uso es pernicioso y que, aunque haya que acomodarse a él, hay que in­tentar también reducirlo al mínimo. Por tanto, el liberalismo rechaza cualquier tipo de poder absoluto y, a principios del siglo XIX, combate contra la monarquía absoluta ya que ésta constituye la forma generalizada del poder.

Para evitar el retorno al absolutismo (una autori­dad sin límite) el liberalismo propone varias fórmulas­. La mejor manera de limitar el poder es fraccionarlo, es decir, aplicar el principio de la separación de poderes: ejecutivo, legislativo, judicial. Esta separación no sólo es una fórmula técnica, es un prin­cipio básico, ya que da garantías al individuo frente al absolutismo. Igual de importante es el equilibrio de poderes: si son desiguales se corre el riesgo de que el más fuerte­ absorba al resto, si son iguales se neutralizan entre sí.

La descentralización es otra forma de limitar el poder. Se procura transferir, del centro a la periferia y del escalón superior a los intermedios, muchas atribuciones que el poder central tiende a reservarse. Aún se restringe más el poder limitando su campo de acción, y eso explica la doctrina de no-intervención en materia económica y social. El estado debe dejar libertad a la iniciativa privada y a la competencia, no interviniendo más que en casos de flagrante delito. Una última precaución, quizás la más importante: la organización del po­der debe estar definida por normas de derecho recogidas en textos escritos cuyo respeto será controlado por la jurisdicción y cuyas infracciones serán llevadas ante tribunal y sancionadas.

La desconfianza no es menor respecto a los grupos, a todo lo que pueda aho­gar la iniciativa del individuo. Por eso se prohibirán corporaciones y sindicatos. El liberalismo está también contra las autoridades eclesiásticas o espirituales, Iglesias, religiones estatales y dogmas impuestos; aunque habrá un liberalismo católico, el liberalismo es anticlerical.

Dadas sus consecuencias, el libe­ralismo es, en el siglo XIX, una doctrina subversiva, una fuerza revolucionaria que recha­za a la autoridad, condena todas las instituciones que sobrevivieron al periodo revolucionario o fueron restablecidas por la Restauración orden. Es una fe laica, una especie de religión de la libertad para quienes han abandonado la religión tradicional, un ideal con ­apóstoles y mártires. Al menos en la primera mitad del siglo XIX, el liberalismo inspira revoluciones, hace surgir barricadas, es una causa que en ocasiones merecía el sacrificio de la vida y por la que, de hecho, murieron miles de hombres y mujeres.

Los principios más elementales del liberalismo político consisten, por tanto, en la sustitucion del concepto de súbdito, propio de la monarquía absoluta, por el de ciudadano, que se convierte en el sujeto de derechos inalienables, como reconocen las declaraciones de derechos; en la abolición de las libertades particulares de gremios y corporaciones en favor del concepto universal de libertad, que se aplica no solo en el ámbito político, sino en el económico, a través de la defensa del laissez-faire, laissez-passer y en la defensa, recogida en todos los códigos civiles, de los derechos de propiedad; y, finalmente, en la sustitución del origen divino de la soberanía para radicarla en la nación o en el pueblo, en su versión mas radical y democrática. Todo ello conduce a un principio esencial, que es el ejercicio del poder político de acuerdo con la supremacía de la ley, esto es, de una Constitución. Y no es posible tal ejercicio sin una adecuada división de poderes, que permitan su propio control y equilibrio.

b. El liberalismo y la burguesía.

El liberalismo es también la expre­sión de una clase social, la doctrina que mejor sirve a los intereses de la burguesía. El liberalismo nace en los países donde ya existe una burguesía importante, y es en ellos donde sus teo­rías son más populares y los movimientos liberales alcanzan su apogeo. Además, el liberalismo extrae la mayoría de sus partidarios entre las profesiones liberales y la burguesía comerciante. Hay una coincidencia muy estrecha entre la aplicación de la doctrina liberal y los intereses vitales de la burguesía. ¿Quién sale ganando con la libertad de iniciativa po­lítica o económica sino la clase más instruida y rica? La burgue­sía hace la revolución y ésta le da el poder; pretende conservarlo evitando el regreso de la aristocracia y el ascenso de las capas populares. La burguesía se reserva el poder político mediante el voto censitario, controla el acceso a las funciones públicas y administrativas.

La aplicación del liberalismo tiende a mantener la desigualdad social. De hecho, sus principios (libertad, igualdad...) se aplicaron siempre dentro de límites muy estrechos. La prohi­bición de las asociaciones, por ejemplo, tiene efectos desiguales para empresarios o trabajadores. Aquéllos pueden saltarse las disposiciones legales con más facilidad que éstos y, además, incluso si el empresario no se asocia, sus beneficios no se verán reducidos mientras que los asalariados, si no pueden organizarse colectivamente, deben aceptar sin discusión las condiciones que impone el empresario. Bajo una igualdad aparente, la prohibición favorece a los empresarios. Además, la desigualdad no siempre se camufla: las leyes recogen típicas discriminaciones como el artículo del código penal que prevé que, en caso de litigio entre empresario y obrero, la palabra de aquél bastará, mientras que éste deberá presentar pruebas de lo que dice. El liberalismo es, por tanto, el disfraz del dominio de una clase, disfraz que esconde el acaparamiento del poder por la clase poseedora, la burguesía; es la doctrina de una sociedad burguesa que impone sus intereses, sus valores, sus convicciones.

Y es que el liberalismo, fuerza subversiva frente al absolutismo, a la autoridad, posee también una tendencia conservadora. El liberalismo evitará por todos los medios entregar al pueblo el poder que ha arrebatado al rey. Lo reserva a una elite, ya que soberanía nacional (defendida por los libera­les), no es lo mismo que soberanía popular, y liberalismo no quiere decir­ democracia. Mientras el liberalismo está en la oposición y debe luchar contra las fuerzas del antiguo régimen (la monarquía, la reacción ultra, la contrarrevolución, la Iglesia), destaca, sobre todo, su aspecto subversivo y combativo. Pero en cuanto accede al poder, se impone su aspecto conservador. El liberalismo, por tanto, combate alternativamente dos adversarios: el pasado y el porvenir, el Antiguo Régimen y la democracia futura.

B. Los regímenes políticos liberales.

a. Constituciones y organización de poderes.

Un régimen político se reconoce que es liberal, en primer lugar, por la existencia de una Constitución, inexistente en el Antiguo Régimen. La revolución francesa, tras el ejemplo de EEUU, es la primera que define por escrito la organización de poderes y el sistema de sus relaciones mutuas. En el siglo XIX todos los regímenes liberales adoptarán este pre­cedente.

A veces es el rey quien concede “graciosamente” la Constitución (es la Carta otorgada), mientras que en otras ocasiones son los representantes de la nación quienes la elaboran. La Carta otorgada es una especie de compromiso entre la tradición (la legitimidad monárquica) y el liberalismo, fuerza que ya no puede ser ignorada por los defensores del Antiguo Régimen.­­ En las Cartas el poder suele quedar en manos del soberano que la otorga. El Parlamento tiene un carácter bi­cameral y la Cámara alta es elegida por el rey entre perso­nas de su confianza, generalmente de gran fortuna y origen aristocrático. El rey puede disolver libremente la Cámara baja, que carece de iniciativa legal. El Parlamento sólo puede formu­lar peticiones, que casi siempre son ignoradas. A ello hay que añadir la desaparición de la responsabilidad penal de los ministros. Ejemplos típicos de estas Cartas son la Carta constitucional francesa de 1814, la Constitución de Baden y Baviera de 1818, o el Estatuto Real español de 1834 establecido después de la muerte de Fernando VII.

La existencia de una Constitución significa la ruptura con el orden tradicional, la sustitución de un régimen heredado del pasado, producto de la costumbre, por un régimen expresión, a partir de ahora, de un orden jurídico. Poco importa en cierta manera la exten­sión de las concesiones o la importancia de las garantías dadas a la libertad, individual o colectiva. Lo esencial es que hay una regla, un contrato que fija y precisa las relaciones entre poderes.

En segundo lugar, todas estas Constituciones tienden a limitar el poder monárquico, constriñendo claramente su ejercicio (véase, por ejemplo, la Constitución española de 1812 o la Carta fran­cesa de 1814). Esto no impide que el poder sea monárquico. El libe­ralismo no es hostil a la monarquía ni al principio dinástico, sólo es hostil al absolutismo monárquico. Monarquía y liberalismo pueden incluso entenderse bien, ya que la presencia de una monarquía hereditaria es una garantía contra los em­pujes demagógicos y la violencia popular.

Limitada por la existencia de una representación de la nación (Cámara, Parlamento, Dieta, Cortes), la decisión política es compartida por la corona y la representación nacional. Ésta es, en general, doble: bicameralismo. Dos Cámaras es la fórmula ideal que permite dividir, equilibrar, compensar los poderes. A una Cámara baja se le contrapone una Cámara alta, formada por descendientes de la aristo­cracia o por miembros escogidos por el rey. Así se reprimen mejor los movimientos de cólera o la turbulencia de las pasiones populares.

El carácter transaccional del liberalismo se hace evidente al no adoptar el sufragio universal, sino el sufragio censitario. La concepción democrática considera el voto como un derecho natural, inherente a la ciudadanía, mientras que el liberalismo cree que no es más que una función, una especie de servicio público para el que la nación decide investir sólo a algunos ciudadanos, in­troduciendo así una distinción entre país legal y país real. El hecho de que sólo una minoría disponga de derecho a voto, de los derechos políticos plenos, el que haya dos ca­tegorías de ciudadanos, no se considera vergonzoso y parece normal y legítimo. Aun­que esta discriminación sea selectiva, no es definitiva, pues no excluye de por vida a la persona: basta con llegar a poseer los requisitos exigidos (el “censo”) para convertirse en elector, mientras que el Antiguo Régimen atribuía el privilegio desde el nacimiento.

Por tanto, las sociedades liberales son restricti­vas, si bien la exclusión del voto no es definitiva. Así se explica la consigna de Guizot: "(Enri­queceos!": a quienes le objetaban que sólo unos pocos franceses podía participar en la vida política y reclamaban la inmediata universali­dad del sufragio, Guizot respondía que existía un medio para que cualquiera llegara a ser elector: hacerse rico. Carecer de derecho a voto no era definitivo: cualquiera podía esperar que trabajando regularmente y ahorrando se haría rico y podría votar. La polí­tica liberal se inscribe así en la perspectiva de una moral burguesa capitalista ignorante de la dificultad que supone para un individuo es­capar a su clase y realizar su promoción social.

Constitución escrita, monarquía limitada, representación nacional, bicameralismo, discriminación (país real, país legal), sufragio censita­rio. Cabe añadir la descentraliza­ción, que pone al frente de los ayuntamientos a representan­tes elegidos del mismo municipio. Ello responde a una doble preocupa­ción, que ilustra la ambigüedad liberal: por un lado, manifiesta­ su desconfianza ante el poder central y sus delegados reduciendo su campo de acción, pero al mismo tiempo es una precaución contra los movimientos populares, ya que se da el poder local a los notables. Así pues, la reivindicación de la descentralización es una reacción a la vez contra el centralismo estatal y contra la democracia.

b. Libertades y privilegios.

Junto a esta organización de poderes, el liberalismo reivindica e instaura las principales libertades públicas que defienden al indivi­duo frente a la autoridad. El liberalismo reconoce, en principio, la libertad de opinión, así como­ la libertad de expresión, reunión y discusión. que se deducen lógicamente del reconocimiento de las opiniones individuales. También se toman medidas en favor de la libertad de discusión parlamentaria, la publicidad de los debates, la libertad de prensa, etc. Las controversias políticas en torno al estatuto de la prensa ocupan un lugar tan importante como el debate sobre el sistema electoral.

La preocupación por la libertad se extiende a la enseñanza. El catolicismo reacciona-rio se convierte en símbolo de la autoridad, de la jerarquía dogmática, y es importante alejar la enseñanza de su influencia, sobre todo la enseñanza secundaria, especialmente importante para los liberales ya que forma a los futuros electores. Los liberales evitarán, por tanto, con-ceder la liber­tad plena y total de enseñanza a quien podría usarla en contra de los principios liberales. Por lo general, el liberalismo tiende a reducir los privilegios de las Iglesias.

El liberalismo contribuye también, sin duda, a abolir la esclavitud, la servidumbre y el régimen señorial, al mismo tiempo que extiende la libertad de las minorías religiosas (por ejemplo, los católicos en el Reino Unido, o los judíos en muchos países de Europa occidental), pero ello no supone el fin de las jerarquías y discriminaciones sociales.

Por último, el liberalismo se manifiesta asimismo en una nueva organización de la vida política a través de la consolidación de los estados nacionales y la aparición de estructuras administrativas dotadas de una burocracia en expansión. Aunque el liberalismo no es especialmente estatalista, es evidente que funda el “Leviatán” moderno, en el que el Estado se convierte en el titular de la soberanía nacional y en la instancia que dispone de las facultades precisas para ejercer la dominación política, incluida la violencia. Como escribió en 1856 Tocqueville (El Antiguo Régimen y la Revolución), ésta no se hizo para “perpetuar el desorden”, sino mas bien “para aumentar el poder y los derechos de la autoridad pública”.

2. Las revoluciones de finales del siglo XVIII y la Restauración.

Desde el último tercio del siglo XVIII tiene lugar un proceso de cambios políticos que constituyen los orígenes del mundo contemporá­neo. Estos cambios afectaron a muchos aspectos, desde la legitimidad del ejercicio del poder hasta la ordenación de los distintos poderes bajo el principio de la responsabilidad y del control mutuo. Para las perso­nas que los protagonizaron, se trataba de transformaciones tan profun­das que no dudaron en calificarlas de revolucionarias. El concepto de “revolución” ya era conocido desde varios siglos antes, pero ahora toma un significado muy dis­tinto. Con la experiencia de la Revolución Francesa el término pasó a designar procesos políticos cuyo desencade­nante podía estar al alcance de los individuos. Por eso, el gobierno de la Convención francesa, ante el peligro en que se encon­traba frente a la coalición de potencias extranjeras, se declaró “revolucionario hasta la paz” (1793). La revolución, en tanto que mudanza política, era algo que podía hacerse y podía defenderse. Quienes la defendían se consideraban “revolucionarios” y quienes se oponían eran “reaccionarios”. Éste es el origen de la gran distinción del mundo contemporáneo entre derecha e izquierda, como ha señalado Norberto Bobbio.

El primer gran legado de la revolución fue, pues, situarla al alcance de los hombres, hacer posible su preparación y su realización y, por tanto, ser capaces de pensar y organizar el futuro. La distinción entre pasado y futuro se aceleró con las experiencias revolucionarias de fines del XVIII, consolidando al mismo tiempo la noción de progreso, concebido al modo del marqués de Condorcet como un avance indefinido, tanto material como intelectual. Conviene empezar, pues, el estudio de las transformaciones políticas del siglo XIX con una breve referencia a las dos grandes revoluciones de la época: la norteamericana y la francesa.

A. La revolución norteamericana.

Las colonias inglesas en la costa este de América del Norte experi­mentaron un gran desarrollo durante el siglo XVIII. Pero a partir de 1763, como resultado de la guerra desarrollada en Europa entre las grandes potencias (Francia, Gran Bretaña, Austria y Prusia), la conocida como “guerra de los Siete Años” (1756-1763), las relaciones entre las metrópolis europeas y sus territorios coloniales se vieron profunda­mente afectadas. En el caso británico cada vez se hizo más incompatible el régimen económico y político de las colonias con la política de la metrópoli. Las medidas coercitivas del gobierno de Londres fueron rechazadas con el fundamento de la propia tradición política inglesa de no pagar impuestos sin disponer de representación política en el órgano que los decidía. Diversos incidentes, de los que el más conocido es el Boston Tea Party (1773), fomentaron la toma de conciencia política y de las diferentes asambleas políticas de las colonias sobre la necesidad de lograr la independencia.

La independencia de las trece colonias de la Corona británica tuvo lugar entre 1776 y 1783. En la primera fecha se produce la Declara­ción de Derechos de Virginia y la Declaración de Independencia, de­cisión tomada en Filadelfia el 4 de julio de ese año (fecha convertida por ello en fiesta nacional). Comienza en­tonces, además de la legitimación política de la posición de las trece colonias, el proceso de lucha militar contra el ejército inglés, que ter­minaría con el triunfo de las tropas americanas y el reconocimiento internacional de los nuevos Estados Unidos de América. En la guerra, dirigida por George Washington, un veterano oficial de la guerra de los Siete Años, tomaron parte, en apoyo de los americanos, Francia y España, lo que convirtió una rebelión colonial en un asunto europeo. No es casual que la independencia de las trece colonias se es­tablezca en Francia (Tratado de Versalles, 1783).

La Declaración de Virginia, redactada por Thomas Jefferson, es uno los “manifiestos políticos más importantes concebidos en la época de la Ilustración”, en opinión del historiador W. P. Adams, dado que contiene los principios básicos del liberalismo político forjado por los teóricos ingleses del XVII, en especial por John Locke. Los principios que establece son los de soberanía nacional, igualdad entre todos los hombres y gobiernos con responsabilidad, al tiempo que detalla una serie de libertades individuales (propiedad, imprenta, habeas corpus). La adopción de estos principios basados en la igualdad jurídica de los individuos no se tuvo que enfrentar, sin em­bargo, con problemas como los existentes en el continente europeo, donde la existencia de estamentos sociales y monarquías presuponía una clara heterogeneidad social previa a la experiencia revoluciona­ria. Por el contrario, en los territorios de las trece colonias, la homoge­neidad social era la norma, como con reiteración observará decenios más tarde Alexis de Tocqueville en su análisis de la democracia en América.

Mientras se desarrollaba la guerra de independencia se fue creando un nuevo orden político. En su primera fase, a través de la aprobación por once de los trece estados de sendas constituciones, inspiradas en los principios de la Declaración de Virgi­nia. El resultado final, tras un largo debate sobre el modelo político a seguir, fue la aprobación de una Constitución en 1787, que supone la primera plasmación práctica de los principios del liberalismo político contemporáneo. Estos principios se resumen, en esencia, en dos: la de un poder federal, que ha sido una práctica política más propiamente americana, y el establecimiento efectivo de la división de poderes, que ha tenido una acogida más universal.

La organización política surgida de esta Constitución recoge la existencia de un poder federal (el presidente), elegido por sufragio indirecto, pero en el que los Estados se reservan amplias competencias. El poder legislativo se organizaba en dos cámaras, el Senado, que representaría a los Estados de modo igualitario (dos senadores por cada estado) y la Cámara de Representantes, fruto de la elección popular de acuerdo con el peso demográfico de cada Estado. El equilibrio de po­deres entre ambas cámaras y de éstas frente al presidente hacen de esta constitución una norma muy estable, que todavía sigue en vigor, aunque haya sido parcialmente modificada a lo largo del tiempo mediante enmiendas. Si bien la aprobación de la Constitución por los diferentes Estados fue muy ajustada en algunos casos (Massachusetts, Virginia), la confrontación entre federalistas y antife­deralistas se superó en los años siguientes, en especial gracias a A. Hamilton, secretario del Tesoro con el primer presidente, G. Washington, y hacia 1815, el sistema político de EEUU se hallaba ya plenamente consolidado, con instituciones estables y con los primeros partidos políticos en acción.

B. La revolución francesa.

La revolución iniciada en Francia con la reunión de los Estados Generales en mayo de 1789 es un proceso muy diferente del americano. Su objetivo no es lograr la independencia, sino la transformación de una sociedad de Antiguo Régimen, muy compleja en su estructura, que se hallaba organizada en torno a diversos estamentos o “cuerpos intermedios” y en la que seguían manteniendo un fuerte peso cultural los valores de carácter aristocrático. Ello explica las diferentes fases por las que discurrió la revolución en Francia, pero también sus enormes consecuencias. Porque su influencia en el mundo, en especial en Europa, fue inmensa, hasta el punto de ser considerada como el punto de arranque de la época contemporánea. Su poder evocador no solo estuvo presente en las sucesivas oleadas revolucionarias que vivió el continente europeo de la primera mitad del siglo XIX, sino que se prolongo en sucesos como la Comuna de Paris (1871), la Revolución Rusa de 1917 e incluso muchos de los procesos revolucionarios desarrollados fuera de Europa durante el siglo XX. Los “ecos de La Marsellesa”, como ha subrayado Eric Hobsbawm, llegan hasta nuestros días.

a. El debate sobre las causas.

Un primer indicador de la importancia histórica de la revolución es la diversidad de enfoques que ha merecido, desde sus propios coetáneos hasta la actualidad. La naturaleza de la revolución, las formas políticas que engendró, las transformaciones sociales y económicas que alentó, incluso su ambición de cambiar pautas culturales tan arraigadas como el calendario, dan la medida de su trascendencia. Pero quizá donde la controversia haya sido más clara es en el discernimiento de las razones que explican el estallido de 1789. Esto nos lleva a la cuestión de las causas de la revolución.

Las interpretaciones sobre las causas de la Revolución Francesa han sido numerosas. Para una corriente que arranca de la propia época revolucionaria, con Antoine Barnave a la cabeza, y que se extiende a través de historiadores liberales, como François Guizot y, posteriormente, de los textos de F. Engels y K. Marx, la revolución habría sido la culminación del ascenso social y económico de la burguesía, cuyo desarrollo no podría continuar dentro de los límites del Antiguo Régimen. La revolución sería, entonces, un fruto de la prosperidad de la “burguesía conquistadora”, pues una “nueva distribución de la riqueza exige una nueva distribución del poder”, según la expresión de Barnave. Otra corriente interpretativa se forjó en la historiografía romántica, singularmente por parte de J. Michelet, y alcanzó hasta los principales historiadores de la revolución de principios del siglo XX, de orientación socialista, como A. Mathiez y G. Lefébvre, según la cual el estallido de la revolución vendría provocado por el creciente empobrecimiento de las clases populares (artesanos urbanos, campesinos) y las continuas crisis de subsistencia que se suceden en las décadas anteriores a 1789. En la primera interpretación, el protagonismo de la revolución se situaba en la burguesía, lo que permitía catalogar este hecho como un ejemplo paradigmático de revolución burguesa; en la segunda interpretación, el gran protagonista era el pueblo y las clases populares (los sans-culottes de los barrios artesanos parisinos), lo que permitía llamar la atención sobre la Revolución Francesa como un ejemplo de revolución social y popular.

Un intento de síntesis la ofreció el historiador E. Labrousse, quien demostró en sus estudios sobre la economía francesa del siglo XVIII realizados en la década de 1930 que eran conciliables ambas tendencias: el enriquecimiento de la burguesía y el empobrecimiento de las clases populares, como agentes explicativos del estallido revolucionario. Esta es la visión que desde entonces se ha convertido en la mas aceptada aunque después de la 2ª G.M. han florecido otras interpretaciones, desde las que la diluían en una “revolución atlántica” (R. Palmer o J. Godechot), hasta los que negaban su relevancia histórica o su carácter estrictamente burgués, como A. Cobban. El más brillante y reciente expositor de las tesis revisionistas ha sido F. Furet, para quien la revolución, como un hecho histórico cerrado y concluido, debía perder el protagonismo que antaño había tenido, sobre todo en los medios historiográficos marxistas. Este revisionismo, así como la caída del muro de Berlín en el mismo año del bicentenario, han tendido un denso manto de silencio sobre un acontecimiento histórico que había exaltado durante dos siglos a la conciencia política europea.

b. Las diferentes etapas de la revolución.

Aunque la Revolución Francesa es un acontecimiento histórico que debe entenderse como un “bloque” único, es evidente que tiene fases muy diferentes entre sí. Para decirlo con palabras de E. Labrousse, una primera sería la etapa constituyente de las “instituciones” revolucionarias; la segunda, la correspondiente a las “anticipaciones” forjadas en la época de la Convención; y la tercera, la que se abrió por la reacción termidoriana de 1795, seria la época de las “consolidaciones” de alguna de las conquistas de los periodos anteriores.

La primera fase se abre en mayo de 1789 con la reunión de los Estados Generales en Versalles y se extiende hasta el otoño de 1791. En este periodo tiene lugar la quiebra de las estructuras políticas y sociales del Antiguo Régimen, así como la construcción de una nueva legitimidad política, que desemboca en la Constitución de 1791. Al propio tiempo se crean las principales instituciones que son el gran legado de la revolución. En agosto de 1789 se aprueba la abolición del feudalismo y la Declaración de los derechos del hombre, como fruto de la triple revuelta social (de la nobleza, la burguesía y las clases populares) que rodea la reunión de los Estados Generales. En 1790 la Asamblea aprueba la Constitución civil del clero, que supone el primer paso hacia la separación de Iglesia y Estado. En 1791 se aprueba la Constitución, que es la primera de las constituciones rea­lizadas en Francia y en Europa. Es el triunfo del “tercer estado” que, en el célebre panfleto de Emmanuel-Joseph Sieyés ¿Qué es el tercer Estado? (1788), se consideraba como el único representante de toda la nación, frente a los privilegiados: “¿Qué es una nación? Un cuerpo de asociados que viven bajo una misma ley común y represen­tados por la misma legislatura”. Dado que los nobles están separados de la nación por situarse fuera del imperio de la ley, “sus derechos civi­les hacen de él un pueblo aparte de la gran nación”. Frente a ellos, el tercer estado es el único estamento que puede considerarse como “par­te integrante de la nación” y, por tanto, el tercer estado es “todo”.

La Constitución de 1791 sienta las bases de un sistema político caracterizado por la división de poderes y la previsión de una monarquía de carácter constitucional, sometida al criterio del poder legislativo, que mantiene el privilegio de tener la iniciativa para proponer leyes y de controlar la acción del poder ejecutivo. Al establecer como preámbulo la Declaración de derechos del hombre, acoge asimismo todos los principios del liberalismo político: soberanía nacional, libertades individuales y defensa de la propiedad. El modelo constitucional de esta fase revolucionaría, que debe mucho a los escritos del abate Sieyés, se caracteriza por ser censitario, al limitar el derecho de voto a los ciudadanos considerados “activos”, lo que reducía el censo electoral al 15% de la población masculina.

La segunda fase, entre 1792 y 1795, coincide con la Convención jacobina. Se trata de la etapa más radical, en la que se produce la caída de la monarquía (y la posterior ejecución del rey, enero 1793) y una situación política de emergencia nacional ante la guerra declarada por las monarquías europeas a los revolucionarios franceses. Se adoptan entonces diversas medidas que constituyen una suerte de “anticipación” histórica. Se proclama la república, se instaura un modo de gobierno dictatorial (conocido generalmente como la época del “terror”), en el que un comité de salud pública, formado por 12 miembros, concentra todos los poderes y toma las principales decisiones de carácter radical: sufragio universal masculino, control de precios y salarios, confiscación de bienes de la nobleza, apoyo al proceso de conversión de los campesinos en pequeños propietarios y creación de un ejército nacional mediante el procedimiento de la “leva en masa”. Se trata de identificar a la nación con la revolución.

A partir de febrero de 1794, ante las dificultades económicas, la guerra y las luchas internas entre diversas facciones de los revolucionarios, se llega a la situación definida por Saint-Just como “revolución congelada”, esto es, que había llegado a un punto muerto. Fue el punto de arranque de la posterior caída de los jacobinos (la muerte de Robespierre en julio de 1795 es el símbolo) y el inicio de la “reacción termidoriana”, que abre la ultima fase.

A partir de 1795 se produce una nueva orientación de la revolución sobre bases más moderadas, que enlazan en parte con los años iniciales e instauran una auténtica “república burguesa”. A pesar de surgir como reacción contra los avances del periodo jacobino, en esta fase se produce la consolidación de las conquistas de 1789, tanto en el aspecto político corno en el económico. El texto que refleja esta nueva situación es la Constitución de 1795, que mantiene el principio del sufragio censitario, pero debilita el poder legislativo con la creación de dos Cámaras (la “de los 500” y la “de los Ancianos”). El poder ejecutivo se atribuye a un Directorio, formado inicialmente por cinco miembros, luego por tres, para acabar con uno solo, tras el golpe dado a fines de 1799 (el 18 de Brumario) por Napoleón Bonaparte, con quien se inaugura una fase diferente de la historia de Francia y de Europa. Se pasó así, como observaría Chateaubriand, de la “tiranía de muchos al despotismo de uno solo”. Para dar cobertura legal a este proceso, se redactó en 1799 una nueva Constitución, en la que algunos principios de 1791 quedaron desnaturalizados. Se iniciaba así la época napoleónica.

C. La exportación y el rechazo de la revolución.

a. El impacto del periodo napoleónico.

La expansión de las ideas revolucionarias por el continente europeo esta íntimamente vinculada al Imperio napoleónico. Durante los quince años que Napoleón gobierna Francia se produce un doble pro­ceso, que refleja las dos grandes fuerzas que estaban presentes en la dinámica revolucionaria, la jacobina y la girondina. Por una parte, Napoleón consolida la mayoría de las conquistas revolucionarias en el seno de la sociedad francesa, ya que su objetivo es el de afirmar la nación francesa frente al exterior y asentar­ su estructura política interior, tanto normativa como administrativa. Esto es lo que supone la redacción del Código de 1804, el código civil por excelencia en Europa; la firma del Concordato con la Iglesia o la creación de un sistema educativo centralizado, desde la escuela prima­ria hasta la universidad. Es el aspecto “jacobino” del bonapartismo, que contribuye a “nacionalizar” a los franceses.

Por otra parte, tiene lugar la exportación de los principios revolu­cionarios a muchos países europeos. Es la faz “girondina” del régimen de Napoleón, que se realizó mediante una serie de guerras que cambiaron el mapa de Europa. Estas gue­rras napoleónicas no constituyen única­mente enfrentamientos entre potencias (entre Francia e Inglaterra), sino también entre sistemas políticos diferentes. La guerra fue una de las vías de difusión de la Revolución. En la penín­sula Ibérica, el norte de Italia, Holanda y las regiones occidentales de Alemania, los cambios institucionales fueron consecuencia de las campañas de los mariscales de Napoleón. Se abolió el feudalismo, se establecieron códigos, se redactaron consti­tuciones y se crearon las primeras instituciones liberales: asambleas políticas y gobiernos responsables.

La difusión de la Revolución es inseparable de la dominación francesa de buena parte de Europa. Pero incluso allí donde su presencia fue más contestada, como en España o Prusia, su influencia dejó una impronta duradera, abriendo el camino a reformas como las de Humboldt en Berlín o las de los liberales españoles reunidos en Cádiz. La hegemonía europea de Napoleón, puesta en entredicho en las campa­ñas de la península Ibérica y de Rusia, termina con la derrota de Water­loo. Pero a pesar de esta derrota, el legado de Napoleón es esencial para comprender el mundo contemporáneo. Porque, con Bonaparte re­cluido en la isla de Santa Elena y los dirigentes políticos de las poten­cias vencedoras reunidos en Viena, el retorno a la situación anterior a 1789 no fue ni mucho menos completo.

b. La Restauración.

La caída definitiva de Napoleón en 1815 abre el retorno en toda Europa a posiciones próximas a las del Antiguo Régimen. La restauración íntegra del mismo no era posible, pero se difundieron ideas políticas caracterizadas por el rechazo a muchas de las conquistas de la Revolución y que, en parte, conectaban con los ideales románticos que empezaban a dominar en la conciencia europea. La corriente ideológica más relevante fue el tradicionalismo, que arranca del propio rechazo de la Revolución y que tiene sus principales exponentes en autores como el británico E. Burke, el francés J. de Maistre o el español Dono­so Cortés, punto de referencia del pensamiento conservador de la época contemporánea. De forma paralela, surge el legitimismo, que defiende una legitimidad del po­der en razón de 1os derechos históricos a favor de las monarquías desplazadas por los gobiernos de inspiración napoleónica que, en efecto, lograron retornar a sus tronos mayoritariamente. En los países en que habían estado en vigor regímenes constitucionales, la alternativa a las Constituciones derogadas fue la práctica de las Cartas otorgadas, a imagen de la concedida en Francia por el rey Luis XVIII.

El fin del Imperio napoleónico provocó, asimismo, una racionalización del mapa político de Europa, dado que no era posible retornar a las fronteras anteriores a 1789. Tan sólo en el seno de la Confederación Germánica se suprimieron varias centenas de unidades políticas. Éste fue el resultado del Congreso de Viena (1815), en el que se establecieron las bases de la diplomacia europea por parte de las grandes potencias. Esta política internacional descansaba en dos supuestos. La capacidad de intervención de estas potencias ante cualquier situación que pusiera en peligro el equilibrio continental: surge así la práctica de la “Europa de los congresos”, cuya principal intervención hubo de emplearse con ocasión de las revoluciones de 1820. El envío en 1823 a España del ejército conocido como los “cien mil hijos de San Luis” para restaurar como monarca absoluto a Fernando VII, es el mejor ejemplo de este intervencionismo de carácter legitimista. El segundo supuesto era la construcción de una alianza doctrinal de base religiosa, que desembocó en la Santa Alianza, formada por las monarquías de Prusia, Rusia y Austria. Su eficacia fue, sin embargo, escasa.

3. Las revoluciones de 1830 y 1848 y el triunfo del liberalismo.

A. La prolongación de la revolución.

A pesar de las precauciones ideológicas y de la represión de las ideas liberales por los gobiernos legitimistas instalados en Europa a partir de 1815, los principios del liberalismo se fueron abriendo camino contra los regíme­nes absolutistas. El primer aviso es la revolución de 1820, difundida por España e Italia, pero las grandes revoluciones de la primera mitad del XIX son las de 1830 y 1848, ambas desencadenadas en Francia pero con amplia repercusión sobre el continente (Inglaterra quedó en ambos casos al margen). Especial relevancia tuvieron en su preparación asociaciones secretas, como los “carbonarios” o la masonería.

a. Las revoluciones de 1830.

Las revoluciones de 1830 comienzan con los “tres días gloriosos” de julio de 1830 en París, que suponen la destitución de Carlos X y la instauración de un régimen político definido por su liberalismo doctrinario, en la persona de Luis Felipe de Orleáns, conocido como el “rey burgués”. La revolución de 1830 trata, de nuevo, de enlazar con la tradición más moderada de los principios de 1789, al concebirse el ejercicio de la política como una tarea reservada a una minoría compuesta por los “notables” (nobleza y gran burguesía). La “monarquía de julio” instaurada en Francia representa el último intento por parte de la alta burguesía de acceder al poder mediante el recurso a la lucha en la calle y en las barricadas en compañía del pueblo “menudo”, pero sin compartir con él el poder. Para llegar a él había que aplicar la receta más característica del sufragio censitario, que era el enriquecimiento como paso previo a la obtención de derechos electorales. No extraña que Guizot tuviera que proclamar “¡Enriqueceos!” a los descontentos con el régimen de Luis Felipe.

Los sucesos revolucionarios de París tuvieron amplio eco en Europa, tanto en diversos estados italianos como en Polonia y la península Ibérica. Sólo tuvo efectos inmediatos en los Países Bajos, al desencadenar el proceso de independencia de Bélgica, forjada por una sociedad industrializada y de influencia cultural y política francesa, descontenta con la hegemonía flamenca. Pero más allá de este episodio belga, el régimen orleanista francés se convirtió en uno de los grandes modelos políticos de liberalismo doctrinario, ejerciendo notable influencia, conjuntamente con Inglaterra, sobre otros estados europeos, en especial los de España y Portugal, que recuperan sus gobiernos liberales a partir de 1833.

Las esperanzas frustradas de la revolución, los errores acumulados por la restauración, las limitaciones de las reformas intentadas después de 1830, más el malestar social producido por el desarrollo del capitalis­mo (explotación de los trabajadores industriales, empeoramiento de las condiciones de vida del viejo sector artesanal y dificultades de ajuste de los campesinos al régimen liberal), desencadenaron la gran explosión de 1848.

b. Causas y desarrollo de las revoluciones de 1848.

La multiplicidad de causas explica su magnitud, pero también su ambigüedad. Se la ha llamado “la primavera de los pueblos”, pero el elemento nacionalista faltó en muchos lugares y en otros estaba tan ligado a las luchas sociales que se hace difícil valorar su importancia; se la ha visto como la gran lucha de clases que Marx y Engels anunciaban en el Manifiesto Comunista, pero en general fueron más importantes las luchas de los campesinos con sus señores que las del proletariado urbano con la burguesía. Además, las protestas no tenían objetivos unitarios, así que quienes las formularon pudieron ser divididos y mediatizados. Los grupos dominantes aprendieron que había que usar la vía de las reformas integradoras.

La mezcla explosiva la generó la ruina de las cosechas de 1845 a 1847, que agravó una serie de crisis latentes en la economía. La crisis comenzó con la patata, cultivo clave para la subsistencia en muchos países y que se vio afectado por una plaga que arruinó las cosechas. En Irlanda, por ejemplo, la patata fue la base de un enorme crecimiento demográfico (de 4 a 8 millones entre 1781 y 1845), pero la pérdida de cuatro cosechas sucesivas (1845-1848) y un invierno muy largo y frío (1846-1847) diezmaron a los hambrientos irlandeses (una epidemia de cólera en 1849 acabó reduciendo la población a poco más de 6 millones en 1850: un millón de irlandeses había muerto de hambre y epidemias y otro millón había optado por emigrar, sobre todo a EEUU). Esa misma plaga arruinó la cosecha de patatas en toda Europa, lo que produjo motines de subsistencias en Italia, Holanda, Alemania, Inglaterra, Austria, etc.

A ello se sumó, en un mundo que dependía de la capacidad de compra de los campesinos, la crisis de las actividades industriales. Esta crisis coyuntu­ral se agregaba a otra, más estructural, que estaba hundiendo la actividad textil artesana ante el avance de las máquinas. Por esos años culmina la miseria de los tejedores manuales ingleses, estalla la crisis de la produc­ción textil francesa y se produce la dramática revuelta de los tejedores de lino de Silesia. La crisis económica afectó también a las nuevas industrias, a los ferrocarriles que transportaban sus mercancías, y a las finanzas, con la quiebra de empresas incapaces de pagar sus deudas, lo que arrastró a los bancos y provocó una fuerte caída de la bolsa.

Se recrudecieron entonces las críticas al sistema capitalista y los radicales soñaban en una nueva forma de organización, el socialismo, que fuese más racional y ahorrase tanto sufrimiento inútil a las masas obreras. Sin embargo, la crisis económica no fue la causa inmediata de la revolución, que estalló cuando las cosechas volvían a regularizarse y cuando lo peor del hambre había pasado. Directamente sólo originó los motines de subsistencias. No obstante, preparó el clima revolucionario, creando malestar y avivando la conciencia de que la sociedad estaba mal organizada o, al menos, mal administrada por los gobiernos.

La chispa que prendió el incendio surgió de los hechos políticos que tuvieron lugar en París en febrero de 1848. En Francia, la larga fase de inmovilismo del gobierno Guizot había logrado irritar a sus opositores, que querían un sistema electoral más flexible. La campaña contra el gobierno se llevó a cabo mediante “banquetes democráticos”, hasta que Guizot, temeroso del volumen que podía alcanzar uno convocado para el 22 de febrero de 1848, decidió prohibirlo. Se consiguió movilizar a los parisienses en manifestaciones hostiles al gobierno y al rey, y Luis-Felipe no pudo hacer nada para frenar la escalada de exaltación que, como en 1830, llevó de la construcción de barricadas hasta el asalto al palacio real, que el soberano había abandonado poco antes, huyendo a Gran Bretaña.

El 24 de febrero, el poeta Lamartine, al frente del movimiento revolucionario, proclamó la república y formó un gobierno provisional moderado, aunque incluía tres radicales (uno era el socialista Louis Blanc). Al mismo tiempo se crearon instituciones para abordar los problemas obreros. La más llamativa fue la comisión del Luxemburgo, que debía estudiar las condiciones de trabajo, proponer reformas (se abolió la subcontratación y la jornada se fijó en 10 horas en París y en 12 en provincias) y arbitrar las disputas laborales. Más eficaces en potencia eran los “talleres nacionales”, con los que se es­peraba dar trabajo a los 120.000 parados existentes. Pero ni se logró absorber el paro ni se permitió a los talleres competir con la industria privada, sin que se les mantuvo como instituciones de ayuda social.

Unas elecciones por sufragio universal masculino (los votantes pasaron de 250.000 a 8 millones), celebradas rápidamente en abril para que los radicales no se pudieran organizar, dieron como resultado que la Cámara quedara dominada por 500 republicanos moderados y 200 “orleanistas” mientras que sólo salieron elegidos 100 radicales y socialistas (de ellos 30 obreros y ningún campesino). Se aprovechó una manifestación contra el Parlamento para encarcelar a algunos líderes revolucionarios, se prescindió de Blanc, se liquidó la comisión del Luxemburgo y el 21 de junio se cerraron los “talleres nacionales”. La respuesta fueron tres días de insurrección obrera en París (23 a 26 de junio): entre 15.000 y 50.000 insurgentes se lanzaron a una nueva y heroica, pero tardía, lucha que fue aplastada con sangre. Si en el combate muri­eron unos 500, una vez acabada la lucha otros 3.000 fueron asesinados a sangre fría. Se detuvo a 12.000 más (4.500 fueron encarcelados o enviados a trabajar a Argelia).

El régimen republicano establecido en Francia (la II República) duró poco, pero fue un punto de referencia para el futuro por las profundas conquistas democráticas que consiguió, entre ellas el sufragio universal. El reflujo revolucionario se consumó en 1851 con el golpe de estado de Luis Napoleón, que abrió la época del II Imperio francés, caracterizado por la restricción de los derechos políticos, la expansión económica y el protagonismo de una burguesía satisfecha, dirigida por un emperador que gobierna mediante plebiscitos populares y el apoyo de buena parte del campesinado. Frente a la “dinastía del dinero” que representaba Luis Felipe, la de Luis Napoleón representaría, según Marx, la “dinastía de los campesinos”.

Fuera de Francia las revoluciones de 1848 dejarán también su impronta. A partir de marzo estallan insurrecciones o movimientos revolucionarios en las principales ciudades centroeuropeas (Berlín, Viena, Praga, Milán, Turín y Roma). Su objetivo es el logro de los principios liberales básicos: libertades individuales, gobiernos representativos y respeto o, en su caso, reconocimiento de los derechos nacionales. Fueron revoluciones populares, urbanas y de barricada, pero también nacionales. Aunque la represión de estos movimientos fue general (en Hungría, con el apoyo de las tropas del zar ruso), tuvieron consecuencias diferentes.

c. Las consecuencias de las revoluciones de 1848.

En el Imperio austriaco supuso la abolición de la servidumbre campesina, y el reconocimiento del problema de las nacionalidades que integraban el Imperio, en especial checos y húngaros, que dispusieron de sus propias asambleas políticas (Dieta). A pesar de ello, la derrota de la revolución trajo el retorno a la situación de gobierno tradicional que caracterizó a la monarquía de Francisco José, con algunas variantes, aparte de la desaparición política de Metternich. La más señalada fue el compromiso con los húngaros, que dio lugar a la monarquía dual desde 1867, lo que permitió conciliar la diversidad étnica, lingüística y religiosa del Imperio con la existencia de una estructura militar y política superior, a cuya cabeza se hallaba el “rey emperador”. Es la “Kakania” que evocará medio siglo más tarde el austriaco Robert Musil en su novela El hombre sin atributos, refiriéndose con ello a las dos “k” de las palabras alemanas “imperial” y “real” que definían la monarquía de Francisco José.

En los países alemanes y en los estados italianos, la influencia de las revoluciones de 1848 está vinculada estrechamente a su proceso de construcción nacional. En el caso alemán, las corrientes ideológicas liberales lograron establecer una organización política alemana, el Parlamento de Francfort, que formalmente reunía el poder legislativo y ejecutivo, aunque carecía de ejército. Pero su división interna en torno a los lími­tes de la futura Alemania (si debía constituirse con Austria o sin ella) debilitó las fuerzas liberales, hasta el punto de ver rechazado por el rey de Prusia su ofrecimiento de encabezar la unión de la futura Alema­nia. Esto dejó abierta al reino prusiano la opción de lograr la unifica­ción sobre bases políticas muy alejadas del liberalismo, aunque los efec­tos de la revolución no dejaron intacto el sistema político de Prusia: desde 1850 se instaura un gobierno constitucional de base censitaria.

En Italia, salvo en el Piamonte, la represión de las insurrecciones o de las repúblicas constituidas (caso de Roma) fue obra de Austria y Francia. El papel más destacado fue el desarrollado por las tropas austriacas en el norte de Italia, donde forjó su leyenda el mariscal Radetzky (luego inmortalizado por Strauss en La marcha de Radetzky y por Joseph Roth en la novela de igual título). A pesar de que Radetzky derrotó a piamonteses y vene­cianos, el reino de Piamonte, bajo el liderazgo del rey Carlos Alberto y de su ministro C. Benso di Cavour, se convirtió en el punto de refe­rencia del nacionalismo italiano y en un ejemplo de monarquía cons­titucional. Su liderazgo de la unificación italiana arranca de esta con­vicción de que Italia fará da sé, expresión formulada por el rey piamontés tras el fracaso de 1848.

La primavera y el verano de 1849 vieron el reflujo de ese gran movimiento que se había extendido por Europa un año antes. La revolución había acabado, pero, de hecho, la burguesía había conseguido sus objetivos políticos. Se liquidó el feudalis­mo donde aún seguía vigente (sólo en Rusia siguió la servidumbre campesina, y no por muchos años), y en gran parte de Europa se mantuvieron regímenes parlamentarios con constituciones moderadas y sistemas electorales censitarios, que reservaban los derechos políticos a los propieta­rios, o sea, a los burgueses. Desde la perspectiva de 1789 se puede decir que los objetivos iniciales de este ciclo revolucionario se habían ido logrando por etapas: la Restauración salvó una parte al menos de las conquistas de 1789, 1830 amplió las concesiones y 1848 las completó, culminando el proceso de la revolución burguesa.

Los derrotados de 1848 fueron las fuerzas sociales que trataban de llevar la revolución más allá de los objetivos burgueses. Los radicales que movilizaron a artesanos y obreros luchaban por el sufragio universal para transformar la sociedad y abolir las nuevas formas de explotación que las leyes burguesas no condenaban. A la defensa de la propiedad como pilar básico del orden social, oponían el derecho al trabajo y a la subsistencia. Frente a la identificación del crecimiento capitalista con el progreso, denunciaban su irracionalidad y aspiraban a un sistema mejor para el que tenían proyectos y un nombre: socialismo. A las banderas tricolores de las naciones añadían la bandera roja de la revolución. Pero esta “otra” revolución de 1848 había de hacerse contra la burguesía. De ahí que la burguesía abandonara una lucha en la que no tenía nada que ganar. Más que derrotada, la revolución fue entregada por sus propios dirigentes. De ella salió consolidada la alianza entre lo viejo y lo nuevo iniciada en Francia en 1789. La defensa de la propiedad acabó haciendo necesario que los antiguos privilegiados concediesen a los que no lo eran un mínimo de libertad y un cierto grado de igualdad ante la ley. La revolución de 1848 resulta el final lógico y coherente de un proceso que en sesenta años transformó la sociedad europea y puso las bases para cambiar el mundo. En cierto sentido, 1848 fue el comienzo de una fase de apaciguamiento y asimilación que haría posible en la segunda mitad del siglo XIX una etapa de paz social en que los gobiernos pudieron vivir sin los temores de una conmoción inminente que habían aterrorizado a los dirigentes de la Restauración

B. La afirmación del liberalismo político.

A mediados del siglo XIX, a pesar de la derrota de las revoluciones de 1848, una nueva etapa política se abre en Europa. Se transfor­man las pautas políticas del liberalismo, que poco a poco deberá ensanchar sus bases sociales acogiendo algunas de las demandas formuladas por los revolucionarios de 1848. Se inicia así un proceso de lento avance de la democracia política, en el que confluyen dos fuerzas. Por una parte, la ampliación progresiva, aunque lenta, de los cauces de participación política; y, por otra, la creación por parte de la clase obrera (rotas definitivamente sus alianzas con los partidos burgueses) de organizaciones políticas propias: los partidos socialistas y las internacionales obreras.

La práctica del liberalismo fue desigual. En Europa occidenta­l se adoptó de forma intermitente y con algunas limitaciones, como en Francia, Alemania o España; en la Europa oriental, el predominio de las monarquías imperiales de Austria y Rusia no permitió la plena implantación de los principios del liberalismo, aunque las diferencias sean notables entre la autocracia zarista y el gobierno de apariencia constitucional de Austria-Hungría. Tan sólo en dos países funcionaron plenamente las instituciones liberales: el Reino Unido y EEUU.

a. El modelo británico.

La evolución política inglesa se caracteriza por la ampliación pro­gresiva de sus bases, así como por la asunción del sistema por parte de la mayoría de la gente, dada la aceptación generalizada de las “virtudes de la jerarquía”. La re­volución del siglo XVII, la aparición de los partidos políticos, una estructura social “trinitaria” (lores, clases medias, trabajadores) y la influencia de una religión individualista son los fundamentos de la solidez política británica. Esto dotó de una gran esta­bilidad a su sistema político, en el que arraigó más el reformismo que la lucha revolucionaria, sin olvidar su capacidad de adaptación al correr de los tiempos.

Durante el siglo XIX tienen lugar varias reformas del sistema, que van desplazando el centro de gravedad de la política desde la aristocracia terrateniente hasta las “clases me­dias”. El primer paso se produce con la reforma electoral de 1832, que amplía el cuerpo electoral (de 440.000 pasa a 700.000 en una población de 25 millones). Los partidos tradicionales, los conservadores o tories y los liberales o whigs, fortalecen su organización interna y son capaces de incorporar nuevas capas sociales al ámbito de la política y ejercer una continuada práctica de alternancia en el po­der. El segundo paso tiene lugar en 1867, bajo la dirección de B. Disraeli, con una nueva reforma electoral que supone el acceso al voto de un tercio del electorado, proceso que prosigue en 1884 al eliminar muchos distritos rurales o “burgos podridos” que ya habían sido caballo de batalla de la reforma de 1832.

El sistema político inglés ejerció, además, una notable influencia en muchos países. Su práctica de la alternancia en la formación de los gobiernos, aunque no siempre derivase de una expre­sión sincera del cuerpo electoral, fue imitada en el sistema de turnos de la España de la Restauración o en el rotativismo portugués puesto en marcha desde mediados del XIX.

b. La democracia norteamericana.

El sistema político de Estados Unidos, forjado durante la independencia, se relaciona con la tradición política an­glosajona, que le permitió afirmar las libertades individuales, y con la ausencia de una sociedad de Antiguo Régimen que destruir, lo que facilitó la instalación más rápida de una política democrática. Quien mejor comprendió y divulgó en Europa la naturaleza de la vida política en EEUU fue el francés Tocqueville, en su libro Democracia en América (1835), escrito a partir de la observación del país en la época del presidente A. Jackson. Tocqueville confronta dos modelos políticos y sociales diferentes. El europeo, más dependiente de la tradición aristocráti­ca, en la que las distancias sociales son enormes (expresadas en rasgos culturales: tratamiento, círculos de sociabilidad, vestidos, gustos, etc); el americano, más democrático, en el que la igualdad es la tendencia más general. La originalidad del sistema político americano estaría en esta capacidad de combinar la libertad individual con la regulación de las relaciones sociales de forma igualitaria y objetiva.

La evolución política de EEUU, una vez consolidado el sistema a partir de 1815 en que terminan las guerras napoleónicas, está regida por dos grandes fuerzas. Por una parte, la construcción progresiva de la nación tanto en sus elementos identificadores como en la necesidad de preservarlos, dada la llegada de inmigrantes y la expansión territorial hacia el oeste. A diferencia de Europa, donde tuvieron gran relevancia los aspectos étnicos, en EEUU adquirieron mayor relieve los componentes políticos e ideológicos: el individualismo, la participación política, el ser “tierra de opor­tunidades”. Por otra parte, la polarización regional que se produce desde principios del XIX, con un norte industrializado, un oeste agrario y una economía sureña dominada por la “peculiar institu­ción” del esclavismo negro. El punto de fricción de ambas tenden­cias fue la Guerra Civil o Guerra de Sucesión de los años 1861-1865, a partir de la cual se produce una segunda fundación de la Unión americana.

El debate sobre la construcción nacional arranca del propio momento fundacional, con el com­promiso entre federalistas y antifederalistas, tendencias que siguen en vigor durante la primera mitad del XIX y se agudizan con el enfrentamiento que la expansión hacia el oeste y el desigual desarro­llo económico provocan entre las tres grandes regiones. A partir de 1840 la polarización política regional es evidente, como muestran los debates sobre el abolicionismo o los intentos de extender el escla­vismo a nuevos estados incorporados a la Unión (Texas, Nuevo México, 1848). Las diferencias se manifiestan también en la política económica (el sur, gran exportador de algodón, prefería el librecambismo) y el mayor aumento demográ­fico de los estados del norte y oeste, que acogían mayores cuotas de inmigrantes.

El estallido de la guerra de Secesión no fue, pues, algo fortuito debido a la elección como presidente del abolicionista Abraham Lincoln en 1861. Se trataba de una confrontación entre dos modelos diferentes de construir la nación americana. La guerra duró cuatro años y provocó un gran desgaste de ambos bandos, e importantes secuelas en los estados sureños, entre los que no fue la menor la pervivencia de una fuerte segregación racial. Pero el triunfo de las tropas de la Unión abrió el camino para la consolidación de la nación estadounidense y la continuidad de los principios ideológicos y políticos de la época fundacional.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 4




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