`La muerte y la doncella', de Ariel Dorfman, según Roman Polanski
Por Horacio Otheguy Riveira
En las primeras escenas Sigourney Weaver escenifica una encerrona, una angustia con pantalón corto y piernas largas, una mujer atrapada en una casa sobre un acantilado bajo una tormenta, asustada, inquieta, que se esconde para cenar un trozo de pollo asado con ensalada y una botella de vino que le ayudará a adormecer la conciencia. Toda ella tiene mucho que ver con la Teniente Ripley de la serie de Alien; con esa misma energía fue capaz de derrotar al monstruo varias veces, pero en el debut (El octavo pasajero, 1979, la primera de las cuatro) no llevaba short, sino una braguita blanca que causó sensación: su cuerpo flaco y largo, expresando el valor de quien sabe afrontar el pánico y seguir adelante con inusitada fuerza, cuando hasta entonces en el cine jamás una mujer había protagonizado semejante osadía.
Roman Polanski comienza La muerte y la doncella,1994, con este eco del gran personaje de Sigourney en el cine fantástico. La hace deambular por la casa, atrapada en el inmenso espacio desolado de un imaginario país hispanoamericano mientras escucha por la radio las últimas noticias de una investigación sobre las desapariciones y torturas de una dictadura.
Una travesía por el horror y la muerte
Cuando llega su marido está muy asustada y rabiosa. Ha escuchado su nombre en la radio, anunciado con bombos y platillos como el abogado especializado en derechos humanos que se ocupará de denunciar a los bárbaros de la tiranía presidiendo la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, con el viento en contra de una Amnistía de la derecha golpista que le inmovilizará. Él confía en que algunas denuncias encontrarán cauce. Ella le odia por eso. No cree que pueda hacerse nada. Ambos conocen la decisión de un juez que aseguró a una mujer que su esposo no había sido detenido y muerto víctima de torturas, y desaparecido después… sino que, “simplemente” se había ido del hogar por su culpa, pues la había dejado por otra.
Noche de tormenta en ambiente de calurosa humedad. Los recuerdos la acosan nuevamente. Y en esas que un desconocido auxilia a su marido que ha tenido un problema con el coche. Se llama Roberto Miranda. Es médico. Lleva impecable traje formal y corbata haciendo juego. Parece un buen burgués con característica sonrisa falsa. Paulina Escobar escucha su voz y cree enloquecer. Tiene la certeza de que es la voz del hombre que la torturó y violó mientras escuchaba al sublime Schubert que compuso La muerte y la doncella.
Se entrega impetuosamente a situaciones muy tensas, luego bruscas, finalmente decisivas en la violencia que considera indispensable.
El oscuro placer del ojo por ojo
Arma en mano, Paulina golpea y ata al médico; se quita su braguita blanca para llenarle la boca y después le pone un esparadrapo, se aleja unos pasos, y le apunta con la pistola. Y aquí se acaba el eco de la Teniente Ripley. Se acaba el magnífico juego de puesta en escena de Polanski manipulando con precisión los antecedentes más exhibidos de su primera actriz, y ya la introduce en el nuevo personaje, despojándola de resabios y conduciéndola a una elaboración inédita hasta lograr la encarnación de uno de los episodios más tortuosos de la historia: la sexualidad de la mujer como botín de guerra, arma de lujuria, excusa política para el mero abuso de poder.
Antes de entrar en el meollo del conflicto, Paulina/Sigourney se desnuda con absoluta naturalidad en su propia casa, cambiándose de ropa tras la mirada de su marido que la adora. Le tiene una paciencia infinita tras lo mucho que padeció cuando fue detenida 15 años atrás. Discuten. Hablan. Se acarician. Se tumban sobre la cama. Le levanta la camiseta, besa uno de sus pechos con ternura: por encima de la areola tiene marcas de quemaduras.
Fuera de sí se convertirá en una mujer impulsiva, dispuesta a todo, que tomará decisiones irrevocables a lo largo de una noche hasta el amanecer para dejarnos con una sensación de desamparo ante avatares que no sólo han sucedido en la cruel historia de tiranías iberoamericanas, sino también en España donde aún hoy, a 75 años de terminada la guerra civil y 35 de la Constitución que puso fin a la dictadura, todavía hay innumerables cadáveres sin reconocimiento de sus familias. Una convivencia terrorífica entre víctimas y torturadores.
Ben Kingsley también tiene ecos de su célebre Mahatma Ghandi y de otras creaciones como el contable genial y temeroso de La lista de Schindler, sobre todo al comienzo, cuando se emborracha con su nuevo “amigo” el abogado Escobar y parece un vulgar pusilánime, pero a poco de que su torturadora le presione mostrará su verdadera faz de extraño arrepentido por haber colaborado “a la fuerza” con el régimen, aunque declarándose inocente de la tortura y violación de la mujer que ahora le quiere hacer mucho daño antes de matarlo. Tortura y violación que se llevó a cabo por un profesional refinado, que se excitaba especialmente con el embriagador concierto para tres violines y un violonchelo de Franz Schubert.
La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman (argentino nacionalizado chileno y residente en Estados Unidos), es la obra hispanoamericana más representada en el mundo. El autor participó en el guión y la producción de esta película. La base de su argumento es la dictadura chilena del general Pinochet, cuya documentación ilustra el vibrante diálogo entre el cómplice de la tiranía y la mujer que la ha padecido.
En España tiene varias versiones. Recuerdo dos. Una con María José Goyanes y Enric Majó en 1993 —un año antes de la versión de Polanski—, y otra más reciente con Luisa Martín y Emilio Gutiérrez Caba.