Literatura


La Charca; Manuel Zeno Gandía


La Charca

Manuel Zeno Gandía

Capítulo I

Es la historia de una niña llamada Silvina de catorce años de edad, y llena de sueños, que ve su vida tronchada por el marido de su madre Leandra y Galante, que en una noche lluviosa la obliga a tener relaciones sexuales con Galante y la viola. Su madre Leandra se da cuenta pero acepta la situación y le dice a ella que acepte porque si no se iban a morir de hambre ya que Galante era un hombre rico.

Luego Galante le promete a Leandra que él se encargaría de casar a Silvina con otro hombre, y le ofrece a Gaspar, hombre viejo de facciones repulsivas, alcohólico y mal tratante, darle cien pesos de la cosecha, vivir en la casa y liberarlo de la cárcel si se casaba con Silvina. Ella no estaba de acuerdo ya que ella amaba a su novio Ciro pero su madre la convenció y la llevo al templo.

La vida de Silvina era infeliz, ya que el marido de su madre, Galante, de vez en cuando la usaba. Ella resignada a todo solo pensaba en su primer novio Ciro y en lo feliz que hubiese sido con él.

Capítulo II

Juan del Salto que era un hombre querido y respetado por sus trabajadores y temido por sus enemigos, inspeccionaba a sus trabajadores cuando un día uno de sus trabajadores le dijo que necesitaban más personal. Juan le contesto que eso sucedía por que no todos los trabajadores eran eficientes y que él no podía seguir trayendo personas a trabajar.

Una noche fue a buscar a un empleado que se había ausentado y discutió con su padre por que este siempre lo protegía cuando el hijo no trabajaba. Juan del Salto llamo a su hijo holgazán y le dijo al padre que la culpa era de el por encubrirlo y mentir por el ya que el padre decía que el hijo se había caído. En ese momento mencionó que muchas personas callaban crímenes y lo malo que eso era y vio que Marcelo un trabajador se ponía nervioso así que lo llamo para hablar.

A las diez de la noche, cuando todos dormían, Juan del Salto meditaba en su alcoba. Juan esperaba a Marcelo recordando buenos y malos momentos. Como cuando vivía en Europa, cuando se volvió pobre, su esposa fallecida y su hijo que estudiaba en España. También meditaba en que era lo que dañaba la cultura y que le faltaba a la sociedad demostrando su amor por la patria.

Cuando Marcelo llego narro como él había presenciado un asesinato. Marcelo llego a ver como Galante que era propietario de una finca había matado a Ginés dándole un golpe con una piedra y tirándolo por un precipicio. Ginés era otro propietario que era vecino de Galante. Al Ginés morir Galante tuvo una relación amorosa con su viuda la que le dio una hijo que él no reconoció y luego después de una pelea la abandono y la dejo en la calle con su hijo.

Juan le dijo a Marcelo que había presenciado un crimen pero que Marcelo no era criminal. Si él pudiera probar la verdad de esa infamia Juan le aconsejaba que no callara, que acudiera a la justicia, que denunciara el hecho: que ése era el deber de todo hombre honrado. Pero que no tenía pruebas. Que la escena del crimen pasó tan escondida y solitaria, que los esfuerzos para probar la verdad serían inútiles. Que callara y que no tuviese miedo.

Capítulo III

Montesa era un hombre, trabajador de Juan del Salto que le fascinaba el mar. Tanto era su amor por este que un día cuando el capitán se enfermo él se volvió su enfermero y luego se volvió su marinero. Montesa viajo a África, Canadá y Australia luego de varios años decidió volver a su trabajo con Juan. Cuando regreso la gente lo respetaba y le gusta oír sus frases de otros mundo y historias, se caso y tuvo hijos al cual trato como realeza y forzaba a los campesinos a trabajar con más fuerza. Muchos trabajadores se molestaban pero tenían miedo de enfrentarlos.

Un día mientras Montesa trabajaba paso la Vieja Marta que era una señora mayor que vivía con su nieto de catorce años. Ella le gustaba pedir de todo como botones, jabón y leña. También contaba historias y una de ellas era la del joven Montesa que paliaba con otros sujetos. Una noche cuando la Vieja Marta se disponía a dormir un extraño llamado Deblás toco su puerta y le dijo que lo dejara pasar ella llena de miedo lo dejo pasar y el extraño le dijo que él era un prófugo de la justicia por matar a un hombre y le agradecía que ella le diera albergue por una noche. Ella no logro dormir pero el extraño si y se marcho en la mañana.

Esa mañana el padre Esteban fue a visitar con Ciro el hermano de Marcelo a Juan del Salto y los tres comieron y hablaron de cómo el padre a veces dormía en la intemperie y como la comida debía mejorar. También hablaron de cómo la fe era la cura de todo y dijeron algunas ideas relacionadas a estas mientras comían y bebían como amigos.

Capítulo IV

Junto al río, detrás de la tienda de Andújar estaba su primo Deblás, Gaspar, Ciro y otros campesinos jugaban cartas. Marcelo observaba desde lejos ya que lo le gustaba apostar por temor a las represalias. Andújar, un hombre avaro, injusto y mentiroso que le gustaba vender por encima del valor correcto, trabajaba en la tienda.

Frente a la tienda estaba la Vieja Marta buscando piltrafas, Aurelia la viuda de Ginés, las hermanas Las Flacas y otras mujeres charlando sobre la una fiesta que pronto se iba a dar. Al poco rato llego Silvina que luego de comprar unas cosas se unió al grupo de las mujeres. Ciro quedo impactado al verla ya que ellos se amaban desde antes del matrimonio de Silvina con Gaspar. Al Gaspar ver a Silvina le pregunto que ella hacia allí y luego la mando a llevarle las cosas a su madre Leandra y regresar al lugar. Al ella marcharse Ciro se le fue detrás y la espero en el camino. Cuando Silvina regresaba Ciro le salto frente a ella y trato de tener relaciones sexuales con ella pero ella se negó por miedo a su esposo así que trato de escaparse hasta que lo logro porque Ciro tuvo miedo al escuchar unos campesinos que pasaban.

Marcelo que estaba cansado se fue a recostar en el bosquecito cuando escucho a Gaspar y a Deblás. Ellos hablaban de robar a Andújar, de despojarle de algunos centenares de pesos que ellos sospechaba que tenia guardados en un tenía un arcón y matarlo. Gaspar pensaba obligara Silvina a clavarle un puñal. Marcelo cuando pudo se levanto y fue a la tienda y miro a Andújar con lastima. Al rato llego Ciro muy molesto e incitó a Marcelo a beber cosa que él no hacía, luego de un rato él acepto y se emborracho. Cuando Ciro llevo a su hermano Marcelo a su casa porque estaba buscando problemas en la tienda, Marcelo le dijo que Silvina no le convenía y se quedo dormido.

Capítulo V

Todos iban a asistir a la fiesta en Vegaplana inclusive Silvina y su familia. Al marcharse para la fiesta Gaspar mando a Leandra y a Silvina solas y él se marcho al bosque. Gaspar estaba espiando a la vieja Marta ya que esta había ganado un buen dinero el cual ella escondía. Cuando el nieto de Marta se quedo dormido ella salió de su choza a enterrar su tesoro debajo del árbol de cereza y Gaspar lo vio. Cuando ella regreso a su choza y se quedo dormida Gaspar fue al árbol de cereza y escarbo hasta llegar al tesoro y le robo parte y se marcho para la fiesta.

Al Gaspar llegar a la fiesta ya estaba borracho y le permitió a Silvina bailar con todo el mundo inclusive con Ciro. Mientras ella bailaba con Ciro, Ciro le decía que en la noche iría a su casa y ella le decía que no. La fiesta acabo y se marcharon de camino Silvina se desmayo pero se recupero al llegar a la casa. Al llegar a la casa Gaspar quedo profundamente dormido y al rato Ciro comenzó a tratar de entrar a la casa. Al Silvina verlo lo beso y verifico si Gaspar estaba dormido. Cuando ya estaban seguros de que Gaspar dormía Leandra se levanto a buscar a Silvina. Ciro corrió al bosque y Silvina se hizo la dormida pero Leandra insistió hasta que la levanto y la llevo a dormir con ella y Galante. Llego la mañana y Silvina estaba siendo abrazada de Galante.

Capítulo VI

Juan recordaba de su Jacobo que era su hijo al niño vivo, dispuesto, de mirada inteligente, de juicio robusto. Poco a poco, en el curso de los años, fue siguiendo en sus cartas los progresos que operaba en su hijo la cultura del gran centro. Jacobo tenía talento: sus cartas denunciaban la desenvoltura que el cultivo realizaba en sus facultades innatas y los avances conseguidos por el estudio.

Juan sacó del legajo la última carta recibida para releerla con el alma abierta a la ternura. En aquella carta, como siempre, lo primero era el culto filial. Jacobo ansiaba el momento de fundirse con arrebatos de loco placer en los paternos brazos. Era amor de niño saturado de sentimentalismos de adolescente, era un cariño intenso, vivísimo, como un rayo de sol reflejado en un espejo.

Juan, cuando contestaba sus cartas, templaba con prudencia aquellos idealismos. Aunque ausente el hijo, y ya hombre, consideraba que su sensata misión de padre no había terminado. Debía prepararle para los derrumbamientos de la realidad, y con sumo tacto, sin herir sus optimismos, le enviaba perfiles de la colonia, encargándole gran cordura para formar convicciones

En la finca de Juan no llovía. Una corriente de aire alejaba los nublados como un fumador las espiras de humo. A pesar de la flagelación llovediza, los cafetales y las plantaciones de banano sonreían, irguiéndose felices con el fecundo regadío. Y Juan, siempre con aire de protesta resignada, abarcaba el paisaje, rebosante de vida y de nostalgia.

Unl domingo en que le hicieron beber, estaba aún más melancólico. Cuando Ciro le condujo a la choza durmió doce horas de sueño profundo, estertoroso. Al siguiente día, al despertar, todos los recuerdos cayeron sobre él como azotándole con las inquietudes del remordimiento. Sentía dolor de la falta cometida. ¡Qué había hecho! Repetir la terrible prueba que le llenaba de espanto sin haber resistido bastante las pretensiones de los ociosos de la tienda. Había hecho mal, muy, mal, debió reñir antes que ceder. Al salir Ciro para su trabajo había dejado la puerta abierta. Marcelo miró hacia afuera, y el sol le deslumbró. ¡Qué pesadez, qué cansancio! Le parecía tener la cabeza hueca y una peonza bailándole adentro. Le pareció el día abrumador, bochornoso; la polvareda de átomos de oro que bajaba del sol le hizo ingrato efecto, obligándole a cerrar los ojos.

Ahora estaba allí, solo, sin estorbo; había que resolver. Quedose pensativo, reflejándosele en el semblante las ideas penosas. Lo natural era correr a la llanura, al poblado, presentarse a la justicia, contárselo todo. «Señor juez, en mi barrio quieren matar a un hombre...» Sí, derecho al tronco. Pero, ¿y luego? Vengan las pruebas: «Señor juez, yo oí cuando dos hombres se apalabraban para ese crimen...» Y ¿cómo se prueba sin testigos que es cierto lo que se oye? De todos modos, la policía, el alboroto; presos Gaspar y Deblás.Las consecuencias que de una denuncia a la justicia pudiera tener le amedrentaron, su torpeza pusilánime no le permitía concebir la acción reparadora de la ley cumpliéndose sin peligro para los buenos. Temió caer en manos de polizontes, ser castigado por delitos que no había cometido, y al pensar que se vería traído y llevado en declaraciones y careos y encerrado en una cárcel, sintió la contrición del pavor. No; aquél era el peor camino.

Y hete a Marcelo cogido, obligado a denunciar a los otros, a declarar toda la historia, corriendo los peligros de la venganza de los asesinos. De ese modo también iría a la cárcel, al antro de que tenía tan espantosa idea; en donde la enfermedad mata pronto a los más fuertes; en donde la piel se pone tiñosa y el cuerpo se hincha y se agrieta para manar agua infecta; en donde los presos se destrozan, revolcándose entre vicios repugnantes e hiriéndose con pedazos de vidrio o con armas furtivamente introducidas en el patio grande.

Al fin pensó en Andújar y sintiose aliviado. Sí, aquél era el camino. El interesado, la presunta víctima, la persona a quien convenía eludir el peligro. Andújar tomaría precauciones, pondría en práctica medios de defensa que le libraran de la asechanza; y él, Marcelo, cumpliría con un deber de conciencia evitando un crimen sin necesidad de dar la cara. Andújar era primo de Deblás, le había ocultado, sostenido con dinero y ropas; era, en suma, su encubridor. No era posible que le delatase; buscaría otros medios de defensa menos ruidosos. En último caso esperaría la noche elegida a los asesinos, les haría frente, les mataría en defensa propia, y para nada de eso necesitaba del joven. Podía, pues, hablar con Andújar, referirle el complot, exigiéndole, por supuesto, que no le sacara a relucir, que le dejara en la sombra, sin exponerle a la venganza de los otros.

Se inclinaba a Andújar, que estaba más a su alcance, que era hombre familiarizado con los campesinos, que inspiraba menos respeto y cumplimiento. A despecho de esa inclinación, vacilaba. Todavía paciencia, ya llegaría el momento en que encontrara solo a Andújar, en que pudiera hablarle sin inspirar sospechas.

Un cúmulo colosal de agua había roto su dique, y por la peñascosa cuenca rodaba con fuerza inaudita. El torrente precipitábase en una carrera sin freno, aullando como can enfurecido, retorciéndose como gigantesca serpiente, resuelto a romper la estrechez del canal que lo encauzaba.

Arrancaba el ímpetu troncos de árboles, grandes ramas todavía verdeando bajo el hojambre, pedruscos que volteaban sobre sí mismos como si hubieran sido lanzados por el puntapié de un coloso, restos de viviendas ribereñas sorprendidas por la creciente, arrebatadas por su pujanza. El color rojo de las aguas era interrumpido por el color gris de los objetos. Una isla de malezas que entre sus raíces retenía piedras y terrones desembocaba a veces en lo alto del canjillón, era un tránsito breve, momentáneo. A poco desaparecía a lo lejos obedeciendo al ímpetu de traslación y dando volteretas a favor de los remolinos. ¡Sube..., sube...! Y los campesinos temblaban por la suerte de sus compatriotas avecindados más arriba, en los bohíos de la montaña, o más abajo, en las casitas del valle.

Entonces pasó algo hermoso, radiante... Juan del Salto sintió asombro, no sorpresa; muchas veces había él presenciado cosas parecidas. Inés Marcante, el que acababa de recibir los latigazos de Montesa, saltó desde la orilla izquierda al agua. Casi simultáneamente saltaron seis campesinos más. El monstruo líquido tuvo que romperse para dejar penetrar en su seno a algunos jirones de Humanidad ennoblecidos por la grandeza de los héroes.

Una hora después era noche cerrada. El río, aunque cediendo en su furor, rugía siempre, mientras las sombras lo encapuchaban todo. Ni una estrella, ni un celaje: sólo algún trueno lejano difundiendo su detonación elástica. Era una noche tétrica: el cielo negro; la tierra, negra; el vacío, negro también, como si todo se enlutase por la ausencia del sol. De la tierra levantábanse húmedas condensaciones; la gran esponja terrena, henchida por la lluvia, devolvía con hartura en invisibles nubes de riego fecundo.

Capítulo VII

Marcelo sentíase aliviado. El gran secreto cuya posesión le abrumaba era ya conocido de Andújar.

No había que confiar demasiado; su casa estaba casi desprovista de seguridades: delgados tabiques de tablas, puertas cerradas con débiles trancas o con cerraduras iguales a las de todo el mundo. Nada más fácil que romper una ventana o desplazar una puerta y, una vez dentro, desvalijarle. ¡Ah, buena suerte fue para él la lealtad de Marcelo!

Sentíase el tendero muy ancho con el proyecto; cierto cosquilleo de ambición desenvuelta hasta más allá de lo que había soñado le desvaneció, llenándole de orgullo. El negocio en gran escala, barrer los frutos, estibarlos en bodegas de barcos, lanzarlos a ultramar, y luego recibir la corriente de riquezas derivada de los cambios, de las Agencias, de las comisiones, de multitud de ventajas. Los hombres listos debían ensancharse, abarcar horizontes. Que quedaran en la montaña los reclutas del comercio, los principiantes, los pobres diablos del centavo.

En el poblado, en la caja fuerte de un amigo, tenía algunos miles de duros. Cuando las ventas le acumulaban dinero, transportábale enseguida, oscilando el caudal guardado en el arcón entre ochocientos y mil duros. Aquella vez estaba repleto: mil quinientos, entre oro y plata.

Libre Marcelo del fardo del secreto, encerrose en su cabaña, decidido a no salir de ella en tanto que no se resolviera la tempestad. Tuvo aquella noche una pesadilla atormentadora, sofocante: soñó que estaba atado a un árbol junto a un torrente de sangre que arrastraba cabezas cortadas; que el nivel del turbión subía poco a poco, y cuando ya en el suplicio de la lucha le llegaba a la cintura, despertó lánguido, fatigoso, como recién llegado de larga jornada.

Gaspar, sentado en la piedra que frente a la casa servía de escalón, entreteníase en dar cuchilladas al suelo o en dividir en dos alguno que otro pequeño lagarto que pasara a su alcance. Cuando esto sucedía, contemplaba sonriente la agonía del pobre animal, cuyos pedazos se agitaban convulsos.

Mas Silvina sabía lo que aquella faz del carácter de Gaspar significaba: algo muy fuerte quería imponerle, Recibió los magníficos presentes con recelo, y cuando oyó que Gaspar le llamaba mi negra cayó en el desconcierto del miedo. Tan inusitado cariño traería cola, y ella, habituada al infortunio, experimentó, antes que alegría, inquietud; sobre todo el recordar el terrible negocio de que su marido hablaba con frecuencia.

Tenía Silvina el alma en un yunque; con la mirada vaga, el semblante bañado en lágrimas, los brazos caídos, fue presa de angustiosa congoja. Lloró mucho tiempo, hasta que fue de noche, hasta que volvió Leandra, que viéndola llorar todos los días no daba importancia a su llanto, hasta que Gaspar se tumbó en su lecho de trapos para roncar a poco gargarizando el aire.

Mas entonces, ante ella, se alzaba el fantasma. Allí, pocos momentos antes le había propuesto una infamia; por allí cerca era casi seguro que rondara Ciro, acechando constantemente una ocasión, más enardecido y resuelto desde la noche que desplazó las tablas: esperándola, esperándola siempre... ¿Por qué, pues, volvería? Estaba sola; todos en la casucha dormían; la noche agitaba afuera los invisibles brazos del vacío; la ocasión era tentadora, irresistible. ¿Por qué dudaba, desfalleciendo su valor?

Al día siguiente la tienda se cerró temprano. Todos los días el dependiente solía llamar a Andújar al alba. Éste abría y reanudábanse los trabajos. El tendero estuvo todo el día inquieto, nervioso, meditando su fuga. Pensó que escapando por la noche no podría regresar hasta muy entrada la mañana, y dio al mancebo la llave de una de las puertas, ordenándole que muy temprano abriese, como de costumbre, y esperase su regreso. Pretextó quehaceres urgentes en el poblado, y todo fue dicho después de cerrada la tienda, cuando el dependiente, bostezando, no pensaba en otra cosa que en dormir la grasienta fatiga del día.

Le ocurrió una visita, un cumplimiento rendido al compadrazgo de cualquier montañés. Pero ¿visitar de noche y en día de trabajo? La idea rayaba en lo desusado, en lo anormal, y desechó el plan de la visita. Ocurriósele enseguida inventar una excursión al poblado. Tampoco... A las diez de la noche debía estar junto a Palmacortada en espera del cómplice; el negocio ocuparía una hora más o menos, ¿cómo hacer verosímil un viaje a pie al poblado saliendo a las

Un momento hubo en que creyó resuelto el problema: irían a pernoctar a la finca de Galante porque un trabajo de importancia reclamaba a Gaspar... No, tampoco. Después del golpe, ¿cómo diablo ir a casa de nadie cuando lo conveniente era ocultarse, hacerse los dormidos, hacer desaparecer ciertas huellas? ¿Y por qué no fingir un sencillo paseo por las veredas? Saldrían al crepúsculo invocando un gran calor, pasarían un rato y luego volverían a recogerse. Llegó Gaspar a decidirse por ese plan, no obstante ser proverbial su costumbre de dormir desde muy temprano.

Un aire medroso recorría la fronda, en donde en inefable comensalismo los árboles entrelazaban el ramaje. El arbolado que rodeaba la tienda y los ranchones oscurecía los detalles. Todo confuso: las casas, los troncos de los árboles, el establo, el bosquecillo de cafetos de la barranca. Sólo indecisamente clareaban el camino, endurecido por el tránsito, algunas piedras rodadizas que destacaban sus facetas.

Salir dejando dinero en el arcón no era creíble. Luego su ausencia significaba también ausencia del dinero. Dio otra vuelta alrededor de la tienda: no quería convencerse de que el gran proyecto había fracasado. Lleno de contrariedad vaciló. ¿Qué hacer?

Luego una idea le detuvo... ¿Y los otros, que le esperaban en Palmacortada? ¿Les avisaría? ¿Para qué? Ausente Andújar, se bastaba solo... Mas ¿y el pacto? Tuvo una gran vacilación: le ocurrió que Gaspar, cansándose, fuera a rondar, sorprendiéndole en plena traición. De otro lado, ¿para qué tanta gente?

Discurría la noche como fantasma que pasara envuelto en túnica cenicienta. El cielo, estrellado, parecía piélago de fulgores. Cada astro irradiaba una saeta de luz, primero tímida, enseguida inmensa, después tímida otra vez, replegándose y apagándose la viveza de la irradiación, como si, horrorizado de las contiendas humanas, quisiera el astro cerrar los ojos. Junto al reguero estelar la inmensa bóveda azuleaba muy suave, muy tersa, muy serena, como si hubiera sido creada para envolver en la eternidad de los siglos la eternidad del bien. Las cumbres se aplomaban sobre su base de coloso, apagando en los paisajes muertos las inciertas claridades.

No puede ser por ahora. ¡Por ahora!... ¿Pues cuándo entonces?... ¡Tenía, tenía dinero! Yo no me conformo... ¿Pero por qué se ha largado Andújar?... ¿Sabría algo? ¿Fue casualidad?... ¿Alguna hembra?... ¡Quién sabe si no está lejos, si está por ahí, persiguiendo mujeres que otros pagan! Y luego, ¿por qué tan desabrío Deblás? ¿Se habrá acobardado?... ¡Él, tan valentón!... ¡Qué diablos, hombre, qué diablos de estorbo se atraviesa!... ¡Y yo tan preparao pa to, con hambre de meterle mano al bollo! ¡Bah! Ese Deblás se apura por poco... ¡Y qué prisa tenía! Un miedo de primera. Pues..., y verá usted cómo resulta luego que la tienda está sola y con el dinero.

Con mirada de lince lo registraba todo: era preciso dar el golpe con la mayor seguridad y el mayor provecho. Recordó el dilema de Gaspar, que a él también le había ocurrido: si Andújar se ha llevado el dinero no es probable que regrese hasta mañana; si está el pico allí volverá pronto. Lo importante, pues, era salir de dudas. Si el dinero estaba en el arcón era menester apresurarse y cargar rápidamente con él; si no estaba, Andújar no volvería hasta el día siguiente, dando tiempo para registrar detenidamente la tienda y para limpiarla de objetos transportables de que valiera la pena apoderarse.

Luego dedicose a buscar... Nada de lo que veía le gustaba: telas, cintajos, zapatos ordinarios, hilo de coser, botones de cobre. ¡Valiente cosecha! Y seguía comiendo queso, pan, salchichón, jamón... Engullía nerviosamente grandes bocados que tragaba casi sin masticarlos. Hubiera querido tener un apetito de diez años de abstinencia para poderse aprovechar, para consumir la mayor cantidad posible de subsistencia y así fastidiar a su primo, castigándole por haberse llevado el codiciado talego.

Contempló el catre y dio un puñetazo en la almohada. ¡Ah!, su primo era un bribón, un ratero que debía su fortuna a la rapiña. Él no le perdonaría la que le había hecho aquella noche. ¡Qué lástima! ¡Tan bien preparado todo, tan arreglados los detalles del plan! Y aquél era su catre... Sí, allí dormía como un cerdo, después de contar cien veces el diario recogido del cajón; allí preparaba sus planes astutos; allí roncaba como un fuelle enmohecido. Allí debió quedar clavado de una puñalada si no hubiera sido por la maldita casualidad...

Mientras pensaba, íbase el sueño apoderando de su conciencia. La voluntad de huir disponía de su cabeza, el impulso indominable del sueño formulaba su tirano mandato al cuerpo. Raciocinio y alcohol luchaban a brazo partido; si el pensamiento hubiera podido volar hubiera huido; mas para huir arrastrando el cuerpo, el pensamiento tenía que remover la pesadez de los miembros, desvanecer el sopor de los músculos, combatir la clausura de los párpados, y todos aquellos resortes del movimiento yacían entonces encadenados por el alcohol. El pensamiento, aún despierto, el cuerpo, ya dormido, y en la lucha burlándose el alcohol de la energía volutiva.

Al fin, perdió el freno que le mantenía en la conciencia de las cosas: el raciocinio... Perdido éste, ya no fue dueño de sí mismo. La materia imperó con sus necesidades despóticas, y, faltándole el equilibrio de la razón, la miserable masa sucumbió al narcotismo, y Deblás cayó volcado en un sueño avasallador, profundo, bestial... Era materia inerte que suspendía la actividad de relación, levadura grosera que no tiene conciencia de sí misma e ignora cuándo, a impulsos de la fuerza, ha de apiñarse para formar el astro o debe disgregarse para formar el pus; masa viviente, que durante el sueño se hunde en el quietismo, lo mismo envolviendo al honrado que al malhechor; arcilla neutra que sirve para todo, lo mismo para hermosear el pecho de una Venus que para endurecer la pezuña de un centauro.

Logró Gaspar deslizar el cuchillo y establecer el palanqueo hasta la cerradura. Introdujo por la juntura una piedra y mantuvo así separados los batientes. Tiró con energía, y la puerta, astillando como leña hendida, quedó franca. El caliente hálito del local, el vaho de comestibles, bañó el semblante de los salteadores. Penetraron en la tienda el uno siempre remolcando a la otra.

Gaspar reaccionó sobre su cobardía. ¡Ea, a jugar el todo por el todo! Levantose, levantando de un tirón a Silvina; cerciorose de que ésta mantenía en la mano el cuchillo: asió fuertemente el pico, escudriñó en la sombra del cuarto y dijo al oído a Silvina.

Silvina entonces sintiose invadida por un frío intenso, experimentó un cosquilleo que le lamía la carne, una sensación de embotamiento que la paralizaba; perdió la conciencia de todo, se desvaneció en su cabeza la noción de la vida, miró estática y con los brazos caídos un lugar del tabique que le pareció luminoso y quedó inmóvil.

La ansiedad de un inmenso peligro relampagueó en Gaspar. Creyó que la joven caía herida en la penumbra por la mano de Andújar; pensó que el arma invisible iba enseguida a dirigirse contra él; el instinto de conservación contrajo sus miembros, y levantando con ímpetu el pico descargó sobre el cuerpo dormido el terrible golpe.

Luego, en la oscuridad, un instante de vacilación. El miedo le sacudió el cuerpo, el terror le clavó su acicate, el pánico le dio ímpetu. ¡Dos asesinatos..., dos muertos!... De un salto llegó a la puerta que se abría hacia la barranca, de un golpe hizo volar la tranca, que volteando en el aire cayó con estrépito de punta sobre las tablas, de un empujón abrió la puerta, y como fiera perseguida que descubre una brecha lanzose al campo, descendió la barranca, pasó a saltos el río, repechó el cerro por donde no había camino, e internose en el bosque poseído del ansia de huir, con locura de distancia, inundado de sudor, con la cabeza descubierta, con los ojos espantados y profiriendo horribles imprecaciones, atroces maldiciones, injurias sacrílegas al cielo, a la tierra, al infierno y a Dios.

En tanto, en la tienda, por el hueco de la puerta, entraban los aires de la noche. Una orgía de átomos bañándose en frescura, flotando con liviandad, penetrando impalpables para luchar con el ambiente confinado de la tienda, para vencer el tufo ingrato de vituallas casi corrompidas.

Unos minutos pasaron. El cuerpo de Silvina se agitó convulso. Una respiración breve y estertórea filtró aire en su pecho; los contraídos puños, que apretaban los pulgares sobre la palma de las manos, cedieron su rigidez, y la cabeza, antes rígida, comenzó a moverse de un lado a otro.

Quiso recordar y no pudo. Miró en torno, tratando de sacudir el embotamiento de sus sentidos; hizo esfuerzos por volver a su cabeza vacía las claridades de la memoria; alargó los brazos, tropezó con el catre, se agarró al borde y, apoyándose en él, púsose en pie.

El raciocinio, bajo el imperio del terror, forjaba quimeras. El cuerpo ensangrentado que acababa de distinguir la seguía, la seguía para estrangularla. Y ella corría como lanzada por una fuerza propulsora, como despedida por una honda.

La atrajo el joven y la estrechó en sus brazos. ¡Al fin, la soñada ocasión! Y ella, que en nada pensaba que no fuera su angustioso terror, le abrazó también, estrechose contra su cuerpo, colgose de su cuello con nervioso júbilo. ¡Qué felicidad! Allí estaba su defensor, el único brazo capaz de defenderla, el único pecho tierno para ella; y en un éxtasis de sosiego que iba poco a poco disipando el espanto le pareció que entre la tienda, con su escena lúgubre, con su charco de sangre, con su muerto mutilado, y Ciro, con sus abrazos palpitantes y sus sedientos besos, mediaba un muro, un muro muy espeso, muy alto, del tamaño de una montaña, infranqueable para el terror, cerrado a los horrorosos recuerdos del pasado.

Eran dos emociones diferentes, dos sensaciones distintas; unas nupcias divergentes, en que cada uno de los amantes tenía el alma en distinto mundo. Él, en el mundo real, en la vida rebosante de deseos; ella, en el mundo de las quimeras, del espanto, poblado por los fantasmas de un sistema nervioso mordido por la emoción... Él no temía, amaba; ella no amaba, temía; y mientras el amor amparaba el terror engrandeciéndose, el terror encogíase en brazos del amor sin comprenderlo, sin sentirlo, resignándose a todo con la gratitud del más grande de los beneficios, con el reconocimiento del más generoso de los favores.

No era alma gozosa que vencía rindiéndose; era víctima del miedo, que se reportaba en el protector regazo, no era el ser mórbido lanzado a las expansiones de la felicidad, era pobrecita carne escondiéndose temblorosa en los brazos del valeroso defensor, mientras en el ámbito bullían las notas aladas del nocturno plasmo, con sus voces estridentes, con sus silbidos sutiles, con sus gritos lúgubres, destacándose del conjunto el disílabo canto del sapillo de las humedades, modulando tristemente su eterno ¡kokí! es ¡kokí!...

Capítulo VIII

Un día a las dos de la tarde el Juzgado investigaba quien era el hombre que había aparecido asesinado en la tienda de Andújar. Las cerraduras de las puertas habían sido rotas. La tienda de Andújar había sido saqueada y alguien había sido asesinado y no era Andújar. Todos sabían que el asesinado era Deblás pero nadie lo decía quien era.

Entre los sospechosos estaban Andújar ya que esa noche no estaba en su tienda, Ciro el cual tenía manchas en su ropa la cual no sabía explicar y Tomás Vilosa y Rosendo Rioja que los vieron cerca de la tienda. Todos los sospechosos tenían una cuartada menos Ciro la cual dijo que se había ido a dormir temprano y Marcelo su hermano lo confirmo.

Al verificar el lugar encontraron un sombre que todos reconocieron pero no dijeron nada, era de Gaspar. La voz se rego de que el asesino era Gaspar y este preocupado de ser arrestado pensaba en huir.

La vieja Marta desde el robo decidió verificar Gaspar. Ella molesta fue a donde la policía y reconoció el sombrero como el de Gaspar. Cuando la policía fue a buscar a Gaspar este ya había huido en un barco con ayuda de Galante.

Luego de esto cada sospechoso dio su cuartada. Los campesinos Rosendo Rioja y Tomás Vilosa explicaron el empleo de su tiempo, su presencia en las cercanías de la tienda y su encuentro con el dependiente. Fue imposible imputarles culpabilidad. Andújar probó su coartada. Muchos le vieron en la población durante la noche del atentado. Menos Ciro que luego de unas pruebas descubrieron que las manchas eran de sangre, pero lo creyeron incapaz de haber asesinado a Debás. Sus manchas eran porque esa noche había estado con Silvina que había estado presente en el asesinato. Ciro quedo libre y regreso a la montaña.

Capítulo IX

Capítulo X

Cuando muere el nieto de Marta, ella sufre mucho y se da cuenta que se ha quedado sola y a la vez entiende que lo quería mucho y que le hacía falta.

Marta a pesar de estar muy enferma con un asma bien fuerte, solo pensaba en el dinero que tenía enterrado en un árbol de cerezo. Todos los días iba a chequear el árbol para ver si nadie había sacado la tinaja con el dinero, pero cuando llego al lugar era tanta la fatiga que murió, frente al árbol y cuando la encontraron ya se estaba pudriendo su cuerpo.

Andújar por ser el dueño de los terrenos donde vivía Marta destruyo la choza donde ella vivía y descubrió los mil siete cientos pesos los cual cogió para él.

El mayordomo de Don Andújar que sabía que Marta era una avara cedió cuenta de que el cadáver estaba cerca del árbol de cerezo y cabo la tierra y encontró la tinaja con el dinero, se quedo con él y compro una tienda y dejo de trabajar con Andújar.

Ciro, su hermano Marcelo y otros varios campesinos salieron a cambiar mercancía por útiles para la finca de Juan del Salto. Por el camino que era bien largo decidieron darse unos tragos e insistieron mucho para que Marcelo se diera un trago. Luego este cuando este accedió a tomarse un trago y siguió bebiendo licor ya que se sentía alegre y fuerte que era lo contrario como se sentía anteriormente.

Marcelo se convirtió en el bufón del grupo castigaba su mula y hacia chites sin parar.

Ciro, lo reganaba y él se ponía guapetón se fueron a las manos e una fuerte pelea, pero Ciro logro quitarle el látigo y se sintió más tranquilo al poder desarmar a su hermano. Pero Marcelo molesto y borracho saco un cuchillo que llevaba Ciro en la cintura y se lo clavo en el corazón, dandole muerte a su hermano Ciro.

Marcelo, espantado por lo ocurrido siguió su camino dejando a su hermano muerto. Al otro día la policía encontró el cadáver y por los documentos encontrados llegaron a las choza de Marcelo este se declaro culpable de haber matado a su hermano y fue preso.

Capítulo XI

Cuando Silvina supo de la muerte de Ciro, sufrió mucho porque ella lo amaba y fue bueno con ella.

Con el tiempo Silvina conoció a Inés Mercante y aunque ella no estaba enamorada de él, se fue a vivir con él se fue con él a vivir a la finca de Juan del Salto para que la mantuviera.

Inés Mercante era un hombre abusador, que la maltrataba física y moralmente. Un día llevo a otra mujer a dormir en la misma choza de silvina y esta no lo permitió y se fue a vivir con su mama Leandra otra vez.

Al llegar a la casa de Leandra esta no estaba, se encontraba en el rio lavando ropa y ella mirando hacia el horizonte, pensó en Marcelo que murió en la cárcel, en los maltratos de Gaspar, en los abusos de Galante y de pronto se desmayo con un ataque de epilepsia y siguió rodando hasta llegar al barranco por el cual cayo y rodo hasta el rio donde lavaba a su mama Leandra pero ya había muerto con los brazos y toda herida por las piedras del risco según rodaba.




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Enviado por:Michael A Rivera
Idioma: castellano
País: Puerto Rico

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