El director danés Thomas Vinterberg lleva una carrera entera demostrando que es capaz de helar el corazón del espectador con su abanico de personajes gélidos y atormentados, aprisionados en un contexto que los asfixia a ellos y a este espectador.
La ya película de culto Celebración (Festen, 1998) daba buena muestra de ello. Todo el mundo que en algún momento haya visto el film recuerda la escena de la comida familiar en que uno de los hijos del patriarca escupe veneno y hiel dejando a la familia abocada al abismo y al espectador con una escena que recordará el resto de su vida. A partir de ahí fue progresivamente abandonando los férreos preceptos del cine Dogma (sin abandonarlos nunca del todo) ofreciendo trabajos estilísticamente más convencionales pero con un alma igualmente dura y compleja. Su penúltima propuesta, Submarino (Submarino, 2010) dejaba al espectador literalmente noqueado en su butaca ante un sólido relato de expiaciones que presentaba a un padre de familia separado, a cargo de su hijo, catapultado bajo los infiernos de la heroína.
La caza se adentra en los espinosos laberintos de la pederastia para acabar conformando un interesantísimo retrato de la infamia. Lucas (un soberbio Mads Mikkelsen, cuya interpretación está más allá del elogio), intenta rehacer su vida tras su separación y reconstruir puentes con su hijo Marcus. Pero algo falla, un pequeño detalle. Una mentira empieza a extenderse como un virus invisible señalando a Lucas, profesor de parvulario, y haciendo tambalear su mundo. Llega el frío; la nieve y el miedo lo cubren todo. La desconfianza y el recelo se propagan y Lucas se ve obligado a luchar contra la más terrible de las acusaciones que se puede verter sobre un ser humano.
Vinterberg tiene la delicadeza y buen gusto de no jugar -casi nunca- a la ambigüedad y desde el principio el espectador conoce la verdad, hecho que hace que resulte más doloroso el infierno que vive el protagonista. Con pulso firme y gran empaque visual, con La caza podemos considerar que el danés ha alcanzado su madurez creativa, consiguiendo su película más sólida.
Se le puede hacer algún reproche a la película, como la ambigüedad del plano final, por ejemplo, jugando levemente -y por primera vez- con el espectador. Pero, claro, es prácticamente imposible no generar controversia con las decisiones tomadas ante una temática tan sensible y controvertida como la que nos ocupa. Lo que le podemos reprochar a Vinterberg en esta ocasión es mínimo, y mucho lo que le tenemos que agradecer al ofrecernos una película más que notable, dura, áspera y bella (excelente fotografía, amarillenta y fría), con destellos de cine mayúsculo, como esta mirada de Mikkelsen en la iglesia dirigida a su mejor amigo, padre de la niña que le acusa. Mirada intensísima, penetrante, líquida, atormentada. Mirada que contiene todo el dolor y la amargura de este mundo y que lo cuenta todo infinitamente mejor de lo que lo hubiesen hecho las palabras. Mirada que se te clava en el corazón y que te acompaña hasta mucho después de haber abandonado tu butaca en el cine.