Historia
Individualismo. Lucha de clases
La polarización extremista de las actitudes en la sociedad española: el progreso del individualismo y los comienzos de una lucha de clases.
Las vicisitudes demográficas y económicas de fines del siglo XIII y primera mitad del XIV, con la violenta ruptura de la precaria, pero equilibrada, ecuación recursos-población, habían sido prueba evidente de la incapacidad del sistema señorial para superar las contradicciones que, desde la aparición de las clases burguesas y la introducción del dinero en el mundo rural, habían hecho acto de presencia en la estructura social de los distintos reinos peninsulares. Por ello, desde el punto de vista del conjunto de la sociedad, el argumento de la historia de los últimos doscientos años de la Edad Media es el de una brutal caída de las rentas de la clase más poderosa, a la que siguen —o mejor, con la que se simultanean—, sus intentos, de desigual fortuna, por conseguir una recuperación de las mismas. Dadas las diversas bases económicas y sociales de los diferentes reinos peninsulares, es lógico que esta historia sea parcialmente distinta sobre todo en lo que atañe a los dos modelos más característicos : Cataluña y Castilla, cuya evolución, en cambio, tiene en común la lucha por evitar —o, al menos, paliar- los déficits económicos.
El éxito en esta empresa dependía de la capacidad de aprovechamiento de las fuentes de riqueza, lo que, además de la tierra, en el caso catalán, significaba la industria pañera y el comercio, en el castellano, la producción lanera, y, en seguida, también el comercio, y, en ambos, cuando aquéllas no fueran suficientes, el aprovechamiento del excedente de fuerza productiva de los hombres a través de las fórmulas jurídicas acostumbradas o de la renovación de otras caídas en desuso. La frecuencia y rudeza con que se recurrió a este segundo expediente, incluso por parte de los burgueses catalanes que, atemorizados por la crisis, contribuyen a aumentarla convirtiéndose en rentistas, es un índice inequívoco de que los grupos sociales poderosos estimaron como insuficientes, para su tono de vida, los otros ingresos. De este modo, lo que da la tónica social de violencia a los siglos XIV y XV es la continua pugna, entre los distintos hombres dotados de algún poder, por ejercerlo de la manera más rentable en los niveles de su competencia: bandolerismo, usurpación de tierras realengas, monopolio de los oficios concejiles o gremiales, piratería, etc... En el transcurso de estos enfrenta-mientos, sus protagonistas van adquiriendo, por grupos, una conciencia de sus intereses, lo que no excluye, por supuesto, toda clase de eventuales alianzas puramente estratégicas; su fragilidad es, precisamente, el síntoma más claro de la consolidación de unos objetivos grupales en el interior de cada clase, subordinados, en última instancia —la revuelta hermandina en Galicia lo demostró-, a los peculiares de cada una de aquéllas. En consecuencia, los sucesivos conflictos desarrollados entre 1280 y 1480 tienen como argumento más profundo el de una lucha entre la clase poderosa, deseosa de obtener mayores recursos, y las clases débiles, el pueblo menudo, sobre el que aquélla ejerce su presión explotadora con una violencia que parecía olvidada hacia 1280, tras los casi trescientos años de euforia económica frágil pero generalizada. A este respecto, el progreso material que había caracterizado los siglos, XI XII y XIII, unido al hecho de desarrollarse en el interior de una sociedad esencialmente rural, permitió esconder bajo una aparente semejanza de objetivos —el crecimiento de la producción y el adecuado pago de la misma— la desigualdad de intereses de los diferentes grupos de la población peninsular. Sin embargo, ya vimos cómo, a partir de mediados del siglo XII, la progresiva diversificación del espectro social con la aparición de elementos burgueses condujo a una creciente toma de conciencia por parte de cada grupo, notable sobre todo en Cataluña donde la aceleración, a lo largo del siglo XIII, de la introducción de un nuevo estilo de vida mercantil y artesana promovió no sólo el enfrentamiento de sus protagonistas con la nobleza rural circundante sino el nacimiento de tensiones en el seno de una clase de comerciantes y artesanos cuyas fortunas se diferenciaban por momentos. El primer signo inequívoco del alumbramiento de unos antagonismos sociales fue, en 128^ —es decir, en el momento del despegue del gran comercio e industria catalanas—, la sublevación ciudadana que, encabezada por Berenguer Oller, lanzó al pueblo de menestrales y artesanos de Barcelona contra judíos, clérigos y grandes burgueses, beneficiarios de rentas y censos, y que fue duramente reprimida por el monarca.
I.° Los nuevos elementos de base de la evolución social en estos siglos XIV y XV, que contribuyen a fortalecer —y explicar parcialmente— los antagonismos entre los distintos grupos y clases, son fundamentalmente tres: el progreso del individualismo, los esfuerzos, frente a éste, por estabilizar el patrimonio familiar mediante un adecuado sistema de vinculaciones, y la consolidación de los rasgos de dos mundos diferentes : el de la ciudad y el del campo. Por lo que se refiere al progreso del individualismo, venía anunciado por el fortalecimiento del proceso de disolución de la familia extensa, cuyos inequívocos pasos señalaba la evolución del derecho privado. El proceso, ya iniciado en el período anterior, recibe ahora un fuerte impulso tanto a nivel teórico -desarrollo del concepto de comunidad conyugal frente a la parental, facilitación de las formas de testar, triunfo del principio de personalidad de la pena, aunque todavía en el siglo XIV se conserva en algunos lugares de Cataluña la malvada consuetut de que la venganza se ejecute entre los parientes e incluso vecinos del autor de la falta—, como a nivel empírico, con la considerable reestructuración familiar y redistribución de la población que ocasionaron las catástrofes demográficas del siglo XIV, al romper, con la muerte, muchos de los viejos vínculos familiares y sociales. Desde el punto de vista socioeconómico, estos progresos del individualismo contribuyen a fortalecer las creaciones burguesas: industria —donde, poco a poco, va debilitándose el primitivo estilo de cohabitación y familiaridad del maestro artesano y sus oficiales y aprendices— y comercio —con la libre asociación para empresas concretas—, pero, en cambio, es un atentado contra las bases materiales de sustentación de la familia campesina, donde la introducción de la voluntad individual de disposición testamentaria puede provocar una dispersión de los bienes familiares.
Ello explica que los progresos del individualismo jurídico coincidan con las tendencias hacia la estabilización del patrimonio familiar en el mundo rural, tanto a nivel de la nobleza, con la consolidación del mayorazgo, que encuentra reconocimiento oficioso en el testamento de Enrique II en 1 374, como a nivel de la clase campesina, dentro de la cual, a partir del siglo XIII, nace la institución catalana del hereu, y sus fórmulas correspondientes en todas las áreas jurídicas del norte de España, en virtud de la cual el núcleo de los bienes familiares se confiere, para su conservación, a uno de los hijos, que estará obligado o no —según las zonas— a compensar económicamente a sus hermanos. Con la fórmula, que no coincide necesariamente, al menos en Cataluña, aunque tal vez sí en el País Vasco, con el carácter agnático de la familia —que hace depender la riqueza del número de parientes— se aspira a conservar la unidad de explotación de modo que el verdadero valor, la tierra, quede en manos de uno solo. Desde 1333, según una disposición de Alfonso IV, la parte del hereu catalán se fija en los tres cuartos del patrimonio familiar.
De este modo, y ello es un fenómeno importante, durante los siglos XIV y XV, se consolidan los rasgos económicos, sociales e incluso jurídicos de dos mundos diferentes: el de la ciudad y el del campo, cuyo enfrentamiento será inevitable porque desde la primera, a través de la penetración de una economía especulativa, atenta al beneficio, se aspira a erosionar las bases tradicionales del mundo campesino e incluso a segregar de él amplios espacios de la tierra llana, creando en ella islotes jurídicos: las aldeas que compran los vecinos de Vitoria en Alava o las tierras y caseríos adquiridos por los burgueses de Barcelona y Bilbao en los alrededores de esas poblaciones, al disfrutar de un estatuto urbano, lo evidencian. Con todo, conviene no olvidar que, por encima de los destinos particulares que pudieron caracterizar a campesinos y ciudadanos, los siglos XIV y XV contemplan la multiplicación de las relaciones entre los poderosos y los débiles de cada uno de ambos mundos: la masa de pequeños propietarios catalanes que, tras la crisis de 1348, aspira a acelerar la circulación, hasta entonces parsimoniosa de los bienes inmuebles, está muy cerca de la de artesanos que en la ciudad reclaman un vigoroso aumento de sus salarios. Frente a ellos, nobles rurales y ciudadanos toman sus medidas, coincidiendo en ofrecer como salida normal una dura adscripción a la gleba o los oficios, lo que crea el caldo de cultivo que alimentará las revueltas remensas del siglo XV. En otro ámbito geográfico y social, el de Vizcaya, se producen estos mismos contactos entre las clases urbanas y rurales, al nivel de las semejanzas de fortuna, lo que impide considerar las famosas luchas de bandos del siglo XV como un fenómeno exclusivo del mundo rural al que fueran ajenas las villas del Señorío, y lo mismo cabría decir del levantamiento hermandino de Galicia, en que la colaboración de los miembros de la segunda nobleza, los campesinos y los burgueses frente a la alta nobleza parece evidente, pese al escaso desarrollo del mundo urbano gallego, muy lento desde 1300 por el cambio de orientación del eje comercial de la Corona de Castilla.
2.° La persistencia de los viejos criterios de diferenciación social en los reinos españoles explica que las graves circunstancias que vivió su población en los siglos XIV y XV repercutieran en el deterioro de las relaciones mantenidas con los grupos, racial o religiosamente, distintos de la mayoría cristiana, y en el agravamiento de las tensiones internas de cada una de las comunidades. Realmente, la violenta ruptura del sistema de tolerancia entre las distintas comunidades étnico-religiosas que vivían en la Península no debe engañamos sobre las reales motivaciones que lo produjeron: el enfrentamiento de pobres contra ricos, lo que explica la intensidad del sentimiento antijudío, mucho más hondo que el antimudcjar. Desde esta perspectiva, los ataques a las aljamas hebreas no resultan sino un episodio —en ocasiones, una maniobra de diversión, orientada por los poderosos— de la lucha del pueblo menudo, arruinado por la crisis, contra los grandes.
El carácter eminentemente rural y el escaso reheve cultural de la población mudejar, que siguió asentada en las huertas bien regadas del Ebro y sus afluentes. Valencia y Murcia, y fue muy poco numerosa en la Corona de Castilla, le impidió gozar en la de Aragón, donde su cuantía era mayor, de una importancia social y política equilibrada a sus efectivos humanos. Ello mismo le puso a cubierto de las persecuciones sistemáticas de que, durante los siglos XIV y XV, fueron objeto los judíos, y si el número de mudéjares fue disminuyendo paulatinamente, incluso en tierras valencianas —país musulmán durante buena parte de los siglos finales de la Edad Media—, se debió más a las emigraciones a Granada que a las conversiones o las matanzas. Sin embargo, el estatuto de la comunidad mudejar, como el de la judía, se vio erosionado por las disposiciones, cada vez más frecuentes, de los concilios eclesiásticos —reflejadas y matizadas entre los siglos XIII y XV por la legislación civil—, que tendían a separar radicalmente, para evitar el contagio con el error, a cristianos de moros y judíos: prohibición de habitar las mismas viviendas, comer juntos, tener relaciones profesionales, casarse, y, junto a ello, obligación de usar en la vestimenta señales externas que permitieran diferenciar a los miembros de las diferentes comunidades.
El papel, sobre todo económico, que venían protagonizando los judíos en la Península, como prestamistas de reyes, nobles y pueblo en general o arrendadores de las diversas rentas de las monarquías, hacía improbable que, en una época de crisis, pasaran desapercibidos. Así, desde la conclusión o, mejor, adaptación, a mediados del siglo XIII, de la gran expansión militar, política y económica de los reinos cristianos peninsulares, se observa, sobre todo en Castilla, el crecimiento, lento pero firme, del sentimiento antijudío, proceso que coincide con otro, interno a la comunidad judaica, de ruptura de la presunta solidaridad de la misma. A este respecto, las condiciones económicas y sociales habían originado la aparición de una neta división entre una minoría, que goza de inmensos privilegios y detenta una fuerte posición económica —cuyas creencias religiosas se ven reducidas a un simple deísmo por influencia de las doctrinas de Maimónides y Averroes— y la masa popular, integrada por pequeños comerciantes, artesanos y agricultores, que guarda las más puras esencias de la tradición religiosa hebraica, y cuya fe y virtudes exaltan las voces que, como la de Rabbi Moses de León, a fínes del siglo XIII, aspiran a una profunda reforma moral de las juderías españolas.
Desde el punto de vista de la sociedad global, más que este conflicto social existente en el seno de la comunidad judía, interesa subrayar el creciente antisemitismo de las masas cristianas, a partir de 1260, estimulado fundamentalmente por: el fanatismo de los conversos, quienes, como Maestre Alfonso de Valladolid, polemizan ardientemente con sus antiguos correligionarios; la influencia de los ejemplos extranjeros, como el de Eduardo I de Inglaterra o Felipe IV de Francia, quienes, en tomo a 1300, habían decretado la expulsión de los judíos de sus respectivos reinos; y, muy especialmente, la propia acción doctrinal de la Iglesia Católica, tanto a nivel universal —actitud violenta de los predicadores de las Ordenes mendicantes, corrientes contrarias al proselitismo judío propias del Derecho Canónico—, como a nivel peninsular: radicales medidas tomadas, aunque no cumplidas, por el sínodo de obispos de la provincia compostelana reunido en Zamora en 1312. De este modo, como subraya Valdeón, la saña popular contra los judíos, basada esencialmente en su papel como prestamistas a usura y en su intervención, casi exclusiva, en la recaudación de tributos, encontraba un espléndido apoyo doctrinal.
La confluencia de esta serie de factores puede explicar la fragilidad de la situación de los judíos ante la opinión pública cristiana, aun contando con la eventual protección por parte de los monarcas, necesitados de sus servicios y que, por supuesto, no puede ir más allá del reducido grupo de altos dignatarios que viven en la corte. La masa popular judía, principiando por los propios pequeños prestamistas locales, se halla, en cambio, a merced de cualquier imprevisto, lo que explica las vicisitudes que, desde comienzos del siglo XIV, experimentó la comunidad hebrea. Ya hacia 1335, el despensero mayor de la casa de Alfonso XI llegó a proponer al monarca la expulsión de los judíos; trece años después, la honda incidencia de la Peste Negra en Cataluña se atribuyó a la maldad de los hebreos, cuyas aljamas fueron asaltadas, ejemplo que, tal vez por la menor gravedad de la epidemia, no cundió en Castilla. A partir de entonces, y pese a la política fílojudía de Pedro I, la amenaza sobre las comunidades hebreas peninsulares fue constante, convirtiéndose en ataque real: en Castilla en los años 1366 y 1 369, con ocasión de la guerra civil, ya que Enrique II se presentaba como antijudío, y en toda España, con enorme violencia, en 1391, en que fueron notables, sobre todo, los asaltos a las aljamas andaluzas, estimulados por los incendiarios sermones antijudíos del arcediano de Ecija, Ferrán Martínez.
A partir de esa fecha, se producen tres fenómenos simultáneos: las emigraciones de judíos a tierras extrapeninsulares; las conversiones masivas, poco sinceras en su mayoría, en las que tan gran papel jugaron las predicaciones de San Vicente Ferrer, en especial en el congreso de Tortosa de 1413, y que no hicieron sino trasladar a hombros conversos las acusaciones de explotación económica lanzadas antes contra los judíos, además de crear en el seno del pueblo cristiano una división entre cristianos viejos y cristianos nuevos que, a veces, degenera en disputas violentas, como en Toledo en 1449; y la atenuación de los rigores del clima antijudaico tanto en Aragón como en Castilla, por lo menos entre 1420 y 1460, lo que puede ser un síntoma de la recuperación económica tras el desastroso siglo XIV.
3.° La acentuación de los rasgos de las distintas clases sociales de los reinos hispanocristianos en los siglos XIV y XV es una consecuencia directa de la amplitud de la crisis con la que se enfrentan, y en ella colaboran no sólo el repentino desequilibrio de la ecuación recursos-población, que las curvas de precios y salarios registran para la segunda mitad del siglo XIV, sino los progresos del individualismo —evidentes en el derecho, el arte, la filosofía y la religión— que, expresado a veces con desmesurada personalidad, como las narraciones de las hazañas de golfines y banderizos recuerdan, prestan un tinte de originalidad a los distintos destinos personales. La individualidad de cada uno de ellos la estimula, por su parte, la gravedad de la crisis, incitadora de una explícita búsqueda del interés personal en un mundo en que ha desaparecido, física y moralmente, cualquier criterio de autoridad, y en que los diversos grupos sociales, afectados por la depresión, luchan cada uno por su lado por salir airosos del marasmo.
Se dibujan así, cada vez con más claridad, los perfiles de las distintas clases: la nobleza, duramente castigada por la caída vertical de sus rentas señoriales, se hace más agresiva tratando de equilibrar a la fuerza -con la obtención de señoríos y rentas— sus antiguos ingresos, para lo cual no retrocederá ante todo tipo de alianzas y hostilidades; las clases urbanas, por su parte, además de ver crecer las diferencias entre las distintas fortunas, deben albergar a un numeroso proletariado fugitivo del campo, cuya presencia acentúa los desniveles sociales, que se traducen en la estructura' de poder local, concejil, por el que compiten los distintos grupos y que, salvo la eventual victoria de la Busca en Barcelona en 1455, corresponde a los económicamente fuertes: pequeña nobleza en Castilla, grandes comerciantes o armadores en las ciudades catalanas, Zaragoza, Valencia y los pequeños núcleos mercantiles del litoral cantábrico; por fin, el estado llano campesino, sostén de la no-absentista de sus miembros—, paga en su cuerpo, con dureza, las consecuencias de la crisis: de su esfuerzo esperan nobles, eclesiásticos y el propio monarca la restauración de sus viejas rentas; de ahí, la feroz y prolongada lucha de signo alternativo por fijar a los hombres a un solar o desplazarlos de él para utilizar más cómodamente, según los casos, su excedente de fuerza productiva. En cualquiera de los tres grandes grupos descritos, el rasgo más característico parece, en el siglo XIV, la aparición de nuevos antagonismos internos, hasta entonces poco evidentes, entre distintos subgrupos.
A partir de estos presupuestos de acentuación de los rasgos de las diferentes clases, y de los grupos dentro de ellas, y dada la dificultad, al nivel actual de nuestros conocimientos, de establecer una completa evolución cronológica, parece necesario señalar, al menos, una tipología de los conflictos sociales peninsulares en los siglos XIV y XV. En ella cabría subrayar, en primer lugar, la tensión individuo-familia extensa, importante en aquellas áreas donde conviven, yuxtapuestos, dos ordenamientos jurídicos promotores respectivamente del individualismo y de la conservación de la solidaridad agnática —fuerza social tanto mayor cuanto más grande sea el núcleo de consanguíneos—, como sucede en Vizcaya y, en menor medida, en Navarra y Aragón y más débilmente en Cataluña. En estos casos, la promoción individualista de signo romanista se realiza desde los núcleos urbanos, mientras la tierra llana -como puede observarse en el Fuero de Vizcaya de 1452-conserva los viejos principios de agnación y troncalidad, de contenido comunitario.
Esta dicotomía jurídica simbolizaba, en cierta manera, la persistencia de la individualidad de rasgos económicos, sociales y políticos que, desde el siglo XI, había diferenciado a la ciudad del campo, y que se agudizó en los siglos XIV y XV, como si, en los momentos de crisis, creciera la hostilidad de la primera contra el segundo, más preparado para enfrentar las angustias de la escasez. Junto a ello, la penetración de los negocios burgueses —y, con ellos, la subordinación rural al mundo ciudadano— contribuye, como vimos, a configurar este nuevo conflicto, del que es ejemplo el largo pleito que, a fines del siglo XV, mantiene la villa de Bilbao contra las anteiglesias vecinas. Por su parte, los ataques de la nobleza rural a las propiedades concejiles —de los que se han estudiado los correspondientes a la Tierra de Salamanca— son otro índice de esta tensión campo-ciudades, en la que las segundas aspiran a defenderse, con la constitución de sucesivas hermandades, frecuentes desde 1282, que agrupan los efectivos militares de los municipios que las integran.
Dentro de cada uno de estos dos mundos, ciudadano y rural, siguen evidenciándose nuevos antagonismos. En el ámbito urbano, los más característicos son tres: uno, el que tiende a hacer de las cofradías y gremios de oficios —en especial, donde se desarrollan con más vigor, como Barcelona, cuyas primeras ordenanzas de los tejedores de lana, de 1308, reflejan una situación industrial compleja y evolucionada— unos organismos que derivan hacia el monopolio, la eliminación de la competencia y un espíritu de cuerpo cerrado y exclusivista, lo que provoco frecuentes quejas que obligaron a los reyes, castellanos, navarros, y, excepcionalmente, aragoneses, a prohibir las cofradías que no se dedicaran exclusivamente a fines benéficos; segundo, el que, a medida que se agrava la recesión, favorece el enfrentamiento entre maestros de los oficios, incluidos los universitarios, como se ve en Salamanca, deseosos de hacer hereditaria su maestría, y los oficiales que encuentran cerrados los caminos de acceso a aquella por obstáculos diversos, de los cuales el alto precio de la "obra maestra" suele ser el más frecuente. Finalmente, el tercer antagonismo en el ámbito urbano tiene carácter político: la continua tensión que se registra en los concejos —Segovia y Sepúlveda, en tomo a 1370, y Barcelona desde 128) a 1472 son buena prueba de ello— entre las distintas clases sociales, como resultado de la conquista del poder local por parte de la pequeña nobleza, en Castilla y de los ciutadans honrats en Cataluña, a medida que los concejos han ido perdiendo su primitivo cariz democrático, abierto a todos los vecinos. Esta ausencia de un frente unido en el interior de los municipios, sobradamente conocida a través de los enfrentamientos de la Biga y la Busca barcelonesas, conviene subrayarla para la Corona de Castilla, pues nos aleja de la idea, tan a menudo repetida, que presenta a los concejos con una política coherente, identificada con la voluntad y las aspiraciones del estado llano.
Por lo que se refiere al mundo rural, aunque no es fácil separarlo en ocasiones del ámbito urbano, el antagonismo fundamental sigue siendo —como en las ciudades— el que enfrente a ricos y pobres, en este caso, señores y campesinos, en continua disputa en tomo a la posesión de la tierra, o mejor exactamente de sus rentas, causa fundamental, y a la vez efecto, de las continuas luchas que asolan la Península en los siglos XIV y XV. Los testimonios de la presión de los nobles sobre sus campesinos por temor de que las catástrofes demográficas y la emigración de la población a las grandes ciudades realengas mermaran sus rentas, llenan la documentación bajomedieval. A través de ella, puede comprobarse cómo el señor, que, durante el siglo XIII, se había ido convirtiendo —al menos, en las tierras de la mitad norte de la Península— en un rentista alejado de las vicisitudes de las parcelas, cuya propiedad aparecía cada vez más descompuesta en un dominio útil que, con amplia capacidad de enajenación, corresponde al campesino, y un dominio directo, propio suyo, aspira ahora a recordar su participación en la propiedad. El modo más frecuente de hacerlo fue mediante la fijación de sus posesiones del monasterio de Ripoll en la Plana de Vich, talan las cosechas y árboles frutales, incendian muebles y almacenes, y, lo que seguramente interesaba más, queman libros, privilegios, capbreus, en fin toda dase de documentos justificativos de los derechos monasteriales sobre las tierras de la comarca.
En relación con este antagonismo fundamental señores-campesinos resultan superficiales las hostilidades mantenidas entre señores laicos y eclesiásticos, obligados éstos a encomendarse a personas poderosas que pudieran enfrentar la inseguridad de los tiempos, o las sostenidas por miembros de la alta y baja nobleza o, incluso, dentro de cada uno de estos dos grupos. Todas ellas tienen el mismo objetivo: el mantenimiento o acrecentamiento de las rentas señoriales, ya agrícolas, ya ganaderas, ya comerciales o, sobre todo, jurisdiccionales; por ello, en el fondo de esas, a veces, espeluznantes luchas de bandos que ensangrientan el País Vasco —oñacinos contra gamboínos—, Aragón —Lunas contra Urreas; Heredias contra Bardajís; Lanuzas contra Abarcas—, Salamanca, Córdoba, Sevilla, lo que aparece son dos elementos: en primer lugar, la expresión de temperamentos violentos que, en una época de exacerbación y ostentación de emociones, como fue la de finales de la Edad Media, se muestran prestos a tomarse la justicia por su mano en lo que creen ofensivo a sus derechos o su honor, a través de un sistema más duro que la ley del talión: el que ha matado a uno del linaje o del bando propio debe, por supuesto, morir, pero si a la muerte puede unirse el escarnio, mejor; cuanto más fuerte es la venganza, más hombría demuestra quien la ejecuta. En segundo lugar, se evidencia una pugna de intereses en que, en definitiva, se ventila una intensificación de la explotación del campesinado, de quien se exigen nuevas cargas y tributos para compensar las pérdidas habidas en el transcurso de las continuas hostilidades, motivadas, a su vez, por el deterioro de las rentas señoriales en relación al nuevo ritmo de vida de la nobleza; así, las banderías aragonesas se prolongan, por lo menos, desde comienzos del siglo XV hasta el reinado de los Reyes Católicos: y, en cuanto a las vascongadas —con su secuela de incendios de casas fuertes, asesinatos,
violaciones, usurpaciones de tierras, diezmos, ferrerías, quemas de cosechas, robos en los caminos- asolan la tierra, casi continuamente, desde 1280 a 1480, siendo su momento álgido el comprendido entre
1445 y 1470. Finalmente, la descomposición de la sociedad agraria en clases
antagonistas, en la que tan honda influencia tuvo la introducción del dinero en el área rural, contempla, a lo largo de los siglos XIV y XV, una clara escisión dentro de la propia masa campesina; en el seno de ésta, como los historiadores catalanes han puesto de relieve para el conflicto remensa, los campesinos acomodados que se han beneficiado de la penetración dineraria constituyen un grupo dirigido, a la vez, contra las exigencias señoriales de orden jurídico, de las que quieren arrancar la garantía de libertad personal —aun respetando la supervivencia del sistema—, y contra los pobres —deseosos de convertirse en propietarios de las tierras que trabajan— con quienes no desean repartir las ventajas que procura la posesión o el control de los instrumentos de trabajo.
4.° La evolución de la sociedad peninsular en los siglos XIV y XV presenta como rasgo más característico el de una creciente señorializa-ción no sólo en la Corona de Castilla, en la que apura así, en especial tras el triunfo de Enrique II de Trastámara en 1 369, una vieja trayectoria sino incluso en la de Aragón, donde la gravedad del declive catalán del siglo XV permite a las tierras interiores de la Corona imponer sus intereses y sus propios criterios de valoración de la riqueza con un refrendo de la de tipo inmobiliar, que los burgueses catalanes, atemorizados por el fracaso de sus empresas mercantiles, se muestran dispuestos a aceptar. Frente a esta señorialización progresiva, la respuesta popular —pródiga en incidentes locales— no alcanza un valor de carácter general y coherente sino en tres ocasiones, de distinto contenido y significado: el movimiento remensa catalán, la agitación foránea mallorquína y la revuelta hermandina gallega.
a) La progresiva señorialización en el conjunto de la sociedad peninsular tuvo especial importancia, y repercusión futura, en la Corona de Castilla, en la que faltaba una sólida burguesía que tuviera peso necesario para contrarrestar el poderío de la nobleza territorial. Por Otra parte, las peculiares bases económicas —explotación lanera— de los ricos-hombres castellanos les permitió hacer frente e, incluso, superar ventajosamente la crisis de producción agrícola que se hizo sentir desde mediados del siglo XIV, cosa que, en cambio, no consiguió, en su con junto, la alta nobleza aragonesa y, sobre todo, catalana, cuya riqueza se basaba exclusivamente en rentas agrícolas o jurisdiccionales. Después, cuando la coyuntura volvió a ser favorable, los grandes de Castilla, como se llama desde 1451 a los ricos-hombres, supieron instalarse —para ello, poseían un poder incontrastado— en los puntos estratégicos de la circulación dineraria castellana: las alcabalas, los portazgos, los diezmos de la mar, es decir, en los caminos de la relación internacional en que entonces se inscribía Castilla, y ello, por supuesto, sin olvidar sus amplios intereses en la Mcsta y los cuantiosos ingresos jurisdiccionales. En consecuencia, la influencia social de la nobleza quedó sin contrapartida y, así, Castilla se va convirtiendo en un país de hidalgos, cuyo objetivo era la imitación, a su nivel, del disfrute de privilegios y tono de vida de la alta nobleza; su mentalidad, de honda raíz aristocrática —ajena a la intervención en el comercio y la industria, que se estima deshonrosa—, no tiene nada en común con el utilitarismo que caracteriza el naciente capitalismo europeo.
Si los capítulos integrantes del conjunto de ingresos nobiliares continúan siendo los que, a fines del siglo XIII, se vislumbraban, con un creciente peso de las rentas de jurisdicción sobre las dominicales, en cambio, entre 1300 y 1480, se opera una transformación nobiliaria con el paso, en Castilla como en Aragón y otras áreas europeas, de una nobleza vieja a una nueva nobleza, fenómeno que han estudiado Suárez, desde el punto de vista político, y Moxó, desde una perspectiva más social, que es la que aquí adopto ahora. Simultáneamente a esta evolución, el proceso de señorialización se consolida en Castilla desde 1369 por el pago de las alianzas que Enrique II y sus sucesores deben satisfacer a los nobles que les ayudaron a encaramarse y consolidarse en el trono; dicho pago se efectúa mediante la concesión de mercedes y donaciones creadoras de la más caudalosa fuente de señoríos castellanos, a la vez territoriales y jurisdiccionales, con lo que la institución señorial alcanza con los Trastámaras toda su plenitud.
Por lo que se refiere a la sustitución de las viejas familias nobiliarias, y el relleno del vacío político, económico y social que su desaparición origina por nuevos linajes, cuatro parecen ser las causas principales: la extinción biológica de diversas casas, las campañas militares contra los musulmanes y las contiendas civiles de mediados del siglo XIV, la firme actitud ante la vieja nobleza de Alfonso XI y, aún más, las persecuciones y ejecuciones de Pedro I, y, finalmente, el exilio de algunos representantes postreros de las viejas familias con el advenimiento de los Trastámaras. Por su parte, la inundación de los cuadros nobiliarios de Castilla por nuevos linajes —Velasco, Alvarez de Toledo, Ayala, Pacheco, Mendoza— arranca fundamentalmente de tres momentos -la. elevación a la realeza de Enrique II en 1369, la fracasada intervención de Juan I en Portugal en 1385 y las vicisitudes de la monarquía de Enrique IV entre 1464 y 1474— y se consolida gracias a tres fenómenos: el vacío social y territorial que provoca la extinción de la mayor parte de la nobleza vieja, capaz de permitir la expansión dominical de las nuevas familias por la meseta norte, principal núcleo geográfico de los dominios de aquélla, con cuya expansión se desvanecen además las viejas behetrías; la franca apertura de la meseta meridional —hasta ahora monopolizada por Ordenes militares, grandes concejos y Mitra toledana— a las apetencias señoriales de los nobles; y, por fin, la enorme facilidad con que Enrique II y sus sucesores van a otorgar a la nobleza concesiones regalianas, como la jurisdicción y tributos cualificados en sus señoríos, cuya continuidad garantizarán sus beneficiarios con la consolidación de los mayorazgos.
La intensificación del dominio señorial de la nobleza, que, desde el punto de vista territorial, había tenido su confirmación en las rápidas conquistas del siglo XIII, se produce, en el aspecto jurisdiccional, desde la segunda mitad de esa centuria, en que, con la debilitación de la monarquía, se desvanece la antigua oposición a conceder a los nobles atribuciones judiciales en sus señoríos. A partir de ese momento, en torno a 1280, el proceso de enajenación de la jurisdicción en favor de los señores no hará sino fortalecerse, ya que los propios monarcas que, como Alfonso XI de Castilla o Pedro IV de Aragón, mantuvieron una actitud políticamente antinobiliar, no sostuvieron una paralela conducta socialmente antiseñorial. De esta forma, en la Corona de Aragón, la llamada jurisdicción alfonsina, promulgada por Alfonso IV en 1328, que concedía, aunque menos extensas que las conseguidas por los señores aragoneses, atribuciones judiciales a los señores valencianos que consiguieran reclutar quince hombres para poblar, fue seguida por la actuación de Pedro IV el Ceremonioso, de quien consiguen la jurisdicción una gran parte de los señores territoriales catalanes, y por la de su hijo Juan I; a lo largo de estos reinados, se incrementa, sobre todo, la potestad señorial de los señores aragoneses, reflejada en concesiones del merum imperium —plena jurisdicción criminal— y mixtum imperium, que, limitando al mínimo la suprema justicia del monarca, otorga a aquéllos extraordinarias facultades jurisdiccionales, que llegan a abarcar la posible imposición de la pena de muerte.
En cuanto a la Corona de Castilla, la difusión de la jurisdicción señorial se vigoriza en la primera mitad del siglo XIV, manifestando su pujanza en el propio Ordenamiento de Alcalá de 1348, que admite que los señores puedan ganar la justicia por prescripción, con lo que abre cauce para que dominios nacidos simplemente como territoriales o solariegos —en el sentido de solar o tierra— adquieran nueva y más autónoma naturaleza. El proceso se consolida desde 1369 en que, con los Trastámaras, la institución señorial alcanza toda su plenitud, ya que entonces las concesiones de señorío engloban sistemáticamente la jurisdicción, repitiendo la fórmula cancilleresca: "con la jurisdicción civil y criminal, alta y baja, y mero y mixto imperio", a la vez que enumera las dependencias territoriales y los pechos y tributos. Se trata, por tanto, del señorío pleno con sus dos elementos distintos y fundamentales: el jurisdiccional y el solariego, que engloba la facultad de juzgar, la potestad sobre los moradores, los derechos tributarios y el dominio sobre la tierra. Su intensificación la atribuye Moxó —a quien he seguido en estos párrafos— a la esperanza, desde el punto de vista del rey, de que la institución señorial, que había contribuido a favorecer la repoblación, evitara el despoblamiento a que se hallaban abocados numerosos lugares a causa de la Peste Negra y las crisis económicas. Desde la perspectiva nobiliar, en cambio, parece claro que la proyección colonizadora, de impulso a la producción, que justificó en su origen el carácter de jefe de empresa agraria que ostentó el señor, cede en los siglos XIV y XV ante la importancia que adquieren los ingresos derivados del ejercicio jurisdiccional o del cobro de tributos muy determinados. Ello inclina a pensar que la nobleza, afectada por la caída de sus rentas dominicales, aspira a compensarlas con estos expedientes, más a tono con el triunfo de una economía monetaria y con el proceso de reducción de las tierras de la reserva, que con una vuelta a las antiguas fórmulas de explotación. Sobre estas nuevas bases económicas —derechos jurisdiccionales, tributos de la tierra y, sobre todo, impuestos del comercio—la nueva nobleza, en especial castellana, cuyo símbolo de señorío serán los abundantes castillos por ella levantados, montará sus fortunas, engrandecidas por un paralelo proceso —no tan notable en Aragón— de persistente enajenación de las tierras de realengo a partir de 1369. Gracias a ellas, un reducido grupo de linajes —no más de doscientos en toda la Península, y de ellos sólo dos docenas de primera magnitud—, que se irán transformando en círculo cortesano, poseían más de una décima parte del solar ibérico, y, a través de los miembros que de sus filas salieron para ocupar los más importantes obispados, abadías, maestrazgos de las Ordenes militares o alcaldías de la Mesta, controlaban otras cuatro décimas partes. Ante tal potencia, síntoma del convencimiento de la necesidad de una fortuna patrimonial capaz de garantizar el influjo social y político, el poder de la monarquía quedaba oscurecido y la propia institución coaccionada por estos grupos de presión dinámica que se repartían, territorial y jurisdiccionalmente, el área del reino; de ellos puede ser ejemplo cimero el de don Alvaro de Luna, señor de señoríos poblados por más de 1 00.000 habitantes.
b) Los comienzos de una lucha de clases en los reinos peninsulares como reacción del pueblo menudo contra esta intensificación del dominio señorial que, en el mundo campesino, se ha traducido, como en toda Europa, en una dura segunda servidumbre, parecen manifestarse claramente a partir del agravamiento de la crisis, desde 1380. Sus expresiones se generalizan en toda la Península a través de una lucha de pobres contra ricos, pero de ellas sólo tres son las que, tal vez por su carácter regional y la existencia de una historiografía -de excepcional calidad en el caso catalán—, parecen más nítidamente configuradas.
El movimiento remensa en Cataluña fue protagonizado, según los cálculos de Vicens, por una cuarta parte de la población del Principado, a la cual la institución de la remensa, que ya las Conmemoraciones de Pere Albert, de mediados del siglo XIII, estimaban como algo normal en la Cataluña Vieja, refrendada por Pedro III en 128 5, prohibía el abandono del campo sin el previo pago de su redención (redimenca), y cuyos mansos libres fueron transformándose en serviles por el procedimiento de la cabrevación, o reconocimiento arbitrario por parte de los señores de la situación de cada una de sus propiedades. Tal proceso lo interrumpe el grave despoblamiento del campo ocasionado por las pestes de 1348 y 1363, que obliga a los señores a arrendar los mansos en condiciones muy favorables a los campesinos supervivientes, enriquecidos así, no sólo por ello sino por la óptima relación de la ecuación pago de rentas-venta de productos gracias a la creciente tendencia infladonista. Desde 1380, sin embargo, los señores, agobiados por la depresión, intentan mantener su viejo nivel de rentas, exigiendo de los sobrevivientes los derechos personales debidos en concepto de los masos ranees o abandonados, que aquéllos habían aprovechado para ampliar sus tierras. Enfrente de ellos, los payeses, beneficiados económicamente por la coyuntura, aspiran a consolidar su posición desde el punto de vista social, tratando, ante todo, de asegurar su libertad personal con la abolición de los malos usos, como hace constar una carta que un grupo de ellos envía al rey en 1388, y aspirando, a la vez, a consagrar su mantenimiento perpetuo en la hacienda ampliada que, gracias a las pestes, han conseguido.
A partir de estas reivindicaciones, se mezclan en el movimiento remen-sa lo que Vilar denomina la revolución de la prosperidad —la de los payeses acomodados, conformes con ver garantizada su libertad personal, la supresión de los malos usos y la perpetuidad de los tipos de censo o renta, aun dentro de la supervivencia del sistema feudal— y la revolución de la miseria -la de los payeses pobres, que aspiraban, pura y simplemente, a anular el censo que se pagaba a los señores, convirtiéndose en dueños absolutos de sus tierras—. El enfrcntamiento entre payeses y señores, en el marco del declive general de Cataluña y con una monarquía que dio al movimiento remensa un tratamiento político, no social, por lo que sus alianzas con los campesinos no se tradujeron siempre ni siquiera en una mejora teórica de la situación de éstos, alcanza su fase crucial a partir de 1447. Desde i 146 2, la guerra civil entre Juan II y la Generalitat de Cataluña se sobreim-1 pone al conflicto social, lo que explica la confusión en el alineamiento de los protagonistas, no justificado siempre por sus "intereses de clase", y lie-1 va la lucha a extremos de crueldad. Al concluir la guerra en 1472, se evidenció claramente la contradicción entre la política fílorremcnsa de la co-1 roña y el hecho de que, finalmente, muchos señores habían ayudado al rey, lo que impedía a Juan II tomar una postura radical; en relación con ello, el problema social continuó en pie, necesitándose una segunda sublevación, en tiempos del Rey Católico, para que el ala conservadora de los payeses de remensa lograra en 1486 la liberación de éstos mediante la Sentencia Arbitral de Guadalupe.
La revuelta foránea en Mallorca de los años 1450 a 1452 no tuvo un origen exclusivamente social como la de los remensas catalanes sino que arrancó lejanamente de la actitud de protesta que, a lo largo del siglo XIV, habían mantenido los municipios foráneos, organizados en un sindicato, contra la hegemonía político-administrativa y fiscal de la ciudad de Palma, a la que reclamaban una mayor participación en la gestión política y una mejor distribución del peso de los impuestos. Esta actitud, síntoma del frecuente enfrentamiento entre campo y ciudad, se transformó poco a poco en una lucha de marcado carácter social en que las reivindicaciones de la masa campesina fueron encontrando eco entre los menestrales de la capital, como lo evidenciaron las conmociones de 1325, el asalto al cali judaico de 1391, y , sobre todo, la alianza entre campesinos y pueblo menudo de la ciudad para apoderarse de Palma en 1450; mientras, los elementos pudientes del sindicato foráneo, desbordados en sus intentos de negociación, se apartaban del movimiento, siendo, como recatxats, objeto de marcada hostilidad por los grupos radicales. La reducida superficie de la isla facilitó la rápida expansión del movimiento, que aún se extendió a la vecina Menorca, pero la misma razón permitió a las tropas enviadas por Alfonso V desde Napóles liquidar velozmente la revuelta por el terror y el exterminio.
El movimiento hermandino en Galicia, que, durante los años 1467 a 1470, implicó a todas las fuerzas sociales de la región, parece, por lo poco que de él se sabe, uno de los ejemplos más claros y prolongados de una conmoción social a la que, como en los casos de Cataluña, Mallorca y aún Vizcaya —apetencias de dominio del conde de Haro sobre el Señorío—, se sobreimpone un tratamiento más político que social por parte de la monarquía, lo que trae como consecuencia la perviven-cia de los problemas planteados por la hermandad desde sus comienzos. En el caso gallego, como en tantos otros contemporáneos, se trataba de acabar con la caótica situación de la región, en la que estaban a la orden del día los abusos y atropellos en bienes y personas realizados por los señores o sus representantes desde las numerosas casas fuertes y fortalezas, construidas en su mayoría desde fines del siglo XIII y convertidas en nidos de destrucción. Como tal movimiento de orden y seguridad, su fuerza arrancó de las villas y ciudades, donde una población de pequeños nobles y burgueses deseaba poner coto a los excesos de los grandes señores, pero, en seguida, incorporó a sus filas, por un fulminante proceso de mimetismo, a la masa campesina cansada de soportar un recrudecimiento de las condiciones de explotación desde comienzos del siglo XIV. La incorporación del campesinado dio al movimiento un tinte de profunda y elemental lucha social: destrucción de las fortalezas, incendios de campos, ejecuciones sumarias, ante lo cual los grandes señores huyeron de Galicia, estando dos años ausentes de ella. A partir de la primavera de 1469, comienza la reacción nobiliaria que cuenta en su favor con la clarificación de la situación general del reino tras el Pacto de los Toros de Guisando, y, a nivel regional, con la pérdida interna de fuerza del movimiento hermandino: en parte, por el propio cumplimiento de los objetivos mas elementales y la falta de capacidad para un planteamiento global de la situación; y en parte, también, porque todos los miembros de la hermandad no compartían la sed" de destrucción de los grupos mas extremistas. A este respecto, la conclusión del movimiento no parece suficientemente aclarada: para el vizcaíno Lope García de Salazar, prolijo cronista de las luchas de bandos de su tierra, contemporáneo riguroso de estos acontecimientos de Galicia, el fin de los hermandinos se produjo cuando, asustada por los excesos del campesinado, la segunda nobleza pacta con los grandes señores, uniéndose ambos grupos contra los radicalizados campesinos. En cambio, la historiografía gallega ha insistido siempre en que los enfrenta-mientos finales, durante el año 1469 y primeros meses del siguiente, demostraron todavía la vigente unidad de los hermandinos, a quienes sólo consiguieron reducir los grandes señores planteando contra ellos una guerra total hasta la extinción del movimiento.
En estos tres casos, catalán, mallorquín y gallego, que resultan especialmente significativos, como en los restantes, en que los cnfrcn-tamientos entre distintos segmentos de la sociedad tienden a ocultar la fundamental hostilidad entre ricos y pobres, la característica más relevante de estos siglos XIV y XV parece ser la polaritación de los grupos hacia los extremos del espectro social, con una aparente desaparición de elementos medios; en realidad, sólo nuestro desconocimiento del régimen de la propiedad agraria a lo largo del siglo XV -con la que, tantas veces, se confunde lo que es únicamente jurisdicción— y del grado de penetración de la riqueza ciudadana en el campo, o de la simple participación de los grupos urbanos en ella, nos impide conocer la muy verosímil existencia en España de una propiedad media y pequeña más extendida de lo que sospechamos. Base de unos grupos sociales intermedios, más oscurecidos que desaparecidos, que aprovecharán la feliz coyuntura política y militar del reinado de los Reyes Católicos para salir a flote, como están haciéndolo, desde el punto de vista económico, desde mediados del siglo XV en la Corona de Castilla.
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Enviado por: | Manuel Cabrera Y Julia Torres |
Idioma: | castellano |
País: | España |