Historia


Independencia de EEUU (Estados Unidos)


Introducción

Esta investigación sobre la Independencia de Estados Unidos ha sido elaborada a la luz de diversos comentarios y opiniones de distintos historiadores, la mayoría de ellos norteamericanos, como una forma de abordar el tema con una mirada más cercana. A lo largo de todo el informe hemos querido mantener una actitud analítica, e incluso reflexiva, frente a los acontecimientos que marcan este período de la vida estadounidense y que tuvieron fuertes repercusiones en el pulso de la historia mundial.

El trabajo está dividido en dos partes principales. La primera esboza algunos de los posibles motivos inmediatos que produjeron la caída del sistema colonial británico en Norteamérica. La segunda describe y analiza el desarrollo de la guerra entre Estados Unidos e Inglaterra, mediante la cual las colonias lograron su absoluta independencia económica y política.

Causas de la unión de las colonias

La mayoría de los historiadores que fueron analizados para esta investigación están de acuerdo en que una de las principales causas que originaron la Independencia de los Estados Unidos, si no las más fundamental, fue el grado de desorganización que llevaba la administración del Imperio inglés sobre las colonias norteamericanas.

Sin embargo, los estudiosos de este período de la historia estadounidense discrepan al tener que distinguir cuáles fueron, precisamente, los puntos específicos, en el contexto de la administración británica, que gatillaron, en primer término, el descontento de las colonias, y posteriormente, la sublevación de las mismas.

Podemos, por lo tanto, hacer hincapié en el aspecto de la administración territorial. Por ejemplo, para los historiadores Samuel Eliot Morison y Henry Steele Commager el orden imperial en los años que precedieron a la Independencia definitiva de Norteamérica era bastante defectuoso. El caos administrativo nació del problema que creó a los ministros ingleses el Oeste estadounidense. Este territorio necesitaba una mayor intervención imperial, ya que los indios que allí habitaban constituían, a la sazón, un gran estorbo. Hacía muy poco tiempo que éstos habían sido vencidos (el último ataque indio, hecho por los Ottawa, al mando de su jefe Pontiac, desde Niágara hasta Virginia, data de 1763) y se debía dilucidar prontamente el modo de relacionarse con ellos. Ya que la peletería era el negocio más importante de Canadá y Florida Oriental y un sustento fundamental para New York, Carolina y Luisiana, era necesario reglamentarla, procurando mantener, no obstante, buenas relaciones con los indios, con el propósito de que continuaran facilitando más pieles. Así, para estos autores “más serio y permanente era el problema de la administración territorial y política de las tierras, problema tan viejo como la primera colonización inglesa en América, y que ha seguido dando quebraderos de cabeza a la política norteamericana hasta nuestros días. Ese vasto territorio, ganado a los franceses, españoles e indios ¿debía conservarse como una reserva india y un coto de caza, o bien debía abrirse en todo o en parte a la colonización de los blancos? En este último caso ¿debía considerarse la tierra como una fuente de ingresos y fijar censos, o había que fomentar una colonización rápida? ¿Y cómo conseguir esto? ¿Cediendo la tierra en grandes extensiones o compañías territoriales, o en pequeñas granjas a colonizadores particulares? ¿Y por qué precio? Aunque el gobierno local no abordó mucho en esta cuestión, deseaba sinceramente reglamentar la colonización y ser provechoso al imperio”.

Para defender las nuevas adquisiciones, el Ministro de Hacienda inglés, George Grenville, esgrimió una solución provisional: “decretó que ningún colono permaneciera en la región del otro lado de los Alleghanys hasta que los indios estuvieran pacificados y se hubiera elaborado una política territorial definitiva, (y a esta medida) se le dio expresión formal en la famosa Proclama Real de octubre de 1763”. Cuando el territorio estuvo ya pacificado, se propuso hacer de la región una reserva india para comerciantes de pieles. Según James Truslow “los norteamericanos se sintieron naturalmente agraviados por lo que consideraban una injustificada tentativa para impedirles desarrollar el territorio occidental, que ellos habían, por lo menos en parte, ayudado a ganar para el imperio”. Así que, pese a todas las restricciones, la gente continuaba dirigiéndose hacia allá para colonizar las tierras. En definitiva, la difícil solución del problema del Oeste se dejó a los Estados Unidos.

Podría conjeturarse, entonces, a partir de la apreciación de estos historiadores, que la desorganización imperial pasaba meramente por una cuestión de reglamentación y que el desorden era una pura contingencia, sin desmerecer, no obstante, la gravedad del problema territorial. Pero, yendo más a fondo, podemos detenernos en la opinión del autor Charles A. Beard, quien, en un análisis mucho más profundo que el anterior, piensa que “a medida que las colonias norteamericanas fueron madurando en cuestiones religiosas, económicas, sociales, intelectuales y políticas, desarrollaron instituciones e ideas que chocaban en muchos aspectos con las prevalecientes en el territorio británico”, y agrega una reflexión que John C. Miller hace en su libro Orígenes de la Revolución Norteamericana para aclarar aún más su afirmación: “Una de las convicciones más firmemente arraigadas en la mente de los ingleses del siglo XVIII era la superioridad de los británicos nativos sobre los coloniales norteamericanos... La condición de las colonias había sido fijada para siempre: prescindiendo de su fuerza y población, deben permanecer inferiores a la madre patria”. Así entonces, el problema entre ingleses y norteamericanos habría tenido sus raíces en la actitud autoritaria que los primeros guardaban hacia los segundos.

En este sentido, cabe destacar la opinión de Erich Kahler que en su Historia Universal del hombre, señala que el carácter del imperio británico se ha comparado ha menudo con los métodos romanos de dominación. Sin embargo, los británicos nunca quisie la formación de su imperio colonial económico.

Así las cosas, el parecer del historiador N. Efimov se inscribe en ese contexto. Él señala que una de las causas fundamentales que contribuyeron a producir el conflicto entre Gran Bretaña y Norteamérica “fue la persistente lucha de Inglaterra contra el desarrollo de la industria en las colonias americanas”. Para proteger a la burguesía inglesa contra la competencia de ultramar, el Parlamento inglés trataba de impedir por todos los medios el desarrollo de la industria y del comercio en sus colonias americanas. Por lo tanto, resulta evidente que la administración inglesa generalmente se preocupaba sólo de sus propios intereses, ignorando la mayoría de las veces lo que pensaban los norteamericanos. Incluso, la ejecución de las leyes parlamentarias que restringían la navegación y el comercio fue neutralizada por los propietarios de barcos y comerciantes de Nueva Inglaterra con el beneplácito de los encargados de su cumplimiento, mediante el soborno, la colusión y falsificación de documentos.

El autor estadounidense James Truslow justifica, o al menos ubica en su determinado contexto, este proceder: “en las circunstancias del momento, Inglaterra, que pensaba siempre en el Imperio como un todo, y en si misma como su centro, no podía hacer otra cosa”. Ciertamente hay que comprender que en el ambiente imperialista de la época, el comportamiento de la Corona era el correcto, políticamente hablando. Quizá ahora nos parezca mal, pero hizo falta una revolución para que en estos tiempos la humanidad actúe bajo otros principios, más humanistas. Precisamente en este sentido, cabe destacar que la principal virtud de los norteamericanos de la época fue haber dado el primer paso adelante hacia el inesperado movimiento independentista que habría de producirse a partir de fines del siglo XVIII.

En esos tiempos, la política económica imperial, obedeciendo a la creencia de que los nativos británicos eran superiores a los colonos, estaba determinada por el llamado “mercantilismo”, según el cual casi todo el comercio de las colonias debía quedar en manos de los mercaderes ingleses, manteniendo a éstas como fuentes ilimitadas para sus ingresos. El común de los norteamericanos, sintiéndose cada vez menos ingleses que sus antepasados, terminó por hartarse de este sistema. Entonces, se comenzó a buscar una serie de alternativas de reorganización imperial.

Una de las medidas que surgieron fue “El Plan Albany” de 1754, que proponía “artículos de unión y confederación para defensa mutua de los súbditos de Su Majestad e intereses en Norteamérica, tanto en tiempos de paz como de guerra”. Sin embargo esta disposición nunca se llevó a cabo, porque, entre otras cosas, había permanentes roces entre los soldados ingleses y norteamericanos, provocados por la actitud de los primeros hacia los segundos. El historiador James Truslow explica este fracaso enarbolando la siguiente justificación: “Como el hombre de la ciudad se inclina a creerse superior al campesino, así el ciudadano de cualquier metrópoli, propende a adoptar una actitud algo superior hacia el colonial, siempre y en todas partes”. En realidad, y como aclara Truslow, lo más probable es que este plan hubiese agravado la ya conflictiva situación entre las colonias y el Imperio. Sin embargo, el historiador Richard Morris es más optimista al respecto: “Si se hubiera puesto en vigor este plan de unión, habría provisto muy bien los elementos para sentar un arreglo pacífico de las desavenencias, que se suscitaron después de 1763, entre la Gran Bretaña y sus colonias”. Pero en ese momento las desavenencias eran demasiado grandes, y ya nada podía detener el conflicto que se aproximaba a paso firme. Los principales problemas de ese momento eran los que se produjeron luego de la Guerra de los Siete Años que Inglaterra había sostenido contra Francia, en la que Norteamérica había participado activamente, proporcionando soldados y provisiones. Inglaterra, por el altísimo costo de la guerra, había visto crecer considerablemente sus deudas y trató de que las colonias se las solucionara (adjuntamos un gráfico que ilustra los serios problemas económicos por los que atravesaba Gran Bretaña). Para ello, el Parlamento Británico, comenzó a crear una serie de nuevas leyes (del Orden Real, en 1763; del Azúcar, en 1764; de Sellos y de Cuarteles, en 1765; Declaratoria, en 1766; y de Recaudación de Aduanas, de Rentas Públicas y del Té, en 1767).

Gastos e ingresos de Inglaterra por las colonias

'Independencia de {EEUU}'

Sólo con la Ley de sellos el descontento popular comenzó a reinar; antes, la gente se veía afectada por las disposiciones inglesas, pero no se pronunciaba mayormente. A partir de entonces, los norteamericanos debían comprar diversos tipos de sellos para colocarlos sobre diversos tipos de papeles y artículos.

La disposición llevó a los editores de periódicos y abogados a una fuerte oposición contra Gran Bretaña, y en ese momento, la población comenzó a temer por el estancamiento de sus negocios, tanto por los nuevos impuestos como por el modo de recaudación, que era muy violenta y desagradable. A esta medida se sumó, al poco tiempo, la ley de Cuarteles, que establecía que los colonos tenían que dar alojamiento a los funcionarios ingleses en servicio. A pesar de que la ley de Sellos fue derogada por la fuerte oposición colonial, el mismo día de su derogación el Parlamento británico sentenció, a través de la Ley Declaratoria, que las colonias habían estado, estaban y deberían estar subordinadas a él y a la Corona. Así que, al ver a los estadounidenses muy reacios a dejarse imponer gravámenes directos, los ingleses dictaron la ley de Rentas Públicas, que afectaba a productos como el vidrio, el plomo, las pinturas de color, el papel y el té. La Ley de Comisiones de Aduanas revestía a los comisionados británicos del deber de supervisar el cumplimiento de las leyes de rentas. Por último, fue promulgada la Ley del Té, que en la practica dejó a la Compañía Británica de la India Oriental el monopolio del negocio del té en América.

Se ha calculado que en el siglo que va de 1675 a 1775, fueron dictadas aproximadamente quinientas leyes coloniales. Por eso, lo particular del período que estamos analizando no fue que éstas existiesen, sino su gravedad para el presupuesto de los colonos. Para el autor Ricardo Levene, antes de que comenzara el tiempo en que Gran Bretaña buscó en Norteamérica la solución de sus deudas “los asesores letrados examinaban por lo general meticulosamente las leyes de las colonias y con toda seguridad evitaron mas de una vez los efectos perniciosos para las colonias de sanciones imprudentes o precipitadas”. Pero, como sabemos, ante las necesidades, los ingleses echaron por tierra cualquier tipo de consideración, y dieron paso a las hostilidades que habrían de gatillar la guerra.

Sobre la aplicación de las leyes imperiales los autores Morison y Commager creen que “desde un punto de vista estrictamente legal, la tesis inglesa era quizá justa: la práctica aceptada por la Constitución británica era la de la representación virtual, y la facultad del Parlamento para legislar sobre las colonias difícilmente podía discutirse tanto en el campo de la ley como en el de los precedentes”. Probablemente sea cierto, sin embargo las colonias se negaron a tal imperialismo. Así, para el historiador James Truslow “en Norteamérica se había desarrollado rápidamente la idea de representación, como forma política fundamental. El concepto de representación vino a relacionarse con el número y la localidad. En cambio, en Inglaterra la idea del parlamento representaba las clases y no a los individuos. De esta forma, era difícil entender para los ingleses por qué el propietario de tierras o el comerciante norteamericano alegaba no estar representado, meramente por no votar él personalmente por un miembro del Parlamento”. No deja de parecernos notable el hecho de que en la actualidad los norteamericanos, de origen libertario y tan rebeldes en algún momento de su historia, sean los principales sostenedores del “statu quo” y del modelo democrático representativo, que puede ser tan cuestionable como la validez del Parlamento inglés para gobernarlos antaño. Nada nos demuestra que los actuales sistemas políticos sean, ciertamente, los mejores; pero el grado de discrepancia que podría existir ha desaparecido, en parte, por la acción de los mismos norteamericanos.

Pero, ¿cuál fue realmente el motivo que impulso a las colonias a unirse contra el Imperio? Según el historiador Isaac Asimov “muchos americanos influyentes pensaban que Boston era más responsable que los británicos de los conflictos de la década anterior y que si los bostonianos abandonasen su actitud provocativa y dejasen de crear problemas, las cosas irían mejor con los británicos”. Si alguna vez fue así, todo se olvidó con la aparición de los impuestos. Este hecho marcó el comienzo de las acciones mancomunadas de todas las colonias por impedir que Inglaterra siguiera efectuando una desvergonzada opresión.

La unión de las colonias comenzó a gestarse en 1768, cuando la asamblea de Massachusetts empezó a dar a conocer a las demás colonias su “Carta Circular”; en la que declaraba abiertamente su principio de desagravio frente a las injustas leyes, por lo que fue disuelta por el gobernador de Boston. Las demás colonias, al aprobar las doctrinas de la “Carta Circular”, también fueron disueltas. En 1770, ocurrió la llamada “Masacre de Boston”, en la que un grupo de soldados británicos, al verse apedreados por algunas personas, dio muerte a cinco colonos e hirió a otros tantos. Las protestas se generalizaban y los ánimos se exaltaban cada vez más. Incluso se debió instalar como gobernador de Massachusetts al General Gage, comandante de las fuerzas armadas británicas en las colonias. En ese momento, los líderes coloniales comenzaron a vislumbrar soluciones más radicales a sus problemas.

La Guerra de Independencia

La asamblea de Massachusetts, liderada por Samuel Adams, resolvió convocar a un congreso para que todas las Colonias discutieran en conjunto las medidas que habrían de tomarse a fin de reivindicar los derechos de los norteamericanos ante Gran Bretaña, procurando restablecer las relaciones con el Imperio. Entre los representantes de las colonias, nombrados por la misma Massachusetts y por algunas de las otras colonias, figuraban George Washington y Patrick Henry, de Virginia; y John Adams y Samuel Adams, de Massachusetts.

El primer Congreso Continental se reunió en Filadelfia el 5 de septiembre de 1774. Los hombres que en él se congregaron discrepaban sobre el rumbo que debía seguir el proceso. Algunos querían la independencia; otros, eran más conservadores y trataban de apaciguar los ánimos; la mayoría era partidaria del equilibrio. Finalmente, tras largos debates, los representantes llegaron a tres conclusiones.

Establecieron, en primer lugar, un conjunto de resoluciones estipulando los derechos, libertades, e inmunidades de los coloniales y determinando las disposiciones inglesas que las violaban. Redactaron también una petición a Jorge III y otra al pueblo inglés y a los habitantes de América Británica en las que presentaban los motivos de sus quejas. Por último, y como lo más importante, tomaron la decisión de detener la importación de artículos británicos a las colonias hasta que se obtuviera una compensación por los agravios, para lo cual crearon “comités de seguridad e inspección”. Estos comités, además de ser los encargados del boicot, eran organismos descubridores de norteamericanos desleales a la causa patriota, o sea, que compraban artículos ingleses.

El gobierno Británico estaba dispuesto a librar de gravámenes a cualquier colonia siempre que ésta asumiera su parte en la defensa imperial y suministrara dinero para mantener a los funcionarios de la Corona dentro de sus límites. Tal vez, con una buena disposición por parte de ambos lados, el conflicto hubiese llegado sólo hasta allí. Pero Gran Bretaña también añadió un conjunto de resoluciones prometiendo un apoyo total a Jorge III en el cumplimiento de las leyes Británicas en las colonias, y restringió ciertas acciones que prácticamente destruían el comercio colonial.

Entre tanto, los funcionarios británicos en las colonias incrementaban sus esfuerzos para obligar a la obediencia a la autoridad pública. Así, en 1775, el General Gage despachó en Boston un pequeño contingente hacia Lexington y Concord para apoderarse de algunas provisiones militares allí almacenadas. La madrugada del 19 de Abril un grupo de milicianos americanos se reunieron en las afueras de Lexington advertidos de que venían los soldados británicos. Cuando los norteamericanos vieron que una resistencia armada sería inútil, comenzaron a romper filas. Sin embargo, de pronto, alguien disparó.

El anónimo disparo fue seguido todo el día por un tiroteo. Los milicianos, surgidos de todos lados, persiguieron a las tropas británicas en su retirada a Boston. Había estallado la guerra.

El segundo Congreso Continental, reunido en Filadelfia, dispuso que los milicianos de Nueva Inglaterra organizaran en Boston un ejército regular y nombró a George Washington como Comandante de las fuerzas norteamericanas en Massachusetts. Resolvió también reunir dinero y pertrechos, buscar apoyo en las naciones europeas y llevar adelante la lucha por la consecución de las libertades proclamadas. Como era de esperar, Jorge III ordenó sofocar la insurrección y castigar a los instigadores de “tan traicioneros designios”.

Hacia fines de 1775 los milicianos de Vermont se apoderaron de Ticonderoga y Crown Point, tomando posesión de ciertas fortificaciones que podían bloquear un avance británico desde Canadá. Durante el mismo año las fuerzas norteamericanas tomaron Montreal, pero fracasaron en Quebec, echando por tierra la esperanza de contar con el apoyo canadiense. Sin embargo, en marzo de 1776 Lord Howe entregó Boston al ejército de Cambridge liderado por George Washington. El conflicto se libraba con avances y retrocesos en ambos bandos, pero el ánimo de los norteamericanos estaba más exaltado que antes.

En esos momentos, Thomas Paine lanzó su libro “Common Sense” (Sentido Común), donde exigía la inmediata independencia norteamericana, con un lenguaje bastante directo. El primer número fue publicado el 23 de diciembre de 1776, y al comienzo decía: “La tiranía, como el infierno, no es fácil de vencer; pero tenemos este consuelo: que cuando más duro es el conflicto, tanto más glorioso es el triunfo. Lo que nos cuesta poco, lo estimamos también en poco: es sólo lo que nos cuesta lo que da a cada cosa su valor. El cielo sabe cómo poner un justo precio a sus bienes; y sería extraño, en verdad, que un artículo tan celestial como la Libertad no fuese altamente valorado”. Desde el punto de vista de Truslow, comparado con la mejor literatura del periodo de controversia, el libro de Paine era superficial y rudo; pero estaba insuperablemente escrito para llegar al corazón del hombre corriente y estimularlo a la acción. Según Isaac Asimov esta obra “Más que cualquier otro factor, produjo un necesario cambio en el pensamiento popular y convirtió la independencia en algo exigido por una cantidad suficiente de americanos como para hacerla posible políticamente”. Para este historiador claramente el modo más adecuado de propagación de las ideas revolucionarias era la lectura, lo que se inscribe en el ambiente ilustrado existente en aquellos tiempos. Aunque actualmente está lejos de ocurrir un suceso histórico similar al de este estudio, dado el conformismo imperante, probablemente no sería a través de libros como se darían a conocer los planteamientos nuevos, porque el común de la gente ha perdido la capacidad de asombro ante lo que se puede llegar a escribir. Por muy exaltado que fuese el lenguaje del libro, no lograría convencer a muchos. De hecho, es tan lejana la posibilidad de que exista una corriente intelectual crítica al sistema relativamente considerable, como de que exista algún cambio en el modelo político. Este sedentarismo intelectual, claro está, también se lo debemos en parte a la influencia norteamericana actual, y al bombardeo constante de sus mensajes a través de las grandes cadenas mediáticas controladas por ellos mismos a lo largo y ancho de todo el mundo.

Pero retomemos los hechos. En mayo de 1776, el Congreso Continental aconsejó a todas las colonias que formaran un gobierno propio, como si el dominio británico ya no existiese. Y el 13 de abril, la asamblea revolucionaria de Carolina del norte otorgó a sus delegados en el Congreso poderes extraordinarios para unirse con los demás miembros y declarar una abierta independencia. La idea fue aprobada en todas las otras colonias. Así, el 7 de junio el Congreso designó un comité de redacción de una declaración de independencia. Entre sus cinco miembros figuraban Thomas Jefferson, John Adams y Benjamin Flanklin.....El Congreso adoptó formalmente el documento el 4 de julio, luego de introducirle leves modificaciones, y fue leído públicamente por primera vez en Filadelfia, el 8 de julio. La Declaración, preparada bajo la influencia de la doctrina del derecho natural de Rousseau, aclaraba los motivos que impulsaron al pueblo norteamericano a la separación de Gran Bretaña, dirigiéndose particularmente en contra del Rey Jorge III, y no del Parlamento, lo que según el historiador Isaac Asimov hubiese sido absolutamente innecesario: “Ningún americano sentía lealtad mística alguna a un cuerpo legislativo, sino sólo al rey; y era el rey de quien debían ser apartados los sentimientos americanos”. Sin embargo, aunque sus críticas iban bien dirigidas, no fueron lo suficientemente duras como pretendía Jefferson. De hecho, su acusación de que el rey impedía la regulación del comercio de esclavos africanos a Virginia, fue suprimida por la insistencia de los delegados de Carolina del Sur que se negaron a permitir toda mención acusatoria de esclavitud.

Así pues, la Declaración afirmaba que como las colonias no podían estar representadas adecuadamente en el Parlamento, sus asambleas locales debían tener la facultad exclusiva de legislar, cuidando sin embargo los intereses de todo el Imperio. También establecía tres principios fundamentales, que han determinado la historia política y social de la humanidad desde su instauración, a saber: 1°) Que todos los hombres fueron creados iguales y fueron revestidos por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos, el de la vida, libertad y conquista de la felicidad; 2°) Que los gobiernos han sido instituidos para garantizar estos derechos, y derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; 3°) Y que cuando cualquier forma de gobierno comienza a destruir estos derechos, el pueblo tiene derecho de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno, colocando sus cimientos sobre tales principios y organizando sus poderes en la forma que a éste le parezca más adecuado para su seguridad y felicidad.

Según el historiador James Trulow esta declaración estuvo lejos de contar con la adhesión de todos los habitantes de Norteamérica ya que existían tres grupos de intereses distintos: “dos de ellos eran relativamente pequeños, en la cumbre, los ultraleales, que defendían todo lo que hiciese Inglaterra, y los radicales en el otro extremo. En medio se hallaba la gran masa de norteamericanos, que deseaban sobre todo que se les dejase vivir su vida y ganar su pan en paz, sin molestias de nuevas y enojosas leyes británicas, ni de violencias por las turbas radicales norteamericanas” y, para dejar claramente establecida su teoría, agrega: “es cierto que los leales, y muchos de los conservadores que formaban el bando norteamericano con gran recelo, creían que el acto (de Declaración de Independencia) era temerario e injustificado, y se entristecieron profundamente al ver cortados los lazos con el país del que procedían. Pero la suerte estaba echada, y tales hombres, aunque permaneciesen en Norteamérica, ya no habían de tener influencia”. Es de esperar que existiesen reaccionarios, especialmente si éstos eran habitantes procedentes de Inglaterra. Es por todos sabido que los que tienen poder quieren conservar sus cuotas, por pequeñas que éstas sean. La opinión del historiador Charles Beard confirma el juicio hecho por Truslow. Él piensa que: “existían muchos norteamericanos que, aunque se inclinaban hacia la independencia, temían que `el pueblo' pudiera instaurar gobiernos que destruyeran los privilegios disfrutados hasta entonces por determinadas clases que componían las colonias”. Incluso, algunos representantes del Congreso, como Galloway, estaban horrorizados: “La independencia -decía él- significa la ruina. Si Inglaterra la niega, nos arruinará; si la otorga, nos arruinaremos nosotros mismos”. Resulta, por lo tanto, más comprensible el hecho de que esta Independencia no fue algo fácil para los colonos. Al ser la primera revolución liberal de las muchas que habrían de sucederse desde entonces, existía mucha gente a la cual convencer. Y no todos eran proclives a cambios tan repentinos. Generalmente se olvida que estos procesos deben obligatoriamente conciliar los intereses de una gran cantidad de personas, y que cualquier oposición relativamente numerosa los haría trastabillar. El haber sobrellevado este aspecto exitosamente constituye, entre otras, una de las virtudes más fundamentales de la Independencia norteamericana.

Sin embargo, la verdad es que la Declaración de la Independencia no fundó, ni siquiera en teoría, una nación nueva e independiente. Fundó trece naciones separadas nuevas e independientes, con fronteras inciertas y con mucha hostilidad entre ellas. Pero esto no le hace perder méritos, pues aún así constituye un gran hito en la historia mundial.

Tras haber creado la Declaración de Independencia, Norteamérica se abocó a dar término a la guerra. Sin embargo, la situación de ésta no era muy favorable a los intereses coloniales. En agosto de 1776 las tropas al mando del General George Washington fueron duramente aplastadas por las tropas británicas superiores en Long Island. Esa batalla creó un gran desconsuelo entre los norteamericanos, el que sólo pudo ser superado en la Navidad de ese mismo año, cuando Washington atacó por sorpresa las mercenarias tropas de Hesse, bajo el mando británico, capturando cerca de mil prisioneros, que una vez terminada la guerra permanecieron en el país y se convirtieron en ciudadanos americanos. En enero de 1777 Washington asestó otro duro golpe a las armas inglesas al vencerlos en la batalla de Princeton.

No obstante, a mediados de ese año Washington fue derrotado en Bradywine. Se vio obligado a emprender la retirada hacia Valley Forge encontrándose al borde de sus recursos. En esos momentos la independencia corría grave peligro. Afortunadamente para los norteamericanos, fracasó una invasión generalizada a Nueva York y se rindió en Saratoga el general británico Burgoyne ante el General recientemente incorporado a la fuerzas coloniales Horatio Gates.

La rendición de Burgoyne fue crucial para la consecución de la independencia norteamericana. Según el historiador Charles Beard “demostró que las tropas norteamericanas, aunque pobremente adiestradas y pertrechadas, poseían genio bélico y podían, en ciertas circunstancias, hacer frente a las tropas británicas regulares” y agrega: “su noticia contribuyó a equilibrar la opinión de los ministros franceses que aconsejaron a Luis XVI e hicieron que Francia entrara en guerra con Gran Bretaña”.

Probablemente sin la ayuda de Francia, que respondía a su interés de perjudicar a Inglaterra, de proteger sus propias islas de las Indias Occidentales, y de vengarse por su derrota de 1763, los colonos no hubieran conseguido nunca la independencia definitiva. La situación era bien comprendida en Norteamérica, y habían mandado a Franklin a París para que intentara negociar un tratado de alianza; pero Francia, que no tenía interés en la formación de una República norteamericana, se mostraba cauta. Finalmente, pudieron contar con su apoyo tras largas gestiones. De esa nación obtuvieron fuerzas navales, generosos préstamos y un gran cuerpo de soldados y oficiales excelentemente preparados (en todo caso, ya habían en ese momento soldados franceses en América, que habían arribado en busca de dinero y oportunidades). Resulta particularmente interesante el hecho de que fue precisamente mediante la asistencia de un gobierno claramente despótico, como lo era a la sazón el de Luis XVI, que los norteamericanos lograron desasirse de un régimen tan opresor como el del imperio británico. Si los franceses actuaron maquiavélicamente al pensar sólo en los dividendos que obtendrían de la guerra contra Gran Bretaña, los norteamericanos también lo hicieron, al olvidar cualquier tipo de consideración humanística o democrática aceptando el apoyo bélico de la monarquía francesa. Esto, porque a la hora de los intereses poco han importado, a lo largo de toda la historia, los principios defendidos ardorosamente en tiempos de normalidad, lo que es una de las características, no sólo de la denominada “clase política”, como podría parecer, sino del hombre en general.

Así, en febrero de 1778 el gobierno francés hizo tratados de amistad y comercio con los Estados Unidos. Reconoció oficialmente la independencia norteamericana, firmó una alianza de ayuda y defensa mutua, declaró la guerra a la Gran Bretaña y de inmediato comenzó a participar en las operaciones navales y militares contra la misma. A comienzos del año siguiente, se le unió España, esperando recuperar para sí la Florida, anexada por los británicos en 1763. También Holanda se le sumó posteriormente, sometiendo al pillaje el comercio británico.

Pese a la asistencia de los franceses, los norteamericanos sufrieron grandes pérdidas en los tres años que sucedieron a la firma del tratado con éstos. Los ingleses contrarrestaron un ataque colonial en junio de 1778 y ese mismo año capturaron Savannah e invadieron Geogia y las Carolinas. En mayo de 1780 se apoderaron de Charleston.

A partir de ese momento, la situación volvió a tornarse favorable a la causa colonial. En marzo de 1781 el General británico Cornwallis, al llegar a Virginia, trató de capturar las tropas al mando del Marqués de Lafayette, pero falló en su intento. Debió emprender la retirada a Yorktown, sobre la costa de Virginia. El General Washington pensó que era una gran oportunidad para dar un golpe concluyente, y envió tropas para sorprender a Cornwallis desde el flanco terrestre. Una flota francesa comandada por el Almirante de Grasse impidió la huida de las tropas británicas por el mar. Entonces Cornwallis se rindió ese 19 de octubre de 1781. Esta habría de ser la última batalla de la larga guerra contra Gran Bretaña. Después de ella, los ingleses nunca más hicieron nada por recuperar su dominio sobre las colonias, principalmente porque en Inglaterra una parte importante de la opinión pública se oponía hacía tiempo a la continuación de la guerra. Se advertía que Norteamérica estaba, en todo caso, perdida para el Imperio, y que se arriesgaba mucho y no se ganaba nada manteniendo una lucha sin objeto contra Francia, España y Holanda.

Sin embargo, debieron transcurrir meses para que se firmara la paz definitiva con Inglaterra. Sólo en 1782 comenzaron los trámites diplomáticos entre los agentes británicos y los comisionados norteamericanos en Francia: John Jay, John Adams y Henry Laurens, el que se incorporó posteriormente.

Los enviados estadounidenses, trabajando ocultos del gobierno francés, obtuvieron generosas condiciones para Norteamérica y firmaron secretamente un borrador de un tratado con Gran Bretaña. Cuando el Conde de Vergennes, ministro francés, se enteró del convenio, recordó a los comisionados que el gobierno de Estados Unidos les había instruido “guiarse por los deseos de la corte francesa”, y los acusó de violar las promesas hechas a Francia en 1778, cuando se formó la alianza. Pese e todo, finalmente cedió, y Francia también pudo llegar a un acuerdo con Inglaterra.

El tratado final entre Estados Unidos y Gran Bretaña fue firmado en París el 3 de septiembre de 1783, y ratificado por el Congreso en enero de 1784. En él, Jorge III reconocía la independencia de Estados Unidos, y se aceptaba la República oficialmente como forma de gobierno.

Conclusión

Hemos analizado a lo largo de todo este informe algunos de los principales aspectos de la independencia de los Estados Unidos. Este hito histórico, como lo hemos advertido tras una larga investigación, es particularmente importante, pues fue la primera de las grandes revoluciones que caracterizaron el período que va entre fines del siglo XVIII y parte del siglo XIX. Su carácter fue absolutamente liberal y dejó a Estados Unidos situado a la vanguardia de los actuales sistemas democráticos representativos, que hoy en día marcan la pauta en todo el mundo, y son considerados como la forma más avanzada de democracia.

La Declaración de Independencia, cargada de una filosofía humanista acorde a los conceptos Ilustrados, sin duda constituye uno de los principales aportes al desarrollo político de la humanidad, no tan sólo por ser la primera de su tipo, sino más bien porque significó en su momento un valiente ejemplo de lo que pueden lograr los pueblos soberanos cuando se proponen propósitos nobles y fundados sobre la dignidad intrínseca de la condición humana.

Por otra parte, en el ámbito financiero, la Independencia de Estados Unidos contribuyó notablemente a que en Norteamérica se desarrollase una amplia y sólida expansión económica caracterizada principalmente por una singular apertura del campo laboral, una fuerte inversión durante el período colonial, y un cada vez mayor impulso proveniente del predominante evangelismo de esos apartados lugares en el contexto del siglo XVIII. Podría decirse que estos tres tópicos jugaron un muy importante papel en el crecimiento que ha distinguido a la economía estadounidense desde sus albores y en la instauración de su duradera democracia.

El concepto de democracia existente en la actualidad, forjado precisamente en el momento histórico que estudiamos, significa, en primer lugar, individualismo bajo protección colectiva, y también, competencia individual y libre salvaguardada por un gobierno de la comunidad. Es el modelo político y económico que reina hoy por hoy. Creemos, por nuestra parte, y este trabajo ha confirmado nuestro parecer, que este sistema, por la innegable influencia norteamericana, entre otras causas, de un tiempo a esta parte ha tendido a quedarse “estancado” en un solo sitio, inmóvil, y que sin embargo necesita evolucionar manteniéndose apartado de grandes los grupos de poder, sean éstos políticos o económicos. No porque el sistema sea nefasto, sino porque para que exista una sociedad sana debe haber participación activa de todos los miembros que la conforman (lo que actualmente no ocurre; sólo basta con percatarse de la inquietante inactividad social de muchos jóvenes y de su creciente desinterés político). Un buen modo de asegurar que esto ocurra es mediante la renovación de los métodos que constituyen un sistema democrático.

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Chales A. Beard: “Historia de los Estados Unidos”; Tipográfica Editora Argentina, pág. 111.

Charles A. Beard, op.cit, pág. 111.

N. Efimov: “Historia de los tiempos modernos”, Editorial Futuro, pág. 21.

James Truslow Adams: Op.cit, pág.62.

James Truslow A.: op. cit, pág.66.

Richard B. Morris: “Documentos Fundamentales de la Historia de los Estados Unidos de América”; Editorial Libreros Mexicanos Unidos, pág. 34.

Ricardo Levene: “Historia de América” Editorial Jackson, Tomo V, pág. 272.

Samuel E. Morison y Henry S. Commager: op.cit, pág.153.

James Truslow, op.cit.,pág.75.

Isaac Asimov: “El nacimiento de Estados Unidos”, Alianza Editorial: págs. 51-52.

Isaac Asimov: op.cit, págs. 97-98

Isaac Asimov: op.cit, pág. 75.

Isaac Asimov: op.cit, pág. 80.

James Trulow: op.cit, pág. 141.

James Truslow: op.cit., pág. 143.

Charles A. Beard, op. cit, pág. 137.

'Independencia de {EEUU}'




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Enviado por:Marcelo Jorquera Cahuín
Idioma: castellano
País: España

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