Filosofía
Historia de la filosofía
Indice:
Tema 1.- Naturaleza, hombre y sociedad en el pensamiento griego.
Antes de los presocráticos 5
Naturaleza y logos en los presocráticos 5
Tales de Mileto 6
Anaximandro de Mileto 7
Anaxímenes de Mileto 8
Heráclito de Efeso 8
Parménides de Elea 10
Zenón de Elea 11
Pitágoras de Samos 12
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Ontología pitagórica 12
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Antropología pitagórica 13
Los pluralistas: Empédocles y Anaxágoras 13
Los atomistas: Leucipo y Demócrito 14
La autoexperiencia moral en Sócrates 15
Los sofistas 15
Sócrates 16
Platón 19
Conocimiento y realidad 19
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Los comienzos de la teoría 19
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La trascendencia de las ideas 20
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Relación entre las ideas y las cosas sensibles 22
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Argumentos para demostrar la existencia de las ideas 22
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La doctrina de la anamnesis 23
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Grados de conocimiento y de realidad: la República 24
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El sistema de las ideas 27
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Autocrítica de Platón 28
La naturaleza del alma y su relación con el cuerpo 28
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Dualismo alma-cuerpo 28
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El alma tripartita 29
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Argumentos para probar la inmortalidad del alma 30
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Escatología 30
Ética y política 31
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La educación y la realización de la justicia 33
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El gobierno del sabio 34
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La abolición de la propiedad y de la familia 34
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Ética 34
Aristóteles 35
Naturaleza y causalidad 35
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Crítica a Platón 36
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Naturaleza y cambio 36
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Modos de ser t tipos de cambio 38
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La explicación del cambio 39
Virtud y felicidad 40
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Naturaleza del hombre (antropología filosófica) 41
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Virtud (Areté) 41
El carácter comunitario del bien 53
Tema 2.- Racionalismo y empirismo
El Renacimiento: ciencia y humanismo en el origen de la modernidad 47
Descartes 49
Marco general 49
Razón y método: el criterio de verdad 51
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La aplicación del método a la matemática 54
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La aplicación del método a la metafísica 55
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El cogito, Dios y el problema del círculo vicioso con el criterio de verdad 57
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Lo que Dios nos garantiza 60
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La estructura de la realidad: la teoría de las tres sustancias 61
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Las leyes de la física 63
Locke y Hume 63
Los empiristas 63
La crítica al innatismo y al concepto de causa 64
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Crítica de Locke a las ideas innatas 64
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Crítica de Hume al innatismo 66
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Crítica de Locke y Hume al concepto de causa 67
Origen y constitución de la experiencia 70
El emotivismo moral de Hume
Tema 3.- La filosofía de la ilustración
Características generales de la Ilustración 81
La idea de contrato en la constitución del estado moderno 82
Historia y progreso en el pensamiento ilustrado 85
Juicios sintéticos a priori 86
Los límites del conocimiento 88
La estética trascendental 90
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Consecuencias de la estética 91
La analítica trascendental 92
La dialéctica trascendental 94
El formalismo moral 95
La ética material 96
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Tesis 1.ª 96
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Tesis 2.ª 96
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Es empírica 97
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Es hipotética 97
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Es heterónoma 97
La ética formal 97
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Tesis 3.ª 97
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Tesis 4.ª 97
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Lo que proviene de la razón: Ley a priori 99
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Lo que proviene de la voluntad: Los imperativos 99
Los postulados 100
1
NATURALEZA, HOMBRE Y
SOCIEDAD EN EL PENSAMIENTO GRIEGO
Antes de los presocráticos...
Naturaleza y logos en los
presocráticos
La autoexperiencia moral en
Sócrates
Platón
Aristóteles
ANTES DE LOS PRESOCRÁTICOS...
Suele decirse que la filosofía occidental tiene su origen en los llamados presocráticos, unos griegos de las colonias que se habrían dedicado a pensar y hablar de algunas cuestiones peculiares con un estilo novedoso y cuyo primer representante sería Tales de Mileto (Mileto era una colonia griega de Jonia, en el Asia Menor), un milesio que habría vivido aproximadamente del 635 al 560 a. C.
Ese surgimiento de la Filosofía es lo que también se entiende con la expresión paso del mito al Logos, es decir, paso de un tipo de pensamiento mítico, religioso a otro tipo de pensamiento racional (Razón sería una de las posibles traducciones de la palabra griega Logos) que de alguna manera sería una seña de identidad de los presocráticos.
Cuando pasamos de un sitio a otro interesa saber cuál sea ese primer lugar que hemos abandonado, y, para el caso, nos interesa el tipo de pensamiento mítico que constituye el trasfondo sobre y contra el que comenzó a filosofar. Y al respecto no cabe duda de que los padres de ese pensamiento mítico griego son Homero (nombre con el que nos referimos al hipotético autor de los dos grandes poemas épicos Iliada y Odisea, pero cuya existencia ha sido cuestionada por múltiples autores) y Hesíodo, autor de Teogonía y Los trabajos y los días.
Los poemas homéricos (de los que poseemos copas de copias de copias de copias...), pertenecieron originalmente a la literatura oral cantada de los bardos o aedos de corte en corte, de forma similar a aquellos trovadores medievales que cantaban el Poema del Mío Cid o la Canción de Roldán; recitarían así, de memoria, de doce a quince mil versos ante su público en sesiones que durarían varios días. La Iliada fue llevada a escritura alfabética en el siglo viii, y unos treinta años después, lo fue la Odisea; como ya hemos dicho, el supuesto personaje que se dio a escribir sobre rollos de papiro habría sido Homero: constituyen estos los primeros documentos escritos de Grecia después de la llamada Época oscura, lapso histórico que abarcaría desde la invasión de los Dorios en el siglo xii hasta el mismísimo siglo octavo en que se importa la escritura fenicia, época de la cual no poseemos documentos escritos (de ahí el calificativo oscura) y que separaría la civilización micénica —formada por la mezcla de pueblos indoeuropeos procedentes del Norte con los minios y los jonios, a partir del siglo xvi a. C., con la población autóctona que poblaba el suelo de la posterior Grecia—, de la Grecia arcaica a partir del siglo viii.
La primera seña distintiva del pensamiento mítico, tal como queda configurado en los poemas homéricos y en Hesíodo, es la recurrencia de los dioses para explicar los hechos del mundo: la salida y la puesta del sol, por ejemplo, serían explicadas por la carrera diaria que emprende el dios Helios desde el este al oeste de la bóveda del cielo (por la noche daría la vuelta al disco de la tierra, que tiene forma cóncava, para volver desde el oeste al este). Este tipo de explicaciones supone, en segundo lugar, que los dioses quedan asociados con fenómenos meteorológicos: Zeus, tras cuyo nombre leemos la raíz indoeuropea que encontramos en el sánscrito dyau'h, brillar, representa al cielo luminoso, pero también está presente en el rayo como Zeus Brontes, Keraunios o Kataibates, en la lluvia como Ombrios o Hyetios, especialmente en las fecundantes lluvias de otoño que, al inaugurar la estación de las siembras es como si realizasen hierogamia del cielo y de la tierra; está incluso presente en las profundidades de la tierra, en forma de riquezas que su fecundidad hace nacer: Zeus Chtonios, Plousios y Meilichios... Poseidón, por su parte, se relaciona con el agua y los caballos, Hefesto con el fuego, Dioniso con la vid, Deméter con el trigo, etc. Los dioses están asociados a facultades o potencias, así Atenea con la inteligencia, Ares con la belicosidad, Apolo con la capacidad artística, etc.
Bien, desde el punto de vista sociológico, los poemas homéricos reflejan una sociedad altamente jerarquizada en la que los auténticos hombres, los plenamente humanos, sólo son aquellos que reúnen varios requisitos: han de ser varones, adultos, aristócratas (con lo que ello entraña, jefes de un oikos y guerreros), lo cual quiere decir que mujeres, niños, vasallos, thetes, pueblo no agrícola, etc., tienen una humanidad degradada, son seres inferiores. Asimismo, esto tiene una profunda implicación epistemológica: sólo el que reúna esas características definitorias de lo humano tiene derecho a expresar lo verdadero, lo justo, etc.
Homero, sin embargo, estaba contando historias del pasado, historias que los griegos parecían creer algunas veces y otras no tanto (Jenófanes, Heráclito y Patón protestaban por las fabulaciones “de los poetas”). Cuando supuestamente se llevaron a escritura la Iliada y la Odisea ya estaba surgiendo ese tipo de organización social que se llamó polis, la ciudad-estado, ciudad por su extensión y su población y estado por su independencia política. Fue este tipo de contexto socio-político en el que surgió la filosofía presocrática, en las ciudades de colonización griega de las costas del Así Menor, aunque otras circunstancias nos hacen más comprensible tal evento:
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Se modifican las técnicas de combate y los armamentos, pues la figura del hoplita, especie de soldado de infantería que lucha en formación y condición que adquiere todo aquel que puede costearse la espada, el escudo y el caso, gana en importancia bélica y en número frente a los hippeis, los caballeros, condición reservada para los aristócratas que pueden costearse el caballo. Lo importante, sin embargo, es que el guerrero homérico anhela la proeza individual, la heroicidad personal realizada en combate singular, algo que el hoplita debe evitar, como el soldado de nuestros ejércitos, cuya única virtud debe ser someterse a la disciplina.
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El mar Egeo bulle de comercio a partir del siglo vii, intensificándose los contactos entre las ciudades griegas.
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No hay castas sacerdotales defendiendo los textos de algún libro sagrado inspirado por Dios.
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La escritura alfabética se impone, dando publicidad y democratizando la palabra.
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Frente a la jerarquía, se tiende al equilibrio. La ley debe estar en mesoi, en el medio, por ello el sabio Solón es requerido por los atenienses en el 594 para que legisle e instaure un equilibrio entre los aristoi y los poloi (digamos entre los pocos ricos y la mayoría).
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La palabra cobra preeminencia sobre cualquier otro instrumento de persuasión, sea la fuerza, la tradición o el linaje. El ágora, que en Homero es la reunión de los guerreros para tomar decisiones, se convierte en la plaza pública y en la reunión de todos los ciudadanos donde se emplea la discusión y no la autoridad para llegar a esa decisión.
Como resumen y consecuencia de todo lo anterior, se observará una secularización del pensamiento y de la praxis social: el filósofo y el ciudadano surgen juntos: los siglos VII-VI verán la aparición de esos personajes que Aristóteles llamó physiologoi, los presocráticos, los primeros filósofos griegos en elaborar un logos sobre la physis, es decir, sobre la naturaleza. ¿Y qué tipo de logos elaboraron? La palabra logos en el siglo v significaba al menos nueve cosas distintas: (1) todo lo que se dice, una historia o narración, (2) fama o reputación, (3) tomar en consideración, sopesando los pros y los contras, (4) causa, razón, (5) la verdad de la cuestión (6) medida, plenitud, (7) correspondencia, proporción, (8) principio general o norma y (9) facultad de la razón.
Pero el logos de los presocráticos, frente al mito (aunque la ruptura entre mito y logos no es tan pronunciada ni tan súbita como parece), recoge los sentidos 3, 5 y 9 de la palabra: se trata de razonar, servirse de la facultad de la razón (9) y no de la imaginación poética, sopesando los pros y los contras (3) y no decidirse mediante augurios, fuerzas o juramentos, aspirando a la Verdad (5), no a la mera belleza que cautiva el alma de los interlocutores. Y el objeto de semejante meditación es la Naturaleza, la Physis, no ya los dioses.
NATURALEZA Y LOGOS EN LOS PRESOCRÁTICOS
Tres rasgos van a ser característicos de los presocráticos:
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Un pensamiento positivo que excluye toda forma sobrenatural antropomórfica (como la de los dioses homéricos).
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El concepto physis se entiende en dos sentidos: como Naturaleza en general y como la naturaleza de algo, su esencia. Los presocráticos entendían la naturaleza en general como algo en constante cambio, en perpetuo generarse y devenir; no es una casualidad que la palabra physis, naturaleza, derive del verbo phyo, que significa crecer, generarse, nutrirse, igual que la latina natura —de donde surge nuestra palabra castellana— proviene de nascere, con idéntico significado. No obstante, en tanto que “naturaleza de algo”, también pensaban que por debajo de tanto cambio existía, o debía existir, algo que permanecía, algo constante; sospechaban que el principio de identidad a!a (una puerta es una puerta, si la puerta está abierta, no es verdad que está cerrada: algo debe permanecer estable) constituye el armazón necesario del conocimiento.
Conciliar identidad y cambio será una de las tareas que más interesará, y embrollará, a los presocráticos.
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La physis, en ese segundo sentido que sugiere algo estable se identificará con el arjé. Los presocráticos, entonces, se preguntarán cuál es el arjé de la physis.
Arjé (>ðρðð) empezó significando origen o principio en sentido temporal (hoy, para hablar del arjé del Universo en ese sentido habría que mencionar el Big Bang); más tarde significó también orden y mando (los arc*ontes griegos eran los mandatarios); por último, arjé acabó aludiendo a la estructura última de la realidad, aquello de lo que surgen las cosas y a lo que van a parar (como en pulvus es et in pulvus reverteris), dado que para los griegos las cosas no surgen de la nada ni se deshacen en nada. El arjé del universo, en este sentido, serían para nosotros los átomos.
Tales de Mileto
Suele decirse, con más simplicidad que acierto, que Tales, un milesio que habría nacido en torno al 625-610 a. C., fue el primer filósofo. Se le incluye en la lista de los llamados siete sabios de Grecia, junto con el legislador Solón, entre otros.
De todos los presocráticos sólo tenemos referencias indirectas, por citas o comentarios que aparecerían en textos de los llamados doxógrafos, y de éstos, los doxógrafos, obviamente, sólo poseemos copias de copias... Ahora bien, así como, parece, en tiempos de Platón y Aristóteles aún se conserva algún escrito de los presocráticos más antiguos, no es este precisamente el caso de Tales, del que ya en el siglo cuarto griego sólo se conocía ese tipo de referencias indirectas que van desde el rumor hasta la cita directa.
Dícese que Tales viajó por Egipto, donde habría medido la altura de las pirámides calibrando su sombra y aprendiendo algunas claves de la Matemática, y por Oriente, pues su conocimiento de las sais, las tablas babilónicas que registraban la periodicidad de los eclipses le permitió, tal vez, predecir el eclipse de sol que tuvo lugar el 28 de mayo del 585 y que pudo verse en toda la Jonia.
Aunque es discutible, suele decirse que Tales pensó en el agua como >ðρðð, principio de todas las cosas, es decir, tales pensaría que las cosas son, en última instancia, agua, de ella surgirían todas las cosas. Por qué llegaría a tal conclusión es cosa que también se discute, pues se han propuesto dos tipos de razones o explicaciones bien distintas: místicas o “racionales”.
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Razones míticas:
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Tales estaba familiarizado con las civilizaciones fluviales de Babilonia y Egipto, en la que la dependencia del agua del Tigris, Eúfrates y del Nilo se reflejaba en sus mitologías. Así, entre los egipcios la tierra habría surgido de Nûn, las aguas primordiales (mito que recrearía la superfertilidad del limo tras las inundaciones periódicas del Nilo).
De forma semejante, en la cosmogonía babilónica del Enima Elish el caos primordial está compuesto de Apsu (aguas dulces), Tiamat (mar) y Mummu (bancos de nubes y niebla).
También en la cosmogonía hebrea el agua juega un papel originario, pues cuando Dios separa la tierra y el cielo tenebrae erant super facie abyssus et spiriyus Dei foveat aquas (el espíritu —Ruach— de Dios aleteaba sobre las aguas, aunque esas aguas no son las del mar, los ríos o la lluvia).
Por último, para Homero Okeanos es ðððð γðððσðs, el padre o generador de los dioses.
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Explicaciones racionales
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Según Burnet, Tales habría pensado en el arjé a partir de la observación empírica de que aquella se presenta en los tres estados de la materia, sólido, líquido y gaseoso, transformándose de unos en otros.
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Para Aristóteles, Tales relacionó el agua con la idea de vida porque el alimento y el semen tienen humedad (y el verdadero calor de la vida es un calor húmedo, el de la sangre).
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Por último se observa que los cuerpos se desecan cuando muertos.
Bien, lo cierto es que, tuviera una motivación más o menos mítica, tales se sirvió de un agente natural como el agua, algo muy distinto a un Dios como Poseidón, para formular observaciones y explicaciones también naturales; así, los terremotos se explicarían porque la tierra flota cual madero sobre las aguas que, al agitarse, producirían los temblores del seísmo. Quedaría corroborada la hipótesis empírica anterior por el hecho de que en todo terremoto de importancia surgen del suelo nuevas fuentes. He aquí un ejemplo de explicación de un fenómeno de la naturaleza por medio de una analogía entre cosas reales (la tierra como un tronco flotante), y no ya por medio de la voluntad divina, tradicionalmente la de Poseidón encolerizado.
Anaximandro de Mileto
Parece que fue Anaximandro el primero de quien se conservó un libro (rollo de papiro) hasta los días de Aristóteles y Teofrasto. Presunto discípulo de Tales, habría vivido en torno al 610-545 a. C.. Será el primero, según la leyenda, en dibujar un mapa de la tierra, cóncava como en Homero, dividida en tres partes o continentes, Europa, Asia y Libia y rodeada por el mar Océano.
Explicó el origen del hombre intentando dar cuenta del hecho de que los recién nacidos no son capaces de cuidarse por sí mismos proclamando que originariamente los humanos se desarrollaron en el vientre de los peces (γððððs, tiburón, es la palabra), de donde nacieron ya con cierto grado de madurez (como ocurre en los tiburones). Como un Darwin a lo naïf, pues, pensó que el hombre proviene del pez. Ello encaja, por lo demás, con la hipótesis anaximándrica de que la tierra estaba in illo tempore cubierta por aguas, hipótesis que daría cuenta, a su vez, de los restos de conchas marinas fósiles que pueden encontrarse en algunas montañas.
Pensaba que la tierra se hallaba en mitad del cosmos como el eje de una rueda y que tenía la forma de un tronco de columna, Al estar justo en el centro permanecería inmóvil. También explicó en términos el porqué de los terremotos: observa, en primer lugar, que los movimientos sísmicos tienen lugar en épocas del año o muy secas o muy lluviosas. Percibe que la sequedad o la lluvia provocan grietas en la tierra por las que —supone— circula un viento tempestuoso que, en fin, sacudiría la tierra. Construyó un gnomon.
Bien, parece que Anaximandro fue el primero en utilizar el concepto de arjé con los tres significados que ya vimos, pero no estaba de acuerdo con Tales sobre la naturaleza de éste. Anaximandro se preguntaría ”Si todas las cosas surgen del agua, cómo explicar entonces la existencia de lo seco, lo cálido, del fuego mismo? Si se respondiera: hay una pérdida de humedad, podría replicarse que para que el agua se seque tiene que actuar algo, lo seco, el agente que seca el calor, sobre ella. El agua en realidad no engendra el fuego, sino que se le opone, lo destruye".
Anaximandro concluyó que tenía que existir algo más fundamental que el agua: una masa indiferenciada, una materia previa a determinaciones y limitaciones concretas a la que llamó ðð >ððððρðð. La palabra aparece en Homero, pero como adjetivo aplicado al mar y a la tierra, nunca como adjetivo neutro substantivado. Esa masa indeterminada estaría en incesante movimiento y de ese torbellino las cualidades opuestas empezaron a separase: el elemento frío se separa del elemento caliente —lo frío y húmedo se condensa, rodeado de fuego; el agua se evapora y se convierte en tierra:
“en el devenir cósmico se ha desgajado (>ððρðððσððð) de lo ilimitado una semilla (γðððððð) de la luz (calor) y la noche (frío)”
Lo ápeiron, pues, es como una sustancia viviente que de a luz el mundo, y es el movimiento, como el Eros hesiódico, el centrifugador que separa el día de la noche. Lo ápeiron gobierna (ððððρððîð) todo.
Anaxímenes de Mileto
El tercero de los presocráticos milesios, Anaxímenes, habría vivido en torno a los años 585-528 a. C. Pensó Anaxímenes que la tierra era plana y circular como tablero de mesa y que se hallaba asentada en el aire, formando un disco como soldado a la bóveda celeste —los astros no pasan por debajo de la tierra en la noche, sino que la circundan. Explicó los eclipses mediante la hipótesis de que los cuerpos invisibles se interponían entre el sol y la tierra y los terremotos, proclamando que se debían a masas de tierra que se desprendían, tal vez a causa del viento.
Como es de suponer, para Anaxímenes el arjé era el aire (ððρ), el aire que existe y no se ve. Sustituye el concepto de separación (ððρðððσððð) por los de condensación-dilatación —rarefacción—: ese aire se condensa y se dilata, condensándose se hace frío (noche, por lo tanto), de ahí el agua, de ésta la tierra y de aquí la piedra, en un proceso de gradual condensación. Al contrario, dilatándose se volvería fuego. Por lo tanto, lo caliente y lo frío no surgen sin más de una sustancia, sino que ésta se transforma gracias a fuerzas —contraerse y dilatarse— que le son inherentes.
Anaxímenes, por otra parte, habría llevado a cabo una aguda observación de acontecimientos cotidianos: si abro la boca y exhalo, el aire sale caliente, pero si junto los labios el aire sale más frío. Es notorio, además, que el rocío aparece en las noches neblinosas y el vapor de niebla parece aire “más cargado”, más condensado, y que arden los bosques inesperadamente cuando sopla un tórrido aire de poniente.
Heráclito de Efeso
Con Heráclito abandonamos Mileto y pasamos a otra polis de Jonia, Efeso. Apodado el oscuro por su prosa gnómica y enigmática como oráculo, era de ascendencia noble, aunque renunció a sus prerrogativas reales. Vivió en torno al 545-485 a. C.
De la ontología heraclítea nos van a interesar tres enunciados básicos:
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Todo fluye, es decir, todo está en continuo movimiento y cambio. Ya dijimos que el concepto de ððσðs entrañaba cierta idea de cambio como crecimiento y que los presocráticos se habían esforzado por encontrar algo permanente en el cambio. Pues bien, Heráclito va a pasar a la historia posterior —hasta Platón y Aristóteles— como un pensador que habría llegado a identificar la realidad con el cambio, la fluidez, el movimiento, menospreciando lo que hubiera de permanente en ella. De hecho no fue así: Heráclito comprendió que todos los cambios que constatamos en el mundo se someten a un logos, y esto era lo permanente en el cambio. Imaginemos que el cosmos fuera un reloj de arena, o de fuego: por un lado, todo está cambiando, pues los granos de arena están sometidos a un cambio continuo, como la llama, pero, por otro lado, hay algo constante, la medida de tiempo, el tiempo que tardan en caer todos los granos de una ampolla antes de volver a darle la vuelta al reloj. En un sentido todo fluye, cambia, pero en otro sentido, existe algo permanente, estable, regular: esa puerta no se cambia en mesa, niño, abeja, de un segundo para otro. De un segundo para otro podemos ver esa puerta según dos perspectivas visuales distintas, la vemos más grande o más pequeña según demos un paso adelante o atrás, pero intelectualmente (logos) afirmamos que todas esas perspectivas lo son de la misma puerta.
Como, no obstante, Heráclito va a influir en Platón por su idea del cambio continuo y universal, nosotros vamos a dejar de lado esa idea de logos (proporción, permanencia) heraclítea para centrarnos en aquello por lo que se hizo famoso, aquello que Platón comenta en el Crátilo:
“Heráclito dice en alguna parte que todas las cosas se mueven y nada está quieto y comparando las cosas existentes con la corriente de un río dice que no te podrás sumergir dos veces en el mismo río”.
Hay, pues, una constatación perceptiva del cambio, pero también intelectual: no nos sumergiremos dos veces en el mismo río quiere decir que nunca nos tocan las mismas partes del agua que corre por el cauce, pero lo mismo ocurre en nuestra vida cotidiana: creemos tocar la misma puerta, pero en realidad no tocamos o vemos dos veces la misma puerta, pues también ella, como el río, está sometida a cambio continuo —nosotros también—.
Un mundo heraclíteo, según lo entendieron Platón y Aristóteles, sería como un caleidoscopio en el que no podríamos identificar nada, en el que no podríamos siquiera utilizar el lenguaje —pues la palabra nos sirve precisamente suponiendo que hay cosas que permanecen, que podemos identificar y reidentificar—. Esto último lo habría asumido Crátilo que habría dejado de utilizar la palabra y dedicado meramente a señalar con el dedo, después de darse cuenta y afirmar que “no podrías introducirte en el río ni siquiera una vez”.
Este problema es el llamado problema del ser y el devenir, fundamental en Platón, pues su concepción de la realidad sensorial, perceptiva, es heraclítea.
Dos afirmaciones, pues, reafirman esa imagen móvil del cosmos, pero podemos añadir una tercera:
“El kykeón se descompone si no se está agitando”.
El kykeón era una bebida muy conocida en Grecia desde la época homérica, se elaboraba mezclando vino en una copa con cebada y queso rallado. Ninguno de los ingredientes podía disolverse, así que la mezcla debía llevarse a los labios mientras se movía. Aparentemente, lo que dice el fragmento es una confirmación simple de lo ya dicho: si se interrumpe el flujo, el movimiento, la realidad-mundo deja de ser lo que es. No obstante, el sentido puede ser más complejo si reparamos en que el kykeón se bebía en los misterios de Eleusis, en conmemoración del mito de Deméter-Perséfone. Pues bien, el kykeón se bebía en esas iniciaciones místicas y existe un acuerdo amplio en que la cebada contendría un parásito (claviceps purpúrea) a partir del cual Albert Hofmann sintetizó la L.S.D. en 1938. Es decir, es bastante probable que los epoptés en los Misterios Eleusinos experimentaran un viaje psicodélico o “excursión psíquica” en la que es normal la impresión de que todo se mueve, palpita o agita como llama, así como la sensación de que esa realidad vivida es “más real” que la experimentada en estado de sobriedad. Hemos dicho: “todo palpita como llama”, y es que, en efecto, suele decirse que el arjé en Heráclito es el fuego, aunque éste parece más bien una metáfora que representaría ese carácter inmóvil, dinámico de la realidad. En resumen, y para concluir, la frase sobre el kykeón podría decir subrepticiamente que quien toma el kykeón en buen estado descubre esa realidad móvil, el devenir, de que habla Heráclito.
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El segundo de los temas ontológicos de Heráclito que nos interesa es el de la identidad de los contrarios, identidad que quedaría reflejada en las siguientes frases de Heráclito:
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“El camino hacia arriba y hacia abajo es el mismo”.
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“Una cauterización es mala y es buena”.
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“El agua del mar es potable para los peces no potable para los hombres”.
En conclusión, lo malo sería igual a lo bueno, arriba sería igual abajo, lo saludable sería igual a lo insalubre... Los contrarios son idénticos.
Es fácil ver que tal conclusión es precipitada, obedece a un mal análisis del lenguaje. Veámoslo con uno de los ejemplos: Una cauterización es buena y es mala. ¿Concluimos de ahí que lo bueno sea igual a lo malo? No, lo que concluimos es que la cauterización es buena en un sentido y mala en otro sentido distinto, pero no que sea buena y mala al mismo tiempo y en el mismo sentido, pues, si así fuera, se violaría el principio de no-contradicción. La cauterización es buena porque cura, es mala porque causa dolor.
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El tercero y último de los temas ontológicos heraclíteos se expresa en la frase “la guerra es el padre de todas las cosa”. Es decir, aun en las cosas que nos parecen estables existe una tensión invisible, una guerra interior como la que existe en el arco y en la lira: ambos artefactos, aparentemente estables albergan en sí una fuerte tensión ejercida por las cuerdas. El intelecto atento sabe que esa tensión interna es un modelo de lo que ocurre en todos los entes de la naturaleza.
Debemos recordar toda esta ontología del devenir y del cambio pues la ontología sensible de Platón, el mundo que experimentamos por los sentidos, es, para el ateniense, tal como Heráclito concibió la realidad.
Parménides de Elea
Heráclito, pues, habría pasado el pensamiento posterior como un defensor del cambio universal. Además, de la identidad de los contrarios habría concluido que lo que es también no es. Pues bien, en Parménides (540-470) encontramos el opuesto de Heráclito: según aquel, en realidad nada cambia.
¿Cómo se puede llegar a la extravagante conclusión de que nada cambia, dado que los sentidos nos informan, parece, de un constante devenir? Pues aplicando la razón. Parménides es el primero en oponer fuertemente los sentidos —lo que vemos, oímos, tocamos... — y el pensamiento (ððûs), o los datos de los sentidos y los del logos: lo primero es lo irreal, lo segundo lo real.
Para entender un poco este, adentrémonos mínimamente en el poema —llamado por la tradición ððρì ððσððs— de Parménides. Cuenta Parménides que unas doncellas solares le acompañan en un viaje en carro desde la morada de la noche hasta la mansión del día, atravesando la puerta que separa el día de la noche. En la casa de la luz encuentra a una diosa anónima que le comunica que pueden seguirse dos vías, la de la verdad y la de la opinión —δðð.
La vía de la verdad, que es única, se resume en lo siguiente: el no-ser no puede ser conocido ni ser expresado, ya que pensar y ser son una misma cosa; lo mismo es lo que puede pensarse y lo que puede ser. ¿Cómo puedo yo pensar en gnomos? ¿Cómo puedo equivocarme o mentir —pues parece que cuando me equivoco o miento estoy pensando sobre cosas que no-son, que no existen? Bien, Parménides, diría que en éstos casos no estoy pensando: el verbo que se traduce por pensar (ðððîð) no podía sugerir la imagen de algo que no existe, ya que connotaba un acto de reconocimiento inmediato, es como el ver —si yo veo algo, existe, pues de otra manera diríamos que creíamos ver—, pero un ver con la mente. Igualmente, tampoco se puede decir lo que no es, pues hablar de lo que no es, es tanto como no hablar nada en absoluto.
Puesto que sólo se puede pensar el ser, lo que es, lo que existe, hay que excluir del conocimiento todo posible no-ser, no-existir. El ser es, y el no-ser no es, y nunca hay que mezclarlos:
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El Ser, lo que existe, no puede cambiar, pues el cambio supone el paso de algo que no es a algo que es: una semilla, que no era un árbol, pasa a ser un árbol; alguien que no era rubio pasa a ser rubio. Pero sabemos que el ser es y que en él no cabe el no-ser. El error de Parménides es obvio: confunde el uso atributivo de ser con el uso existencia.
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El Ser es uno y homogéneo, es decir, no existe la multiplicidad. Supongamos, para probar esto, que hubiera dos cosas distintas A y B. Si son distintas es que se diferencian en algo: A es C y B no es C. Pero si B no es C, B no es, y, por lo tanto, no existe... De nuevo, el problema anterior: para nosotros “B no es C” no es equivalente en ningún sentido a “B no es”...
Con este tipo de reflexiones llegamos a la conclusión de que el Ser es:
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Ingénito e imperecedero (eterno).
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Homogéneo (nunca más denso o más sutil, contra los milesios).
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Uno y continuo (no existen cosas distintas, ni existe el vacío: donde no hay ser no hay nada).
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“Como una esfera”.
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Inmóvil.
Hemos llegado a una curiosa situación: sirviéndose del logos, del pensamiento, Parménides llega a la conclusión de que el ser, lo que existe, es algo extrañísimo que nos cuesta siquiera imaginar, una especie de esfera homogénea inmóvil. Aquello que nos parece que es el mundo, algo compuesto, con personas, rocas, etc., no tiene nada que ver con la realidad. Ni siquiera nosotros existiríamos como cosas distintas, pues el Ser es Uno.
En cierto modo, Parménides constituye un impasse para el pensamiento, tanto como Heráclito que pasó a la tradición, uno por exceso de “ser”, el otro por exceso de devenir. El caso es que ambos convierten el conocimiento humano en algo ininteligible. Sintetizar ambas posturas, conjugar el ser con la pluralidad de las cosas e intentar comprender el cambio, será un tema que ocupará a los pensadores posteriores hasta Aristóteles.
Zenón de Elea
Parménides llegó mediante el puro razonar sobre las implicaciones del concepto “ser” a la, quizá, extravagante conclusión de que el movimiento y el cambio no existían. Más directos e ingeniosos fueron los argumentos de su discípulo Zenón contra la posibilidad del cambio y la multiplicidad. El más conocido de tales argumentos es, sin duda, el de Aquiles y la tortuga: Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno —¡ojo! un metro por segundo—, Aquiles corre ese metro, la tortuga un decímetro, Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro, Aquiles corre ese centímetro, la tortuga coree un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro, y así infinitamente. Aquiles nunca cogerá a la tortuga y la paradoja o reductio muestra que el movimiento no tiene sentido.
Pitágoras de Samos
Aunque Pitágoras nació en Samos (572-500), una isla de la costa jónica del Egeo, cerca de Efeso, se traslado a la Magna Grecia —en el sur de Italia—, donde fundó una especie de colonia político-religiosa en Crotona. En esa colonia, hermandad o secta, Pitágoras era el indiscutido maestro en cuyas palabras había que creer ciegamente. Era en realidad una especie de chamán, pues se le atribuía el poder de la bilocuidad —entre otros muchos—.
La secta estaba basada en la comunidad de bienes y su principal objeto era la purificación del alma o catarsis (ððððρσðs), cultivando la Matemática.
Ontología pitagórica
Bien, parece que la ontología pitagórica se originó con el descubrimiento de que existían proporciones numéricas entre la longitud de una cuerda de monocordio y los tonos más armoniosas, las llamadas consonancias —la octava, la quinta y la cuarta:
Longitud de la cuerda | Altura del tono | |
Si reducimos la cuerda... | 1/2 | 1/8 |
2/3 | 1/5 | |
3/4 | 1/4 |
Así pues, los pitagóricos llegaron a la conclusión de que la Música se reducía a números, más en concreto, a proporciones entre los cuatro primeros números, suya suma, el tetraktys, era considerado un número sagrado. Y si la Música es número, ¿por qué no todo lo demás? Al fin y al cabo, el mundo presenta, para quien sepa mirar, belleza, proporción y armonía, como la música, y, para quien sepa escuchar, una delicada sinfonía de astros en rotación, la “música de las esferas”. Por lo tanto, los pitagóricos afirmaron que:
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Las cosas son números.
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Las cosas imitan o representan números.
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Los elementos de los números son los elementos de las cosas.
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El arjé es el número (consecuencia de lo anterior).
Respecto a que las cosas son número y a que las cosas representan o imitan números, digamos que los pitagóricos no diferenciaron bien entre semejanza e identidad. ¿En que sentido podían decir que las cosas son números, o que los números son causa del ser? En primer lugar, supusieron que las unidades poseen magnitud, es decir, que los cuerpos físicos podían constituirse —y surgir de— a partir de lo que, de hecho, son abstracciones, los números.
Pensaban que los sólidos se componen de superficies —un cubo a partir de seis cuadrado, por ejemplo—, las superficies de planos, los planos de líneas y las líneas de puntos —i.e., unidades o átomos—. Dos puntos constituyen una dimensión, tres, dos dimensiones y cuatro puntos, tres dimensiones.
Cada uno de los cuatro elementos era representado por un sólido regular:
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La pirámide es el fuego.
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El cubo es la tierra.
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El octaedro es el aire.
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El icosaedro es el aire.
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El dodecaedro representaba la esfera del todo.
En segundo lugar, los números se representaban con guijarros: había números cuadrados, los impares, y números oblongados, los pares.
En tercer lugar, tenían un número para cada cosa: una para el hombre, otro para el caballo...
En conclusión, los pitagóricos no reconocieron bien la naturaleza abstracta de los números, aunque es evidente que valoraron más la forma que la materia, pues siempre caben distintas proporciones numéricas entre la misma materia: con un número dado de elementos de una misma materia podemos elegir diversas organizaciones posibles, diversas figuras.
Antropología pitagórica
Pero el corazón de la doctrina pitagórica es la doctrina de la inmortalidad del alma unida a la idea de que lo auténticamente importante para el ser humano es el cuidado de su alma, algo impensable en el mundo homérico.
El alma para los pitagóricos guarda cierto parentesco con los astros, pues se precipita, desde la región pura de los astros, en el turbio mundo sublunar, encarnándose en el cuerpo, que es como la prisión del alma —doctrina del soma-sema.
Pero no es sin fin la duración de las encarnaciones: Empédocles, presunto discípulo de Pitágoras, habla de un estado final junto a los dioses.
Los pluralistas: Empédocles y Anaxágoras
Todos los autores que hemos visto hasta ahora —excepto los pitagóricos—, coinciden en la tesis ontológica llamada monismo, es decir, la tesis de que la realidad, frente a ese aspecto múltiple que nos ofrece a nuestros sentidos, consiste básicamente en una cosa, un arjé, llámese agua, ápeiron, aire, fuego o el Ser. La diferencia entre Parménides y todos los demás consiste en esa cosa, el Ser, no cambia, no genera otras cosas distintas ni por generación, ni por separación, ni por condensación, ni por nada: si los sentidos nos informan de un cambio y de una realidad de cosas múltiples, tanto peor para los sentidos.
Los pluralistas van a estar de acuerdo con Parménides en que lo que es no se genera y es indestructible y es inalterable, pero se van a enfrentar con esa tesis del monismo. Parménides tenía razón al negar que una pluralidad pudiera derivarse de una unidad última —contra los milesios—, pero, ¿por qué suponer tal unidad? En lugar de ésta, los pluralistas proponen una multiplicidad originaria concretada por Empédocles de Agrigento (Sicilia 492-432), místico, chamán, médico y filósofo, en las cuatro raíces —ρððððððð, más tarde llamados “elementos—. Todo cambio, que por ende es real, se debe a la mezcla y separación de esos cuatro elementos. Todo se compone de esa mezcla, excepto los elementos mismos.
Desde nuestro punto de vista, es obvio que las fuerzas que actúan sobre los elementos son físicas, para Empédocles estas fuerzas son el Amor, que produce una atracción entre cosas no semejantes, y la Discordia, que provoca la atracción de lo semejante por lo semejante. Puesto que los elementos ya no son “seres vivos”. Empédocles debe introducir tales agentes motores externos.
Los elementos son porosos y emiten efluvios debido a la acción disgregadora de la discordia: la capacidad o incapacidad para la mezcla depende del tamaño de las aberturas microscópicas o poros que hay en cada cuerpo.
Para Anaxágoras de Clazomenas, los elementos que constituyen el arjé de la physis son las llamadas por Aristóteles homeomerías. Anaxágoras sería, como Empédocles, un pluralista que afirmó que “En todo hay una porción de todo”, es decir, una pieza de oro contendría porciones de cada una de las otras sustancias que hay en el mundo —luego, en realidad, Anaxágoras no aceptaría la existencia de lo que para Aristóteles eran homeómeros: expresándolo correctamente deberíamos decir “eso que para Anaxágoras son homeómeros, constituyen los elementos básicos de la realidad en Anaxágoras.
El hilo del pensar anaxagórico parece haber sido el siguiente:
Nada puede proceder de la nada.
¿Cómo podría el hueso que forma nuestro esqueleto, por ejemplo, surgir de lo que no es hueso, dado que nosotros no nos alimentamos de hueso?
La solución de Anaxágoras-Parménides consiste en negar llanamente el cambio, en afirmar que lo anterior, que nos alimentamos de cosas que originan nuestros huesos, es una mera ilusión de los sentidos. La solución de Anaxágoras consiste en negar la premisa mayor (2), en reconocer que en el alimento hay partes de todas las sustancias, sólo que en partes tan pequeñas que no son reconocibles. Luego las cosas se generan de las que ya existen.
Pensaba Anaxágoras que todas las cosas estuvieron juntas y en reposo un tiempo infinito, luego el Intelecto (ðððs) las puso en movimiento y las dividió. Este nous, vendría a explicar la racionalidad de la realidad —su regularidad y su aparente finalidad.
Los atomistas: Leucipo y Demócrito
Los atomistas también estaban de acuerdo con Parménides y los pluralistas en que el Ser, lo que realmente existe, debía ser inengendrado, imperecedero, inmutable, no susceptible de aumento o disminución, continuo e indivisible, pero difiere de aquellos respecto a cuales son los candidatos a “ser el Ser”. Para los atomistas, eso que es eterno, inmodificable... son los átomos. Tal como opinamos nosotros, las diferencias atómicas son las causas de todo lo demás, en concreto, la forma, el orden y la posición de los átomos son los factores que explicarían la variedad que observamos en la naturaleza.
Las posteriormente llamadas cualidades secundarias, como colores, sabores, sonidos, etc., so están realmente en los átomos, sino que son producto de su acción causal sobre nuestros órganos receptores.
La concepción de la realidad de los atomistas es, quizá, la primera versión radicalmente materialista. Trataron de hacer compatibles los criterios eleatas —el ser es, el no ser no es... — con el hecho obvio del movimiento estatuto real al vacío —inadmisible para los eleatas—, y con él, a la pluralidad y al movimiento. Los jonios habían dicho que el movimiento era eterno, pero ligaban esta idea a la de vida, es decir, el agua, el aire... se mueven porque en cierto modo son seres vivos —hylozoísmo—. Para los atomistas, y esto es lo que los convierte en materialistas sin ambages, el movimiento es algo inherente a la materia como materia viva, no como ser vivo. Leucipo y Demócrito adelantarían una ontología que hoy aceptamos la mayoría de los occidentales, a saber, que el movimiento de los átomos se explica en términos puramente mecánicos.
Los cuerpos perceptibles se forman porque algunos de los átomos, al ser de forma adecuada para su combinación, se mantienen unidos y entrelazados: los átomos más grandes y pesados forman la tierra, los más pequeños, ligeros y móviles son despedidos velozmente hacia fuera y se convierten en fuego, cuyos átomos son esféricos y lisos como los átomos del alma, pues también el alma es material, compuesta de átomos.
LA AUTOEXPERIENCIA MORAL EN SÓCRATES
Los sofistas
Hemos visto hasta ahora cómo surge la Filosofía griega en las colonias de Asia Menor y la Magna Grecia. En el siglo v es la propia Atenas la que se convierte en el centro cultural de toda la Hélade. De las reformas políticas de Efialtes (462) que ampliaban el poder del pueblo en perjuicio del Areópago, la palabra, el discurso, se convierte en el principal instrumento de poder. Todos los ciudadanos tienen el deber de participar en las Asambleas, los Consejos y los Tribunales, para decidir sobre asuntos de diversa índole, y, como se sabe, la retórica y la persuasión son las cualidades más valiosas a la hora de convencer a una multitud. En este clima irrumpen los sofistas, en su mayoría extranjeros, que viven de dar clases. Dejan de lado la especulación sobre la Physis, el interés principal de los presocráticos, para hacer hincapié en lo que hoy llamaríamos ciencias sociales y humanas. Es gente erudita cuyo objetivo prioritario es enseñar a convencer en las Asambleas, los pleitos... y que no se empeñarán en encontrar la verdad objetiva —algo de cuya existencia dudarán— cuanto en persuadir de algo.
Lo que más escandalizará a Sócrates y a Platón de los sofistas será el relativismo de éstos, y es que era gente que había viajado lo suficiente como para darse cuenta de la diversidad de los nomoi, entendiendo nomos en tres sentidos:
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En sentido amplio, nomos significa opinión o creencia de una colectividad, es decir, opiniones que son colectivas y estables.
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Significa también costumbre o usos sociales.
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También significa ley, las leyes por las que se rige la colectividad.
Ser relativista con respecto al nomoi entraña, en primer lugar, el reconocimiento de que distintos pueblos o culturas tienen distintas opiniones, costumbre y leyes. Esto es importante porque se reconoce lo que en el hombre hay de cultural —lo que es por nomos— frente a lo que hay en él de natural —lo que es por Physis—.
Nomos acaba derivando en un cuarto sentido, el de Cultura. Todos los sofistas afirmaron el carácter no natural del nomos, esto es, la idea de que las costumbres y leyes son creaciones humanas. En lo que difirieron unos de otros fue en la valoración del nomos:
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Protágoras de Abdera valora positivamente las convenciones humanas frente a lo natural.
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Trasímaco, que aparee en el primer libro de la república platónica, piensa que lo justo en las poleis es aquello que conviene al gobierno establecido, lo que contenta al poder, al más fuerte.
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Calicles pensaba que los que imponen las leyes son la mayoría, los hombres débiles, intentando con ello contener a la minoría fuerte por naturaleza.
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Para Antifonte naturaleza y nomos se contraponen muchas veces. Bueno por naturaleza es lo que favorece a la vida y malo lo que va e perjuicio de ella. Actuar contra las leyes de la naturaleza —conductas destructivas de la salud y el bienestar— produce siempre un perjuicio real, pero transgredir el nomos no va en perjuicio suyo. Lo que produce placer y bienestar es favorable a la vida, lo que produce dolor y sufrimiento es contrario a ella.
Ser relativista respecto al nomos puede significar, en segundo lugar, que todas las opiniones son verdaderas para quienes las mantienen, que no hay un criterio intersubjetivo de verdad. Dos versiones de semejante idea las sostendrían Protágoras y Gorgias, al afirmar que “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, en tanto que son, de las que no son, en tanto que no son”. Lo que querría decir es que cada uno es la máxima autoridad a la hora de decidir lo que existe o no existe. Gorgias, por su parte, defendió que las palabras no pueden significar lo mismo para el que habla que para el que escucha, pues los mismos sonidos han sido aprendidos en contextos de experiencias muy distintos. Los significados serían, pues, privados según Gorgias.
El relativismo y los objetivos políticos de los sofistas dieron una mezcla explosiva: ellos enseñaban la areté política, es decir, la excelencia o virtud política, pero también enseñaban que todo es relativo, que de todo se puede dar un buen o mal argumento: los disoi logoi de Protágoras. Luego también sobre la cuestión de en qué consiste la areté política se podían defender dos tesis contrarias; por ejemplo, podría argumentarse con idéntica validez que la excelencia política consiste en hacer el Bien a las ciudadanos, como lo contrario, que consiste en hacerles el mal.
En este contesto surgirán los demagogos, maestros de la retórica cuyo fin es la mera persuasión en la Asamblea y que crearán un clima de hostilidad hacia una democracia cada vez más populista. También el descrédito de los políticos fue fermentando en ese humus de diserciones sin logos. Pero fue aquel el contexto socio-histórico en el que pensó y habló Sócrates, uno de los mártires de la filosofía.
Sócrates
Hijo de escultor, Sofronisco, y una partera, Fenarete, Sócrates nace en Atenas en torno al año 470 a.C. No escribió nada. Tenemos que hacernos una idea de cómo era y cómo pensaba a través de cuatro fuentes principales: Platón, Aristófanes, Jenofonte y Aristóteles —que escribió cuando ya había muerto Sócrates—. El problema es que las imágenes que nos pintan de él estos cuatro autores son harto diferentes. El comediógrafo Aristófanes —el más importante del siglo v griego— nos lo presenta como un sofista más que vende enseñanzas absurdas y sofismas en una escuela el “pensatorio”, subido en un artefacto, cerca de las nubes para que sus pensamientos hechos de aire no se contaminen con la tierra, y donde unos discípulos calaveras o fantasmales se dedican a investigar, por ejemplo, cuánto puede saltar una pulga de un cuerpo a otro, o dónde un adolescente puede aprender, por alguna mina, cómo argumentar la justicia de darle una paliza a su propio padre.
El Sócrates de Jenofonte, por su parte, es un hombre gris cuyo único mérito es una cierta sabiduría unida a una moralidad intachable.
Can Platón hay todavía más problemas: Sócrates aparece como el personaje principal de casi todos sus diálogos, excepto de los últimos, los “de vejez”. En aquellos, observamos a un auténtico sabio en el arte de la discusión, una inteligencia brillantísima, una persona de humor mordaz que va por las calles preguntando a la gente sobre qué sea la virtud, la piedad, el valor,... El problema principal con el Sócrates platónico es distinguir lo que constituye el pensamiento de Sócrates de lo que es el pensamiento de Platón, en que momentos Platón está dando opiniones y argumentos propios que no podemos atribuir al Sócrates histórico. Bien, hay un acuerdo bastante generalizado —aunque no unánime— en que el Sócrates histórico es el de los diálogos tempranos de Platón, sus diálogos de juventud, y que Platón empieza a argumentar una teoría propia a partir de los llamados diálogos de transición.
Por último Aristóteles nos dice que Sócrates inventó los razonamientos o procedimientos inductivos y las definiciones universales.
Bien, no obstante, las divergencias entre las distintas fuentes, los historiadores de la filosofa suelen admitir como auténticos los siguientes sucesos. Sabemos que Sócrates combatió heroicamente contra los lacedemonios y que su inteligencia era ya famosa en Atenas antes de la guerra, cuando aún no contaba 40 años y un discípulo suyo, Querofonte, había acudido al oráculo para preguntar si existía hombre más sabio que Sócrates.
Dado que la respuesta del oráculo fue negativa, Sócrates no pudo menos de admirarse, pues no se consideraba sabio a sí mismo: “Sólo sé que no sé nada”, tal fue su reacción, “¿qué habría querido decir el oráculo con eso de que soy sabio?”. Solía afirmar que su oficio era parecido al de su madre, que era comadrona. Sócrates pensaba de sí mismo que no alumbraba ideas, que no paría conocimientos, pero que hacía parir a otros, mediante sus preguntas, esas ideas.
Decidió Sócrates entonces inquirir el auténtico sentido del oráculo y empezó a preguntar a los que él consideraba sabios: empezó con los políticos, siguió con los poetas y terminó con los artesanos. Al fin se hizo claro el sentido del oráculo: todos aquellos a los que preguntaba, con los que dialogaba, creían saber, creían poseer auténtico conocimiento, pero él los desenmascaraba siempre. Él mismo, no sabiendo, sabía que no sabía. Sócrates descubrió que los hombres ignoraban lo más importante de la vida, que es conducirla rectamente, cómo cuidar su propia alma y hacerla tan buena como fuera posible. Es decir, Sócrates no sabe que es lo bueno y lo justo para el hombre pero sabe de su importancia. Es un deber del Dios —pues habló el oráculo— buscar el conocimiento supremo, aquel que nos diga en que consiste la virtud moral. En cierto modo, Sócrates descubre la moral, la Ética, con problemas. Y fijémonos, sin mediar discontinuidad, hemos unido “el cuidado del alma” con el conocimiento, la moral con un cierto saber: la moral deja de ser una cuestión de convención o de regla pública que uno deba seguir ciegamente para convertirse en una búsqueda que cada alma debe emprender por sí misma, aunque siempre en diálogo con los demás.
En el frontispicio del Oráculo de Delfos estaban escritas estas palabras: “conócete a ti mismo”. Sócrates habría radicalizado lo que ese mandato significa. Debemos cuidar nuestra alma —hacerla buena—, mediante el conocimiento de lo que es bueno, del Bien, y para ello debemos conocernos a nosotros mismos. Tal sería el primer rasgo de la “autoexperiencia moral” en Sócrates:
“Sólo el individuo, autónomamente, puede dar razón de su conducta, y esa apelación a su razón como juez definitivo es una liberación de todos los vínculos tradicionales”.
Con Sócrates el individuo ya no queda dispensado de tener que rendir cuentas sobre la rectitud de su conducta por una apelación simple a las costumbres establecidas: cada alma se ha convertido en un tribunal. Podría suponerse que con semejante teoría nos aproximamos al relativismo de las sofistas: cuestionamiento de la tradición y cierto subjetivismo moral tienen un cierto tufillo sofístico. Tal vez sea esa una de las razones por las que Aristófanes, al perfilar cómicamente la figura de Sócrates, esculpió a un sofista. Lo parecía, en efecto. También preguntaba, como los sofistas, por la areté política; se reunía con un conjunto de “asociados”, aunque no les cobraba; ridiculizaba con su ironía a todo aquel que ostentara cierto saber, y, aunque según Aristóteles, Sócrates habría descubierto las definiciones universales, lo cierto es que en los llamados diálogos socráticos, los diálogos de juventud de Platón en que se refleja con cierta fidelidad al viejo maestro, en esos diálogos nunca se llega a una definición de cualquier areté que sea aceptada, todos son aporéticos. Tal vez algunos pensaran que Sócrates estaba destruyendo la validez de esas virtudes, la legitimidad de esa moral.
Pero no debemos olvidar una diferencia capital entre Sócrates y los sofistas que desdice eso último —y que constituye en segundo aspecto de la autoexperiencia moral socrática—. Contra el relativismo ontológico, Sócrates cree que existe la Justicia, el Bien, el Valor... no una justicia, un bien o un valor para cada cual, cree, en fin, que la areté no depende de cada cual. Contra el relativismo epistemológico, Sócrates cree que podemos llegar a conocer —no un mero opinar sobre— esas virtudes. Buscaba las significaciones comunes y objetivas —no privadas, como en Gorgias— de esas virtudes, buscaba los conceptos, determinados por las definiciones (qué es la justicia, la piedad...).
Sócrates fue condenado por un tribunal ateniense a muerte por asebia. Cuando le propusieron huir de la mazmorra, Sócrates no sólo declinó la oferta sino que hizo una enfervorizada defensa del acatamiento a las leyes democráticamente establecidas —algo impensable en sofistas como Trasímaco, Gorgias, Calicles, Antifonte... —, defensa que leemos en el Critón platónico. Y lo importante es esto: Sócrates, desde el tribunal de su conciencia, sabía que se cometía una injusticia con él, pero que él, a su vez, cometería una injusticia si violaba el deber moral absoluto —no relativo— de obedecer una leyes democráticas. Por eso bebió la cicuta el año 399, por una convicción tan poco sofística como la de que la justicia no admite excepciones, relativismos ni escamoteos por mera conveniencia personal. Si no era justo desafiar a las leyes, escapándose de la cárcel, si eso era cierto, entonces no cabría la defensa o validez de lo contrario, no cabrían disoi logoi.
El tercer y último aspecto de la “autoexperiencia” moral socrática es el llamado intelectualismo moral, que de hecho ya estaba más que implícito en el primer aspecto comentado más arriba. Si Sócrates se esfuerza en definir los conceptos morales lo hace porque solamente se puede ser justo si se sabe que es la justicia, sólo se puede ser valiente si se sabe que es la valentía... La virtud, en fin, consiste en un cierto saber.
Ello implica que basta saber lo que es el bien para practicarlo, o en negativo, que nadie obra mal sabiendo que obra mal, sino por ignorancia, por error.
Esto parece contraintuitivo. A nosotros nos parece que una persona puede conocer lo que está bien, y, sin embargo, por algún tipo de interés inmoral, hacer el mal. Sócrates parece ignorar, además, los elementos irracionales del psiquismo, los deseos y emociones compulsivas que nos pueden llevar a hacer algo que sabemos intelectualmente que está mal, pero a lo que nos entregamos, quizá, con funesta manía.
Como respuesta a lo anterior deberíamos advertir dos cosas, la primera para comprender por qué Sócrates sostuvo ese intelectualismo moral, la segunda no sólo para comprenderlo, sino también para darle algún tipo de justificación, aunque no completa:
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Sócrates interpreta el saber moral desde el modelo de los saberes técnicos: del mismo modo que sólo el que sabe arquitectura es arquitecto y puede construir edificios, sólo el que sabe lo que es justo será justo y será capaz de realizar acciones justas.
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Todos buscamos la felicidad. Es despreciable el número de personas que puede ser feliz haciendo el mal, haciendo sufrir a los demás. Cuando lo hacemos, cuando nos dejamos llevar por el famoso “ángel malo”, tenemos la vaga sensación de que nos hemos equivocado, que cometimos un error al pensar que el goce momentáneo sería incondicional y no dejaría ningún residuo en nuestra conciencia, que canjeamos un interés momentáneo por un estado de felicidad más duradero. Tal vez sea eso el arrepentimiento. En cierto modo, como pensaba Sócrates, reconocemos una cierta ignorancia al hacer el mal, un error de perspectiva, un camino equivocado para procurarnos una vagula et blandula laetitia.
PLATÓN
Conocimiento y realidad
Nace en el 427 y muere aproximadamente en el 347. El orden de los diálogos platónicos ha sido objeto de muchas discusiones, pero el siguiente es bastante aceptado:
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Diálogos de juventud (393-389): Apología de Sócrates, Critón, Cármides, Laques, Eutifrón, Trasímaco, Lisis, Hipias mayor, Hipias menor, Protágoras.
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Período de transición (388-385): Menón, Eutidemo, Menéxeno, Gorgias, Crátilo.
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Período de Madurez (385-370): Banquete, Fedón, República, Fedro.
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Período de vejez (369-347): Parménides, Teeto, Sofista, Político
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Tercer viaje a Sicilia (361-360): Timeo, Filebo, Critias, Carta VII, Leyes.
Los comienzos de la teoría
El objetivo de Platón en los primeros diálogos es el del propio Sócrates: buscar la definición de algo —en el Eutifrón se pregunta qué es la piedad, en el Cármides, qué es la templanza, sofrosyne, en el Laques, qué es el valor... —. Tienen una finalidad práctica, pues el conocimiento de esas virtudes nos haría piadosos, templados o valientes, pero suscitan problemas ontológicos, pues numerosas acciones distintas son ejemplo de valor, mientras que acciones semejantes no lo son; así, retroceder ante el enemigo es a veces muy valeroso, cuando se pretende una emboscada.
El conceptualismo de Sócrates, es decir, la tesis de que esas virtudes son conceptos con una definición objetiva en pos del cual tenemos que ir, presupone que existe algo, una propiedad real, referida a esos conceptos. Sócrates debe suponer, en pocas palabras, que el valor es una cosa o propiedad real que está presente en las acciones valerosas, algo que todas éstas tienen en común y que nos permiten decir que son valerosas.
A partir de Eutifrón las palabras eidos e idea (ððδos e ðδðð) son empleadas para referirse a esos conceptos, desviándose del significado ordinario de tales palabras, pues en griego coloquial se usaban con el sentido de “forma visible o aspecto”. En el Hipias mayor comienza a utilizar una expresión peculiar para hablar de las ideas: se refiere a ellas como lo “en sí”. Platón preguntará por lo que sea la “belleza en sí” (ðððð ðð ððððð), frente a las cosas bellas particulares.
Según Aristóteles, Platón habría recibido la influencia de Crátilo —del heraclitismo, por tanto— en su juventud. Recordemos que para Heráclito todas las cosas sensibles están en continuo cambio. Y, en efecto, la concepción platónica de las cosas sensibles —su ontología sensible— será siempre marcadamente heraclítea. Pero junto a esa influencia también existía la de Sócrates, quien, como hemos dicho, presuponía la existencia de cosas o propiedades permanentes (la templanza, la justicia, el valor,...), de las que debía ser posible el conocimiento (episteme) para llegar a la existencia de objetos no sensibles e inmutables. Y es que, siendo tan mudables como son las cosas sensibles, no debían ser el objeto del verdadero conocimiento.
En realidad, la tesis de que el conocimiento o ciencia requiere de algo permanente, no sujeto a cambio y modificación, la reconocemos como propia de los eleatas. Y Platón, efectivamente, a representar el intento más acabado de sintetizar las tesis de Parménides y las de Heráclito. Hasta ahora sabemos que lo sensible es heraclíteo, está en continuo cambio, sabemos también que existe eso que llamamos conocimiento o ciencia y que éstos requieren como presupuesto la existencia de cosas estables, no sometidas a cambio continuo. Sócrates buscaba eso estable o permanente en las diversas acciones de los hombres, pero todos los diálogos socráticos son aporéticos, esto es, terminan sin haber encontrado cuál pueda ser el significado del valor, presuntamente presente en las acciones valerosas. Quizá el error de Sócrates haya sido intentar encontrar ese rasgo en las acciones particulares, concretas, de los hombres. Tal vez habría que mirar en otro sitio, y cono los “ojos del alma”.
La trascendencia de las ideas
El Banquete es un diálogo que trata sobre el amor, aunque más que diálogos nos encontramos con una serie de peanes o alabanzas a aquél declamas por varios personajes (Fedro, Pausanias, Aristófanes, Erixímaco, Agatón y Sócrates). El panegírico de Sócrates es presentado como se le hubiera sido comunicado por una extraña mujer, Diotima de Mantinea, y constituye el núcleo de lo que luego se llamará amor platónico —bien es verdad que hay alguna importante diferencia con el amor cortés de los trovadores medievales y el retrato del Amor aquí esbozado— y que representa la relación amorosa como una ascensión del cuerpo bello hasta la belleza en sí:
“En efecto, el que hasta aquí ha sido educado en las cuestiones amorosas y ha completado en este orden y en debida forma las cosas bellas, acercándose ya al grado supremo de iniciación en el amor, adquirirá de repente la visión de algo que por naturaleza es admirablemente bello, aquello precisamente, Sócrates, por cuya causa tuvieron lugar todas las fatigas anteriores, que en primer lugar existe siempre, no nace ni muere, no crece di decrece, que en segundo lugar no es bello por un lado y feo por el otro, ni tampoco unas veces bello y otras no, ni bello en un respecto y feo en el otro, ni aquí bello y allí feo, de tal modo que sea para unos bello y para otros feo. Tampoco se mostrará a él la belleza, pongo por caso, como un rostro, unas manos, ni ninguna otra cosa de las que participa el cuerpo, no como un razonamiento, ni como un conocimiento, ni como algo que exista en otro ser, por ejemplo en un viviente, en la tierra, en el cielo o en otro cualquiera, sino en la propia belleza en sí que siempre es consigo específicamente única, en tanto que todas las cosas bellas participan de ella en modo tal, que aunque nazcan y mueran las demás, no aumenta ella en nada ni disminuye, ni padece nada en absoluto. Así pues, cuando partir de las realidades visibles se eleva uno a merced del recto amor de los mancebos y se comienza a contemplar esa belleza de antes, se está, puede decirse, a punto de alcanzar la meta. He aquí, pues, el recto método de abordar las cuestiones eróticas o de ser conducido por otro: empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a las bellas ciencias, hasta terminar, partiendo de éstas, en esa ciencia de antes, que no es ciencia de otra cosa sino de la belleza absoluta, y llegar a conocer, por último, lo que es la belleza en sí”.
Como vemos, Platón, a partir del Banquete, comienza a tratar las ideas —los conceptos generales buscados por Sócrates— como entes trascendentes, es decir, objetos abstractos que no estarían en este mundo sensible que podemos, ver, oír o tocar. La idea de belleza, lo bello en sí, tiene las siguientes características que podemos aplicar al resto de las ideas:
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Son universales o abstractas: no están en un lugar concreto de nuestro mundo en un tiempo t.
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Son eternas.
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Son inmutables.
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Son absolutas (no relativas).
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Son únicas.
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Son inmateriales.
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Son objeto de ciencia/conocimiento —y el conocimiento es siempre verdadero, si no sería vulgar opinión o creencia—, episteme.
No hace falta meditar mucho para darse cuenta de que las características de las ideas son las del Ser-Uno de Parménides, pero en plural, como los elementos de Empédocles o los átomos —ideai— de Demócrito.
Las cosas sensibles, serán, pues, todo lo contrario:
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Son particulares.
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Son efímeras o perecederas.
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Son mudables o cambiantes.
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Son relativas.
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Son múltiples.
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Son materiales.
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Son objetos de opinión o creencia.
Las cosas o acciones bellas (o justas, o piadosas) ocurren en un lugar concreto en un tiempo dado, es decir, son particulares. La belleza, la justicia, la piedad,... están en muchos sitios al mismo tiempo —en todos los sitios en que haya algo bello, ahí está la belleza—, es decir, son universales o abstractas.
Las cosas bellas, justas... son olvidadas por el hombre, y éstos también perecen. No obstante, la belleza o la justicia siempre serán lo que son, aunque el género humano perezca.
Las cosas bellas pueden dejar de serlo. Los bellos mancebos pierden su lozanía y su belleza se trasforma en fealdad. La idea de belleza, sin embargo, no cambia.
Un cuadro o una persona son bellos para unos y feos para otros, pero la belleza en sí, la idea e belleza, tiene que ser bella para todo aquel que la conozca. Si opina que es fea, no la conoce.
Hay muchas cosas o acciones bellas o justas, pero sólo una belleza y una justicia.
Las cosas bellas o justas ocurren en este mundo sensible que vemos, oímos, tocamos, pero la idea de belleza o de justicia no se ven con los ojos del cuerpo sino con los del alma, con los del entendimiento, suponen una abstracción mental.
Sobre las cosas bellas, justas o piadosas puede darse una opinión o creencia —doxa. Las opiniones no están fundamentadas y son mudables. Cuando sabemos algo cierto. Algo que sabemos que es verdad, decimos “lo sé (conozco)”. Según Platón ese conocimiento cierto —episteme— sólo puede ser sobre las ideas.
El problema de Sócrates, la razón por la que los diálogos socráticos son aporéticos, era que todavía no había separado con suficiente claridad el mundo de las ideas universales del mundo de las cosas particulares. Sócrates se daba cuenta de que la justicia en sí era diferente a las distintas acciones justas, que la justicia en sí es aquello que tienen en común esas distintas acciones y que nos permite llamarlas “justas”, pero se empeñaba en buscar ese rasgo común observando esas mismas acciones, sopesando en qué se parecen y en que no se parecen. A partir del Banquete, Platón comienza a separa cada vez más el mundo de las cosas o acciones concretas del mundo de las ideas. Serán, en efecto, dos mundos distintos, el de lo inteligible y el de lo sensible. Digamos que la novedad de Platón con respecto a Sócrates consiste en que los conceptos buscados por este último son situados en otro mundo, el de lo inteligible. Hay, no obstante, relaciones entre ambos mundos.
Relación entre las ideas y las cosas sensibles
Vista la relación desde la idea, Platón dice que ésta está presente en las cosas sensibles: la Belleza estaría presente en las cosas bellas. Es la llamada parousía (ððρððσðð).
Vista desde los particulares sensibles, la relación se llama participación: las cosas bellas o justas son bellas o justas porque participan de la idea de belleza o justicia. Es la llamada méthexis (ðððððs)
A partir del Fedón las ideas se presentan como modelos, ideales o límites a los que las cosas particulares se aproximan, aquello hacia lo que tienden. Las cosas bellas tienden a parecerse lo más posible a la belleza en sí —sin conseguirlo, claro.
Por razón de las ideas, los particulares sensibles son lo que son: es por participar de la belleza por lo que una cosa es bella. El hombre es hombre porque participa de las ideas de animalidad y racionalidad.
Las ideas en que piensa Platón hasta el Fedón son los conceptos morales buscados por Sócrates, y los conceptos o ideas matemáticas, tales como la igualdad, la paridad,... No obstante, se va imponiendo la conclusión de que para todo conjunto de individuos agrupados por un nombre común (hombre, mesa, gato...), debe haber una idea. ¿Por qué llamamos gato a cosas sensibles tan distintas? Porque todos participan de la idea de gato.
Argumentos para demostrar la existencia de las ideas
Los conceptos generales de Sócrates, transferidos en las ideas platónicas, adquieren una entidad propia más allá de las cosas sensibles. La solución de Platón no responde, sin embargo, a una decisión arbitraria, sino que está fundada en diversos argumentos diseminados a lo largo del corpus platónico y que podemos sintetizar, al menos, en los cuatro siguientes:
El primer argumento ya lo hemos sugerido: es el que Aristóteles llama “argumento desde las ciencias”:
La ciencia o el conocimiento existen.
Las cosas sensibles están sometidas a continuo cambio.
La ciencia trata sobre realidades permanentes.
Luego esas realidades permanentes no pertenecen al mundo sensible
Este argumento combina el conceptualismo socrático y la concepción heraclítea de las cosas sensibles: como hemos dicho, quizá el error de Sócrates habría estado, a los ojos de Platón, en buscar continuamente los conceptos en las cosas o acciones particulares, concretas sensibles. La solución estaría en la superación del inmanetismo de Sócrates por el transcendentalismo de Platón.
El segundo argumento también ha aparecido anteriormente de forma implícita como “argumento del uno sobre el muchos”:
Los conceptos morales (valor...) están presentes en las distintas acciones que calificamos con un mismo predicado: la valentía estaría presente en todas las acciones valientes, sería aquel rasgo común que nos permite decir que todas las acciones pertenecen a un mismo tipo, el de “acción valiente”.
Pero ese tipo, o rasgo común, ¿dónde está? : el predicado general no coincide con algunos de los casos concretos, ni con todos juntos (igual que el predicado gato, un tipo o especie, no coincide con una enumeración de gatos, ni siquiera con la enumeración completa), de forma que el predicado, tipo, modelo o especie, debe estar en otra parte, no en los casos sensibles particulares.
Cuando pensamos en “hombre” o “caballo”, nuestro pensamiento tiene un objeto al que no afecta la destrucción de ningún hombre o caballo particulares, luego es algo distinto de ellos.
Para aprender el lenguaje el hombre debe ver cierta igualdad entre varios estímulos: debe haber más igualdad entre varias mesas que ve que entre la primera mesa y la mosca que pasaba por ahí, la segunda mesa y la pared del fondo y la tercera mesa y la silla de detrás. El niño reconoce que unas cosas “son más iguales que otras” o que “unas cosas participan de la idea de igualdad en grado distinto de otras”: la igualdad o semejanza perfectas, sin embargo, no las ha captado por los sentidos y las posee previamente a recibir estímulos sensoriales.
La doctrina de la anamnesis
Hemos dicho: las cosas son bellas porque participan de la idea de belleza luego, cuando decimos que ese cuadro es bello parece que debiéramos tener ya en mientes la idea de belleza, la que nos serviría como modelo para compara, además, como hemos advertido, cuando el niño aprende lo común de las distintas mesas, aquello que nos permite identificarlas como miembros o individuos que participan del concepto/idea de “mesa”, debe poseer según Platón, un conocimiento (previo a la información recibida por los sentidos) de la idea de “igualdad” o “semejanza”. Parece, en fin, que quien utiliza el lenguaje tiene ya un conocimiento de las ideas, que éste está presupuesto en el uso del lenguaje. ¿De dónde procederá tal conocimiento?
Este problema se lo plantea Platón en el Fedón, pero la respuesta ya la había dado en el diálogo anterior, el Menón, como solución a un problema distinto. En un momento de este diálogo Menón ejerce de sofista ocasional al dudar de la posibilidad misma del aprendizaje arguyendo que lo que conoces/sabes no puedes aprenderlo, dado que ya lo conoces, mientras que tampoco será posible descubrir lo que no conoces, ya que no podrás reconocerlo cuando lo veas. Esta aparente aporía cuestiona la racionalidad misma del diálogo, pues en este se empieza preguntando, por ejemplo, qué es el valor, y la cadena de respuestas y argumentos trata de dar con la respuesta correcta; pero, y he aquí la objeción de Menón, si sabemos la respuesta (si conocemos lo que es el valor) no necesitamos preguntarnos nada, pero si no lo sabemos, ¿cómo podremos llegar a una solución correcta cuando la alcancemos, si es que lo hacemos?
Para disolver el problema, Sócrates introduce la hipótesis de que todo conocimiento es recuerdo, que el aprender no es sino recordar (doctrina de la anámnesis); de esta forma, todos sabemos o conocemos lo que es el valor cuando nos preguntamos por él, y lo que hay que hacer es tratar de recuperar ese conocimiento. Ese recuerdo, por supuesto, es de un conocimiento anterior a nuestro nacimiento:
El alma es, por tanto inmortal y ha venido a la vida repetidas veces. Ha contemplado todo lo que existe aquí y en el Hades, y nada hay de lo que no haya tenido noticia. No es, por tanto, de extrañar que posea un conocimiento previo acerca de la virtud y acerca de los demás. (...) nada impide que, una vez recordada una cosa —a esto lo llaman los hombres aprender—, sea capaz de descubrir todas las demás si el hombre es valeroso y tenaz en su búsqueda. Pues investigar y aprender no es sino recordar.
En el Menón, no se conecta la teoría de las ideas —no formada completamente aún— con la doctrina de la anámnesis, simplemente se dice que en realidad no se aprende desde cero, sino que se recuerda algo ya sabido, que el conocimiento presupone la preexistencia del alma —aunque bien se ve, a menos que hayamos tenido algún tipo de conocimiento distinto del que podemos gozar ahora, el retroceso a experiencias previas al nacimiento no solucionarían el problema de Menón, pues podrá volver a plantearse respecto a esas experiencias anteriores—. Es en el Fedón, un diálogo ya de la madurez, cuando se hace esa conexión para resolver el problema anteriormente indicado: el niño ve distintos grados de semejanza o igualdad entre las cosas, lo cual le permite aprender el lenguaje, pero, ¿cuándo y cómo conoció lo que son la semejanza o igualdad perfectas, dado que esto no lo puede aprender por los sentidos? Respuesta: hubo un momento anterior a nuestra encarnación presente, en que nuestra alma descarnada vio “cara a cara” las ideas, esto es, el valor en sí, la justicia en sí, la igualdad...
Grados del conocimiento y de realidad: La República
Anteriormente a la República, Platón ha ofrecido únicamente una oposición entre el mundo eterno e inmutable de las ideas y el mudo temporal, cambiante, de las cosas individuales. Ahora va a seguir manteniendo esta oposición, pero admite grados en cada uno de los mundos; en el mudo de las cosas individuales, distingue entre aquellas que son copias directas de las formas y las que son copias de esas copias, mientras que en el mundo de las ideas distingue entre aquéllas que están limítrofes con la tierra —y que se estudian con apoyo de ejemplos sensibles— y las que no lo están —y no necesitan de tales ejemplos para ser estudiadas—. A esto lo llama David Ross “escalarismo”.
Este escalarismo o jerarquía comienza con el libro V de la República, en el que se distingue entre dos clases de personas, la de los filósofos, que admiten tanto la experiencia de las ideas como la de las cosas sensibles y las distingue, y la clase de personas “aficionadas a los espectáculos” (probablemente los sofistas), que no admiten la existencia de las ideas. El estado mental de las primeras se llama conocimiento (episteme), el de la segunda opinión (doxa). El objeto del conocimiento es completamente real, el correspondiente a la ignorancia es irreal, e infiere que el objeto de la opinión ha de estar “entre el ser y el no ser”, es decir, que son “semirreales” y se les pueden aplicar predicados contrarios (esta mesa es grande con respecto a aquella, pero pequeña en relación con esa otra —recordemos de nuevo a Heráclito y a los sofistas—). En consecuencia los particulares sensibles no son plenamente reales; a partir de la República, Platón reiterará esta especie de desprecio hacia los particulares.
En el libro vi (504 e7-509 c4) Platón afirma que para saber qué es la justicia —y este es el tema de la República— y las demás virtudes es indispensable contemplarlas a la luz de “algo más grande que ellas”. La idea del Bien. Ningún hombre podrá conocer adecuadamente ni saber plenamente sobre casos concretos de justicia o de belleza a menos que sepa en qué sentidos son buenos.
Para ilustrar tal comentario Platón recurre a una célebre metáfora que asemeja el sol y la idea del bien. El Bien desempeñaría respecto a las ideas el mismo papel que el sol respecto a las cosas sensibles; gracias al sol, se nos dice, vemos, al ser iluminadas, las cosas sensibles, y también gracias al él nacen y crecen, es decir, son. La idea del Bien, por su parte, “proporciona la verdad a los objetos del conocimiento y la facultad de conocer al que conoce”, y, por otro lado “proporciona el ser y la esencia a las ideas”.
Igual que el sol tiene una doble función epistemológica y ontológica respecto a las cosas sensibles —pues gracias a él existen (ontología) y las podemos ver (epistemología)—, la idea del Bien la tendrá respecto a las ideas. Es discutible cómo habría que interpretar la metáfora, pero podemos arriesgarnos a afirmar que, para Platón, sólo desde la Bondad podrán conocerse las ideas, que sólo el bueno (el que participa de la Bondad) estará en disposición de conocerlas, pues la luz del Bien baña todo el mundo de las ideas; esto último, a su vez, puede querer decir que ese mundo es perfecto, que está ordenado teleológicamente. Dicho en otros términos: el mundo de las ideas puede conocerse porque es perfecto, porque está iluminado por la luz del bien (y porque el sabio tiene la capacidad de participar de ese Bien), y propiamente existe gracias a que la idea del Bien da a las ideas esa perfección.
Es probable que con tal perfección o Bien Platón no hiciera sino resumir los atributos de las ideas: eternas, inmóviles, inmateriales, universales, absolutas y únicas, cualidades que las hacen susceptibles de ser conocidas —no meramente creídas—. En el Banquete el camino del eros, del amor, nos conducía desde un cuerpo hasta la idea de Belleza; aquí sería la rectitud moral la que nos daría acceso al mundo de las ideas, mundo cuya idea suprema sería la del Bien.
También en el libro vi (509 c5-511 e5) presenta Platón la imagen de la línea dividida para situar en ella los distintos grados de conocimiento y de realidad. Se nos pide que dividamos una línea en dos subsegmentos de distinta longitud, y estos, a su vez, en otros dos tal como hemos hecho en la primera:
mundo sensible | mundo inteligible | |||||||||||||
eikones | objetos | ideas | ||||||||||||
a | eikasía | d | pistis | c | dianoia | e | noia | b | ||||||
doxa | episteme | |||||||||||||
AD = sombras, reflejos | ||||||||||||||
DC = objetos | ||||||||||||||
CE = objetos inteligibles | ||||||||||||||
EB = ideas |
La diferencia entre los objetos inteligibles de CE y los de EB radica en la manera como los conocemos: en el primer segmento debemos recurrir a imágenes (cuadrados, círculos, etc.), mientras que no requerimos de ellas para conocer el último subsegmento.
Bien, lo que el pasaje de la línea dividida refleja es un paralelismo entre una escala de realidades y otra de estados mentales, una de grados de realidad y otras de grado de conocimiento, o lo que es lo mismo, la ontología y la epistemología. En el grado más bajo de la realidad, lo menos real de todo, están los eikones o reflejos, es decir, las sombras y reflejos que producen los objetos sensibles de la vida cotidiana, y el estado mental de quien piensa en ellos se llama “eikasía” (conjetura); probablemente Platón pensaba en los sofistas, quienes, en vez de dedicarse a pensar en lo que es real, se entregan a un puro teatro de retórica. En el segundo subsegmento están los objetos sensibles mismos que producirían esos reflejos; el estado mental de quien capta esos objetos se llama “pistis” (creencia). Los dos primeros subsegmentos forman el mundo sensible, y, en conjunto, forman el objeto de opinión, “doxa”, que es mudable y relativa como su propio objeto y a la que Platón degrada continuamente.
La actitud de Platón a lo largo de todos sus diálogos con respecto a lo sensible, a la fiabilidad de los sentidos... respecto a la importancia de la experiencia, de lo empírico, para llegar al conocimiento, oscila, entre dos posturas:
Un desprecio absoluto, es decir, los sentidos no son fiables en absoluto: lo que veo grande de cerca, lo veo pequeño de lejos, lo que veo brillante a la luz, es más oscuro al atardecer, lo que veo redondo es más cuadrado... No olvidemos que esta concepción de los sentidos como informantes de un mundo cambiante está imbuida de heraclitismo. La Filosofía, por lo tanto, hará bien en apartarse de la experiencia: sólo en la “noche oscura del alma”, cuando ésta medite encerrada en sí misma, será capaz de conocer lo justo en sí, en Bien en sí... La experiencia sensorial no hace más que estorbarnos para llegar a tal fin, nos arrastra a sostener opiniones (doxai) nada fiables, relativas y particulares: sobre esta mesa, este río, esta persona, etc., sólo puedo tener opiniones muy relativas (aquí valdría el dicho de Protágoras el “homo mensura...”).
Un ejemplo de este desprecio por la experiencia sensorial lo encontramos en el Fedón 65b, en el que la Filosofía se presenta como una meditatio mortis, estar muerto en vida, pues el filósofo tiene que “mandar a paseo el cuerpo”, algo que justamente ocurre en sentido literal cuando morimos. El filósofo sería el permanente zombi que olvida su cuerpo para concentrarse en un conocimiento que sólo la parte más pura de su alma puede alcanzar.
Lo sensorial nos sirve para recordar las ideas, es decir, la experiencia sensible sería el primer peldaño ineludible a partir del cual recordamos lo que teníamos olvidado, tal era la doctrina de la Anámnesis (vid. Menón y Fedón 65b).
En cualquier caso, sean completamente menospreciados los sentidos, o bien reivindicados como primer peldaño en el camino del conocimiento, lo que hay que tener claro es que para Platón el conocimiento o ciencia (episteme) nunca sería equivalente a la percepción sensible.
En el tercer subsegmento están las ideas matemáticas, estudiadas por la dianoia, el conocimiento matemático, que se apoya en imágenes (ésta es, como hemos dicho, la diferencia entre las ideas matemáticas del tercer subsegmento y las ideas restantes —probablemente morales y estéticas— del cuarto) y va de hipótesis a conclusiones; las matemáticas dan por supuestos (hipótesis, s, en Aristóteles, son supuestos de existencia) cosas como “los números pares e impares, las figuras y las tres clases de ángulos...”, y a partir de ahí extraen teoremas y demostraciones tales como que la suma de los ángulos de un ángulo da dos rectos.
La cuarta subsección se conoce sin imágenes sensibles de apoyo; no se avanza desde una hipótesis hasta unas conclusiones sino se retrocede hasta las hipótesis “hasta un primer principio no hipotético” del que derivaría la hipótesis científica, de manera que la noia —que podemos llamar ya Razón o DIALÉCTICA— cancelarían () sus hipótesis. Esto puede querer decir que la dialéctica, la ciencia suprema que estudia las ideas, fundamentaría el saber matemático preguntándose por la esencia y existencia de esas cosas que las matemáticas tenían como supuestos, es decir, triángulos, números pares e impares, etc. Así, las matemáticas trabajan con números, los suponen, pero no se preguntan, por ejemplo, que es un número; la dialéctica confrontaría la esencia de los números, las figuras... con principios más generales verificando si las hipótesis se derivan o entran en conflicto con ellos.
Por cierto, la geometría en tiempos de Platón, cuyo monumento son los Elementos de geometría de Euclides, tenía estructura deductiva: se plantean en primer lugar definiciones, postulados y nociones comunes a varias ciencias, las nociones comunes, más conocidas como axiomas, son verdades fundamentales comunes a varias ciencias, los postulados son propios de la geometría. En la matemática contemporánea se llaman axiomas a todas las proposiciones que funcionan como lo hacían esas definiciones, postulados y nociones comunes; la Dialéctica, según Platón, trataría de deducir tales axiomas de principios más generales. Un sorprendente caso de trabajo “dialéctico”, veintitrés siglos después de Platón ocurrió cuando a Bolyai y Lobachetvsky, y más tarde a Rienmann, se les ocurrió fundamentar, demostrar, el postulado v de Euclides según el cual “Si una recta que incide en dos rectas hace los dos ángulos interiores del mismo lado menores que dos rectos, las dos rectas prolongadas indefinidamente se cortarían del lado en que se encuentran los dos ángulos menores que dos rectos”. Se ensayó una demostración indirecta: se suponía que el postulado era falso y se procuraba ver si de este supuesto no se desprendía una consecuencia contradictoria, pero resultó que de tal falsedad no se podía extraer ninguna contradicción; a partir de ahí construyeron un sistema geométrico coherente basado en la falsedad del postulado v, y aquí tienen su origen las geometrías no euclidianas: la de Bolyai-Lobachetvsky se basa en el supuesto de que por un punto exterior a una recta pueda trazarse una paralela más a ésta, la de Rienmann, en el de que por un punto fuera de una recta no puede trazarse ninguna paralela.
Otro ejemplo más de trabajo dialéctico sería el de la crisis de fundamentos de la Matemática a principios de siglo, con Russell y la paradoja de la teoría de los conjuntos (“el conjunto de los conjuntos que no se incluyen a sí mismos, ¿se incluye a sí mismo?”).
Según Platón, la relación que hay entre ad y de corresponde a la que hay entre ac y cb; es decir, la opinión es como la conjetura respecto a la ciencia/conocimiento. El conocimiento es siempre de lo universal, no de lo particular (puede haber ciencia sobre la idea o el concepto de mesa —en esto acertaba Platón). El conocimiento, además, es eterno e inmutable: puedo tener una opinión sobre la forma de esta mesa, opinión mudable, pues puede reconocer que estaba equivocado, pero el conocimiento es siempre verdadero (si yo sé algo, entonces ese algo es verdadero, de otro modo reconocería que “creía saber”); sobre las opiniones caben disputas y hasta pueden ser válidas dos opiniones contrarias, pero sobre las ideas sólo hay un conocimiento cierto.
El concepto de Dialéctica tiene varios significados en la obra platónica; unas veces hace referencia al mero diálogo, otras a un método lógico, pero el uso más importante del concepto es el que se refiere al método mismo de la Filosofía. En la República, como hemos visto, la Filosofía trata de deducir a partir de un primer principio no hipotético; en el Fedro, la Dialéctica es un método de Reunión (síntesis) y División (análisis) entre las ideas...
Una escala del ser, que va desde lo que tiene monos realidad a lo que tiene más realidad, corresponde a una escala del conocimiento, que va de lo menos cierto y oscuro a lo que puede ser más cierto, al conocimiento más seguro. Tal es el resumen de la imagen de la línea dividida platónica. En el extremo derecho de ésta, en el punto b, cabe suponer que estaría de idea epistemológica y ontológica superior, la idea del Bien.
La cuarta y última representación del pensamiento platónico en la República es la conocida alegoría de la caverna. Supongamos, nos dice Platón, que unos hombres permanecieran encadenados en el fondo de una caverna, de forma que sólo pudieran contemplar lo que ocurre en esa roca del fondo, sin poder volver la cabeza; detrás de esos hombres, unos teatreros o titiriteros manejarían distintos artefactos ante un fuego, de manera que las sombras de ese objeto y sus movimientos se proyectarían en la roca que contemplan los prisioneros; estos creen que las sombras proyectadas son las únicas y auténticas realidades. Un día escapa un prisionero, al principio no sabe exactamente lo que ve, pues queda deslumbrado por la luz potente del fuego, nunca observada directamente, pero cuando se adapta ve a los teatreros y sus tejemanejes y ve el fuego como causa de las sombras que antes tomaba por realidades. El prisionero avanza, penosamente, por la cuesta que lleva a la salida de la caverna hasta que consigue salir; de nuevo, la extrema luminosidad le deslumbra y al principio sólo distingue sombras, penumbras, reflejos, que tomaría por auténticas realidades sino fuera porque poco a poco consigue adaptarse a la luz otra vez, y empieza a ver objetos, árboles, piedras... alzaría la vista al cielo, acabaría viendo al sol, el que produce las estaciones y reconocería en él al autor de todas las cosas.
Si el prisionero volviera para libertar a sus compañeros y les comunicará la gran verdad éstos, nos advierte Platón, lo tomarían por loco y quizá lo ejecutarán por blasfemo.
Bien, el propio Platón nos da dos interpretaciones posibles del mito de la caverna, proyectadas en la figura de la línea dividida; según la primera, las sombras serían los eikones, los objetos del guiñol serían los objetos en general que producen la pistis (creencia), las sombras y reflejos de fuera de la caverna representarían las ideas matemáticas y los objetos que producen esos reflejos se identificarían con las restantes ideas del cuarto subsegmento de la línea; el sol, por supuesto, sabemos que es la idea del Bien. Según la segunda interpretación, las sombras en el fondo de la caverna representarían a los objetos de la eikasía y la pistis, los objetos del guiñol a las ideas matemáticas y todo lo que hay fuera de la caverna, al objeto del conocimiento suprema, las ideas.
Bien, en mi opinión, la alegoría de la caverna puede verse como una representación tanto de la metáfora del sol y la idea del Bien como de la imagen de la línea dividida. En las tres historias se nos muestra la jerarquía de realidades y de posibles “conocimientos”, sólo que en la alegoría de la caverna podemos ver esa jerarquía “en movimiento”, un moverse penosamente hacia delante, o mejor hacia arriba, desde la oscuridad de quienes se contentan con las opiniones menos contrastadas, los rumores, hasta la luminosidad que impregna al auténtico conocimiento de las ideas. Tal vez el mito de la caverna nos recuerde hoy a quienes se contentan con la imagen distorsionada de las cosas que pueden ofrecernos los periódicos, las emisoras de radio y la televisión; un Sócrates que intentara revelarse contra los mass media no sería ajusticiado, pero sí apartado. Y es que la verdad es, muchas veces poco reconfortante.
El sistema de las ideas
Hasta ahora sabemos que existe una jerarquía de ideas, de menor a mayor generalidad y que en la cúspide de las ideas está la idea del Bien, la idea ontológica y epistemológica superior. En el Sofista, un diálogo de vejez en que Sócrates ya no es la voz cantante, se establece el principio de que las ideas no son un grupo de entidades sin relaciones mutuas pero que, al mismo tiempo, no pueden tener entre sí cualquier tipo de relación. Es decir, el mundo inteligible es sistemático (hay lo que Platón llama “koimonía guenon”, la comunidad de los géneros).
Platón llega a esta conclusión considerando lo que presuponemos al admitir una idea, cualquiera, pongamos la idea de mesa. Si existe la idea de mesa es porque también existe la idea de ser: todas las ideas participan de la idea de existencia o ser. Además, si existe tal idea, es porque es diferente de cualquier otra, luego deben existir las ideas de diferencia y de identidad. “Ser, identidad y diferencia” pueden predicarse de todas las ideas.
La Dialéctica es la ciencia (suprema, en cuanto a certeza) que descubre las formas-ideas unidoras y separadoras. Es decir, como en el Fedro, la Dialéctica procuraría establecer análisis y síntesis entre las ideas. Un análisis de la idea de animalidad nos permitiría distinguir aquellas clases, géneros o ideas que participan de ella (por ejemplo, la idea de racionalidad-irracionalidad), y el movimiento inverso nos permitiría reunir ideas que participan en otras más generales (todas las ideas quedan unidas o sintetizadas en la idea de ser, por ejemplo, o en la del Bien).
Autocrítica de Platón
En el Parménides, Platón expone su teoría de las ideas a una serie de críticas que pretenden echar un poco de luz a la propia estructura ontológica del mundo inteligible y a su relación con el mundo de las cosas sensibles, particulares. Algunas tesis platónicas son revisadas e incluso rechazadas en un diálogo que representaría un hipotético encuentro entre el eleata Parménides y un joven Sócrates que aquí, en este diálogo de vejez, sólo ejerce de comparsa frente al viejo de Elea.
Aunque se pueden extraer más críticas, podemos señalar como las más agudas las siguientes:
Crítica “de las formas (ideas) degeneradas”: sabemos que las ideas son perfectas y que en la República se nos ha advertido de que debería haber una idea por cada nombre común. Ahora bien, ¿qué ocurre con las ideas de excremento, de lodo, etc.?
Crítica de “lo uno en los muchos”: si la idea está completamente presente en cada particular habrá perdido su unidad (pues será múltiple), pero si sólo una parte de la idea está presente en cada particular, entonces llegamos a absurdos como reconocer que los objetos grandes participan de la idea e grandeza, pero unos participan de una parte “más pequeña” de la grandeza que otros.
El problema de Platón es evidente: ha estado hablando de las ideas como universales y como particulares, es decir, al mismo tiempo que decía que todas las mesas concretas participaban del concepto universal de “mesa”, sostenía que ese concepto universal era una cosa, una idea.
Critica del “tercer hombre”: si un hombre es hombre porque se parece a la idea de hombre, entonces debe haber una segunda idea que recoja lo que esa idea y el hombre concreto tienen en común, y una tercera idea que recoja lo que tienen en común la primera idea y la segunda, y así ad infinitum.
La naturaleza del alma y su relación con el cuerpo
Dualismo alma-cuerpo
Como Sócrates, Platón consideraba que la misión más alta del hombre es “cuidar su alma”, lo que aparta a los dos autores de la tradición homérica y los acerca a la pitagórica: el verdadero “yo” del hombre, ahí donde reside su auténtica personalidad, es su alma. Sócrates, sin embargo, mantuvo un discreto agnosticismo sobre la supervivencia del alma después de la muerte (en la Apología), agnosticismo que choca con el pitagorismo y con la argumentada creencia en la inmortalidad del alma por parte de Platón.
Bien, lo cierto es que, sea por influencia pitagórica, o por la de los movimientos dionisíacos en que se practicaba la separación extática (ex-tasis, estar fuera de sí) del alma y del cuerpo, o por la de los >s los médicos-chamanes cuyo cuerpo “astral” podía viajar mientras el cuerpo físico quedaba en tierra (Zalmoix, Abaris, Epiménides...), Platón insiste en la inmortalidad del alma y en el Fedón, diálogo que representa los últimos momentos de la vida de Sócrates, trata de justificar su serenidad ante la muerte advirtiendo que ésta es un bien:
La Filosofía, como dijimos, es un ars moriendi, Si la muerte es la separación del cuerpo y del alma, el filósofo ensaya durante su vida un acercamiento a la muerte, pues al filosofar se aplica el alma y “manda a paseo el cuerpo”, un estorbo en la búsqueda de la verdad.
Las guerras y las desgracias humanas tienen como causa el cuerpo y sus bajos deseos.
El alma es más semejante a las ideas: es simple, pura, eterna, divina, uniforme e indisoluble. El cuerpo, por su parte, se asemeja a lo humano, mortal, multiforme, ininteligible y disoluble.
El alma es creada directamente por el demiurgo tomando como modelo las Ideas eternas.
Del Fedón deducimos que el alma es aquella parte del hombre por medio de la cual conoce los objetos eternos del conocimiento, las ideas. El alma constituye aquí una unidad y no incluye nada más que la razón o el intelecto. A ella se opone el cuerpo, asiento de las percepciones sensibles, de las pasiones y deseos, del placer.
El alma tripartita
En la República, sin embargo, Platón afirma que, puesto que hay tres clases sociales en el estado (productores, militares y gobernantes), debe haber tres partes en el alma, ya que las clases se distinguen psicológicamente, por el predominio en ellas de uno de estos tres rasgos anímicos: la inteligencia, las pasiones/emociones o los deseos.
De cualquier modo, la tesis de que el alma tiene tres partes es argumentada con independencia de las tesis socio-políticas sobre las clases. Platón se da cuenta, en primer lugar de que atribuir deseos, pasiones e instintos al cuerpo (como hacía en el Fedón) es insatisfactorio, ya que estos no son meros movimientos corporales, sino fenómenos psíquicos, conscientes, anímicos. Reconocido el aspecto anímico de los deseos, Platón nos recuerda la experiencia del conflicto interno, es decir, aquellas situaciones en que uno, por ejemplo, desea algo, pero al mismo tiempo por cualquier motivo no lo desea; en segundo lugar, Platón expone una versión del principio de no contradicción: “nada es capaz de sufrir, de ser o de hacer cosas contrarias a la vez, en la misma parte de sí y respecto de lo mismo”. A partir de ambas premisas Platón concluye que no es la misma alma la que quiere y la que no quiere a la vez, sino que se trata de dos partes del alma distintas, entre las que sí puede darse el conflicto.
Estas dos partes serían la Razón (Nous) y el apetito, pero Platón nos advierte de una tercera parte, el ánimo, basándose de nuevo en la experiencia interna: hay algo así como una fuerza interior que a menudo decide el conflicto a favor de la Razón y que se encoleriza cuando ésta cede a las exigencias del apetito.
Así pues, tres son las partes del alma: Razón, ánimo y apetitos, o “alma racional”, “alma irascible y “alma concupiscible”. La primera, sede del intelecto, la segunda de las emociones y la tercera de los deseos (sexuales, de poder, de dinero...). Por extensión, en la medida en la medida en que predomine una de esas tres partes, Platón hablara de clases de alma.
En el Timeo Platón dirá, aunque ciertamente en un contexto mítico, que el alma es de naturaleza divina y se sitúa en el cerebro; el alma irascible se sitúa en el tórax, es inseparable del cuerpo y es, por ello, mortal; el alma concupiscible, fuente de los deseos innobles, se sitúa en el abdomen y es mortal.
Argumentos para probar la inmortalidad del alma
En el Fedón Platón da tres argumentos que tratan de probar la inmortalidad del alma:
Argumento de los contrarios. El argumento se basa en la asimilación de las propiedades “estar vivo-estar muerto” con propiedades comparativas como “ir más rápido”, “hacerse más feo”, “hacerse peor”, “estar despierto”... De la misma forma que si X va más lento es porque antes iba más rápido, si X se hace peor es porque antes era mejor, si X se ha hecho más feo es porque antes era más guapo, de la misma forma, concluye Platón, si X vive, es porque antes estaba muerto y si estaba muerto es porque antes estaba vivo, etc. Las almas de los muertos, en conclusión, existen en alguna parte, desde donde volverían a la vida.
El argumento encuentra un apoyo adicional en la siguiente observación de Sócrates:
“Si muriera todo lo que participa de la vida, y, después de morir, permaneciera lo que está muerto en dicha forma sin volver de nuevo a la vida, ¿no sería de gran necesidad que todo acabara por morir y nada viviera? Pues aun en el caso de que lo que vive naciera de las demás cosas que tienen vida, si lo que vive muere, ¿qué medio habrá para impedir que todo se consumiera en la muerte?”
La observación de Sócrates se entiende dentro de una concepción cíclica del tiempo: si el tiempo es infinito y la materia finita, todo se habría disuelto o destruido ya, pues la materia no dura eternamente, así que lo muerto debe volver a la vida. Se trata de un pensamiento que nos volverá a aparecer en Nietzsche bajo el nombre de “eterno retorno de lo mismo”.
Argumento de la Anámnesis. Si el conocimiento es recuerdo (algo que ya ha quedado probado), entonces el alma existe antes del nacimiento (y también existirá después, por la fuerza del primer argumento).
Argumento basado en las ideas. El alma es mucho más semejante a las ideas que a las cosas sensibles, dado que su función primordial es precisamente conocer las ideas. Como ellas, es simple, inmaterial, única... por lo tanto, cabe esperar que también sea eterna (lo que no vio Platón, es que las almas son particulares, como las cosas sensibles, y no universales).
En el Fedro, por otro lado, Platón proporciona dos argumentos adicionales:
Argumento conceptual-ontológico. Las cosas poseen propiedades accidentales y propiedades esenciales; el fuego, por ejemplo, no puede ser frío, ya que el calor es una propiedad esencial suya, y el ser humano no puede estar hecho de metal. Añade Platón entonces que la vida es una propiedad esencial del alma, luego ésta última no puede admitir en sí la propiedad de estar muerta. Se trata, obviamente, de un mal argumento que a lo sumo demostraría que el alma, si existe, está viva, pero el alma, como la vida, puede dejar de ser, el alma podría desaparecer o desintegrarse.
Prueba por el movimiento. Hay entes que son movidos por otras cosas, por ejemplo, el cuerpo es movido por el alma, y entidades que se mueven así mismas, como el alma. Lo que se mueve así mismo, según Platón, nunca cesa de moverse. Por supuesto, esto es probar obscurum per obscurum.
Escatología
Lo que le ocurre al alma tras la muerte nos lo desvela Platón siempre mediante mitos que básicamente se presentan en el Gorgias, el Fedón, el Fedro, la República y el Timeo. Las historias que nos cuenta no son congruentes entre sí; pensemos simplemente que en el Fedón el alma es una unidad identificada con el intelecto, que en el Timeo nos dice que sólo la parte racional es inmortal, mientras que en el Fedro el alma tiene tres partes antes del nacimiento y tras la muerte, y en los demás diálogos el alma es como la personalidad de cada cual (con su memoria, su vicio y sus virtudes) pero separada del cuerpo: precisamente los castigos varios que, según Platón, les serán asignados a los malvados, tienen como fin conseguir el "arrepentimiento", y con éste la enmienda, de las almas viciosas.
Lo que sí es constante es el juicio de las almas (por un tribunal de personajes míticos, Éaco, Minos y Radante), en el que los puros, ante todo los filósofos que han sabido distanciarse de los placeres, dolores y engaños del cuerpo, son los más recompensados y los malvados que se revolvieron en los placeres de la carne son castigados. También es constante la reencarnación, metempsicosis o transmigración de las almas, que ya conocemos por el pitagorismo y que explica la preexistencia del alma con respecto al cuerpo terrenal. Semejante preexistencia, por otra parte, ha sido demostrada con varios argumentos: el de los contrarios, el de la Anámnesis y el basado en las ideas; no debemos olvidar que el conocimiento es para Platón un recordar; que el proceso de aprendizaje cuya alegoría constituye el mito de la caverna es un constante ejercicio de recuerdo. Bien, ¿qué es exactamente lo que tenemos que recordar? La respuesta mítica nos la da Platón en el Fedro:
El alma puede compararse con un tiro de caballos, con un auriga, un carro y dos caballos; mientras es perfecta y alada" camina o vuela por el cielo siguiendo algún Dios, formando doce huestes tras su respectivo Dios (Zeus, Apolo, Ares...); las almas, especialmente las de la divinidad, se alimentan de "pensamiento y ciencia pura", por ello se dirigen a una región supraceleste, el s s, allende la esfera de las estrellas fijas, donde están esas "realidades carentes de color, de forma, impalpables, las que realmente son, los objetos del conocimiento visibles sólo para el piloto o auriga del alma, el entendimiento", es decir, la región del mundo inteligible donde están las ideas (la "justicia en sí, la templanza, el conocimiento"). Las almas de los dioses, constituidas por un par de corceles excelentes, quedan saciadas, pero las de los mortales van tiradas por un caballo bueno y bello y otro feo y malo que "tira hacia abajo", de modo que las almas se pisotean y embisten y sólo algunas consiguen sacar la cabeza del auriga para contemplar el ser de aquellas realidades. Aunque con tal visión se nutre la naturaleza del alma, con lo que se aligera el alma, ésta, "entorpecida por el peso de una carga de olvido y maldad, por la desgracia", pierde las plumas en esas porfías y acaba siendo arrastrada hasta alcanzar algo sólido en la tierra: nuestro cuerpo.
Dicha alma no es “plantada” en ningún animal en la primera generación, sino que queda apresada en un ser humano; el alma que haya visto más o mejor las ideas se encarnará en un filósofo, “un cultivador de las musas o del amor”; la que haya visto algo menos será un rey amante de la ley o belicoso; las terceras, políticos o negociantes; las cuartas, maestros de gimnasia; las quintas, adivinos; las sextas, poetas imitativos; las séptimas, artesanos o labradores; las octavas sofistas o demagogos, y las últimas serán encarnadas en tiranos.
Cuando nuestro cuerpo muere “en esta primera vida” somos sometidos a juicio y destinados, según nuestra bondad o maldad, a un lugar del cielo donde se vive feliz, o al Tártaro, bajo tierra, donde se expían las culpas con dolor. Esa estancia en el cielo o en el “infierno” dura mil años, al cabo de los cuales uno escoge un nuevo tipo de vida terrenal, que suele estar en consonancia con la vida anterior, unos se convertirán en animales y otros, los más puros, preferirán reencarnarse de nuevo en filósofos. Si uno se ha destacado por una vida de pura filosofía en las tres encarnaciones de tres mil años, su alma “se retira” con los dioses, pero si no es así seguirá con la rueda de las encarnaciones hasta el décimo milenio, en que vuelve a ocurrir el “cortejo de las almas” en pos del alimento inteligible, con lo que el ciclo volverá a empezar.
Ética y política
Tengamos presenta antes que nada que para los griegos ética y política son inseparables; aun Sócrates, al que calificamos de “inventor del tribunal de la conciencia”, tenía clara “conciencia” de que el bien sólo podía materializarse en el ciudadano, en el buen ciudadano. Ya advertiremos que, en cierto sentido, tal era el significado de la propia muerte: el buen ciudadano no puede despreciar las leyes que él mismo ha aceptado durante toda su vida. Las virtudes morales, pues, sólo tendrán cabida dentro de la polis, aunque, como veremos, para Platón la polis perfecta es ideal, no aquella en que le tocó vivir y de la que se sintió abiertamente decepcionado.
En la llamada Carta VII Platón nos confiesa su inveterada e irrenunciable vocación política; no obstante, todos los gobiernos que había conocido le habían desencantado: la democracia manejada por los demagogos y sofistas en su juventud durante las guerras del Peloponeso, el gobierno de los treinta tiranos impuesto por Esparta tras la victoria de ésta sobre Atenas, en el 404, gobierno de oligarcas (entre los que se encontraba Critias y Cármides, tíos de Platón) que intentó extorsionar a Sócrates para que apresara a un ciudadano condenado, León de Esmirna, en vano, pues el viejo Sócrates se negó poniendo en riesgo su vida, la posterior democracia a la caída de los treinta, que ordenó la ejecución de Sócrates...
Dada aquella irrenunciable vocación política, Platón optó por viajar a Siracusa, donde en la corte de Dionisio el viejo tenía posibilidades de dirigir una reforma política que estuviera de acuerdo con sus ideales; tres veces viajó allá, la tercera a la corte de Dión, sucesor de Dionisio II y admirador de Platón, pero la experiencia casi le cuesta la propia vida llegando incluso a ser vendido como esclavo. Platón concluye: “Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra”.
Su ideal de gobierno, expuesto sobre todo en la República, pasa por el reconocimiento de que los filósofos deben gobernar o que los que gobiernen se hagan filósofos. Hay, pues, todo un ideal reformista en la filosofía y política platónicas.
La República (politeia: ciudadanía, constitución) trata de definir qué sea la justicia; en el primer libro, Trasímaco ha sostenido que lo justo es aquello que conviene al más fuerte, mientras que Glaucón defiende que la gente se somete al nomos, es decir a las leyes llamadas justas, por miedo a las sanciones, reprimiendo los impulsos egoístas de la naturaleza que aflorarían en el momento en que cualquiera pudiera volverse invisible. Sócrates trata de refutar tales opiniones, y, una vez abandonadas, propone indagar lo que sea la justicia en sí tomando un camino indirecto, intentando encontrar lo que es la justicia en el Estado, pues: “habrá una justicia de mayor tamaño en lo que es de mayor tamaño. Así pues, investigaremos primero en los estados qué es la justicia. Después, la estudiaremos en el individuo, tratando de aclarar si la semejanza de lo que es mayor se da en la configuración de lo que es más pequeño”.
Pero para determinar en que consistía la justicia dentro de un estado habrá que analizar la naturaleza y estructura del estado; Sócrates propone “construir” idealmente una ciudad, de modo que lo que veremos es una sucesión lógica de los elementos o partes que la integran.
La ciudad se origina, según Platón, como respuesta a la incapacidad de cada individuo para satisfacer por sí mismo las propias necesidades; es decir, es un hecho de la naturaleza humana que los hombres no puedan bastarse a sí mismos, por lo que se requiere siempre una cierta división del trabajo. Por lo tanto, y dicho en positivo, la ciudad beneficia el interés de cada cual. Como mínimo necesitaremos:
Unos productores, que proveerán a la ciudad de las cosas más elementales para la vida (alimento, casas, vestidos...). Una ciudad ideal, no obstante, no puede simplemente subsistir, sino que debe vivir en una cierta abundancia, por lo que también necesitaremos
unos guardianes (auxiliares, militares), que defenderán la polis de las agresiones exteriores y de las violencias interiores. Los guardianes son escogidos entre aquellos ciudadanos que muestren ciertas aptitudes especiales como la fuerza, la rapidez, la valentía y el amor a la verdad. De entre los mejores de estos guardianes auxiliares saldrá la clase de los
gobernantes. El ingreso a este estatus o clase también exige dotes y educación adecuadas.
Bien se ve que estas tres clases, distinguidas por su valía y función, se corresponden con la tripartición del alma del individuo(los productores representarían al alma concupiscible, los auxiliares al alma irascible y los gobernantes al alma inteligible); a esto se le ha llamado la “tesis del paralelismo entre el alma y el estado”. Tengamos en cuenta, sin embargo, que la palabra “paralelismo” presupone o sugiere cierta independencia de ambas líneas pero en Platón el individuo y el estado se condicionan mutuamente, es decir, el carácter del estado sugiere el carácter de los individuos y viceversa (pues nos dice que “hemos de convenir muy necesariamente que en el alma hay las mismas partes que en el estado”). Tomás Calvo, por esa razón, prefiere hablar de “isomorfismo estructural entre el alma y el estado”. Por cierto que de ahí se desprende una de las críticas de Platón a la democracia: el correlato caracteriológico de la democracia es el demagogo; su error (el de los demócratas) es pensar que el gobierno puede estar en manos de cualquiera, aunque sea un matarife en cuya alma predomine lo concupiscible.
También según Tomás Calvo, la premisa sobre la que se basa la necesidad de las tres clases sociales en el estado es la que denomina “principio de especialización funcional” según el cual cada individuo y cada clase social ha de desempeñar solamente una función, aquella para la cual estén más capacitados. Semejante principio puede justificarse
pragmáticamente, observando que cada uno hace lo mejor cuando se dedica a una sola cosa, a aquello que conviene a sus inclinaciones naturales; también puede justificarse el principio
ontológicamente, señalando que cada cosa tiene una naturaleza, una esencia, y de acuerdo con esa esencia debe cumplir con un determinado fin: la areté o excelencia de algo (hombre o cosa) consiste precisamente con cumplir debidamente con ese fin.
Debemos suponer, pues que por naturaleza los ciudadanos tendrán una función que cumplir, para la que estén mejor dotados. Como hemos dicho, aquí radica la crítica de Platón a la democracia de su tiempo. Para ilustrar esta idea, Platón recurre al mito de las distintas aleaciones con que la divinidad formó a los hombres: a unos los formó de oro (gobernantes), a otros con plata (auxiliares) y a otros con bronce y hierro (productores). Puede que alguno de oro genere un hijo de plata y viceversa, es decir, el determinismo biológico no es absoluto; la educación, a cargo del estado y no de los particulares como en la Atenas de su tiempo, debe jugar el gran papel de promover y desarrollar las capacidades connaturales a cada cual.
A partir de la correlación estructural entre el alma y el estado debemos concluir que las virtudes (aretai) que asignamos a cada parte del alma tienen su correlato en las virtudes de la propia ciudad:
La prudencia (Frónesis) es la virtud (areté) de los gobernantes, se alcanza mediante el conocimiento del bien y, en la práctica, permite la buena conducción de la polis.
La valentía (andreia) es la virtud de los auxiliares o guerreros; no exige conocimiento, sino sólo opinión correcta sobre lo que debe ser temido y lo que no.
La moderación o templanza (sofrosyne) es la virtud consistente en dominar los bajos deseos; debe afectar a los productores.
La justicia, por último, es el cumplimiento adecuado del principio de especialización funcional, es decir, es la virtud (areté) de una polis en la que el gobernante gobierna con prudencia, el auxiliar la defiende con valentía y el productor desarrolla ordenadamente la actividad económica. Hemos llegado a la respuesta que buscábamos; recordemos que se preguntaba acerca de la justicia en un estado ideal, y, a partir de esa “justicia más grande” debíamos deducir en que consistía la justicia en el ser humano. Más adelante observaremos que, en efecto, la correlación entre la justicia en el Estado y la justicia en el individuo es bastante clara. Por el momento, veamos como se articulará la Educación estatal que situará a cada ciudadano donde le corresponde.
La educación y la realización de la justicia
Las disposiciones naturales hay que educarlas, pues, si así no fuese, una naturaleza racional podría emplear su inteligencia para hacer el mal.
La educación tiene dos fases:
durante la infancia y la juventud, los auxiliares, y por ende los que demuestren ciertas dotes naturales, serán educados en gimnasia y música (formación humanística), lo que les formará el carácter. Los que sobresalgan en el amor a la ciudad y en inteligencia pasarán a
una segunda fase. El objetivo de la educación de los guardianes-auxiliares es que lleguen a ser filósofos, que abandonen la opinión, empírica, relativa y particular, y conozcan la Idea del Bien. Durante diez años deberán estudiar matemáticas y luego pasarán a la Dialéctica o Filosofía, cuya culminación, como sabemos, es el conocimiento del Bien. Semejante conocimiento no sólo es teórico, sino también práctico: al conocer el orden del universo y la finalidad de cada cosa, el sabio es el verdaderamente capacitado para plasmar ese orden en la ciudad.
La línea dividida, la alegoría de la caverna, y las etapas en la educación para gobernar coinciden.
El gobierno del sabio
Los filósofos-reyes, instaurando una monarquía o aristocracia de carácter absoluto, serán los más capaces de “conservar las leyes y las instituciones de la ciudad”, es decir, el mantenimiento de las instituciones y el orden establecido es el objetivo de los gobernantes. A tal fin, deberán tener cuidado de
que no se apoderen de la ciudad ni la riqueza ni la pobreza,
que los individuos sean incluidos en la clase que les corresponde, y
que el sistema educativo esté bajo control
La abolición de la propiedad y de la familia
Para el establecimiento de la justicia en la ciudad es imprescindible que los guardianes y los filósofos-reyes no posean nada propio: no poseerán hacienda ni vivienda y su vida será como la de un ejército acampado. Vivirán de un salario anual que proporcionarán los productores y no tendrán más familia que el Estado, es decir, los hijos serán comunes... Ese peculiar comunismo de los guardianes está basado en la concepción platónica de la justicia, entendida como el cumplimiento adecuado, en el alma y en la ciudad, de la función que a cada parte le corresponde. La riqueza y la familia acarrean la ruina moral de los guardianes al desencadenar en su interior el conflicto entre dos partes de su alma.
Las mujeres también podrán ser guardianes (igualitarismo)
Ética
El esqueleto de la ciudad ideal, que nos ha proporcionado una definición de la areté de la justicia, nos permite aplicar la consecuente correspondencia al alma del individuo:
La virtud o excelencia (areté) de la parte racional del alma es la prudencia (frónesis). Es la virtud intelectual basada en el conocimiento del Bien.
La valentía es la virtud que le corresponde al ánimo (thymós).
La moderación o templanza es la virtud que le corresponde a los apetitos y consiste en el dominio de las partes superiores sobre esos apetitos.
La justicia es el orden resultante de que cada parte del alma realice la función que naturalmente le corresponde con areté: cuando la Razón es prudente, el ánimo valiente y los apetitos moderados, ahí hay justicia.
El objetivo de la educación de los guardianes y de los gobernantes, el fin al que se dirige todo el saber político de Platón, es, como sabemos, el conocimiento de la idea del Bien, conocimiento que permitirá, en la práctica, mantener el buen orden de la polis. Es decir, la areté de la prudencia (frónesis) implica cierto tipo de conocimiento, el del Bien, coincidiendo en esto con el intelectualismo de Sócrates; pero tengamos en cuenta que
Se puede tener una inteligencia natural y emplearla para hacer el mal. Es obvio que el sabio o el filósofo, por definición no puede ser malo, pues su vida es un separarse del cuerpo para llegar a conocer la idea del Bien, pero se puede tener cierta astucia sin conocer la idea del Bien.
Platón reconoce los “elementos irracionales del psiquismo”, el caballo malo del alma, los bajos deseos o epithymiai que puede provocar la akrasía, la debilidad de la voluntad.
Existen virtudes no intelectuales, en el sentido de que uno puede poseerlas sin tener un conocimiento racional del Bien (sin ser un sabio), como el valor, y, quizá, la moderación. Sigue existiendo, no obstante, un rasgo del intelectualismo moral socrático en la tesis de que el valor consiste en una opinión acerca de lo temible; por su parte, no está claro que la moderación sea una virtud asignable únicamente a la parte concupiscible del alma, ya que su posesión implica el sometimiento de los bajos deseos por las partes superiores del alma, y, por lo tanto, parece una virtud de esas partes más que de las inferiores.
Se desprende de lo anterior que para Platón las aretai o excelencias son varias, frente a la opinión de Sócrates de que la areté es la Sabiduría, virtud única cuya posesión asegura bondad y felicidad.
Un último apunte respecto a la noción de areté, virtud o excelencia: la Ética de los griegos medita ante todo sobre ella, y los debates giran sobre diversas cuestiones al respecto:
-
Se discutía si la areté o excelencia es enseñable o no; no podía ser enseñable de acuerdo con los modelos del mundo aristocrático, los ideales que se pueden hallar en Homero o en los conservadores aristócratas atenienses del siglo V, pues se suponía que la excelencia “se llevaba en la sangre”. De hecho, es obvio que la misma idea de una aristocracia presupone que las virtudes morales se heredan de padres a hijos, son connaturales a cada cual, de ahí el soberano desprecio de quienes tienen “sangre azul” por los plebeyos. Los sofistas se opusieron con fuerza a esa idea y defendieron la enseñabilidad de la excelencia, con la consiguiente democratización de éstas; el mismo Protágoras, en el diálogo platónico que lleva su nombre, se presentaba como “maestro de excelencias” y coincide con Sócrates sobre ese punto. Por su parte, Platón admite que la excelencia se puede enseñar siempre y cuando existan ciertas disposiciones naturales, innatas en el individuo.
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Se discutía también cuál o cuáles son esas virtudes.
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Y, por último, se discutía si era una (Sócrates) o varias (sofistas y Platón).
ARISTÓTELES
Naturaleza y causalidad
Crítica a Platón
El comienzo del logos, de la filosofía que situamos en los primeros presocráticos, tiene como foco la Physis, la naturaleza, pues esos primeros sabios se preguntaron, abierta o implícitamente, por el arjé de la physis, esto es, por el principio de la naturaleza. Con Sócrates y su “segunda navegación”, los sofistas y Platón, la naturaleza pasa a un segundo plano; recordemos que para Platón tiene un estatuto ontológico y epistemológico completamente secundario, puesto que “lo que realmente existe” y lo que puede conocerse no es la naturaleza —el agua, el cambio de las cosas naturales, la combinación de los elementos...—, sino las ideas y estas no son naturales, no pertenecen al mundo natural sensible. El dualismo ontológico de Platón, la división de la ontología —lo que existe— en los dos ámbitos o mundos, el sensible y el inteligible, comporta, ya lo sabemos, el menosprecio intelectual —y moral— del primero.
Pues bien, con Aristóteles se produce un retorno a la physis como campo a explicar, es decir, el discípulo de Platón recupera la ontología y epistemología —y no nos sorprenda, por lo tanto; también moralmente— un ámbito, el de la naturaleza cambiante, que para el nuestro quedaba reducido a mero reflejo, sombra o eco. Semejante retorno, entonces, debe pasar y pasa por una crítica de las ideas platónicas, es decir, por una recusación del núcleo teórico de la filosofía platónica. Las críticas que Aristóteles ensaya son muy variadas, pero escogemos y tipificamos las cinco siguientes:
Las ideas hipostasían los problemas; duplicando el número de objetos (las mesas más la idea de mesa) no hacemos más claros esos objetos, no los entendemos mejor. Se trata de una crítica pragmática y epistemológica.
Las ideas no pueden causar el ser de las cosas, al contrario de lo que pensaba Platón, para quien una mesa es una mesa porque participa de la idea de mesa, es decir, la mesa debe su ser, su entidad, a la idea de la que es reflejo. Pero la idea de la mesa, diría Aristóteles, es trascendente a las mesas, está separada de ellas: ¿Cómo demonios va a influir sobre las mesas sensibles algo que está en otro mundo radicalmente distinto? ¿Cómo puede producir su existencia? La crítica aristotélica es parecida a la que se suele esgrimir hoy contra los astrólogos: ¿Cómo es posible que constelaciones situadas a millones de años luz puedan producir en mí el tipo de carácter que tengo? La observación de Aristóteles todavía será más aguda, pues de las constelaciones puede decirse que son sensibles, no así de las ideas.
Si las cosas sensibles se mueven, cambian, es porque existe alguna causa motriz, pero las ideas son inmóviles, luego no pueden explicar tales cambios.
La cuarta crítica, muy famosa, es la llamada “del tercer hombre”, que el propio Platón emplea contra sus planteamientos anteriores al Parménides, y que ya hemos comentado en su momento.
La última crítica que escogemos es de corte ontológico y observa que una sustancia es una, única. Pero Platón considera que esta cosa única participa de varias ideas. Dicho de otra manera, para Platón una misma sustancia o cosa contiene de algún modo extraño varias cosas o sustancias al mismo tiempo, algo que Aristóteles considera contradictorio.
Tras esta crítica al mundo de las ideas, a la noción de lo inteligible platónico, podríamos esperar que Aristóteles se quedara con la ontología sensible de Platón. Esto es en parte falso y en parte verdadero; falso, por cuanto lo sensible de Platón está marcado con las características de los meros reflejos o sombras y, habiendo eliminado de nuestra ontología esas entidades que debían producir reflejos, lo que nos queda ya no puede tratarse como un mero reflejo, o, en otros términos, la concepción del mundo sensible aristotélico debe ser marcadamente distinta a la de su maestro; pero es verdadero también si lo que queremos entender con ello es que para Aristóteles este mundo es el único que hay, este mundo de cosas concretas, como piedras, personas o árboles.
Naturaleza y cambio
Aristóteles define la naturaleza como “un principio (arjé) y una causa (aitía) intrínsecos de movimiento y reposo”; la naturaleza es, en cierto sentido que habrá que aclarar, cambio, una idea que ya estaba presente en los presocráticos y en la propia etimología de las palabras s y natura. Aristóteles, no obstante, se encuentra con una tradición que niega la existencia del cambio —los eleatas, con Parménides a la cabeza y las paradojas de Zenón en la mano—, otra que no lo explicaba bien, y una última tradición, más próxima por cuanto es la que se encuentra el estagirita cuando ingresa en la academia de Platón, que lo consideraba como algo caótico, no susceptible de ser explicado, algo que estaba “entre el ser y el no ser”, sobre lo que cabría opinión pero nunca ciencia.
Aristóteles tratará de solucionar los problemas con el cambio que se encuentran en la tradición mediante dos explicaciones: la primera recurre a los conceptos de “materia, forma y privación”, la segunda a los de “potencia y acto”.
Para explicar las posibilidades del cambio, Aristóteles advierte que hay que distinguir entre los contrarios, uno como punto de partida y otro como punto de llegada, pero también se ha de tener en cuenta el tercer principio, el sujeto o supuesto que alternativamente los recibe y que permanece constante durante el cambio. Así, no podemos explicar un cambio diciendo únicamente que se pasa del frío al calor, puesto que esto sería como un paso del ser al no ser, sino que hay que añadir la cosa o materia que al principio del cambio estaba fría y luego se calentó. Recordemos que el problema de Parménides, la confusión que le llevo a negar la realidad del cambio, era que no distinguía entre el uso atributivo y el uso existencial del verbo ser; puesto que un cambio cualquiera supondría el paso del ser al no ser y viceversa, y esto era conceptualmente inadmisible —pues de la nada nada surge—, entonces, desde la Razón, teníamos que negar la existencia del cambio. Con Aristóteles se nos presenta la solución al problema parmenídeo; en el cambio no se pasa del no ser absoluto al ser absoluto, de la nada al ser, sino que hay algo que permanece, que no es algo en un momento y que un momento después es algo. Un trozo de bronce no tiene la forma de Alejandro hasta que el escultor se la da con el cincel; el sujeto o sustrato del cambio, el bronce, permanece durante el cambio. Aristóteles lo llama materia (</), aquello de lo que está hecha una cosa. Antes de que el escultor ponga su mano sobre ese pedazo de bronce, este está privado de muchas formas. La forma es, en este caso, la figura representada de Alejandro. Materia, forma y privación constituyen tres conceptos fundamentales en la primera explicación aristotélica del cambio.
Se impone, sin embargo, una precisión fundamental respecto al concepto de forma. Hemos dicho que el pedazo de bronce podía adquirir varias figuras o formas de las que está inicialmente privado. El significado del concepto “forma” aquí sería el de la manera como se estructura una materia dada, su principio organizativo; pero “forma” es también, sobre todo, la esencia de algo, lo que hace que una cosa sea lo que es. Cuando decimos que el hombre es un animal racional estamos dando una definición indicando la forma esencial del hombre; puesto que la definición funciona presentando el genero (animal) y la diferencia especifica (racional), tal genero y tal especie constituyen la forma del ser hombre, su equidad o esencia. En este sentido, el concepto de “forma” sería lo que ha quedado de las ideas universales platónicas. La diferencia importantísima entre Platón y Aristóteles es que las formas aristotélicas no tienen una existencia separada, sino que siempre se dan en la materia. Prácticamente todas las cosas existentes están compuestas de una materia y una forma, y esta es una definición del concepto “sustancia”: el compuesto de materia y forma; la materia es propia, particular, de cada cual, es decir, aunque todos los seres humanos están hechos de carne y sangre, cada uno tiene su propia porción separada y distinta de materia, mientras que la forma sería compartida por todos, es universal.
La distinción entre materia y forma es, sin embargo, relativa. Fijémonos en el pedazo de bronce que es la materia con la que se formará la figura de Alejandro: no es sólo la materia, sino que también tiene su forma antes de recibir aquella figura a golpes de martillo y cincel, y puede decirse que ese pedazo de bronce está hecho de (es decir, tiene como materia) cobre y estaño; a su vez, esta materia tiene su forma, que organizará una materia previa, quizá alguna combinación de los cuatro elementos, agua, aire, tierra y fuego. Incluso esos cuatro elementos no son tan elementales: sugiere Aristóteles que, dado que uno de los elementos puede transformarse (cambiar a) en otro, debe haber una materia primordial a partir de la cual se den todas las cosas, una materia prima que no tendría una forma determinada y que sólo podría definirse por su función como aquello que tiene la posibilidad de recibir todas las determinaciones. Esa materia prima, que no es un compuesto de materia y forma, sería en sí incognoscible.
La segunda solución al problema del cambio se basa en el análisis del concepto “ser”. El problema de Parménides, se reduce a haber considerado que el concepto “ser” tiene un sentido único, unívoco, en todos sus usos, lo que constituye un error. El ser, nos dice Aristóteles es único, en el sentido de que cada cosa es única, pero se dice de muchas maneras, esto es, el ser tiene un sentido analógico. No es lo mismo ser sustancia que ser un atributo, ni es lo mismo “ser en potencia” y “ser en acto”. Potencia designa la capacidad pasiva que tiene una cosa-sustancia de llegar a ser algo; una cosa no tiene la potencia de llegar a ser cualquier otra cosa. A la potencia se le opone el acto, que es la realidad actual. El acto es realidad, actualidad y actividad.
El problema de Parménides era que no podía pasar del no-ser al ser y Aristóteles está de acuerdo en términos absolutos, pero no en términos relativos, pues se pasa del ser-en-potencia al ser-en-acto. En esta distinción del sentido absoluto del sentido relativo del no-ser se basa la definición aristotélica del cambio: un cambio es la actualización de una potencia.
Hay en Aristóteles una primacía del acto, pues este es “anterior en el orden de la naturaleza” con respecto a la potencia. Si la Naturaleza es un “principio intrínseco de cambio”, resulta que ésta es más acto que potencia (pues el acto es ese principio por el que cambia la cosa), más forma que materia (aunque no pueda decirse que la Naturaleza sea sólo acto o forma: es forma y materia, acto y potencia).
La concepción de la Naturaleza de Aristóteles está imbuida de la idea de que las cosas naturales tienen una esencia de acuerdo con la que deben desarrollarse hasta completar sus potencialidades intrínsecas.
Modos de ser y tipos de cambio
Las precisiones conceptuales de Aristóteles son decisivas; aunque el ser o la naturaleza son únicos, el ser se dice de muchas maneras. Ya hemos visto que no es lo mismo ser forma que ser materia, ni ser en potencia lo mismo que ser en acto. Pero ¿cuántas “maneras de ser” hay? ¿Cuáles son los distintos sentidos en que decimos que las cosas “son”? Según Aristóteles, básicamente hay diez, las diez categorías:
Entidad o sustancia (este hombre, este caballo); es el ser en sentido absoluto (>/s), frente al ser relativo que expresan las restantes categorías o accidentes.
Cantidad (es de 1,80).
Cualidad (culto, moreno...).
Relación (el doble que su hermano).
Lugar (en clase).
Tiempo (a las diez).
Situación o postura (sentado).
Condición o estado (vestido). Es algo menos duradero que la cualidad.
Acción (escribe).
Pasión (es espiado por el vecino).
La sustancia es, pues, la primera de las categorías; Aristóteles la define de tres maneras (las dos primeras son definiciones más ontológicas, la tercera más gramatical o conceptual).
Sustancia es “lo que existe por sí mismo y no en otra cosa”, por ejemplo, un ser humano concreto o un caballo concreto.
Sustancia es un compuesto (synolon) de materia y forma. Toda sustancia está determinada (por una forma) y está separada (por una materia).
Sustancia es “lo que no se predica de nada y de lo que se predican los predicados”; de nuevo, los ejemplos son las cosas concretas: este hombre, Sócrates, del que podemos predicar muchas cosas, pero que nunca es predicado salvo en formas gramaticales redundantes como “Este es Sócrates”.
Las sustancias, pues, existen por sí mismas, pero los predicados —las nueve categorías restantes— no existen separadamente, sino que siempre se dan en la sustancia. Sin embargo, a veces predicamos de la sustancia su esencia. ¿Qué ocurre con la esencia, con las formas esenciales? ¿Son sustancias? ¿Existen como existen las mesas concretas? Como ya hemos dicho, Aristóteles rechaza ese aspecto del platonismo; dado que la forma esencial puede funcionar como sujeto de predicados, es llamada sustancia segunda; no tiene existencia separada, es decir “el caballo”, “ el hombre”... son universales que no existen fuera de los caballos o los hombres singulares. No hay distinción real, sino nominal, entre estas cosas concretas y su esencia.
Las restantes categorías, desde la cantidad a la pasión, constituyen los predicados accidentales, los accidentes de las sustancias; los accidentes, por supuesto, existen en la sustancia y no separadamente y se oponen a los predicados esenciales en que la sustancia puede perderlos y seguir siendo lo que es.
De acuerdo con las categorías y con la definición de cambio como actualización de potencias, Aristóteles distinguió cuatro tipos de cambio; el cambio según el lugar o movimiento local (kínesis), el cambio según la cantidad (aumentar, disminuir...), el cambio según la cualidad (ponerse moreno) y el cambio sustancial (la generación de una sustancia viviente y su corrupción). Los tres primeros constituyen un cambio accidental, puesto que la materia-sujeto actualiza unos atributos accidentales potenciales, mientras que en el cuarto tipo de cambio la materia o sujeto del cambio es la materia primera.
Aunque Aristóteles no sacó esta conclusión, era evidente que se podían seguir distinguiendo más tipos de cambio, según las seis categorías restantes, y eso fue lo que dedujo el más importante discípulo de estagirita, Teofrasto.
Otra manera de clasificar los cambios, fundamental en el esquema conceptual aristotélico, es distinguir entre los cambios naturales y los cambios artificiales o violentos; las cosas sublunares tienden a moverse según su naturaleza hacia un tipo de sitio, el llamado lugar natural. Los cuerpos pesados tienden a ir hacia el centro de la tierra, lo buscan como un fin ineludible, mientras que los ligeros tienden hacia otro lugar natural en el cielo. Las cosas naturales, pues, tienen sus “fines”. Los cambios artificiales o violentos son precisamente aquellos que desvían a las cosas de su tendencia natural.
La explicación del cambio
Conocer científicamente es conocer por causas, causas que son necesarias. Causa traduce el griego , concepto que proviene de la jerga jurídica griega y que significa culpa, atribución o reproche, de donde, por analogía, surge la atribución del porqué de las cosas, los factores explicativos de algo que, en este caso es el cambio. Cuando explicamos algo estamos respondiendo a un “porqué” y toda respuesta al porqué de un cambio debe tener en cuenta la materia, la forma, el detonante y el fin del cambio, es decir las causas se dividen en:
Causa material; en el caso del cambio en el pedazo de bronce, éste sería la causa material por la que ha podido llegar a convertirse en la figura de Alejandro. Los presocráticos, según Aristóteles, habrían reducido la physis a la causa material, dejando de lado los demás tipos de causas.
Causa eficiente, que alude al detonante, al disparador del cambio. Es este sentido de causa el que más se aproxima a nuestros usos habituales.
La causa final debe hacer referencia a los fines del cambio. Como dijimos anteriormente, las cosas naturales tienen una esencia y de acuerdo con ella deben orientarse o desarrollarse hacia un determinado fin. El caso del escultor que modela un pedazo de bronce, no obstante, es un cambio violento o artificial impuesto a una materia y orientado por los fines del propio escultor. Pero hemos de tener en cuenta que una tesis estética fundamental de Aristóteles es que el arte imita a la naturaleza, es decir, igual que hay finalidad cuando un artesano construye una cama, del mismo modo hay finalidad cuando la semilla, bajo ciertas circunstancias, cambia en una dirección establecida por la naturaleza. Respecto a la naturaleza, que es cambio, no nos basta con aludir a lo material y lo que dispara el cambio: “Pues decir cuáles son las sustancias últimas de que está hecho un animal, es decir, por ejemplo, que está hecho de fuego o de tierra es tan insuficiente como si se explicara del mismo modo una cama o cualquier otra cosa del mismo tipo. Pues no debe bastar con decir que la cama está hecha de metal o de madera o de lo que sea, sino que hay que intentar describir la intención que ha motivado su fabricación o su modo de composición; y aun suponiendo que se quisiera tomar en consideración su materia, habrá que referirse al todo formado por la materia y la forma. En efecto, una cama es una forma incorporada a una materia, (...), de modo que su configuración y su construcción están concluidas en su descripción. Pues en la naturaleza es más importante lo formal que lo material.”
Como hemos visto anteriormente, además, los cuerpos tienden a dirigirse hacia su lugar natural, es decir, éste es uno de los fines que persiguen. La ciencia moderna, a partir de Galileo en la física y de Darwin en la Biología, ha eliminado esas causas finales de la naturaleza. La ciencia moderna, pues, se basa en la eliminación de las causas finales, en la eliminación del llamado finalismo o teleologismo.
Causa formal, íntimamente emparentada con la anterior, dado que esos fines, como podemos ver en el fragmento de Aristóteles citado, dependen de una esencia; dicho de otra manera, el cambio de las cosas naturales está orientado a cierta finalidad que va inscrita en la naturaleza de las cosas. Tengamos en cuenta que Aristóteles no distinguía entre causa y razón (no se distinguirán hasta Hume), en el célebre silogismo “Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre; luego Sócrates es mortal” nosotros podríamos señalar una razón de que Sócrates haya muerto, a saber, que pertenecía a la especie humana, y ello ocurre con la necesidad lógica que imprimen las dos premisas del silogismo; para Aristóteles esa razón es una causa: el término medio, la humanidad de Sócrates (propiedad esencial de éste), es una causa de su mortalidad, y hay la misma necesidad en la naturaleza que en el argumento lógico.
No es de extrañar, por lo tanto, que la eliminación de las causas finales de la naturaleza que lleva a cabo la ciencia moderna con Bacon, Descartes y Galileo, esté indisolublemente unida a la eliminación de las causas formales o formas esenciales tal como las entendía Aristóteles.
Para terminar, tengamos en cuenta que las causas no necesitan ser distintas; Aristóteles repite varias veces que en los animales la forma, el iniciador y el fin coinciden.
Las cuatro causas, por último, no agotan la variedad de las explicaciones, pues dependiendo de cómo se consideren las causas se podrán dar hasta 64 tipos distintos de explicaciones.
Virtud y felicidad
“Etica” proviene del griego >s, carácter, que Aristóteles supone una modificación de >/s, hábito, costumbre; de acuerdo con ello, la ética constituiría una cierta indagación —política, por más señas, pues el hombre es por naturaleza un animal político que no vive aislado sino en comunidad—, una indagación sin estrictas pretensiones científicas sobre la conducta del hombre, su carácter resultado de los hábitos, a la luz de lo que está bien y lo que está mal.
El hombre tiende naturalmente al bien y aspira a la felicidad, que es el bien supremo. Que la felicidad es la suprema meta del hombre nadie lo duda —excepto los kantianos—, el problema surge cuando intentamos responder en qué consiste: unos dicen que es el placer, como los epicúreos, otros que el saber, algunos que consiste en la gloria política e incluso los hay que sostienen que la felicidad la proporciona la riqueza. Pero el hombre por naturaleza tiende al bien y aspira a la felicidad, ésta tendrá que ver con alguna actividad propia, natural del hombre. Sabemos que todas las cosas tienen un fin determinado por su forma esencial, por su naturaleza, pero, ¿cuál es la naturaleza del hombre, de donde deberemos extraer su fin propio? El contenido de la felicidad surgirá de una determinada manera de entender al ser humano; en el fondo, toda ética depende de una concepción del hombre, de lo que es ser persona o ser humano en su plenitud.
Naturaleza del hombre (antropología filosófica)
Para Aristóteles, como para Platón, el hombre consta de cuerpo y alma, pero, contra su maestro, el estagirita piensa que cada hombre es una sustancia, un esto concreto, y, por lo tanto, no consta de dos sustancias, una despreciable, el cuerpo, y otra que representaría su auténtica identidad, el alma; el cuerpo, según Aristóteles, es una materia susceptible de estar viva si esta formada por el principio vital y de movimiento que es el alma. Así como toda sustancia es un compuesto de materia y forma, el ser humano es un compuesto de materia (cuerpo) y forma (alma). Lo esencial de una persona es, por lo tanto, su alma, pero esta no es más que el conjunto de las funciones vitales que posee un individuo, no es separable del cuerpo, y, obviamente, no le preexiste.
Según Aristóteles, hay tres clases o partes del alma:
Alma vegetativa. Sería el alma o parte de ella encargada de las funciones de crecimiento, nutrición y reproducción. La poseen todos los seres vivos y es la única que poseen las plantas.
Alma sensitiva o apetitiva. Los animales y el hombre tienen, aparte de las funciones nutritivas, la posibilidad de sentir y desear o apetecer.
Alma racional (Dianoia). Propia del hombre, encargada de pensar y formada por dos principios, uno activo y el otro más pasivo.
De acuerdo con esta estructura, lo esencial en el alma del hombre, lo que es propio de él, frente a animales y plantas, es la actividad intelectual; aquí residiría el fin del hombre y de acuerdo con él podemos definir la felicidad como la realización de ciertas actividades intelectuales de manera virtuosa, con areté, la excelencia en esa actividad intelectual. Será feliz el que piense con excelencia. Pero, ¿en qué consiste esa excelencia, esa areté?
Virtud (areté)
Ya sabemos lo que era la virtud o excelencia de algo, a saber, una cierta perfección o cualidad que hace que ese algo desempeñe su función natural plenamente.
Según Aristóteles, la parte sensitiva-desiderativa del hombre participa en parte de la razón (dianoia), pues en una persona normal la primera debe escuchar y obedecer a la segunda. Se desprende de este hilo de pensamiento que en el hombre podemos considerar dos tipos de virtudes: las que implican la excelencia de la parte apetitiva (influida por la razón) y las que implican la parte racional, o, en otros términos, virtudes éticas, o del carácter (ethos) y virtudes dianoéticas. Las virtudes éticas son cierta aplicación del intelecto sobre la parte sensitiva-volitiva, o, como la define Aristóteles: “La virtud o areté moral consiste en el hábito/disposición de decidir (bien, conforme a regla, es decir...) el término medio adecuado para nosotros conforme al criterio que seguiría el hombre prudente”. Analicemos con detenimiento estas palabras:
La virtud moral es un hábito (hexis); no es innata al hombre, ni se adquiere por un especial saber (contra el intelectualismo moral), ni es un estado momentáneo, sino que se forma por la repetición de decisiones acertadas que llegan a formar en nosotros una costumbre (ethos). No hacemos cosas buenas porque seamos buenos, sino que somos buenos porque nos acostumbramos a hacer cosas buenas; una vez formados, nos es difícil cambiar de hábitos, lo cual no excluye que dependa de nuestra libertad el llegar a adquirir tales hábitos, y, por lo tanto, que seamos responsables de ellos.
Se trata de un hábito de decidir bien. La decisión de hacer algo presupone, en primer lugar, una volición del fin y, en segundo lugar, una deliberación sobre los medios para conseguirlo.
Decidir bien, es decir, el término medio. El término medio califica una virtud de carácter entre dos extremos o vicios, uno por exceso y otro por defecto.
Es un término medio “para nosotros”, lo cual quiere decir que no es una proporción aritmética susceptible de un cálculo objetivo y válido para cualquiera.
Decidir bien, por lo tanto, es difícil, pues supone ese conocimiento de lo que “está bien para nosotros”. Lo mejor que podemos hacer para no aproximarnos al exceso o al defecto es dejarnos guiar, respecto a los fines y las decisiones, por un hombre racional, prudente (phrónimos) y experimentado.
Y bien, ¿quién será el sujeto phrónimos, prudente, que podría enseñarnos acerca de los fines a los que deben orientarse nuestros hábitos, que nos forman el carácter? Tal sujeto es el que posea cierta virtud del pensar, una virtud dianoética.
La dianoia o Razón tiene tres funciones:
Funciones contemplativas.
Funciones prácticas.
Funciones productivas.
Las funciones productivas de la Razón () actúan cuando se trata de determinar los medios óptimos para la obtención de un fin extrínseco a la acción. Las funciones prácticas (s) tienen su fin en sí mismas, es decir, no producen nada más allá de la acción, como cuando pensamos que es bueno ayudar a alguien; la excelencia o areté en estas funciones prácticas de la Razón hace a un hombre prudente. Si carecemos de prudencia, pero queremos poseer virtudes éticas, debemos dejarnos aconsejar por un hombre prudente, que suele ser adulto, pues la prudencia es el resultado de una larga experiencia.
¿En qué consiste la prudencia? En el hábito de determinar bien cual es el curso de acción a seguir, lo cual está bien para nosotros —sin embargo, aunque lo sepamos porque nos lo han enseñado podemos actuar de otra manera debido a nuestros malos hábitos—.
La Razón es una fusión práctica, pues, decide el término medio; la prudencia consistiría en establecer el término medio óptimo.
Por último, están las funciones contemplativas del intelecto; cuando ejercemos contemplamos lo necesario, universal e inmutable del mundo. La excelencia más elevada es la de esta función contemplativa de la Razón: funciona bien, con excelencia o areté, si tiene el hábito de captar la verdad. Excelencia es la sabiduría (sophia), que se subdivide en intuición intelectual (nous) y ciencia demostrativa (episteme).
Así pues, las virtudes dianoéticas son: Arte productivo (techne) con su naturaleza; es la contemplación, es el saber teórico (theoria) como actividad habitual. Tal actividad es la felicidad a que puede acceder el hombre. Feliz sólo puede serlo el que se dedique a la ciencia, al saber, aunque tal estado presupone algunas condiciones:
Físicas: para ser feliz se debe tener cierta salud.
Económicas: hay que tener las necesidades económicas cubiertas.
Sociales: sólo es posible ser feliz en la polis...
El carácter comunitario del bien
Como hemos dicho, parece que existe una tendencia natural por la que todo lo que hace y elige el hombre diríase orientado hacia cierto bien. Tal sería nuestro telos, nuestro fin, cuya plenitud será lo más excelente. Por cierto que ese bien, que es nuestro fin, poco tiene que ver con aquella Idea del Bien platónica, pues la gente no persigue el Bien como una idea trascendente, sino que busca bienes concretos, y, en última instancia, el fin que perseguiría sería la felicidad.
Pero este estado, que coincide con cierto tipo de actividad duradera, sólo tiene sentido dentro de la polis. Es más, el hombre sólo puede ser auténticamente hombre dentro de la polis; no puede vivir aislado. La prueba de esto está, nuevamente, en nuestra naturaleza; el hombre es el único animal que puede hablar, y el habla tiene la finalidad natural de la comunicación con los otros. Por lo tanto, el hombre no es por naturaleza sólo un animal que habla, sino también un animal político (la ciudad no puede fundarse por una especie de pacto convencional o contrato); y si el hombre aspira, como su fin último, a la felicidad, es evidente que la polis, como organización humana, debe tener su objetivo en la felicidad de cada ciudadano. Tal es el sentido ético de la polis y la medida en que la Política se funde con la Ética.
¿Qué es, pues, una polis? Es un conjunto de ciudadanos suficiente para vivir en autarquía y dotado de una constitución (politeia). Ciudadanos son los que tienen derecho a participar en el gobierno o administración de la polis; han de poseer la areté política y, sobre todo, justicia, entendida como obediencia a las leyes de la ciudad y trato igualitario al resto de los ciudadanos.
La constitución (politeia) es el orden establecido en la ciudad, la manera como se distribuyen las magistraturas y como se reparte el ejercicio de la autoridad.
La polis es, para Aristóteles, como un gran organismo que constaría y surgiría de partes más pequeñas: individuos, oikos y aldeas. No obstante, ya hemos dicho que el hombre es por naturaleza un animal político que sólo puede ser auténticamente hombre en la polis; lo mismo ocurre con la casa familiar (oikos) y con la aldea: sólo dentro de la polis son auténticamente lo que por naturaleza deben ser. Por ello, Aristóteles afirma que, antes de integrarse en la polis “individuos, familias y aldeas” tendrían el mismo nombre que después, pero diferirían en naturaleza.
La asociación o grupo primario de la polis, el oikos, que reúne por naturaleza al marido, la mujer, los esclavos y las tierras y bienes domésticos. El Bien/fin de esta comunidad doméstica es la satisfacción de las necesidades cotidianas y su rector natural es, obviamente, el varón padre de familia, pues el hombre es superior por naturaleza a la mujer, los esclavos y los niños, algo fácilmente constatable por su capacidad de prever acontecimientos con su pensamiento.
Los esclavos son una propiedad más, un instrumento para la producción, como los animales que suministran su cuerpo. Hay esclavos por naturaleza, es decir, individuos cuyo fin natural es ser esclavos; por cierto que los sofistas replicaban que la condición de esclavitud era convencional (por nomos, no por physis), que cualquiera podría ser esclavizado en una guerra perdida. Aristóteles reconocía, en efecto, hay esclavos por convención, pero que ello no impedía que también los hubiera por naturaleza, sólo había que ver a los bárbaros para darse cuenta de ello, y en el arte de la guerra se debía utilizar contra aquellos que, habiendo nacido para ser regidos, no quieren serlo: esa clase de guerra, por lo tanto es justa por naturaleza.
La aldea, por otro lado, hace posible una mayor y mejor división del trabajo, permite satisfacer más necesidades y da mayor protección.
Por último, ya sabemos que la polis es la realidad en que adquieren sentido las anteriores instituciones, el organismo dentro del que “funcionan” cuyas características básicas son la autarquía económica y la politeia.
Siguiendo el criterio de cómo se distribuye la autoridad y cual es el fin de ésta, Aristóteles distingue seis tipos básicos de gobierno, tres justos y sus equivalentes injustos:
La democracia, en la que todos los hombres libres participan del poder y gozan de iguales derechos.
La aristocracia, en la que los derechos cívicos son poseídos por una mayoría distinguida por su nacimiento.
La monarquía, en la que el poder está en manos de uno solo.
Los tres tipos de gobierno están justificados si el poder se ejerce en ellas con miras al bien común —el fin natural de la polis es permitir que los ciudadanos ese bien supremo que es la felicidad—. Por el contrario, si el poder está al servicio de aquel o aquellos que lo detentan, la forma de gobierno es corrupta e injusta:
La democracia demagógica, en la que se da la tiranía de las masas.
La oligarquía, en la que manda una minoría rica para enriquecerse más.
La tiranía, en la que se produce el gobierno despótico de uno solo y sus allegados.
Para superar la oposición entre democracia asamblearia y aristocracia, Aristóteles preconiza una forma de gobierno que llama “politeia”. En tal régimen político es esencial una extensa “clase media”; la democracia se atempera por la exigencia de un censo moderado y porque las obligaciones administrativas deben recaer en los hombres de posición y experiencia.
El gobierno más justo, basado en las clases medias, sólo podrá darse bajo determinadas condiciones: requiere un territorio reducido, orientado al noroeste y cerca del mar. La población debe ser moderada. Debe haber esclavos, artesanos y trabajadores, que no serán ciudadanos. La educación debe ser estatal y la economía, eminentemente agrícola.
2
Racionalismo y
Empirismo
El Renacimiento: ciencia y
humanismo en el origen de la
modernidad
Descartes
Locke y Hume
EL RENACIMIENTO: CIENCIA Y HUMANIDAD EN EL ORIGEN DE LA MODERNIDAD
El Renacimiento no fue una época de especial inspiración científico-crítica; la superstición, la magia y la brujería son omnipresentes, indeslindables de las pretensiones científicas. No obstante, la historia de la ciencia encuentra en esta época una fuente inagotable de indicios científicamente modernos, dado que en ella se produce un resquebrajamiento radical de la síntesis escolástica entre el cristianismo y aristotelismo que impregnaba las escuelas desde Santo Tomás; y es, por cierto, a una cosmovisión de inspiración aristotélica a la que Galileo y Descartes tendrán que hacer frente en la primera mitad del siglo XVII, con los precedentes renacentistas de hombres como Copérnico, Nicolás de Cusa, Giordano Bruno, Benedetto Tartaglia, Benedetti, da Vinci o Kepler —renacentista y moderno al mismo tiempo—.
En efecto, encontramos en el Renacimiento, en el ámbito filosófico, una filosofía ortodoxa tomista enseñada en la mayoría de las universidades europeas de reciente creación. Pero junto a ese aristotelismo tomista adquieren importancia las versiones “alejandristas” y, sobre todo, averroístas, fundada esta última en la tesis de la “doble verdad” y que tenía su foco en la universidad de Padua. A partir de 1453, con la caída de Constantinopla ante los turcos y la emigración de los sabios hacia Italia, se produce una revigorización del platonismo, esta vez fundida con cierto pitagorismo, lo que implicará a su vez que ciertos pensadores contemplen la realidad a través del prisma de las matemáticas.
Algunos autores (Burt, Koyré...) han querido ver en ese neopitagorismo platónico el auténtico fundamento metafísico de la ciencia moderna, y, sea o no ello así, lo cierto es que científicos como Copérnico, Kepler o Galileo hallarán en esa posición filosófica un medio de oponerse al viejo aristotelismo ortodoxo que se impartía en las universidades.
En efecto, en 1543 se publica, recién muerto su autor, de De revolutionibus orbium Caelestium, en el que Nicolás Copérnico, un monje polaco, trata de demostrar con sólidos argumentos la tesis heliocentrista, opuesta el geocentrismo tradicional ptolemaico de las escuelas (y del sentido común), El primer libro del De revolutionibus... era, no por casualidad, una especie de himno pitagórico al sol: “Y en medio de todo permanece el sol. Pues, ¿quién en este bellísimo templo pondrá esta lámpara en otro lugar mejor, desde el que pudiera iluminar todo? Y no sin razón unos le llaman lámpara del mundo, otros mente, otros rector. Trimegisto le llamó dios visible...”
El libro de Copérnico no fue prohibido hasta 1616, quizá debido a que el editor había escrito un prólogo en el que consideraba la hipótesis heliocéntrica como un artificio o un instrumento matemático más para “salvar las apariencias”, sin pretensión de describir la auténtica realidad, pretensión de la que únicamente podía gloriarse Dios. El mismo Ptolomeo, en el Almagesto, ensayaba dos instrumentos igualmente validos para explicar el movimiento de los planetas, el modelo de los epiciclos y las deferentes y el del movimiento excéntrico.
El Almagesto de Ptolomeo no era un libro sistemático que diera una explicación válida para todos los movimientos planetarios, sino un conjunto de artificios distintos que explicarían el movimiento aparente de cada planeta. Fue precisamente la complejidad de todo ese aparato de explicaciones incongruentes entre sí lo que llevó a Copérnico a buscar una simplificación, que, en su opinión, había logrado con el De Revolutionibus.
En realidad el sistema de Copérnico no “salvaba las apariencias” mejor que el ptolemaico; tengamos en cuenta que quien ha pasado por ser uno de los artífices de la ciencia moderna todavía no se ha separado del prejuicio de la circularidad de las órbitas y el movimiento uniforme y que apenas se esforzó en perfeccionar los dos o tres artefactos de madera con los que se dedicaba a medir ángulos en el cielo nocturno. Bien es verdad que con tal sistema debía concluirse que la llamada “esfera de las estrellas fijas” tenía que encontrarse muchísimo más lejos de lo que hasta entonces se había pensado, puesto que con las estrellas no se obtenía paralaje; tengamos en cuenta al respecto que la destrucción de la idea del cosmos infinito circular y su situación por la de un universo abierto es uno de los rasgos distintivos de la Revolución científica.
De hecho, cien años antes de la publicación del De Revolutionibus, otro neoplatónico cristiano, Nicolás de Cusa, ya había llegado a la conclusión de que el universo no era finito sino ”indefinitum”. En 1600 Giordano Bruno será condenado a la hoguera no sólo por defender la realidad del sistema copernicano sino también por su creencia en la infinitud del universo y los mundos.
Pero junto a estas versiones aristotélicas y a ese resurgir del pitagorismo neoplatónico en el XVI se redescubren los escritos del pirrónico griego Sexto Empírico, lo que explica la aparición de los Nouveaux Pyrrhoniènes, cuyo máximo exponente es Michel de Montaigne. El nuevo pirronismo aporta la duda a cuestiones que tradicionalmente considéranse resolubles a la luz de la Razón, como la existencia de Dios, presuntamente demostrada con argumentos aristotélicos por Santo Tomás. En cierto modo, la sombra de esta duda oscurece el optimismo renacentista y nos proyecta al barroco siglo XVII, siglo que representaría una crisis de aquel humanismo transparente del Renacimiento.
La contrapartida del escepticismo en el poder de la Razón de alcanzar un conocimiento seguro es un intento de llegar a la verdad mediante formas no racionales o intelectuales, es decir, las diversas formas de misticismo que recalan en la fe —no en la razón— como único reducto seguro: Eckhart, Agrippa de Nettesheim, y el elogio de la locura de Erasmo, participarían de este espíritu.
Por otro lado, el humanismo del Renacimiento, cuya nota distintiva es la vuelta a las letras de la antigüedad clásica y en el que se incluyen figuras como Tomás Moro, Campanella, da Vinci, Erasmo, Ficino, Luis Vives, etc., tiende con frecuencia a la exaltación del individuo y de su dignidad como ser humano. Bien es verdad que ese individualismo había surgido ya en la edad media, donde se había expresado como “amor cortés” en los cantos de los trovadores, y que acaba siendo coronado en la obra de Dante, Petrarca y Bocaccio, pero tampoco debemos olvidar que es llevado a autoconciencia en escritos como De dignitati homini, de Pico della Mirandola, y en las distintas Utopías que escribirán Tomás Moro, Campanella y, ya entrado el XVII, Francis Bacon.
Por involucrar tanto al problema del individualismo —que no quiere decir otra cosa sino la exaltación del individuo como tal, independientemente de su raza, religión o cultura— como al del escepticismo, no podemos dejar de lado la importancia de la eclosión protestante, pues es en 1517 cuando Lutero expone sus 95 tesis en la Iglesia de Wittenberg. Fundamentales en el cisma protestante son las ideas de la salvación depende de un acto de conciencia íntimo, del que cada sujeto puede ser testigo. Así, en el Manifiesto a la nobleza alemana afirma Lutero que “todos los cristianos tienen el poder de discernir y juzgar lo que es justo e injusto en materia de fe”; será esta cuestión, que no es sino un problema sobre cuál es y quien detenta el criterio de verdad en temas complejos como el de la libertad humana —es decir, un problema sobre el escepticismo— la que enzarza a Erasmo y Lutero en la célebre polémica presente en De libero arbitrio y De servo arbitrio.
Unas últimas palabras sobre la imagen de la Naturaleza en el Renacimiento. Como dijimos anteriormente, en esta época aparece la ciencia mezclada con la magia, la astronomía suele ser astrología, la química alquimia; es normal que se posea en ese contexto una concepción animista de la naturaleza en la que todavía perviven las causas finales aristotélicas. Es importante recalcar, no obstante, que si se produce una exaltación del individuo y su valor, también hay una exaltación paralela de la Naturaleza y del valor de su estudio. Todo retrato renacentista tiene como fondo un paisaje natural; no es ya una relación problemática con un valle de lágrimas, sino la fe en la plenitud del mundo y del hombre como parte magna de la creación.
En la Física, la tesis aristotélica de que el medio es el encargado de impulsar al móvil es sustituida, desde Nicolás de Oresme y Juan Buridán, por la teoría del impetus, una fuerza impresa en el móvil, proporcional a la cantidad de materia y a la velocidad en él imprimida que tiene que vencer la resistencia del medio. Según Duhem, anticipa el principio de inercia, por cuanto en ausencia de resistencia el impetus no cesaría.
DESCARTES
Nacido en La Haya en los tiempos de Richelieu, se le considera el padre de la filosofía moderna, marcando una especie de cesura entre el pensamiento antiguo y el nuestro. Se le tiene también por el padre del racionalismo, con lo que eso implica, a saber, la vindicación de lo intelectual, de la Razón y su autosuficiencia para alcanzar el conocimiento, frente a la información sensorial, la experiencia perceptiva. En este sentido suele agruparse a los racionalistas Descartes, Leibniz y Spinza por contraste con los empiristas Locke, Hume y Berkeley.
Marco general
Aunque ya hemos advertido que en el Renacimiento proliferan las tendencias filosóficas más dispares, la educación que recibió el joven Descartes en La Flèche por los jesuitas se inspiraba en la ortodoxia tomista, lo cual significa que, en lo que respecta a las cuestiones epistemológicas del método a seguir para hallar la verdad, la demostración etc. se seguía manteniendo lo establecido por Aristóteles principalmente en los Analíticos posteriores.
La ciencia aristotélica tiene una fase inductiva y otra deductiva, siendo esta segunda la más importante para los escolásticos de La Flèche. La inducción sería una generalización sobre las formas extraídas de la experiencia sensible: lo que se observa que es verdadero de varios individuos, se generaliza, por inducción, a toda la especie a que pertenecen esos individuos, o lo que se observa que es verdadero de varias especies se generaliza presumiendo que es verdadero del género al que pertenecen esas especies. Por ejemplo: de la observación de que varios seres humanos son mortales obtenemos por inducción la tesis de que todos los seres humanos son mortales, o, de la observación de que los seres humanos, animales y plantas son mortales, inducimos que todos los seres vivos lo son.
Un segundo tipo de inducción es una intuición directa de aquellos principios generales que están ejemplificados en los fenómenos. Un ejemplo dado por Aristóteles es el caso de un científico que advierte en varias ocasiones que el lado brillante de la luna está vuelto hacia el sol, y concluye que la luna brilla porque refleja la luz solar.
En la etapa deductiva, la preferida por los maestros de Descartes, las generalizaciones logradas por inducción se usan como premisas para la deducción de enunciados sobre las observaciones iniciales; el silogismo llamado “bárbara” era el paradigma de la demostración científica, silogismo formado por dos premisas y una conclusión universales y afirmativas:
Todos los M son P
Todos los S son M
Luego todos los S son P.
Aristóteles interpretó la etapa deductiva de la investigación científica como la interposición de términos medios entre los términos sujeto y predicado del enunciado que ha de probarse. Por ejemplo, el enunciado “todos los planetas son cuerpos que tienen brillo constante” puede deducirse seleccionando “cuerpos cercanos a la tierra” como término medio:
Todos los cuerpos cercanos a la tierra son cuerpos que tienen brillo constante.
Todos los planetas son cuerpos cercanos a la tierra.
Luego todos los planetas son cuerpos que tienen brillo constante.
Aristóteles exigía de las premisas en las explicaciones científicas cuatro requisitos extralógicos: debían ser verdaderas, indemostrables, conocerse mejor que la conclusión y ser causa de la atribución hecha en la conclusión. Respecto a la indemostrabilidad de las premisas, parece que lo que Aristóteles quería decir era que tenían que existir algunos principios dentro de cada ciencia que no pudieran deducirse de principios más básicos.
La ciencia, según le enseñaron a Descartes, debía tener esas estructura deductiva. Las premisas, muchas veces, no se extraían de la experiencia, sino de los escritos de Aristóteles, la Biblia, los Padres de la Iglesia, o Santo Tomás. La principal crítica que dirige Descartes a ese ideal de ciencia es que no produce nuevos conocimientos, sino que únicamente sistematiza lo ya sabido. Esta crítica debe entenderse con la advertencia anterior del predominio de la deducción sobre la inducción. Contra este estancamiento del saber levantará Descartes una arquitectura de ideas inspirada en la estructura de la Matemática.
El siglo del Barroco es el de la eclosión de la Nueva Ciencia, una revolución del Pensamiento sobre la Naturaleza que se aparta violentamente del aristotélismo —pero, tal vez, partiendo de Platón y el pitagorismo— y cuyo principal artillero es, sin duda, Galileo Galilei. Alguno más viejo que Galileo —con el que intentó cartearse, pero de quien sólo obtuvo alguna palabra amable y, por lo demás, ignorancia infamante— era Johannes Kepler, hombre cuya personalidad estaba cruzada por una visión matemático-pitagórica del mundo y una osadía intelectual que le arrastraba hacia hipótesis profundas pero, por ello, poco susceptibles de comprobación experimental. El contraste entre Kepler y Galileo es enorme; mientras Galileo es un científico moderno, Kepler tiene la imaginación de un alquimista. Del alambique de su imaginación, no obstante, se destilaron las llamadas “tres leyes de Kepler”. En 1609 sostendrá, en su Astronomia nova que, en primer lugar, los planetas se mueven alrededor del sol trazando órbitas elípticas; en segundo lugar, afirmará que las revoluciones planetarias no se producen a una velocidad uniforme, sino que los planetas barren áreas iguales en tiempos iguales.
Será muy difícil exagerar la importancia de dos cuasi-leyes como estas que rompían con dos prejuicios sedimentados en el imaginario científico-cultural desde los tiempos de Platón, a saber, que las órbitas planetarias debían ser circulares, pues el círculo es la figura más perfecta, y que el movimiento que traza ese círculo en el cielo, la revolución de los astros, tenía que ser uniforme, sin aceleraciones ni deceleraciones. No olvidemos que el mismísimo Galileo, desoyendo las explicaciones de Kepler, todavía creía en la circularidad del movimiento planetario.
La tercera de las llamadas de Kepler —llamada de la “armonía”— afirma que los cuadrados de los períodos de revolución de los planetas son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al sol. Es decir, los planetas más lejanos al sol se mueven alrededor del sol más lentamente que los más próximos.
Como hemos dicho, sin embargo, es Galileo, no Kepler, quien representa conspicuamente todas las aspiraciones, prejuicios metafísicos y tácticas experimentales de la Nueva Ciencia. Y son dos, creo, las tesis galileanas que nos permiten investirle con tal representatividad:
Como dice en Il Saggiatore, “la naturaleza está escrita con caracteres matemáticos”. La realidad es matemática, tal es el postulado matemático que agrupa a Galileo con todos los pitagóricos neoplatónicos del Renacimiento. Se rechazaría con ello uno de los fundamentos metafísicos de la Física aristotélica, pues esta es básicamente cualitativa, no cuantitativa; para Aristóteles, la matemática estudiaría las formas independientemente de la materia, pero la physis es materia y forma y entraña cambio, el cambio natural que estudiaría la Física.
Este aspecto de la filosofía galileana no es suficiente, sin embargo, para entender el potencial innovador de la Nueva Ciencia, dado que, como dijimos, ya estaba presente en los pitagóricos; debemos añadir, por lo tanto un segundo rasgo:
La realidad es matemática, pero ya no se entiende por realidad lo mismo que entendían todos los pitagóricos o neopitagóricos. Lo real coincide básicamente con lo que llamamos “cualidades primarias” al hablar de Demócrito: longitudes, pesos, proporciones, aceleraciones entre los cuerpos, en última instancia entre los átomos; emociones como el amor o el miedo, sentimientos como el de lo justo, colores, sabores, sonidos, gustos y demás sensaciones, quedan reducidos a meros efectos subjetivos que provocan en nosotros la materia en movimiento que constituye la estructura última de la realidad.
Pierde sentido un espacio cualitativo como “lugares naturales” hacia los que tenderían los cuerpos en virtud de sus “formas esenciales”; de hecho, ya no cabe darse a la búsqueda de tales esencias pues las únicas esencias existentes son, repitámoslo, materiales y, en cuanto tales, susceptibles de ser explicadas por una física matemática. A paseo con las causas finales: a partir de Galileo la Naturaleza se explica por causas eficientes.
Se mantiene además el rechazo renacentista de una ciencia exclusivamente teórica, contemplativa, sin implicaciones prácticas. Recordemos que la Sophia aristotélica es profundamente aristocrática, en la medida en que condena los aspectos técnicos del saber: la técnica, el trabajo, la mecánica, son tareas para los esclavos. Aunque la ciencia de Galileo no depende tanto de los experimentos reales como de los mentales o imaginarios, lo ciertos es que aquel pasó su vida perfeccionando diversos instrumentos que, como el telescopio, permitían corroborar empíricamente lo demostrado matemática o racionalmente.
Si en el Renacimiento se produce la plenitud del individualismo gestado en la Baja Edad Media, y el individualismo se entiende como un microcosmos, imagen analógica del macrocosmos, y se inserta sin fisuras en la naturaleza, en el Barroco la relación Sujeto-Objeto se vuelve problemática. Hay, en síntesis, una crisis de esa relación, lo que provoca la pregunta constante sobre cómo se representa el mundo de la conciencia. Los palacios renacentistas, que cubrían sus paredes con imágenes de la Naturaleza, se vacían de cuadros y se llenan de espejos. El siglo XVII es el siglo de los espejos; en su concreción, son un símbolo de la mirada con sus representaciones fluctuantes, pero son también superficies que devuelven la mirada del que se detiene ante ellos, obligan al sujeto a preguntarse si ése que aparece ahí es uno mismo. Dependiendo del grado de deformación de su superficie, los espejos, distorsionan la realidad. Se repite en las obras de Shakespeare, Cervantes y Calderón la posibilidad de que este mundo que vivimos sea un gran teatro o un sueño que es como una muerte. No es de extrañar el auge del escepticismo pirrónico en el barroco, de tanta importancia para entender a Descartes.
En fin, el XVII es, como lo llamó Heidegger, la época de la imagen del mundo; o mejor, la época, que es la moderna, en la que el mundo deviene imagen, en la que entre sujeto y mundo se interpone, como en una cámara oscura, “una sucesión de ideas”.
Razón y método: el criterio de verdad
En 1637 Descartes escribe el Discurso del método donde nos cuenta, a modo de itinerario espiritual o autobiografía intelectual como “conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias”, de qué manera halló un nuevo método, basado en su sola razón, que daría unidad y certeza al Saber. Nueve años atrás, había escrito las Regulae ad directionem ingenii, un escrito ciertamente inacabado que no se publicó, pero en el que ya se advierten las pretensiones de Descartes, sustentadas en la base de que la Razón, o el Saber, debe ser metódica o no ser, y ese methodos, que llamará mathesis universalis por su inspiración matemática, se aleja tanto del viejo método silogístico de las escuelas como de los métodos artesanales, prácticos pero no teóricos, de los ingenieros renacentistas.
Como ya sabemos, la principal crítica que dirige Descartes al método silogístico como organon de las ciencias es que con su ayuda no podemos descubrir cosas nuevas. Por otro lado, a partir del hecho de que en la escuela cualquiera puede comprobar que las opiniones de los filósofos son y han sido de lo más variadas y contradictorias, y que las costumbres de los pueblos no lo son menos, Descartes va abrigando cierto escepticismo con respecto a la consistencia de su propio saber, así que se propuso hacer buen uso del bons sens que toda persona posee destruyendo por una vez todos los prejuicios sobre los que se cimentaban sus creencias para reconstruir con nuevos y más seguros cimientos todo el edificio de su propio conocimiento.
En las Regulae, el texto de 1628, ya podemos hallar, aunque de manera fragmentaria, las principales líneas metodológicas que Descartes había descubierto en sus retiros durante la Guerra de los Treinta Años. De las veintiuna regla que allí aparecen entresacamos, para compararlas con la presentación del método que ofrece Descartes en el Discurso de 1637, la tercera y la quinta.
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Regla III. “no es lo que otro piensa o lo que nosotros mismos conjeturamos lo que hay que buscar, sino lo que nosotros podemos ver por intuición con claridad y evidencia, o lo que nosotros podemos deducir con certeza; no es otra la manera en que se adquiere la ciencia”.
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Regla V. “Todo el método consiste en el orden y la disposición de los objetos sobre los cuales hay que centrar la penetración de la inteligencia para descubrir alguna verdad. Nos mantendremos cuidadosamente fieles a él si reducimos gradualmente las proposiciones complicadas y oscuras a proposiciones más simples y luego, si partiendo de la intuición de las que son las más simples de todas, procuramos elevarnos por los mismos eslabones o grados al conocimiento de todas las demás”.
En el Discurso del método, sin embargo, ya tenemos la primera formulación acabada del método, inspirada en la demostración matemática aunque aplicable a todas las ramas del saber, incluidas las matemáticas:
“Regla de evidencia”. No aceptar nada como verdadero hasta no conocer con evidencia que así es. No aceptar lo dudoso, sino sólo lo que se nos presenta de forma clara y distinta al entendimiento.
“Regla de análisis o resolución”. Dividir cada uno de los problemas que se examinarán en las partes que sean necesarias para resolverlas mejor.
“Regla de síntesis o composición”. Conducir con orden los pensamientos, partiendo de los objetos más simples, para subir poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos.
“Regla de la enumeración”. Hacer siempre recuentos tan complejos y revistas tan generales, que estemos ciertos de no haber omitido nada.
Bien, con respecto a la primera regla, notemos que Descartes ya no habla de intuición sino de evidencia; ambos conceptos, no obstante, se refieren a lo mismo: intuir es intuir intelectualmente, no perceptiva o sensorialmente. En las Regulae añade que la intuición va referida a “conceptos que nacen sólo a la luz de la razón”, a unas “semillas de verdad” que Dios habría plantado en nuestra naturaleza, es decir, a lo que más adelante llamará “ideas innatas”. En otros términos, lo más evidente, lo intuitivo, es innato y descubierto por la razón, no por los sentidos, y, aunque más adelante moderaremos el significado del innatismo cartesino, ya podemos llamar la atención sobre este rasgo típicamente racionalista que consiste en tener por conceptos y verdades evidentes no aquellas que pueden descubrir nuestros sentidos en la experiencia sino las que halla la razón es su propia naturaleza.
Por otro lado, la evidencia lo es con respecto a percepciones o ideas que son claras y distintas. Tal es en síntesis el nuevo criterio de verdad cartesiano: son verdades aquellas proposiciones basadas en ideas claras y distintas. En los Principios de la Filosofía Descartes nos explica qué entiende por ambos conceptos. Es claro aquello que está presente y manifiesto a un espíritu atento y es distinto si, siendo claro, es diferente y lo distinguimos de cualquier otro conocimiento.
Es importante advertir que el racionalista que es Descartes no habla de una razón o de un entendimiento particulares de forma que quedara abierta la posibilidad de un subjetivismo o relativismo según el cual cada individuo fuera el criterio de lo que es claro y distinto. Si algo es claro y distinto, evidente, para mi entendimiento, entonces debe serlo para el entendimiento de cualquiera, su verdad es una verdad universal; puede ocurrir, y de hecho ocurre, que unas personas se ocupen en descubrir algunas verdades de las que otras no se percatarán en la vida, pero ello no empece el hecho de que, si esas personas se dedicaran con la misma atención al descubrimiento de esas verdades, las encontrarían merced a la luz natural de su razón.
Por otra parte, téngase en cuenta que con el nuevo criterio de verdad cartesiano son abandonados otros posibles “criterios de verdad” o de evidencia: ya no es criterio de verdad la autoridad; tampoco es criterio de verdad la famosa “concordatio” entre el intelecto y la realidad. Bien es verdad que, de ser unas ideas claras y distintas, tales ideas han de corresponder con la realidad, han de ajustarse a los hechos.
Queda rechazado también como criterio de verdad el que algo aparezca en los libros tradicionales; el que busque Saber hará bien en apartarse del camino de la mera erudición letrada. Tampoco nos valen ya de criterio nuestras costumbres y conjeturas basadas o no en ellas, pues la modernidad occidental corre pareja con la constatación de que esas costumbres son de lo más variadas, y que, en lo tocante a las opiniones de los hombres, han sido sostenidas las más extrañas y contradictorias.
Para terminar con estas precisiones sobre la regla de evidencia cartesiana, o sobre el criterio de verdad, digamos que el reverso de la evidencia es la duda que afecta a todo aquello que no nos resulte claro y distinto. Este gesto cartesiano entrañará una semejanza aparente con los escépticos pirrónicos, pero es necesario subrayar que la duda cartesiana es una duda metódica, es decir, es un paso que hay que dar en el camino que ha de llevarnos a unas verdades que sean absolutamente claras y distintas, es decir, es un gesto estratégico, no un resultado al que lleguemos después de constatar la debilidad de nuestras facultades cognoscivas y la relatividad de todas las costumbres y opiniones.
Al tratarse de una duda metódica, estratégica y, por ello, algo artificial, Descartes exagerará hasta límites inverosímiles la posibilidad de que estemos equivocados, pero esto tiene su sentido último en el hecho de que el criterio de certeza de Descartes, lo que se exige para que podamos decir que algo es verdad, la claridad y distinción absolutas, entraña en extraño requisito de que tenemos que eliminar la mismísima posibilidad de estar equivocados. Es cierto que en el lenguaje cotidiano el conocimiento —lo que señalamos con las expresiones “lo sé” o “lo conozco”— presupone que uno puede dar buena cuenta de lo que dice. Sin embargo, posibilidades como la de que mis sentidos me estén engañando y esté sufriendo un espejismo no las tenemos en cuenta más que en contexto excepcionales, si mi percepción fuera extrañamente borrosa o si el objeto fuera extraordinario, un marciano, un elefante rosa o algo por el estilo. Nuestro criterio cotidiano de certeza, en suma, no es el cartesiano.
No obstante, Descartes, reconoce la validez de otro criterio de certeza para efectos prácticos, lo que llama certeza moral, frente a la certeza metafísica contenida en la absoluta claridad y distinción de las ideas. En efecto, cuando se plantea si la duda metódica debe afectar a todos los ámbitos de nuestra vida, la respuesta es negativa, pues en la vida cotidiana no podemos permitirnos dudar de todo, cruzar los brazos y esperar la adquisición de una sagesse de la que pudiésemos deducir muy clara y distintamente si es correcto darle un mamporro al ladrón que está desvalijando nuestra casa: “para no permanecer irresoluto en mis acciones mientras la razón me obliga a serlo en mis juicios, y para no dejar de vivir en adelante lo más acertadamente que pudiese, me formé una moral provisional, que no consistía más que en tres o cuatro máximas”.
La segunda de las reglas de esta moral provisional exige firmeza en las acciones, aun cuando éstas se basen en opiniones muy dudosas: “no tolerando frecuentemente las acciones de la vida dilación alguna, es una verdad muy cierta que, cuando no está en nuestra mano discernir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables; y aun cuando no advirtamos mayor probabilidad en unas que en otras, debemos, sin embargo, decidirnos por algunas y considerarlas después, no ya como dudosas, en cuanto se refieren a la práctica, sino como muy verdaderas y ciertas, puesto que la razón que nos ha determinado a seguirlas lo es”.
Certeza moral es, pues, sinónimo de conocimiento probable, y con él debemos conformarnos en la práctica cotidiana, al menos mientras contemplamos el periplo que ha de llevarnos a un conocimiento bien fundamentado. Como veremos más adelante, la certeza moral no quedará reducida al ámbito de la acción o de la práctica, pues los conocimientos teóricos absolutamente claros y distintos serán bien reducidos.
Bien, respecto a la regla de análisis por la que se nos insta a reducir lo complejo a sus elementos más simples y básicos, hemos de tener presente que tal simplicidad lo es en el ordo cognoscendi, no el ordo essendi, es decir, no se trata de una simplicidad ontológica, sino de una simplicidad y un análisis epistemológico, dado que lo que se busca es lo que resulta más simple de la cuestión desde el punto de vista del entendimiento: analizar una cuestión compleja es dividirla en partes más simples en tanto que son más evidentes para el entendimiento. Añadamos de nuevo que para el racionalista esos elementos epistemológicos no son lo que se nos presenta de manera inmediata a los sentidos, sino lo que resulta evidente a la razón o al entendimiento. Lo más simple de las cuestiones coincide con aspectos matemáticos o cuantificables.
Y lo que hemos dicho respecto a la regla de análisis puede aplicarse también a la regla de síntesis, pues también ésta tiene sentido ontológico. Advirtamos únicamente que la síntesis, el proceso por el que ascendemos de lo más simple a lo más complejo, presupone el análisis, de la misma manera en que, a partir de los elementos extraídos del movimiento pendular podemos componer u obtener por síntesis la siguiente ley física: el período de oscilación del péndulo es proporcional a la raíz cuadrada de la longitud de la cuerda.
Si de nuevo comparamos el texto de las Regulae con el del Discours advertimos que las reglas de análisis y síntesis de éste quedan identificadas como la deducción de aquellas. La deducción, y por lo tanto el análisis y la síntesis, no es sino una cadena de intuiciones. Es importante en la deducción la memoria, el poder tener presente a la vez en la memoria esas conexiones, y de ahí tiene su sentido la última regla del método, la que exige enumeraciones y revisiones completas, pues sólo gracias a ellas se nos da la posibilidad de tener en mente toda la cadena de análisis-síntesis de manera clara y distinta, evidente.
La aplicación del método a la matemática
Con la firme resolución de aplicar el método y adquirir la sagesse, Descartes empezó con lo que había considerado más evidente y cierto en todo lo que creía haber aprendido, las matemáticas: “(...), y considerando que entre todos los que anteriormente han intentado buscar la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudé en absoluto de que debía comenzar por las mismas que ellos han examinado; (...) y viendo que, aunque los objetos sean diferentes, todas coinciden en no buscar otra cosa más que las diversas relaciones o proporciones que en ellos se hallan, pensaba que valía más que examinase sólo esas proporciones en general...”.
Es decir, lo primero que acomete Descartes es la reducción de las distintas ramas de la matemática en series proporcionales, sin tener en cuenta los distintos objetos. Aparecen así series de números del tipo 1, 3, 5, 7, 9 11... cuyo carácter es que la serie progresa de acuerdo con una determinada regla general. ¿Cómo hallar directamente el valor de un elemento cualquiera an ignorándose su precedente en la serie? Descartes consideró que ello es sólo posible considerando el número de orden de los sucesivos elementos, de modo que la serie se convierte en:
1
3
5
7
9
...
an
El problema de hallar un elemento cualquiera an se convierte en la cuestión general de averiguar qué relación algebraica asocia a cada número de orden un determinado elemento de la serie y sólo uno.
Generalizando la cuestión resulta que cualquier serie aritmética no es más que una sucesión indefinida de pares numéricos responsables de modo universal por una función algebraica. Con ello, Descartes logra subsumir la teoría de las proporciones bajo la teoría de las ecuaciones que ya había desarrollado en 1619. Así, la serie anterior no es más que una función de la forma y= 2x-1.
Cada función algebraica así obtenida representa una infinidad de pares numéricos cuyo carácter esencial es que, dado un valor cualquiera de x, le corresponde unívocamente otro en y. Surge entonces, en la mente de Descartes, la idea de considerar los pares numéricos como unidades de un espacio bidimensional, con lo que las rectas trazadas a partir de ellos serán la función que los representa; de este modo, los ejes de coordenadas se convirtieron en el instrumento para unificar la aritmética (en su teoría de las proporciones), el álgebra (ecuaciones y funciones) y la propia geometría.
Consecuentemente, lo que en el álgebra es la solución de un sistema de ecuaciones, corresponde en geometría a los puntos en que se interseccionan las líneas correspondientes a tales ecuaciones. El descubrimiento de la geometría analítica es, pues, el primer gran resultado del método cartesiano basado en el análisis-síntesis a la matemática de su tiempo: “pensaba que, para considerarlas (las proporciones) mejor, debía suponerlas en línea, pues no encontraba nada más simple que pudiera representar más distintamente en mi imaginación y en mis sentidos”.
La aplicación del método a la metafísica
En el Dicours nos confiesa Descartes que, cuando trató de aplicar el método a la misma filosofía dióse cuenta de que no debía emprender semejante tarea “hasta que no tuviese una edad más madura de la de veintitrés años que por aquel entonces contaba; y hasta que no hubiese empleado mucho tiempo en prepararme para ella, tanto en desarraigar de mi espíritu todas las malas opiniones que había recibido antes de esa época, como para hacer acopio de diversas experiencias que fuesen materia de mis razonamientos, y ejercitándome constantemente en el método que había prescrito con el objeto de afianzarme cada vez más en él”. Pues bien, diez años después, acopiada experiencia a fuerza de mandoble y meditación, ya posee Descartes lo que considera las raíces fundamentales del árbol del saber, que fijan el tronco como roca dura y le nutren de vigor y seguridad. Son las Meditaciones metafísicas, que serán publicadas en latín, como manda Dios y las escuelas, en 1641, pero de las que previamente ofrece un ensayo a modo de resumen en el francés popular del Discurso del método, en su cuarta parte.
“No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice, pues son tan metafísicas y tan poco comunes...”, pues sí, una de las peculiaridades de esas meditaciones tan poco comunes es el empeño puesto en encontrar un fundamento absolutamente indudable de nuestro conocimiento; para alcanzarlo, Descartes sigue el principio pirrónico de rechazar “como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar cualquier tipo de duda”. No olvidemos que la duda metódica era el reverso de la exigencia de evidencia y que constituía una estrategia frecuente por parte de los escépticos pirrónicos apoyarse en los casos en que nuestras facultades cogniscitivas —sentidos, imaginación, memoria, entendimiento...— han fallado para concluir, a partir de esos errores más o menos ocasionales, que nuestras facultades no son nada fiables.
Lo que en los escépticos era estrategia de demolición va a servir a Descartes de táctica para su construcción. Pero empecemos por el principio... ¿Podemos fiarnos con absoluta certeza de nuestros sentidos? Cualquiera sabe que muchas veces nos engañan, lo grande parece pequeño, lo recto curvo, lo de un color de otro distinto; para el escéptico, la conclusión es inevitable: nuestros sentidos no son fiables, la información que nos dan ahora mismo podría, como tantas veces lo ha sido, ser errónea. ¿Nos deja esto sin ningún tipo de conocimiento? De ninguna manera, pues aunque mis sentidos sean engañosos todavía seguirán siendo verdad los enunciados de la matemática, o los más fundamentales de la física, o incluso ciertas cosas de las que, por mucho que exageremos el alcanza del carácter falaz de los sentidos, nunca dudamos, como de que éste es mi brazo y que lo estoy moviendo ahora —mis sentidos pueden engañarme, piensa Descartes, en cuanto a formas, tamaños, colores, e incluso en ciertas ocasiones ilusiones que ocurren en contextos particulares, por ejemplo cuando el sediento en el desierto ve lagos que no existen, o cuando vemos caras u otras figuras en el crepitar de un fuego.
Pero puede haber todavía una segunda tentativa escéptica, pues, ¿no sería posible que estuviéramos soñando? Muchas veces hemos tenido sueños tan fuertes y vivos que al despertar nos parecía todo real, y al revés, hay realidades que son “como un sueño”. ¿Podemos demostrar de manera concluyente que no estamos soñando, que la vida no es un sueño? Por el momento, y dado que seguimos el precepto de “rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda”, y sucede que podemos imaginar dudas más o menos razonadas y razonables respecto a la realidad del mundo externo, debemos ser coherentes y “fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños”.
De acuerdo, pues, resulta que ahora ya no podemos fiarnos siquiera de que éste sea nuestro cuerpo —podría ocurrir, como en el célebre experimento mental de Putnam, que fuéramos cerebros en una cubeta con las terminaciones nerviosas conectadas a un superordenador que nos proporcionaría los ítems que nosotros tomamos por reales—; tampoco podemos fiarnos ya de las antiguas verdades de la física, pues la physis, la naturaleza, se nos ha evaporado transformándose en esa materia de la que están hechos los sueños. No obstante, aun siendo todo esto así, ¿nos quedarían algunas verdades que resistieran la prueba del sueño? ¿No nos quedarían algunos conocimientos bien fundados, estemos viviendo un sueño o no, con los que hacer frente a estos embates escépticos? Descartes piensa que sí: que dos más dos son igual a cuatro, o que la suma de los ángulos de un triángulo dan dos rectos, seguirán siendo verdad aunque yo estuviera soñando. Luego las matemáticas permanecen inexpugnables en la ciudadela aunque hayan caído los baluartes exteriores.
Pero Descartes va a considerar una posibilidad escéptica más que va a sembrar la duda incluso en el corazón mismo de nuestro intelecto: ¿no sería imaginable la existencia de un “genio maligno” muy poderoso que, como los hipnotizadores, apresara mi conciencia, y por lo tanto mi memoria, e indujera en mí la impresión de seguir reglas evidentes cuando concluyo que dos más dos son cuatro, mera impresión ilusoria, pues estaría inventándome las matemáticas en passant, imaginando reglas numéricas completamente falsas? Ea, pues, penemos motivos para dudar de lo que más claro y distinto le resultaba al entendimiento, las matemáticas.
Descartes estaba jugando de farol, pero uno diría que se ha excedido poniendo cara de póker. Ha subido tan alto que ahora nos resulta difícil entender cómo se las va a arreglar para salir del atolladero en que se ha metido, cómo va a ser posible encontrar esa roca firme que garantice nuestro conocimiento. La satisfacción del escéptico diríase inmensa; lo que en las Regulae parecía más claro y distinto, lo que parecía más intuitivo y evidente, se vuelve dudoso. Nótese la gravedad del asunto: dijimos anteriormente que los conceptos de mente, conciencia, razón o entendimiento en Descartes eran universales, de manera que quedaba excluida la posibilidad de que lo que parecía muy claro y distinto no lo fuera en realidad, se excluía la posibilidad de que cada individuo particular decidiera lo que le resulta claro y distinto, al modo de los sofistas; con la hipótesis escéptica del genio maligno, sin embargo, nos abrimos a esa posibilidad, pues cosas que me parecían muy claras y distintas podían no serlo en realidad, por lo que se convierten en dudosas. Dicho de otra manera, es el mismísimo criterio de verdad basado en la claridad y la distinción el que se pone en duda cuando se admite la hipótesis del genio maligno.
Pero, como los buenos tahúres, por si falla el farol siempre hay disponible un as bajo la manga, El as de Descartes es uno proposición, un conocimiento intuitivo que todavía, aunque parezca increíble, todavía permanece irrebatido, la primera certeza, la piedra fundacional del edificio o árbol del conocimiento: cogito ergo sum, “pienso luego existo”, “Je pense, donc je suis”, “ego sum, ego cogito”.
Por mucho que intente engañarme un genio maligno, lo cierto es que si me engaño es que existe, no puede ser de otra manera, dudarlo sería de locos —posibilidad desechada por Descartes, quizá precipitadamente.
Debemos tener presentes algunas características de esa primera verdad fundamental que es el cogito:
No es la conclusión de un silogismo que pueda tener la forma: “Todo lo que piensa existe, yo pienso, luego yo existo”.
Tampoco es la inferencia lógica del tipo “si pienso, entonces existo”.
Por lo tanto, el cogito es una verdad evidente por sí misma, una intuición intelectual inmediata y absolutamente clara y distinta: Sum cogitans, pensando existo.
Existe un precedente en La ciudad de Dios de San Agustín, donde podemos leer “si enim fallor, sum”, es decir, “si me equivoco existo”. La diferencia fundamental entre el aserto de San Agustín y el de Descartes es que el cogito cartesiano tiene sentido metódico, esto es, se entiende dentro de un marco teórico destructivo-reconstructivo que trata de fundamentar el conocimiento. En suma: el cogito no es una ocurrencia aislada de Descartes, sino el paso de un methodos.
En esta primera verdad fundamental podemos analizar, por una parte, las cognitationes, es decir, lo que se piensa cuando se afirma “cogito”. Aunque lo veremos un poco más adelante, señalemos que los pensamientos de que habla Descartes son todos los actos conscientes, incluyendo creencias, actos de voluntad (deseos), lo que me parecen sensaciones, los actos de mi imaginación, etc. Para un cartesiano, en consecuencia, lo mental es por definición consciente, quedando excluidos estados mentales inconscientes. Pero, por otra parte, hay un segundo aspecto a analizar en el cogito, a saber, el yo del que se dice que existe. Aunque también a esta cuestión le dedicaremos especial atención, en este momento de superación de la duda se pregunta Descartes” ¿quién soy yo?” Antes, nos dice, pensaba que era un hombre con cuerpo, determinado por una figura, circunscrito por un lugar, llenando el espacio de tal manera que excluye de él cualquier otro cuerpo, y con alma, que entendía como algo exiguo, como el viento o el éter. Ahora, sin embargo, todavía puede dudar de su cuerpo, pero no puede dudar que es una cosa que piensa —res cogitans—, algo cuya esencia consiste en pensar, una mente o alma. En definitiva, el yo se identifica con un alma cuya esencia es el pensar. El dualismo antropológico cartesiano ha sido presentado.
El cogito, Dios y el problema del circulo vicioso con el criterio de verdad
Bien poco tendríamos contra el escéptico si lo único que pudiéramos decirle es que en tanto que pienso, existo. Las matemáticas, amenazadas por el genio maligno, la física, la realidad del mundo externo, incluyendo mi cuerpo, están todavía bajo la sombra de la duda metódica. Hay que ir más allá, y Descartes lo hace encontrando “algo más” observando el cogito: “¿No sé también lo que se requiere para estar cierto de alguna cosa? (...), en este primer conocimiento no hay más que una percepción clara y distinta de lo que afirmo (...); puedo establecer como regla general que todo lo que percibo muy clara y distintamente es verdadero”.
Con el cogito, pues, aprenderíamos también cual es el criterio para determinar algo absolutamente cierto o verdadero, a saber, que sea muy claro y distinto. ¿Es legítimo este paso? A todas luces, no. Es como si Descartes dijera que, después de analizar en que se basa la verdad del cogito, ha llegado a la conclusión de que dos más dos deben ser cuatro, puesto que lo ve de una manera muy clara y distinta. Dicho de otra manera: ¿acaso mis facultades intelectuales, mi entendimiento y su capacidad de intuir con evidencia, no habían quedado en suspenso, bajo el alcance de la duda, a causa de la hipótesis escéptica del genio maligno? ¿No había quedado el mismísimo criterio de verdad basado en la claridad y la distinción entre paréntesis por la posibilidad de que un genio maligno estuviera interviniendo en mi conciencia? El problema es que el cogito ergo sum no es sólo verdad por ser muy claro y distinto, sino por algo más, probablemente porque la negación de ese enunciado nos resulta contradictoria, es decir, porque no podemos decir con sentido que estoy pensando pero no existo —y esto quiere decir que, mal que le pese a Descartes, el cogito, quizá, basa su certeza en el hecho de ser una conclusión lógica.
En cualquier caso, lo cierto es que el cogito, además de ser claro y distinto, es indudable en el sentido de que no podemos imaginarnos condiciones en que pudiera resultar falso, ni siquiera es falso bajo la hipótesis del genio maligno. De ahí, y esto es lo importante, no podemos sacar la conclusión de que, entonces, todo lo que vea de manera muy clara y distinta será verdad, puesto que muchas cosas que me parecían ser tales, como los enunciados de la matemática, no lo eran en realidad. Por mucho que dos más dos son cuatro me parezca una verdad muy clara y distinta no podemos darla por verdadera dado que todavía no nos hemos deshecho del genio maligno.
Y ese es el paso que va a dar Descartes: eliminará la hipótesis del genio maligno demostrando que existe un Dios veraz —un Dios, que, por definición, no puede engañarme—. En otros términos: Dios nos garantiza la corrección de mis facultades intelectuales, garantizará la verdad de todo aquello que yo entienda de manera clara y distinta, o lo que es lo mismo, Dios es, en Descartes, el garante o legitimador del criterio de verdad. Pero al punto aparece un círculo vicioso: para demostrar la existencia de Dios debo presuponer que la demostración es buena, verdadera, legitima o correcta, esta garantía la extraigo del hecho de que la demostración es muy clara y distinta, pero, ¿no hemos quedado en que es Dios quien garantiza la corrección del criterio de verdad? Para hacer más gráfico el círculo: el criterio de verdad basado en la claridad y la distinción nos sirve para demostrar a Dios, pero Dios nos sirve para mostrarnos que ese criterio es bueno. O Dios depende del criterio o el criterio depende de Dios, pero Descartes parece asumir las dos cosas a la vez.
Sólo habría una salida al círculo vicioso: que la demostración de la existencia de Dios, con la consiguiente eliminación del genio maligno, fuera no sólo clara y distinta sino también tan indudable como lo era el cogito ergo sum. En cierto modo, esto es lo que parece presuponer Descartes, pero es claramente un error, pues la negación de tal demostración —o demostraciones, puesto que hay al menos dos, o tres según algunos autores— nos resulta contradictoria como nos lo resulta la negación del cogito. Y no sólo su negación no implica contradicción, sino que es absolutamente falaz, malas demostraciones que hoy nos resultan difíciles de entender.
En las Meditaciones metafísicas —el texto del 41—, lo primero que realiza Descartes para demostrar a Dios a partir y en base sólo al cogito ergo sum, es la clasificación de las cogitationes, de los pensamientos que tengo exista o no un genio maligno. El campo de lo mental se compone básicamente de:
ideas y de
voliciones o juicios.
Las ideas son “como imágenes de las cosas”, como pinturas o —como diríamos hoy— fotografías; tenemos, pues representaciones de cosas, de una clase, de personas, de la playa, del mar... y además también tenemos actitudes hacia esas representaciones, unas las creemos reales y otras no, unas las deseamos y otras no. En suma, hay representaciones y lo que los modernos filósofos analíticos llaman “Actitudes intencionales” como “juzgar que, temer que, pensar que...” seguidas de un contenido representacional. Las representaciones en sí no son ni verdaderas ni falsas, sólo lo son cuando mantenemos cierta actitud intencional hacia ellas, cierta posición noética.
Es notorio el paso típicamente moderno que ha dado Descartes: nuestra relación con el mundo ya no es directa sino indirecta: de lo que somos conscientes prioritariamente —lo que percibimos de manera inmediata— es de nuestras ideas, no del mundo externo. Por ello dijimos que el barroco era la “época de la imagen del mundo”, porque a partir de Descartes se abre una brecha entre el sujeto y la realidad al interponer las interpretaciones entre ambos. Puesto que lo que nosotros conocemos directamente son nuestras ideas podría ocurrir, es imaginable, que la realidad no existiese y todo nos lo estuviéramos imaginando. Locke, Hume, Berkeley, Kant, etc. compartirán este presupuesto cartesiano por el que la Filosofía da un giro importante: desde Platón hasta Descartes la Filosofía es básicamente ontológica, pero a partir de Descartes será fundamentalmente epistemológica, en el sentido de que se centra en la subjetividad, en la conciencia, para responder a la pregunta por lo que existe y puede conocerse.
Por otra parte, las ideas, el contenido de nuestros estados mentales, tiene las siguientes características:
Son formas o modos del pensamiento; recordemos que, a estas alturas de la reconstrucción cartesiana, ya está cierto de que es una cosa que piensa. Pues bien, las ideas son inmateriales, no se pueden medir o pesar, no son rasgos de lo que creo que es mi cuerpo, como mis uñas o mi pelo.
Son inmediatamente percibidas, es decir, no son el producto de ningún razonamiento lógico, ni son necesariamente lingüísticas.
Poseen valor representativo, del que ahora hablaremos.
Son reales, pero respecto al a realidad de las ideas, debemos decir que éstas tienen, en primer lugar, una realidad formal o material. Por “realidad formal” entiende Descartes aquello de lo que están hechas las ideas, y en ese sentido puede decirse que todas son mentales o espirituales, no físicas. Pero las ideas tienen una realidad objetiva, que es lo representado en ese material. Esta distinción entre realidad formal y realidad objetiva es capital para entender la principal demostración cartesiana de la existencia de Dios.
Bien, por lo que respecta a su origen, Descartes sostiene que:
Unas parecen venir de fuera, de los sentidos. No dependen de mi voluntad, en el sentido de que yo tengo la idea del ordenador si abro los ojos con la sensación adicional de que no me lo estoy imaginando, Descartes las llama adventicias, y es importante notar que estamos hablando de ideas que parecen venir de fuera, no de ideas que efectivamente procedan del exterior; esto es así, obviamente, porque todavía no sabemos si existe el exterior.
Otras idea parecen inventadas por mi, productos de mi imaginación, como las ideas de sirenas o unicornios. Son ideas ficticias o facticias.
Pero hay otras ideas que ni las he aprendido por los sentidos ni me las he inventado: son las ideas innatas. Recordemos que las ideas innatas son unos conceptos claves en Descartes: lo intuitivo, lo claro y distinto, lo evidente, es innato. Pero el innatismo cartesiano tiene dos versiones, una fuerte y otra débil: un innatismo actual y otro virtual. El innatismo actual sostiene que nuestra mente tiene desde el principio —desde nuestro nacimiento o desde que el alma ocupa el feto o algo por el estilo— esas, ideas, sólo que no les prestamos atención hasta un determinado momento; nacemos, según esta concepción de lo innato, con sellos grabados en el espíritu. Por otro lado el innatismo virtual, más moderado, y que es el que sostiene más frecuentemente Descartes, defiende que la mente tiene la capacidad de llegar a esas ideas, de captarlas, con contar con las percepciones sensoriales; lo que es innato es la capacidad que tiene la mente de hallar en y por sí misma esas ideas.
Sin embargo, todo lo que hemos dicho respecto al origen de las ideas, al menos por ahora, bien pudiera ser sólo mera apariencia; dado que todavía estamos en el cogito ergo sum, bien pudiera ocurrir que las ideas fueran un producto de mi imaginación, inventos míos que por error —tal vez un error inducido por el genio maligno— yo atribuyo a la experiencia externa o a características innatas de mi mente. Lo que va a tratar de hacer Descartes es probar que existe una idea y sólo una que tiene la peculiar característica de exigir una causa extramental. Esa idea es el puente que nos permite salir de un mundo hecho sólo de pensamientos, de las cogitationes, a la realidad. Es la idea de Dios.
Bien, para efectuar al primera demostración de la existencia de Dios se presuponen dos principios básicos —dos principios que, dicho sea de paso, no son para nosotros nada claros y distintos:
En la causa eficiente y total debe haber al menos “tanta realidad” como en el efecto de la misma. La razón es la siguiente: toda la realidad del efecto se debe a la causa. Con el lenguaje escolástico-aristotélico, este principio resume una observación de sentido común, por ejemplo, que para que un objeto inmóvil se mueva a determinada velocidad, otro objeto debe golpearle con una fuerza-velocidad equivalente o mayor, o que para levantar una piedra de un kilo yo debo aplicarle una fuerza superior a la que posee potencialmente la piedra. La causa —la fuerza que levanta la piedra o la velocidad de una piedra que golpea otra—, pues, debe ser equivalente o mayor que el efecto —el objeto que se mueve tras el choque o el levantamiento de la piedra—.
Una consecuencia de este principio es que lo que es más perfecto y tiene más realidad no puede originarse de lo que es menos perfecto o tiene menos realidad. No olvidemos que para los escolásticos, como para Platón, hay grados de realidad —Dios, el Ens realissimus, es el ente más real— y que lo que es más real también es más perfecto.
El que una idea contenga esta realidad objetiva más bien que otra ha de deberse necesariamente a alguna causa en la que haya al menos tanta realidad formal cuanta es la realidad objetiva contenida en la idea. Esto quiere decir que, para Descartes, una cosa representada no es una pura nada, sino que tiene cierta realidad —por ello la llama “realidad objetiva”—, una realidad menor, ciertamente, en el sentido de que la playa representada en un cuadro o una foto tiene menos realidad que la playa que existe fuera de mi. En tanto que tienen esa realidad, las ideas deben de tener una causa —todo lo que hay tiene una causa...—, y, en virtud del primer principio, en la causa debe haber tanta realidad como en el efecto. Bien, en tanto que son meramente ideas, parece que, de nuevo, yo, como sustancia pensante, podría ser la causa de todas ellas, es decir, parece que yo podría haberme imaginado todas mis ideas, que todas podrían ser el efecto de un acto de mi voluntad, pues contengo la suficiente realidad —soy una sustancia, pero las ideas son formas del pensamiento— como para producirlas. Sin embargo, y éste es el paso fundamental de Descartes, hay una idea que representa tanta perfección que, aun siendo una perfección meramente representada, yo no puedo haber sido su origen y causa. Se trata de la idea de un Ser infinito. Es como si Descartes dijera: por lo que respecta a su realidad formal, yo puedo ser la causa de mis ideas, pero en cuanto a lo que representan, hay una que es como un cuadro de Leonardo, una que pinta algo tan perfecto que yo jamás podría haberlo pintado. En efecto, piensa, si yo soy finito, ¿cómo podría dar lugar a la idea de una sustancia infinita?
Como puede verse, es una prueba basada en la causalidad y que puede llamarse “prueba por los efectos”; una variante de esta demostración basada en la causalidad sería lo que algunos autores consideran prueba adicional: si yo soy un ser imperfecto no puedo existir a causa de mi mismo, sino que he de depender para mi existencia de un ser más perfecto.
La segunda o tercera prueba de la existencia de Dios es la llamada prueba ontológica o de San Anselmo (s. IV): tengo en mi la idea de un ser perfecto, una de las propiedades esenciales de un ser perfecto es que debe existir necesariamente, luego, en consecuencia, Dios existe. Igual que para tener la idea de un triángulo debo tener la idea de algo que necesariamente debe tener tres lados —aunque no exista—, para tener la idea de Dios debo saber que éste existe necesariamente.
Las dos —o tres— pruebas cartesianas eran tradicionales en la escolástica, y por ello el lenguaje empleado es el de la escolástica. Pueden ser rebatidas fácilmente desde nuestro punto de vista, pero no desde el de quienes aceptaban que, por ejemplo, puede hablarse con sentido de “grados de realidad y perfección”, o que los conceptos tienen “propiedades esenciales” que no hemos inventado nosotros. Dicho de otra manera: tal vez eran evidentes para un jesuita de los siglos dieciséis o diecisiete, y evidentes las quiere Descartes. A nosotros nos dejan la impresión de que nos hemos quedado atascados en el cogito ergo sum, la impresión de que, si se aceptan las premisas cartesianas, la conclusión es que no haya nada, excepto el cogito, que podamos considerar absolutamente cierto e indudable. Descartes, pues, sería un escéptico malgré lui. Es por ello que una respuesta tradicional de los filósofos sea el negar esas mismas premisas, que para refutar el escepticismo tengamos que imaginarnos posibilidades tan absurdas como la del genio maligno, que para aspirar al conocimiento debamos justificar éste contra cualquier posibilidad de error, por artificiosa que sea.
Lo que Dios nos garantiza
Con la existencia de Dios queda eliminada automáticamente la posibilidad escéptica del genio maligno, pues ”conozco que es imposible que (Dios) me engañe nunca: pues en toda falacia o engaño hay algo de imperfección”. Eliminada esa posibilidad, puedo confiar nuevamente en mis facultades intelectuales, siempre y cuando haga el debido uso de ellas, lo cual quiere decir que Dios garantiza que todo lo que concibo clara y distintamente es verdadero. Dios garantiza la corrección del criterio de verdad, y, por lo tanto, las matemáticas quedan eo ipso legitimadas.
Pero, además, si Dios me ha dado las facultades de sentir e imaginar —distintas del entender—, y esas facultades están vinculadas a los cuerpos, entonces es que los cuerpos existen, la realidad externa existe. Debemos tener bien presente que Dios garantiza la corrección de mis facultades cognoscitivas si sigo el criterio de aceptar como verdadero todo lo que me resulte claro y distinto; evidentemente, el error es posible, pero siempre y cuando yo me adentre libremente en el terreno de las cosas que son oscuras y confusas. El error depende de mi voluntad de meterme en esos terrenos, no de Dios —un viejo tema: el mal es achacable a mi voluntad libre, no a Dios.
Bien, pero, si ya sabemos con claridad y distinción que el mundo externo existe, ¿cuál es su esencia? Fijémonos en que, respecto a las percepciones sensibles, debemos admitir que muchas veces nos equivocamos en cuanto a colores, tamaños, etc. Pero lo que es absolutamente claro y distinto es que la esencia de la realidad externa es la extensión, el ocupar lugares con longitud, anchura y profundidad; la realidad externa está compuesta de partes con magnitudes y en movimiento. La esencia de la materia es la extensión, por ello la llama Descartes res extensa,
Démonos cuenta de que con Descartes la realidad se identifica con lo cuantificable, como en Galileo; las “cualidades primarias” son la auténtica naturaleza, identificables por la razón. La física (matemática) queda garantizada con esta tesis.
Bien, ¿y que ocurre con lo restante, con todo lo que ordinariamente afirmamos conocer? De todo eso poseemos certeza moral, no metafísica, y, por lo tanto, podemos equivocarnos, nos exponemos al error. Sabemos con certeza metafísica que no estamos soñando, pero sólo tenemos cierta “inclinación natural” —que es otra manera de hablar de un conocimiento probable o de certeza moral— respecto a nuestro cuerpo y su relación con nuestra alma —nuestro yo—, de lo que ahora hablaremos.
Las leyes de la Física, si aplico mi intelecto rectamente, son el ejemplo de la certeza metafísica.
Las estructuras de la realidad: la teoría de las tres sustancias
Sustancia es para Descartes cualquier cosa que existe de tal manera que no tiene necesidad sino de sí misma para existir. Spinoza sacará la conclusión, aceptando esa definición —que es a todas luces la de Aristóteles—, de que la única sustancia que existe es Dios, pues todo lo demás depende de Él. Spinoza es monista, pero Descartes es pluralista. ¿Cómo puedo conocer que algo es una sustancia y cómo puede determinar su esencia? Según Descartes, “basta que yo pueda entender clara y distintamente una cosa sin otra para tener certeza de que se trata de dos cosas distintas”, o, dicho de otro modo, todo lo que concibo clara y distintamente como perteneciente a una idea —la idea de mí mismo, por ejemplo— le pertenece.
De acuerdo con ese criterio ontológico, Descartes distingue tres tipos de sustancias:
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La res infinita, o Dios.
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La res cogitans, yo mismo, mi esencia, mi identidad.
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La res extensa, o la realidad extensa, material.
Ya sabemos qué es Dios: una sustancia infinita, eterna, inmutable, omnipotente, simple, perfecta. También sabemos cómo demuestra Descartes su existencia y que función desempeña en el edificio del saber cartesiano: garantiza la corrección del criterio de verdad, con todo lo que ello implica.
Excluyendo a Dios, en el mundo hay dos tipos de sustancias radicalmente distintas: la materia, cuya propiedad esencial es la extensión —ocupar un espacio con longitud, anchura y profundidad que se puede medir y dividir— y que, en última instancia, se compone de partículas en movimiento —es una concepción mecanicista de la realidad— y es explicable mediante leyes físicas de carácter matemático, y las sustancias pensantes, que pueden concebirse, entenderse, sin el cuerpo, esto es, sustancias que son inmateriales.
Con respecto a las sustancias pensantes, el alma, su atributo —por atributo entendemos sustancias esenciales— es el pensamiento. Adoptando nuestro criterio ontológico, yo puedo concebirme a mí mismo de manera clara y distinta sin tener un cuerpo: el pensamiento no es físico. Por lo tanto, lo físico, lo material, no está en mi esencia. El alma, entones, no tiene extensión y es, por tanto, indivisible, no tiene lugar en el mundo cuantificable de la física.
Con relación al cuerpo, que sí es físico, Descartes quedó muy impresionado por los autómatas hidráulicos que había observado en Sain Germain en Laye y en Fontainebleau, y había llegado a la conclusión de que el cuerpo humano, si excluimos la intervención del alma, puede explicarse en términos completamente mecanicistas, tal como se explica el movimiento de los autómatas. El corazón funcionaría como una bomba de agua, los músculos como las poleas, la digestión como la trituración del grano por la piedra de molino; por supuesto, la diferencia entre los hombres y los animales consiste en que los primeros tienen alma y los segundos no, lo cual implica que los animales son exactamente como los autómatas: no puede decirse que perciban, sientan dolor o piensen.
Bien, pero, desde un punto de vista cartesiano, ¿cómo sé yo que los demás tienen alma? Recordemos que las Meditaciones Metafísicas son llevadas a cabo por mi conciencia, de la que estoy inmediatamente seguro, pero, en tal contexto, ¿qué certeza tengo de que tú también tienes un alma o una mente? He aquí un viejo problema —que suele llamarse “el problema de las otras mentes— y que en Descartes sólo tiene una solución inquietante: únicamente puedo tener una certeza moral, no metafísica de que los demás también tienen mente. Y esa certeza moral se basa en el indicio que me proporciona el lenguaje, pues éste es un signo de que ocurren procesos mentales; puesto que los animales no hablan, carecen de mente.
Otro problema adicional a los pensamientos cartesianos sobre lo mental, quizá el más importante y el que más ha alejado a la filosofía posterior de esos planteamientos, es cómo poder explicar la relación que existe entre nuestra mente-alma y nuestro cuerpo. Es evidente que tal relación existe: si yo veo una silla ante mí creo que ahí hay una silla, si veo un pastel puede que lo desee, si me pinchan con un alfiler siento dolor; puesto que creer, desear y sentir dolor son estados mentales o anímicos, debemos concluir que algunas cosas que son físicas están influyendo o afectando a mis estados mentales. Por otro lado, si yo quiero levantar mi mano, la levanto, si creo que viene un a locomotora, me aparto de la vía, si siento dolor en el brazo, lo aparto del estímulo, es decir, simétricamente a los procesos anteriores, mis estados mentales producen cambios en el mundo físico a través de mi cuerpo, que también es físico.
Y el problema es el siguiente: ¿cómo es posible que algo que no es físico, que no es nada material, por lo tanto que no consiste en partículas, ondas o algún tipo de energía física, puede producir cambios en el mundo material, mecánico, reducible a partículas, ondas, o, en general, energía física, o, al revés, ser influido por él? ¿Cómo puede lo inmaterial afectar o ser afectado por lo material? ¿No nos dice la Física que la energía no se crea ni se destruye? ¿Cómo puede un alma crear energía? Desde luego, para los que aceptamos los principios básicos de la Física, el problema es irresoluble.
Y la solución de Descartes es, desde luego, algo artificial: afirma que el alma y el cuerpo se comunicarían a través de la glándula pineal —o “glándula conarion” o “glándula H”—, mediante sustancias fisiológicas muy sutiles que llama “espíritus animales” y que serían el equivalente de lo que hoy llamamos el impulso nervioso —que explicamos, por supuesto, en términos químicos y eléctricos. En cierto modo, Descartes intenta explicar lo inexplicable mediante el expediente de postular algo que es físico, pero no demasiado, algo material que roza lo inmaterial. Ese expediente artificial le permite sostener que la mente “está estrechísimamente unida al cuerpo”, y no como un piloto a su nave —la metáfora preferida de los antiguos—, pues si le quitamos una tabla al barco el piloto no sufre, pero si nos arrancamos un dedo sentimos dolor.
Otro de los problemas clásicos de la teoría de la mente cartesiana es el de la individualidad del yo o del alma, pues ya hemos dicho que la mente-alma es inextensa, no tiene partes. Esta tesis asume el prejuicio —quizá de origen religioso— de que para cada cual no hay sino una persona, que cada uno de nosotros, a pesar del paso del tiempo y los cambios de humor y actividad, sigue siendo la misma persona; el empirista Hume dirá que, cuando observa en su interior para hallar ese alma-yo, lo único que encuentra es un “haz de percepciones” unidas por la memoria, y en la memoria sí que hay partes. Recordemos también los casos de desdoblamiento de conciencia que se producen tras la ingestión de algunas drogas, en los casos de “cerebro escindido”, o en algunas patologías como la esquizofrenia.
Por último, el dualismo cartesiano pretende ser una solución al problema de la libertad humana, puesto que, al no ser física y no poderse explicar en términos mecánicos, la actividad del alma se vería libre del determinismo que domina el mundo físico. La solución es falaz: por mucho que mi alma fuera libre, mi cuerpo, al ser físico, no lo sería.
Las leyes de la Física
El árbol del saber, según Descartes, tiene unas raíces que son la Metafísica, un tronco que es la Física, y unas ramas que son la medicina, la mecánica y la moral. La Física, pues, se nutre y fundamenta en verdades Metafísicas, y, como bien sabemos, esas verdades son innatas. La Razón, por lo tanto, podría extraer a partir de sí misma los principios o leyes fundamentales de la Física. ¿Cuáles son éstos?:
Primera ley de la Naturaleza: Es el Principio de Inercia. Cada cosa permanece en el estado en el que se encuentra —de movimiento o reposo— si nada la cambia. Esta ley la podemos deducir a priori de la inmutabilidad de Dios.
Segunda ley: Todo cuerpo que se mueve tiende a moverse en línea recta, contra lo que pensaba Galileo, para quien el movimiento inercial era circular. Esta ley concuerda racionalmente con la simplicidad divina, pues la línea recta es el movimiento o figura más simple.
Tercera ley: La ley de la conservación del movimiento. Concuerda con la inmutabilidad y la eternidad divinas.
Aunque se supone que la experiencia concordará con estas leyes, merced a la bondad divina, lo cierto es que la certeza que podemos extraer de ellas no se basa en la experiencia, aunque hemos de tener en cuenta que, cuando vamos más allá de los principios básicos, cuando queremos establecer hipótesis físicas, es menester probarlas en la experiencia y fundamentarlas en ella. De este tipo son las hipótesis cartesianas sobra la inexistencia del vacío o la explicación de los cambios físicos mediante torbellinos o vórtices de partículas.
LOCKE Y HUME
Los empiristas
Hay al menos cuatro características que son comunes a los empiristas a partir de Locke:
Sostiene que el origen del conocimiento es la experiencia sensible, y, por lo tanto, niegan la existencia de ideas innatas.
Defienden que el conocimiento humano —o la Razón— tiene límites, justamente los límites que impone la experiencia. Que no podamos aventurarnos, arrastrados por nuestras ansias de saber, más allá de una experiencia perceptiva posible, es una tesis que influirá poderosamente en Kant y que llevará a los empiristas a posturas escépticas con respecto a muchos problemas metafísicos.
Asume que todo conocimiento es conocimiento de ideas. Se trata, como dijimos anteriormente, de un supuesto del pensamiento moderno, que interpone las representaciones del sujeto entre éste y la realidad.
Reciben la influencia de la ciencia natural. En concreto, Locke está influido por la filosofía corpuscular de Boyle tal como se formula en El origen de las formas y las cualidades, en la que los cuerpos se definen en términos de las cualidades primarias de forma, tamaño y movimiento/reposo. Se presentaría una teoría de la percepción alternativa a la basada en las “especies sensibles” de los escolásticos. Hume, por su parte, recibe la influencia de Newton, quien publica en 1686 su Philosophiae Natutalis Principia Matematica. Cuando Hume publica el Teatrisse of Human Nature, pretenderá “introducir el método experimental en los asuntos morales”.
La crítica al innatismo y al concepto de causa
Crítica de Locke a las ideas innatas
John Locke (1632-1704) publica en 1690 el Ensayo sobre el entendimiento humano, en el que propone “indagar acerca del origen, certeza y extensión del conocimiento humano, así como los fundamentos y grados de la creencia, de la opinión y del asentimiento”. El primer libro se extiende como una crítica a “las nociones innatas”, teóricas y prácticas, y, aunque se ha discutido mucho hacia quien o quienes iba dirigida esa crítica exactamente, nosotros asumiremos que se trata de derribar un de las tesis fundamentales de Descartes y del racionalismo en general. En nuestro apoyo constatamos que la respuesta del cartesiano y racional Leibniz no se hizo esperar: en su Nuevo tratado sobre el entendimiento humano tratará de dar cumplida respuesta a las críticas lockeanas.
Hemos de tener en cuenta que los argumentos de Locke intentan refutar tanto al innatismo actual como al virtual, es decir, se dirige tanto contra la tesis de que tenemos desde nuestro origen unas ideas o verdades grabadas en nuestra mente como contra la tesis según la cual hay ciertas verdades que son innatas por el hecho de que la mente pueda descubrirlas por sí misma en algún momento; pero fijémonos: Locke no va a negar este último supuesto, que es un hecho, sino la afirmación de que ese hecho suponga algún tipo de innatismo. Por otro lado, se enfrenta primero contra la existencia de verdades teóricas innatas, y después contra la de las prácticas o morales. Pero vayamos por partes...
La primera tesis que Locke critica tiene dos partes:
“Existen principios, nociones o caracteres que el alma recibiría en su origen” y
“sobre tales principios debería estar de acuerdo toda la humanidad”.
Obviamente, semejantes afirmaciones corresponden al innatismo actual, fuerte —tan fuerte que, quizá, no hayan sido sostenidas por nadie.
La primera crítica de Locke iría contra la primera parte y diría, es síntesis, que es inútil suponer innatos tales principios, nociones y caracteres, pues el hombre puede obtenerlos por el simple uso de sus facultades naturales. Si yo puedo llegar a descubrir que Dios existe haciendo un buen uso de mi razón, ¿por qué defender que nacemos con una idea de Dios? La segunda crítica, por otro lado, se dirige contra la segunda parte, y sostiene lo siguiente: si fuera cierto que existiesen ciertos principios sobre los que estuviese de acuerdo la humanidad ello no probaría que fuesen innatos, pues podría demostrarse su adquisición de otro modo. Quizá pudiera demostrarse que todo el mundo afirma que el fuego quema, pero tal cosa no demuestra que semejante enunciado sea innato.
De todas formas, y esta es la tercera crítica, según Locke no existe nada sobre lo que toda la humanidad esté de acuerdo. Por ejemplo, de lo que nos resulta más obvio, de los principios básicos de la lógica “lo que es, es”, o que “es imposible para la misma cosa ser y no ser”, los niños y los idiotas no tienen la menor idea, por no hablar de las ideas de Dios, causa, sustancia o extensión.
El innatista, sin embargo, podría responder que esas ideas están impresas en la mente desde su origen, pero que no pueden ser percibidas o incluso comprendidas hasta un determinado momento. En cierto modo, esa es la tesis platónica de la anámnesis, y el mismo Descartes sostuvo algo parecido en las Conversaciones con Burman. Para Locke, sin embargo, esa afirmación es contradictoria: no puede decirse que un individuo tiene en su mente la idea de la existencia de Dios si ni entiende nada de eso. Evidentemente, tenía mucho sentido para Locke la posibilidad de que hubiera contenidos mentales inconscientes —sí lo tenía, y mucho, para Leibniz, como así nos lo hace saber éste cuando nos presenta su alternativa de las petites perceptions. Sin embargo, es un hecho que olvidamos cosas: ¿acaso quiere decir Locke que no hay nada de lo que no tengamos siempre conciencia efectiva?. No, ciertamente, pues en otro lugar del Essay limita su afirmación diciendo que no hay en nosotros nada de lo que por lo menos no hayamos tenido conciencia.
Otra respuesta posible a esas objeciones consistiría en desplazar el acento desde el innatismo actual, fuerte, al innatismo virtual o débil, es decir, podría responderse que tales principios, nociones o caracteres son innatos porque los hombres asienten a ellos cuando llegan al uso de la razón. Según Locke, esto puede querer decir dos cosas:
o que tan pronto como llegan al uso de razón los hombres observan y conocen tales nociones, o
que el uso y ejercicio de la razón les ayuda en el descubrimiento de esos caracteres.
Respecto a la primera versión, podemos ver que es falsa por dos razones: primero, porque, por ejemplo, el principio de identidad (y, por extensión, las demás nociones) no estaría en la mente en tal caso antes del uso de la razón, y, segundo, porque antes de que asientan a esa máxima —“lo que es, es”—, los niños hacen mucho uso de la razón, luego no puede decirse que asientan a ella “tan pronto” como llegan al uso de razón.
Respecto a la segunda versión débil del innatismo, Locke observa que si lo innato se define por ser alcanzado mediante el ejercicio de la razón, entonces prácticamente todas las verdades son innatas, pues la razón es la facultad de deducir verdades desconocidas a partir de verdades conocidas. Posiblemente, ésta es la crítica que puede hacer más mella en el innatismo cartesiano, pues recordemos que para Descartes la idea del sol como algo mucho más grande que la tierra, idea que extraemos de nuestros conocimientos astronómicos, era innata; el problema es que con este criterio prácticamente todo se nos convierte en innato.
Otra posible respuesta del innatista sería reconocer como innatas aquellas verdades que, asumiendo el debido uso de la razón, suscitan un inmediato asentimiento. Todo ente racional suscribiría con rapidez que “lo que es, es” y cosas por el estilo; el criterio de lo innato lo constituiría en este caso la rapidez en el asentimiento —o disentimiento. De nuevo, Locke replica que, en primer lugar, tal criterio nos abarrotaría de principios innatos; además, en segundo lugar, si fueran innatos aparecerían con mayor claridad en aquellas personas en que precisamente no hallamos huella de ellos, como en los niños y en los salvajes.
Bien, hasta aquí la crítica de Locke a la existencia de principios especulativos, teóricos, innatos. El segundo capítulo del primer libro del Ensayo se dedica en su integridad al examen de unos supuestos “principios prácticos innatos”, es decir, a demostrar que tampoco hay reglas innatas concernientes a la moral que estuvieran, como decía San Pablo en la epístola a los romanos, “escritas en los corazones de los hombres”. Ya no podemos asumir, por cierto, que el objetivo de esa crítica sea Descartes, pues éste, ya lo sabemos, se quedó con una moral provisional a la espera de los resultados de la aplicación universal del método.
La primera crítica que Locke dirige a la tesis de que existen principios, nociones o caracteres de contenido práctico innatos es que, de la misma manera que no todo el mundo asentiría a máximas simplísimas como “lo que es, es”, no existen principios prácticos que provoquen un sentimiento universal. Máximas como “Non debemos matar” son olvidadas por las más egregias comunidades morales, políticas y religiosas cuando se trata de justificar, por ejemplo, el servicio militar, o, peor aun, la guerra.
Pero no es la ignorancia en la que se hallan los hombres acerca de esos principios la única prueba de su carácter adquirido, no innato, sino también el hecho de que se asiente a ellos con relativa lentitud, tras prolongados razonamientos. Dicho de otra manera, si el principio “lo que es, es” resulta muy evidente para cualquier individuo que ejerce su razón, no lo es tanto un principio práctico como “no debemos robar”.
El innatista moral podría responder, sin embargo, que hasta las partidas de villanos más crueles, aceptan y siguen entre sí ciertas reglas de conducta que nos resultan justas. Locke responde que, aunque acepten ciertas reglas con el camarada, asaltan y saquean la primer hombre honrado que encuentran, luego no pueden reconocerlos como principios innatos.
El innatista podría añadir que los hombres asienten tácticamente a esas reglas, aunque su práctica no esté de acuerdo con tal asentimiento. En otros términos, yo no puedo reconocer que es malo matar y, con todo, ser un criminal. La respuesta de Locke es de corte pragmático: sostiene que las acciones de los hombres son los mejores intérpretes de sus pensamientos, que es extraño suponer principios prácticos innatos que se agoten en la contemplación: ¿qué diferencia habría en tal caso entre los casos especulativos y los prácticos?
A pesar de todo lo anterior, Locke acepta que hay ciertas tendencias que son naturales en los hombres, cuales son, “un deseo de felicidad y una aversión a la miseria”; lo que niega es que tales inclinaciones del sentimiento sean algún tipo de inscripción innata en el entendimiento de los hombres.
Crítica de Hume al innatismo
En 1739, Hume se propone, en el Tratado de la naturaleza humana, llevar a cabo una “ciencia de la naturaleza humana”, donde se estudiará la “extensión y fuerza del pensamiento humano, la naturaleza de las ideas y las operaciones al razonar”. Semejante ciencia del hombre constituiría el fundamento de todas las demás ciencias, de las llamadas “ciencias morales” y de las ciencias naturales y formales; algunos autores han señalado el carácter anticartesiano de ese proyecto que situaría una ciencia del hombre, y no una Metafísica, en las raíces del árbol del saber.
Pero el proyecto de Hume es anticartesiano también en otros sentidos, por ejemplo, en su pretensión de “introducir el método experimental en los asuntos morales”, es decir, en su intento de convertirse en una especie de “Newton de las ciencias morales” al aplicar el método preconizado por Newton en sus regulae philosophandi, de los Principia mathematica, que tantos éxitos estaba cosechando en las ciencias naturales. El método se basa en la exigencia de partir de la experiencia, tratando de descubrir en ella principios generales que deberán ser confirmados de nuevo por la experiencia y los experimentos. No se trata ya, como en Descartes, de partir de unos primeros principios para extraer de ellos conclusiones sobre esos hechos, sino, al revés, de partir de los hechos para acabar concluyendo esos principios. De nuevo, pues, el empirismo.
Sin embargo, Hume es cartesiano al seguir manteniendo que lo que la mente conoce son ideas o percepciones, que el entendimiento razona con ideas suministradas por la sensibilidad. Ahí, en el análisis de las percepciones, comienza la crítica de Hume. Veámosla.
Una percepción es, según Hume, todo aquello que se presenta a la conciencia. Las percepciones se dividen, según su grado de fuerza o vivacidad, en impresiones, que son las que poseen mayor viveza, y que se dividen a su vez en impresiones de las sensaciones —sensaciones— e impresiones de reflexión —pasiones y emociones—, e ideas, que son imágenes débiles de las impresiones que se producen en el pensamiento y el razonamiento. La diferencia entre impresiones e ideas es que para Hume tan clara como la que hay entre sentir y pensar, a lo que añadiremos que “el pensamiento más vívido es siempre inferior a la más débil sensación”.
Por otro lado, las percepciones, impresiones e ideas, pueden ser simples o complejas. Las impresiones o ideas simples no admiten distinción ni separación, mientras que las impresiones e ideas complejas sí que la admiten. Así, en la percepción compleja de una manzana yo puedo distinguir varias percepciones simples como un color, un sabor, un olor..., percepciones estas que no puedo seguir analizando en otras más simples. Evidentemente, se trata de una distinción epistemológica en la que lo simple se identifica con “lo dado” en la percepción, no con propiedades matemáticas, y en la que no se introduce el problema de cuál sea la causa de nuestras percepciones —asunto sobre el que Hume mantendrá un razonado escepticismo—.
Las ideas, por último, pueden serlo de la memoria o de la imaginación, dependiendo de la estabilidad, coherencia y rigor que presenten.
Bien, a partir de esta clasificación de las percepciones ya podemos introducir el primer principio de nuestra ciencia del hombre: las ideas proceden de impresiones, con las que se corresponden y a las que representan o copian. Se les llama el “principio de la copia” al sostener que las ideas copian las impresiones de las que proceden. Sin embargo, inmediatamente se nos ocurre una objeción: todos podemos imaginarnos un marciano, un dragón de diez cabezas o un caballo con alas, todos podemos tener esas ideas, sin que nunca antes las hayamos sentido. Hay muchas ideas, pues, que no parecen provenir de ninguna impresión.
Hume está de acuerdo con eso, por lo que se aviene a precisar más el principio de la copia de la siguiente manera: todas nuestras ideas simples proceden de o copian impresiones simples; las ideas complejas a su vez, están formadas por ideas simples. En este principio radica la crítica humeana al innatismo racionalista, y para apoyar su verdad nos ofrece los siguientes argumentos:
Para producir en un niño la idea simple de una sensación (o, en términos más modernos de la filosofía analítica, para enseñarle el uso del término con el que nos referimos a tal sensación), es necesario mostrarle la impresión (debemos mostrarle la idea de rojo enseñándole cosas rojas, etc.).
No se perciben sensaciones pensando simplemente en ellas.
No tenemos ideas de determinadas sensaciones cuando falta el sentido correspondiente o el objeto no ha excitado nunca la sensación. Los ciegos no tendrán la idea de rojo que los videntes tenemos, y quien no ha probado la piña no podrá hacerse una idea de su sabor como la que yo tengo.
Por último, Hume desplaza el onus probandi: si alguien mantiene que existen ideas que no derivan de ninguna impresión deberá hallar una de esas ideas.
Crítica de Locke y Hume al concepto de causa
Para entender la crítica que los empiristas dirigen al concepto tradicional de “causa” es menester tener presente cuál era éste exactamente, cuál era el objetivo de las críticas, y en este respecto debemos dirigir de nuevo nuestra atención hacia Aristóteles.
Recordemos que para el estagirita podía hablarse de “causa” —— en varios sentidos, de los que nos interesan dos: causa según la forma o esencia y causa según el detonante o causa eficiente. La causa formal coincidía con el término medio —el que se repite en la premisa— de un silogismo demostrativo, de manera que si siquiera explicar por qué todos los hombres son mortales podríamos deducir tal conclusión de las siguientes premisas:
Todos los animales son mortales
Todos los hombres son animales
introduciendo el término medio “animalidad” entre el sujeto de la conclusión —los hombres— y el predicado de ésta —mortales—.
Si fulanito muere porque le cae una teja en la cabeza todos estamos dispuestos a reconocer como causa de su muerte la caída accidental de la teja; para un aristotélico también podía explicarse esa muerte con la causa-razón de que el género “humanidad” está incluido en la “animalidad” y éste en el de “mortalidad”. La conclusión, como vimos en Descartes, se deduce necesariamente de las premisas, de modo que es lógicamente contradictorio afirmar éstas y negar aquellas.
A partir de este problema se extenderá en la tradición una confusión o identificación de las causas —ontológicas— con las razones lógicas —lógicas—; dada esta identificación, es posible afirmar que, igual que podemos extraer la conclusión necesaria de un silogismo analizando las premisas, de la misma forma podemos deducir o extraer el efecto analizando las causas. Causa sive ratio era una expresión frecuente en Descartes, Leibniz y Spinoza.
Por lo tanto, las dos primeras características del concepto heredado de “causa” son:
es posible deducir el efecto analizando la causa y
la relación causa-efecto es necesaria.
Con el célebre ejemplo humeano: una bola de billar corre por el tapete en dirección a otra, que recibe el impacto e inicia su propio movimiento. Quien mantenga el concepto de causa tradicional con las dos características mencionadas sostendrá que cuando contemplamos la causa, es decir, la primera bola, moviéndose indefectiblemente hacia la otra, tenemos derecho a deducir de manera necesaria el efecto, el movimiento de la segunda bola, y esto aunque nunca hubiéramos tenido experiencia de tales choques (no olvidemos que para los racionalistas la idea de causalidad es innata).
Pero a partir de esas dos características tradicionales los escolásticos, incluido Santo Tomás, pensaron que la realidad del efecto se debía a la causa, o lo que es lo mismo, que la causa incorporaba algo de su realidad al efecto, que algo del ser de la causa: Causa important influxum quemdam ad esse causati. Es fácil darse cuenta de que estas ideas están detrás de los supuestos cartesianos en la primera demostración de la existencia divina en el Discurso del método y en las Meditaciones metafísicas. Y puesto que el efecto incorpora algo de la realidad de la causa será posible prever, de nuevo, el efecto con solo pensar en esa realidad de la causa.
La tercera de las características del concepto tradicional de causa es, por lo tanto, que en la relación causal se da una especie de comunicación de realidad de la causa al efecto (y por ello, el efecto guarda cierta semejanza con la causa).
Bien, para ver la crítica de Locke a estas ideas debemos repasar algunos conceptos del Ensayo de 1690 —no debemos olvidar que fue este el que influyo en Hume y no al revés—.
No distingue Locke entre las ideas e impresiones, pero afirma que todas nuestras ideas provienen de dos fuentes:
la sensación y
la reflexión.
Las ideas provenientes de la sensación nos informan, con matices, como veremos, del mundo externo, las que provienen de la reflexión son el resultado de las operaciones de nuestra mente.
Reconoce que hay ideas simples y complejas. La mente es meramente pasiva en la constatación de las ideas simples, no puede inventarse otras que las que reciben de estas fuentes:
De un solo sentido, como los colores y la solidez.
De varios sentidos, como las ideas de espacio o extensión, de figura, de reposo o movimiento.
De la reflexión, como la idea de percepción o pensar y de volición o deseo.
De la sensación y la reflexión, como las ideas de placer, dolor, potencia (la potencia de mover), de existencia y de unidad o número.
De las características que poseen las ideas simples mencionadas anteriormente, podemos sacar la consecuencia de que el ciego no tendrá ideas de los colores y que no podemos imaginarnos otras facultades mentales que esas que constatamos en nosotros por reflexión.
Pero con las ideas simples el entendimiento realiza diversas operaciones:
Las combina formando ideas complejas, por ejemplo, combinando las ideas simples de color y figura forma la idea compleja de belleza. Estas ideas complejas pueden ser modos, sustancias o relaciones.
Las compara, y con ello se forma ideas de relaciones, como la de causalidad.
Las abstrae, formando las ideas abstractas o generales como la de “perro” o “ser humano”.
La idea de causa-efecto surge, pues, cuando la mente compara algo con algo, pero, ¿qué exactamente? La mente observa que una cosa, idea simple, modo o sustancia, empieza a existir a partir de la debida aparición de alguna otra idea simple, modo o sustancia: ”hallando que en la sustancia que llamamos cera, la fluidez, que es una idea simple que anteriormente no existía en ella y que se produce por la aplicación de cierto grado de calor, llamamos a la idea simple de calor, en relación con la fluidez de la cera, causa; y la fluidez, efecto...”.
El análisis lockeano de la causalidad esconde muchas ambigüedades en las que no entraremos, pero podemos extraer algunas consecuencias importantes que lo confrontan con la concepción tradicional. En primer lugar, “causa” no es una idea innata, no podemos prever, sin contar con nuestra experiencia sensorial, el efecto a partir de la causa —aunque, obviamente, la experiencia nos enseña a hacer tales previsiones—. Además, no se trata de una “relación necesaria”, o, al menos, la experiencia nos indica tal cosa, ni, por último, que haya alguna “comunicación de la realidad” de la causa al efecto.
Esas conclusiones respecto a la causalidad, por cierto, llevaron a Locke, junto a otras consideraciones, a mantener que no podíamos tener conocimiento seguro, evidente y fiable de la naturaleza. La Física sería mero conocimiento probable.
La crítica de Hume al concepto heredado de causa es más conocida, más rigurosa y ha influido mucho más poderosamente en la tradición que la de Locke. Para situarla en su contexto debemos presentar los dos principios básicos del empirismo humeano, el primero de los cuales ya hemos comentado anteriormente:
Las ideas derivan de impresiones; los términos que no asociamos con percepciones carecen de significado.
Las proposiciones de que tenemos conocimiento pueden dividirse en aquellas que expresan relación entre ideas y aquellas que expresan cuestiones de hecho. La característica principal de las proposiciones que expresan relaciones entre ideas es que su negación implica contradicción lógica: si alguien afirma que los ciegos no son invidentes podemos responderle que eso es contradictorio, que está equivocado sin necesidad de mirar los hechos para comprobar si puede tener razón. El que afirme la verdad de las dos premisas de un silogismo debe también afirmas la verdad de la conclusión son no quiere incurrir en contradicción. La contradicción lógica, en definitiva, es una violación de un principio básico de la lógica —la lógica que está presupuesta en razonar sobre cualquier cosa—, el principio de no contradicción, que afirma que un enunciado no puede ser verdadero y falso en el mismo sentido y en el mismo tiempo.
Las verdades basadas en relaciones entre las ideas son verdaderas pase lo que pase en el mundo. Mientras las palabras signifiquen lo que significan, es imposible lógica, conceptualmente, que los ciegos no sean invidentes. Ninguna impresión podría falsear la proposición “los gordos son obesos”, porque esa proposición no depende de la experiencia sino de las relaciones arbitrarias que nosotros imponemos a nuestros conceptos. Si decidimos asociar las mismas impresiones con la palabra “ciego“ y la palabra “invidente” podremos también expresar una relación necesaria de identidad entre esos dos conceptos; no estaremos en tal caso ampliando nuestro conocimiento de los hechos sino relacionando unas ideas con otras.
La existencia de esas verdades (o falsedades) que son verdaderas o falsas pase lo que pase en el mundo, independientemente de la experiencia, y que, por ello, son verdades o falsedades necesarias será constatada por Kant, quien las llamará “juicios a priori”. Para Hume, las proposiciones de la matemática son de tipo: “2 + 2 = 4” seguirán siendo verdad pase lo que pase en el mundo, no hay impresión o conjunto de impresiones que pueda falsear tal enunciado, y su negación implica contradicción.
El otro tipo de proposiciones en que se funda nuestro conocimiento es el que expresa cuestiones de hecho. Su negación no implica ninguna contradicción: si yo afirmo “la ventana está abierta” podría equivocarme, pero mi error sólo puede subsanarse contemplando esa ventana, atendiendo a los hechos. Nadie puede demostrar que me equivoco meramente inspeccionando el significado de las palabras empleadas en tal enunciado. Es un juicio cuya verdad o falsedad, en suma, depende de la experiencia, de los hechos, no de las relaciones entre las ideas implicadas. Por ello mismo, se trata siempre de juicios o verdades contingentes, no necesarias: un enunciado empírico, que expresa un hecho del mundo, siempre podría haber sido de otro modo. No es una verdad necesaria que la ventana esté abierta, ni que el lápiz se mueva hacia abajo, no que el sol salga mañana: es física y conceptualmente posible que ocurriera lo contrario.
Nuestras verdades empíricas, nuestras proposiciones basadas en cuestiones de hecho, están en gran medida dependiendo de nuestra creencia en la causalidad. Yo supongo que si quiero extender el brazo y dirigirlo a la mesa (causa), cogeré la taza (efecto), que ésta tendrá la dureza que siempre tuvo —y que, por lo tanto, no se me derretirá entre los dedos—, que el café causará en mi organismo una cierta estimulación, como siempre hizo, y no una borrachera crónica, etc. Nuestra creencia en que de determinados hechos se siguen otros de manera regular, es básica en nuestro esquema conceptual: la causa, como dice Hume, es el cemento del universo. Supongamos, si no, que ocurriría si dejamos de creer en ella: sería el caos.
La pregunta que se hace Hume, muy de acuerdo con los planteamientos de la ciencia del hombre, es por qué creen los hombres en la causalidad. Recordemos de nuevo el ejemplo humeano: una bola de billar que se dirige hacia otra, la golpea, y ésta empieza a moverse. ¿Por qué decimos que el golpe de la primera es la causa del movimiento de la segunda? Según Hume, porque se dan tres condiciones:
Se observa una contigüidad espacio-temporal entre la causa y el efecto. Si el efecto ocurriera cientos de años después de la causa o a miles de kilómetros de distancia, no podríamos tener idea alguna de la relación causal.
Observamos prioridad temporal en la causa. La causa siempre ocurre antes que el efecto.
Estas dos últimas condiciones son necesarias pero no suficientes para hablara de causalidad; queda una tercera condición: se da una conjunción constante entre el hecho que llamamos causa y el que llamamos efecto. Si repetimos constantemente el lanzamiento de la primera bola hacia la segunda, el efecto es siempre el mismo.
Para Hume, es la costumbre, y nada más, basada en la observación de esas tres condiciones, la que nos lleva a confiar en la relación causal: no tenemos conciencia alguna de una comunicación de realidad de la causa al efecto, ni podemos deducir el efecto a partir de la causa sin contar con nuestras experiencias pasadas, ni podemos afirmar ningún tipo de conexión necesaria entre la causa y el efecto.
Origen y constitución de la experiencia
Ya hemos hablado someramente de lo que piensan Locke y Hume sobre el origen de nuestra experiencia, pero recordémoslo. Para Locke, todas las ideas provienen de ideas simples que aprendemos por sensación y reflexión, es decir, por experiencia externa —como las ideas de colores— o internas —como la idea de “pensar”—. La mente es pasiva en la recepción de estas ideas, de modo que no puede inventarse otras que esas que le vienen de un sentido o de varios y de la reflexión. Los ejemplos que nos da Locke pretenden ser exhaustivos: los colores, la solidez, la idea de espacio o extensión, de figura, de reposo o movimiento, de percepción o pensar y de querer o deseo, de placer o dolor, de potencia, de existencia y de unidad o número... son ideas simples.
Las ideas simples representan una realidad externa —de la que Locke no duda, como Descartes, aunque reconozca que no tenemos de ella ni conocimiento intuitivo ni demostrativo, sino sólo sensitivo—, que precisamente las causa en nuestro entendimiento, pero no todas las representan de la misma manera. Hay ideas de cualidades primarias —o “ideas primarias”—, como las de masa (solidez), extensión, figura, número y movimiento, que están en las cosas mismas y nuestro entendimiento puede reproducirlas con fidelidad, e ideas de cualidades secundarias, como las de color o frialdad, “que no son nada en los objetos mismos”, sino que son efectos producidos en nosotros por aquellas cualidades primarias. Se trata ésta de una distinción ontológica que Locke toma de la filosofía corpuscular de Boyle, pero que ya constatamos nosotros en autores como Demócrito y Galileo.
Con las ideas simples la mente construye ideas complejas, como las de sustancia, causalidad o como las ideas abstractas. Aparentemente, las ideas abstractas no representan cosas reales: la idea abstracta, general o universal “perro” no representa ninguna esencia o sustancia efectivamente existente, sino únicamente los rasgos comunes a individuos semejantes, es decir, Locke asume una postura marcadamente nominalista. Más dudosa es la opinión de Locke respecto a la realidad o irrealidad de la sustancia y la causa; la idea de sustancia, nos dice, surge porque “al observar que cierto número de ideas simples van siempre unidas, se presume que pertenecen a una misma cosa y se las designa con un nombre común”. Así, un pedazo de plomo se nos manifiesta como algo que tiene un cierto color, una determinada solidez, una cierta figura, etc., esto es, como un conjunto de sensaciones simples, pero, ¿es esto en realidad el plomo? Según Locke, no: esas cualidades son cualidades de algo, de una especie de sustrato que no podemos percibir. La sustancia, en este caso el plomo, es un “no sé qué” incognoscible que mantendría vinculadas aquellas cualidades simples.
Para terminar, hemos de tener en cuenta que la idea compleja de Dios, representa un ente real; Dios existe y de él tenemos certeza demostrativa, pues el es la causa última de la existencia de todo.
El empirismo de David Hume va a ser más consecuente que el de Locke, y, en esta medida, es natural que desemboque en conclusiones escépticas más demoledoras. Recordemos que nuestro autor pretendía aplicar el nuevo método experimental de la filosofía natural a la ciencia de la naturaleza humana, y que lo primero que nos advierte es que todas las percepciones del hombre se dividen, según su grado de fuerza o vivacidad, en impresiones e ideas, y, según su grado de complejidad, en simples y complejas. Cuando abro los ojos tengo impresiones de una mesa, una pared, un ordenador, etc.; junto a esas sensaciones o impresiones puedo sentir otras impresiones —de reflexión— como la ira o el deseo. Puedo descomponer aquellas impresiones sensibles en otras más simples, como los colores, las figuras espaciales, las sensaciones de dureza que provienen de una inspección táctil... Descomposición que puedo llevar a cabo también con las ideas que tengo de aquellas percepciones cuando cierro los ojos. Ciertamente, las ideas carecen de la viveza o fuerza que poseen las correspondientes impresiones de las que derivan, mas, según Hume, debemos reconocer que todas nuestras ideas proceden de y copian impresiones; puedo imaginarme un dragón de tres cabezas aunque nunca haya recibido la correspondiente impresión sensible, pero ello es así porque he construido semejante imagen a partir de otras impresiones más simples que sí que he tenido. Tal era el primer principio del empirismo: nuestras ideas son copias de nuestras impresiones.
De la misma manera que Newton descubrió la ley fundamental por la que se atraen los cuerpos, Hume cree haber descubierto las leyes por las que asociamos unas percepciones con otras, ciertos principios que mueven nuestra imaginación de manera inercial, son que nos lo propongamos voluntariamente: las relaciones de semejanza, contigüidad y causa-efecto. Si tomo una rosa en mis manos no puedo evitar agrupar la percepción que de ella tengo con la que tengo en mi memoria; sé que es una rosa porque es semejante a todas las rosas que he percibido anteriormente. Aunque mire la rosa en el florero, no puedo evitar creer que tiene un tallo con espinas, pues la percepción de éste siempre ha estado contigua a la percepción de la corola. Por último, también creo que si acerco la rosa a mi nariz sentiré un olor peculiar causado por la flor.
Como sabemos, la relación causa-efecto constituye el fundamento de todos nuestros juicios sobre cuestiones de hecho, pero es un fundamento peculiar, pues no podemos justificarla racionalmente. Recordemos que todos nuestros conocimientos podían dividirse, desde un punto de vista lógico, en aquellos que establecen relaciones entre ideas y aquellos que representan cuestiones de hecho. Que el sol saldrá mañana o que la flor olerá como las rosas son juicios facticios, y, por ello, no son necesarios: podría ocurrir perfectamente que el sol no saliera mañana y que la flor fuera inodora; si la negación de un juicio que establece relaciones entre ideas es contradictoria, imposible, la de un juicio de hecho nunca lo es. No tenemos argumentos racionales que puedan probar que el futuro se ajustará al pasado con regularidad, sino que creemos eso debido al hábito o la costumbre, y es este hábito el que nos permite hacer inferencias causales, el que está en la base de esas inferencias; y, dado que ese hábito es la base o “fundamento” de nuestros juicios fácticos, no tiene mucho sentido que intentemos justificarlo a su vez, o podríamos hacerlo sin incurrir en un círculo vicioso —no se puede probar que la inferencia inductiva es razonable, pues tal prueba sería en sí una inferencia inductiva del tipo “¿ves?. En el pasado el sol siempre ha salido y el fuego siempre ha quemado, de modo que es razonable creer que en el futuro ocurrirá del mismo modo”—; obsérvese que para demostrar la validez de la inducción recurrimos a una inducción, lo que es un palmario ejemplo de círculo vicioso. Nuestra creencia en la causalidad es natural en nosotros, pero no es racional, sino un hábito de la imaginación acostumbrada a observar que algunas percepciones se siguen constantemente con cierta proximidad espacio-temporal.
Tampoco podemos probar racionalmente la existencia de una realidad externa, de un mundo de objetos que continúan existiendo cuando no los percibimos y que son independientes de nuestra mente. No podemos dejar de creer en él, ciertamente, como tampoco podemos dejar de creer en la regularidad causal de nuestro mundo: "la naturaleza no ha dejado esto en nuestras manos”, pero el hecho de que nos veamos empujados a creer en algo no es razón suficiente de la existencia efectiva de ese algo —hay personas que no pueden dejar de creer en la existencia de Dios, pero esto no implica su existencia. Por lo tanto, preguntar en términos absolutos si existen o no los cuerpos no tiene mucho sentido para Hume; lo que nos invita a plantearnos es de dónde procede esa necesidad de creer en ellos, ¿por qué creemos en la existencia de los objetos físicos? ¿Por qué creemos en el mundo externo? Pregunta que Hume identifica con las dos siguientes: ¿por qué atribuimos una existencia continua a los objetos aun cuando no se hallen presentes a los sentidos?, y ¿por qué suponemos que tienen una existencia distinta de la mente y la percepción?
La primera respuesta rechazada es que semejante continuidad y distinción propias de los objetos la aprendemos por los sentidos, nos la den nuestras impresiones; más bien sucede todo lo contrario, pues cada vez que parpadeo desaparece esta mesa, cada vez que muevo la cabeza se interrumpe esa continuidad, cuando me aprieto un ojo con el dedo la imagen sensible de la mesa se duplica aunque ello no me lleve a creer que realmente hay dos mesas delante de mí, etc.
La segunda respuesta rechazada por Hume es que la creencia en los objetos físicos se base u origine en nuestra razón, dado que incluso los niños de menos de un año o los animales ya suponen o creen en esa existencia. Si cogemos un objeto de vivos colores, se lo mostramos a un niño de ocho meses y rápidamente lo desplazamos hacia arriba o hacia un lado, el niño seguirá casi inmediatamente con la mirada, presuponiendo que el objeto no depende de su percepción, sino que tiene una existencia continua e independiente; de la misma manera, si un gatito de pocos meses ve cómo rueda una bolita debajo del armario la seguirá ahí aunque la haya perdido de vista por un momento, o si un ratón desaparece de su campo visual escondiéndose detrás de una caja el gato no dejará de buscarlo, sino que irá inmediatamente al lugar donde se esconde. Lo que nos empuja a creer en la existencia continua y distinta de los objetos debe ser algo asó como un instinto natural compartido por los animales, no un juicio racional.
¿Tal vez si atribuimos existencia objetiva a aquellas impresiones que poseen más fuerza o violencia y que sentimos de forma involuntaria? Tampoco, pues nuestros dolores y placeres, nuestras pasiones y afecciones pueden ser muy vívidas y, sin embargo, no les suponemos existencia independiente, aunque también sean involuntarias.
La única posibilidad que nos queda es que sea nuestra imaginación la que nos lleva a creer en la existencia independiente de unas percepciones y no otras. Dicho de otro modo: igual que ante la vista de la corola de mi rosa mi imaginación se ve llevada inercialmente la idea del tallo con espinas, de la misma forma, a partir de algunas características que poseerían ciertas percepciones de mi imaginación me induciría a creer en su existencia objetiva. ¿Qué características son esas? Según Hume, las dos siguientes:
La constancia que presentan ciertas percepciones. La mesa, la pared, el ordenador, se presentan de manera uniforme y parecen no cambiar en razón de ninguna interrupción de mi visión.
Pero esa constancia es frecuentemente imperfecta: la mesa que veo desde arriba es distinta de la que veo en otras perspectivas, si está a la distancia de un metro y retrocedo otro metro la imagen que proyecta mi retina se reduce a la mitad, y, además, alguien la puede cambiar de posición; en ninguno de estos casos me veo impulsado a creer que se trata de una mesa distinta, sino que mantengo que se trata de la misma mesa. Ello se debe, según Hume, a que esas percepciones mantienen cierta coherencia o regularidad; los cambios conservan cierta coherencia, es decir, aunque mi impresión de la mesa cambie cuando me pongo vertical se trata de un cambio habitual, regular —puedo incluso imaginarme ahora el aspecto que tendrá la mesa si la pongo patas arriba, creo que las impresiones táctiles seguirán siendo las mismas, etc.
Nuestra creencia en un mundo externo compuesto de objetos físicos continuos en el tiempo y distintos de nuestra mente se origina, pues, en el acto constructivo de nuestra imaginación a partir de la observación, es primer lugar, de series monótonas de impresiones A1, A2 (...), A3 (...), A4... (constancia interrumpida por, digamos, varios parpadeos), y, en segundo lugar, de series derivadas de nuestra regularidad A, B (...) C, D, E...; estas series fragmentadas serían suplidas mediante la postulación de la existencia de entidades de naturaleza similar pero no percibidas que contemplan la serie.
Pero esto no es todo. El postulado imaginativo de los objetos físicos es imprescindible para coordinar nuestras observaciones presentes de modo regular con la experiencia pasada. Supongamos que veo aparecer un alumno por la puerta de clase; para entender cómo ha llegado hasta mi me veo obligado a creer que ha subido por las escaleras, es decir, que ésta continua existiendo —como el suelo que ha pisado, o su propia casa, o el pueblo...— aunque no la perciba en ese momento. La creencia de los objetos físicos es, por lo tanto, una ficción indispensable de nuestra imaginación natural.
Descartes pensaba que podía demostrar la existencia de un mundo externo con absoluta claridad y distinción; Locke afirmaba que poseíamos certeza sensitiva —esto es, ni demostrativa ni intuitiva—; Hume niega ambos extremos, pues no tenemos conocimiento racional de tal cosa y los sentidos más bien nos informan de un conjunto de percepciones sin existencia independiente. Pero al enseñarnos que los objetos físicos no son sino constructos o ficciones no sólo está lanzando andanadas contra aquellas presuntas demostraciones, también está demoliendo el concepto metafísico tradicional de sustancia. Recordemos que todavía Locke afirmaba que la sustancia era un “no sé qué” que soportaba todas esas impresiones sensibles que suelen aparecer juntas —la sustancia rosa era lo que está detrás de mis sensaciones de color, cierto olor, unas determinadas impresiones táctiles y visuales, etc.—; Hume nos sugiere que el concepto metafísico de sustancia es un sin sentido que pretende ir más allá de nuestras impresiones, un concepto vacío. Como hemos visto, la sustancia rosa, por ejemplo, se resuelve en un conjunto de impresiones constante y coherente al que nuestra imaginación, por una inercia irrenunciable, supone existiendo incluso cuando no es percibido. Decir que una sustancia es “aquello que no tiene necesidad nada más que de sí mismo para existir” no resuelve nada, pues puede aplicarse, o no aplicarse, tanto en mi percepción de color rojo como a la supuesta rosa fingida por mi imaginación. De hecho, las preguntas “¿por qué percibo una rosa?”, o, la más general, “¿cuál es la causa de mis percepciones?”, no pueden ser respondidas por la ciencia de la naturaleza humana; igual que Newton al ser preguntado por la causa de la gravedad, Hume responde al respecto “Hypotheses non fingo” —“no finjo hipótesis”—, que es como decir que se trata de preguntas conceptualmente desviadas.
Así las cosas, por lo que respecta al concepto tradicional de sustancia, o al de causalidad, o respecto a la existencia del mundo externo, Hume mantiene una postura escéptica, aunque con matices: podemos prescindir de los conceptos metafísicos, que se han revelado carentes de sentido, pero no podemos prescindir de nuestra creencia en un mundo externo.
Ahora bien, si Hume es escéptico en lo tocante a la existencia de la res extensa, ¿qué decir de la res cogitans, de la sustancia pensante? Lo mismo. El concepto del yo simple, inextenso (y por lo tanto inmaterial), e inmortal, de un alma cuyo atributo sería el puro pensar, no es sino un fantasma más de la metafísica, otro concepto vacío. Hume somete al concepto del “yo” a su criterio empirista de significado, preguntándose de que impresiones procede: “cuando penetro más íntimamente en lo que llamo “mi yo”, siempre tropiezo con tal o cual percepción particular de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o de placer. No puedo jamás apresar “mi yo” en ningún momento sin una percepción, y nunca puedo observar nada más que la percepción”.
Ese pretendido “yo” entendido como “alma” o sustancia pensante simple nunca comparece a una inspección introspectiva, sino que lo único que encontramos es un conjunto de percepciones enlazadas en la memoria. Y, de la misma manera que nuestra imaginación nos lleva a creer en la existencia independiente de la rosa, de la misma manera nos induce a creer que somos aun sujeto permanente e idéntico que subyacería a aquellas percepciones. La identidad que atribuimos al yo “es solamente ficticia, y de un tipo semejante a la que adscribimos a los vegetales y a los cuerpos de los animales”.
El emotivismo moral en Hume
La principal aportación de Hume al mundo de la Ética es su declaración argumentada de que la moral no debe basarse en la Razón, que no aceptamos o rechazamos normas morales por su mayor o menor racionalidad, puesto que el objetivo “racional” no tiene sentido cuando lo aplicamos a valores. Al afirmar esto se enfrenta con casi la totalidad del pensamiento filosófico anterior, desde Platón hasta Descartes, Spinoza o el empirista Locke —quien creía que las matemáticas y la moral eran los ámbitos privilegiados en que era posible dar demostraciones seguras. Recordemos el título de la más importante obra de Spinoza: Ética monstrata ordine geometrico, y recordemos también que para Descartes la Ética era una de las ramas que debía ser nutrida —fundamentada— por la Física y la Metafísica.
Abandonando, pues, esa tradición que confiaba la posibilidad de demostrar racionalmente la justeza y la justicia de nuestras preferencias morales, Hume adopta el emotivismo moral de Francis Hutcheson, defendiendo que la moral depende de un sentimiento especial, es decir, de las pasiones. Veamos lo que quiere decir esto con un ejemplo. Desde mi ventana veo un tipo con un cuchillo esperando, en la sombra, el paso de una ancianita que cruza ahora la esquina y se dirige inadvertida del peligro hacia una muerte segura; bien, ¿qué es lo que me mueve a actuar contra el asesino? Desde el punto de vista de mi conocimiento empírico, que está basado en mi costumbre, creo que el que se embosca con un cuchillo en la sombra atacará a alguien y que si le hunde en el cuerpo su arma le herirá o le matará, que, en cualquier caso, le causará dolor; desde el punto de vista demostrativo, basado en relaciones entre ideas sé que, por ejemplo, si el cuchillo mata a la ancianita, ésta será una difunta y su marido un viudo. Pero todo eso no tiene que ver con la moral, con el hecho de que yo me diga a mí mismo “está mal matar a una persona” y con mi consecuente actitud de salir para detener al criminal; dos personas pueden estar de acuerdo en las dos descripciones o en los dos comentarios del asunto, y, sin embargo, sentir de forma distinta sobre la bondad o la maldad del crimen. Es, por lo tanto, un tipo de sentimiento en que nos mueve a actuar, un sentimiento de simpatía o de antipatía que no podemos justificar ni con los juicios fácticos ni con los juicios demostrativos.
Tres cosas, pues, debemos admitir según Hume:
Que, en lo tocante a la acción la Razón es, y debe ser, esclava de las pasiones; desde el punto de vista de la Razón es indiferente preferir que yo reciba un arañazo en un dedo a preferir el exterminio del mundo entero. Obviamente, tal dilema se resuelve fácilmente por mis pasiones o emociones, por mis sentimientos hacia una y otra posibilidad.
Que existe un sentido moral —como existe un sentido de la vida—, una especie de sexto sentido por el que aprobamos algunas acciones y rechazamos otras, tenemos simpatía por unas acciones y antipatía por otras.
Que no se puede pasar justificadamente del “es” al “debe”. Podemos describir todo lo que ocurre o va a ocurrirle a la ancianita, todo lo que es o va a ser, pero a partir de esa descripción no tenemos derecho a extraer como conclusión causal o lógica-demostrativa un juicio de tipo “debo salvar a la ancianita”; ese juicio depende de nuestro sentimiento hacia ese hecho. La tradición filosófica posterior ha dado un nombre a ese error categorial que consiste en mezclar los hechos y valores, en confundir el “es” con el “debe”: se le llama falacia naturalista, una falacia, dicho sea de paso, en la que suelen caer personas muy cultivadas. Un ejemplo típico del error nos lo proporcionan no con poca frecuencia los etólogos cuando, pongamos por caso, tratan de justificar el predominio o superioridad del hombre, de la mujer o la igualdad entre ambos estudiando el comportamiento de los primates, o cuando se pretende establecer el carácter aberrante de la homosexualidad advirtiendo su infrecuencia dentro de las especies orgánicamente más complejas, o cuando, en fin, se habla de la bondad o maldad observables en el reino animal. Que los gorilas machos dominen a las hembras —o al revés—, que la homosexualidad sea más o menos escasa entre los primates o que el pez grande se coma al chico pueden ser hechos, pero tales hechos no nos indican cuál debe ser nuestra actitud moral —nuestro deber— hacia la mujer, la homosexualidad o la injusticia, actitud que depende de un sentimiento subjetivo y que, por lo tanto, no puede justificarse empíricamente.
Una última observación para matizar el emotivismo moral de Hume. Este pensador escocés sostiene que tenemos un sentimiento de simpatía precisamente hacia aquellas acciones que suelen ser útiles a la mayoría, acciones que hacen felices al mayor número de personas; la mayoría coincidimos en alegrarnos cuando la ancianita se salva del taimado asesino. Este matiz nos permite, en primer lugar, confiar en cierta universalidad de los valores —aunque, por supuesto, siempre es posible que, del mismo modo que uno puede nacer con un sentido de la vista atrofiado, también puede nacer con un sentido moral perverso o morboso—; en segundo lugar, el matiz da un toque utilitarista a la filosofía moral de David Hume.
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Filosofía de la
Ilustración
Características generales de la
Ilustración
La idea de contrato en la constitución del estado moderno
Historia y progreso en el
pensamiento ilustrado
Los límites del conocimiento
CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ILUSTRACIÓN
¿Qué es la Ilustración? La Ilustración es un fenómeno cultural que recorre el siglo XVIII y cuya característica fundamental queda sumergida en su propio nombre: Ilustrar al ser humano, dar a luz, acabar con la oscuridad, mediante la ciencia, el saber o, en fin, la Razón. Como dice Foucault, esta época es la primera en autocomprenderse y darse un nombre a sí misma, Aufklärung, Enlightment, I lumi, El siglo de las luces... Los pensadores inauguran una nueva manera de pensar que se vuelve preceptiva en la modernidad, la exigencia de hacer una ontología del presente, un análisis de cuál es el esquema conceptual a partir del cual hablamos y pensamos, cuáles son nuestros presupuestos o prejuicios, nuestras tendencias cognitivas o valorativas.
Los historiadores han querido darle al fenómeno un período preciso: La Ilustración abarcaría de 1688 hasta 1789. Coincidiría con la época de las revoluciones burguesas, la “Grandiosa revolución” que destierra a Jacobo II Estuardo del trono de Inglaterra para coronar al estatúder de Holanda, Guillermo II de Orange, y que supone el triunfo de la monarquía limitada, y la Revolución Francesa, que acaba de un tajo con el Antiguo régimen haciendo rodar la cabeza de Luis XVI hasta el fondo de un cesto. Pero antes de que la burguesía triunfe los ilustrados están también vinculados al llamado despotismo ilustrado, que no es sino un estado intermedio entre aquel triunfo y el Antiguo Régimen provocado por la aceptación de algunas exigencias ilustradas —sobre todo la de libertad de expresión— por los monarcas —Federico el Grande, Catalina de Rusia, Carlos III o Guillermo de Orange.
Sin embargo, una periodización exacta para un fenómeno cultural de este calibre es completamente desatinada; tengamos en cuenta que los ingleses han ejecutado a Carlos I en 1649, iniciando la revolución burguesa que enfrentará constantemente a los reyes con los parlamentos, y, ante todo, no olvidemos que para hablar de la Ilustración es hablar de la modernidad: todavía hoy vivimos en un régimen burgués. En buena medida, las características de la Ilustración, con sus méritos y sus miserias, siguen siendo las características de nuestra cultura, mal que les pese a los postmodernos.
Creo que no es desacertado señalar que la Ilustración se detecta primero en Inglaterra (y Escocia), con las figuras de los empiristas Locke y Hume, asociados al triunfo del método experimental en la ciencia natural preconizado por Newton. El Ensayo sobre el entendimiento humano, la Carta sobre la tolerancia y los Dos tratados sobre el gobierno civil de Locke constituyen hitos en el seguimiento de este nuevo modo de pensar. Desde Inglaterra, el espíritu ilustrado pasa a Francia, donde más fuerza tuvo. Todavía hoy, el nombre que se nos ocurre inmediatamente al hablar de la Ilustración es el de Voltaire, quien, por cierto, siempre se declaró admirador de Locke. Diderot y D'Alembert comienzan la Enciclopedia, un auténtico monumento al saber técnico. Y no olvidemos a Mostesquieu, Helvetius, Holbach, Rousseau o el mismísimo marqués de Sade.
Muy amigo de Voltaire, Federico II el Grande hace de Prusia un santuario para los ilustrados perseguidos en Francia. El mismo no deja de publicar textos —o música— sobre cualquier tema, siendo la imagen perfecta del monarca ilustrado. La Academia de Ciencias de Berlín, fundada por Leibniz en 1700, se convierte en la Ilustración por excelencia de los ilustrados, sobre todo de los franceses. No obstante, Lessing y Kant —y el primero Goethe— constituyen las figuras más representativas de este período en Alemania.
Bien, como dijimos al principio, el concepto clave para entender la Ilustración es el de Razón. Pero ya no se trata de la Razón como la entendían los racionalistas, sino más bien, de una Razón que asume los presupuestos básicos del empirismo asentados en las Regulae Philosophandi de Newton, en el Ensayo de Locke y el Traetisse de Hume. El mayor ilustrado de Francia, Voltaire, fue quien introdujo esta nueva “filosofía científica” en Francia, y, dada la influencia de Voltaire en la Academia Berlinesa no sería de extrañar que fuera a través del filtro volteriano como recibiera Kant el martillazo humeano que le “despertara de su sueño dogmático”. Se trata de una racionalidad, pues, íntimamente ligada a la ciencia, a la introducción empírica, poco dada a excursiones metafísicas en torno al alma, la sustancia o la causalidad. Esa visión del mundo acabará, en uno de sus extremos, por desembocar en el materialismo sin contemplaciones de Helvetius, Holbach o Sade.
La Razón empírico-analista, no obstante, va a chocar con otro de los conceptos claves de la Ilustración, el de libertad. Y es que, si desde el punto de vista de la Razón empírico-analista todo lo que ocurre en el mundo está determinado por cadenas causales que nos permiten encontrar leyes de la naturaleza, desde la Razón que Kant llamó “práctica” —la Razón en su uso práctico, moral— el hombre debe ser considerado un ser eminentemente libre. No olvidemos que para Kant la Ilustración es, en cierto sentido, una liberación de unas cadenas que a veces llevamos por pereza o cobardía. “El hombre nace libre”, nos dice Rousseau, “pero la sociedad le encadena”. Ciertamente, la exigencia de libertad debe concretarse; si el Barroco, tras la Paz de Westfalia que supone el fin de las Guerras de Religión, en ámbitos históricos aún feudales, comenzaron a reclamarse las libertades de residencia —contra el vasallaje—, de oficio —contra los gremios— y de culto, en la Modernidad se reclaman las libertades de asociación, de propiedad, de reunión y de expresión.
Pero esa idea fundamental de que los seres humanos nacen libres e iguales fermenta en el seno del iusnaturalismo de pensadores como Grocio y Pufendorf. Por otro lado, todos los ilustrados, Kant a la cabeza con sus antinomias, tratarán de solucionar el dilema, lo cierto es que la idea de la libertad del ser humano les unió en el combate sin cuartel contra cualquier forma de despotismo autoritario. Los principios de la Razón deben surgir de la propia Razón, no de una autoridad extraña a ella; de ahí surge la idea kantiana de la autonomía de la razón. A partir de Hobbes, Spinoza y Locke, se va imponiendo la opinión de que el poder político no es sagrado, de que la majesta del Príncipe no obedece a ninguna imposición de Dios, tal como se creía en el viejo derecho medieval.
La creencia en el origen sobrenatural del poder es sustituida poco a poco por la tesis de que el poder político responde a un contrato, un convenio entre partes que siempre puede ser cancelado cuando una de ellas se extralimite o no cumpla con lo convenido. Los matices de esta tesis política hacen que pueda ser defendida desde el punto de vista ultraconservador —Hobbes— o desde el punto de vista progresista —Spinoza, Locke, Rousseau...—.
Ese concepto, el de contrato, permitirá a los ilustrados guardarse las espaldas siempre que reclamen la limitación del poder de los gobiernos, reclamación que tiene uno de sus hitos en las diez páginas que Montesquieu, en el Espíritu de las leyes, dedica al gobierno inglés. Se empieza a defender la separación de poderes, que las manos que legislan no sean las mismas que ejecutan las leyes, y éstas don distintas a su vez, de los jueces que las hacen cumplir.
Por supuesto, la secularización de la Política no es sino un aspecto de una secularización general que afecta a la cultura occidental desde el siglo XVIII, una faceta de lo que Max Weber llamó el “proceso de desencantamiento” por el que occidente se desprendió con mayor o menor virulencia de imágenes mágico-religiosas del mundo, separando —analizando— la Razón en distintas esferas de valor como en el arte autónomo, la ciencia y la moral. La religión de los ilustrados queda reducida, cuando todavía se mantiene, a su mínima expresión, el deísmo de un Voltaire o un Locke; en otros casos llega, sin más, al ateísmo —Hume y Sade—. El deísmo supone todavía el reconocimiento de la existencia de un Dios, aunque niega que podamos determinar sus propiedades esenciales como lo hacen los cristianos o los musulmanes, es más, un deísta como Voltaire no cesará en atacar cualquier tipo de dogmatismo religioso que lleve a conductas irracionales. Todos, sin excepción, son enemigos de lo que consideran supersticiones religiosas.
Pero si los conceptos fundamentales de la Ilustración son los de Razón y Libertad, no es menos cierto que tales conceptos se encarnan en el ser humano; la idea de que existe una naturaleza humana (presente ya en el mencionado iusnaturalismo y precedido por las obras renacentistas de Pico della Mirandola) cuyas características podríamos investigar acarrea el surgimiento de las llamadas “ciencias del hombre”: la Economía de los fisiócratas o de Adam Smith, la Sociología de Bentham o Comte —ya entrado el siglo XIX—, la Filología, etc., anuncian por doquier que un nuevo objeto de estudio ha sido descubierto: el propio hombre. La Declaración de los Derechos del Hombre puede entenderse en ese contexto.
LA IDEA DE CONTRATO EN LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO MODERNO
Durante las guerras de religión que sacudieron Europa durante el siglo XVI y parte del XVII y que en algunos momentos degeneraron en auténticas guerras civiles, se va propagando en la filosofía política la exigencia de justificar el derecho de existencia al poder político, a los monarcas asentados en la cima de los modernos estados absolutistas y centralizados que estaban desintegrando el parroquialismo invertebrado feudal.
No es de extrañar, entonces, que ese derecho de resistencia comenzara a formularse en pensadores protestantes durante las guerras civiles que asolaron Francia de 1562 a 1598. Con el resurgimiento del derecho natural (iusnaturalismo), es decir, con el reconocimiento de que existen derechos inviolables del ser humano en cuanto tal, cuya defensa es prioritaria respecto a los derechos positivos, se plantea también la idea de que la sociedad y el gobierno se articulan mediante un contrato tácito. Esta idea habrá de enfrentarse con una vieja doctrina teológico-política que muchos remitían al mismísimo Libro Sagrado, en concreto a la Carta a los Romanos de San Pablo, donde, según aquellos, el poder real está sancionado por Dios, y, por lo tanto, un rey sólo debe rendir cuentas ante el Supremo Hacedor, nunca ante los súbditos, quienes le deben obediencia completamente pasiva. En las décadas iniciales del siglo XVII la filosofía política comienza un proceso gradual de liberación de aquella asociación teológica que había sido característica de su anterior historia durante la era cristiana. El pensamiento de Johannes Althusius (Altusio), expresado sobre todo en Política methodice digesta (1603) uno de los primeros ejemplos de esa secularización iusnaturalista de la política, dado que hace basar ésta en la idea del contrato.
El contrato cumple en Altusio dos funciones que debemos distinguir bien, pues de esa distinción depende nuestra comprensión de toda la teoría contractualista hasta Rousseau:
Una función sociológica, por cuanto la existencia de cualquier comunidad de seres humanos se basa en un acuerdo tácito: si yo vivo en sociedad es porque, por los motivos que sean, no deseo vivir en un “estado de naturaleza”.
Una función política, más importante, por la que se supone que existe tal contrato entre el gobernante y su pueblo. La soberanía reside en el pueblo, y, por lo tanto, de la misma manera que puede dar el poder a unas personas, también puede quitárselo si éstas hacen un mal uso de él. En consecuencia, Altusio ha abandonado cualquier sanción religiosa de la autoridad.
Por otro lado, también los pensadores iusnaturalistas Hugo Grocio (De jure belli et pacis, 1625) y Samuel Pufendorf (De jure naturae et gentium libri octo, 1672) echan mano de la idea de contrato, no para justificar la resistencia, pero sí para señalar que el poder político tiene límites marcados por la moralidad.
Más importante, desde un punto de vista filosófico, es la teoría política que el inglés Thomas Hobbes desarrolla en su Leviatán, publicado en 1651, después de la ejecución de Carlos I y de la declaración de Inglaterra como una “república”, poco antes de que el puritano Oliver Cromwell se invistiera de un poder despótico. La conducta de Cromwell como protector y el papel de la monarquía más tarde, tras la restauración de los Estuardos en 1660, pueden considerarse coincidentes con el análisis y los consejos de Hobbes.
La base metafísica de la teoría política de Hobbes es aquello a lo que Descartes dio su formulación clásica: la idea de que la realidad —cualquier realidad, incluida la sociedad— consiste en fenómenos relacionados mecánicamente y que estos deben ser estudiados con el método “resolutivo-compositivo” que consiste en analizar un fenómeno resolviéndolo en sus componentes simples y reagrupándolos luego mediante cierto tipo de agregación.
¿Cómo se aplica esto a los fenómenos sociales? En opinión de Hobbes, los fenómenos sociales se pueden resolver en la conducta de personas individuales, de modo que no es de extrañar que la primera parte del Leviatán sea un análisis —materialista— de la psicología individual. La introspección, piensa, revela que el hombre está dotado de la capacidad de razonar y de una sed de conocimiento que nace de un impulso superior: el deseo de seguridad respecto a la propia persona y a la propiedad.
Los hombres no han vivido nunca sin gobierno, pero, dice Hobbes, la razón nos dice cómo sería la vida en esas condiciones, en un hipotético estado de naturaleza: cada individuo, con el fin de aumentar su seguridad, se esforzaría por mejorar su capacidad de controlar el futuro y ello sólo podría conseguirse teniendo poder sobre los otros. La gente no sólo sería incapaz de cooperar para un propósito colectivo, sino que el contacto de unos individuos con otros dañaría realmente a cada uno de ellos debido al conflicto violento e incesante. Cada hombre obtendría lo que pudiera por los medios que fuera. No habría ningún sentido de la justicia o de lo correcto o de lo incorrecto. Sin traba alguna de la moral o de la ley, los hombres se entregarían todos a una guerra incesante “de todos contra todos”: “y lo que es peor de todo, el temor constante y el peligro de una muerte violenta; y la vida del hombre, solitaria, pobre, mísera, brutal y breve”. En ese contexto, se entiende que Hobbes haga suya la vieja máxima latina Homo lupus homini, “el hombre es un lobo para el hombre”, y también se entiende la necesidad de un contrato social que ponga fin a aquel hipotético estado de naturaleza.
En contrato es un acuerdo de gobierno y orden social establecido entre hombres, pero es absoluto, es decir, una vez formalizado no puede deshacerse legalmente. El gobierno que establece tiene una autoridad tan grande como si se tratara de un poder otorgado por Dios, ya que, por muchas atrocidades que cometa, nunca podrá decirse que actúa injustamente debido a que Estado y pueblo son la misma entidad y sería absurdo decir que uno actúa injustamente contra sí mismo. El poder estatal ilimitado es necesario para el mantenimiento del orden social, que siempre es preferible a una vuelta a la anarquía del estado de naturaleza. Con respecto al Estado, el individuo no tiene absolutamente ningún derecho: si la vida y la propiedad están protegidas por la ley de los demás hombres, no lo están de Estado, que puede arrebatárnoslas siempre legítimamente.
Frente al absolutismo político defendido por Hobbes, la teoría política de Locke inspirará todas las reformas —o las revoluciones— liberales tendentes a la limitación del poder del estado y la defensa de los derechos individuales. Aunque Locke pensaba, como Hobbes, que la sociedad política se basa en un acuerdo —un contrato, de nuevo— que los individuos establecen entre ellos para evitar los problemas que acompañan inevitablemente a un “estado de naturaleza”, sostenía que el despotismo político era peor que el estado de naturaleza y que los hombres actúan racionalmente, y dentro de sus derechos legítimos, si derrocan a un déspota.
El estado de naturaleza no carece de leyes porque la razón de cada hombre “es capaz de instruirle en la ley por la que ha de gobernarse”: “El estado de naturaleza tiene una ley de la naturaleza que lo gobierna, que obliga a todos: y la razón es que esa ley, enseña a toda la humanidad (...) que, siendo todos iguales e independientes, nadie debe hacer daño a otro en su vida, salud, libertad o hacienda”.
Pero si existe el derecho natural en el estado de naturaleza, ¿por qué la necesidad de gobierno? El argumento de Locke es que tal estado presenta algunos inconvenientes: aunque todos los hombres deseasen obedecer la ley de la naturaleza, habría diferencias de interpretación sin ningún instrumento institucional que las arbitrara y resolviese. Así pues, la concepción básica de la sociedad política de Locke es que ésta constituye una asociación que forman hombres racionales con objetivos utilitarios. Si un gobierno intenta imponer un poder absoluto, o si actúa bajo otras formas en contra de los intereses de los gobernados, pierde su legitimidad. No es extraño que los rebeldes de las colonias inglesas de Norteamérica, un siglo después, invocaran a Locke al poner en entredicho la legitimidad de la política del gobierno británico.
No la revolución americana, sino la francesa, sobre todo en los momentos críticos del terror en que “el incorruptible” Robespierre se empeño en llevar a sus últimas consecuencias la voluntad general de los franceses, se inspiró en Jean Jacques Rousseau (1712-1798).
Como Locke y contra Hobbes, Rousseau creía en la bondad natural de los hombres. La desigualdad entre los hombres, la maldad y el vicio, surgirían con la sociedad —más en concreto, con la propiedad privada—; no obstante, Rousseau —como Hobbes— no creía en la existencia efectiva de un estado de naturaleza en que los hombres habitaran una especie de paraíso terrenal, ni propugnaba una vuelta a semejante estado hipotético.
Por dificultades inherentes a la condición del estado de naturaleza, probablemente semejantes a las señaladas por Locke, los hombres aceptan la pérdida de su libertad natural y un derecho ilimitado a cuanto puedan alcanzar a cambio de una libertad civil y una propiedad fundada en el derecho positivo, no en la fuerza, mediante un pacto social. En El contrato social (1762) Rousseau presenta el contrato como una solución al siguiente problema: “Encontrar la forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que así mismo y quede tan libre como antes”. Y las cláusulas del contrato se reducen a la enajenación total de cada asociado con todos los derechos a la comunidad: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos a cada miembro como parte indivisible del todo”.
Piensa Rousseau que, igual que existe una voluntad particular en cada individuo, que trata de guiarle hacia lo que parece mejor, existe una voluntad general en el conjunto de los ciudadanos, como si fuera un solo cuerpo, que únicamente mira al interés común. Esta metafísica de la voluntad general es llevada hasta el extremo de afirmar que nunca puede estar equivocada, y que, por lo tanto, si exige mi muerte por el interés general yo debo aceptar que eso es lo correcto o equivocarme si pienso lo contrario.
Es importante advertir que, según Rousseau, la voluntad general no puede representarse ni delegarse en nadie. El pueblo —la voluntad general— es soberano y tal soberanía no puede ser representada siquiera por un parlamento con sus diputados, de ahí la crítica rousseauniania al parlamento inglés y a su inspirador, Locke. En ese sentido, nuestras democracias parlamentarias le parecerían a Rousseau una forma de esclavitud. Sin duda, puede haber un poder ejecutivo, unos ministros que se encarguen de ejecutar las leyes, pero la existencia de ese gobierno no es producto de un contrato sino de una ley o decisión particular emanada de la voluntad general, decisión que siempre puede revocarse.
En Rousseau, por lo tanto, la relación entre un gobierno —reducido, insistimos, a un poder ejecutivo— y el pueblo, del que emana la voluntad general, no está regulada por el contrato social; éste sólo establece una especie de democracia popular directa que puede poner y quitar cualquier gobierno.
HISTORIA DEL PROGRESO EN EL PENSAMIENTO ILUSTRADO
La idea de progreso no había estado enteramente ausente del empirismo filosófico, desde la época en que Bacon había afirmado, comparando la ciencia antigua con la moderna, que la época moderna “es una edad más avanzada del mundo y dotada y provista de infinitos experimentos y observaciones”. Voltaire contribuyo al mismo punto de vista al subrayar, en sus historias, la idea de que la evolución de las artes y las ciencias es la clave del desarrollo social. Burlándose del hipotético hombre en estado de naturaleza de Rousseau, afirma Voltaire en su Diccionario filosófico: “El hombre abandonado a la naturaleza no tendría más idiomas que algunos sonidos mal articulados; su especie quedaría reducida a un insignificante número por la dificultad que encontraría para alimentarse, y por la carencia de ayuda, al menos en nuestros tristes climas. Ignoraría el conocimiento de Dios y el del alma, como ignoraría las matemáticas; y no tendría más idea que buscar cómo alimentarse: sería inferior a la especie de los castores”.
Turgot y Condorcet convirtieron la idea de progreso en una filosofía de la historia al enumerar las etapas de desarrollo por las que ha pasado la sociedad. Turgot encontró en la historia tres estado de desarrollo progresivo: un estado animista, uno especulativo y otro científico. Condorcet se limitó a dividir la historia europea en seis épocas, dos para la Antigüedad, dos para la Edad Media y dos para la Moderna. A su juicio, la Revolución Francesa señalaba el comienzo de una era nueva y más gloriosa. El progreso había de seguir probablemente tres direcciones: una creciente igualdad entre las naciones, la eliminación de las diferencias de clases y una mejora mental y moral general resultante de las otras dos.
También Lessing y Kant compartieron esa visión progresiva de la historia. En el artículo “Acerca de si el género humano está en continuo progreso hacia mejor” Kant ve la Revolución Francesa como un signo de ese progreso humano, un signo que provoca el entusiasmo de todas las mentes libres de Europa.
El gran crítico de la idea de progreso es, de nuevo, Rousseau, quien, en el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750) afirma que el proceso civilizatorio, con el perfeccionamiento de las técnicas no ha hecho sin envilecer al hombre, que es bueno por naturaleza.
JUICIOS SINTÉTICOS A PRIORI
La ciencia se compone de juicios de tipo “el átomo consta de partículas”. ¿Qué tipos de juicios hay?
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Analíticos. El predicado está incluido en el sujeto (lo analiza: verdad conceptual). “El todo es mayor que la parte”; analizando el sujeto “todo” concluyo necesariamente que “la parte” está incluida en el “todo”.
Son universales, necesarios, no extensivos (no amplían nuestro conocimiento).
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Sintéticos. Un juicio es sintético cuando el predicado no está comprendido en el sujeto. “La mujer cordobesa es guapa”; por más que analice el sujeto “la mujer cordobesa” no deduzco necesariamente de ella esa cualidad de la belleza, no toda mujer, por el hecho de haber nacido en Córdoba, tiene que ser bella.
Son no universales, no necesarios, extensivos (amplían el conocimiento).
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A priori. Son aquellos juicios cuya verdad puede ser conocida independientemente de la experiencia. “El todo es mayor que la parte”; yo lo sé independientemente de la experiencia; no necesito medir los “todos y las partes”.
Son universales y necesarios.
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A posteriori. Son aquellos cuya verdad es conocida a partir de la experiencia; se forman verificando y comprobando esa verdad con la realidad. “La mujer cordobesa es guapa”; no puede saberse si realmente es guapa o no si no voy allí a verificar esta verdad; no hay otro recurso que darse un paseo por esta bella ciudad y comprobar la verdad de tal afirmación.
No son universales ni necesarios.
Los juicios analíticos son universales, necesarios, no extensivos (no hacen progresar la ciencia). Son a priori, pero no son científicos.
Los juicios sintéticos sí hacen progresar la ciencia pero no son universales, no son necesarios. Son a posteriori, pero no científicos.
Kant se plantea que sólo los juicios sintéticos y a priori pueden ser científicos; sólo ellos hacen progresar la ciencia.
sintético | extensivo | |
a priori | universal necesario | |
a posteriori | no universal no necesario |
Por lo tanto, se pueden dar juicios científicos si son:
Sintéticos a priori |
Pero ¿se dan los juicios sintéticos a priori? Ante la pregunta de si se dan los juicios sintéticos a priori, Kant responde que sí se dan en Matemáticas y en Física. (Los juicios sintéticos a priori no son puros del todo, pues antes ha habido una experiencia para poder afirmar que el “todo es mayor que la parte”.)
En Matemáticas vamos a analizar por separado la Geometría y la Aritmética:
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Geometría (La línea recta es la distancia más corta entre dos puntos).
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No es analítico. En el concepto de línea recta no entra para nada la idea de distancia.
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Es, por tanto, sintético; el predicado no está contenido en el sujeto, y es asimismo extensivo.
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Pero no es a posteriori, nos consta que es verdadero sin tener que medir todas las distancias, es decir, sin recurrir a la experiencia.
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Es universal y necesario. Vale para todos los casos y no puede ser de otra manera.
Por lo tanto, se dan juicios sintéticos a priori en la Geometría. Por ser sintéticos, amplían nuestro conocimiento, y por ser a priori, son universales y necesarios: su valor no depende de la experiencia. Son verdaderos juicios científicos.
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Aritmética (7 + 5 = 12).
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No es analítico. El número 12 no está expresado en la proposición 7 + 5. Añado algo a lo que estaba expresado antes. En el sujeto se expresa solamente la unión de dos números sin decir cual es el resultado de la unión. Pero el mero hecho de decir 7 + 5 yo pienso 12; la noción se amplía.
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Es sintético porque el predicado añade algo que no está incluido en el sujeto.
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Es a priori porque no necesito verificarlo en la experiencia; por lo tanto, es universal y necesario.
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Física (El principio de causalidad: todo lo que comienza a existir tiene una causa.)
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No es analítico. Es la idea de algo que comienza a existir no está incluida en la idea de causa.
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Es sintético. El predicado añade algo que no está incluido en el sujeto; la idea de causa nueva, algo que no sabíamos.
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Es a priori. No es necesario cada caso por la experiencia; por tanto, es universal y necesario; el juicio es válido para todos los casos, y, además, no puede ser de otra manera.
Aquí Kant se separa definitivamente de Hume: Según Kant, Hume fue víctima de un error; confundió las leyes particulares con el principio general de causalidad. Hume dice que no se puede conocer la conexión causa-efecto en el futuro, y por lo tanto, no hay ley de causa-efecto: no es una ley necesaria, a lo mejor no sucede. Kant dice: “Supongamos que una ley cualquiera; “los cuerpos son dilatados por el calor”. Supongamos que hay una excepción y un cuerpo se contrae. No sería una excepción al principio de causalidad, sino a una ley particular: “esa contracción” tendría una causa, y por tanto el principio de causalidad seguiría siendo válido”.
Por tanto, existen los juicios sintéticos a priori (Matemáticas, Física).
Esos juicios son: extensivos (por ser sintéticos), universales y necesarios (por ser a priori), independientes de la experiencia (a priori).
Tenemos que analizar entonces la cuestión siguiente: ¿Cómo se forman esos juicios? ¿Cómo los forma la mente humana? ¿Cuáles son las condiciones que hacen posible la formación de esos juicios?
LOS LÍMITES DEL CONOCIMIENTO
Hasta que se publicó la Crítica de la Razón Pura, en 1781, descontando algunas obras de transición, el pensamiento de Immanuel Kant transcurre dentro de la influencia de la tradición racionalista alemana inspirada en Leibniz y Wolff —y, por lo tanto en Descartes—. En algún momento, no obstante, Kant se vio sacudido por los embates escépticos de la obra de Hume, que quizá no leyó directa sino indirectamente, por referencias, pero que, como nos cuenta, sirvió “para despertarle del sueño dogmático”.
El sueño dogmático era el de una Metafísica que no mostraba los signos externos típicos de una ciencia: no se constataba en ella un progreso desde los tiempos de Platón ni provocaban sus respuestas un consenso unánime tal como lo hacían los resultados de la Matemática o de la Física —a partir de Galileo—. Y una de las consecuencias de estas carencias había sido la respuesta empirista de Locke y Hume, que, en última instancia, desembocaban en el escepticismo, en una especia de autoaniquilación de la Metafísica.
Pero si Kant va a compartir gran parte del desasosiego humeano hacia la vieja metafísica, no podía de ninguna manera admitir sus consecuencias: la Metafísica, la ciencia de los primeros principios aristotélicos, del ser en cuanto ser, la ciencia suprema que lo era por tratar los conceptos fundamentales o ideas que arrastraban a la Razón de época en época, de autor en autor, como las de Dios, alma, inmortalidad, libertad, causalidad, sustancia —lo que para los racionalistas eran ideas innatas y para los empiristas humeanos meros sacos rotos— le parecía, bajo cierto ángulo, una inclinación natural del ser humano, algo que la Razón no podía abandonar como quería Hume, aunque fuera cierto que se estrellara una y otra vez contra los sofismas más groseros, las disputas más banales, los acertijos nunca resueltos, y aunque hubiera que reconocer que, por su aspecto y a pesar de su longevidad secular, nada científico se encontraba en ella.
Era ya hora, pues, que la Razón emprendiese una Crítica de sí misma, no en el sentido peyorativo del concepto, aunque también, sino en el etimológico, una criba, un análisis de sus límites en lo que respecta al conocimiento no empírico —y conocimiento no empírico era el de esa metafísica que trataba de ideas no sensibles— que respondieran de una vez por todas a la pregunta “¿Qué puedo conocer?”.
Pasar de una metafísica que analizara las ideas fundamentales a otra que se preguntara por las condiciones de posibilidad del conocimiento no empírico... Tal es el cometido de la Filosofía Crítica, o Filosofía Transcendental, una metafísica que, en fin, entra en el camino seguro de la ciencia al llevar a cabo su giro copernicano.
Lo que Kant llama “giro copernicano” consiste en un cambio de planteamiento que ya hicieron en su tiempo las Matemáticas —a partir de los griegos— y la Física —a partir de Copérnico, pero sobre todo de Galileo—, un giro que les permitió a ambas convertirse en ciencias seguras. Gráficamente: la Matemática entró en el camino seguro de la ciencia cuando, en vez de preguntarse por aspectos concretos de la realidad, ángulos reales, longitudes y figuras que podían medirse, como hacían los egipcios, con cuerdecitas, se preguntó por figuras construidas mentalmente, que obedecían a leyes estrictamente intelectuales; a partir de ese momento fue posible decir que la suma de los ángulos de un triángulo dan dos rectos, aunque no existiera en la naturaleza un triángulo perfecto. La Física, por su parte, entró en el camino seguro de la ciencia cuando, en vez de preguntarse por fuerzas, aceleraciones, distancias empíricas —como hacían los aristotélicos—, comenzó a preguntarse por situaciones ideales en las que, por ejemplo, no existía rozamiento. El sujeto es el que, a partir de entonces, determina intelectualmente principios matemáticos —“todo cuerpo permanece en reposo o en movimiento rectilíneo uniforme mientras no sea asaltado por una fuerza”: el principio de inercia, piedra angular de la Nueva Ciencia— a los que debe someterse la Naturaleza de alguna manera, pues sabemos que nunca nadie vio ese movimiento rectilíneo carente de todo rozamiento.
La Metafísica hace, con la Crítica, su giro copernicano; en vez de describir y analizar sus ideas fundamentales, llamadas innatas, en vez de guiarse por el objeto, desplaza su atención al sujeto, preguntándose de qué forma sus facultades cognoscitivas —sensibilidad, entendimiento, razón— determinan lo que es posible conocer. Si la Metafísica tradicional, digámoslo con un ejemplo tosco y sólo para que nos entendamos, describía lo que un ojo ve, la Filosofía Crítica va a analizar la estructura de ese ojo, y, a partir de ese análisis, determinará qué es lo que puede y no puede ver; la estructura del ojo, que duda cabe, determina el tipo de mundo que vemos: no se ve igual con los ojos de una mosca que con los de un perro o un ser humano. Dado nuestro conocimiento de la fisiología ocular, si un ser humano afirmara que ve rayos ultravioletas sabríamos que miente o que está loco. Se trata de un ejemplo empírico, pero no podemos aplicarlo a la Razón Pura —no empírica—: si alguien afirmara que puede conocer a Dios y explicarnos como es, un análisis de la estructura del entendimiento humano que determinara los límites de lo cognoscible podría desmentirle.
Así pues, una parte de la empresa crítica puede resumirse en la pregunta ¿Es posible una Metafísica —tradicional— científica?; y, dado que la Matemática y la Física son ciencias firmes, deberíamos preguntarnos no si son posibles sino como lo son: “¿Cómo es posible la Matemática y la Física científicas?”.
Bien, las ciencias consisten en un conjunto de juicios del tipo “los neutrinos tienen masa”, “la luz se comporta como una onda”, etc. Pero los juicios que constituyen las bases de la ciencia son los juicios sintéticos a priori. De modo que las preguntas que nos hacíamos anteriormente son equivalentes a estas otras: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en Matemáticas y en Física?, y, ¿Son posibles los juicios sintéticos a priori en la Metafísica?.
Tengamos bien presente que Kant está de acuerdo con Hume en que la universalidad absoluta y la necesidad, es decir, lo a priori, no pueden provenir de la experiencia —nuestra experiencia es siempre limitada, nos dice que algo ocurre, pero no que siempre ocurra así y tampoco que necesariamente tenga que ser así—; en lo que está en desacuerdo con empiristas y racionalistas es en que lo a priori pueda ser explicado por meras relaciones conceptuales —relaciones entre ideas para Hume—, es decir, en que lo a priori quede reducido al ámbito de los juicios analíticos. Los enunciados fundamentales de la Matemática y de la Física son precisamente aquéllos que incrementan nuestro conocimiento, sintéticos, pero a la vez suponen universalidad y necesidad. Entonces, ¿cómo demonios puede el hombre ir más allá de lo que se le da en su experiencia? La respuesta kantiana es que podemos hacer tal cosa porque los juicios sintéticos a priori concuerdan con, explicitan o inciden en las estructuras universales del conocer humano, estructuras de la Razón, del sujeto, que son en sí a priori, universales y necesarias. De la misma manera que, estudiando la estructura fisiológica del ojo humano yo puedo prever cómo será la experiencia visual de cualquier hombre, si estudiamos —ya no en el ámbito empírico, sino en el puro— cuáles son las condiciones del conocimiento humano —Giro Copernicano de la Filosofía trascendental—nos daremos cuenta de que los juicios sintéticos a priori lo son porque tratan precisamente sobre tales condiciones, se apoyan en ellas.
Cualquier análisis trascendental de la Razón debe de tener en cuenta la distinción entre sentir o percibir y pensar. El hombre tiene una sensibilidad gracias a la cual los objetos le son dados, reciben impresiones, y un entendimiento, que unifica, sintetiza, combina esas impresiones mediante conceptos y enlaza éstos en juicios —proposiciones, enunciados—; existe por último la Razón como facultad específica que tiende a la sistematicidad de esos juicios, enlazándolos unos con otros, pero que también aspira a ir mucho más allá de lo que el entendimiento le proporciona, a desbocarse en pos del alimento que le proporcionan las ideas de Dios, de la libertad, del alma...
Por la sensibilidad, pues, recibimos intuiciones, por el entendimiento elaboramos conceptos, por la Razón nos encontramos con Ideas —con un sentido específico: las ideas son conceptos que no encuentran su lugar en ninguna experiencia sensible posible—. La Crítica de la Razón Pura deberá hacer, por lo tanto, un análisis de las estructuras a priori de la sensibilidad, el entendimiento y la razón, es decir, una estética trascendental, una analítica trascendental y una dialéctica trascendental. Veámoslas.
La estética trascendental
La Estética trascendental, como hemos dicho, indaga acerca de los principios a priori de la sensibilidad. Kant entiende la sensibilidad como receptividad, como facultad de recibir impresiones, y, a este respecto, opondría la “pasividad” de la sensibilidad a la “espontaneidad” (actividad) del entendimiento.
Para empezar, Kant distingue entre el sentido externo, por el que los seres racionales nos representamos objetos externos, y el sentido interno, por el que tenemos conciencia de nuestros estados espirituales. Puede decirse que con esa distinción nuestro autor trata de dar cuenta —trascendental— de la distinción humeana entre impresiones de sensación e impresiones de reflexión. Y también podemos afirmar que la tesis fundamental de la Estética Trascendental es que Espacio y Tiempo son las condiciones absolutamente necesarias bajo las cuales los objetos pueden ser dados a nuestros sentidos. Kant las llama “formas a priori de la sensibilidad” y también “intuiciones puras”; veamos qué es lo que quiere decir esto —hagamos una “exposición metafísica” de esos conceptos:
Espacio y tiempo son formas. En toda representación sensible hay una materia y una forma, la primera corresponde a la sensación, esto es, los colores, los sonidos, etc. —lo que Locke llamaba “cualidades secundarias”—, y esta materia de la sensación, que es a posteriori, debe ser ordenada según ciertas relaciones, debe encajar en las formas del espacio y del tiempo que el sujeto incorpora a su representación sensible.
Son a priori, es decir, independientemente de la experiencia, y, en esa medida, universales y necesarios. Esta idea, que es central, la argumenta Kant de varias maneras. En primer lugar, y contra lo que pensaban los empiristas y el propio Leibniz, espacio y tiempo no pueden ser derivados de la experiencia, pues tales formas subyacen a toda experiencia: la distinción entre lo “interno” y lo “externo”, que debe ser básica para que tengamos conciencia intuitiva de lo espacial, presupone al espacio, y no al revés. Además, sin el tiempo informando nuestras representaciones sensibles sólo tendríamos conciencia de representaciones puntuales, sin relación con el pasado y con el futuro —lo cual, ciertamente, es incompatible con la idea de cualquier mundo posible para un ser racional—.
Por otro lado, sostiene Kant, no se puede tener la representación de que no hay espacio, aunque puede pensarse que no hay en él ningún objeto, y, de la misma manera, puede sacar mentalmente los fenómenos del tiempo, pero todos mis estados mentales ocurren en el tiempo. Quizá lo que quiere decir Kant con estas observaciones es que espacio y tiempo son conceptos básicos, prioritarios respecto de cualquier idea que nos hagamos de cualquier objeto sensible o experiencia representativa en general: sin contar con ellos no podemos hablar con sentido de una experiencia de objetos. La conclusión es que espacio y tiempo no dependen de los fenómenos, sino que son sus condiciones de posibilidad.
Son intuiciones, no conceptos. La diferencia entre un concepto y una intuición es, principalmente, que un concepto —como “casa”— es un universal que representa distintos items concretos, distintos casos o ejemplos del universal, en el ejemplo de marras, distintas casas; en cambio, las intuiciones son únicas, son un esto concreto —mi intuición del ordenador ahora, por ejemplo—. Espacio y tiempo son, por lo tanto, intuiciones, puesto que sólo hay un espacio y un tiempo; hay muchas casas distintas, pero no espacios distintos, sino partes de un mismo espacio. Cuando diferenciamos dos metros, por ejemplo, estamos separando partes de un espacio absoluto, de unas coordenadas generales —longitud, anchura, profundidad—, no señalando dos cosas semejantes en unos aspectos y distintas en otros que fueran casos de un concepto general. Por ello tiene sentido hablar de las diferencias entre dos casas, pero no de la diferencia entre dos metros, del mismo modo que no tiene sentido hablar de la diferencia entre dos minutos.
La intuición es, por lo tanto, siempre sensible, espacio-temporal. No hay intuición intelectual, algo así como ver con el entendimiento.
Son intuiciones puras, es decir, junto con las representaciones espaciales y temporales podemos representar un espacio y un tiempo absolutos, no empíricos —que esto es lo que significa en Kant el concepto “puro”—: el espacio del que nos hablan los geómetras, el que inscribimos triángulos o cuadrados “ideales”, el tiempo sobre el que podemos hacer enunciados a priori como, por ejemplo, “Tiempos diferentes no pueden ser simultáneos, sino sucesivos”.
Bien, hasta aquí la exposición metafísica de los conceptos de espacio y tiempo. A continuación nos ofrece Kant una exposición trascendental de ambas formas de la sensibilidad. “Exposición trascendental” quiere decir explicar un concepto como principio a partir del cual puede entenderse la posibilidad de otros conocimientos sintéticos a priori, y, en nuestro caso, la aprioricidad del espacio hace posible los juicios sintéticos a priori en la Geometría.
Kant cree haber mostrado que la Geometría científica se fundamenta en juicios sintéticos a priori como “por un punto exterior a una recta pasa una paralela”. La pregunta que se había formulado era “¿Cómo son posible tales juicios”, y ya disponemos de una respuesta parcial —parcial en la medida que los juicios se conceptos, como en el ejemplo euclidiano que acabamos de dar, y todavía no ha sido analizada la capacidad del entendimiento humano para conceptualizar lo sensible, lo que se lleva a cabo en la Analítica Trascendental—: Únicamente si el espacio es una intuición a priori es posible una geometría científica, puesto que ésta determina sintéticamente, pero también a priori, las propiedades del espacio.
Por lo que respecta al tiempo, gracias a que se trata de una intuición pura a priori podemos formular principios universales y necesarios sobre el tiempo en general, como, por ejemplo, “El tiempo sólo tiene una dimensión”. Y, aunque Kant no lo desarrollará hasta la sección de esquematismo trascendental en la Analítica, la aritmética, como ciencia que formula juicios sintéticos a priori numéricos, se fundamenta o posibilita en esa aprioricidad sensible del tiempo, dado que la serie numérica 1, 2, 3... se basa en la sucesión temporal: 2 después de 1, antes de 3...
Consecuencias de la estética
Una de las conclusiones que podemos extraer de la Estética trascendental es que el sujeto impone unas condiciones sensibles absolutamente universales y necesarias —a priori— a todo lo que puede percibir: lo que le es dado a una criatura racional finita, el mundo que pueda experimentar racionalmente, siempre tendrá una estructura espacio-temporal, es decir, los objetos externos sólo se entienden en el espacio y el tiempo y las representaciones internas tendrán sentido dentro del tiempo.
Pero esas conclusiones nos llevan inmediatamente a otra, que es fundamental para entender a Kant: no tenemos una intuición de las cosas en sí, fenómenos. “Fenómenos”, que en sentido etimológico quiere decir, “lo que se aparece”, significa en Kant la realidad empírica que las criaturas racionales experimentamos y conocemos una vez que las condiciones a priori del conocer se han aplicado a algo que viene de fuera y que nos resulta absolutamente desconocido, la cosa en sí: podemos hablar de mesas, personas, átomos o deseos, siempre y cuando tengamos presente que tales realidades son producto de la aplicación de las condiciones necesarias de conocer —de momento sólo sabemos cuáles son las condiciones de la sensibilidad, el espacio y el tiempo, pero vemos que hay más— sobre algo incognoscible y que Kant llama “noúmeno”, “cosa en sí” u “objeto trascendental”.
Es por ello que la teoría kantiana sobre las condiciones del conocimiento puede ser llamada idealismo trascendental, lo que quiere decir que espacio y tiempo son ideales en el sentido de que no son cosas en sí, que existan con independencia del sujeto percipiente, sino condiciones trascendentales del conocimiento, pero por eso mismo poseen realidad empírica en lo que respecta a los fenómenos, esto es, todas las representaciones que podamos hacernos del mundo son espacio-temporales, todos los fenómenos —las mesas, las sillas...— se dan en el espacio y/o tiempo.
La analítica trascendental
Gracias a nuestra sensibilidad los objetos nos son dados, pero para una criatura racional que deba conocer algo de cualquier mundo no es suficiente poseer una rapsodia de percepciones espacio-temporales. Para tener conocimientos, ciencia o pensamientos sobre esas percepciones son necesarios los conceptos, y éstos los proporciona el entendimiento.
Las percepciones o intuiciones son, como dijimos, únicas, un esto concreto, los conceptos, al contrario, son universales o al menos generales, en el sentido de que recogen una característica —o varias— que es común a muchas intuiciones: nuestro concepto de “casa”, por ejemplo, encierra características válidas para toda una serie de representaciones distintas entre sí. El entendimiento sería la facultad que elaboraría o sintetizaría esas representaciones para formar conceptos, motivo por el que Kant la considera como una facultad eminentemente activa o espontánea, frente a la relativa pasividad de nuestra facultad sensible. Conceptos e intuiciones están fundidos en nuestro conocimiento del mundo, o, en términos de Kant, “las intuiciones sin conceptos son ciegas, los conceptos sin intuiciones están vacíos”, advertencia que en cierto modo, ya nos habían hecho los empiristas.
Pero el concepto de “casa” es un concepto empírico, a posteriori, sería imaginable una criatura racional cono conocimientos de un mundo que no poseyera ese concepto debido, pongamos, a que su especie vive toda a la intemperie. La cuestión es: ¿existen conceptos absolutamente necesarios para pensar algo racionalmente, igual que había condiciones necesarias de cualquier representación sensible? Kant sostiene que sí y llama a tales conceptos “conceptos puros” o “categorías”.
Las categorías serían las condiciones a priori del conocer, del entendimiento, y Kant llega a la conclusión de que son exactamente doce al derivarlas de las funciones lógicas de los juicios. Un juicio es, como sabemos, un enunciado, también sabemos que la ciencia o el conocimiento se compone de enunciados, no de conceptos aislados —pensemos que los conceptos en sí, como “casa” o “árbol” no son ni verdaderos ni falsos, y es definitorio del conocimiento el ser verdadero—. Es comprensible entonces que llame Kant al entendimiento, además de “facultad de los conceptos” la “facultad de los juicios”, o de las “reglas”, dado que, al fin y al cabo, un juicio objetivo expresa un enlace entre un sujeto y un predicado de acuerdo con cierta regla general. Precisamente por esta última razón pueden derivarse las categorías de los juicios: como vamos a ver, esa regla general que enlaza sujeto y predicado es la categoría.
Bien, los juicios pueden ser especificados según la cantidad —su alcance extensional— en universales (todas las casas son blancas”) y singulares (“esta casa es blanca”), según su cualidad en afirmativos, negativos e indefinidos o infinitos (“el alma es no-mortal”, incluyéndose en el campo ilimitado de lo que no muere), según la relación serán categóricos, hipotéticos (“si la casa es blanca la puerta es verde”) o disyuntivos (“la casa es blanca o la puerta es verde”), y según la modalidad serán problemáticos (“tal vez la casa sea blanca”), asertóricos y apodícticos (los necesarios: “la casa tiene que ser blanca”).
A partir de estas distinciones lógicas, es decir, formales, Kant extrae la tabla de los conceptos puros del entendimiento o categorías: de la CANTIDAD son la totalidad, la pluralidad y la unidad, de la CUALIDAD la realidad, la negación y la limitación, de la RELACIÓN las de sustancia-accidente, la de causa-efecto y la acción reciproca entre agente y paciente, de la RELACIÓN, las de posibilidad-imposibilidad, existencia-no existencia y necesidad-contingencia.
Préstese especial atención porque estamos al mismo tiempo, ante el punto fuerte y el punto débil de la Crítica de la Razón Pura. Desde que Kant publicó su tabla de conceptos puros de la razón no ha cesado de repetirse la idea de que tiene mucho de arbitraria, de que podrían habérsele ocurrido otras categorías distintas a las que efectivamente presentó. Sin embargo, Kant no cesa de repetir que, si las categorías de Aristóteles fueron un producto asistemático de la inteligencia el estagirita, las suyas son derivadas de manera sistemática de los juicios, sin dejar huecos o mezclar criterios.
Pero la diferencia entre las categorías aristotélicas y kantianas no se reducen a la sistematicidad con que son derivadas —lo cual provocó en Aristóteles la inclusión de categorías tan extravagantes como la de “postura” o la mezcla de lo sensible con lo intelectual al incluir “tiempo” y “lugar”, por ejemplo, en la tabla—, sino, sobre todo, a que si los griegos hablaban del ser y sus modos, Kant —y en general los modernos a partir de Descartes—hablan de las condiciones intelectuales que el sujeto impone a la experiencia sensible.
Démonos cuenta de que varios conceptos puros han sido claves, aceptadas o rechazadas, en la historia de la metafísica —o de la filosofía—: realidad, sustancia, causalidad, existencia, son ideas innatas en los racionalistas —ideas que no podía provenir de la experiencia y que nos proveían del conocimiento a priori—, ideas que recibirán el embate escéptico de los empiristas, sobre todo de Hume. Ahora con Kant se explican como “reglas universales de síntesis” que en sí mismas, contra lo que pretendían los racionalistas, están vacías de “sentido y significación objetivas”, pero que, contra lo que defendían los empiristas, no pueden ser reducidas a la experiencia o derivadas de ella, pues esa experiencia sólo puede entenderse mediante las categorías que son, por ello, universales y necesarias. Aclaremos esto con un ejemplo. La categoría de sustancia es para Hume un concepto metafísico, vacío, pues no hace más que hipostasiar filosóficamente lo que no es en su origen más que una tendencia de la imaginación a considerar objetivas ciertas percepciones que muestran un grado de constancia y coherencia considerables; para Descartes, sin embargo, la “luz natural” —innata— de la Razón podía determinar como sustancia todo aquello que pudiera concebirse de manera clara y distinta como independiente de otras ideas. Para Kant, con concepto de sustancia —como cualquier otra categoría— es una regla que ordena las intuiciones sensibles, y que sólo adquiere significación cuando sintetiza, o se aplica a, esas percepciones, es decir, sólo tiene validez y significado cuando regula nuestra experiencia sensible, pero carece de validez y sentido cuando queremos aplicarla a algo que esté más allá de esa experiencia. “Sustancia”, nos dirá Kant, es lo que “permanece en el tiempo”: podemos entender el concepto cuando lo aplicamos al tiempo y al espacio, pues todas nuestras intuiciones son espaciales y/o temporales, y no podríamos entender el concepto más que con tales circunstancias espacio-temporales.
En cierto modo, la respuesta de Kant a Hume se basa en dos ideas: primero, que no puede reducirse a una mera costumbre o hábito de nuestra imaginación aquello que es necesario para una experiencia racional de un mundo, y los conceptos puros —sustancia, causalidad, o los demás— son tales condiciones necesarias; segundo, que las condiciones subjetivas necesarias son también objetivas porque ese mundo es un mundo de fenómenos, de representaciones espacio-temporales, no de cosas así. Las categorías, insistimos, sólo tienen un uso en el mundo fenoménico, determinado espacio-temporalmente. Además, esos fenómenos sensibles —lo que Kant llama “lo diverso de la intuición empírica”— sólo pueden ser unificados, y unificar quiere decir hacer diversas intuiciones empíricas subjetivas se transformen en un juicio del tipo “Esto es una casa”, mediante la función lógica de los juicios es decir, cuando son determinados por las categorías. Sólo así pueden convertirse unas representaciones subjetivas desligadas en relaciones objetivas, sólo así podemos distinguir entre meras asociaciones de nuestra imaginación, como las que puede tener un perro, por ejemplo y las auténticas representación objetivas.
Por otro lado, la respuesta de a los racionalistas se basaría en que, como hemos repetido ya varias veces, las categorías sólo tienen sentido, y por lo tanto validez, cuando son aplicadas a una experiencia posible. Coincidiría Kant con ellos en que se trata de condiciones necesarias y universales del pensar, en que, en consecuencia, no pueden ser derivadas de la experiencia de ninguna manera, pero ello no significa que podamos encontrarle un significado trascendente, sin recurrir a esa experiencia. Se entiende entonces la célebre frase de Kant: “Todo nuestro conocimiento proviene de la experiencia, pero no todo se reduce a la experiencia”, y podemos ya señalar cuales son los límites de nuestro conocimiento: las categorías aplicadas a una experiencia espacio-temporal posible. Ninguna ciencia podrá ir más allá.
Todo juicio sintético a priori, y con esto aclaramos la cuestión que nos habíamos planteado al principio, se fundamenta en ese carácter necesario y universal que tienen las categorías para conceptualizar el mundo. Así el juicio sintético a priori de la Física “Todo tiene lugar de acuerdo con la ley que enlaza causa y efecto” basa su carácter necesario y universal en el hecho de que reposa en la aplicación de la categoría de causa al tiempo. No hay experiencia posible objetiva que no sea causal, luego la validez del principio de causalidad no depende de la experiencia, sino al revés.
La dialéctica trascendental
El conocimiento, la ciencia, descansa, ya lo hemos visto, en la aplicación de las categorías a una experiencia espacio-temporal posible. La Razón humana, sin embargo, siempre ha querido ir más allá de esa experiencia, siempre ha buscado lo incondicionado en lo que Kant llama las ideas de la Razón y son, digamos, el equivalente de los conceptos puros del entendimiento, pero con una diferencia importante: no pueden ser determinadas por ninguna experiencia espacio-temporal posible.
Las ideas, no obstante, son connaturales a la Razón, esto es, son inevitables, lo que le lleva a pensar que pueden ser usadas correcta o incorrectamente: haremos un mal uso de las ideas cuando pensemos que amplían el ámbito de lo que podemos conocer, el ámbito de nuestra experiencia posible. En el momento en que pretendamos tal cosa provocaremos una dialéctica de la Razón, es decir, una ilusión constante, pues es precisamente esto lo que la Dialéctica Trascendental es, una lógica de la ilusión, un análisis de los mecanismos que generan falsas conclusiones de la Razón.
Bien, es el momento de presentar las ideas objeto de análisis en la Dialéctica. Son tres: Alma, Mundo como totalidad y Dios. Quizá nos parezca extraña esta conclusión del segundo concepto, el de mundo, como un concepto allende de toda experiencia posible, pero debemos de tener en cuenta que Kant no se refiere a nuestras nociones actuales de un mundo donde vivimos —el planeta, el sistema solar o el universo del que hablan los astrónomos— sino a la idea de mundo empleada sobre todo por los filósofos racionalistas, una idea que pretende abarcar y determinar la totalidad de lo existente por meros conceptos, sin depender de la experiencia, para llegar a deducir si debe ser finito o infinito en el tiempo y en el espacio, completamente determinado o libre, y cosas por el estilo. Nosotros, sin embargo, vamos a sustituir la idea de mundo por una de sus versiones problemáticas: la idea de la libertad, en conflicto con al determinismo, de modo que nos permitiremos hablar de las ideas de alma, libertad y Dios.
¿De dónde extrae la razón sus conceptos? No podremos saber esto a menos que respondamos qué entiende Kant por “Razón”, lo que, por cierto, no es tarea sencilla debido a la polisemia del término. En principio, el sentido general de “Razón” se refería a la totalidad de nuestras facultades, sensibilidad-entendimiento-razón, e incluso a toda la esfera de lo cultural —moral, derecho, arte, etc.—; pero, en un sentido más concreto, si el entendimiento es la facultad que nos permite hacer juicios, la razón es la que enlaza esos juicios en argumentos cada vez más generales, buscando la sistematicidad; Kant pone continuamente el ejemplo de los viejos silogismos aristotélicos como ejemplo de la actividad de la razón: si gracias al entendimiento conocemos que “Sócrates es un hombre” y que “Sócrates es mortal”, la razón dirigiría al entendimiento en la búsqueda de premisas más generales de las que deducir esos juicios, encaminándole a derivar lo particular de lo general.
Si el entendimiento “trabaja” los ingredientes espacio-temporales que le proporciona nuestra sensibilidad, la razón trabaja con los materiales del entendimiento. La función propia de la razón en este sentido es, por lo tanto, sistematizar nuestros conocimientos, no referirse directamente a la sensibilidad. La razón no produce conceptos sensibles de la manera en que el entendimiento lo hace.
La razón, entonces, busca principios cada vez más generales que permitan unificar todos nuestros conocimientos, y a tal fin responden los conceptos racionalistas —ideas— de alma, Dios y mundo (libertad). El problema surge cuando la razón teórica pretende hacer un uso referencial y cognoscitivo de esas ideas, cuando pretende conocer tales conceptos como conoce los del entendimiento, sean puros como “sustancia” o empíricos como “mesa”. Y esas has sido exactamente las pretensiones de la metafísica tradicional; en tiempos de Kant la Metafísica era la scientia prima cognitionis humanae principia continens, la ciencia que contiene los primeros principios del conocimiento humano, y en ella se comprendía la ontologia, cosmologia, psychologia et theologia naturalis. La sección de la Dialéctica trascendental tratará de desenmascarar las ilusiones sofísticas en que incurre la razón cuando construye la “Psicología racional”, o un saber sobre el alma, una “cosmología racional”, un saber sobre el mundo como concepto metafísico, y la teología racional, un saber sobre Dios. La crítica, aquí, ya tiene un sentido negativo: tratará de cortar las aspiraciones científicas de la metafísica. Por lo tanto, ahí tenemos la respuesta a la pregunta que inicialmente nos planteamos como hilo conductor de la Crítica de la Razón Pura, a saber, ¿son posibles los juicios sintéticos a priori en la Metafísica? La respuesta es que no.
La Razón incurre en “paralogismos”, es decir, silogismos falaces, mal construidos, cuando afirma la existencia de un alma, un supuesto “Yo” que sería una sustancia única, en relación con los objetos del espacio y simple: los metafísicos tradicionales hacen depender la cuestión de la inmortalidad en la simplicidad del alma; si el alma es simple, piensan, entonces es inmortal, puesto que morir es descomponerse, y lo simple no puede ser descompuesto; este era, por ejemplo el pensamiento de Descartes en las Meditaciones metafísicas. En cierto modo, Kant está de acuerdo con Hume en que yo me percibo a mí mismo mediante el sentido interno, un yo empírico —fenoménico— que no tiene nada que ver con ese concepto tradicional de sustancia, conozco mis estados mentales en el tiempo y a través de las categorías; pero, según Kant el “Yo” que ejecuta las categorías no puede ser conocido, es en sí, no fenómeno, de la misma manera que el ojo que ve el mundo no puede verse a sí mismo. El concepto de alma no es, pues, sino un intento de aplicar las categorías de sustancia, unidad, simplicidad y realidad a lo que está más allá de una experiencia perceptiva posible, una ilusión trascendental.
En segundo lugar, la Razón incurre en antinomias, contradicciones o juicios contrarios, cuando se trata de penar en el concepto de mundo, pudiéndose afirmar y negar al mismo tiempo su finitud o infinitud, si tiene origen o no, si es infinitamente descomponible o no lo es, si es absolutamente determinista o hay libertad, etc.
Por último, también son falaces los argumentos teóricos que tratan de demostrar la existencia de Dios. En la sección de la Dialéctica “El ideal de la Razón Pura” Kant prueba de manera convincente la debilidad argumentativa de los argumentos ontológicos, los argumentos cosmológicos y los físico-teológicos. De nuevo, el problema de fondo es el intento de aplicar las categorías a lo trascendente, a lo que está más allá de cualquier experiencia sensible posible.
Bien, después de estas críticas que echan por tierra las ilusiones metafísicas anidadas en la creencia de que los conceptos supremos de la razón deben dar lugar a la ciencia más básica, podríamos esperar que Kant adoptará una consecuente actitud escéptica hacia esos temas. De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse, y el maestro de Königsberg nos ha probado que los conceptos de Dios, alma, inmortalidad, libertad, etc. no tienen un significado teórico determinado, no tiene referencia en términos teóricos. Sin embargo, aquella esperanza nuestra, o desesperanza para otros, de concluir con semejante escepticismo se ve defraudada desde el momento en que Kant rescata el significado y la validez de los conceptos en el ámbito de la razón práctica, es decir, desde el punto de vista de la moralidad.
Si recordamos el final de ¿Qué es la Ilustración?, allí nos advierte Kant que el hombre puede ser tratado, en términos científicos o mecanicistas, en los términos que han de ajustarse a los límites del conocimiento teórico, como un animal más, pero que lo que realmente tiene de humano el hombre es su dignidad. La dignidad humana proviene de su capacidad de darse a sí mismo la ley moral, de su moralidad; allí, en la naturaleza, reina el determinismo sometido a las leyes físicas de un Newton aquí, en el reino del deber que es el de la libertad, gobiernan los imperativos de la Razón Práctica.
EL FORMALISMO MORAL
Hemos visto también hasta dónde llega el conocimiento: al mundo de los fenómenos; sólo a los fenómenos puedo aplicar las categorías. El mundo metafísico, que está más allá de toda experiencia, no me puede proporcionar un conocimiento objetivo.
Pero el hombre no sólo se pregunta ¿qué puedo conocer?, sino también ¿qué debo hacer?
La Razón pura contesta a lo primero. La Razón práctica, a lo segundo.
No es que haya en el hombre dos “razones”, sino dos funciones diferentes de la misma razón: una se ocupa de saber cómo son las cosas; la otra, de cómo deber ser la conducta humana, es decir, cuáles son los principios que han de moverle a obrar para que su conducta sea racional.
La Razón pura se ocupa del SER. |
La Razón práctica, del DEBE SER. |
La Razón pura formula JUICIOS. |
La Razón práctica, IMPERATIVOS. |
La ética material
Ética material no es igual que ética materialista. Lo contrario a una ética materialista es una ética espiritualista; lo contrario a una ética material es una ética formal. Hasta Kant, las distintas éticas habían sido materiales, incluida la de Tomás de Aquino; eran materiales, pero no materialistas.
Una ética es material cuando tiene un contenido. Es aquella en la que sus contenidos están marcados ya de antemano por un concepto de Bien no elaborado por la propia persona; es decir, la bondad o malicia de la conducta humana dependen de algo que se considera bien supremo para el hombre (el placer, el dinero, el poder, según las distintas escuelas: epicúreos, cínicos, estoicos, puritanos, pragmatistas, etc.); se consideran acciones buenas aquellas que se acercan a este Bien supremo; se consideran acciones malas las que se alejan de este Bien. Este concepto de Bien es el objeto que se le propone al hombre, que en definitiva es el deseo de la felicidad. Es a la voluntad a la que se le ofrece elegir esta o aquella acción.
Kant expone una tesis, con sus observaciones y consecuencias, donde manifiesta claramente lo que él entiende por ética material y por ética formal. Veamos, a continuación, lo que dice respecto a la ética material.
Tesis 1.ª
“Todos los principios prácticos que presuponen un objeto (material) de la facultad apetitiva como motivo determinante de la voluntad, son empíricos en su totalidad y no pueden dar leyes prácticas.”
Tesis 2.ª
“Todos los principios prácticos materiales como tales son, sin excepción, de la misma clase, y deben figurar bajo el principio del amor a sí mismo o de la propia felicidad.”
Hay, pues, en esta ética dos factores importantes:
-
Un contenido: se le dice al hombre lo que tiene que hacer; lo tiene lleno, es decir, se parte ya de una felicidad que es un Bien para el hombre; hay bienes, cosas buenas, el Bien supremo, la felicidad, el placer, el dinero, etc.
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Unos medios: se le dice al hombre cómo tiene que hacerlo: se establecen unas directrices, unos medios para tratar de alcanzar ese fin, ese contenido; se dice “si quieres ser feliz... haz esto o aquello”. “Si quieres tener dinero...”, “si quieres alcanzar el poder...”.
Kant hace una crítica a esta ética material:
Es empírica
Los preceptos y el contenido se basan en la experiencia. Ejemplo: “los epicúreos dicen que el placer es el fin del hombre porque la experiencia nos dice que desde niños buscamos el placer”. Y la experiencia nos muestra que la política produce disgustos (“si quieres ser feliz, apártate de la política”).
Pero Kant pretende una ética cuyos principios sean universales, y esto no nos puede venir de la experiencia, porque de la experiencia sólo pueden provenir juicios particulares. Para que los preceptos sean universales, no puede haber acuerdo total de todos los hombres sobre la felicidad; por tanto, deberán ser a priori, independientes de la experiencia.
Es hipotética
Los preceptos de la ética material son hipotéticos; quiere esto decir que no se expresa en términos absolutos, sino sólo condicionales, como medio para obtener un fin. Equivalen a “si quieres aprobar los exámenes, tienes que estudiar”. Pero ¿qué pasa si uno dice “yo no tengo interés en aprobar”? Este precepto ya no vale para él, por tanto no es universal. Kant pretende formular una ética que sea de ámbito universal, que valga para todos los hombres.
Es heterónoma
Recibe los preceptos, las leyes, desde fuera de la propia razón; es lo contrario a la autonomía, y ésta consiste en que el sujeto se dé a sí mismo su propia ley, en que la misma persona se determine a sí misma a actuar. Ejemplo: la voluntad del hombre es determinada a actuar de este modo o del otro, por el deseo o inclinación al placer, al dinero, a la amistad, etc. a un bien concreto, siendo dominado por éste; el deseo de placer es o que mueve al epicúreo a obrar así. No es el sujeto el que se da la ley, sino que viene de fuera.
La ética formal
Ya no es la materia o el objeto lo que puede determinar la voluntad, sólo queda la forma. La ética formal no tiene contenido, no tiene ningún objeto al que tenga que someterse la voluntad. Las éticas formales están vacías de contenido, no se lo dan hecho desde fuera, se lo tiene que buscar cada uno desde dentro. Nos dice lo que tienen que hacer, sino únicamente señalan cómo tienen que hacerlo. Kant señala las tesis propias que rigen la ética formal:
Tesis 3.ª
“Cuando un ente racional pretende pensar sus máximas como leyes universales prácticas, sólo puede pensarlas como principios que, no por la materia, sino sólo por la forma, contienen el motivo determinante de la voluntad.”
Tesis 4.ª
“La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los deberes que les convienen; por el contrario, toda heteronomía del arbitrio no sólo no funda obligación alguna, sino que más bien es contraria a su principio y a la moralidad de la voluntad.”
(Crítica de la razón práctica, Ed. Losada,
Buenos Aires, pp. 25, 26, 32, 39)
Frente a los tres errores de la ética material, Kant propone una ética contraria:
-
Es una ética a priori: no empírica; es decir, que sea universal y necesaria para todos los hombres.
-
Es una ética categórica: no hipotética; es decir, que los juicios sean absolutos, sin condición alguna. Que tu comportamiento pueda ser universalizable y convertirse en ley para todos, sin condiciones.
-
Es una ética autónoma: no heterónoma; es decir, que sea el propio sujeto el que se determine a sí mismo a obrar; ha de darse a sí mismo su ley, sin que le sea impuesta por nada exterior a su razón.
Por tanto, frente a una ética material, hay que proponer una ética formal; o sea, vacía de contenido: no establece ningún fin; no establece ningún medio.
La ética formal se basa en la determinación propia de la voluntad. A esta ley que la voluntad se da a sí misma la llama Kant el imperativo categórico. Este imperativo lo formula de la siguiente manera:
-
“Obra de tal manera que tus actos puedan ser tomados como normas universales de conducta.”
-
“Obra de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca como medio.”
Hay que notar que en estas formulaciones no dice lo que hay que hacer, sino únicamente cómo: “Obra de tal manera que...”.
La ética formal se basa en el deber: como la ética formal no tiene contenido, no nos dice lo que debemos hacer, sino como debemos obrar. Somos nosotros, cada uno, los que tenemos que llenar ese contenido que está vacío. Y para Kant la única norma de la moralidad es el deber, actuar conforme a la ley.
Kant distingue tres tipos de acciones:
-
contrarias al deber; un comerciante que cobra precios abusivos;
-
conforme al deber (legalidad): un comerciante que cobra lo justo según la ley;
-
por deber (moralidad): no cobra los precios abusivos porque no debe cobrarlos.
Solamente estas últimas acciones son moralmente buenas: en ellas no se actúa por ningún fin; es el deber por el deber. Ninguna de las dos primeras son moralmente buenas. El valor moral no está por tanto no en el fin ni en los medios, sino en el móvil que determina su acción. El único móvil admisible para la voluntad es la ley que la misma voluntad se da a sí misma: es la voluntad lo que determina lo que es bueno; el deber es el respeto por la ley, adherirse a la ley por puro respeto a ella. Éste es el deber por el deber.
Kant aspira a establecer una ética que sea racional y de validez universal —es decir, a priori—, que sea:
-
universal: vigente para todos los hombres;
-
necesaria: que sea así y no pueda ser de otro modo.
De tal manera tiene que ser esa ley que no quede la más mínima duda sobre ella: se impone a todos los hombres, por sí misma, por la razón que todos los hombres tenemos; tiene una vigencia necesaria, de la misma manera que se impone por la razón que los ángulos de un triángulo suman dos rectos.
Para que esta moral sea universal, tiene que fundamentarse en mandatos, imperativos que provienen de la voluntad, no solamente de la razón; y todos los hombres tienen esa voluntad. Esos imperativos tienen que ser categóricos, no hipotéticos ni condicionales.
Por tanto, vamos a resumir dos aspectos:
-
lo que viene de la razón;
-
lo que viene de la voluntad.
Lo que proviene de la razón: Ley a priori
Esta idea de la ley moral y del bien no se puede deducir de la experiencia; la ley moral no dice lo que es, sino lo que debe ser. Por tanto, tiene que ser a priori, independiente de la experiencia, de lo que todavía no ha sido, sino que debe ser.
No puede provenir de la experiencia por varias razones:
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La experiencia humana moral es concreta, particular, es decir, a posteriori; y la Ley moral es universal y necesaria, es decir, a priori.
-
Las leyes naturales nada ordenan ni mandan: únicamente se limitan a describir lo que ocurre; la ley moral se expresa siempre en forma de orden, de imperativos: “no mates”, “ayuda al prójimo”, etc. No enuncia lo que ocurre, sino lo que debe ocurrir.
-
Antes de la experiencia, de los hechos o acciones, ya tenemos previamente una noción de lo bueno y de lo malo; de trata de un juicio a priori: “haz el bien y evita el mal”; la idea del bien y del mal es anterior, no lo extraemos de la experiencia.
-
Consecuencia: la distinción entre el ser y el debe-ser muestra la imposibilidad de que extraigamos la ley moral de la experiencia.
Entonces, si no puede fundamentarse en la experiencia, ¿cuál podría ser el fundamento de la ley moral?
Si no puede ser la experiencia, no queda otro recurso que la razón. No puede ser a posteriori sino a priori.
La razón por sí misma es independiente de todo acontecer, es la que orienta y guía el acontecer humano, su comportamiento, su conducta; y se llega a la conclusión de que es lo mismo conocimiento racional y conocimiento a priori.
Lo que proviene de la voluntad: los imperativos
La voluntad es buena por sí misma, no por lo que haga, no porque alcance el fin que se proponga; es decir:
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La voluntad es autónoma: la voluntad se da a sí misma sus propias leyes, que Kant llama imperativos; en ellos está el deber moral del hombre. Estos imperativos en Kant son absolutos.
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Kant rechaza toda heteronomía, y llega a decir que si la voluntad se mueve por inclinaciones (tendencia a la felicidad) o es movida por un fin u objeto (agradar a los padres, a los amigos, por sacar buenas notas, etc.), deja de ser autónoma y se convierte en heterónoma.
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La voluntad es el único legislador moral que se puede admitir: la autonomía de la voluntad consiste en que ella es por sí misma la ley; a la ley que la voluntad se dicta a sí misma, Kant la llama imperativo categórico. No condicionado por nada, no puede ser hipotético; es necesariamente absoluto: es el deber por el deber.
Kant no ofrece reglas de conducta que nos permitan vivir honestamente, no da normas de ninguna clase, sino criterios racionales para determinar la validez de todas las reglas de todas las normas.
Y llega, conforme ya lo hemos explicado, a que el criterio supremo de la moral, la única orientación válida de toda conducta humana, la única que se puede llamar ética, es el deber por el deber.
Los postulados
En la Crítica de la razón pura, Kant ha puesto de manifiesto la imposibilidad de la Metafísica como ciencia, y, por tanto, la imposibilidad de un conocimiento objetivo acerca del alma, de Dios y de la libertad.
Pero Kant no niega ni la inmortalidad del alma, ni la existencia de Dios. Lo único que dice es que no son objeto de conocimiento. El campo de la afirmación de estas realidades es el de la Razón Práctica. No son objeto de conocimiento científico, sino que hay que admitirlos como postulados.
Dios, el alma, su inmortalidad, la libertad, el mundo... son postulados de la Razón Práctica. Para comprender lo que significan estos postulados, conviene tener claros algunos conceptos. Hay que distinguir entre:
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Axiomas: proposiciones evidentes por sí mismas que no necesitan demostración. Ejemplo: “Toda cantidad es igual a sí misma”.
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Teoremas: proposiciones que no son evidentes por sí mismas pero pueden ser demostradas. Ejemplo: el teorema de Pitágoras (“la hipotenusa al cuadrado es igual a la suma del cuadrado de los catetos”).
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Postulados: proposiciones que no son evidentes y no pueden demostrarse, pero hay que admitirlos porque, si no, sería imposible cualquier afirmación. Ejemplo: las matemáticas. El postulado 5º de Euclides (“En un plano y por un punto exterior a una recta sólo puede trazarse una paralela dicha recta”).
Según Kant, dichas realidades metafísicas no son evidentes, no pueden demostrarse, pero hay que admitirlas para que sea posible la moral.
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La libertad: para que sea posible la moral autónoma (el obrar por respeto al deber), es necesaria la libertad, porque, si no, se haría imposible la moral.
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La inmortalidad del alma: la voluntad, en su acción moral, persigue un fin inalcanzable en esta vida; luego hay que afirmar la inmortalidad.
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Dios: en el mundo, el ser y el deber ser no se identifican, es necesario admitir a Dios como el ser donde se identifican esas dos realidades: en él se da una unión perfecta entre virtud y felicidad.
—...¿No sería ridículo acaso que pusiésemos todos nuestros esfuerzos en otras cosas de escaso valor, de modo de alcanzar en ellas la mayor precisión y pureza posibles, y que no consideráramos dignas de la máxima precisión justamente a las cosas supremas?
—Efectivamente; pero en cuanto a lo que llamas “el estudio supremo” y en cuanto a lo que trata, ¿te parece que podemos dejar pasar sin preguntar por qué es?
—Por cierto que no, pero también tú puedes preguntar. Por lo demás, me has oído hablar de eso no pocas veces; y ahora, o bien no recuerdas, o bien te propones plantear cuestiones para perturbarme. Es esto más bien lo que creo, porque con frecuencia me has escuchado decir que la Idea del Bien es el objeto resultado del estudio supremo, a partir de la cual las cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas. Y bien sabes que estoy por hablar de ello y, además, que no lo conocemos suficientemente. Pero también sabes que, si no lo conocemos, por más que conociéramos todas las demás cosas, sin aquello nada nos sería de valor, así como si poseemos algo sin el Bien. ¿O crees que da ventaja poseer cualquier cosa si no es buena y comprender todas las demás cosas sin el Bien y sin comprender nada bello y bueno?
—¡Por Zeus que me parece que no!
—En todo caso sabes que a la mayoría le parece que el Bien es el placer, mientras a los más exquisitos la inteligencia.
—Sin duda.
—Y además, querido mío, los que piensan esto último no pueden mostrar qué clase de inteligencia, y se ven forzados a terminar por decir que es la inteligencia del bien.
—Cierto, y resulta ridículo.
—Claro, sobre todo si nos reprochan que no conocemos el bien y hablan como si a su vez lo supiesen; pues dicen que es la inteligencia del bien, como si comprendiéramos qué quieren decir cuando pronuncian la palabra “bien”.
—Es muy verdad.
—¿Y los que defienden el bien como placer? ¿Acaso incurren menos en error que los otros? ¿No se ven forzados a reconocer que hay placeres malos?
—Es forzoso.
—Pero en ese caso, pienso, les sucede que deben de reconocer que las mismas cosas son buenas y malas ¿No es así?
—Sí.
—También es manifiesto que hay muchas y grandes disputas en torno a esto.
—Sin duda.
—Ahora bien, es patente que, respecto de las cosas justas y bellas, muchos se atienen a las apariencias y, aunque no sean justas ni bellas, actúan y las adquieren como si lo fueran; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con poseer apariencias, sino que buscan cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas.
—Así es.
—Veamos. Lo que toda alma persigue y por lo cual hace todo, adivinando que existe, pero sumida en dificultades frente a eso y sin poder captar suficientemente qué es, ni recurrir a una sólida creencia como sucede respecto de otras cosas —que es lo que hace perder lo que puede haber en ella de ventajoso—; algo de esta índole y magnitud, ¿diremos que debe permanecer en tinieblas para aquellos que son los mejores en el Estado y con los que hemos de llevar a cabo nuestros intentos?
—Ni en lo más mínimo.
—Pienso, en todo caso, que, si se desconoce en que sentido las cosas justas y bellas del Estado son buenas, no sirve de mucho tener un guardián que ignore esto en ellas; y presiento que nadie conocerá adecuadamente las cosas justas y bellas antes de conocer en que sentido son buenas.
—Presientes bien.
—Pues entonces nuestro Estado estará perfectamente organizado, si el guardián que lo vigila es alguien que posee el conocimiento de estas cosas.
—Forzosamente. Pero tú, Sócrates, ¿qué dices que es el bien? ¿Ciencia, placer o alguna otra cosa?
—¡Hombre! Ya veo que no te contentaras con lo que opinen otros acerca de eso.
—Es que no me parece correcto, Sócrates, que haya que atenerse a las opiniones de otros y no a las de uno, tras haberse ocupado tanto tiempo de esas cosas.
—Pero ¿es que acaso te parece correcto decir acerca de ellas, como si se supiese algo que no se sabe?
—Como si se supiera de ningún modo, pero sí como quien está dispuesto a exponer, como su pensamiento, aquello que piensa.
—Pues bien —dije—. ¿No percibes que las opiniones sin ciencia son todas lamentables? En el mejor de los casos ciegas. ¿O te parece que los ciegos que hacen correctamente su camino se diferencian en algo de los que tienen opiniones verdaderas sin inteligencia?
—En nada.
—¿Quieres acaso contemplar cosas lamentables, ciegas y tortuosas, en lugar de oírlas de otros claras y bellas?
—¡Por Zeus! —exclamó Glaucón—. No te retires, Sócrates, como si ya estuvieras al final. Pues nosotros estaremos satisfechos si, del modo en que discurriste acerca de la justicia, la moderación y lo demás, así discurres acerca del bien.
—Por mi parte yo también estaré más que satisfecho. Pero me temo que no sea capaz y que, por entusiasmarme, me desacredite y haga el ridículo. Pero dejemos por ahora, dichosos amigos, lo que es en sí mismo el Bien; pues me parece demasiado como para que el presente impulso permita en este momento alcanzar lo que juzgo de él. En cuanto a lo que parece un vástago del Bien y lo que más se asemeja, en cambio, estoy dispuesto a hablar, si os place a vosotros; si no, dejamos la cuestión.
—Habla entonces, y nos debes para otra oportunidad el relato acerca del padre.
—Ojalá que yo pueda pagarlo y vosotros recibirlo; y no sólo los intereses, como ahora; por ahora recibid esta criatura y vástago del Bien en sí. Cuidaos que no os engañe involuntariamente de algún modo, rindiéndoos cuenta fraudulenta del interés.
—Nos cuidaremos cuanto podamos; pero tú limítate a hablar.
—Para eso debo estar de acuerdo con vosotros y recordaros lo que he dicho antes y a menudo hemos hablado en otras oportunidades.
—¿Sobre qué?
—Que hay muchas cosas bellas, muchas bellas, y así, con cada multiplicidad, decimos que existe y las distinguimos con el lenguaje.
—Lo decimos, en efecto,
—También afirmamos que hay algo Bello en sí y Bueno en sí y, análogamente, respecto de todas aquellas cosas que postulábamos como múltiples; a la inversa, a su vez postulamos cada multiplicidad como siendo una unidad, de acuerdo con una Idea única, y denominamos a cada una “lo que es”.
—Así es.
—Y en aquellas cosas decimos que son vistas pero no pensadas, mientras que, por su parte, las Ideas son pensadas, mas no vistas.
—Indudablemente.
—Ahora bien, ¿por medio de que vemos las cosas sensibles?
—Por medio de la vista.
—En efecto, y por medio del oído las audibles, y por medio de las demás percepciones las cosas perceptibles. ¿No es así?
—Sí.
—Pues bien, ¿has advertido que el artesano de las percepciones modeló mucho más perfectamente la facultad de ver y de ser visto?
—En realidad, no.
—Examina lo siguiente: ¿hay algo de otro género que el oído necesita para oír y la voz para ser oída, de modo que, si este tercer género no se hace presente, uno no oirá y la otra no se oirá?
—No, nada.
—Tampoco necesitan de algo de esa índole muchos otros poderes, pienso, por no decir ninguno. ¿O puedes decir alguno?
—No, por cierto.
—Pero, al poder de ver y de ser visto, ¿no piensas que le falta algo?
—¿Qué cosa?
—Si la vista está presente en los ojos y lista para que se use de ella, y el color está presente en los objetos, pero no se añade un tercer género que hay por naturaleza específicamente para ello, bien sabes que la vista no verá nada y los colores serán invisibles.
—¿A qué te refieres?
—A lo que tú llamas “luz”.
—Dices la verdad.
—Por consiguiente, el sentido de la vista y el poder de ser visto se hallan ligados por un vínculo de una especie nada pequeña, de mayor estima que las demás ligazones de los sentidos, salvo que la luz no sea estimable.
—Está muy lejos de no ser estimable.
—Pues bien, ¿a cual de los dioses que hay en el cielo atribuyes la autoría de aquello por lo cual la luz hace que la vista vea y que las más hermosas cosas sensibles sean vistas?
—Al mismo que tú y que cualquiera de los demás, ya que es evidente que preguntaste por el sol.
—Y la vista, ¿no es por naturaleza en relación a este dios lo siguiente?
—¿Cómo?
—Ni la vista misma, ni aquello en lo cual se produce —lo que llamamos “ojo”— son el sol.
—Claro que no.
—Pero es el más afín al sol, pienso, de los órganos que conciernen a los sentidos.
—Con mucho.
—Y la facultad que posee, ¿no es algo así como un fluido que le es dispensado por el sol?
—Ciertamente.
—En tal caso, el sol no es la vista pero, al ser su causa, es visto por ella misma.
—Así es.
—Entonces ya podéis decir que entendía yo por el vástago del Bien, al que el Bien ha engendrado análogo a sí mismo. De este modo, lo que en el ámbito inteligible es el Bien respecto de la inteligencia y lo que se intelige, esto es el sol en el ámbito visible respecto de la vista y de lo que se ve.
—¿Cómo? Explícate.
—Bien sabes que los ojos, cuando se los vuelve sobre objetos cuyos colores no están iluminados por la luz del día sino por el resplandor de la luna, ven débilmente, como si no tuvieran claridad en la vista.
—Efectivamente.
—Pero cuando el sol brilla sobre ellos, ven nítidamente, y parece como si estos mismos ojos tuvieran la claridad.
—Sin duda.
—Del mismo modo piensa así lo que corresponde al alma: cuando fija su mirada en objetos sobre los cuales brilla la verdad y lo que es, intelige, conoce y parece tener inteligencia: pero cuando se vuelve hacia lo sumergido en la oscuridad, que nace y perece, entonces opina y percibe débilmente con opiniones que la hacen ir de aquí para allá, y da la impresión de no tener inteligencia.
—Eso parece en efecto.
—Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y otorga al que conoce el poder de conocer, puedes decir que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia y de la verdad, concíbela como cognoscible, y aún siendo bellos tanto el conocimiento como la verdad, si estimamos correctamente el asunto, tendremos a la Idea del Bien por algo distinto y más bello por ellas. Y así como dijimos que era correcto tomar a la luz y a la vista por afines al sol pero que no sería erróneo creer que son el sol, análogamente ahora es correcto pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia, son afines al Bien, pero sería equivocado creer que una u otra fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho más digna de estima.
—Hablas de una belleza extraordinaria, puesto que produce la ciencia y la verdad, y además está por encima de ellas en cuanto a hermosura. Sin duda, no te refieres al placer.
—¡Dios me libre! Más bien sigue examinando nuestra comparación.
—¿De que modo?
—Pienso que puedes decir que el sol no sólo aporta a lo que se ve la propiedad de ser visto, sino también la génesis, el crecimiento y la nutrición, sin ser él mismo génesis.
—Claro que no.
—Y así dirás que a las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el existir y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a potencia.
Y Glaucón se echó a reír:
—¡Por Apolo!, exclamó. ¡Qué elevación demoníaca!
—Tú eres culpable —repliqué—, pues me has forzado a decir lo que pensaba sobre ello.
—Está bien; de ningún modo te detengas, sino prosigue explicando la similitud respecto del sol, si es que te queda algo por decir.
—Bueno, es mucho lo que queda.
—Entonces no dejes de lado ni lo más mínimo.
—Me temo que voy a dejar mucho de lado; no obstante, no omitiré lo que en este momento me sea posible.
—No, por favor.
—Piensa entonces, como decíamos, cuáles son los dos que reinan: uno, el del género y ámbito inteligibles; otro, el del visible, y no digo “el del cielo” para que no creas que hago un juego de palabras. ¿Captas estas dos especies, la visible y la inteligible?
—Las capto.
—Toma ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género que no se ve y otra la de que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas; así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo “imágenes” en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y a todas las cosas que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta.
—Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imágenes, a la que corresponden los animales que viven en nuestro derredor, así como todo lo que crece, y también el género íntegro de cosas fabricadas por el hombre.
—Pongámoslo.
—¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado?
—Estoy muy dispuesto.
—Ahora examina si no hay que dividir también la sección de lo inteligible.
—¿De qué modo?
—De éste. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a partir de supuestos, marchando no hasta el principio sino hasta una conclusión. Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imágenes —a diferencia del otro caso—, efectuando el camino con Ideas mismas y por medio de Ideas.
—No he aprehendido suficientemente esto que dices.
—Pues veamos nuevamente; será más fácil que entiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los que se ocupan de la geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figuras y las tres clases de ángulos y cosas afines, según lo que investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que deban dar cuentas de ellas ni a sí mismos ni a otros, como si fueran evidentes a cualquiera; antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aquello que proponían al examen.
—Sí, esto lo sé.
—Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acera de ellas, aunque no pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales estas se parecen, discurriendo en vista el Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí, y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran y dibujan se sirven como imágenes, buscando divisar de otro modo con el pensamiento.
—Dices verdad.
—A esto me refería como la especie inteligible. Pero en esta primera sección, el alma se ve reforzada a servirse de supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de los que eran sus imitaciones.
—Comprendo que te refieres a la Geometría y a las artes afines.
—Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio de todo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de las Ideas, a través de Ideas y en dirección a Ideas, hasta concluir en Ideas.
—Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enorme: quieres distinguir lo que de lo real e inteligible es estudiado por la ciencia dialéctica, estableciendo que es más claro que lo estudiado por las llamadas “artes”, para las cuales los supuestos son principios. Y los que los estudian se ven forzados a estudiarlos por medio del pensamiento discursivo, aunque no por los sentidos. Pero a raíz de no hacer el examen avanzando desde un principio sino a partir de supuestos, te parece que no poseen inteligencia acerca de ellos, aunque sean inteligibles junto a un principio. Y creo que llamas “pensamiento discursivo” al estado mental de los geómetras y similares, pero no “inteligencia”; como si el “pensamiento discursivo” fuera algo intermedio entre la opinión y la inteligencia.
—Entendiste perfectamente. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma; inteligencia, a la suprema; pensamiento discursivo, a la segunda; a la tercera asigna la creencia y a la cuarta la conjetura; y ordénalas proporcionalmente, considerando que cuanto más participen de la verdad tanto más participan de la claridad.
—Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices.
[Los fundamentos de la metafísica: la existencia del alma, de Dios y del mundo]
No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice, pues son tan metafísicas y tan poco comunes que quizá no sean del gusto de todo el mundo. Y, sin embargo, a fin de que se pueda juzgar si los fundamentos que había adoptado son lo bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas.
[1. La búsqueda del criterio de verdad]
[1.1. La duda metódica]
Hacía mucho tiempo que había advertido que, tal como se ha dicho anteriormente, en lo referente a las costumbres, es preciso seguir a veces opiniones que se sabe son muy inciertas, como si fueran indudables, pero, dado que entonces sólo deseaba entregarme a la investigación de la verdad, pensé que era necesario que hiciese todo lo contrario, y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, a fin de ver si después de esto, no me quedaría alguna cosa en mi creencia que fuera enteramente indudable. Así, puesto que nuestros sentidos en ocasiones nos engañan, quise suponer que no había nada que fuese tal como ellos nos lo hacen imaginar. Y como hay hombres que se equivocan al razonar, incluso sobre las cuestiones más simples de geometría, y cometen en ellas paralogismo, juzgando que estaba expuesto a errar como cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que antes había aceptado por demostraciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pueden también sobrevenirnos cuando dormimos, sin que entonces haya ninguno que sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños.
[1.2. La primera certeza]
Pero inmediatamente después advertí que, mientras quería pensar así que todo era falso, era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y, reparando que esta verdad: “pienso, luego soy”, era tan firme y tan segura que todas las suposiciones más extravagantes de los escépticos no eran capaces de conmoverla, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba.
[2. El alma: su naturaleza y su distinción del cuerpo]
Luego, al examinar con atención lo que yo era y al ver que podía fingir que no tenía cuerpo alguno, y que ni había mundo ni lugar alguno en el que yo me hallase, pero que no podía fingir por eso que no era nada, y que, por el contrario, de esto mismo que pensaba de dudar de la verdad de las demás cosas, se deducía muy evidente y ciertamente que yo era, mientras que, si hubiera tan sólo dejado de pensar, aunque todo el resto de lo que había imaginado hubiera sido verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo fuese, conocí por esto que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar y que, para ser, no necesita de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material. De modo que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, e incluso más fácil de conocer que él y que, aunque él no fuese, (el alma), no dejaría en modo alguno de ser todo lo que es.
Después de esto, consideré en general lo que es exigible a una proposición para que sea verdadera y cierta, pues ya que acababa de encontrar una que sabía que era tal, pensé que debía saber también en que consiste esta certidumbre. Y habiendo observado que no hay nada en ésta (proposición): “yo pienso, luego yo soy”, que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgué que podía asumir como regla general que las cosas que nosotros concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; pero que hay sólo alguna dificultad en advertir bien cuáles son las que nosotros concebimos distintamente.
[3. Dios: pruebas de su existencia y naturaleza]
[3.1. Prueba gnoseológica: la idea innata de un ser perfecto]
A continuación, reflexionando sobre el hecho de que dudaba y que, por consiguiente, mi ser no era del todo perfecto, pues advertía claramente que era mayor perfección conocer que dudar, trate de indagar de dónde había aprendido a pensa en algo más perfecto de lo que yo era, y conocí con evidencia que debía ser de alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta. Respecto a los pensamientos que tenía de muchas otras cosas fuera de mi, como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otras mil, no me era tan difícil saber en modo alguno de dónde procedían, porque, no observando en ellos nada que me pareciese hacerlos superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderos, dependían de mi naturaleza en tanto que ella posee alguna perfección, y si no lo eran, los tenía de la nada, es decir, que estaban en mi por lo imperfecto que yo era. Pero, no podía ser lo mismo sobre la idea de un ser más perfecto que el mío, pues el que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible; y, puesto que no hay menos repugnancia en que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que la que hay en que de la nada proceda alguna cosa, tampoco podía proceder (tal idea) de mí mismo. De suerte que sólo restaba el que ésta (idea) hubiese sido puesta en mí por otra naturaleza que fuera verdaderamente más perfecta que yo lo era, e incluso, que tuviese en sí todas las perfecciones de las que pudiera tener alguna idea, es decir, para decirlo con una palabra, que fuese Dios.
[3.2. Prueba de la causalidad: la imperfección y dependencia de mi ser]
A lo cual se agregaba que, puesto que conocía algunas perfecciones que no tenía en modo alguno, no era yo el único ser que existía (usaré libremente aquí, si os parece bien, los vocablos de la Escuela), sino que era preciso de necesidad que existiese algún otro (ser) más perfecto, del cual yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues, si hubiese tenido por mí mismo lo poco en que participaba del ser perfecto, por la misma razón hubiera podido tener por mí mismo todo lo demás que sabía me faltaba, y así, ser yo mismo infinito, eterno, inmutables, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía admitir que son de Dios.
[3.3. Naturaleza y propiedades divinas]
Así pues, siguiendo los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios, en tanto que la mía era capaz de ello, me bastaba sólo considerar, de todas las cosas que encontraba en mí alguna idea, si era perfección o no el poseerlas, y estaba seguro de que ninguna de las que manifiestan cierta imperfección estaba en Él, sino que todas las demás estaban en Él. Así advertí que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no podían estar en Él, puesto que yo mismo me hubiese alegrado mucho de verme exento de ella. Además de esto, tenía ideas sobre muchas cosas sensibles y corporales, porque aun suponiendo que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, no podía negar, sin embarazo, que estas ideas no estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Mas, dado que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición denota dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, de aquí deduje que el estar compuesto de estas dos naturalezas no podía ser una perfección en Dios y que, por consiguiente, no lo estaba; pero que, si había algunos cuerpos en el mundo, o algunas inteligencias, y otras naturalezas que no fuesen del todo perfectas, su ser debía depender de su poder (divino), de tal modo que no podrían subsistir ni un solo momento sin Él.
[3.4. Prueba ontológica: la idea misma de perfección implica la existencia]
Después de esto quise indagar otras verdades y, habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo, o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisibles en varias partes que podían adoptar diversas figuras y tamaños y ser movidas o trasladadas de muchas maneras, pues los geómetras suponen esto en su objeto, recorrí algunas de las demostraciones más simples. Y, al advertir que esa gran certeza que todo el mundo les atribuye sólo se fundamenta en que se las concibe con evidencia, según las reglas que he dicho antes, también advertí que no había nada en ellas que me asegurase la existencia de su objeto. Pues, por ejemplo, veía bien que, suponiendo un triángulo, era necesario que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero no por eso veía nada que me asegurase que hubiese en el mundo triángulo alguno. Por el contrario, volviendo a examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba incluida en ella, del mismo modo que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o, en la (idea) de una esfera, que todas las pares son equidistantes de su centro, o incluso las más evidentes; y que, por consiguiente, es por lo menos tan cierto que Dios, que es este ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría.
[3.5. El conocimiento de Dios y del alma]
Pero lo que hace que muchos estén persuadidos de que hay dificultad en conocerle, e incluso también en conocer lo que es su alma, es que no elevan nunca su espíritu por encima de las cosas sensibles y que están de tal modo acostumbrados a no considerar nada que no puedan imaginar, lo cual es un modo particular de pensar en las cosas materiales, que todo lo que no es imaginable les parece ser ininteligible. Incluso es bastante manifiesto que aquello que los filósofos tienen por máxima, en las escuelas, que nada hay en el entendimiento que no haya estado primero en los sentidos, cuando, sin embargo, es cierto que las ideas de Dios y del alma jamás lo estuvieron. Y me parece que los que quieren usar de su imaginación para comprenderlas, obran exactamente lo mismo que si, para oír los sonidos o sentir los olores, quisieran servirse de sus ojos, aunque con esta diferencia, que el sentido de la vista no nos asegura la verdad de sus objetos menos que lo hacen los del olfato o del oído; mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos jamás podrían asegurarnos nada si no interviniera en ella nuestro entendimiento.
[4. La existencia del mundo exterior]
[4.1. La veracidad y perfección divinas garantía de toda evidencia]
En fin, si todavía hay hombres que, por las razones que he expuesto, no estén bastante convencidos de la existencia de Dios y de su alma, quiero que sepan que todas las demás cosas que tal vez se crean más seguros, como tener un cuerpo, que hay astros y una tierra, y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque tengamos una seguridad moral de estas cosas tan grande que parece no se pueda dudar de ellas, a menos de ser un hombre extravagante, sin embargo, también a menos de ser poco razonable, cuando es cuestión de una certeza metafísica, no puede negarse que sea motivo suficiente para no estar completamente seguro de ellas el haber advertido que se puede del mismo modo imaginar, estando dormidos, que se tiene cuerpo, que se ven otros astros y otra tierra, sin que nada de eso sea. Porque, ¿cómo se sabe que los pensamientos que vienen en sueño son más falsos que los demás, dado que a menudo no son menos vivos y precisos? Y aunque los mejores espíritus lo estudien tanto como les plazca, no creo que puedan dar razón alguna que sea suficiente para desvanecer esta duda si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, eso mismo que he tomado entes como regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, no es seguro más que a causa de que Dios es o existe, y que es un ser perfecto y todo cuanto es en nosotros procede de Él. De donde se deduce que nuestras ideas o nociones, siendo cosas reales y que proceden de Dios en todo cuanto son claras y distintas, no pueden en eso ser sino verdaderas. De manera que si tenemos a menudo (ideas o nociones) que contienen falsedad, esto sólo puede provenir de aquellas que tienen algo de confuso y obscuro, puesto que en eso participan de la nada, es decir, que en nosotros son así de confusas porque no somos del todo perfectos. Y es evidente que no hay menos repugnancia en que la falsedad o la imperfección como tales procedan de Dios, que la que hay en que la verdad o perfección procedan de la nada. Mas sino supiéramos que todo cuanto hay en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas no tendrían ninguna razón que nos asegurase que tuviesen la perfección de ser verdaderas.
[4.2. Dios, fundamento de la verdad de las ideas del mundo exterior]
Ahora bien, después de que el conocimiento de Dios y del alma nos ha garantizado de este modo la certeza de esta regla, es muy fácil conocer que las fantasías que imaginamos estando dormidos no deben de ningún modo hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos estando despiertos, pues si ocurriese que, incluso durmiendo, se tuviera alguna idea muy distinta, como, por ejemplo, que un geómetra inventara alguna nueva demostración, su sueño no le impediría ser verdadera. Y en cuanto al error más frecuente de nuestros sueños, que consiste en que nos representan diversos objetos de la misma manera como lo hacen nuestros sentidos externos, no importa que nos dé ocasión de desconfiar de la verdad de tales ideas, puesto que también pueden engañarnos con frecuencia sin que durmamos: como cuando quienes padecen ictericia lo ven todo de color amarillo, o que los astros u otros cuerpos muy lejanos nos parecen más pequeños de lo que son. Porque, en fin, bien que estemos despiertos bien que durmamos, no debemos nunca dejarnos persuadir más que por la evidencia de nuestra razón. Y adviértase que digo de nuestra razón y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos. Así, aunque veamos el sol muy claramente, no por ello debemos juzgar que sea del tamaño con que lo vemos; y podemos muy bien imaginar distintamente una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra sin que por eso sea necesario concluir que hay en el mundo una quimera, porque la razón no nos dicta nada de que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero. Pero sí nos asegura que todas nuestras ideas o nociones deben de tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible que Dios, que es totalmente perfecto y verdadero, las hubiese puesto en nosotros sin eso. Y dado que nuestros razonamientos no son nunca tan evidentes y tan completos tanto en el sueño como durante la vigilia, aunque a veces nuestras imaginaciones sean entonces tanto más vivas y precisas (razón), nos dicta también que nuestros pensamientos no pueden ser todos verdaderos porque no somos totalmente perfectos, lo que tienen de verdad debe hallarse de modo infalible en los que tenemos estando despiertos más que en los de nuestros sueños.
La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración.
La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de dirección ajena (naturaliter majorennes); y por eso es tan fácil para otros el erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otros asumirán para mi tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso por la gran mayoría de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan grande, pues ellos aprenderían a caminar solos después de unas cuantas caídas; sin embargo, un ejemplo de tal naturaleza les asusta y, por lo general les hace desistir de todo posterior intento.
Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional —o más bien abuso— de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso seguro.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, algo que es casi inevitable si se le deja en libertad. Ciertamente, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, incluso entre los establecidos tutores de la gran masa, los cuales, después de haberse autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su alrededor el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí se ha de señalar algo especial: aquél público que anteriormente había sido sometido a ese yugo por ellos obliga, más tarde a los propios tutores a someterse al mismo yugo; y esto es algo que sucede cuando el público es incitado a ello por algunos de sus tutores incapaces de cualquier Ilustración. Por eso es tan perjudicial inculcar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus mismos predecesores y autores. De ahí que el público pueda alcanza sólo lentamente la Ilustración. Quizá mediante una revolución sea posible derrocar el despotismo personal junto a la opresión ambiciosa y dominante, pero nunca se consigue la verdadera reforma del modo de pensar, sino que tanto los nuevos como los viejos prejuicios servirán de riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento.
Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad, y, por cierto, la menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón. Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis! El oficial dice: ¡No razones, adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El sacerdote: ¡No razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice: razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced.) Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿qué limitación impide la ilustración? Y, por el contrario, ¿cuál la fomenta? Mi respuesta es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo este uso puede traer Ilustración entre los hombres. En cambio, el uso privado de la misma debe ser a menudo estrechamente limitado, sin que ello obstaculice, especialmente, el progreso de la Ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón aquel que alguien hace de ella en cuanto docto (Gelehrter) ante el gran público del mundo de los lectores. Llamo uso privado a la misma utilización que le es permitido hacer de un determinado puesto civil o función pública. Ahora bien, en algunos asuntos que transcurren a favor del interés del público se necesita un cierto mecanicismo, léase unanimidad artificial, en virtud de la cual algunos miembros del Estado tienen que comportarse pasivamente, para que el gobierno los guíe hacia fines públicos o, al menos, que impida la destrucción de estos fines. En tal caso, no está permitido razonar, sino que se tiene que obedecer. En tanto que esta parte de la máquina es considerada como un miembro en la totalidad de un Estado o, incluso, de la sociedad cosmopolita y, al mismo tiempo, en calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público usando verdaderamente su entendimiento, puede razonar, por supuesto, sin que por ello se vean afectados los asuntos en los que se está utilizando, en parte como miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy perturbador si un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el servicio acera de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que obedecer. Sin embargo, no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los efectos del servicio militar y exponerlos ante el juicio de su público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados; incluso una mínima crítica a tal carga, en el momento en que debe pagarla, puede ser castigada como escándalo (pues podría dar ocasión a desacatos generalizados). Por el contrario, él mismo no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente su pensamiento contra la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. Del mismo modo, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en ella bajo esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad e, incluso el deber de comunicar al público sus bienintencionados pensamientos, cuidadosamente examinados, acerca de los defectos de ese símbolo, así como hacer propuestas para el mejoramiento de las instituciones de la religión y de la iglesia. Tampoco hay que hacer nada que pudiera ser un cargo de conciencia, pues lo que enseña en virtud de su puesto como encargado de los asuntos de la iglesia lo presenta como algo que no puede enseñar según su propio juicio, sino que él está en su puesto para exponer según prescripciones y en nombre de otro. Dirá: nuestra iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales de las que se vale. En tal caso, extraerá toda la utilidad práctica para su comunidad de principios que él mismo no aceptara con plena convicción; a cuya exposición, del mismo modo, puede comprometerse, pues no es imposible que en ellos se encuentre escondida alguna verdad que, al menos, en todos los casos no se halle nada contradictorio con la religión íntima. Sí él creyera encontrar esto último en la verdad, no podría en conciencia ejercer su cargo; tendría que renunciar. Así pues, el uso que un predicador hace de su razón ante su comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión familiar. Y con respecto a la misma él, como sacerdote, no es libre, ni tampoco le está permitido como docto que habla mediante escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo; el sacerdote, en el uso público de su razón, gozaría de una libertad ilimitada para servirse de ella y para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos espirituales) sean otra vez menores de edad constituye un despropósito que desemboca en la eternización de las insensateces.
Pero, ¿no debería estar autorizada una sociedad de sacerdotes, por ejemplo, un sínodo de la iglesia o una honorable classis (como la llaman los holandeses) a comprometerse, bajo juramento, entre sí a un cierto símbolo inmutable para llevar a cabo una indeterminable y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de estos, sobre el pueblo, eternizándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un contrato semejante, que excluiría para siempre toda ulterior Ilustración del género humano, es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), depurarlos de errores y, en general, avanzar en la Ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste, justamente, en ese progresar. Por lo tanto, la posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos acuerdos, aceptados de forma incompetente y ultrajante. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo reside en la siguiente pregunta ¿podría un pueblo imponerse a sí mismo semejante ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor para introducir un nuevo orden, que, al mismo tiempo, dejara libre a todo ciudadano, especialmente a los sacerdotes, para, en cuanto doctos, hacer observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de las deficiencias de dicho orden. Mientras tanto, el orden establecido tiene que perdurar, hasta que la comprensión de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido y confirmado públicamente, de modo que mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no de todos) se pudiese elevar al trono una propuesta para proteger aquellas comunidades que se han unido para una reforma religiosa, conforme a los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran seguir fieles a la antigua lo hagan así. Pero es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debería ser puesta en duda por nadie, ni tan siquiera por el plazo de duración de la vida humana, ya que con ello se destruiría un período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento y, con ello, lo haría estéril y nocivo. En lo que concierne a su propia persona, un hombre puede eludir la Ilustración, pero sólo por un cierto tiempo en aquellas materias que está obligado a saber, pues renunciar a ella, aunque sea en pro de su persona, y con mayor razón todavía para la posteridad, significa volar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero, si a un pueblo no le está permitido decidir por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en nombre de aquél, pues su autoridad legisladora descansa, precisamente, en que reúne la voluntad de todo el pueblo en la suya propia. Si no pretende otra cosa que no sea que toda real o presunta mejora sea compatible con el orden ciudadano, no podrá menos que permitir a sus súbditos que actúen por sí mismos en lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Esto no le concierne al monarca; sí, en cambio, el evitar que unos y otros se entorpezcan violentamente en el trabajo para su promoción y destino según todas sus capacidades. El monarca agravia su propia majestad si se mezcla en estas cosas, en tanto que somete a su inspección gubernamental los escritos con los que sus súbditos intentan poner en claro sus opiniones, a no ser que lo hiciera convencido de que su opinión es superior, en cuyo caso se expone al reproche Caesar no est supra Grammaticos, o bien que rebaje su poder supremo hasta el punto de que ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de sus súbditos.
Si nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada, la respuesta es no, pero sí en una época de Ilustración. Todavía falta mucho para que los hombres, tal como están las cosas, considerados en su conjunto, puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Sin embargo, es ahora cuando se les ha abierto el espacio para trabajar libremente en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que disminuyen continuamente los obstáculos para una Ilustración general, o para la salida de la autoculpable minoría de edad. Desde este punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí mismo declarar que considera como un deber no prescribir nada a los hombres en materia de religión, sino que les deja en ello plena libertad y que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalcen con agradecimiento. Por lo menos, fue el primero que desde el gobierno sacó al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad de servirse de su propia razón en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo el gobierno del príncipe, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes ministeriales— pueden someter al examen del mundo, en su calidad de doctos, liberes y públicamente, aquellos juicios y opiniones que en ciertos puntos se desvían del símbolo aceptado; con mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se expande también exteriormente, incluso allí donde debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca su misión. Este ejemplo nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más mínimo por la tranquilidad pública y la unidad del Estado. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial, en esa condición.
He situado el punto central de la Ilustración, a saber, la salida del hombre de su culpable minoría de edad, preferentemente, en cuestiones religiosas, porque en lo que atañe a las artes y las ciencias nuestros dominadores no tienen ningún interés en ejercer de tutores sobre sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial y humillante. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y comprende que, incluso en lo que se refiere a su legislación, no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquélla, aunque contenga una franca crítica a la existente. También en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipo al que nosotros honramos.
Pero sólo quien por ilustrado no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un numeroso y disciplinado ejército, que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad pública, puede decir lo que ningún Estado libre se atreve a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí un extraño e inesperado curso de las cosas humanas, pues sucede que, si lo consideramos con detenimiento y en general, entonces casi todo en él es paradójico. Un mayor grado de libertad ciudadana parece ser ventajosa para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija barreras infranqueables. En cambio, un grado menor de libertad le procura el ámbito necesario para desarrollarse con arreglo a todas sus facultades. Una vez que la naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y vocación al libre pensar; este hecho repercute gradualmente sobre el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta llegar a invadir a los principios del gobierno, que encuentra ya posible tratar al hombre, que es algo más que una máquina, conforme a su dignidad.
Epistemológica: que tiene relación con la teoría o naturaleza del conocimiento.
En la Odisea, las almas recuperan la conciencia al beber sangre de carnero. Piénsese en las leyendas de vampiros.
Lo cual concuerda con la existencia observada del mar más allá de las columnas de Hércules, el estrecho de Gibraltar.
Origen, orden y estructura última de la realidad.
Los presocráticos no distinguían categorialmente entre una sustancia, el agua, por ejemplo, y una cualidad, la humedad.
Ontología: Estudio exclusivo del ser o ente en toda su generalidad o abstracción.
En este caso se refiere al significado de medida, proporción.
Seguidor de Heráclito.
Se refiere a las afirmaciones de que todo fluye y que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río.
En conmemoración del mito de Deméter-Perséfone se celebraban una serie de ritos y fiestas: los Misterios Eleusinos y las grandes y pequeñas Dionisas, fiestas en las que se constituían procesiones con falos gigantescos de piedra, se producían orgías, iniciaciones místicas,...
El mito referido es el del rapto de Perséfone, también llamada Core, por Hades. Ante la pérdida de su hija, Deméter convierte la tierra en un erial hasta que se admite que Perséfone pase tres meses con Hades —los meses de invierno— y los restantes con su madre en la superficie.
Principio de no-contradicción: no (p y no-p).
Entendida en este caso como lucha o tensión.
El eleata vuelve a la forma de exposición antigua de la lírica griega.
Los griegos no tenían dos palabras distintas como ser y existir, sino una sola, el verbo >ððððð
La esfera era la figura geométrica más perfecta hasta Kepler.
Si hemos de hacer caso a la famosa expresión que zanjaba cualquier discusión: ðððòs >ððð, “el mismo lo ha dicho”.
La Matemática era la totalidad del conocimiento, no la especialidad formal que hoy conocemos.
El monocordio era un instrumento musical de una sola cuerda.
Aristóteles dirá que hacían surgir cosas con peso a partir de cosas con él, que confundieron la causa material con la causa formal.
En el mundo homérico, el alma (psijé) es una especie de sombra o soplo que escapa por la nariz, o por las heridas, como última exhalación y que acaba en el Hades, sin conciencia, voluntad o memoria.
Doctrina soma-sema. Se trata de la doctrina de la metempsicosis o transmigración de las almas, según la cual los puros se encarnan en lo puro, los impuros en lo impuro —por ello son necesarias las catarsis.
Fuego, agua, tierra y aire, que vienen a ser como el Uno parmenídeo pero multiplicado por cuatro, pues no son generados y son inalterables.
Se ha sostenido que los milesios eran hylozoístas, esto es, que pensaban en el agua, el aire, etc. como seres vivos.
Un homeómero, para Aristóteles, es una sustancia cuyas partes son completamente semejantes al todo, por lo que esas partes llevan el mismo nombre que el todo. Así, un corazón no es un homeómero, pues se compone de partes que no son también corazones, pero el oro, la carne, el hueso, el pelo, etc., pueden dividirse en partes más pequeñas que llamamos respectivamente oro, carne, hueso y pelo.
El siglo v será llamado por la posteridad el Siglo de las luces de Grecia.
El Areópago era una especie de Cámara de los Lores.
Lingüística, política, gramática, oratoria, retórica.
Esta oposición Physis / Nomos constituye uno de los temas predilectos de los sofistas de cuyo debate nos hacemos eco cada vez que discutimos si el patriarcado, la homosexualidad, el amor, la violencia... son culturales, aprendidos y relativos, o son “naturales” favorecidos por alguna disposición genética concreta.
Disoi logoi: dos argumentos igualmente sostenibles, pero defendiendo tesis contrarias.
De ahí el nombre de la comedia, Las nubes.
Guerra del Peloponeso. Es la guerra entre Atenas y Esparta que se extendió desde el 431 al 404, con la victoria de los segundos.
Mayéutica.
A esto se le ha llamado el conceptualismo socrático.
Más concretamente, por "introducir dioses nuevos y corromper a la juventud”.
Aristóteles lo llamó akrasía.
Son los diálogos socráticos
Libro I de la República
Primer viaje a Sicilia
En el 367 realiza su segundo viaje a Sicilia
A esto Aristóteles lo llamó el argumento del uno sobre muchos.
A esta tesis Aristóteles la llamó el argumento desde las ciencias.
Entre las sombras y las ideas
Como hicieron con Sócrates
En el Sofista se da el primer análisis correcto de no-ser relativo: “Pedro no es rubio” no es lo mismo que “Pedro no es”
Cada idea es idéntica a sí misma y diferente de las demás
En tanto que son entidades que existen en mundo separado, el topos hyperuranós
Lo lógico sería el suicidio, pero aquí, como en el cristianismo, la vida es un don que sólo poseemos en usufructo, no en propiedad.
Timeo.
En el Fedón concebida como una unidad; para que podamos aplicar el argumento del alma tripartita, debemos suponer que Platón se refería únicamente al alma racional.
Tengamos en cuenta que para los griegos Psijé -- y vida, -s, - eran sinónimos: lo “psíquico “era lo “viviente”.
Representa la parte irascible del alma, el ánimo
Representa la parte concupiscible del alma
Esto no está claro: a veces Platón sugiere que se escoge el tipo de vida, pero en el Fedón, por ejemplo, advierte que los desenfrenados se convertirán en asnos, los tiranos en lobos, etc. etc.
Aritmética, geometría y astronomía
El ciudadano para Aristóteles era el varón, adulto, griego y libre.
Este concepto tiene dos significados en Aristóteles: es la constitución y la distribución de los poderes generales, por una parte, y un régimen político en particular, el más justo.
El equivalente político del justo medio moral.
La de la fe y la de la Razón o la Ciencia, que pueden decir cosas distintas sin contradecirse jamás.
Sobre las revoluciones de los orbes celestes
Diferencia de posición relativa de las estrellas respecto de un punto dado cuando comparamos lo que vemos en el afelio y el perihelio.
Según Pirrón de Elis la evidencia es insuficiente para determinar si es posible algún conocimiento, y, por lo tanto, hay que suspender el juicio sobre cuestiones relativas al conocimiento.
No en el sentido de reducirlo todo a números, sino en el de reducirlo todo a un cierto orden.
La idea de Dios, del yo o del alma, de causa, de sustancia, del pensamiento, de la extensión, de la existencia...
Yo soy una sustancia, Dios es otra y los objetos materiales son otras tantas.
Tesis que podemos llamar, como en Platón, dualismo ontológico.
La estética, la política, la historia, la ética...
Ética demostrada según el orden geométrico.
O lo que es lo mismo “analítico-sintético”, como en Descartes.
Discours sur les progrès successifs de l'esprit humain, 1750
Esquisse d'un tableau historique des progrès de l'esprit humain, 1794
Son conceptos cuando hablamos de ellos, metalingüísticamente, en sí son intuiciones.
También con causa-efecto.
No podemos entender conceptualmente un mundo sin que existan cosas permanentes en el tiempo (y el espacio).
Las realidades se determinan en parte por las condiciones subjetivas.
Por eso liga la autoconciencia a la utilización de conceptos y porque esa unidad sólo puede provenir de una conciencia.
Kant llama a esto un “principio a priori del entendimiento.
Lo incondicionado es aquello que está más allá de los fenómenos empíricos.
Un nuevo uso del concepto de “razón” que aclararemos más tarde, pero digamos de momento que la razón tiene básicamente un uso teórico y un uso práctico, moral.
El paralogismo es un razonamiento incorrecto.
Epistemológica.
Mayor de edad por naturaleza
2
Curso 1995-1996
50
Historia de la Filosofía
45
Naturaleza, hombre y sociedad en el pensamiento griego
49
Racionalismo y Empirismo
93
La filosofía de la Ilustración
Apéndice
República VI (Platón)
Discurso del método (Descartes)
¿Qué es la Ilustración (Inmanuel Kant)
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Enviado por: | Ariadna |
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País: | España |