Literatura
Generación del 98
Generación del 98
ð Generación del 98.
Etiqueta que se usa para identificar a los escritores españoles que escriben en torno a los años de la pérdida de las colonias españolas en Cuba y el Pacífico en 1898, tragedia que trajo consigo una fuerte crisis nacional. El estudio de los autores y obras de este grupo es inseparable del correspondiente al modernismo literario español, ya que esos años son los del esteticismo, parnasianismo, simbolismo y art nouveau en Europa, y los del modernismo en España e Hispanoamérica. Nunca hubo dos frentes de batalla literarios: el de los escritores comprometidos o noventayochistas, por un lado, y el de los estetas decadentistas por el otro, que permanecerían al margen de los problemas sociales en sus torres de cristal; de hecho, hay autores encuadrados en el grupo del 98 que, al mismo tiempo, se cuentan entre los principales creadores modernistas. Hay, eso sí, dos modos de escritura correspondientes a quienes escriben ensayo, relato breve, artículo periodístico o novela, géneros propios del arte noventayochista, y quienes apuestan por la poesía o el relato de corte modernista; entre ambas poéticas, se mueve buena parte de la poesía de Antonio Machado y algunas de las obras de Ramón María del Valle-Inclán, cuya transición hacia su segunda época viene claramente marcada por Romance de lobos. Por todo ello, son muchos los estudiosos que se niegan a manejar ambas denominaciones y que prefieren apostar por una sola que aglutina ambas: literatura de fin de siglo.
Sociedad en crisis
Historiadores y sociólogos han destacado la profunda crisis que agita a la sociedad española de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Durante la última década del Ochocientos la nación vive inmersa en una aguda depresión económica y social que pone en peligro la estabilidad del régimen de la Restauración. Las estructuras políticas sufrían la grave carcoma del caciquismo que viciaba la vida democrática. El país estaba regido por una administración ineficaz y corrupta, un parlamento desacreditado, que dejaba al margen de la acción política a numerosos ciudadanos. El ejército y la marina vivían escasos de medios y con su moral militar quebrada. Un desánimo general invadía, inquietante, a una nación que antaño fuera cabeza de un vasto imperio dominador del orbe.
La pérdida en 1898 de las colonias (Cuba, Puerto Rico, Filipinas) fue un episodio histórico gravemente traumático para la conciencia de la sociedad española de fin de siglo. No sirvió de alivio la consideración de que las tierras coloniales hacía tiempo que eran escenario sangriento de revueltas secesionistas, tratadas desde la metrópoli con políticas poco acertadas. El hundimiento del acorazado americano Maine en Cuba, que el enemigo atribuyó a una mina española, trajo como consecuencia la humillante destrucción en Santiago de nuestra mítica escuadra el 3 de julio de 1898. La firma del Tratado de París con Estados Unidos, octubre de 1898, puso fin a una guerra, dejando las islas bajo el control de los intereses norteamericanos, y también dio término al ciclo histórico imperial de España que había comenzado su andadura en 1492.
Aunque es cierto que este suceso trajo algunas consecuencias positivas para la nación (repatriación de capitales, inversión extranjera, aumento de la industrialización, incremento del proletariado urbano), la estructura social ofrecía un perfil de absoluto inmovilismo: predominaba una sociedad agraria atrasada, reacia a cualquier tipo de innovación. No obstante, tal situación propiciaba, por otro lado, el desarrollo y fortaleza de la alternativa pequeño-burguesa, la llamada clase media, situada entre la burguesía dominante y un proletariado urbano cada vez más numeroso y fuerte, sobre todo a raíz de que la Constitución de 1869 reconociera la libertad de reunión y asociación. Bajo su protección fue fundado por Pablo Iglesias en 1879 el Partido Socialista Obrero Español, uno de los motores de la reforma social. En cualquier caso, la posición de España en el concierto internacional seguía siendo de aislamiento, tanto económica como culturalmente. En esta crisis social y política se enraiza la desazón que conmueve las conciencias de viejos y jóvenes que viven aquellos episodios históricos, la colectiva y honda desmoralización, y también el grito de quienes intentaron, con escaso éxito, la regeneración de esta sociedad en ruinas.
Modernismo y Generación del 98
"La quiebra de 1898", por emplear un término acuñado por el ilustre historiador Tuñón de Lara, provocó el espíritu del 98. La Generación del 98 nació en esta contextura histórica como expresión de las ideologías políticas y artísticas crecidas al socaire del desastre colonial. Los historiadores de la literatura reconocen, sin embargo, la existencia en este período (1890-1910) de dos movimientos literarios antagónicos: el Modernismo y la Generación del 98. O Modernismo frente a 98, si aceptamos la propuesta de Guillermo Díaz-Plaja. Estas tendencias reflejan dos maneras contrapuestas de entender la realidad y la literatura:
Tendencia ética
Los escritores viven preocupados por los problemas sociológicos y, por lo tanto, entienden el arte y la literatura como un instrumento para mejorar las condiciones vitales del hombre. En su pluma nacerá una literatura sobria que se alimenta de la experiencia y trata de colmar el horizonte de expectativas de las clases populares y de la pequeña burguesía, desde ideologías políticas progresistas y aun revolucionarias. Éstas son las premisas que conforman las señas de identidad del espíritu de la bautizada por Azorín como "Generación del 98". Los noventayochos eligen el camino del compromiso con la realidad. Como la sociedad no les agrada, se sienten en la obligación de transformarla. Tienen al Realismo del XIX por insuficiente, y sólo algunas de las grandes figuras de la Generación del 68 (Dicenta, Galdós, Blasco Ibáñez...), los que practican una literatura de tono crítico, tienen algún valor para ellos.
Tendencia estética
Ocupada sólo en lograr un arte cada vez más complejo, refinado y exquisito, pero alejada de cualquier preocupación social, es el concepto que recogemos bajo la expresión de "el arte por el arte". No son pensadores, sino escritores que defienden un arte minoritario, pensado para elites o grupos selectos determinados. Éstos son los supuestos estéticos del Modernismo, movimiento que afecta a literatos y artistas. Aunque en ocasiones encontramos cierta actitud crítica en algunos textos modernistas, no es, sin embargo, el Modernismo una escuela preocupada por las tensiones ideológicas.
Nace el Modernismo como una reacción natural contra el Realismo decimonónico, estética agotada por un largo uso. El escritor moderno siente una urgente necesidad de reformar el hecho literario rehuyendo la realidad que había sido motivo de inspiración para los escritores de la generación precedente. El Modernismo intenta superar "la vulgaridad realista" y se opone al lenguaje impuro de "Benito el garbancero", usando la expresión despreciativa de Valle-Inclán, uno de los principales mentores de dicha corriente. El escritor modernista se encierra en su peculiar mundo personal, cargado de exotismos, sensualidad, individualismo, antídoto literario contra la realidad social sucia y triste. Un estilo pulido y cuidado se convierte en las señas de identidad más destacadas de esta nueva estética.
Aunque las diferencias entre ambas tendencias literarias son numerosas y radicales, en algo coinciden sus componentes como expresión de un amplio ademán generacional que las relaciona: La ruptura con los gustos decimonónicos, sociedad (por lo menos de modas y costumbres) y literatura que busca unos nuevos cauces expresivos. En este sentido todos los jóvenes literatos, de una y otra tendencia, son modernos, "modernistas". Algunos estudiosos han subrayado igualmente la presencia de ciertas actitudes vitales compartidas: una dosis de idealismo e individualismo, producto sin duda del momento histórico y cultural que vivían; la exaltación del paisaje, si bien, en líneas generales, el Modernismo se inclinará más hacia lo urbano y la Generación del 98 hacia lo rural; un marcado interés por lo europeo, modelo y elemento contrastivo frente al atraso y aislamiento español (cosmopolitismo transformador); la bohemia literaria, como forma de marginación voluntaria de la sociedad.
Aunque cada grupo vela sus armas literarias desde revistas y periódicos afines, sin embargo es posible verlos convivir en los despachos de redacción de algunas publicaciones que acogen, sin exigencias partidistas, a los jóvenes literatos. Las plumas de personajes de trayectoria tan dispar como Baroja, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Maeztu y Valle-Inclán coinciden, amablemente mezclados, en revistas como Germinal, Vida Nueva, Revista Nueva, Juventud o Alma Española, portavoces de las nuevas corrientes de espíritu. Coinciden incluso en el diario El País, órgano de Partido Republicano Progresista de Ruiz Zorrilla, y símbolo de la modernidad y progresía madrileña.
Esta relación entre noventayochos y modernistas vivió episodios de diverso signo. La disparidad de criterios estéticos e ideológicos les enzarzó en ocasiones en agrias polémicas, más duras según la hondura del compromiso personal de cada uno de ellos. Por contra, les vemos colaborar amigablemente otras veces, por lo general en empresas de índole literaria, si era necesario aunar las fuerzas para combatir el poder social de los escritores trasnochados, la "gente vieja", según lenguaje común. Tal ocurrió con motivo de la concesión del Nobel de Literatura al dramaturgo José Echegaray en 1905. Los jóvenes, rechazando que tuviera representatividad alguna en las letras españolas del momento, dirigieron a la opinión pública un duro comunicado:
"Parte de la prensa inicia la idea de un homenaje a don José Echegaray y se abroga la representación de la intelectualidad española. Nosotros, con derecho a ser incluidos en ella, sin discutir la personalidad literaria de don José Echegaray, hacemos constar que nuestros ideales artísticos son otros y nuestras admiraciones muy distintas."
Firma el manifiesto la plana mayor de los nuevos escritores, ya noventayochistas (Unamuno, Maeztu, Grandmontaigne, Azorín, Baroja), ya modernistas (Rubén Darío, Manuel y Antonio Machado, Díez-Canedo, Villaespesa, Salaverría, Mesa, Mata, Valle-Inclán, Gómez Carrillo...), otros literatos ilustres (Ciges Aparicio, Camba) e intelectuales (Fernández Almagro, Llamas Aguilaniedo...) de distinto signo, y lo más granado de la crítica literaria especializada (Antonio Palomero, Manuel Bueno, José Nogales...). El homenaje a Echegaray quedó totalmente oscurecido por la rebelión de los jóvenes escritores, entre los que no hallamos la firma de Jacinto Benavente, que mantenía una cierta admiración hacia el premiado, a pesar de las razones que les separaban.
Los jóvenes del 98
En esencia, la intención que animaba a los hombres de la Generación del 98 no era otra que buscar el origen, causas y posibles soluciones al problema de España. En esta empresa habían colaborado algunos renombrados intelectuales de los últimos tiempos, en particular Joaquín Costa (1846-1911) y Ángel Ganivet (1865-98), cuyas propuestas ideológicas orientaron a los jóvenes del 98. En sus apasionados escritos aprenden el discurso regeneracionista que censura el sistema político de la Restauración (caciquismo, oligarquía, parlamentarismo, partidos turnantes...) y su incapacidad para poner remedio eficaz a los problemas del país.
El jurisconsulto y político aragonés Joaquín Costa, rechazado en varias oposiciones a la Universidad de Madrid, tuvo que dar cuenta de su pensamiento a través de la prensa y desde la cátedra de la Institución Libre de Enseñanza donde enseñó las materias de Derecho político e Historia de España. Posteriormente sintetizó su ideario en varios libros que alcanzaron gran fama: en Colectivismo agrario en España (1898) propone soluciones a los males de la agricultura; El problema de la ignorancia del derecho (1901); Oligarquía y caciquismo (1902), donde censura tales usos políticos.
El granadino Ganivet, estudioso de la Filosofía y el Derecho, accedió al cuerpo consular en 1892. Fue autor de varias obras de creación: Granada la bella (1896), descripción emotiva de su ciudad natal; de las novelas La conquista del reino de Maya por el último conquistador Pío Cid (1897), cuyas aventuras continúa en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898); y del drama El escultor de su alma, representado, póstumo, en Granada en 1899. Mayor atractivo tuvieron para el joven público los libros de ensayos Idearium español (1897), Cartas finlandesas (1899), Hombres del norte (1905), recopilaciones de artículos aparecidos previamente en la prensa en los que hizo un ajustado análisis de la sociedad española. En el Idearium se exponen los principios básicos del regeneracionismo, aunque no de forma sistemática sino intuitiva. Consta de tres partes: en la primera busca las raíces del ser de España que encuentra en el estoicismo senequista y en el cristianismo; la segunda describe las servidumbres que tuvo la expansión europea y americana para el país, y la situación de nuestra política internacional; en la tercera, diagnostica que el mal de los españoles es la abulia.
Entre los noventayochos, mantuvo una sincera amistad con Unamuno, quien recordaba, con motivo de su trágica muerte en 1898, la relación con el ensayista andaluz en la época en que ambos preparaban sus oposiciones en Madrid: "Todas las tardes en aquellos meses de mayo y junio de 1891 nos íbamos Ganivet y yo a tomar sendos helados a una horchatería de la Carrera de San Jerónimo y luego a dar un paseo por el Retiro. A Ganivet, que parece que fue de niño y de mozo silencioso, no se le había roto aún la lengua; a mí, que también fui silencioso de mozo y de niño, se me había suelto ya. Así que por lo general yo hablaba y él oía, haciéndome observaciones de cuando en cuando". En el abundante epistolario, publicado póstumo, incluye multitud de opiniones sobre los problemas de la España de su tiempo.
Los jóvenes del 98 utilizaron la prensa y la literatura comprometida como plataforma de lanzamiento de su campaña para transformar la sociedad española, sin que sus censuras tuvieran siempre el eco apetecido. Era ya la ocasión de tomar algunas soluciones prácticas. Maeztu, Azorín y Baroja escriben un manifiesto previo (diciembre, 1901) antes de lanzarse a la acción político-social y después comienzan sus procesiones por los ministerios, y su ataque al caciquismo en la figura del hijo del gobernador de Málaga, Cristino Martos, desde las páginas de la combativa revista Juventud, fundada con este fin. La aquiescencia del maestro Unamuno en esta cuestión es plena.
El grupo de los tres
"El grupo de los tres", que rememorará Azorín en su novela La voluntad (1902), tiene ahora una gran actividad. En 1901 tuvo lugar el ruidoso estreno de la obra teatral de Galdós, Electra, bandera del anticlericalismo, que se convirtió en todo un símbolo para la juventud y originó la publicación de una revista con el mismo nombre; es el año de la emotiva visita a la tumba de Larra, el romántico rebelde y crítico en el que buscaban mirarse los nuevos periodistas; del viaje a Toledo, ciudad muerta y símbolo de un pasado periclitado. Al año siguiente celebraron un sonado homenaje a Baroja con motivo de la publicación de su novela Camino de perfección (1902), auténtico símbolo literario para los jóvenes noventayochos, según relatan los cronistas de la época. En 1903 José María Salaverría recuerda a "aquellos tres reclutas de la campaña del 98", en San Sebastián aún prestos a extender en la capital guipuzcoana su espíritu rebelde a través del recién nacido diario El Pueblo Vasco. Durante todo el verano de ese año colaboraron en este periódico fundado por el industrial Rafael Picavea. Se rebelan contra el caciquismo intelectual de las viejas generaciones como recuerda el episodio, ya mencionado, del contrahomenaje con motivo de la concesión del Nobel de Literatura a Echegaray en 1905.
Sin embargo, estamos ante un grupo que nace cansado. Han sido demasiados los años de lucha sin cuartel, sin contrapartidas prácticas de reforma en la sociedad española, caduca y anclada en el pasado. El combativo Maeztu, en la temprana fecha de 1902, tenía ya una visión en exceso pesimista de estas juventudes: "Hay en este Madrid desatento y frívolo una generación melancólica y pensativa. Acaba de abandonar la Universidad; tiene veinte años, veinticinco a lo sumo, y lleva en la frente las arrugas sintomáticas del recogimiento" (Don Quijote, 14 nov. 1902). Son jóvenes que gozan de escasas oportunidades para participar en la vida pública, que trabajan y contrastan sus conocimientos con la vida cotidiana. Juventud silenciosa, que ya empieza a conocer la amargura de la situación nacional: "La juventud madrileña tiene cerrados los labios con sello de sangre. Ha comprendido la verdad de la fórmula en que se depuran las responsabilidades de la humillación nacional: <>>".
Parece evidente que los jóvenes del 98 tenían conciencia de grupo cuando realizaban todas esas actividades colectivas, y mancomunadamente atacaban a sus contrarios. La cita de Maeztu pone de relieve la importancia de la fecha del 98, concepto aglutinador del nuevo grupo literario. Sin embargo, el primero que habló de los rasgos comunes entre los literatos de esta generación fue el poeta catalán Joan Maragall en 1901 en una carta dirigida a José Martínez Ruiz (Azorín), que luego ampliaría en el artículo "La joven escuela castellana" aparecido en el Diario de Barcelona. En 1905 Azorín publicó en ABC su artículo "Los Maeztu" en el que hacía referencia a Ramiro de Maeztu como uno de los componentes de "esta generación [que] ha traído a la literatura un ansia de altura, un espíritu de realidad, un amor a las cosas de que ya habíamos perdido la idea y la esperanza". Más tarde, fue Gabriel Maura quien en un artículo aparecido en 1908 en el diario Faro hace referencia expresa a la "generación nacida intelectualmente a raíz del desastre; patriota sin patriotería; optimista pero no cándida, porque las lecciones de la adversidad moderaron en ella las posibles exaltaciones de la fe juvenil". Al año siguiente el padre Andrés González Blanco le da definitiva carta de naturaleza en su libro Historia de la novela en España desde el Romanticismo hasta nuestros días (1909) en el que habla de la "Generación del Desastre" para aludir a un grupo de jóvenes escritores que se habían dado a conocer entre 1894 y 1900, citando, entre otros, a Unamuno, Azorín y Baroja.
A partir de estas premisas, fue el propio Martínez Ruiz quien confirmó definitivamente la denominación de "Generación del 98" en varios artículos aparecidos en la prensa entre 1910 y 1913. El escritor de Monóvar sintetizó con acierto el talante generacional del grupo con estas palabras recogidas en su libro Clásicos y modernos (1913):
"La generación de 1898 ama los viejos pueblos y el paisaje, intenta resucitar los poetas primitivos (Berceo, Juan Ruiz, Santillana); da aire al fervor por el Greco [...]; rehabilita a Góngora [...]; se declara romántica en el banquete ofrecido a Pío Baroja con motivo de su novela Camino de perfección; siente entusiasmo por Larra, y en su honor realiza una peregrinación al cementerio en que estaba enterrado y lee un discurso ante su tumba y en ella deposita ramos de violetas; se esfuerza, en fin, en acercarse a la realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en aportar a él viejas palabras, plásticas palabras, con objeto de aprisionar menuda y fuertemente esa realidad. La generación de 1898, en suma, [...] ha tenido todo eso; y la curiosidad mental por lo extranjero y el espectáculo del Desastre -fracaso de toda la política española- han avivado su sensibilidad y han puesto en ella una variante que antes no había en España."
A partir de entonces se libró entre los historiadores de la literatura una enconada polémica sobre la existencia o no de la Generación del 98, dudas que en parte fueron alimentadas por las opiniones de algunos de los propios protagonistas de la misma, alejados ya de sus planteamientos ideológicos y literarios de la época juvenil. Por esas fechas se desarrolló en el mundo de la teoría literaria alemana el concepto de generación literaria en numerosos escritos (Pinder, Wechsler, Petersen), cuyos caracteres fueron aplicados puntualmente a la Generación del 98 (Salinas, Jeschke, Díaz-Plaja). La Generación del 98 cumple con los requisitos exigibles a estos grupos literarios:
- Fecha de nacimiento próxima, que coloca a los individuos a la misma distancia y con el mismo grado de receptividad de los acontecimientos vitales. Entre los miembros del 98 hay diez años de diferencia entre Unamuno (nacido en 1864) y Maeztu (1874).
- Educación semejante: Los noventayochos coinciden en su formación literaria autodidacta. Se alejaron de los focos de cultura tradicional y se refugiaron en la biblioteca. Leyeron a Kant, Schopenhauer y, sobre todo, a Nietzsche, alimento básico de su pensamiento. Sólo Unamuno es diferente, dada su sólida formación universitaria.
- Convivencia e influencia mutuas, que se manifiesta en tertulias, asistencia al Ateneo, trabajo en las redacciones de los periódicos (El País, El Imparcial, Las Noticias, El Progreso, La Publicidad, El Globo, La lucha de clases...), colaboración en las mismas revistas (Germinal, Electra, Juventud, Vida Nueva, Revista Nueva, La Vida Literaria, Alma Española...), y todos los actos generacionales ya descritos.
- Acontecimiento o experiencia generacional, que actúa como aglutinante y crea un estado de conciencia colectivo. La derrota de España y la pérdida del imperio colonial (1898) hace agruparse a los componentes del grupo frente al problema esencial: España.
- Caudillaje o guía de la generación: Es difícil precisar quién fue este personaje, que los críticos literarios han identificado con Nietzsche, Larra o Unamuno. Sin embargo, la apetencia de un caudillo está presente en numerosos escritos de la época.
- Lenguaje generacional, ya que todo planteamiento nuevo en el arte implica una terminología. El profesor Díaz-Plaja destaca estos rasgos: "Antirretoricismo, antibarroquismo; creación de una lengua natural ceñida a la realidad de las cosas que evoca; enriquecimiento 'funcional' de la lengua, rebuscando en la lengua popular regional o en la raíz etimológica; lenguaje definitorio al servicio de la inteligencia; lengua válida para todos".
- Anquilosamiento o parálisis de la generación anterior. A comienzos del siglo XX son numerosos los testimonios que certifican la decadencia del Realismo decimonónico, movimiento del que sólo salvan a algunos escritores comprometidos como Galdós, Dicenta, Blasco Ibáñez.
Hasta época relativamente reciente la crítica literaria no se había percatado de que el espíritu del 98 se movía dentro de unas coordenadas temporales que coinciden aproximadamente con la juventud de los componentes del grupo generacional, y que algunas de las personalidades más significadas del mismo sufrieron luego una evolución tan radical que no es posible incluir bajo una única perspectiva el conjunto de sus escritos.
La nómina esencial de la Generación del 98 está compuesta por Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja y José Martínez Ruiz (Azorín). Las historias de la literatura suelen agregar a otros dos escritores que tuvieron una trayectoria diferente a la de los autores anteriores: Ramón María del Valle-Inclán y Antonio Machado, cuya inclusión, según veremos más adelante, resulta dudosa. Una lista completa debería rescatar a otros literatos menos relevantes (Juan Bautista Amorós -bajo el seudónimo de Silverio Lanza-, Ciro Bayo, Alejandro Sawa, Manuel Bueno), pero también a intelectuales, políticos, periodistas (Luis Ruiz Contreras...) y artistas (Ricardo Baroja, Gustavo Maeztu...), con quienes frecuentaron periódicos y tertulias. Las figuras más destacadas habían nacido en la periferia de España (vascos eran Unamuno, Maeztu y Baroja, levantino era Azorín,) aunque Madrid fue para ellos el centro de convergencia. A la capital llegan en distintos momentos y se fueron estableciendo entre ellos relaciones de amistad, colaboración y convivencia.
La situación de descontento político-social que vivían algunos de los hombres de la España finisecular se manifestó con más fuerza en las nuevas juventudes que hicieron su aparición a la vida pública en el último decenio del siglo XIX. Poco les unía sentimentalmente al pasado y nada del presente les atraía. El espíritu juvenil les colocó en una postura radicalizada que lindaba de una manera romántica con el anarquismo, marxismo y socialismo. El pensamiento del periodista del 98 se prolonga en las obras de creación literaria.
Durante esta época, el hermano mayor del grupo, y a la vez maestro, Miguel de Unamuno, (1864-1936) tenía también este juvenil ramalazo de rebeldía, aunque las circunstancias personales le marcarán otros derroteros. En los artículos que escribía en torno a 1894 se declaraba socialista y estaba fuertemente influido por el pensamiento marxista. Desde esta perspectiva hizo una crítica demoledora de la sociedad finisecular, poniendo en solfa la estructura del poder, el espíritu militar, los partidos conservadores, y defendiendo, por contra, el mundo obrero. Sin embargo, pronto se alejó de estos planteamientos ortodoxos de partido por considerarlos demasiado dogmáticos, llegando a la conclusión de que el materialismo que propugnaba no era compatible con sus creencias. En 1897, con motivo de la muerte de su hijo, sufrió una grave crisis religiosa que reorientaría su vida espiritual hacia una búsqueda angustiosa de Dios y le haría defensor de "un humanismo ateo".
Su pensamiento, a partir del nuevo siglo, tomaría derroteros diferentes como manifiesta su libro Tres ensayos (1900), aunque siempre permanecería viva su inquietud intelectual y su rebeldía congénita. En el primer ensayo largo, En torno al casticismo (1902), analiza la problemática española como un proceso en el que falsos casticismos sin sentido encubren la verdadera tradición. Critica los usos y costumbres de la sociedad de su época y exhorta a los jóvenes a que cultiven los valores que constituyen la base del patrimonio nacional. Introduce tres conceptos básicos: historia, intrahistoria y tradición eterna. Piensa que por debajo de la historia externa de hechos de actualidad hay una intrahistoria de hechos que perviven en el tiempo y determinan el ser de los pueblos. En los artículos aparecidos por entonces defiende con convicción la europeización y la regeneración de la patria. Sus contradicciones personales son las mismas de la sociedad en la que vivió. Destacan en su pensamiento: la crítica a la falta de vigor de la juventud, a su abulia; su europeísmo ("España está por descubrir y sólo la descubrirán españoles europeizados... Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos en el pueblo"); los planteamientos que hace del problema agrario en los que supera, e incluso critica, a los de regeneracionistas como Costa.
El primer Unamuno es un hombre preocupado por la estética y la creación literaria. Como en otros campos del saber que le inquietaban por estas fechas, el catedrático de Salamanca muestra una información precisa, acorde con su ideología socialista. El pensamiento de los escritores ingleses Carlyle, Ruskin y, en especial de William Morris, próximos al socialismo fabiano, que pregonaban una creación literaria llena de inquietudes sociales, y por lo tanto contraria al egoísmo burgués y al positivismo reinante, orienta sus ideas político-sociales. Defiende la que denominada "novela sociológica", en la que el pueblo se convierte en actor y receptor de la literatura.
Dentro de esta tendencia se ejercitó en la traducción de un drama de Sudermann, La honra, del que da noticia Maeztu en el Prólogo de su propia versión de la novela del mismo autor alemán El deseo. Unamuno deja constancia de esta estética social en la primera novela que sale de su pluma, Paz en la guerra, publicada en 1897. Este relato, al cual la crítica unamuniana ha prestado escasa atención, contrariando así el profundo aprecio en que tenía su autor a una obra a la que había dedicado doce años de trabajo de duro afán creativo, refleja fielmente el espíritu de este primer Unamuno. Un episodio reciente de guerra carlista sucedido en Bilbao el año de 1874, vivido por su autor, se convierte casi en un tema de actualidad, en el que, como sigue afirmando en el Prólogo, "hay pinturas de paisaje, y dibujo y colorido de tiempo y de lugar", que contrasta con las novelas posteriores "fuera de lugar y tiempo". Contra lo que será habitual en los relatos posteriores, el escritor vasco hace aquí un complejo análisis de la realidad bilbaína pintando fielmente los problemas sociales y económicos, y su concepción de la historia y de las clases sociales.
Este mismo espíritu anima el mundo de los cuentos, una de las ocupaciones literarias más constantes del primer Unamuno. Algunos fueron recogidos en volumen por el propio autor como en De mi país. Descripciones, relatos, artículos de costumbres (1903), El espejo de la muerte, novelas cortas (1913), quedando otros muchos dispersos en la prensa. Los relatos breves son fiel reflejo de su concepción agresiva de la existencia, tanto en sus aspectos existenciales como sociales. Al parecer el cuento más antiguo fue "Ver con los ojos", publicado en El Noticiero Bilbaíno en octubre de 1886. En el cuento unamuniano encontramos al agitador de conciencias, al autor dialogante con el lector. Algunos guardan referencias personales o son puntual reflejo de sus crisis espirituales, como "La venda". Aunque los temas son variados, existe un importante grupo de cuentos de tono realista o costumbrista. "La sangre de Aitor" (1891), "Chirulos y Chimberos" (1891) y "San Miguel de Basauri" (1892) tratan asuntos de la sociedad bilbaína. En general, los cuentos anteriores a 1904 muestran una mayor atención al paisaje exterior propio de su primera literatura como observamos en los titulados "Ver con los ojos" (1886), "El poema vivo de amor" (1889), "Solitaria" (1889), cuyo protagonista, Roque de Aguirregoicoa, es precedente del Antonio Iturriondo de Paz en la guerra.
Poco a poco irá perdiendo el interés por lo concreto y episódico pasando a un relato ligero de información de lugar y tiempo, para interesarse por el paisaje interior del alma. La estructura de los relatos hasta 1900 responde a los modelos tradicionales del realismo decimonónico, con un lenguaje más desgarrado y crítico; cambia de forma cuando el autor explora nuevos temas y afloran en su conciencia las preocupaciones morales y espirituales. Este cambio narrativo tal vez se inicia con el relato "La locura del doctor Montarco", febrero de 1904, cuyo protagonista, Montarco, es precisamente un escritor de relatos que observa cómo cada vez sus narraciones nacen más irónicas y extravagantes, reflejando la evolución del propio autor. La literatura de Unamuno cambia de clave, pasa de la tensión sociológica a la preocupación filosófica y humana.
Cuando Pío Baroja (1872-1956) entra en contacto con los jóvenes del 98 ya tenía su experiencia madrileña, porque en esta ciudad había cursado parte de sus estudios de Medicina. Las primeras creaciones literarias que salieron de su pluma fueron diversos cuentos que aparecieron en la prensa, en parte reunidos por el autor en el volumen Vidas sombrías (1900). Escritos en época temprana (entre 1892-1899, en sus años de médico primerizo en Cestona y en Valencia, y en su época de bohemio madrileño, forman parte de la primera etapa narrativa del escritor vasco. La mayor parte aparecieron publicados en La Justicia (1893-1895), diario de Nicolás Salmerón, quien acabó despreciando aquellos cuentos "tan filosóficos". "Expresan las inquietudes, anhelos y tristezas de la juventud", en palabras de su sobrino Julio Caro Baroja. Los estudiosos de la cuentística barojiana destacan este tono de desolación juvenil, esta mezcla de amargor que nace de sus lecturas filosóficas (Nietzsche, Schopenhauer) y de la triste experiencia de la vida del noventayochista. Proyectan los rasgos de su personalidad y de sus inquietudes profundas. En sus relatos prefiere la vida rural sobre la urbana corrompida, elige sus ambientes en lugares marginales, plazas solitarias, solares abandonados. Cruzan sus páginas enfermos, muchachas tristes, viejos, personajes solitarios que recorren mustios y ensimismados la ciudad, jóvenes en crisis, poetas sombríos... Todas ellas son estampas que rezuman soledad, melancolía y tristeza. Baroja describe, desolado, sus oscuras galerías interiores que se hacen literatura en sus personajes, y da palabra igualmente a las nostalgias de una sociedad en crisis de soledad y tiempo. También capta ambientes con intención social (panaderos, traperos, vendedores, carboneros, prostitutas, mendigos, buhoneros...), superando el banal costumbrismo casticista, e incluso el realismo decimonónico, con experiencias humanas vivas y problemáticas.
Sensibilidad parecida a la de los cuentos destilan las primeras novelas barojianas, todavía del espíritu del 98, muchas de ellas aparecidas en la prensa antes que en libro. Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), Camino de perfección (1902), y la trilogía publicada en 1904 La lucha por la vida (La busca, Mala hierba, Aurora roja) especialmente manifiestan su espíritu de hombre de izquierdas, su tono anarquizante, todo dentro de un orden como corresponde al buen burgués que era el panadero escritor.
La historia del joven José Martínez Ruiz (1873-1967) presenta una trayectoria distinta. Azorín se había iniciado en el periodismo en Valencia, mientras estudiaba, a la sombra de Blasco Ibáñez, e intentaba emular el decir crítico de Clarín, aunque luego se alejara del escritor asturiano. Ya en esta época temprana encontramos al escritor rebelde, anarquista teórico, admirador de Pi y Margall. Escribe intensamente en la prensa artículos de crítica social, política y literaria, recogidos en folletos: La crítica literaria en España (1893), Moratín. Esbozo (1893), Buscapiés (1894), Anarquistas literarios (1895)..., algunos de los cuales levantaron gran polémica, cosa que le satisfacía en extremo.
En 1896, tras un viaje a Salamanca, se aposentó en Madrid. Estudiante de Derecho sin acabar la carrera, hijo emancipado de sus padres, malvive con el periodismo. Empezó a escribir en el progresista El País, con el aval del famoso publicista de izquierdas Luis Bonafoux, hasta que en 1897 le despidieron por una insólita y ruda campaña que, por iniciativa propia, realizó contra el matrimonio y la propiedad. Bohemia, letras, crítica incisiva, rebeldía (escritor nihilista), son palabras que definen estos años madrileños. Artículos en la prensa, nuevos folletos (Charivari, 1897...) y varios cuentos que aparecieron en revistas y periódicos constituyen su primera actividad literaria. Algunos de estos relatos aparecen agrupados en el volumen Bohemia (1897). Los cuentos incluidos en esta colección, y los que quedaron fuera de la misma (este mismo año había preparado sin éxito el libro Pasión, cuentos y crónicas, que no vio la luz, con relatos y crónicas anarquistas), reflejan idéntico espíritu rebelde y aún revolucionario que encontramos en sus artículos. En el estudio de M. D'Ambrosio Servodidio Azorín, escritor de cuentos (1971) se analizan algunos de los temas básicos de los relatos de esta primera etapa: ataques al Estado, actitudes irreligiosas y anticlericales ("Un Cardenal"), ruptura de las convenciones sociales (amor, matrimonio, divorcio, propiedad y dinero), descalificación de los poderes represivos (en "Idilio" un ayudante del verdugo estrangula a su jefe con el mismo aparato de ejecutar), justicia frente a caridad... Incluso encontramos en algunos un marcado carácter obrerista y aun revolucionario. Son utopías que buscan una nueva sociedad, una nueva España, donde sea más fácil y humana la convivencia. Esta lucha continua sin resultados va desvirtuando y desarmando su espíritu, dando paso a la tristeza y al desengaño.
Esta nueva sensibilidad es patente en su primera novela La voluntad, publicada en 1902. Con un lenguaje literario próximo al de Baroja, Martínez Ruiz describe la lucha interior de un personaje por incorporarse a la vida en un ambiente que le es ajeno. Es una crónica de la Generación del 98: Por un lado, aporta datos documentales de los sucesos más relevantes que configuran su memoria, y por otro, refleja la actitud de desengaño que mueve a sus miembros en retirada de la lucha. La voluntad es una antinovela, una novela de ideas cargada de escepticismo y pesimismo, en inevitable proyección de su autobiografía espiritual, semejante a otras del primer Baroja. Idéntica sensibilidad anima la segunda obra narrativa que publica al año siguiente, Antonio Azorín (1903), cuya fábula se reduce a un simple esbozo básico argumental, que da pie a las reflexiones morales y sociales del autor. Con una estructura fragmentaria, incluye cuadros de costumbres, historietas y fábulas. El narrador, que ahora sustituye al periodista de los artículos sueltos, observa la realidad desde la atalaya de su individualidad, que anima y llena de subjetividad la obra. Ya encontramos en esta obra el interés por el detalle y la cosa menuda aprehendida desde la perspectiva del autor, que crecerá en las creaciones posteriores. La descripción y su análisis crítico confieren al relato una cierta lentitud, que oculta en parte la visión negativa de la existencia. Con todo, esta actitud domina en una narración plagada de personajes negativos como viejos, fracasados... Antonio Azorín no consigue vivir al margen de esa realidad cuando busca el sosiego interior ("la ataraxia"), que continuamente aparece roto y destruido. La ironía se convierte en un procedimiento para superar la soledad personal, y la triste realidad social. Alterna esta aptitud pasiva con la voluntad de salvar la sociedad, y entonces retoma el discurso regeneracionista.
Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) forma con las dos anteriores una especie de trilogía en la que asistimos a la evolución interior de su protagonista, Antonio Azorín, alter ego de Martínez Ruiz. Hemos pasado del personaje agresivo de corte nitcheano (La voluntad), al escritor pesimista (Antonio Azorín), y de éste "a un sensitivo escéptico" que valora el detalle, enamorado de "los primores de lo vulgar", en definición de Ortega y Gasset al analizar el Azorín posterior. Nace en esta novela "el poeta filosófico o el filósofo poético" que adopta un tono idealista, melancólico y escéptico. Fue la estudiosa Anna Krause la primera en advertir la evolución de los centros de interés del pensamiento azoriniano: Nietzsche, Schopenhauer, y el espíritu reflexivo nacido en los Essai (1580) de Montaigne. Esta actitud denota que, por estas fechas, el periodista militante del anarquismo más combativo comienza a entrar en crisis, para iniciar un nuevo recorrido espiritual. A partir de febrero de 1904 sus escritos aparecerán bajo el seudónimo de Azorín, que ocultará la identidad del periodista Martínez Ruiz, el combativo. Y su espíritu se refrena y busca nuevos puertos donde serenarse. En 1915, contestando a una acusación de su antiguo maestro Blasco Ibáñez que le recordó sus orígenes rebeldes, respondía:"El cambiar de opinión, cuando el cambio es sincero y desinteresado, no desdora ni humilla a nadie... Y se ve que en España llamamos revolucionario, no al pensamiento sutil y hondamente innovador, sino lo que se dice en términos bruscos y destemplados".
El vitoriano Ramiro de Maeztu (1874-1936) estrenó su juventud en Madrid en 1897. Tenía veintitrés años y una ligera experiencia de periodista en la capital bilbaína donde había tenido ocasión de mostrar sus ideas extremistas en El Porvenir Vascongado. Cantor de la fuerza, del trabajo y del dinero, el lector de Kropotkin a los obreros cubanos, vuelto a España, se movió en ambientes más o menos socializantes, siendo incluso difusor de las ideas socialistas, aunque fuera de un socialismo romántico. El Maeztu del 98 era un rebelde ante la decadencia de España. Hombre que apoyaba las reivindicaciones laborales de los asalariados, que pedía honestidad y sacrificio para salvar a la patria del desastre, que incluso adoptaba actitudes violentas para la pervivencia de estas ideas. Esta actitud de rebeldía refleja también el deseo de afirmación personal frente a la decadencia del entorno, lo mismo que le llevó a admirar a Nietzsche al que llega a llamar "mi ídolo". Los hombres del 98, cuanto más débiles e indefensos se encontraban, más necesidad tenían de creer en un superhombre, en una voluntad fuerte, voluntad de supervivencia, para superar la inercia nacional y la zozobra interior. Las teorías nietzscheanas se convirtieron para ellos en un mito. Los protagonistas de las novelas de los noventayochos (Azorín, Paradox, Osorio) son paradigmas del hombre del 98 que fluctúa entre la desolación y la fortaleza. Estas ideas están recogidas básicamente en su libro primerizo Hacia otra España (1899).
Sin embargo, resulta más desconocida la creación literaria regeneracionista del periodista alavés. La escasa literatura que escribió pertenece a esta etapa inicial: una colección de cuentos, la novela por entregas La guerra del Transvaal y los misterios de la banca de Londres (1900-1901) y la comedia inédita El sindicato de las esmeraldas. Maeztu desprecia el realismo decimonónico por insuficiente (salvo la sensibilidad social de Galdós y la fuerza de Blasco Ibáñez), y rechaza las exquisiteces de los modernistas a quienes critica "su obsesión por el estilo". Maeztu no recogió sus cuentos en volumen y quedaron éstos dispersos en la prensa. En el periódico El País dispuso incluso de una sección fija en la que publicó varios bajo el título Frente al ensueño, aunque la colección quedó cortada enseguida. Los relatos presentan historias humanas vivas, cargadas de tensión, densas de ideas, y con un estilo directo, sin excesivas florituras expresivas. Los temas intentan desarmar a la sociedad de los señuelos burgueses: matrimonio, paternidad, dinero, educación... El libro colectivo Dinamita cerebral. Antología de los cuentos anarquistas más famosos recoge uno de sus cuentos sociales que alcanzó mayor renombre, "El Central Consuelo", reeditado varias veces. Recuerda posiblemente experiencias personales de su estancia en Cuba, donde su padre poseía y perdió un ingenio azucarero. En él tuvo Maeztu contacto con el mundo del trabajo: el burgués manchó voluntariamente sus manos, mientras concienciaba a los obreros leyéndoles a Marx, Kropotkin, Schopenhauer, Sudermann, Galdós. Cuenta en él una sublevación apocalíptica de los trabajadores de un ingenio en la que acaban salvajemente muertos los capataces explotadores, y las instalaciones son víctimas del fuego purificador. También tiene otros relatos de tema cubano, donde expresa su pensamiento social y político sobre la colonia. Practica igualmente Maeztu el costumbrismo crítico, aprendido a la sombra del maestro Larra.
Durante el verano de 1899, que pasó en compañía de Baroja en el pueblo navarro de Marañón, publicó en El País la serie "Entre montañas" con episodios de sucesos campesinos. Historias fuertes, al estilo de las de Blasco Ibáñez, incluso violentas (la muerte incidental de una anciana se justifica con un "no importa porque estaba vieja y no servía para la labranza"), a través de las cuales hace una reflexión general de la España rural: la falta de ilusiones colectivas, la pobreza de Castilla, el espíritu reaccionario de ciertas capas sociales y de la Iglesia, la pobreza cultural... En otros relatos costumbristas analiza ambientes urbanos, con cavilaciones sociales y morales. Maeztu escribe para decir cosas, no para contar historias; la literatura está supeditada a las ideas.
El escritor alavés se acercó también al mundo de la novela. Admirador de los novelistas nórdicos (Ibsen, Björnson), tradujo al menos dos novelas: El deseo del alemán Hermann Sudermann, autor al que admiraba por su realismo crítico, con ideas muy en la línea del 98, del "arte nuevo", según explica en un largo prólogo; La guerra de los mundos de Herbert George Wells, conocido novelista y pensador del entorno de la sociedad fabiana, que defendía un socialismo libre y humanista, y que apareció como folletín de El Imparcial a lo largo de 1902. Maeztu escribió una novela original que fue publicada por entregas en El País a lo largo de 1900 con el título de La guerra del Transvaal y los misterios de la Banca de Londres. Se trata de un voluminoso relato que Maeztu define como historia contemporánea. Presenta un argumento de gran tensión dramática sobre episodios recientes de la historia del Transvaal con diversas implicaciones sociales y políticas en torno a las minas de oro y su gestión desde la banca londinense. Maeztu realiza una destructiva crítica de la sociedad burguesa y del mundo inmoral del dinero. No faltan tampoco los elementos novelescos: pasión, aventuras, amor.
Más curiosa resulta todavía una comedia inédita titulada El sindicato de las esmeraldas, cuya autoría parece fuera de toda duda. Está escrita en 1908 en Londres, donde Maeztu frecuentaba a los fabianos y donde conoce al dramaturgo inglés Bernard Shaw.
Madurez de la Generación del 98
La desmoralización política y las crisis personales fueron alejando paulatinamente a los miembros de la Generación del 98 de sus primitivos planteamientos ideológicos y literarios. Cada uno inició su evolución íntima, acorde con su personalidad. Tanta actividad y luchas sin frutos no habían sido sino sueños de juventud, cargados de animoso romanticismo, que empezaban a hacer crisis en el punto en el que realizaban el giro hacia la madurez. Algunos de los principios que los definieran como noventayochos les arrastran ahora a la disgregación: individualismo, exaltación de la personalidad. La diversificación les apartó de aquellas tesis y políticas de las que hicieron profesión de fe.
Para 1905 la Generación, en cuanto grupo, había casi desaparecido, con un balance más bien insuficiente. En los años sucesivos estos autores evolucionaron hacia posturas ideológicas menos progresistas. Abandonaron el camino de la acción y quedó en ellos un poso de fracaso juvenil. La recreación estética de temas sociales y políticos seguirá ocupando durante cierto tiempo un lugar importante en sus escritos. Pero desposeídos de sus profundas convicciones sociales, el idealismo se irá apoderando paulatinamente de estos escritores que empiezan a rescatar los nuevos valores que ellos creen esenciales. La revisión de la sociedad, la historia y la cultura española, responde a criterios cada vez más autónomos.
Nunca abandonaron del todo la preocupación por la patria, aunque ahora lo hagan desde otras perspectivas ideológicas, adhiriéndose a "una España eterna y espontánea", en expresión de Azorín. Exaltan líricamente los pueblos y el paisaje con una mirada crítica ante la pobreza y el atraso. Rescatan sobre todo las tierras de Castilla, en las que ven la médula de España. Reivindican los lugares olvidados, las aldeas, los rincones escondidos, el paisaje recio y profundo. Sus trazos serán diferentes en cada escritor, pero todos están marcados por su profunda castellanidad. Castilla será un arquetipo, cargada de historia, rica de valores morales y en posesión de potencial económico. El descubrimiento del paisaje castellano es la gran adquisición estética del 98.
En los aspectos estilísticos son deliberadamente naturales, sencillos y poco artificiosos. La Generación del 98 contribuyó, junto con los modernistas, aunque éstos por distintos caminos estéticos, a la renovación del lenguaje literario de principios de siglo. Todos ellos se opusieron a la retórica prosaica de la generación anterior. Recuperaron nuestra literatura medieval (Poema de Mío Cid, Berceo, el Arcipreste de Hita, Jorge Manrique...) y algunos de los clásicos del Siglo de Oro (fray Luis de León, Cervantes, Quevedo...). Destacaron por su sentido de la sobriedad, por su voluntad antirretórica, siempre acompañada de una preocupación por el estilo. Es un rasgo característico de todo el grupo el gusto por las palabras tradicionales y castizas, para ensanchar el idioma, en opinión de Azorín. Ampliaron el vocabulario rescatando palabras olvidadas de los pueblos y de las fuentes clásicas. El subjetivismo, y como consecuencia el lirismo producto de su gran sensibilidad, impregnó sus escritos.
Miguel de Unamuno fue el escritor más polifacético, y al mismo tiempo contradictorio, de los hombres de la Generación. La poesía, el teatro, la novela y el ensayo de pensamiento y crítica literaria van a ser géneros ampliamente cultivados por el catedrático de Salamanca. En su espíritu batallan y se superponen de manera permanente una serie de principios opuestos: razón y fe, vida y muerte, temporalidad e intemporalidad, libertad y represión, que proporcionan a sus obras unos rasgos peculiares. Su vida transcurrió en Salamanca, en cuya universidad fue rector, excepto unos años (de 1924 a 1930) en los que estuvo desterrado, en Fuerteventura y París, por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera. Murió el 31 de diciembre de 1936.
La poesía fue, según propia confesión, su género predilecto: "Yo soy ante todo y sobre todo un espíritu ilógico e inconcreto. No busco ni pruebas ni precisión en nada y lo que hago con más gusto es la poesía". Nos legó varios volúmenes de versos: Poesías (1907), Rosario de sonetos líricos (1911), El Cristo de Velázquez (1920), Andanzas y visiones españolas (1922), Rimas de dentro (1923), Teresa (1924), De Fuerteventura a París (1925), Romancero del destierro (1927), Cancionero. Diario poético (1928-1936) (1953), entre los más conocidos. Su obra poética está en los antípodas del estilo modernista. Manifiesta un teórico desdén por la forma, aunque se produce una mayor preocupación formal a partir de Teresa. El amor emocional, los recuerdos, el paisaje, la ciudad y el tema religioso constituyen sus motivos líricos principales. Su teatro es excesivamente esquemático y, a pesar de que sean dramáticos sus conflictos interiores, no supo comunicar este rasgo a sus piezas, incluso siendo en el terreno trágico en el que muchas veces se desenvuelve la acción. A pesar de su escaso éxito comercial, no debemos olvidar su destacada participación en la renovación de la escena española. Al estreno de La esfinge (1898), le siguieron La difunta (1909), Fedra (1921), Raquel encadenada (1921) y El hermano Juan o el mundo del teatro, puesta en escena póstumamente en 1954.
Mucho tiene que ver la concepción unamunesca del teatro con la de la novela, a la que llamó "nivola", quizá en un intento de orientar al lector para que no buscara en su producción narrativa los caracteres tradicionales del género. Reflejan sus relatos las preocupaciones básicas del pensamiento de Unamuno: el sentido trágico de la vida, el hambre de inmortalidad, la teoría del Criador y la criatura... Niebla (1925), quizá la obra más lograda a juicio de la crítica, desarrolla el tema de la realidad o irrealidad de la existencia y rememora todavía algunos de los problemas que inquietaban al hombre del 98 (la abulia, el fracaso, lo cotidiano, el hastío). En Abel Sánchez (1917), son la envidia y el mito cainita sus hilos conductores. El ansia de maternidad y la moral convencional se enfrentan en La tía Tula (1921) y en San Manuel Bueno, mártir (1933), relato en el que el eje principal es la necesidad de seguir fingiendo una fe que ya no se tiene, pero que comunica vida a los demás. Olvidados entre su abundante producción, conservamos una nutrida colección de cuentos, que en parte quedaron extraviados en la prensa, mientras eran recogidos en volumen por E. K. Paucker (1960). Directamente o a través de la voz de los personajes, Unamuno reflexiona o habla sobre la vida sin amor, los problemas de la fe, la personalidad, la intrahistoria, y remiten en ocasiones a los inquietantes problemas humanos de sus obras mayores, de los que son en varios casos núcleo germinal. Algunos de los escritos de Unamuno buscan la España real, el paisaje, que nos transmite con una extraordinaria sensibilidad (Por tierras de Portugal y España, 1911; Andanzas y visiones españolas, 1922).
Sin embargo, es en el ámbito del ensayo donde mejor vertió el autor su compleja personalidad y las inquietudes íntimas que le acompañaron a lo largo de su agitada existencia. Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1912) y La agonía del cristianismo (1931) son, tal vez, los más conocidos ejemplos de su amplia producción en este género.
Pío Baroja, desde su acomodada burguesía, siguió encerrado largo tiempo en sus autoritarias convicciones políticas. Liberal, fue el que menos cambios sufrió en su contextura ideológica, porque de todos los noventayochistas quizá era el que entendió la realidad de una manera más personal. Pasó su existencia en Madrid plenamente dedicado a la literatura, hasta su muerte ocurrida en 1956. Más de medio siglo de una vida gastada en escribir, explica a la perfección lo ingente de su creación literaria: 75 volúmenes de novelas y narraciones, a los que hay que añadir memorias, ensayos y biografías. Todavía en El árbol de la ciencia (1911) se observa algo del talante noventayochista. Describe con mano maestra el ambiente que se respiraba en el Madrid del desastre, la actitud de las gentes y, sobre todo, la del propio protagonista, Andrés Hurtado, que simboliza de una manera clara gran parte del sentir que animó a quienes intentaron hacer frente a la situación. No obstante, el pesimismo ahoga cualquier posible alternativa. La única salida posible es el suicidio del personaje.
Agrupó sus novelas en diez trilogías, si bien sin ningún criterio referido a su unidad: La lucha por la vida (La busca, Mala hierba y Aurora roja), y Tierra vasca (La casa de Aizgorri, El mayorazgo de Labraz y Zalacaín el aventurero) escritas durante sus años juveniles; El pasado formada por La feria de los discretos (1905), Los últimos románticos (1906) y Las tragedias grotescas; La raza, constituida por La dama errante (1908), La ciudad de la niebla (1909) y El árbol de la ciencia (1911); Las ciudades, con César o nada (1910), El mundo es ansí (1912) y La sensualidad pervertida (1920). Se añaden después otras narraciones como la tetralogía El mar con Las inquietudes de Shanti Andía (1911), El laberinto de las sirenas (1923), Pilotos de altura (1929) y La estrella del capitán Chimista (1930) y, por último, Agonías de nuestro tiempo, con títulos como El gran torbellino del mundo (1926), Las veleidades de la fortuna (1927) y Los amores tardíos (1927). Memorias de un hombre de acción es otra colección (22 volúmenes, 1913-1935) que supone una amplia crónica histórica de la primera mitad del siglo XIX a través de la vida aventurera de un personaje real, Eugenio de Aviraneta.
Absorbido por el mundo de la novela, abandonaría el cuento, hasta época tardía en que retornó al relato breve con colecciones como las recogidas en Otros cuentos (O.C., VI), Cuentos (1919), El puente de las ánimas (1944), Los enigmáticos, relatos de escritura más mecánica y profesionales, ajenos a la sensibilidad y al estilo de los modelos antiguos. Publicó un libro de versos, escritos a lo largo de su vida, bajo el título de Canciones del suburbio (1944), romos de inspiración y estilo. Es autor también de una larga serie de ensayos de variado tema (Juventud, egolatría, 1917; Nuevo tablado de arlequín, 1917; La caverna del humorismo, 1919; Divagaciones sobre la cultura, 1920; Divagaciones apasionadas, 1924; El diablo a bajo precio, 1939; Pequeños ensayos, 1943; La decadencia de la cortesía y otros ensayos, 1956...), de algunos ejercicios teatrales (El horroroso crimen de Peñaranda del Campo, 1928; El nocturno del hermano Beltrán, 1929), de biografías, y de varios tomos de recuerdos apasionados bajo el título de Desde la última vuelta del camino. Memorias (1944-1955). Baroja es un escritor con un bagaje de creación increíble, apasionante, pero también de muchos altibajos en su calidad literaria.
Su evolución debemos contemplarla desde unos comienzos de espíritu fiel al 98 hasta un período posterior en el que cultiva un escapismo hacia la temática histórica y de aventuras. En su novelística los personajes y los ambientes son más importantes que los temas. El protagonista es frecuentemente el alter ego del autor, esto es, un hombre inadaptado, anticlerical, con actitud crítica hacia las instituciones y, finalmente, un vencido en la lucha contra un medio hostil, en una palabra, un frustrado. El lenguaje del escritor vasco nace con frecuencia de espaldas a la retórica y en ocasiones podemos percibir un cierto desaliño y descuido en el estilo, en particular en la sintaxis.
Azorín abandonó pronto sus radicales posturas políticas, para encerrarse en su mundo literario, adoptando paulatinamente actitudes más conservadoras. También llevó a cabo una ingente y polifacética producción literaria hasta el año 1967 en que murió. Escribió artículos periodísticos, comedias, ensayos, cuentos, novelas, crónicas parlamentarias, discursos políticos... Como escritor se caracteriza por ser amigo de lo fragmentario, de lo parcial. Busca el pequeño detalle: movimientos aislados, colores, matices, rincones. Utiliza la técnica de la evocación como instrumento para recrear ambientes y personajes. Obsesionado por el tema de la fugacidad de tiempo y extraordinario observador del paisaje, refleja en sus obras una gran sensibilidad. Su estilo manifiesta una profunda preocupación por el léxico. Su labor periodística influye en su estilo: frase breve y concisa.
Sus libros de ensayo son en muchas ocasiones recopilación de sus artículos aparecidos en la prensa. Un grupo importante describe el paisaje y el alma española, con un espíritu que se aleja poco a poco de las preocupaciones noventayochistas, como La ruta de Don Quijote (1905), Andalucía trágica (1905), Los pueblos (1905), Castilla (1912), El paisaje de España (1917), Un pueblecito: Riofrío de Ávila... Merecen especial mención los que versan sobre temas de nuestra historia literaria y sobre el estilo, plenos de sensibilidad y aguda intuición, la esencia del ensayismo literario hispano. Entre ellos: Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913), Al margen de los clásicos (1915), Los dos Luises y otros ensayos (1944), Rivas y Larra (1947) y otros temas (El cine y el momento, 1953). También editó dos obras de memorias, Madrid (1941) y Valencia (1941).
No tienen sus novelas nada que ver con el concepto convencional que tenemos del género. Carecen de acción. No inventa, recrea. Aparecen como conjunto de sensaciones e impresiones. Los protagonistas son, a menudo, proyección del propio autor. Esta tendencia era ya evidente en las novelas de la primera época (La voluntad, Antonio Azorín, Confesiones de un pequeño filósofo), ya citadas. Sigue fiel a su estilo, aunque no a sus ideas, en las que compuso en su madurez: Don Juan (1922), Doña Inés (1925), María Fontán (1944), Salvadora de Olbena (1944). El interés por la literatura fragmentaria favoreció que la afición por el cuento se mantuviera vigente a lo largo de su vida de escritor. Aparecen periódicamente colecciones, que según los usos literarios han contactado previamente con su público adicto por medio de la prensa: en Blanco en azul (1929) sigue la moda surrealista (mejor "superrealista", según sus deseos) al uso y donde predominan los temas del tiempo, el subconsciente, las fuerzas misteriosas, con escaso interés por el mundo exterior; Españoles de París (1939); Pensando en España (1940); Sintiendo a España (1942); Cavilar y contar (1942); Contingencias en América (1945), muchos de ellos recogidos en Cuentos (1956). Es autor de más de cuatrocientos relatos breves, de gran calidad, por lo que hay críticos que le tienen por una de las figuras señeras del cuento del siglo XX. Algunos fueron escritos durante su exilio voluntario en París durante la Guerra Civil española (con añoranzas y recuerdos de su patria, datos autobiográficos, la capital del Sena) o los escritos para el periódico La Prensa de Buenos Aires del que fue corresponsal. Son cuentos literarios más que realistas, en los que la sociedad se evoca desde una perspectiva subjetiva, con evocaciones históricas, divagaciones fantásticas y mundos mágicos dominados por el azar, llenos de referencias culturales y con el estilo cuidado habitual en la prosa azoriniana. Apenas se asoman a los mismos los episodios bélicos de actualidad.
Azorín experimentó siempre una gran atracción hacia el teatro, no en vano muchos de sus artículos literarios están dedicados a la crítica teatral. Su actitud en este terreno es de defender la imperiosa necesidad de renovar la escena. Pretende romper con el realismo y crear un teatro antirrealista. Es el suyo un teatro sin drama, todo debe quedar supeditado al diálogo, donde han de plasmarse en condensación los aspectos esenciales de las obras. Old Spain (1926), Brandy, mucho Brandy (1927), Comedia del arte (1927), Lo invisible, trilogía compuesta de tres piezas (La arañita en el espejo, El segador y Doctor Death de 3 a 5, 1928) y La guerrilla (1936), son algunas muestras de su actividad como dramaturgo ejercida, sobre todo, entre 1925 y 1936.
Maeztu sufrió también una evolución ideológica muy acusada que le hizo pasar del socialismo radical de sus primeros años a una derecha reaccionaria, convirtiéndose en defensor a ultranza del catolicismo, la tradición y la hispanidad. Este proceso de espiritualización ideológica se produjo, sobre todo, durante su estancia en Londres. Bajo la inspiración del socialismo fabiano, empezó a admirar la solidaridad de los británicos y su interés por las tareas socialmente beneficiosas, y se fue mostrando europeísta. En 1911 leyó en el Ateneo de Madrid la famosa conferencia La revolución y los intelectuales, donde se observa una serenidad del espíritu en busca de nuevos referentes ideológicos que le permitan salir de su situación personal. Tiene una conciencia elitista de la sociedad, ya que cree que los intelectuales deben llevar el peso de la reforma social. Su regeneracionismo, sin embargo, se ha templado, se ha vuelto menos crítico de los políticos de la España del desastre y mira hacia el futuro con esperanza.
A partir del año 1916 rechazó todos sus escritos anteriores, que consideró plagados de errores. A su vuelta a nuestro país creyó encontrar esa España nueva que buscaba revalorizando los valores religiosos y tradicionales. Políticamente defendió la dictadura de Primo de Rivera, y más tarde expresó su devoción por Mussolini y Hitler. Sus artículos se recogen en La crisis del humanismo (1919), en torno al tema de la Guerra Mundial; Defensa de la Hispanidad, libro de amor y de combate (1934), ideal de alcance universal que identifica con el catolicismo. Uno de los libros más interesantes de Maeztu, y de mayor valor literario, es el ensayo titulado Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Ensayos en simpatía (1926), en el que presenta estos tres mitos que encarnan tres valores divinos: el amor, el poder y la sabiduría, y que representan la falta de ideales de la sociedad española.
Otros muchos artículos de ambas épocas quedan aún perdidos en las páginas de los periódicos, expresión del espíritu ferviente de este Maeztu, periodista y ensayista, con caras irreconciliables.
Valle-Inclán y Machado, noventayochos a destiempo
La inclusión de los coetáneos Ramón María del Valle-Inclán y Antonio Machado en la Generación del 98, habitual en los manuales de historia de la literatura, exige algunas matizaciones. Rabiosamente modernistas en sus orígenes literarios, sufrieron luego una intensa evolución personal que les fue alejando de las exquisiteces expresivas propias de los seguidores de Rubén Darío.
Los hombres del 98 que coincidían, como se ha dicho, con los modernistas en algunas cosas, estaban muy alejados de su estética literaria, que despreciaban cordialmente. Todavía en 1907 remitía desde Londres Ramiro de Maeztu la respuesta a una encuesta que promovía el periódico Nuevo Mercurio sobre el Modernismo, con opiniones descalificadoras en extremo para una escuela cuyo esfuerzo mental se agotaba. Dice, "en el ensamblaje cuidadoso de las palabras persiguiendo ya el arabesco musical, ya sensaciones verbales de novedad, de exotismo o de refinamiento". El vitoriano tenía a Valle-Inclán como al mentor y principal modelo de esta escuela, de quien afirma con ironía: "Que el auge actual de esta tendencia es obra personalísima del Sr. Valle-Inclán, quien ha empleado diez o doce años de su vida, todo lo que va desde 1895 hasta la fecha, en propagar su idea de la literatura, dedicando a esta causa doce o catorce horas diarias de charlas, discusiones y pendencias, e ilustrando sus tesis con algunos escritos". Censura su habitual desinterés "por los problemas materiales de la vida". Sin embargo, no se atreve a aventurar una opinión sobre la pervivencia de esta tendencia en el futuro literario español.
En el caso del escritor gallego se fue produciendo un progresivo desapego a la misma, para entrar en una paulatina preocupación por los problemas nacionales, en la misma línea regeneracionista que los hombres del 98. Parece que fue a partir de 1915 cuando sustituyó su tradicionalismo idílico por ideas casi revolucionarias, que se acrecentarán a partir de 1920. Se enfrentó a la dictadura de Primo de Rivera. En 1933 ingresó en el Partido Comunista (aunque también hay testimonios de una cierta admiración por Mussolini). En este segundo Valle-Inclán resulta difícil separar lo que es ideología política de lo que es estética, y hará del esperpento una fórmula artística nueva para repasar críticamente la sociedad española.
Las primeras obras de Antonio Machado responden también a los cánones de la estética modernista y simbolista. A partir de 1912, con la publicación de Campos de Castilla, se observa ya una inclinación hacia la problemática cívica. A la Castilla vista desde un punto de vista estético sucede una Castilla observada con visión realista, sociopolítica. Las nuevas circunstancias vitales (la muerte de su mujer, Leonor), debieron influir en ese abandono de la subjetividad, pero sobre todo en la concienciación política del autor. Hablando en 1917 sobre los móviles de su poesía, afirmó: "A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras al simple amor a la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelantes de muchas horas de mi vida gastadas -alguien dirá perdidas- en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo".
En Nuevas Canciones (1924) y Cancionero Apócrifo (1933) se pone ya claramente de manifiesto su interés por la temporalidad, la injusticia social y la superación del cainismo a través de la fraternidad de los pueblos. Sus simpatías por la causa republicana le llevaron al exilio en Francia, Colliure en 1939, donde murió al poco de llegar.
Valle y Machado llegan al compromiso socio-político en su literatura cuando ya los hombres del noventayocho han desertado de su discurso regeneracionista, e incluso han hallado refugio en partidos conservadores olvidando su rebeldía generacional.
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Enviado por: | Angel Utande |
Idioma: | castellano |
País: | España |