Biografía


Francisco de Quevedo


Francisco de Quevedo y Villegas

Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), escritor español, cultivó tanto la prosa como la poesía y es una de las figuras más complejas e importantes del barroco español.

Francisco de Quevedo y Villegas Uno de los autores más complejos y lleno de matices del barroco español es Francisco de Quevedo y Villegas. Su obra poética forma un conjunto monumental de poesía metafísica, amorosa, satírica, religiosa y moral. En los últimos tercetos de su soneto Amor constante más allá de la muerte, que aquí recita un actor, se expresa la paradoja del amor, que triunfa más allá de la muerte. El retrato de Quevedo es obra del pintor español Diego Velázquez. Archivo Fotográfico Oronoz/(p)1996 Microsoft Corp. Reservados todos los derechos.

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El sueño como recurso satírico

Los Sueños, de Francisco de Quevedo y Villegas, revelan una aguda visión crítica de la decadencia española. Una de sus piezas más sobresalientes es "El alguacil alguacilado", en la que un diablo que ha poseído a un alguacil describe el infierno.

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2 VIDA

Nació en Madrid en el seno de una familia de la aristocracia cortesana. Era el tercero de los cinco hijos de Pedro Gómez de Quevedo, que ocupó cargos palaciegos, y de María de Santibáñez. Estudió en el colegio de la Compañía de Jesús en Madrid y en la Universidad de Alcalá (Madrid); después cursó estudios de teología en la Universidad de Valladolid (1601-1606), pues allí se había desplazado la Corte. En esta época ya destacaba por su gran cultura y por la acidez de sus críticas contra Luis de Góngora. En 1606 marchó a Madrid en busca de éxito y bienes materiales a través del duque de Osuna, quien se convirtió en su protector; también entabló un pleito por la posesión del señorío de La Torre de Juan Abad, pueblo de la provincia de Ciudad Real, en el que hasta 1631 gastó una gran fortuna y muchas energías.

En 1613 viajó a Italia llamado por el duque de Osuna, entonces virrey de Nápoles, el cual le encomendó importantes y arriesgadas misiones diplomáticas con el fin de defender el virreinato que empezaba a tambalearse; entre éstas intrigó contra Venecia y tomó parte en una conjuración. El duque de Osuna cayó en desgracia en 1620 y Quevedo sufrió destierro en La Torre (1620), después presidio en Uclés (1621) y, por último, destierro de nuevo en La Torre. Esta etapa azarosa y desgraciada marcó todavía más su carácter agriado y lo llevó a una crisis religiosa y espiritual, pero desarrolló una gran actividad literaria. Con el advenimiento de Felipe IV algo cambió su suerte, al levantar el rey su destierro, pero el pesimismo ya se había hecho dueño de él.

Su matrimonio con la viuda Esperanza de Mendoza (1634) tampoco le proporcionó ninguna felicidad y la abandonó al poco tiempo; ella moriría en 1641. De nuevo se sintió tentado por la política, pues vio la decadencia que se estaba cerniendo sobre España y desconfió del conde-duque de Olivares, valido del rey, contra quien escribió algunas diatribas amargas. Un asunto oscuro, relacionado con una supuesta conspiración con Francia, hizo que fuese detenido en 1639 y encarcelado en San Marcos de León, donde las duras condiciones mermaron su salud.

Al quedar libre, en 1643, ya era un hombre acabado y se retiró a La Torre para después instalarse en Villanueva de los Infantes, donde el 8 de septiembre de 1645 murió.

3 OBRAS EN PROSA

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Novela picaresca:El Buscón

El Buscón, de Francisco de Quevedo, es una de las obras más representativas de la picaresca española. En el fragmento siguiente se muestra una escena de la vida goliárdica: Al pobre pícaro, Pablos, le someten a mil bromas pesadas los estudiantes adinerados en la Universidad de Alcalá de Henares, por no tener patente, es decir, dinero que dar para evitarse una pesada novatada.

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La obra de Quevedo es abundante y contradictoria. Hombre amargado, severo, culto, cortesano, escribió las páginas burlescas y satíricas más brillantes y populares de la literatura española, pero también una obra lírica de gran intensidad y unos textos morales y políticos de gran profundidad intelectual. Esta fusión o doble visión del mundo es lo que le hace el gran representante del barroco español.

Sus primeras obras fueron satíricas y burlescas. La vida del Buscón llamado don Pablos (c. 1603, impresa sin autorización del autor en 1626) es una novela picaresca dentro de las características del género; pero su originalidad reside en la visión vitriólica que ofrece sobre su sociedad, en una actitud tan crítica que no puede entenderse como realista sino como una reflexión amarga sobre el mundo y como un desafío estilístico sobre las posibilidades del género y del idioma. Los Sueños (1605-1622) son cinco piezas cortas conceptistas, producto de los desengaños que padeció durante ese periodo, en las que viene a decir que no hay nobleza ni verdad en el mundo sino que todo es horror y fealdad. Estas obras circularon manuscritas hasta que un editor las reunió en 1626, aunque Quevedo las publicó en 1631 con el título de Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio con un prólogo en el que arremetía contra los editores piratas y declaraba la intención de estos escritos: denunciar los “abusos, vicios y engaños de todos los oficios y estados del mundo”. El desenfado de la prosa de Quevedo llega a su extremo burlón y desopilante en textos como La culta latiniparla, donde arremete contra la tendencia al eufemismo y a valerse de expresiones rebuscadas para aparentar riqueza de vocabulario (“calendas purpúreas” para referirse a la menstruación, por ejemplo), o Gracias y desgracias del ojo del culo.

Una faceta de Quevedo, muy valorada por la crítica actual, son sus obras morales y políticas de hondo contenido estoico y raíces del filósofo hispanorromano Séneca, como Política de Dios, gobierno de Cristo, tiranía de Satanás (1626) en la que traza la imagen ideal del gobernante siguiendo los Evangelios, y Marco Bruto (1646) una glosa sentenciosa de obras de Plutarco, para mostrar “los premios y los castigos que la liviandad del pueblo dio a un buen tirano —Julio César— y a un mal leal —Bruto—”. En ella, aunque pretende ser un tratado general, hace un retrato de los problemas de la España de su tiempo.

4 OBRA POÉTICA

Si la obra en prosa de Quevedo resulta variada y compleja, su poesía lo es aún más. Se conserva casi un millar de poemas pero, sabiendo que nunca se preocupó por editarlos y que los conservados proceden de personas próximas a él, es de suponer que escribió muchos más. Se publicaron después de su muerte en dos volúmenes Parnaso español (1648), compilado por su amigo José Antonio González de Salas, y Las tres musas (1670), llevado a cabo por su sobrino Pedro Aldrete Quevedo y Villegas, ambas ediciones en la actualidad han sido revisadas especialmente por José Manuel Blecua, pero aún las composiciones son difíciles de fechar. Forman un conjunto monumental de poesía metafísica, amorosa, satírica, religiosa y moral. Es una poesía tanto ligera y de corte popular como seria y profunda, generalmente de estilo conceptista, que exige esfuerzo y agilidad mental por parte del lector para captar todos los recursos que proporcionan las figuras retóricas. Resulta inevitable comparar su estilo conciso y severo con la luminosidad brillante de su antagonista, el culterano Luis de Góngora, el otro gran poeta barroco español.

Sus primeros poemas —al igual que su prosa— fueron letrillas burlescas y satíricas como “Poderoso caballero /es don Dinero”, pero este género siguió cultivándolo con gran brillantez durante toda su vida, y es el Quevedo más conocido y popular. Criticó con mordacidad atroz los vicios, locuras y debilidades de la humanidad y zahirió de una manera cruel a sus enemigos, como en el conocido soneto, paradigma conceptista, “Érase un hombre a una nariz pegado”. En su poesía amorosa, de corte petrarquista, destacable por la hondura del sentimiento, Quevedo vio una posibilidad de explorar el amor como lo que da sentido a la vida y al mundo. Ejemplo de ello es el soneto “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, en el cual se manifiesta que la muerte no destruirá el amor, que seguirá vivo en el amante, como resulta evidente en los versos del último terceto:

Su cuerpo dejara, no sin cuidado

Serán ceniza, mas tendrán sentido

Polvo serán, mas polvo enamorado

El tema de la muerte y de la brevedad de la vida son una constante en su poesía metafísica, en la que de nuevo asoma la actitud estoica para aceptar la angustia que provoca el Tiempo, que todo lo destruye, pues vida y muerte se confunden:

Ayer se fue, mañana no ha llegado

hoy se está yendo sin parar un punto.

Soy un fue y un será y un es cansado.

Bibliografía

Títulos básicos publicados acerca de Francisco de Quevedo y Villegas.

En Quevedo subyacen dos extremos, el moralista estoico y preocupado por la decadencia nacional y el satírico burlón vitalista que incluso recurre a la procacidad, al lenguaje jergal y grotesco. La coexistencia de estos dos extremos reafirma no sólo la riqueza literaria de Quevedo sino la de un periodo, el del barroco, que redescubre la posibilidad de los múltiples puntos de vista. Humor y escepticismo son, al fin y al cabo, dos formas complementarias del pesimismo y de la conciencia de la vanidad de las cosas del mundo, sometido a crisis periódicas y al demoledor paso del tiempo. Es ese humor, entendido como una clave del pensamiento moderno según Arnold Hauser, el que explica también la ridiculez trágica del caballero andante en Miguel de Cervantes Saavedra.

Los Sueños, de Francisco de Quevedo y Villegas, revelan una aguda visión crítica de la decadencia española. Una de sus piezas más sobresalientes es "El alguacil alguacilado", en la que un diablo que ha poseído a un alguacil describe el infierno.

Fragmento de “El alguacil alguacilado”.

De Francisco de Quevedo.

Se ha de advertir que los diablos en los alguaciles estamos por fuerza y de mala gana. Por lo cual, si queréis acertarme, debéis llamarme a mí demonio enalguacilado, y no a éste alguacil endemoniado; y avenísos mejor los hombres con nosotros que con ellos; si bien nuestra cárcel es peor, nuestro agarro perdurable. Verdugos y alguaciles malos parece que tenemos un mismo oficio; pues, bien mirado, nosotros procuramos condenar, y los alguaciles también; nosotros, que haya vicios y pecados en el mundo, y los alguaciles lo desean y procuran al parecer con más ahinco, porque ellos lo han menester para su sustento y nosotros para nuestra compañía. Y es mucho más de culpar este oficio en los alguaciles que en nosotros, pues ellos hacen mal a hombres como ellos y a los de su género, y nosotros no. Fuera desto, los demonios lo fuimos por querer ser como Dios, y los alguaciles son alguaciles por querer ser menos que todos. Persuádete que alguaciles y nosotros somos de una profesión; sino que ellos son diablos con varilla, como cohetes, y nosotros alguaciles sin vara, que hacemos áspera vida en el infierno. -Admiráronme las sutilezas del diablo; enojóse Calabrés, revolvió sus conjuros, quísole enmudecer, y no pudo, y al echarle agua bendita, comenzó a huir y a dar voces diciendo: «Clérigo, cata que no hace estos sentimientos el alguacil por la parte de bendita, sino por ser agua: no hay cosa que tanto aborrezca.»

Fuente: Jünemann, Guillermo. Historia de la literatura española y antología de la misma. Friburgo: Herder, 1913.

El Buscón, de Francisco de Quevedo, es una de las obras más representativas de la picaresca española. En el fragmento siguiente se muestra una escena de la vida goliárdica: Al pobre pícaro, Pablos, le someten a mil bromas pesadas los estudiantes adinerados en la Universidad de Alcalá de Henares, por no tener patente, es decir, dinero que dar para evitarse una pesada novatada.

Fragmento de La vida del Buscón llamado don Pablos.

De Francisco de Quevedo y Villegas.

Capítulo V.

Amaneció, y helos aquí en camisa a todos los estudiantes de la posada a pedir la patente a mi amo. El, que no sabía lo que era, preguntóme que qué querían, y yo, entre tanto, por lo que podía suceder, me acomodé entre dos colchones y sólo tenía la media cabeza fuera que parecía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos, y con tanto comenzaron una grita del diablo, diciendo: —«Viva el compañero, y sea admitido en nuestra amistad. Goce de las preeminencias de antiguo. Pueda tener sarna, andar manchado y padecer la hambre que todos». Y con esto —¡mire v. m. qué privilegios!— volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros y tomamos el camino para escuelas.

A mi amo, apadrináronle unos colegiales conocidos de su padre y entró en su general, pero yo, que había de entrar en otro diferente y fui solo, comencé a temblar. Entré en el patio, y no hube metido bien el pie, cuando me encararon y empezaron a decir: —«¡Nuevo!». Yo, por disimular di en reír, como que no hacía caso; mas no bastó, porque, llegándose a mí ocho o nueve, comenzaron a reírse. Púseme colorado; nunca Dios lo permitiera pues, al instante, se puso uno que estaba a mi lado las manos en las narices y, apartándose, dijo: —«Por resucitar está este Lázaro, según hiede». Y con esto todos se apartaron tapándose las narices. Yo, que me pensé escapar, puse las manos también y dije:—«Vs. ms. tienen razón, que huele muy mal». Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban juntos hasta ciento, comenzaron a escarbar y tocar al arma, y en las toses y abrir y cerrar de las bocas, vi que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado hízome alarde de uno terrible, diciendo: —«Esto hago». Yo entonces, que me vi perdido, dije: —«¡Juro a Dios que ma...!». Iba a decir te, pero fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco, que todos tiraban a mí; y era de ver cómo tomaban la puntería.

Estaba ya nevado de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancó hacia mí diciendo con gran cólera: —«¡Basta, no le matéis!»; que yo, según me trataban, creí dellos que lo harían. Destapéme por ver lo que era, y, al mismo tiempo, el que daba las voces me enclavó un gargajo en los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita que me aturdieron. Y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y boticas aguardan nuevos para purgarse.

Quisieron tras esto darme de pescozones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y iba hecho zufaina de viejo a pura saliva. Fuime a casa, que apenas acerté, y fue ventura el ser de mañana, pues sólo topé dos o tres muchachos, que debían de ser bien inclinados, porque no me tiraron más de cuatro o seis trapajos, y luego me dejaron.

Entré en casa, y el morisco que me vio, comenzóse a reír y a hacer como que quería escupirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije: —«Tened, huésped, que no soy Ecce Homo». Nunca lo dijera, porque me dio dos libras de porrazos, dándome sobre los hombros con las pesas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio derrengado, subí arriba; y en buscar por dónde asir la sotana y el manteo para quitármelos, se pasó mucho rato. Al fin, le quité y me eché en la cama, y colguélo en una azotea.

Vino mi amo y, como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojóse y comenzó a darme repelones, con tanta priesa, que, a dos más, despierto calvo.

Levantéme dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo: —«¿Es buen modo de servir ése, Pablos? Ya es otra vida». Yo, cuando oí decir «otra vida», entendí que era ya muerto, y dije: —«Bien me anima v. m. en mis trabajos. Vea cuál está aquella sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo, a las mayores narices que se han visto jamás en paso, y mire estas costillas. Y con esto, empecé a llorar.

Fuente: Quevedo y Villegas, Francisco. La vida del Buscón llamado Pablos. Edición de Domingo Yinduráin. Texto fijado por Fernando Lázaro Carreter. Madrid: Ediciones Cátedra, 1996.

Francisco de Quevedo y Villegas Uno de los autores más complejos y lleno de matices del barroco español es Francisco de Quevedo y Villegas. Su obra poética forma un conjunto monumental de poesía metafísica, amorosa, satírica, religiosa y moral. En los últimos tercetos de su soneto Amor constante más allá de la muerte, que aquí recita un actor, se expresa la paradoja del amor, que triunfa más allá de la muerte. El retrato de Quevedo es obra del pintor español Diego Velázquez.




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