Literatura


Fortunata y Jacinta; Benito Pérez Galdós


III

“La faz napoleónica, lívida y con la melena suelta, volvió a asomarse en la reja con la caída de la tarde. Y Sor Marcela pasó repetidas veces por delante de la cárcel, volviendo a registrar los nidos de las gallinas, por ver si tenían huevos, o de regar los pensamientos o francesillas que cultivaba en un rincón de la huerta. El patio, que era pequeño y se comunicaba con la huerta por una reja de madera casi siempre abierta, estaba muy mal empedrado, resultando tan irregular el paso de la coja, que los balanceos de su cuerpo semejaban los de una pequeña embarcación en un mar muy agitado. Muy a menudo andaba Sor Marcelina por allí, pues tenía la llave de la leñera y carbonera, la del calabozo y la de la otra pieza en que se guardaban trastos de la casa y de la iglesia.

Ya cerca de la noche, como he dicho, Mauricia no se quitaba de la reja para hablar con la monja cuando pasaba. Su acento había perdido la aspereza iracunda de la mañana, aunque estaba más ronca y tenía tonos de dolor y de miseria, implorando caridad. La fiera estaba domada. Fuertemente asida con ambas manos a los hierros, la cara pegada a éstos, alargando la boca para ser mejor oída, decía con voz plañidera:

­­­­ -Cojita mía... cañamoncito de mi alma, ¡cuánto te quiero!...Allá va el patito con sus meneos; una, dos, tres... Lucero de este convento, ven y escucha, que te quiero decir una cosita.

A estas expresiones de ternura, mezcladas de burla cariñosa, la monja no contestaba ni siquiera con una mirada. Y la otra seguía:

-¡ay, mi galapaguito de mi alma, qué enfadadito está conmigo, que le quiero tanto!...Sor Marcela, una palabrita, nada más que una palabrita. Yo no quiero que me saques de aquí, porque me merezco la encerrona. Pero ¡ay niñita mía, si vieras que mala me he puesto! Paíce que me están arrancando el estómago con unas tenazas de fuego... Es de la tremolina de esta mañana. Me dan tentaciones de ahorcarme colgarme de esta reja con un cordón hecho de tiras del refajo. Y lo voy a hacer, sí, lo hago y me cuelgo si no me miras y me dices algo... Cojita graciosa, enanita remonona, mira, oye: si quieres que te quiera más que a mi vida y te obedezca como aun perro, hazme un favor que voy a pedirte; tráeme nada más que una lagrimita de aquella gloria divina que tú tienes, de aquello que te recetó el médico para tu mal de barriga... Anda, ángel, mira que te lo pido con toda mi alma, porque esta penita que tengo aquí no se me va a quitar, y parece que me voy a morir. Anda, rica, cañamón de los ángeles; tráeme lo que te pido, así Dios te dé la vida celestial que te tienes ganada, y tres más, y así te coronen los serafines cuando entres en el cielo con tu patita coja...

La monja pasaba... trun, trun... hiriendo los guijarros con aquel pie duro que debía ser como la pata de una silla; y no concedía a la prisionera ni respuesta ni mirada. Al anochecer, bajo con la cena para la presa, y abriendo la puerta penetró en el lóbrego aposento. Por el pronto no vio a Mauricia, que estaba acurrucada sobre unas tablas, las rodillas junto al pecho, las manos cruzadas sobre la rodilla y en las manos apoyada en al barba.

-No veo, ¿Dónde estás?-murmuró la coja sentándose sobre otro rimero de tablas.

Contestó Mauricia con un gruñido, como el de un mastín a quien dan con el pie para que despierte. Sor Marcela puso junto a sí un plato de menestra y un pan.

-La superiora-dijo-, no quería que te trajera más que pan y agua; Pero intercedí por ti... No te lo mereces. Aunque me proponga no tener entrañas, no lo puedo conseguir. A ti te manejo yo a mi modo y sé que mientras peor se te trate, más rabiosa te pones... Y para que veas, hija, hasta donde llega mi condescendencia... -añadió sacando de debajo del manto un objeto...

creyérase que Mauricia lo había olido, porque de improvisto alzó la cabeza, adquiriendo tal animación su vida y su cara que parecía mismamente la del otro cuando, señalando las pirámides, dijo lo de los cuarenta siglos. La mazmorra estaba oscura, mas por la puerta entraba la última claridad del día, y las dos mujeres allí encerradas se podían ver y se veían, aunque más bien como bultos que como personas. Mauricia alargó las manos con ansias hasta tocar la botella, pronunciando las palabras truncadas y balbucientes para expresar su gratitud; pero la monja apartó el codiciado objeto:

-¡Eh!.. las manos quietas. Si no tenemos formalidad, me voy. Ya ves que no soy tirana, que llevo la caridad hasta un límite que quizás sea imprudente. Pero yo digo: “Dándole un poquito, nada más que una miajita, la consuelo, y aquí no puede haber vicio.” Porque yo sé lo que es debilidad de estómago cuánto hace sufrir. Negar y negra siempre al preso pecador todo lo que pide, no es bueno. El señor no puede querer esto. Tengamos misericordia y consolemos al triste.

Diciendo esto saco un cortadillo y se preparó a escanciar corta porción de precioso licor, el cual era un coñac muy bueno que solía usar para combatir sus rebeldes dispepsias. Luego cayó en la cuenta de que antes debía comerse Mauricia el plato de menestra. La presa lo comprendió así, apresurando a devorar la cena para abreviar.

-Esto que te doy-añadió la monja-,es una reparación de los nervios y un puntal del ánimo desmayado. No creas que lo hago a escondidas de la Superiora, pues acaba de autorizarme para darte esta golosina, siempre que sea en la medida que separa la necesidad del apetito y el remedio del deleite. Yo sé que esto te entona y te da la alegría necesaria para cumplir bien los deberes. Mira tú por dónde lo que algunos podrían tener por malo, es bueno en medida razonable.

Mauricia estaba tan agradecida, que no acertaba a expresar su gratitud. La cojita echó en el cortadillo una cantidad, así como un dedo, inclinando la botella con extraordinario pulso para que no saliera más de lo conveniente; y al dárselo a la presa, le repitió el sermón. ¡y cómo se relamía la otra después de beber, y que bien le supo! Conocía muy bien al galapaguito para atreverse a pedir más. Sabía, por experiencia de casos análogos, que no traspasaba jamás el límite que su bondad y su caridad le imponían. Era buena como un ángel para conceder, y firme como una roca para deterse en el punto que debía.

-Ya sé- dijo tapando cuidadosamente la botella-, que con este consuelo de tus nervios desmayados estará más dispuesta, y la reparación del cuerpo ayuda la del alma.

En efecto, Mauricia empezó a sentirse alegre, y con la alegría vínole una viva disposición del ánimo para la obediencia y el trabajo, y tantas ganas le entraron de todo lo bueno, que hasta tuvo deseos de rezar, de confesarse y de hacer devociones exageradas como las hacía Sor Marcela, que, al decir de las recogidas, llevaba cilicio.

-Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que me perdone... que yo cuando me da el toque y me pongo a despotricar soy un papagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de aquí, y trabajaré como nunca, y si me manda fregar toda la casa de arriba abajo, la fregaré.

Échenme penitencias gordas y las cumpliré en un decir luz.

-Me gusta verte tan entrada en razón-le dijo la madre, recogiendo el plato-; pero por esta noche no saldrás de aquí. Medita, medita en tus pecados, reza mucho y pídele al Señor y a la Santísima Virgen que te iluminen.

Mauricia creía que estaba bastante iluminada, porque la excitación encendía sus ideas dándole un cierto entusiasmo; y después de hacer un poco de ejercicio corporal colgándose de la reja, porque sus miembros apetecían estirarse, se puso a rezar con toda la devoción de que era capaz, luchando con las varias distracciones que llevaban su mente, y por fin se quedó dormida sobre el duro lecho de tablas. Sacáronla del encierro al día siguiente temprano, y al punto se puso a trabajar en la cocina, sumisa, callada y desplegando maravillosas actividades. Después de cumplir una condena, lo que ocurría infaliblemente una vez cada treinta o cuarenta días, la mujer napoleónica estaba cohibida y como avergonzada entre sus compañeras. Poniendo toda su atención en las obligaciones, demostrando un celo y obediencia que encantaban a las madres. Durante cuatro o cinco días desempeñaba sin embarazo ni fatiga la tarea de tres mujeres. Pasadas dos semanas, advertían que se iba cansando; ya no había en su trabajo aquella corrección y diligencia admirables; empezaban las omisiones, los olvidos, los descuidillos, y todo esto iba en aumento hasta que la repetición de las faltas anunciaba la proximidad de otro estallido. Con Fortunata volvió a intimar después de la escena violenta que he descrito, y juntas echaron largos párrafos en la cocina, mientras pelaban patatas o fregaban los peroles y cazuelas. Allí gozaban de cierta libertad, y estaban sin tocas y en traje de mecánica como las criadas de cualquier casa.

-Yo tengo una niña- dijo Mauricia en una de sus confidencias-. La puse por nombre Adoración. ¡Es más mona...!; está con mi hermana Severiana, porque yo, como gasto este geniazo, le doy malos ejemplos sin querer, ¿tú sabes?, y mejor vive el angelito con Severiana que conmigo. Esa doña Jacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le comprar ropa y le da el toque por llevársela consigo; como que está rabiando por tener chiquillos y el Señor no se los quiere dar. Mal hecho, ¿verdad? Pues los hijos deben ser para los ricos y no para los pobres, que no los pueden mantener.

Fortunata se manifestó conforme con estas ideas. Algo había oído ella contar del desmedido afán de aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más, contándole también el paso del Pituso, a quien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propia Fortunata. Tal efecto hizo en ésta la historia de aquel increíble caso de delirio maternal y de pasión no satisfecha, que estuvo tres días sin poder apartarlo del pensamiento.

IV

“Desde el corredor alto de veía parte del Campo de Guardias, el Depósito de aguas de Lozoya, el cementerio de San Martín y el Caserío de Cuatro Caminos, y detrás de esto los tonos severos del paisaje de la Moncloa y el admirable horizonte que parece el mar, líneas ligeramente onduladas, en cuya aparente inquietud parece balancearse, como la vela de un barco, la torre de Avaraca o de Húmera. Al ponerse el sol, aquel magnifico cielo de Occidente de encendía en espléndidas llamas, y después de puesto, apagábase con gracia infinita, fundiéndose en las palideces del ópalo. Las recortadas nubes obscuras hacían figuras extrañas, acomodándose al pensamiento o la melancolía de los que las miraban, y cuando en las calles y en las casas era ya de noche, permanecía en aquella parte del cielo la claridad blanda, cola del día fugitivo, la cual lentamente también se iba.

Estas hermosuras se ocultarían completamente a las vistas de filomenas y josefinas cuando estuviera concluida la iglesia en la que se trabajaba constantemente. Cada día, la creciente masa de ladrillos tapaba una línea del paisaje. Parecía que los albañiles al poner cada hilada, no construían, sino que borraba. De abajo arriba, el panorama iba desapareciendo como un mundo que se anega. Hundiéronse las casas del paseo de Santa Engracia, el Depósito de aguas, después el cementerio. Cuando los ladrillos rozaban ya la bellísima línea del horizonte, aún sobresalían las lejanas torres de Húmera y las puntas de los cipreses del Campo Santo. Llegó un día en que las recogidas se alzaban sobre las puntas de los pies o daban saltos para ver algo más y despedirse de aquellos amigos que se iban para siempre. Por fin la techumbre de la iglesia se lo tragó todo, y sólo se pudo ver la claridad del crepúsculo, la cola del día arrastrada por el cielo.

Pero si ya no se veía nada, se oía, pues el tiqui tiqui del taller de canteros parecía formar parte de la atmósfera que rodeaba al convento. Era ya un fenómeno familiar, y los domingos, cuando cesaba, la falta de aquella música era para todas las habitantes de la casa la mejor apreciación del día de fiesta. Los domingos, empezaba a oírse desde la dos el tambor que amenizaba el Tío Vivo y balancines que están junto al Depósito de aguas. Este bullicio y el de la muchedumbre que concurre a los merenderos de los Cuatro Caminos y de Tetuán, duraba hasta muy entrada la noche. Mucho molesto en los primeros tiempos a algunas monjas el tamboril, no sólo por la pesadez de su toque, sino por la idea de lo mucho que se toca al son de aquel mundano instrumento. Pero se fueron acostumbrando y lo mismo oían el rumor del Tío Vivo, que el de los picapedreros los días de labor. Algunas tardes de día de fiestas cuando las recogidas se paseaban por la huerta o el patio, la tolerancia de las madres llegaba hasta el extremo de permitirles bailar una chispita, con decencia se entiende, al son de aquellas músicas populares. !Cuántas memorias evocadas, cuántas sensaciones reverdecidas en aquellos poquitos compases y vueltas de las reclusas! ¡Qué recuerdo tan vivo de las polkas bailadas con horteras en el salón de la Alhambra, de tarde, levantando mucho polvo del piso, las manos muy sudadas y chupando caramelos revenidos! Y lo peor de todo y lo que en definitiva las había perdido era que aquello benditos horteras iban todos con buen fin. El buen fin precisamente, disculpando los malos medios, era la negra. Porque después, ni fin ni propios ni nada más que vergüenza y miseria.

La monja que más empeñadamente abogaba en que se las dejase zarandearse un ratito era Sor Marcela, que por su cojera y su facha parecía incapaz de apreciar el sentimiento estético de la danza. Pero la mujer aquella con su aplastada cara japonesa, sabía mucho del mundo y las pasiones humanas, tenía el corazón rebosando tolerancia y caridad, y sostenía esta tesis: que la privación absoluta de los apetitos alimentados por la costumbre más o menos viciosa, es el peor de los remedios, por engendrar la desesperación, y que para curar añejos defectos es conveniente permitirlos de vez en cuando con mucha medida.

Un día sorprendió a Mauricia en la carbonera fumándose un cigarro, cosa ciertamente fea e impropia de una mujer. La coja no se apresuró a quitarle el cigarro de la boca, como parecía normal. Sólo le dijo:

-¡Qué cochina eres! No sé cómo te puede gustar eso. ¿No te mareas?

Mauricia se reía, y cerrando fuertemente un ojo porque el humo se le había metido en él, miró a la monja con el otro, y alargándole el cigarro, le dijo:

-Pruebe, señora.

¡Cosa inaudita! Sor Mauricia dio una chupada y después arrojó el cigarro, haciendo ascos, escupiendo mucho y poniendo una cara tan fea como la de esos fetiches monstruosos de las idolatrías malayas. Mauricia lo recogió y siguió chupando, alternando un ojo con el otro en el cerrase y en el mirar. Después hablaron de la procedencia del pitillo. La otra no quería confesarlo; pero la madrecita, que sabía tanto, le dijo:

-Los albañiles te lo han tirado desde la obra. No lo niegues. Ya te vi haciéndoles garatusas. Si la Superiora sabe que andas en telégrafos con los albañiles, buena te la arma... y con razón. Tira ya el tabacazo, indecente...!Ay, qué asco! Me ha dejado la boca perdida. No comprendo cómo os puede gustar ese ardor, ese picor de mil demonios. Los hombres, como si no tuvieran bastantes vicios, los inventan cada día...

Mauricia tiró el cigarro y apagólo con el pie.

Fortunata, al mes de estar allí, tuvo otra amiga con quien intimó bastante. Doña Manolita era señora en regla, puesto que era casada, ayudaba alas monjas en clases de lectura y escritura, y ponía un empeño particular en enseñar a Fortunata, de lo que principalmente vino su amistad. Permitían las madres a aquella recogida cierta latitud en la observancia de las reglas; se la dejaba sola con una o dos filomenas durante largo rato, bien en la sala de estudio, bien en la huerta; se le permitía ir al departamento de josefinas, y como tenía habitación aparte y pagaba buena pensión, gozaba de más comodidad que sus compañeras de encierro.

Fortunata y ella, una vez que se conocieron, no tardaron en contarse sus respectivas historias. La que ya conocemos salió descarnada; pero Manolita adornó la suya tanto y de tal modo la quiso hacer patética, que no la conocería nadie. Según su relato, no había pecado, todo había sido una equivocación; pero su marido, que era muy bruto y tenía la culpa, sí, él tenía la culpa, de las equivocaciones, o si se quiere, malas tentaciones de ella, la había metido allí sin andarse con rodeos. Como aquella señora había ocupado una regular situación, contaba con embeleso cosas del mundo y sus pompas, de los saraos a que asistía, de los muchos y buenos vestidos que usaba. Porque su marido era comerciante de novedades, hombre inferior a ella por el nacimiento; como que su papá era oficial primero de la Dirección de la Deuda. Oyendo estas ponderaciones orgullosas, Fortunata se echaba a pensar qué cosa tan empingorotada sería aquel destino del papá de su amiga.

Pero lo mejor fue que en la conversación salió de repente una cosa interesantísima. Manolita conocía a los de Santa Cruz. ¡Vaya! Si su marido , Pepe Reyos, era íntimo, pero íntimo, de D. Baldomero. Y ella, la propia Manolita, visitaba mucho a doña Bárbara. De aquí saltó la conversación a hablar de Jacinta. ¡Ah! Jacinta era una mujer muy mona; lo tenía todo, bondad, belleza, talento y virtud. El danzante de Juan no merecía tal joya, por ser muy dado a picos pardos, pero fuera de esto, era un excelente chico, y muy simpático, pero mucho.

-Ya sabrá usted -dijo luego. Que cayó malo con pulmonía en febrero de este año. Por poco se muere. En esta casa, que debe mucha protección a los señores de Santa Cruz, pusieron al Señor de manifiesto, y cuando estuvo fuera de peligro, Jacinta costeó unas funciones solemnes. Como que vino el obispo auxiliar a decirnos la misa...

-¿De veras?... Tié gracia.

-Como usted lo oye. ¡Lo que usted se perdió! Jacinta es una de las señoras que más han ayudado a sostener esta casa. Ya se ve, como no tiene hijos... no sabe en qué gastar el dinero. ¿Se ha fijado usted en aquellos grandes ramos, monísimos, con flores de tisú de oro y hojas de plata?

-Sí -replicó Fortunata que atendía con toda su alma-. ¡Los que se pusieron en el altar el día del Pentecostés!

-Los mismos. Pues los regaló Jacinta. Y el manto de la Virgen, el manto de brocado con ramos... !Qué momo!, También es donativo suyo, en acción de gracias por haberse puesto bueno su marido.

Fortunata lanzó una exclamación de pasmo y maravilla. ¡Cosa más rara! ¡Y ella había tenido en sus manos, días antes, para limpiarle unas gotas de cera, aquel mismo manto que había servido para pagar, digámoslo así, la salvación del choco de Santa Cruz! Y no obstante, todo era muy natural, sólo que a ella se le revolvían los pensamientos y le daba qué pensar, no el hecho en sí, sino la casualidad, eso es, la casualidad, el haber tenido en su mano objetos relacionados, por medio de la curva social, con ella misma, sin que ella lo sospechara.

-Pues no sabe usted lo mejor -añadió Manolita, gozándose en el asombro de la otra, el cual más bien parecía espanto-. La custodia sabe usted, la custodia en la que se pone al propio Dios, también vino de allá. Fue regalo de Barbarita, que hizo promesa de ofrecerla a estas monjas si su hijo se ponía bueno. No vaya usted a creer que es de oro, es de plata sobredorada; pero muy mona, ¿verdad?

Fortunata tenía sus pensamientos tan en lo hondo, que no paró mientes en la increíble tontería de llamar mona a una custodia.”

El siguiente texto que vamos a comentar pertenece a Benito Pérez Galdós (1843-1920), concretamente nos estamos refiriendo a Fortunata y Jacinta (capítulo VI, fragmentos III-IV de la segunda parte). Fue publicada entre 1886-1887. pertenece a las denominada Novelas Contemporáneas. Está dividida en cuatro parte ambientas en Madrid entre 1869-1876 donde se nos presenta una enorme galería de personajes que conciben sus historias como análisis de los defectos humanos.

El título completo es Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas esto nos da una idea de sus principales personajes: dos mujeres casadas con sus esposos, Juan Santa Cruz y Maximiliano Rubín, tenemos pues cuatro personajes.

Detrás de los personajes principales encontramos a medida que avanza la acción numerosas personalidades con sus características propias que tendrán mucha importancia para las dos heroínas, y estas heroínas existen en función de estos personajes y de ellas mismas.

En el fragmento que vamos a comentar nos encontramos a Mauricia la dura que tras haber montado un gran escándalo en el convento de las Micaelas, ha sido encerrada en un a celda como represalia. Mauricia insistirá a Sor Marcela (monja de las Micaelas) mediante frases zalameras que le dé un poco de coñac porque se encuentra mal, finalmente la monja accede para tranquilizarla. A la mañana siguiente Mauricia sale del encierro y se pone a trabajar infatigablemente en la cocina, allí tendrá una conversación con Fortunata sobre Jacinta y sus ansias de ser madre.

El siguiente fragmento comienza Galdós haciéndonos una descripción del paisaje que rodea al convento. Encontraremos también a Doña Manolita, persona con quien Fortunata intimó durante su estancia en las Micaelas. Estas al igual que en el fragmento anterior, tendrán una conversación y de nuevo encontraremos la presencia indirecta de Jacinta y se aludirá al tema de que no puede tener hijos.

Pasemos a un análisis minucioso de los fragmentos. Para comenzar decir que en este fragmento no nos encontramos un tema concreto que diste del tema principal de la obra. Encontramos las dos protagonistas que funcionan que eje en toda la novela.

Podemos dividir en dos partes iguales los fragmentos: en el fragmento III encontramos dos personajes, Mauricia y Fortunata; En el IV tenemos a Doña Manolita y Fortunata, en ambas partes se entablará una conversación que va dirigida hasta la figura de Jacinta y su frustración como madre.

III, “ Esa doña Jacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le compra ropa y le da el toque por llevársela consigo; como que está rabiando por tener chiquillos...”

IV, “ Jacinta es una de las señoras que más han ayudado a sostener esta casa. Ya se ve, como no tiene hijos... no sabe en qué gastar el dinero”

Señala Montesinos que la novela se desarrolla en una doble línea separada pero paralela. Y es que en la primera parte, se narra la primera historia de casadas, la de Jacinta y todas las circunstancias de su familia. En esta parte ninguno de los componentes de la otra pareja, Maxi y Fortunata, aparecen, tan sólo conocemos de estos a través de lo que cuentan otros personajes.

En la segunda parte ( en la que se encuadra este fragmento), Galdós nos cuenta la segunda historia de casada, la de Fortunata, un relato similar al anterior en cuanto a detalles.

Enlazando con lo dicho anteriormente vemos en esto dos fragmentos lo que resalta Montesinos. Si es en una primera parte Fortunata un personaje que no tiene intervención efectiva en el libro, vemos como en esta segunda, Jacinta sólo aparece de un modo indirecto y es ahora Fortunata quien domina el curso de la novela.

Pero volvamos a las palabras de Mauricia;

“Yo tengo una niña...”

Tras esta conversación con Mauricia la dura y después de que ésta le cuenta el caso del Pituso, Fortunata estuvo tres días sin poder apartar de su mente “aquel delirio maternal”. Quizás tras estas palabras Fortunata iba creando en su mente la pícara idea.

Con esta pícara idea, Galdós nos muestra al doble plano de la obra; lo social y lo personal, la historia y la razón, la conciencia y la pasión, todo resumido en el plano Fortunata y Jacinta. Mientras que la conciencia se orienta al orden social y psicológico, la pasión, ( de Fortunata). Provoca desórdenes, pero finalmente es generosa la esposa. La esposa casada por lo civil y lo eclesiástico, a quien la naturaleza niega la fecundidad, observa como los hijos le son dados a quien la sociedad no reconoce.

Vemos como dos mujeres y dos clases sociales confrontan sus estilos de vida, cuyo telón de fondo es la España del Sexenio.

En relación con esta doble moral de la sociedad encontramos en este fragmento la crítica irónica del autor. Se dice de Doña Manolita que Fortunata intimó con ella por ser persona al parecer decente, una señora en regla ya que estaba casada y aunque a Fortunata no le agradaba terminó dándole su confianza.

Vemos aquí la doble moralidad, el puritanismo de la sociedad burguesa. Enlazando con esto vemos el tema de la decencia, de la honra, q está muy presente en Fortunata, pero ésta convencida del poder del amor, no le da importancia a las convenciones, leyes o ritos. Pero en ocasiones muestra un sentido moral muy vivo, siente el horror del adulterio, lo encontramos en expresiones de desprecio de sí misma;

“ ¡Qué ingrata..., qué indecente he sido!”

Pero ella será consciente de esta culpabilidad según se la vayan inculcando los demás, aunque ella no la entienda. Cuando Maxi le habla de su deshonra ella sólo comprendía que el amor lo justifica todo, siente el orgullo de que sólo ha querido a un hombre, y es que Fortunata tenía una idea muy clara;

“Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!”

Las ideas heterodoxas de Fortunata chocarán constantemente con las que definían las normas de conducta moral y social de la Restauración.

En relación con la honra vemos como también se aludirá en este fragmento al adulterio;

“Con una amiga íntima de Doña Manolita, con la esposa de Moreno Vallejo, tuvo amores durante más de un año el tal Santa Cruz(...) Después le hizo monos a una institutriz del Marqués de Casa-Muñoz, y se dijo si había o no algo”

Incluso se da a entender que Manolita está allí por motivos semejantes;

“Según el relato, no había pecado, todo había sido pura equivocación; pero su marido, que era muy bruto y tenía la culpa, sí, él tenía la culpa, de las equivocaciones, o si se prefiere, malas tentaciones de ella...”

Todo esto ayudará a Fortunata a tener conciencia de su sino, todo por “ enamorarse de un señorito rico” para que la engañara y no se pudiera casar con ella.

Recordemos que Fortunata entro en las Micaelas para aprender a ser honrada y casarse con un hombre que no quería y al mismo tiempo aceptar que no podía aspirar al amor de Juanito porque ella era pobre.

Tras este intento en las Micaelas de domesticar a Fortunata por medio de la religión, reanudará sus relaciones con Juanito y desaparecerá toda la idea de moralidad.

Así pues, vemos como el deseo de ser honrada le obsesiona en toda la obra pero siempre despuntará la idea de la omnipotencia del amor.

En este fragmento encontramos la visión que Fortunata tiene de Jacinta. Como se ve a lo largo de toda la historia, ésta ejerce una poderosa fascinación sobre ella. Recordemos cuando Jacinta visita junto a un grupo de señoras aristócratas en convento y Galdós dirá;

“Había algunas, justo es decirlo, que habían pecado mucho más, pero mucho más que la peor de las que allí estaban encerradas”

Vemos como el tema de la honra es constante en la novela. Entre esas damas, pero no entre las pecadoras, está Jacinta de la que Fortunata no puede apartar los ojos. La distinción, el señorío, la dulzura, la bondad de la señora de Santa Cruz tienen a Fortunata hipnotizada.

Desde aquel día, nada quisiera ella como parecerse en algo a aquella dama tan buena. Todo esto se ve incrementado por lo que otros personajes dicen de ella. Es el caso de Mauricia que exalta la bondad de Jacinta;

“Esa doña Jacinta esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le ropa y le da el toque por llevársela consigo”

Y Manolita reafirma los valores de Jacinta con frases sentenciosas que se le claven a Fortunata en lo más hondo;

“Jacinta era una mujer muy mona, lo tenía todo, bondad, belleza, talento, virtud.”

Los sentimientos de Fortunata son una mezcla de odio y de amor, afecto este último que no deja de parecer en ocasiones algo como una conciencia de solidaridad;

“Tal efecto hizo en ésta la historia de aquel increíble delirio maternal y de pasión no satisfecha, que estuvo tres días sin poder apartarlo del pensamiento”.

Jacinta tiene todo lo que Fortunata Sentía que carecía, sobre todo la virtud.

Todo estas ansías de asemejarse a ella le llevará a aferrarse en un momento de la novela a la creencia de que Jacinta puede traicionar a su marido, pero ante la evidencia de sus perfecciones y tras arrebatos de cólera que casi llegan al ataque violento, se produce en ella el cariño y la necesidad de ser su amiga que tendrá su cumbre en el momento de su agonía cuando le regala el hijo que el cuesta la vida a la otra.

En todo momento es consciente de la diferencia (social) que hay entre ambas, recuérdese cuando le pega a Aurora por “haberme encajado la bola de que Jacinta era como nosotras”.

Esta honradez de Jacinta que Fortunata tantas veces hubiera querido negar, se convierte para ella en una especie de dogma, le dirá a Aurora;

“Si no fuera honrada esa mujer, a mí me parecería que no hay honradez en el mundo”

Fortunata siente como la sociedad no la entiende y ella misma no comprende la moral establecida, se siente honrada pues sólo ama a un hombre, como bien dice;

“Para mí, hay dos clases de hombres: él a este lado, todos los demás al otro”

Cuando decide internarse en el convento de las Micaelas, no para olvidarse de Juanito Santa Cruz, sino para entender que su amor era imposible ante los ojos de la sociedad, ésta misma sociedad que se burla de ella y como dice el autor, “por medio de una curva social” le impide dejar toda su vida pasada fuera y olvidarse de los Santa Cruz. Lo vemos en este fragmento;

“Fortunata lanzó una exclamación de pasmo y maravilla(...) ¡Y ella había tenido en su mano, días antes, para limpiarle unas gotas de cera, aquel mismo manto que había servido para pagar, digámoslo así, la salvación del chico de Santa Cruz!”

La sociedad en la que vive es al mismo tiempo lo que les une y les separa (recordemos que Juanito conoció a Fortunata cuando fue a visitar a un antiguo empleado de su casa).

Encontramos en la obra dos mundos distintos unidos por Juanito Santa Cruz. Cada mundo encarna a una de las protagonistas, así Jacinta representa para Fortunata todo a lo que ella aspira. Esta última es muy consciente de que forma parte de un grupo marginado y su actitud frente a Jacinta es de admiración.

Cuando Juanito habla de sus relaciones con Fortuna, dice que le permite confraternizar con el pueblo y habla con desprecio de la gente humilde, en un momento de la obra dirá;

“El pueblo no conoce la dignidad. Sólo les mueve sus pasiones o el interés”

Otro punto a resaltar en este fragmento es la visión del progreso en Galdós. El fragmento IV comienza con una descripción del espacio que rodea al convento de las Micaelas, en una necesidad de crear una imagen completa y definitiva de todos los lugares de la acción.

Se nos da detalles del Madrid de la época;

“Desde el corredor alto se veía parte del Campo de Guardias, el Depósito de aguas del Lozoya, el cementerio de San Martín y el caserío de Cuatro Caminos, y detrás de esto los tonos severos del paisaje de la Moncloa y el admirable horizonte que parece el mar, líneas ligeramente onduladas, en cuya aparente inquietud parece balancearse, como la vela de un barco, la torre de Aravaca o de Húmera. Al ponerse el sol, aquel magnífico cielo de Occidente se encendía en espléndidas llamas, y después de puesto, apagábase con gracia infinita, fundiéndose en las palideces del ópalo. Las recortadas nubes obscuras hacían figuras extrañas, acomodándose al pensamiento o a la melancolía de los que las miraban, y cuando en las calles y en las casas era ya de noche, permanecía en aquella parte del cielo la claridad blanda, cola del día fugitivo, la cual lentamente también se iba”

Según una nota del autor, Galdós en su conferencia “Madrid” leída en el Ateneo el 28 de Marzo de 1915, recordó este paisaje que fue visitado durante su época universitaria, hace pues aquí, un reconocimiento visual de las calles de la ciudad de Madrid.

“Estas hermosuras se ocultarían completamente a la vista (...) cuando estuviera concluida la iglesia (...) Parecía que los albañiles, al poner cada hilada, no construían, sino que borraban, (...) el panorama iba desapareciendo como un mundo que se anega”

Encontramos una actitud visionaria del último mundo que se derrumba para da paso al progreso, a la modernización.

Aquí se refleja también la actitud de la sociedad ante esos cambios, que si en un primer momento era reacia, más tarde se abrirá a las nuevas tecnologías;

“Era ya un fenómeno familiar, y los domingos, cuando cesaba, la falta de aquella música era para todas las habitantes de la casa la mejor apreciación de día de fiesta (...) los domingos, empezaba a oírse desde las dos el tambor que amenizaba el Tío Vivo (...) pero se fueron acostumbrando, y por fin lo mismo oía el rumor del Tío Vivo los domingos, que el de los picapedreros los días de labor”

Y es que Galdós es uno de los pocos novelistas que han sido capaces de describirnos el impacto de la Revolución técnica en la vida cotidiana. Según dice el autor desde 1845 aparecieron en Madrid los primeros mecheros de gas, los primeros billetes del Banco de San Fernando, el sello de correos y sobre todo la nueva cuadrícula de los Ensanches sobre la antigua ciudad de Madrid, que por arte del vapor, se colocó a cuarenta horas de París. El canal del Suez llevó a suprimir la ruta comercial de Asia a Cádiz-Cabo de Nueva Esperanza, y haciendo desaparecer los rojos, azules, amarillo y verdes brillantes... de los mantones de Manila, para imponer los modos, costumbres y colores grises de ese maldito norte de Europa.

En este capítulo Fortunata convierte en símbolo personal el motor de viento de una de las sesenta norias que existen en la ciudad. La noria de las Micaelas, de la calle de Hortaliza;

“moviéndose el disco con majestuosa lentitud, era tan hermoso de ver con su coraza de tablitas blancas y rojas, que parecía un plumaje”

Y transformaba el paisaje urbano, destacando a mayor altura que los tejados del convento y de las casas próximas, lugar de frescor en las noches de verano y señal del presagio de su destino. Esta misma noria ejerce sobre Maxi un efecto tranquilizador o depresivo que según dice R.L. Utt está relacionado directamente con las imágenes de pájaros.

Centrémonos a continuación en el personaje de Mauricia la Dura. Mauricia es una mujer de treinta años aproximadamente, según se describe tiene una belleza varonil, pelo corto y voz ronca, capaz de provocar fascinación en quien la mira. Ésta ha sido llevada al convento de las Micaelas gracias a Guillermina. Las monjas la consideraban lunática porque le entraban golpes de locura que la llevaban a cometer desatinos.

“La faz napoleónica, lívida y con melena suelta”;

Así empieza este fragmento. Sin duda Mauricia es una figura interesantísima: se hace amiga de Fortunata en el convento de las Micaelas. Es una mujer rebelde y violenta, víctima del alcohol, que sufre accesos de locura.

“Mauricia largó la mono con ansias hasta tocar la botella [de coñac] pronunciando palabras truncadas balbuceantes para expresar su gratitud”

Su belleza salvaje y su indómito carácter tienen totalmente subyugada a la inocente Fortunata. Tendrá un papel fundamental en la vida de ésta, los consejos que le da le incita siempre a dejar de lado los prejuicios sociales y a entregarse de lleno al amor y al instinto, pues tiene experiencia y agudeza, pero se irá hundiendo cada vez más. Según opina Pedraza es una figura satánica y de ahí radica su seducción.

Mauricia pertenece al mundo de Fortunata, ambas tienen una moralidad que el estatus quo condenaba (por eso están en el convento de las Micaelas para reformarse). A las dos se le identifican con valores negativos, así Mauricia será al lado opuesto de Guillermina, ambas encarnaran como señala Gullón una polaridad entre el bien y el mal.

Guillermina está ligada a Jacinta, la esposa legítima de Juanito, y Mauricia ligada a Fortunata, la amante ilícita.

Mauricia tiene gran importancia en la vida de Fortunata, por una parte ella es quien le dice cuando sale de las Micaelas que Juanito la está buscando. Y por otra es quien despierta la conciencia a Fortunata, actuará a modo de conciencia de ésta en varias ocasiones;

“Se me arranca el alma de verte penando con un hombre que no quieres”

Le recordará a Fortunata que han sufrido mucho en la vida y en el lecho de muerte, Galdós se vale de ella para hacer una crítica a la sociedad;

“La pobre siempre debajo, y las ricas pateándole la cara”.

Le dice a Fortunata que si Juanito quiere volver con ella le acepte porque si lo ama no es pecado, vemos como ambas protagonistas creen en la omnipotencia del amor.

Recordando las palabras de R.L. Utt quien dice la superstición que Mauricia inculca a Fortunata tiene su importancia estructural en sus relaciones con Juanito y más tarde dirá los sueños y visiones tiene frecuentemente una función profética o reiterativa; y es que Mauricia, antes de morir anticipa de manea irónica la muerte de Fortunata;

“Lo primero que le pido al Señor es que te mueras”

Tras la muerte de Mauricia, ésta será divinizada por Fortunata;

“Tú eras un ángel en la tierra”

Hasta el punto que dirá;

“Doña Mauricia, digo Guillermina la Dura”

Aquí la polarización que señala Gullón se derrumba para dejar paso a la “Santa Mauricia”, Fortunata hará un símil de su situación, a la de los huérfanos para los que Guillermina recauda dinero, así tras las palabras anteriores seguirá diciendo;

“Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos de tu asilo estamos llorando por ti...”

Vemos pues, como el personaje de Mauricia es uno más de los tantos personajes secundarios de los cuales sin ellos Galdós no podría representar con exactitud esta sociedad que nos trasmite.

Acerquémonos ahora al personaje de Sor Marcela. Se nos describe de la siguiente manera;

“vieja, coja, casi enana, de cara morena dura, chata, de tipo mongólico, ojos afables y expresivos”

A través de estas pinceladas costumbristas Galdós es capaz de introducirnos en la psicología de este personaje. Se verá con más claridad en sus actos, ya para conocer a un personaje necesitamos verlo actuar y hablar dentro de un contexto.

Sor Marcela (representante del clero junto a D. Nicolás), se nos presenta como una mujer paciente;

“la monja pasaba... trun, trun (...) y no concedía a la prisionera ni respuesta ni mirada”

Y de infinita bondad;

“Aunque me proponga no tener entrañas, no lo puedo conseguir...”

Y con una filosofía de la vida propia;

“Negra y negar siempre al preso pecador todo lo que pide, no es bueno”

Además hay que señalar que Sor Marcela, a pesar de ser monja, tenía unas ideas progresistas para su época y situación. Ella según se cuenta, era una de las monjas que más insistía para que se dejara a las reclusas baila. Y encontramos una escena en la que sorprende a Mauricia fumando y como bien dice el autor;

“No se apresuró a quitarle el cigarro de la boca, como parecía normal”

Sino que prueba el cigarro.

Galdós nos presenta a este personaje de manera afable y con cierto cariño, a diferencia de Nicolás que con sus frases sentenciosas se nos presenta de manera petulante. A pesar de su descripción, Sor Marcela se nos presenta desde su lado más humano.

A continuación comentaremos algo sobre el estado formal del texto. Comencemos hablando de las descripciones que encontramos en el texto. Vemos como Galdós a través de adjetivos precisos y explicativos nos da una amplia visión de los personajes y lugares que describe. Así nos describe el estado de Mauricia;

“La faz napoleónica, lívida y con la melena suelta”

Con solo estos dos adjetivos es capaz de hacer ver en el lector la situación y estado del personaje.

También nos describe mediante comparaciones escuetas a los personajes;

“La monja pasaba (...) hiriendo los guijarros con aquel pie duro que debía ser como la pata de una silla”

“Los balanceos de su cuerpo semejaban los de una pequeña embarcación en un mar agitado”

Vemos pues, como con las descripciones nos descubre los personajes y el mundo que rodea a esos personajes y mediante los símiles hace accesible la mirada del lector a un mismo cuadro costumbrista.

Se ha dicho de Galdós que es un maestro del diálogo y sin duda alguna aquí encontramos la maestría de la que se habla.

Señala Pardo Bazán que en los libros de Galdós hay un tesoro, un caudal léxico de giros, palabras... y es que en Fortunata y Jacinta encontramos un enorme tejido de situaciones orales, es capaz de plasmar en el papel el habla del Madrid del Siglo XIX, se nos permite presenciar un español común y corriente, un lenguaje del pueblo.

Se recogen todos los registros del lenguaje, desde un lenguaje popular;

“ Remonona, miajita”

Hasta vulgarismos;

“ Paíce, tié gracia”

Cada frase o expresión tópica puede considerarse como muestra del léxico social de ese mundo oral de Madrid;

“tráeme una lagrimita de aquella gloria divina que tú tienes”

“¡Es más mona...”

“¡Qué cochina eres!”

“Ese picor de mil demonios”

Encontramos también aquí el uso cómicamente disparatado que d Dª Manolita hace del adjetivo mono/a;

“Jacinta era una mujer muy mona”

“Aquellos grandes ramos monísimos”

“El manto de la virgen (...) ¡qué mono!”

“La custodia en que se pone al propio Dios (...) muy mona”

Galdós tiene una gran habilidad para dar al habla de cada uno de los personajes un sello personal;

  • Mauricia, “Paíce”

  • Fortunata, “Tié gracia”

Los pobladores de Fortunata y Jacinta, viviendo como viven en un mundo oral, son criaturas del estilo, son fruto de su propio ambiente y como tal se expresan.

En cuanto al narrador, decir que en este fragmento como en toda la novela encontramos un narrador omnisciente. Sabe en todo momento lo que piensan y sienten los personajes;

“Tal efecto hizo en ésta la historia (...) que estuvo tres días sin poder apartarlo del pensamiento”

En ocasiones se dirige al lector, siempre de una forma muy dosificada;

“Después de la escena violenta que he descrito”

Incluso hace un juicio de los personajes;

“Era buena como un ángel para conceder, y firme como una roca...”

Y de las situaciones;

“Un día sorprendió a Mauricia en la carbonera fumándose un cigarrillo; cosa ciertamente fea e impropia de una mujer”

En otras ocasiones utiliza el plural de modestia para intentar crear una ilusión de objetividad propia del Realismo;

“No tardaron en referirse sus respectivas historias, la que ya conocemos salió descarnada”

Aparte de la edad, del nivel social y de las circunstancias físicas, los sentimientos que los hablantes mismos tienen en determinados momentos pueden poner fin al discurso. En ciertos estados de excitación o de pasión intensa, la comunicación se hace imposible o se ve profundamente afectada, o bien el hablante pierde el uso de la palabra por sonidos que emiten y que pueden transformarlos en animales. El “dice” se convierte en “ruge”, “muge”, “gruñe” o “brama”;

“contestó Mauricia con un gruñido”

Para concluir este apartado decir que Galdós tiene como uno de sus mayores logros el haber sabido llevar a sus páginas las inflexiones del habla coloquial y su naturalidad al respecto es una constante y apasionada observación del entorno.

Subrayemos, por último, la peripecia de Galdós pera la delimitación del espacio novelesco. Nuestro autor consigue que se funda y complemente en él mimesis y autonomía artística. Según señala López-Landy todo aquello que entra a formar parte del orbe de sus novelas, por cotidiano que sea en su similitud con lo externo, adquiere proporciones únicas en relación con el todo artístico, y ayuda a crear un mundo completo, y es que en la atmósfera que crea el autor es donde se proyecta la intimidad de los personajes de Fortunata y Jacinta.

Terminar este comentario citando una frase de Fortunata que encierra toda la trama de la obra y al mismo tiempo de una sociedad de la que Galdós nos quería hacer conscientes: Todo va para al revés para mí... El hombre que quise, ¿por qué no era un triste albañil? Pues no; había de ser señorito rico para que me engañara y no se pudiera casar conmigo...

BIBLIOGRAFÍA

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Enviado por:Ulaula
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