Historia
Felipe II
LA LEYENDA NEGRA
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Felipe II: El rey prudente.
Felipe II fue hijo del emperador más poderoso de su tiempo y de la reina más hermosa que ha tenido España: Isabel de Portugal.
Nació en Valladolid en 1527, tan delgado y frágil, con la piel tan blanca, los ojos de un azul tan claro y el pelo tan rubio que parecía albino. Ninguno de los razonables temores sobre su salud se cumplieron y se convirtió en un joven de estatura mediana tirando a baja, talle esbelto, andar erguido, hablar pausado, sonrisa blanca, elegante y sencillo en su atuendo, cuidadosísimo de su higiene, con un talante amable, gentil, y un punto de lejanía melancólica
Creó la biblioteca privada más importante del mundo, con voluntad expresa de hacerla accesible a todos. Desde niño amó la música, la caza, la pesca y el coleccionismo. Solitario casi de profesión, quiso ser querido, dentro de lo posible.
El principal problema heredado fue la división religiosa de Europa, que no pudo remediar Carlos y que se convirtió en el problema esencial de Felipe y de toda Europa. Convertido por destino y convicción en defensor del catolicismo y de Roma frente al protestantismo, fue, curiosamente, el único rey de su tiempo que vestía como un burgués de los que seguían a Calvino. Iba a misa andando; se paraba en la calle a hablar con niños, mendigos o ancianos, y bebía con ellos el agua que le ofrecían.
Identificado absolutamente con su papel de rey y escudo de la fe, trató no obstante de construirse una vida privada, como un rico hombre anónimo. En parte lo consiguió y eso lo volvió muy vulnerable a la Leyenda Negra protestante, que lo presenta como un monstruo sanguinario, porque no es fácil trazar el perfil completo, en lo particular y en lo general, de un rey humano.
En 1556, Felipe recibió de su padre la corona de España, clave de sus inmensos dominios. El emperador murió en Yuste en 1558.
Murió en 1598, y se dice que su cuerpo yace en las islas Filipinas desde entonces.
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La leyenda negra:
Para justificar su rebelión en los Países Bajos, Guillermo de Orange inició la que se ha llamado leyenda negra de Felipe II, y que gozó de gran aceptación hasta tiempos relativamente recientes. Por este motivo se ha tenido del monarca una imagen totalitaria, fanática e intolerante.
El principal argumento de esta leyenda fue su pretendida participación en la muerte del príncipe Don Carlos, a la que se atribuyeron amores correspondidos con su madrastra Isabel de Valois, motivo de la ira del rey y de la muerte de ambos.
El príncipe Don Carlos era, a juicio de todos los historiadores, una persona enormemente desequilibrada y exageradamente excéntrica.
Enterado de que el príncipe Don Carlos mantenía contactos con los rebeldes de los Países Bajos y que planeaba una fuga para ser coronado allí, su padre lo hizo encerrar en una de las torres del Alcázar de Madrid, demostrando su responsabilidad como rey aún por encima de sus sentimientos como padre.
La llamada “Leyenda Negra” felipense, alcanza su máximo exponente a comienzos del siglo XIX, con el que triunfan el liberalismo y el laicismo. Sin embargo, gracias al descubrimiento y publicación de una serie de cartas, encontradas en el Archivo de Turín, capital del antiguo ducado de Saboya, por el historiador belga Louis Prosper Gachard, y publicadas en 1884, la pésima imagen del soberano español comenzó a cambiar.
Las citadas cartas fueron escritas por Felipe II a sus dos hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela en los años de 1580 a 1583 en que permaneció en Lisboa, tras la conquista de Portugal y cuando las infantas apenas habían alcanzado los quince años. En ellas relata minucias ocurridas durante esos días y pequeños detalles, como cualquier padre encariñado con sus hijas.
Esta publicación, aparentemente trivial, representó el inicio de la rehabililitación de la personalidad y de la obra felipense. La apertura de los archivos históricos estatales a la investigación, permitiría la publicación de estudios documentados, que aún teñidos de animadversión hacia Felipe II, resultaban más positivos que la negra imagen que de él se había formado. Al difundirse la corriente historiográfica actual, que más que juzgar lo que busca es explicar y comprender, las cosas cambiaron.
El monarca español se nos aparece hoy en la historiografía actual con luces y sombras. De carácter reservado y frío, no es de extrañar, pues huérfano desde su niñez, con un padre (Carlos V) ausente con gran frecuencia en Alemania ocupado en su tarea de Emperador, su educación fue, aunque esmerada, severa y rígida, como era la costumbre de la corte castellana. Su vida privada estuvo llena de desventuras, que acentuarían tales rasgos de su personalidad. Sus cuatro matrimonios, de los que el segundo, con la inglesa María Tudor, que le llevaba once años, y el siguiente, con la francesa Isabel de Valois, que acababa de cumplir los quince, son una muestra de lo que podía significar los enlaces de Estado. Por otra parte, el de mayor duración tan sólo alcanzó los ocho años. De su primera esposa nació el desgraciado príncipe don Carlos, a quien por su extraño carácter, acentuado por una grave caída, hubo de confinar en palacio, donde sus propios excesos le condujeron a la muerte, a los veintitrés años. De su cuarta esposa, Ana de Habsburgo, sobrina suya, nacería el esperado heredero (Felipe III), pero que no reunía las cualidades que su padre hubiera deseado. Fue un monarca poderoso, entregado enteramente al gobierno y al bien de su pueblo, trabajador infatigable, deseoso de reformar la organización de su vasto imperio. En su política exterior, era más bien conservador, aunque la defensa de sus territorios y del catolicismo le obligaran a mantener guerras continuas: en el Mediterráneo, contra berberiscos norteafricanos y el temible Turco, y en el noroeste, con los protestantes de los Países Bajos, Francia e Inglaterra.
En cuanto a su labor de gobierno, como trabajador infatigable, deseoso de mantener su autoridad, ejercer recta justicia y reformar la organización de su vasto y disperso imperio. En política exterior, como un soberano conservador, aunque la defensa de sus territorios y del catolicismo le obligaran a mantener guerras casi continuas.
El largo reinado de Felipe I, cerca de medio siglo, coincide con la expansión de la herejía calvinista, que desde Ginebra penetró rápidamente en Francia y en los Países Bajos. Esta doctrina, a diferencia del luteranismo, era más audaz, y aparecía no sólo como renovadora en los aspectos doctrinal y moral, sino también de las estructuras eclesiásticas, sociales y políticas. Además, al adherirse a ella -sinceramente o por oponerse a la autoridad constituida, nobles y príncipes, sobre todo en Francia, se convirtió en un oponente, también político, del catolicismo. Surgieron así las guerras llamadas de religión, que, quizá, sería más exacto denominarlas civiles. Como los calvinistas franceses y los de los Países Bajos hicieron causa común, Felipe II hubo de intervenir también en Francia, apoyando a los católicos. Algo semejante ocurrió con Inglaterra, donde se había impuesto la iglesia protestante que se llamaría anglicana, y cuya soberana, Isabel I, para defenderse de las amenazas de conspiración de los católicos, impulsada por los Papas, apoyó a los enemigos españoles: calvinistas franceses, rebeldes protestantes en los Países Bajos, y agresiones de sus súbditos. El resultado, en la Europa noroccidental, no parece que fuera muy positivo, pero al menos su intervención en Francia evitó que subiera al trono un monarca calvinista y en los Países Bajos, al menos, lo que es hoy Bélgica permaneció en el catolicismo.
Sin embargo, no ha de creerse que Felipe II fuera el defensor a ultranza de los intereses del catolicismo y de la Iglesia, como ha proclamado la “Leyenda Rosada” que, aunque menos importante, también ha existido entre algunos autores católicos españoles.
Aunque en él, como en el pueblo español de su tiempo, primaba la intención de defender la religión y a la Iglesia Católica, sin embargo, no siempre esta intención se manifestó en la realidad. De hecho, como los enemigos españoles eran herejes, la guerra contra éstos suponía también la defensa de los intereses de España. En la mente del soberano español herejía y rebeldía venían a ser una misma cosa, y, por tanto, combatir a los herejes, suponía defender el catolicismo y la integridad de sus territorios.
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