Antropología


Extirpación de idolatrías


La extirpación de las idolatrías

Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII imperaba un gran optimismo entre las autoridades eclesiásticas y civiles del Virreinato, puesto que pensaban que la tarea de la evangelización ya estaba realizada y que los indígenas habían adoptado del todo la fe cristiana. Las vocaciones religiosas y sacerdotales iban en constante aumento, mientras que no faltaba lugar de la geografía peruana adonde no hubieran llegado los misioneros. Por todas partes había signos visibles de la implantación de la fe: capillas, ermitas y cruces (sobre todo en los lugares altos, cerros, etc.). Por otra parte, no había resistencia por parte de los pueblos indígenas frente a las exigencias de la nueva fe, y respetaban a los sacerdotes y a quienes representaban lo cristiano. Aparentemente, el paganismo había sido eliminado del Perú.

Sin embargo, la obra evangelizadora todavía no estaba consumada. Así lo demostraron unos descubrimientos hechos entre 1607 y 1610 en las cercanías de Lima. Todo comenzó cuando el criollo cuzqueño Francisco de Ávila, cura de San Damián (Huarochirí), supo de la existencia de hechiceros, ídolos y amuletos, que los mismos indígenas mantenían a escondidas de los españoles. Los centros de prácticas idolátricas eran San Damián, San Pedro Mama y Santiago de Tuna, donde se adoraban a los ídolos de Pariacaca, Chaupiñámocc, Macaviza y Cocallivia. El indio Hernando Páucar era el principal difusor de estas creencias ancestrales.

Habiendo Ávila notificado de esto al provincial de la Compañía de Jesús, ésta envió a dos jesuitas, los padres Pedro Castillo y Gaspar de Montalvo, quienes, junto con el cura cuzqueño, realizaron una vista de investigación, solicitando a los indios primero de manera benévola que entregaran todos los objetos a los que rendían culto idolátrico, y luego conminándolos de manera severa. Se reunieron centenares de ídolos y amuletos que, unidos a los que Francisco de Ávila ya había requisado anteriormente, llegaron a conformar numerosos fardos, los cuales, incluyendo también varias momias, fueron llevados a Lima por Ávila.

La persistencia de estas creencias idólatras era un peligro para la fidelidad a la fe y la vida cristiana de los indígenas, pues ello conllevaba muchas veces costumbres contrarias a la dignidad humana. Por ello, se decidió que era necesaria una manifestación espectacular, que tuviese como finalidad arrancar de raíz los residuos de estas creencias. Es así que el entonces arzobispo de Lima, Bartolomé Lobo Guerrero, y el virrey marqués de Montesclaros decidieron realizar un «auto de fe» en la Plaza de Armas de Lima, convocando a todos los indios de cuatro leguas a la redonda. Colocados todos los ídolos sobre un tabladillo, el cura Ávila predicó a los indios, primero en quechua y luego en español. Luego, el indio Hernando Páucar, atado a un tronco, fue sentenciado a ser trasquilado, sufrir doscientos azotes y ser desterrado a Chile. Finalmente, se quemaron todos los objetos idolátricos.

Ávila sería luego nombrado Visitador de la Idolatría, realizando pesquisas en los pueblos de la serranía de Huarochirí, Yauyos y Chachapoyas, llevando a cabo una intensa campaña de extirpación de la idolatría, recorriendo caminos arduos y peligrosos, con riesgo de la propia vida, y utilizando recursos propios en el financiamiento de esta campaña. Lo acompañaron varios jesuitas. Descubrían a los indios hechiceros, destruían adoratorios y enseñaban con paciencia y benignidad la verdadera doctrina a los indios.
 

Métodos en la campaña anti-idolátrica

La «visita», el procedimiento por el cual se buscaba la extirpación de las idolatrías, implicaba todo un procedimiento de reeducación, que debía realizarse de manera pacífica y enérgica. La suavidad sola no sirve para descubrir los ídolos que los indios ocultaban, pero el proceder de manera enérgica solamente lo único que podía producir era desconfianza, recelo y resentimiento por parte de los aborígenes. Además, había que tener en cuenta el principio sentado por el padre José de Acosta: «Antes hay que quitar los ídolos del corazón que de los altares». Otro jesuita, el padre José de Arriaga, en su obra La extirpación de la idolatría en el Perú (1621) acentuaba la necesidad de usar de modestia, benevolencia y buenas maneras en la campaña anti-idolátrica; había que ganarse la amistad particularmente de aquellos indígenas que eran respetados por lo demás y que gozaban de autoridad, en particular de los caciques.

¿Cómo procedía el Visitador cuando llegaba a un pueblo?

Uno de los sacerdotes se dirigía a los indios para tranquilizarlos y quitarles el miedo y se les convocaba al sermón muy temprano en la mañana y a la puesta del sol para el catecismo. Durante el día el Visitador pedía a los pobladores que descubrieran las huacas (lugares de adoración) y los objetos ligados al culto idolátrico. Había un especial cuidado en interrogar al cacique y a los curanderos. Si se constataba el encubrimiento de las huacas o de su oficio de hechicero por parte de algún indio, se le castigaba públicamente, con alguna pena que implicara más humillación que daño físico.

El visitador debía ser afectuoso y comprensivo a la vez que severo y enérgico, incluso amenazando con castigos, haciéndoles notar a los indios que estaban excomulgados si no colaboraban, pero que podían ser perdonados y absueltos si confesaban y se arrepentían de sus idolatrías. Por este motivo, la autoridad eclesiástica debía tener cuidado de que el visitador nombrado fuera una persona de garantía moral, no inclinado al interés personal, y que tuviera un adecuado equilibrio personal y una intensa vida espiritual.

Todo se apuntaba por escrito, para llevar cuenta de los procesos realizados. Una vez reunidos los objetos de culto idolátrico, se los llevaba a un lugar de las afueras del pueblo y se los quemaba en una gran hoguera. Luego, en el día señalado para la celebración de la Cruz, los hechiceros, llevando al cuello una cruz de gran tamaño junto con otras señales humillantes, debían hacer retractación pública de sus faltas y errores. Los más peligrosos y persistentes en sus errores eran llevados a Lima y recluidos en la Casa de Santa Cruz en el Cercado, donde cada día un sacerdote les explicaba la doctrina cristiana. Al terminar la condena temporal, o una vez regenerados, eran dejados en libertad. Había además otro establecimiento de carácter más educativo que punitivo, dedicado a los hijos de los caciques, el Colegio de Príncipe, para ir educando a las nuevas generaciones de indígenas antes de que estuvieran expuestas al contagio de la idolatría.

Aunque aquí sólo damos cuenta de la situación en la jurisdicción de Lima, el asunto era muy semejante en otros lugares como Huamanga, Cuzco, Arequipa, Chuquiabo, Charcas y Quito, y no pocos misioneros se dedicaron con paciencia pero con tenacidad a combatir los brotes de idolatría que todavía seguían subsistiendo.

Hay que reconocer, sin embargo, que parte de la culpa en la persistencia de costumbres idolátricas la tenían los mismos españoles, que muchas veces no daban testimonio de vida de la fe cristiana, más preocupados en sus intereses y en la ganancia temporal que podían obtener. Uno de los grandes misioneros que luchó contra la idolatría, el padre Luis de Teruel, denunciaba esta falta de testimonio cristiano, y decía que la causa de esta situación funesta:

«es que las Justicias no se ocupan más que en buscar sus provechos, y los curas su pie de altar, y no osan reprender ni obviar los males de que tienen noticia, y más la semana de Todos Santos, la mezcla que hacen con nuestras ceremonias santas, de las suyas en razón de los difuntos. Desde esta tierra [el Cuzco] hasta los Charcas no está plantada la Fe, por no se predicar, y andar la gente tan de leva, y alzada sin entrarle cosa de devoción espiritual. Antes parece que tienen odio, enemistad y mal sabor a las cosas de Dios, y casi tienen razón porque los que les enseñamos mostramos el último fin de enriquecer en breve tiempo. Y ha de ser con detrimento de las ovejas, que son trasquiladas sin piedad y amor. Y el trato que reciben de los españoles y corregidores es crudo e incomestible, y así se van fuera de sus pueblos a vagar y no se dejan conocer de sus curas y pastores. De donde están las iglesias por hacer, caídas otras, y maltratadas, sin ornamentos, y los pueblos asolados, sin haber ya quién dé tributo a su Majestad más que las pobres mujeres».

Sin embargo, ante la conciencia del mal producido, hubo una reacción adecuada, intensificándose el trabajo de misiones. Incluso el arzobispo y el virrey destinaron fondos a estas visitas misioneras, para que los mismos indios que recibían la predicación no tuvieran que cargar con los gastos de los misioneros. El resultado fue beneficioso. Hubo abundantes conversiones sinceras, no logradas por la fuerza, sino con benignidad, paciencia y testimonio de vida cristiana. En 1619, el príncipe de Esquilache, por entonces virrey del Perú, informaba al rey que 20,893 personas habían sido absueltas del crimen de idolatría; 1,619 hechiceros y difusores de la idolatría habían sido procesados, y que habían sido destruidas más de 1,769 huacas e ídolos principales, 7,288 conopas y 1,365 cuerpos de difuntos.

Se estima que hacia el año 1660 los indígenas ya estaban prácticamente evangelizados a fondo, y que el resurgimiento de la idolatría ya no era posible a gran escala en el territorio del Virreinato.

ORGANIZACIÓN DE ESTAS IDOLATRIAS.

Una huaca es una fuerza sobrenatural que se encarna en cualquier objeto o lugar sagrado. Cada cerro, río, roca y cada manifestación singular de la naturaleza u objetos específicos como templos y enterramientos, eran considerados por sí mismo sagrados. Tenían una fuerte relación con el culto a los antepasados, cuya máxima expresión era la momificación del cuerpo de cada Inka, que fueron adorados como divinidades y, como tales, enterrados en el Coricancha. Los mallqui, los cadáveres sagrados y momificados de los fundadores de los ayllu, eran también una categoría especial de huaca y, como las otras, estaban jerarquizados. Las huacas estaban ordenadas en el espacio y jerarquizadas de acuerdo con sus funciones y con el prestigio de aquellos a quienes representaban y de quienes recibían el culto. El Cuzco mismo era una huaca impresionante y en torno a él, orientados en líneas o ceques que partían en todas las direcciones, se organizaban en el espacio las huacas.

Estas huacas solian tener unos ministros. El sacerdote o sacerdote incaico, entendido es un sentido muy amplio, cumple la misión de propagar, mantener y oficiar el culto a una determinada deidad. Además, en la misma categoría se incluyen una serie de sujetos y funciones de muy diversa índole, que habrán de atender a una visión de la religión inca más popular, menos oficial. El sacerdocio oficial tiene una clara misión político-religiosa. Más allá del simple mantenimiento de los templos y lugares de devoción, el sacerdocio andino sirve de base sobre la que se sustenta toda la ideología del poder. El culto, se propaga por entre los resquicios de la sociedad andina.Aunque cargos políticos, estos hombres tenían además una función religiosa, por cuanto presidían generalmente los cultos, a pesar de no ser los oficiantes. La pertenencia a la clase sacerdotal era motivo de prestigio y orgullo. El sacerdote, como sustentador de la doctrina del Estado, recibe una educación superior exclusiva de la clase dirigente. Con ella adquirirá todos los conocimientos necesarios para desempeñar cualquier cargo de la burocracia oficial, puesto que eran funcionarios del Estado. Sus educadores eran los sabios amautas, guardianes de las tradiciones y cultivadores de la ciencia. La situación privilegiada de la clase sacerdotal se truncará en parte a partir del reinado de Viracocha, perdiendo su carácter hereditario y permitiéndose el acceso a las clases más desfavorecidas. Aparte de la herencia, otra vía de ingreso al sacerdocio es la elección por parte de otros sacerdotes o jefes locales. Una tercera forma de ingresar en la categoría es cuando un individuo se siente poseedor de poderes especiales o de dotes de adivinación, o bien cuando confluyen en él elementos considerados sobrenaturales, como haber nacido durante una tempestad, o entre trillizos. Los sacerdotes distan mucho de ser un grupo homogéneo, estando divididos jerárquica y funcionalmente en virtud de la labor que desempeñan. Hay sacerdotes de por vida y a tiempo parcial; algunos son educados en escuelas mientras que otros alcanzan el sacerdocio por mor de alguna señal sobrenatural; los cultos locales son oficiados por los ancianos y se subdividen por especialidades, según sean adivinadores, curanderos, hechiceros, sacrificadores de animales, etc. El cronista Pablo José de Arriaga, nos señala varios tipos, como el "calparicuqui", encargado de sacrificar animales y adivinar soplando en sus entrañas, los "camascas", que curan con hierbas y también adivinan, o los "achicoc", echaban suerte con granos de maíz y estiércol de carnero. Nos habla también de algunos tipos, como el "punchaupuilla", capaz de adivinar hablando con el Sol, el "mosoc", que adivina mediante los sueños, o el "aucachic" o "ichuris", realizador de confesiones. Aparte de estos representantes del culto popular, los sacerdotes oficiales estaban también estructurados según su rango y función. El principal era el "villca humu", generalmente un hermano o primo del Inca, quien debía guardar celibato. Sólo podía alimentarse de hierbas y raíces y beber agua, debiendo guardar largos ayunos de ocho días. Residía fuera de la ciudad, en una especie de vida contemplativa y apartada. Como gran jefe religioso, mediaba en todas las cuestiones teológicas y podía nombrar a todos los miembros del alto clero. Por debajo se situaban diversos estratos con funciones diversas, como los nueve o diez "hatum villca", consejeros de alto rango, que cuentan con el privilegio de estar exentos del pago de tributo y prestación militar o trabajo público, así como el derecho a nombrar poetas que les compongan canciones de alabanza. Estaban también los "humu" o "nacac", que las crónicas describen como hechiceros, carniceros o desolladores de animales para el sacrificio como los anteriores exentos de tributo. Una clase paralela de sacerdotes, no estrictamente sujeta a la jerarquía oficial, eran los "corasca" o monjes, cuya misión era cuidar de la manutención de las "aclla" o vírgenes del Sol, de cuyos conventos dependían. Los servidores de la clase sacerdotal, los "yana" o "yanacona", son el estrato inferior, encargado de labrar las tierras para el mantenimiento de los sacerdotes, trabajo de carácter vitalicio y a veces hereditario. El sacerdocio femenino estaba constituido por las "acllas", mujeres escogidas que suponen una especie de noviciado estructurado al margen de la jerarquía masculina. Cada año el Inca hacía reunir a las jóvenes de todos los pueblos del Imperio y mandaba a sus funcionarios realizar una selección. Las elegidas pasaban a residir a los "acllas wasi", donde recibirán una educación especial a cargo de "mamacunas", matronas expertas. Finalizada la formación, deciden entre pasar a la vida civil, siendo entonces entregadas por el Inca en matrimonio a los señores principales, o bien continuar en la religiosa, dedicándose al culto al Sol. Los lugares de culto podían ser tanto "huacas" (las cuales hemos caracterizado anteriormente)o lugares naturales de especial significación religiosa, como ríos, montañas, valles, quebradas o fuentes, o bien erigidos especialmente como espacio de devoción, como el Coricancha, la casa del Sol en Cuzco, el lugar central de la religión inca.

Pablo Cose de Arriaga nos enumera una serie de huacas y conopas en su obra, y que a su vez están recogidas al final Del confesionario (concilio de lima 1582):

  • Punchao: el sol.

  • Quilla: la luna

  • Libiac: el rayo

  • Mamapocha: la tierra.

  • Puquios: los manantiales.

- ...

Él hace a su vez una distinción entre 2 tipos de huacas:

  • las móviles: la ordinarias nombradas por el pueblo. Estas fueron las que ellos intentaron eliminar.

  • Las no móviles: que son los fenómenos de la naturaleza y que los jesuitas intentan borrar del corazón de los indios ,mostrándoles el error ya que no las pueden eliminar.

Además de éste, existían otros templos dispersos a lo largo del Tawantinsuyu, que según las crónicas seguían una estructura concreta, pero de los que desgraciadamente no nos han quedado apenas ejemplos. El ritual incaico observaba diferentes modalidades, como ritos de defensa y eliminación, mágicos, propiciatorios, ritos de tránsito, purificatorios, sacrificiales, etc. Una parte fundamental del ritual incaico, dado su carácter de sociedad agraria, era el agrícola, perfectamente descrito en las crónicas de Arriaga. Fiestas como la llamada "Hatum raimi", a finales de agosto, cuando ya se ha realizado la cosecha, o la de "Camay quilla", en diciembre, para pedir que el invierno traiga las aguas, son hitos fundamentales en el ciclo de vida de los habitantes del Imperio inca. Las fiestas de los incas son siempre un prodigio en cuanto a derroche de alegría y celebración. No reparando en gastos para agradar a la Pachamama, la diosa madre, se preparan bebidas durante meses, se bordan tejidos que luego serán quemados, se sacrifican llamas, se quema coca, se baila, se canta y se reza.

ANTROPOLOGÍA DE LAS RELIGIONES.




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Enviado por:Erinia
Idioma: castellano
País: España

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