Ética y Moral
Etica y libertad
LIBERTAD
Para muchos la palabra "libre" es algo así como una niebla en la cual nada Llegan a distinguir con precisión. Sin embargo, en este asunto urge ver claro. Por tanto, vamos a remover y dejar a un lado toda palabrería y sentimentalismo.
Visión aguda y distinción exacta. No para suscitar problemas, que en esta cuestión precisamente no es este el método indicado para llegar muy lejos. Queremos más bien ponemos ante los ojos, vitalmente, quién es libre. Cuándo tiene derecho uno a llamarse libre. Buscamos el dechado del hombre verdaderamente libre.
Quizá el trabajo nos exija muchas menudencias. No queremos molestarnos por ello. Las obras "gigantescas" no son siempre auténticas; de ordinario causan vértigo. Queremos realizar un trabajo fino, un trabajo manual, que es el más honrado y perdurable.
Comencemos por lo más inmediato: se dice de un hombre que es libre cuando puede hacer lo que quiere; cuando tiene libertad exterior para decidir y moverse. Uno, por ejemplo, que hace a la fuerza lo prescrito por su superior, no es libre, naturalmente. Quisiera pasear y no puede; agregarse a un grupo, pero le está prohibido; con gusto emprendería un trabajo para realizarlo a su gusto y, sin embargo, tiene que acomodarse a una orientación extraña; se siente inclinado hacia una profesión determinada, pero no puede abrazarla... Todo esto es no libertad y puede oprimir agobiadamente.
Se torna todavía más penosa esa no libertad, cuando en la circunstancia impera un distinto modo de pensar que el nuestro.
Esto afecta siempre y en todas partes. No se nos comprende, se nos refuta, quiere imponérsenos otra ideología. Es tomado a broma lo que a uno interesa y se ridiculiza lo que uno ambiciona. Se nos fuerza a una reunión de sociedad que nos repugna: se nos imponen formas de trato, diversiones, modas que uno no puede... Causa de esto puede ser la sociedad, el ambiente profesional, la familia o el internado, o cualquier otra entidad. Puede llegar la cosa a una verdadera tiranía, siendo con frecuencia mal mirados quienes reclaman para sí la libertad. Si resulta que uno es por naturaleza acomodadiza o fácilmente intimidable, entonces es muy posible que pierda toda autonomía. La critica implacable arrebata a uno la confianza en sí mismo. No se piensa desde el punto de vista propio, sino desde el ajeno. Se acomoda uno a todo, encontrando bien o mal, hermoso o fe, noble o despreciable, no lo que el propio corazón dice, sino aquello a que los demás impelen. Hasta el punto de llegar a perder no sólo la voluntad exterior, sino también la interior.
Semejante no libertad se da en gran escala. Unos se hunden en ella profundamente; otros no tanto. En algún modo todos participamos de ella, pues todos nos amarramos con lazos que no se pueden romper. Nos encontramos en una familia y tenemos superiores que hemos de aceptar sean como sean. En la escuela no puede uno escogerse compañeros, maestros, instrumentos de trabajo..., sino que tiene que contentarse con lo que haya. Cada uno está situado en una profesión, en una oficina o taller, en determinadas relaciones sociales, y con eso tiene que tratar.
He ahí cómo todos experimentamos en nosotros, de algún modo, la opresión de la no libertad.
¿Cuándo nos veremos completamente libres? Cuando podamos ir y venir a nuestro antojo; cuando podamos trabajar en lo que estimemos conveniente; cuando podamos ordenar la vida a nuestro gusto; cuando nos hallemos en una circunstancia que respete nuestras opiniones... En una palabra, cuando seamos dueños de nuestros movimientos y nuestras resoluciones.
Esto sería libertad, y bien vale la pena luchar por ella. Es cierto que hay situaciones en las que nada se puede cambiar. Relaciones de familia, de escuela, profesionales... a las cuales hay que acomodarse. Pero esto siempre en el recto sentido de que queden a salvo el respeto y amor al prójimo. También aquí se puede conseguir mucho. Ante todo es precise que cada uno permanezca fiel a sí mismo. Si quiere uno, por ejemplo, seguir una determinada profesión y encuentra resistencia, debe ponerse en claro a sí mismo: ¿que es lo que quiero? ¿Por qué? Y luego. repetir constantemente una palabra apropiada que, sirva de tema. Al mismo tiempo, debe entregarse afanosamente al trabajo y al hogar, para que vean sus padres y superiores que ha sabido escoger lo recto; ha de esforzarse en el tono y en toda su actitud para superar toda resistencia con el poder de sus buenas intenciones.
Quizá objete alguien que esto es "diplomacia" y engaño; que se debe manifestar claramente lo que se pretende y nada más.
¡Ah, no! La voluntad que se proporciona medios aptos para una causa, es una voluntad racional y consciente de su misión. Con rudos procederes, con exigencias incondicionales, con rebeliones impetuosas no se consigue ningún bien; sí. mayor descontento y fastidio.
Hay ciertamente ocasiones en que se trata de nuestra alma, de la santidad interior de nuestra vida; de nuestra profesión y medios de subsistencia... Entonces, puede hacerse necesario oponer abierta resistencia. Pero ha de poder decirse uno a sí mismo con la conciencia tranquila, que se adopta ese preceder por un bien superior, que se han ensayado ya sin provecho todos los medios. Es necesario entablar semejante lucha con un corazón puro y sincero. Muchas veces, una cosa que nos pareció tremendamente importante, es pura pasión o un capricho. Creía uno a lo mejor que toda su vida dependía de cierta cosa y, al poco tiempo, esa cosa se le torna indiferente. Pensaba que ya no podía resistir más, que tenía que retirarse, y luego descubre que lo que pretendía era evadirse de obligaciones incómodas. Se dan cases que ponen a prueba nuestras fuerzas; más. Por lo general, habremos adelantado mucho permaneciendo impávidos, aprovechando todas las ocasiones para ensayar nuevas tentativas. Cumpliendo al mismo tiempo con esmero todos nuestros deberes y moderándonos en el trato. Llegamos ciertamente con esto a unos límites donde empieza el ámbito de lo inmutable. Pero es ésta la actitud auténtica de estructurarse en esa dimensión.
La lucha se hace especialmente necesaria cuando es precise proteger nuestras convicciones de un ambiente subyugador. Aquí una cosa sobre todo: no dejarse desviar. Condiscípulos. Compañeros de taller y fábrica, colegas en el negocio u oficio... por más que presionen: ¡No se dejen desviar! Se trata de la libertad. Examinemos lo que nos sea impugnado; repensémoslo mas, profundamente, para comprenderlo mejor; purifiquémoslo de exageraciones y falsas apreciaciones. Pero luego abracémoslo con toda el alma, más profunda y aferradamente. ;Tomémoslo firmemente! Cursos enteros han hecho burla de un joven; se han levantado contra un hombre talleres y oficina, círculos y tertulias. Pero se ha mantenido firme, en la paz de su corazón, en la luz de su voluntad y todo ha quedado destruido.
Tal libertad exterior es preciosa, sobre todo si se ha conseguido en la lucha. Pero no es más que el primer paso hacia el país de la libertad. Cualquiera ha podido observar que tiene esta libertad exterior quien, al menos, puede aspirar a 16 que a él le parece racional. Tiene que mantenerse en un orden; mas por lo demás, ningún obstáculo le ha sido lanzado al camino. Puede hacer y dejar de hacer lo que quiera; puede ir con sus amigos, dedicarse a lo que guste. Es muy posible que se preocupe muy poco del orden doméstico y que haga únicamente lo que se le acomode. Lee cuanto llega a sus manos; nadie intenta disuadirlo de sus convicciones. En suma: es libre en el hacer y no hacer. Se introduce una expresión. En su clase y grupo la dicen todos; ¡pues él con ellos! Se pone de moda una nueva corbata, un nuevo modo de dar la mano, de saludar... Quizá no vea del todo claro por qué ha de ser necesaria tal cosa; pero él quiere pasar por elegante o por estar al día como se diga y... ¡Hace lo mismo!
¿Qué decir de semejante libertad?
Se pone de moda un libro. No quiero dar ningún título: ya conoces tu hartos, que han pasado de mano en mano. Algo hay en la obra que repugna. Llega a él quemando innatural. Oye que dentro resuenan grandes palabras, pero sin ningún contenido de verdad. Sospecha que una híbrida amalgama de cosas puras y no tan puras está allí dentro. Pero el libro está bien presentado, todos hablan de él, y él lo lee y lo encuentra magnifico.
Es ridiculizado un individuo, un condiscípulo, un profesor u otro cualquiera. El sujeto de que vamos hablando cae en la cuenta de la grosería. Tú no sabes que cuando Guillermo Raabe quería demostrar la extraordinaria nobleza de un hombre, decía: "¡Este hombre jamás se ha burlado de nadie!" Nuestro hombre, pues, siente la grosería; pero todos ríen, por tanto él también se ríe. En el grupo alguien manifiesta su opinión. Los demás están en contra. Quizá perciba algo de razón en la opinión rechazada. Pero "se'' está en contra: no va a ser él una excepción y se va con ellos.
Y así, sucesivamente. Siempre lo mismo. No se atreve uno a manifestar sus convicciones en la reunión, por temor a los miles de ojos. Por no ser tenido por mojigato, se ríe de un chiste contra el que se subleva todo lo puro y bello de su corazón; se avergüenza de un modo sencillo y limpio de vida, porque los otros hombres de "experiencia"- se le ríen.
¿Es esto libertad?
¡Ciertamente que no! Puede uno ser exteriormente tan libre como un pájaro y por dentro, un siervo. ¿Siervo de quién? De la opinión pública. No vamos a despreciarla demasiado, porque alberga su parte de bondad. Expresa la conciencia de muchos. Pero también ¡qué cantidad de absurdos, vulgaridad y opresora cursilería contiene! Es lo mismo que se trate de la opinión pública de un pueblo o de una escuela. De una clase o de un grupo.
Un hombre de experiencia me habló un día de las suyas en la vida pública. Mirando a los hombres uno por uno, son toda gente del más perfecto orden. Pero en masa parece que tienen el demonio.
¡Cuánta verdad hay en estas palabras! El que esta solo tiene que responder de sí; su conciencia está en guardia. Pero al juntarse muchos, cada uno depone su libertad en el vecino. Cada uno se deja llevar. ¿Y el resultado? Que la multitud es irresponsable. Y la mayoría de las veces dan el tono, no lo más prudentes y serios, sino los que más pueden contar y los que aciertan a decir más contundentemente algo que a todos halague.
En consecuencia: quien quiera ser libre es necesario que rompa la opresión de la masa.
Pero se da también una dependencia de la minoría. A veces, toda una clase o grupo están sometidos a una camarilla, o quizás a uno solo. Lo mismo exactamente es la vida, la profesión, el partido. Este individuo o estos pocos saben expresar lo que quieren.
Tienen una voluntad fuerte y, a veces, también un alma sin pudor. Que acomete sin miramientos; y así es cómo dominan. Puede suceder que semejante individuo someta totalmente a su dominio a otro hombre. Su amigo habla como él, lo escucha solamente a él, se conduce en todo conforme a él... Pero esto ya no es amistad, sino esclavitud.
También aquí es lícita la defensa. A un hombre honrado se le guardará fidelidad, pero cuidando de no perder la independencia. En casi toda amistad llega un momento en que se decide si se ha de convertir o no en esclavitud. Todo ello puede proporcionar horas difíciles, incomprensibles, luchas; pero es preciso resistir. Respecto del amigo, es la prueba de sí realmente es lo que significa amigo o, por el contrario, un tirano. Aun al que busca auténtica amistad, se le hace incomprensible en el primer momento de que se trata, cuando el otro, se separa aparentemente. Mas al ser su amor verdadero, luego comprende que su amigo no lo abandonará. Le permitirá esta libertad conquistándolo así de nuevo...
El dominador, en cambio, no gusta de esto; quiere que su amigo le permanezca sumiso, se opone a su liberación, le guarda rencor y lo acusa de infidelidad.
En las agrupaciones ocurre algo parecido.
El hombre verdadero quiere por amigo a un ser libre, no a un esclavo; quiere dirigir a hombres libres, no un rebaño. En consecuencia tanto más goza, cuanto más decididamente afirmen los demás su peculiar forma de ser.
No olvidemos que existe una esclavitud a las cosas, no so1o a los hombres. Puede hacerse un manjar tan apetecible, que se olvide ante el toda consideración. Algunos ven un traje, una moto, un bote plegable... y los quieren, cuesten lo que cuesten. Un sello raro, una piedra preciosa, un libro o un cuadro..., enseguida piensan que tienen que ser suyos y no descansan hasta lograrlos.
Resulta de este modo que todo lo posible puede someter al hombre a su imperio: "casa, hacienda. Criado, muchacha, buey, asno..." y todo cuanto pueda ser propiedad del hombre.
Tal dependencia desasosiega por completo el corazón y le sustrae toda alegría; puede incluso inducir a uno a la injusticia. Puede llegar a tal punto la dependencia de una cosa, que resulte imposible al poseedor desprenderse de ella, por grande que sea el dolor - o la alegría - que con ello pudiera causar al prójimo.
Quien se halle en esta situación, es siervo de la cosa. "Venturoso el varón irreprensible que no corre tras el oro - dice la Sagrada Escritura - y cuya mirada no se posa sobre el dinero y los tesoros de la tierra. ¿Quién es éste que alabemos, porque hizo maravillas en su pueblo?" ¡Ése es un varón libre!
Vale la pena quebrantar tal servidumbre, aun cuando para ello sea necesario preceder duramente contra uno mismo. Tiene que ser así, de no renunciar al progreso. Permanecer impávido en lo justo, aun en las cosas más mínimas. Prestarse a los de más con gusto y ayudarlos. Y si se comprende que los lazos son demasiado fuertes, no queda más remedio que el sacrificio generoso de lo que tan profundamente nos ata.
Libre, por tanto, no es quien puede hacer lo que quiera. Es necesario también ser independiente de hombres y cosas. Es necesario permanecer fiel a la propia conciencia, al propio juicio y al sentido del propio ser. EI hombre interior tiene que ser dueño del exterior, de la circunstancia, relaciones, cosas, hacienda...
Pero aún tenemos que ahondar más. Recordemos que uno es señor de sus decisiones e independiente interiormente, cuando obra realmente como mejor le parece. Pero sucede, a veces, que nos sobrevienen arrebatos de ira, que nos hacen perder toda vigilancia de nosotros mismos. Se dicen en esos momentos cosas que, al poco tiempo, nos amargan el alma; se es injusto con los demás, se grita y se desata uno en improperios... ¿Es éste libre?...
Otro es vanidoso, habla con frecuencia de sí, sabe llevar el diálogo a las cosas que lo halagan; presta atención cuando se habla de él; escucha de cualquiera lo mismo la censura que la adulación, está siempre al acecho de lo que los demás piensan de él... ¿Es éste libre?
En un tercero se enciende tanto la pasión, que ya no se puede dominar, y pronuncia cosas indignas o se porta incorrectamente... ¿Es éste libre?
Y así tantos otros casos; en éste será la gula, en aquél la terquedad, en el otro la envidia, en un cuarto la soberbia..., la pasión, el instinto, la rutina..., lo que los posee y amarra. ¿Pueden éstos decirse libres? Por fuera quizá más ¿por dentro? Un hombre así puede dominar el mundo, pero por dentro se encuentra atado.
Hay, pues, en cada hombre, en su propio interior, como dos hombres: uno completamente íntimo, el genuino; y otro más exterior, sus impulsos y pasiones. Los cuales no son malos; al contrario, son magníficas energías. La pasión es fuerza, el impulso es fuerza. El iracundo tiene un fuego que puede poner al servicio de una causa sublime. El pasional posee vibración de espíritu y entusiasmo para lo noble. El avaro aprecia el valor de las cosas y puede ser un magnífico administrador. EI celoso valora al amigo.
Estas energías son preciosas, pero ciegas. Pueden destruir, descarriar, esclavizar, cuando el hombre interior no conserva libre su conciencia. Se le impone el dominio sobre la pasión y el instinto. Hay que amansarlos, disciplinarlos, aprovecharlos. Entonces actúan benéficamente, como el ardor del fuego, cuando se lo explota en las debidas condiciones.
Solamente es libre aquel en quien el hombre interior domina sobre el exterior; la conciencia y libertad del corazón sobre los instintos y pasiones. Ésta es la auténtica libertad, la moral. Ella hace que el hombre viva desde su más profundo centro, la conciencia. Que todo sea dirigido por ella y, en consecuencia, por Dios. Hace que el hombre elabore su personalidad.
Así pues, ¿Cuándo merece uno el calificativo de "libre?" Cuando es señor exteriormente de sus decisiones. Cuando se independiza del influjo de hombres y cosas y actúa desde su propia intimidad. Pero sobre todo, cuando lo más profundo del hombre, su conciencia, impone su señorío sobre todo el mundo de instintos y pasiones.
La primera libertad es buena y digna de que se luche por ella. Brinda campo abierto, senda despejada; mas no supera la exterioridad. Más importante es la segunda; penetra más profundamente en el interior. Sin ella, carece de valor la primera. Hace al hombre libre para su propio ser; hace que no viva y obre como el ambiente, sino conforme a las exigencias de su propio ser; que sea idéntico a sí mismo; que sienta según postulados propios; que piense tal como a él se le presenta la cosa; que obre como le parezca más justo; que en todo su preceder exprese la imagen de lo que realmente es.
Este segundo modo de libertad constituye el primer valor. Pero lo decisivo cae en el tercer plano, en lo más íntimo. Allí se decide si el hombre ha de abrirse o no a la libertad moral; si ha de ser su conciencia - voz de Dios silenciosa - la que impere, y no el instinto, la pasión o el egoísmo.
Si la conciencia sirve a Dios y domina todo conforme a su voluntad, entonces el hombre es verdadera y plenamente libre. Porque ser libre quiere decir pertenecerse a sí mismo, ser uno consigo mismo. Y mi más íntimo yo es la conciencia. Si, pues, quiero ser libre, debo hacerme uno con mi conciencia, todo ha de depender de ella.
Ésta es la libertad que valoriza a la exterior. Ella es la que hace que sea libertad de hombre, no libertad de un pájaro. También presta su valor al segundo modo de libertad, haciendo de ella libertad de un hijo de Dios y no un mero despliegue de energías naturales. Ella es la fuente de toda vitalidad y de todo impulso noble y fructífero.
Ahora podemos preguntar: ¿Es libre por naturaleza el hombre? No; tiene que hacerse. Es libre en esa forma elemental de poder lanzarse por la derecha o por la izquierda -como quiera- en el cruce de dos caminos. Pero la libertad auténtica, la espiritual, tiene que ser conquistada. Y cuesta una lucha recia infinitamente penosa. Es curioso que, cuando uno se acerca a la gente que más blasona de libertad advierte con frecuencia que apenas saben algo de libertad verdadera. Los que verdaderamente la conocen, los que aspiran realmente a ella y han experimentado en difícil lucha cuán lejos está el hombre de poseerla plenamente, ¡Qué poquitín alardean!
Pero ¿cómo llegar a ella? Tres caminos llevan a la libertad: conocimiento, disciplina y comunidad. "La verdad os hará libres", ha dicho el Señor. Cuanto más profundamente sé esta hundido en la esclavitud, tanto menos se reconoce uno esclavo.
En cuanto se comprende, amanece la liberación. EI que, por ejemplo, participa o colabora en la crueldad de otros simplemente, sin reflexionar, se hunde por entero en la dependencia. Quien coa absoluta naturalidad comparte las necesidades de la moda, de los tópicos en el hablar o de la opinión pública, las costumbres al uso, los hábitos de los condiscípulos, de los compañeros de oficio o de los amigos, naturalmente también es esclavo. Pero si una experiencia cualquiera o un consejo llega a despertarle la conciencia y hacerle ver cuán servilmente se porta, cuán inexactamente juzga, cuán perniciosa resulta cualquier rutina..., entonces puede que experimente como sí unas escamas; se le desprendiesen de los ojos. Se avergüenza. Él mismo no comprende cómo ha podido ser de ese modo. La luz ha quebrado la ceguera, y ha quedado abierto el camino de la libertad.
Ve cómo esta la cosa y comprende a qué objetivos tiene que aplicar su trabajo. Ante todo, tiene que clavar la mirada en su interior, hasta ver claro. No basta saber y decir: "Soy desabrido con los demás." Debe preguntarse: ¿Por qué? ¿Con quién en particular? Tal vez, entonces, comprenda que lo que lo enfrentaba con el otro, hasta hacerlo áspero con él, eran una envidia oculta o unos celos secretos. No basta saber simplemente: "Soy negligente en mi trabajo." Hay que preguntarse: ¿Por qué? Puede ser pura pereza o quizás cansancio. Y este cansancio precederá de no tener ningún orden, de acostarse demasiado tarde, de querer solucionar al momento todos los; asuntos que se ofrecen. No es suficiente saber que se es ambicioso, duro de juicio, impaciente en las adversidades... Se requiere la pregunta escrutadora: "¿Por qué?" Entonces se comprenderá cómo en ultimo término todo procede de cierta pasión; cómo alienta, no dominado todavía. Algún ciego instinto, causa de nuestra insatisfacción.
Para comprenderse, pues, a sí mismo, conviene preguntar: "En mis relaciones exteriores, ¿dónde hay lazos que yo pueda romper sin lesionar mis deberes? ¿Dependo de los demás por la imitación, la vanidad o el respeto humano? ¿Me hacen esclavo; de las cosas la ambición, la envidia, la codicia? ¿Soy siervo de mi naturaleza por alguna pasión? ¿Mis defectos o mis desórdenes? ¿Dónde residen mis faltas más Graves? ¿Cómo se manifiestan al exterior?''
De este modo, se ha de ir consiguiendo, poco a poco; un cuadro exacto de sí mismo. Resulta eminentemente práctico reflexionar tan pronto como nos ha ocurrido una cosa. Después de un choque, de un altercado, preguntarse: "¿Cómo han llegado las cosas a este punto? ¿De qué soy culpable?" Ahora que, ¡buscar con nobleza la verdad! ¡ Que no pueda el amor propio retorcer de tal manera la cosa, que aparezca uno inocente! Un filósofo ha dicho estas expresiones malignas: la memoria dice: "Esto lo has hecho tú." EI orgullo replica: "Yo no puedo haber hecho tal cosa." Y la memoria se rinde. Por tanto: ¡querer ver!
¿Qué es lo que se ha posesionado tan perfectamente de mí, que me ha llevado tan lejos? Si se ha hecho algo malo, asirse fuertemente a sí mismo y preguntarse: "¿Por que? ¿Cómo has llegado a esto? ¿Te ha ocurrido esto ya otras veces? ¿Hay algo en ti clavado que te arrastra hacia aquí?"
Después de un fracaso, examinarse: "¿Qué es lo que ha fallado? ¿Cuál fue la causa? ¿Irreflexión, desorden, debilidad, desconfianza...?" En semejantes ocasiones, la conciencia está más despierta, la mirada más limpia, la voz interior más clara. Es precise aprovecharlas.
En el repaso general del mes, del semestre, o de cualquier tiempo pasado, proponerse seriamente las preguntas siguientes: "¿Cómo se ha pasado? ¿Qué has hecho de bueno? ¿En qué has fallado? ¿Qué tal el trabajo? ¿Cómo te has portado con los de casa? ¿Cómo con los compañeros, los profesores, los superiores e inferiores?" Puede también utilizarse para esto el examen de la confesión y observarse largo tiempo respecto de una falta determinada.
Lejos de mí pretender con todo lo dicho que. Hayamos de estar siempre contemplándonos. Observándonos y analizándolos. Semejante actitud destrozaría nuestro espíritu. La ansiedad, que por todas partes ve faltas; la escrupulosidad. Que en todo cree haber pecado, son todavía peores que una ceguera ingenua, pues falsean la conciencia y la sumen en inseguridad. Pero es necesario querer ver claro. Para ello, hay que examinarse de tiempo en tiempo. Y esto hacerlo con toda veracidad, con una mirada que quiera realmente ver, incorruptible, apreciando lo malo como malo, lo importante como importante. Sin disculpar... ni para nada, sino buscando la luz. Éste es el memento de la verdad liberadora.
Ver solamente no basta. Es preciso también obrar: disciplina y sacrificio. La verdadera libertad brota tan sólo de la disciplina. Si alguno habla de libertad sin fundarla en disciplina, no le creas. Es pura patraña, por magníficas que suenen las palabras. No somos libres por naturaleza; hablo de la libertad espiritual. No del mero poder ir por la derecha o por la izquierda. El conquistador depende de la disciplina. De una disciplina rigurosa; y sincera. A ella corresponde la pelea constante, de un día y otro, contra los lazos de fuera y sobre todo los de dentro, y el vencimiento propio jamás interrumpido.
No conviene enfrentarse de una vez con muchas cosas, sino con pocas, tal vez con una sola. Por ejemplo, proponerse trabajar concienzudamente y dirigir a esto toda la atención. Mejorando en esto, todo se mejora, porque el hombre es un todo viviente. Acaso sea de más eficacia concretar aún más: "Prepararé esmeradamente mis trabajos de clase o mis labores domésticas." Buscar algo totalmente claro y preciso.
Por la noche, examinarnos cómo nos hemos portado (examen de conciencia). Por la mañana renovar el propósito. Y todo esto practicarlo largo tiempo, hasta notar que ha echado firmes raíces en el alma. Entonces ya podemos emprender otra cosa. Las resoluciones pierden intensidad con el tiempo; se acostumbra uno a ellas. Es, pues, necesario de cuándo en cuándo tomar otra nueva, refrescando de este modo el empuje y el entusiasmo.
Ésta es la verdadera disciplina: lanzarse con firmeza, luchar con heroísmo y renovarse constantemente. Prepárate desde el principio para luchar con una cosa largo tiempo. Las menudencias pueden superarse pronto. Pero las faltas verdaderas asientan tan profundamente en el meollo del hombre, que se requieren años para terminar con ellas.
Puede suceder que al principio de la lucha se empeore la cosa y nos dé más que hacer la falta. Es natural; mientras todo se deja marchar libremente. No se siente nada especial. En cuanto se inicia la tarea, se remueve toda el alma. La atención y la lucha contra un defecto concreto hacen que irrumpa con toda su fuerza. Entonces, ¡no desconcertarse, sino perseverar!
Quisiera llamar la atención de un modo particular sobre un punto: puede suceder que no se progrese nada. Siempre las mismas faltas, de modo que llega a decaer el ánimo. Pero es necesario conocer la naturaleza humana. Quizá no se advierta progreso especial en el punto escogido, pero se dará en otro. Así, puede combatir uno largo tiempo la ira sin acabar con ella; pero sin notarlo él, se habrá hecho más bondadoso con los demás. Justamente. La precisión de tan duro bregar y el sentimiento íntimo de su flaqueza lo han conducido a estas cumbres. Un segundo se afana por ser ordenado y esmerado en sus trabajos. Y siempre recayendo. Pues bien, a pesar de todo, aun sin advertirlo él, dominará con mayor facilidad una pasión. La lucha constante por el orden le ha dado fuerza para que no pierda tan fácilmente la cabeza ante el poder del instinto. Todo está íntimamente unido en la vida interior. Actuar en un punto equivale a actuar en todos los demás. Por tanto, ¡no descorazonarse!
Hay todavía otra forma de disciplina: el orden. Podrá parecer extraño oír que la libertad precede del orden, estando acostumbrados a tener por el más libre al vagabundo, que vive únicamente del memento, sin someterse ni depender de nada. Mas ser libre no significa eso. Si no independencia del interior respecto del exterior, de lo profundo respecto de lo superficial, de lo eterno respecto del momento, de lo noble respecto de lo despreciable. Porque lo noble, lo eterno, lo interior deben ser protegidos para que no queden suplantados por lo despreciable. Por el momento, por lo superficial, por lo exterior. Y esto se logra por el orden. Fuera, pues, toda bohemia cursilería, y ¡orden! Como medio de liberar lo más propio nuestro, lo más íntimo. Primero, el orden exterior: en la mesa, el cuarto, el armario... A quien todas las cosas se le mezclan, como si el papel, los lápices, los libros, la ropa... tuviesen piernas, y se encuentran siempre donde no les Corresponde, este tal no es señor de su circunstancia. Y esto, porque el desorden se halla en él mismo. Es en él en donde todo va de un lado para otro. Para él, pues, luchar por el orden significa luchar por la libertad; una lucha del espíritu contra el desorden que yace en la propia intimidad.
Lo mismo cabe decir del orden en las distintas acciones del día: El levantarse, el trabajo, la hora de recreo, el descanso... que todo se haga a su debido tiempo. No ahogo interior, pero sí severidad. Quien no consiga empezarlo y concluirlo todo a su tiempo, es esclavo en alguna porción de su ser, esclavo del humor, de la sociedad, de los contratiempos, del acaso... Así, pues, orden en el trabajo. Y esto no corno nos guste a nosotros, sino como tiene que ser.
Orden también en el trabajo interior: leer el libro bien; Con orden, no lo primero al final. Leer con cuidado cada página, línea por línea. Repensar lo leído.
Consultar en el diccionario u otro libro lo que no se comprenda, o preguntar. Llevar a cabo una obra concienzudamente, no por capricho. Concluir la tarea empezada, no dejarla después de un par de arremetidas.
Después, orden más profundo todavía en el pensar: penetrar realmente la cosa. Resolver en el alma un asunto. No decidirse a la buena de Dios, sino tras un serio examen. Seguir el hilo de las ideas, no saltar de una en otra. No salirse, por atender a nuevas ocurrencias, de la línea, sino siempre derecho, paso a paso.
Hay un tercer camino que conduce a la libertad: la comunidad. Es necesario añadir: la verdadera. La falsa comunidad lo henos visto ya ata por el temor, la tiranía, la violencia. En cambio, la verdadera ayuda a la liberación. Ya el hecho de alternar con los de otra manera de ser y la obligación de respetarlos, quebranta ligaduras. El que anda siempre solo, se enquista de tal manera en su peculiar modo de ser, que ya no puede evadirse. En cambio, viviendo en compañía, se topa ya con éste, ya con el otro. Tiene que hacer frente al modo de ser extraño. Con este motivo se siente afectado por su ser, experimenta su influjo, procura comprenderlo, examina lo bueno y lo malo, lo respeta, condesciende con él a fin de poder alternar, colaborar, etc. Todo esto libera la razón y amplía la mirada. Le ocurre lo que al que, trascendiendo los estrechos límites de la familia y de la patria, se asoma a la anchura ilimitada del mundo. Ciertamente que puede rendirse a lo forastero y perder de este modo sus mejores valores; pero no debe ser así. En cambio, el que permanece fiel a su ser, se amplía. Adquiere experiencia de la Vida, madurez de juicio y libertad de acción.
Ese tal aprende a no sobre estimarse más de la cuenta: sabe ver su peculiaridad como uno de tantos modos de ser humanos. Y precisamente ante el extraño comprende mejor el suyo propio. Cuántas veces se cae en la cuenta de la fealdad de un defecto solamente después de haberlo visto en los demás. O se regodea uno en buen sentido, claro está, por vez primera de una buena calidad después de haber notado su defecto en otros o también después de haber visto los efectos que a ellos les ha reportado teniéndola. Precisamente, en el contraste con el modo de ser ajeno es como se empieza a vivir el propio, el cual se desarrolla enormemente cuando tiene que abrirse paso a través de la incomprensión y resistencia extrañas.
La mejor comunidad es la de los verdaderos amigos y camaradas. La esencia de la amistad consiste en que uno desea para el otro todo bien y perfección. La de la camaradería en que uno desea al otro capacidad e inteligencia plenas para la misma empresa. Ambas implican gran sinceridad para decir al otro sus fallos. Una amistad adquiere un gran valor, cuando el uno es sin cero para con el otro, y éste acepta y reconoce su sinceridad. Conozco amigos, que cuando después de algún tiempo vuelven a verse, se observan mutuamente. No como espías misteriosos, sino con ingenuidad, abierta y claramente. Si se notan algo en la primera ocasión se dicen con toda franqueza: "Oye, esto me parece bien; esto otro no..."
Semejante sinceridad es difícil. Resulta muy duro permitirse dar un aviso. Frecuentemente, todo se rebela con la palabra. La amistad no es cosa fácil. A pesar de toda la fidelidad, actúan en el fondo de las mejores intenciones del amigo celos imperceptibles, veladas antipatías, susceptibilidad y otras cositas por el estilo muy poco claras. Es algo así como si de la densa negrura de un abismo ascendiese hasta la luz resplandeciente de la superficie del alma toda suerte de rarezas y cosas desagradables.
Muchas amistades encuentran aquí su quiebra, al no prestar atención en el propio interior al "otro hombre". Éste se defiende duramente contra tal actitud; le juzga presunción, pedantería, superioridad, tiranía... Y definitivamente, se decide si la amistad a de adquirir hondura o no ha de pasar de un superficial sentimiento.
Pero casi siempre resulta duro decir ciertas cosas al amigo. A veces, no llega la palabra a los labios. Hacemos el fariseo cuando se trata de corregirle de algo. No se quiere ser áspero y descortés.
Hay, sobretodo ciertos puntos que encierran extremada dificultad. Es mucho más sencillo decir a uno que debe dominar su cólera, que advertirle de su espíritu tramposo y de su poca limpieza en cuestiones de negocios y dinero. Aquello es una simple pasión; esto afecta la honra. Todavía me parece más difícil tener que decirle a uno que se presente más limpio y aseado o que coma como es debido. Y todo porque en tales puntos el hombre es extremadamente sensible. Sin embargo, hay que hacerlo; se presta a1 amigo un pésimo servicio callándose por tales motivos. Piensan primero cómo se lo vas a decir; siempre con delicadeza, espera el momento oportuno y, entonces, háblale con franqueza. Ciertamente que después de estas escenas se pasan momentos no muy agradables, pero más tarde te lo agradecerá.
Todavía hay otra ayuda para conseguir la libertad: el enemigo. Es ciertamente una obra de arte y de mucha táctica el aprovecharse de él. Y es que lo que primeramente acontece es ver en el enemigo cólera, sensibilidad, inquietud. Y es que la sensibilidad, la ira, la venganza, la inquietud nos ciega para no ver en el enemigo otra cosa que al Diablo en persona. Pero no olvides que el odio tiene una vista muy aguda y que la aversión no se deja engañar fácilmente. Quien quiera, pues, utilizar lo que ellos ven y dicen, oirá muchas verdades acerca de sí mismo. Verdades duras, maliciosas, desagradables... ¡pero verdades! Frecuentemente, más claras y develadas que las que nos podía ofrecer el mejor amigo. Por esto, alguien ha hablado del "magnífico enemigo", que nos emplaza inexorablemente ante nuestra verdad; que pone al descubierto todas nuestras autoseducciones e inquieta la tranquila satisfacción de nosotros mismos gritando: "¡Así eres tú, muchacho! ¡Defiéndete!" En el modo de defenderse se decide la suerte de su deseo de libertad y de su cacareada veracidad. Si lo hace oponiendo un frente de mentiras contra el enemigo, cerrándose con mil razones contra su critica y tales razones existen a montones porque, naturalmente, la crítica enemiga siempre procede injustamente; si se afana en demostrar que el de enfrente es un ser indeseable, que no hay en él sino maldad, bajeza, ceguera..., entonces ha perdido la batalla, por más que haga enmudecer al adversario. En cambio, si en toda justa defensa, se pregunta: "¿Por qué me habrá afectado esto tan profundamente? ¿No tendrá alguna razón?" Y recoge lo que haya de verdad en su corazón y se hace mejor..., entonces ha vencido, aun cuando aparentemente se declare el enemigo señor del campo.
La "comunidad de la enemistad" es la prueba suprema del deseo de libertad.
Así es como nos aproximamos a la libertad. Poco a poco; pero llegamos. Cierto que aún no he dicho absolutamente nada de lo más profundo de la libertad; del ser libre para Dios, de la superación gradual de la dependencia de las cosas, para pertenecer a Dios y poderle poseer. Pero esto sería ya otra cosa distinta.
Puntos De Reflexión
Hace ya bastante que no presentamos en las cartas estos Puntos de reflexión. Me ha parecido que ya no necesitas estos estímulos. Pero quizá sea bueno volver a ello de cuando en cuando.
· Libertad e injusticia. Pedir perdón y perdonar. Hacer bueno lo malo. Libertad y fidelidad.
. Cuando la fidelidad oprime; cuando creemos poder lograr más de los otros.
· Libertad y sufrimiento. Vínculos exteriores. Dolores, defectos, debilidades.
· Ser carga para el prójimo; Sentir al prójimo como carpa.
· Los defectos del prójimo.
· Libertad y hacer bien.
. Gratitud, delicadeza.
"Etica" "Libertad"
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Fernandez, Sergio; Goenaga, Oscar; Pensotti, Walter; Ramos, Jorge.
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Enviado por: | Jorge Ramos |
Idioma: | castellano |
País: | España |