Música


Estética musical


ESTÉTICA 2º. CURSO 2000/2001

DEL RACIONALISMO BARROCO A LA ESTÉTICA DEL SENTIMIENTO

Tema 1

Música y poesía

La imitación de la Naturaleza

Tema 2

Raguenet y Lecerf: la polémica entre Francia e Italia

El sentimiento de la música (Du Bos, Batteaux)

EL ILUMINISMO Y LOS ENCICLOPEDISTAS

Tema 3

La unidad entre arte y razón: Rameau

Los enciclopedistas y el mito de la música italiana: (Querella de los bufones: Rameau-Rousseau, Grétry, D'Alembert, Voltaire, Diderot, Kant,...)

Tema 4

La música vocal y la música instrumental (Algaroti, Arteaga, Eximeno, Manfredini, Martín)

Estética e historiografía (Burney, Hawkins, Addison, Avison)

Tema 5

Bach y el iluminismo (J.A Sheibe, J.S. Bach, Mattheson, Quantz, C.P.E. Bach, Haydn...)

Gluck y Piccini: la última “querelle” (Gluck, Piccini, Calzabigi, Algarotti,...)

Tema 6

Los clasicistas y el “bel canto”. (Gluck, La Harpe, Marmotel)

El iluminismo y la forma sonata (...Haydn, Mozart, Kant,...)

EL ROMANTICISMO

Tema 7

Lenguaje musical y lenguaje poético

Wackenronder: la música como lenguaje privilegiado

Tema 8

Hegel: el sentimiento invisible

Shopenhauer: la música como imagen directa del mundo.

Tema 9

El músico romántico frente a la música (Beethoven)

Hombres de letras y críticos frente a la música (J.P. Richter, Grétry, Berlioz, Schumann, Mendelsshon...)

La música programática

Tema 10

Wagner: arte y revolución.

Nietzsche: la crisis de la razón romántica.

LA REACCIÓN CONTRA EL ROMANTICISMO: EL POSITIVISMO.

Tema 11

Hanslick y el formalismo

Tema 12

La historiografía entre romanticismo y positivismo

El positivismo y el nacimiento de la musicología

Tema 13

El origen de la música (Spencer, Gurney, Darwin, Wallaschek, Parry, ...)

Las investigaciones acústicas y psicofisiológicas (Helmholtz, Riemann,...)

EL FORMALISMO EN EL S. XX

Tema 14

I. Stravinsky: la forma del tiempo.

La sociología de la música y el marxismo (S. Finkelstein, G. Dyson, Z. Lissa, J. Marothy, J. Attali)

Tema 15

Theodor Wiesengrund: adorno y la sociología dialéctica

Tema 16

A. Schönberb y la poética dodecafónica

Hindemith y Webern: dos interpretaciones de la dodecafonía.

LAS POÉTICAS DE VANGUARDIA

Tema 17

“Schönberg ha muerto”

LA EVOLUCIÓN MUSICAL DEL S. XX A NUESTROS DÍAS.

Tema 18

La melodía durante el período clásico romántico. La melodía en la música contemporánea.

Tema 19

La armonía: el sistema clásico de armonía. La armonía romántica. La armonía del s. XX. La emancipación de la disonancia. La relación entre la melodía y la armonía en la música contemporánea.

Tema 20

La tonalidad: distintas concepciones. El sistema de mayor y de menor. La tonalidad en el período clásico-romántico. La expansión de la tonalidad en la música contemporánea. La politonalidad.

Tema 21

El ritmo métrico y ritmo libre. La tiranía de la barra de compás. El ritmo en el s. XX. Nuevos procedimientos rítmicos.

Tema 22

La textura: concepto y tipos. La textura durante el s. XX. Contrapunto disonante.

Tema 23

La orquestación: nuevos conceptos. La orquesta durante la época clásica-romántica. La nueva orquestación.

Tema 24

Las formas: nuevas concepciones. La formas clásicas. La forma en la música contemporánea. Simetría dinámica. La sonata del s. XX.

1.1 MÚSICA Y POESÍA

Será en los países germánicos donde se desarrolló más la práctica instrumental, sentando las bases de la autonomía del lenguaje musical, de manera que éste pudiera competir con el lenguaje verbal a la hora de suscitar afectos en el hombre, aunque lo hiciera con sólo el lenguaje musical. Ahora bien, en los países latinos y en especial en Italia, el problema de la música fue el de cómo acompañar el texto, la acción teatral o el texto litúrgico. Sobre estas cuestiones, se desarrollaron querellas tanto en Francia como en Italia durante más de 2 siglos (XVII y XVIII). La clasificación jerárquica de las distintas artes, las disputas en torno a la música italiana y la francesa, la desvalorización de la música instrumental y otras muchas cuestiones musicales y paramusicales fueron repetidamente afrontadas por los hombres doctos de la época y por la preocupación de las relaciones entre música y poesía. En la cultura musical de los siglos XVII y XVIII el puesto de honor corresponde al melodrama; pero es en éste el problema de la unión música y texto. La cultura oficial adopta una postura de condenación del melodrama (de tipo moral y estético). Sin embargo, pese a todas estas actitudes, el melodrama gozará de un éxito creciente y de un camino cada vez más ascendente.

La base de la condenación del melodrama, así como de la música en concreto es debida al espíritu racionalista-cartesiano que imprime cultura del s. XVII, el arte y el sentimiento no tienen autonomía per se ni cumplen ninguna función esencial en la vida humana, sólo representan formas inferiores de conocimiento. Por este motivo, en las clasificaciones jerárquicas de las artes, se halla a menudo la música en último lugar y la poesía en el primero, porque según argumentan: “ la música se dirige a los sentidos y la poesía a la razón”. Así se dice que la tragedia, melodrama, etc, no ganan nada uniéndose a la música, sólo resulta de ello un producto absurdo. Un literato francés de la época, Saint-Évremond, dice del melodrama: “Si queréis saber lo que es una ópera, os diré que es una obra estrambótica construida a base de poesía y música, en la que el poeta y la música, estorbándose mutuamente, efectúan un mal trabajo a costa de enormes esfuerzos”; Aún añade: “Una estupidez [une sottise] llena de música, de danza, de artilugios, de decoraciones,; una magnífica estupidez en cualquier caso: un feo interior oculto por una bella fachada” . A pesar de todo lo dicho, el melodrama triunfaba con un éxito desmesurado en todos los teatros de Europa.

La música se considera un arte inmoral porque habla solo a los sentidos y no a la razón. Existe un único lenguaje válido para el hombre: el lenguaje de la razón, el de la verdad. En este sentido, la música no tiene salvación, nunca podrá por sí misma significar nada; a lo sumo, podrá redimirse parcialmente del pecado original si se limita a ser la humilde sirvienta de la poesía. Se comenta que los espectadores, de haber asistido a alguna de estas representaciones, no se marchan llenos de gravedad o de sentimientos nobles, sino tan sólo de una ternura femenina, indigna de espíritus viriles y de personas cuerdas o valerosas.

Podrían multiplicarse las citas de este género por algunos autores, otros como Algarotti y Planelli, aún siendo apasionados por la ópera, propugnan una profunda reforma de la misma.

1.2. LA IMITACIÓN DE LA NATURALEZA

En las polémicas en torno al melodrama, iniciadas en el s. XVII y prolongadas en el XVIII, se hace referencia a menudo al principio del arte como imitación de la naturaleza. Pero este concepto fue muy problemático y tomó significados muy distintos y hasta contrarios en el transcurso de los siglos XVII y XVIII. Durante el s. XVII, el término naturaleza se emplea como sinónimo de razón y de verdad, y el término imitación para indicar la manera de embellecer y hacer agradar la verdad racional. Durante la 2ª mitad del s. XVIII, el término naturaleza se emplea como símbolo de sentimiento, espontaneidad y expresividad y el término imitación se emplea para indicar la verdad y el vínculo que debe mantener el arte con la realidad. La Historia de la estética musical de estos siglos es la historia de este concepto “imitación de la naturaleza” y sus distintas interpretaciones. Este principio, que fue heredado por los filósofos del s. XVII de Aristóteles por mediación de los teóricos del Renacimiento, se usará para justificar el gusto cortesano y clasicista de la poesía de la época francesa en particular; ahora bien, aunque se desarrollara hasta sus últimas consecuencias con una rígida coherencia, habría de conducir, de modo inevitable, a la condenación del arte y a la negación y autonomía de éste. A la luz de esta concepción del arte como agradable imitación de la naturaleza -razón- verdad, únicamente la poesía puede admitirse en el reino de las artes, de ninguna manera la música, que no puede imitar la naturaleza de modo alguno no podrá ejercer otra función más elevada que la de ser un juego de placer y diversión, una caricia para el oído y un estímulo emotivo. Mientras no se demuestre que la música imite la naturaleza, ésta continuará desterrada de las bellas artes por parte de los filósofos, siendo aceptada sólo como ornamento de la poesía.

2.1. RAGUENET Y LECERF: LA POLÉMICA ENTRE FRANCIA E ITALIA

El concepto de imitación de la naturaleza se modificará hasta justificar, dentro de ciertos límites, la existencia de la música como arte, sobre todo por haber surgido una gran polémica de carácter doctrinal en la 2ª mitad del s. XVIII y desarrollada más de un siglo. Nos referimos a la polémica entre los partidarios del melodrama italiano y los del melodrama francés; polémica que presenta puntos de contacto con la francesa “querelle des anciens et des modernes” y que no revela solamente una orientación diversa del gusto, sino una alternativa de carácter estético filosófico.

El melodrama francés, desarrollado según la trayectoria indicada por Lully, de acuerdo con una tradición basada en la seriedad, la austera sencillez sujeto a las reglas tradicionales y a las unidades de tiempo, lugar y acción vigentes, en cuanto al argumento trágico y mitológico, se acomodó al gusto cortesano y clásico de los ambientes aristocráticos de la corte.

El melodrama italiano, espectáculo más popular, permitió que la música se desarrollara con más libertad, dando prioridad al desahogo melódico y virtuosístico de los cantantes, dejando en segundo término la acción trágica y creando un género muy propio que es la ópera bufa y cómica de tema burgués.

Los dos bandos contrarios en las querellas son pues claros:

  • De un lado, los defensores de la tradición racionalista y clasicista, encarnada en el melodrama francés de Lully y de sus seguidores.

  • En el otro, los amantes del bel canto italiano, los que defienden la autonomía de los valores musicales y las exigencias del oído.

  • En estas querellas participaron, entre otros, el abate francés F. Raguenet que en 1698 viaja a Roma y conoce allí el melodrama italiano. En sus escritos dirá que las óperas francesas son muy superiores a las italianas, por el contrario, las italianas sólo superan a las francesas por su musicalidad, pero por lo demás, son pobres e incoherentes, de diálogos triviales y para concluir bien la escena, le introducen una de sus mejores arias.

    Más tarde, Lecerf, en 1704 contestará en sus escritos a Raguenet. En su publicación Comparaison de la musique italienne et de la musique française” y en otra titulada “Traité du bon goût en musique” dirá, como conservador que era, que el ideal consiste en el justo medio, la naturalidad y la sencillez ; hay que abolir los excesos, lo superfluo. El mal gusto está representado por la música italiana por no guardar estas observaciones; los italianos fuerzan mucho los instrumentos, adornan caprichosamente las melodías y se abandonan al placer producido por el buen sonido.

    Lecerf y Raguenet difieren en algunos puntos y en la forma de valorarlos. Ambos reconocen que la música es una agradable diversión extraña a la razón, por lo tanto inferior a las artes que apelan a la razón y al espíritu. Ambos coinciden en reconocer que la ópera francesa es superior desde el punto de vista literario y dramático. Pero Raguenet es el aficionado con buen gusto que viaja y aprecia cuánto le agrada, se anticipa a la actitud hedonista de los enciclopedistas más libre y despreocupada. Lecerf es el hombre que se deja guiar por la razón y la tradición, mientras Raguenet aboga por las propias emociones, el gusto personal.

    Francia es la patria donde se efectúan estas disputas que seguirán durante todo el s. XVIII, que se harán cada vez más ásperas y belicosas hasta adquirir color político.

    Es lógica la pasión y el interés despertado por estas polémicas sobre el melodrama (ya que éste ocupó un lugar central en la cultura de los siglos XVII y XVIII).

    2.2. EL SENTIMIENTO DE LA MÚSICA

    La acusación que se dirigía con mayor frecuencia a la música era la de su incapacidad de imitar nada. Su papel dentro de la ópera se limitaba a adornar los conceptos expresados mediante las palabras. Pero en la música instrumental la capacidad de imitación es muy cuestionable. En las “Réflexions critiques sur la peinture et la poésie” del abate Du Bos, texto publicado en 1719 hay unas ideas para una teoría de la música como arte de imitación, que vale la pena meditarlas. Según Du Bos, el placer que generan las artes deriva del hecho de que éstas imitan objetos capaces de producirnos pasiones, por este motivo, la imitación de la naturaleza deberá reflejar una cuidadosa selección de los “objetos considerados interesantes” y capaces de “conmovernos”. Lo que nos place o gusta, lo que nos “conmueve”, no es tanto el objeto imitado sino el modo de imitarlo. El estilo o el modo de presentar el sujeto por el genio del artista es lo que nos llevará al estupor, a la ilusión, a la maravilla y a la emoción estética.

    Du Bos acepta el principio de la imitación, y con relación a la música dice que ésta dispone de un campo de imitación específico: el de los sentimientos. Del mismo modo que el pintor imita los rasgos y colores de la naturaleza, el músico imita los tonos, los acentos y los suspiros, las inflexiones de la voz y, en fin, todos aquellos sonidos con cuya ayuda la propia naturaleza expresa sus sentimientos y sus pasiones.

    Es importante señalar cómo, con estas afirmaciones, Du Bos se aleja de sus contemporáneos, quienes consideraban la música, dentro del melodrama, a lo sumo como adorno, a menudo dañino del texto poético. Sigue Du Bos diciendo que la música “torna las palabras más aptas para conmovernos” y rechaza la idea de que la música apele sólo a nuestros sentidos. Du Bos rescata la música de puro estímulo sensible, esbozando otro camino que es como un anuncio de las teorías románticas. Y el Romanticismo no hará otra cosa que desarrollar este concepto: el de la música como lenguaje genuino y privilegiado de los sentimientos. Algunas décadas más tarde, Batteaux, volverá a ocuparse de estos asuntos y dirá: “El arte imita la naturaleza e incluso la supera y la perfecciona, pues selecciona sus mejores rasgos, descartando todo lo feo o desagradable que pueda presentar la realidad. A la música le compete imitar los sentimientos y las pasiones, como la poesía imita las acciones. La poesía es el lenguaje del espíritu mientras que la música es el lenguaje del corazón”, escribe Batteaux. Lo que pertenece al corazón se entiende inmediatamente: basta sentir.

    3.1.RAMEAU:

    LA UNIÓN DEL ARTE CON LA RAZÓN

    La irrupción de Rameau en las primeras décadas del s. XVIII provoca la desconfianza de sus contemporáneos, ya que pretende convertir la música en una ciencia. Su música fue considerada “bárbara y barroca”, un ruido horrible, un estrépito tal, que deja aturdida a la gente. Una música llena de disonancias y de inútiles artificios. Sus óperas eran incoherentes, ruidosas, desprovistas de concordancia entre música y poesía.

    Rameau afronta la problemática musical desde el punto de vista físico-matemático y afirma que si la música puede ser reducida a ciencia en sus fundamentos no podrá continuar considerándosela tan sólo como un placer sensorial. Según Rameau, la armonía se fundamenta sobre un principio natural y originario, y por lo tanto, racional. Este principio se halla contenido en cualquier cuerpo sonoro que, al vibrar, produzca el acorde perfecto mayor, del que derivarán todos los demás acordes posibles.

    Rameau también nos habla de “imitación de la naturaleza”, la cual entiende como un sistema de leyes matemáticas, así pues, afirma que la música nos deleita porque expresa, a través de la armonía, el divino orden universal, la naturaleza en sí misma.

    Un concepto fundamental en el pensamiento de Rameau, es que no hay contraposición alguna entre razón y sentimiento, sino una concordancia perfecta.

    Rameau se coloca por encima de sus contemporáneos al dar prioridad a la armonía sobre la melodía, ya que esto significa otorgar la primacía a los valores más esenciales de la música. Así pues, será un importante punto de referencia para el pensamiento romántico, ya que anuncia la futura concepción de la música como lenguaje privilegiado.

    3.2. LOS ENCICLOPEDISTAS

    Y EL MITO DE LA MÚSICA ITALIANA

    La representación de la ópera bufa “la serva padrona” en Francia en 1752, dio comienzo a la famosa guerra entre “bufonistas” y “antibufonistas”. Se trataba de una polémica que englobaba motivaciones estéticas, culturales, filosóficas y hasta políticas.

    A un lado se situaron los defensores de la tradición francesa, ligados al ambiente de la corte, y del otro lado los enciclopedistas, que contribuyeron a configurar las bases de la futura concepción de la música como expresión privilegiada de los sentimientos. La mayoría de los enciclopedistas tomaron parte en la polémica, aunque no todos fueran competentes en materia de música, participaron en la batalla en calidad de críticos y polemistas a favor de la música italiana.

    Aunque los gustos musicales de los enciclopedistas parecieron bastante uniformes, la verdad es que asumían una amplia variedad de posturas.

    ROUSSEAU:

    Fue el teórico más acreditado entre los bufonistas. Rousseau ama la música italiana por su melodiosidad, su sencillez, su espontaneidad, su frescura y su naturalidad, así mismo aborrece la música francesa por su carácter artificioso y por su carencia de inmediatez y naturalidad. También aborrece la música instrumental, la polifonía y el contrapunto. También para Rousseau la música es imitación de la naturaleza, aunque para éste, naturaleza equivale a sentimiento y a prontitud instintiva. Concebía la música únicamente como canto por volver a encontrar su naturaleza a través de él. Según Rousseau, las lenguas en su origen, poseían acentos musicales, pero el efecto de la civilización ha hecho que las lenguas queden desprovistas de su melodiosidad.

    En el pensamiento de Rousseau, la unión de la música y la poesía significa valorar expresivamente la una y la otra, y sostiene que la melodía y la armonía son dos elementos contrapuestos. Para Rousseau, la melodía imita las pasiones de forma indirecta, no representa de forma directa cosas, pero provoca en el alma sentimientos semejantes a los que se tienen al ver tales cosas.

    CONTRASTE ENTRE RAMEAU Y ROUSSEAU.

    Rameau:

    • Buscó el fundamento natural de la música y lo individualizó en el principio unitario de la armonía.

    • La música revela la razón suprema y es universal.

    • Los principios matemáticos de la música dan fundamento a la armonía y establecen la universalidad y naturalidad de ésta.

    Rousseau:

    • Revalorizó la música al considerarla el lenguaje que habla al corazón humano.

    • La música expresa la variedad de matices que existen en el corazón humano y la comprensión de la música es un hecho cultural, cada uno se siente conmovido por los acentos que le son familiares.

    • Piensa que la concepción científica de la música es un artificio intelectualista que aleja a la música del arte.

    ERNEST GRÉTRY

    Compositor francés seguidor de Rousseau. Alberga la tradicional desconfianza hacia la música instrumental y piensa que la música halla su expresión más cabal en la declamación melódica. No obstante, Grétry posee ya un colorido romántico, ya que hace lucubraciones sobre la facultad del genio. El genio está por encima de las reglas y sólo él tiene derecho a imponerlas.

    D'ALEMBERT

    D'Alembert apreció los sistemas de Rameau, aunque más tarde abrazó también la causa de la música italiana, si bien no con tanto entusiasmo como sus amigos.

    La postura de D'Alembert permaneció aferrada a la tradición racionalista. Instaura una rígida jerarquía artística basada en el concepto de imitación de la naturaleza, en la que la música ocupa el último lugar.

    D'Alembert ofrece una interpretación rigurosamente literal del concepto de imitación, por el que atribuye a la música un poder mimético únicamente onomatopéyico a causa de su negativa a conceptuar la música como lenguaje originario del sentimiento.

    MARMONTEL

    Fue otro ilustrado que compartió las teorías de D'Alembert. En sus escritos aduce a la estética clasicista diciendo que la música debe imitar los sonidos de la naturaleza, aunque embelleciéndolos y dulcificándolos para evitar sensaciones desagradables a los sentidos.

    VOLTAIRE

    También se acoge a los principios tradicionales del clasicismo, manteniendo a la música en una posición de clara subordinación entre la poesía. La música es para Voltaire un arte que se dirige a los sentidos, lo que la aleja del espíritu. Para Voltaire, el juicio que se emita sobre la música se limitará y se agotará en la afirmación “me gusta” o en la negación “no me gusta”.

    DIDEROT

    Es, entre todos los enciclopedistas, la personalidad más revolucionaria. Su concepto más revolucionario es la “teoría de las relaciones”, según la cual el placer de la música consistiría en la percepción de las relaciones que se dan entre los sonidos. También afirmará que si eterna es en el hombre la facultad de percibir las relaciones que se dan entre los sonidos, cambiantes son, por el contrario, las actitudes de quienes captan dichas percepciones. Para Diderot, la percepción de las relaciones se halla más cercana al sentimiento que el intelecto, y según el percibir las relaciones no implica que debamos conocer dichas relaciones, ya que el alma alcanza sus conocimientos sen llegar a ser consciente de las mismas.

    Según este planteamiento, la música se sitúa por encima de las demás artes, ya que las relaciones entre los sonidos afectan de modo más directo a nuestra imaginación y así nos manifiesta mejor que otras artes la esencia de las cosas.

    Diderot presenta el concepto de que el lenguaje musical es el idóneo de la sociedad más primitiva y la música es el arte más realista dado que puede llegar a expresar los rincones más secretos de la realidad.

    Diderot todavía hablará de la imitación de la naturaleza como función de la música, si bien para el imitar la naturaleza significará hallar el camino de la fuerza y la sinceridad expresivas.

    El pensamiento de Diderot representa el crepúsculo definitivo de la poética de un arte áulico y clasicista y reconoce por primera vez la autonomía artística de la música.

    KANT

    Este gran filósofo alemán se halla desprovisto de conocimientos en materia de música y refleja las ideas que contaban con mayor difusión en su tiempo.

    En su división de las bellas artes hace dos clasificaciones diferentes y contrapuestas según el punto de vista. En la primera jerarquización de las artes, elaborada desde el punto de vista racionalista, asigna a la música el último puesto definiéndola como “arte del juego de las sensaciones” según el juicio más difundido en la cultura dieciochesca. Pero también lo considera desde otro punto de vista desde el cual la música podría remontarse al primer lugar, ya que a pesar de que nos habla por mera sensación, sin conceptos y no deja nada a la reflexión, conmueve el espíritu de forma más directa y más íntima. A pesar de todo, la considera más placer que cultura.

    4.1. LA MÚSICA VOCAL

    Y LA MÚSICA INSTRUMENTAL

    Los numerosos enfrentamientos entre la música francesa y la italiana, constituyeron la primera modalidad de crítica y favorecieron la aparición de estudios musicales.

    En Italia, el problema que más comprometió a los teóricos fue la reforma del melodrama y, como consecuencia, de la misma, las relaciones entre música y poesía.

    Algarotti fue el portavoz de la tendencia conservadora, inclinada a la reforma de la ópera conforme a la tradición francesa. El principio estético de su crítica a la ópera italiana estriba en que la música puede alcanzar su plenitud expresiva solamente en compañía de la palabra. Asimismo, todas las artes deben colaborar a crear la ópera, mediante un espectáculo en el que a partir de mil placeres, se configura uno excepcional y único en el mundo. Algarotti es heredero de las ideas de D'Alembert, según las cuales la música debe ser subordinada y auxiliar de la poesía.

    Arteaga, jesuita español emigrado a Italia, también sentirá el influjo de los enciclopedistas. Aún cuando se muestra adverso a la música francesa, todo su interés se centra en el libreto, opinando que sobre éste se centra la excelencia de la ópera. Arteaga plantea un enfoque intelectualista incapaz de admitir cualquier autonomía del lenguaje musical.

    Según Arteaga, la introducción del progreso de la música instrumental en el melodrama, llevó a éste a ser ruina, ya que el oyente operístico no percibía ya más que el estruendo de los instrumentos.

    Eximeno se plantea como objetivo principal de su polémica toda la concepción matemática de la música, defendiendo que la música gravita en un mundo diferente al de los números, las reglas y las fórmulas y afirmando que la música y el lenguaje tienen un mismo origen, que es el instinto humano.

    Con esta tesis Eximeno da un significado distinto a la exigencia del s. XVIII de unir la música con la poesía. Lo que para Algarotti y Arteaga era la función subordinada, para Eximeno es hallar la unidad de origen, por medio de la cual, ambas partes, se vuelvan en idénticas medidas esenciales. El primer fin de la música es el mismo que el de hablar, expresar los sentimientos y los afectos del espíritu. Así pues, la música se contiene ya en el lenguaje y representa la prosodia, el acento y la cantidad de sílabas. De aquí deriva la idea del Romanticismo de que la música varía en sus caracteres de un pueblo a otro.

    Manfredini es el más joven de los teóricos citados y actúa como defensor de la música moderna. Manfredini defiende la música instrumental y dice que la separación de la música con respecto a la poesía es consecuencia del progreso de la una y de la otra. Su defensa de la música instrumental se basa en la idea de que en ésta se halla la verdadera esencia de la música, ya que cuando la música instrumental llega a conmovernos, el mérito es exclusivamente suyo.

    La armonía y el contrapunto habían sido atacados por los teóricos por verse en ellos el peligro de que la música degenerara en música instrumental con carácter autónomo. Manfredini entiende por contrapunto la armonía moderna, y así contrapunto y melodía dejan de concebirse como términos contrapuestos y pasan a ser complementarios. A partir de entonces ya no iba a ser posible concebir la música sin la armonía.

    4.2. ESTÉTICA E HISTORIOGRAFÍA

    En Inglaterra, los teóricos musicales pusieron en desarrollo los gérmenes empiristas y sensistas del movimiento enciclopedista y dieron un enorme impulso a la historiografía.

    Joseph Addison critica la incoherencia del melodrama italiano, pero ya deja entrever cómo el concepto del gusto, en tanto medida única que permita juzgar acerca del valor de la música, va sustituyendo a las reglas.

    Charles Avison, otro tratadista inglés del s. XVIII, considera la música como uno de los medios más eficaces para suscitar pasiones, así pues asigna a la música una función específica junto a las demás artes, preludiando la revalorización de la música pura. Para Avison, la armonía ejerce una función subordinada y sólo sirve para realizar la melodía, y se basa en esta concepción a la hora de emitir sus juicios acerca de la historia de la música. En el mundo antiguo prevalecía la sencillez y naturalidad del canto, contraponiéndose a lo artificioso de la polifonía gótica.

    Por lo que se refiere a la música, la estética empirista inglesa favoreció las investigaciones historiográficas. Si reglas, tradición y autoridad se sustituyen por el principio del buen gusto como órgano de juicio, han de derrumbarse de repente los cánones tradicionales y los principios historiográficos existentes.

    Las primeras tentativas de hacer una auténtica historia de la música, que no se redujera a un esquema más o menos mítico, se remonta a la 2ª mitad de s. XVIII.

    Charles Burney fue quien nos dejó la primera historia completa de la música modernamente concebida, sintetizando el método empirista con los conceptos de los enciclopedistas, en particular de Rousseau.

    Si bien Burney no escribió jamás ensayos de tipo teórico, en cada página de sus escritos se vislumbra su concepción de la música, no demasiado alejada de la estética de su tiempo, afirmando que la música es un lujo inocente, nada indispensable para nuestra existencia. Sin embargo, toda su obra historiográfica tiende a una revalorización de la música en el plano de la civilización y de la cultura. Aunque dice que la música es un lujo, reconoce que es un lujo necesario para nuestra existencia y precisa en su diario de viaje: “Afirmar que la música no haya sido nunca tenida en tan alta consideración, ni haya sido tan apreciada como lo es hoy, no significa sino afirmar que hoy la humanidad es más cívica y culta que en cualquier otro periodo de su historia”.

    John Hawkins fue el autor de la otra gran historia de la música del s. XVIII. Éste tiene una concepción más racionalista al pretender demostrar que los principios de la música se fundan sobre ciertas leyes generales y universales, contrastando con el empirismo de Burney, quien estaba dispuesto a renunciar a reglas y leyes a cambio de un deleite auténtico. Burney juzga únicamente en función del gusto personal, no en base a cánones o reglas abstractas de belleza.

    Para Burney, la historia de la música era un parábola en continuo ascenso, cuyo vértice se correspondía con la música de su tiempo. Sin embargo, Hawkins cree necesario hablar con mayor competencia sobre la música de su antigüedad, deteniéndose al final del s. XVII y rehusando enjuiciar la obra de cualquier compositor moderno. Burney trata la antigüedad por el deber que se impone a sí mismo de brindar una historia completa, pero su historia se vuelve más apasionada y profusa a medida que se aproxima a la época del autor.

    Para Hawkins, la música alcanzó la cima de la perfección con la polifonía y el contrapunto, iniciando su parábola descendente después de Häendel. En cambio, Burney concibió la música inserta en el curso general de la civilización, en constante progreso, y la catalogó como elemento constitutivo del desarrollo de la civilización humana.

    5.1. BACH Y EL ILUMINISMO

    En el ámbito de la cultura germánica, los problemas estéticos se hallan sobreentendidos en una polémica que se desencadena sobre el valor del contrapunto. En dicha polémica el punto de referencia es la música de J.S. Bach. El objeto de la discusión es el estilo que debe asumir la música instrumental si la superioridad radica en el contrapunto o en la melodía.

    En Alemania, la música instrumental halló un terreno mejor abonado al ser aceptada por los teóricos y filósofos como un hecho indiscutible. Así, la polémica estética se limita al mundo de la música, siendo los músicos los protagonistas de la misma.

    La que tuvo lugar entre J.S. Bach y J.A. Sheibe encerró un hondo significado; perfiló los términos de la disputa y dilucidó los motivos estéticos que hicieron incomprensible el arte de Bach para el Iluminismo. Los motivos que aducía Sheibe para condenar a Bach eran que sofocaba la naturalidad de su música con un estilo ampuloso y la volvía oscura con un arte demasiado grande, además de que sus piezas resultaban muy difíciles de interpretar.

    Sheibe defendía la música instrumental que estaba entonces de moda en Alemania, un estilo galante y coquetón, mientras que consideró el estilo contrapuntístico de Bach como el ejemplo de la complejidad que en el arte genera el artificio contrario a la naturaleza y a la razón.

    Lo que imperaba en aquel momento era la poética de la sencillez propia del estilo galante, del sentimentalismo fácil y acorde con la razón y el gusto por la melodía armonizada sin excesivas complicaciones.

    Este ideal encarnado por la música galante se defiende de modo insistente en casi todos los tratados teóricos de la época, escritos en su mayor parte por músicos que condenan el contrapunto, al que consideran incapacitado para imitar la naturaleza o para suscitar cualquier emoción.

    El concepto de progreso se convierte en uno de los criterios más corrientes, las obras de los músicos modernos superan a las de los precedentes, la música no para de alcanzar cotas cada vez más altas y de progresar. Así mismo, los músicos del pasado aparecen condenados sin remedio.

    Lo que es notable en el pensamiento de los críticos alemanes es la atención que todos ellos dedican a los elementos de carácter técnico y del fenómeno acústico, lo que presupone reconocer la autonomía de la música instrumental.

    A este respecto, el tratadista Quantz, se remite a la necesidad de cualquier crítico de poseer un buen conocimiento de la técnica musical para poder ejercer con rectitud su juicio. Para Quantz, las categorías críticas indispensables son la razón y el buen gusto; sólo la experiencia puede indicarnos los criterios por los que sigue el buen gusto, no la tradición o la autoridad de los antiguos.

    El fin último de la música es suscitar pasiones y emociones en el oyente, planteamiento que se acerca a los enciclopedistas franceses, pero Quantz se aleja de estos en el juicio que tiene de la música instrumental. Si los enciclopedistas no habían superado el prejuicio racionalista que desterraba toda la música que no fuera vocal, Quantz acepta la plena independencia de la música instrumental, e incluso distingue con cuidado entre las diferentes formas existentes y concluye que éstas pueden expresar pasiones con tanta eficacia como la música vocal.

    En lo que respecta a la polémica musical de su tiempo, Quantz está de acuerdo en la condenación del contrapunto, carente de vena melódica y hecho más para la vista que para el oído.

    Numerosos tratados, escritos con una finalidad didáctica, se encuentran dentro del Iluminismo alemán. Muchos de ellos versan sobre el arte de tocar con instrumento, lo que testimonia el valor que los alemanes dieron a la música instrumental.

    Carl Philip Emanuel Bach, en sus tratados, se une a sus contemporáneos para condenar la pura habilidad técnica y afirma que el objetivo que debe perseguir el intérprete es el de revelar al oyente el verdadero contenido y sentimiento de la composición. En el acto de la interpretación, el ejecutante debe experimentar aquellos sentimientos que el compositor ha querido expresar con su música, por lo cual, aunque resulte útil formular las reglas para una ejecución correcta, el intérprete deberá sentirlo, pero ninguna regla o instrucción podría ayudarle a este respecto.

    C. Ph. E. Bach no concibe los acompañamientos como un relleno, sino como parte integrante del discurso musical. Se situó entre los pocos defensores de su padre, J. S. Bach, y con su tratado preludia una toma de conciencia en cuanto al papel creativo del compositor.

    5.2. GLUCK Y PICCINI: LA ÚLTIMA “QUERELLE”

    Francia, durante el s. XVIII, constituyó el terreno más fértil para la adquisición de una conciencia musical más madura, gracias al fervor generado por las polémicas.

    Las posiciones asumidas por las distintas facciones tendieron, con el trascurso de los años, a integrarse las unas con las otras, ya que había en el fondo un dato común en el que todos convergían: la crítica a la frivolidad del espectáculo melodramático. Unos vislumbraban que la salvación del espectáculo se hallaba en reconducirlo hacia el compromiso realista, el abandono de los temas mitológicos y hacia el descubrimiento de la inmediatez que el encuentro originario entre el sonido y la palabra comportaba. Otros consideraban que la salvación del melodrama se hallaba en la recuperación de la tradición trágica que tenía sus orígenes en el mundo clásico. En Francia, a mediados del s. XVIII, los bandos en lucha tenían las aspiración común de dotar al melodrama de un verdadero empeño dramático.

    Una vez aplacados los ánimos, se impuso un trasfondo que sería común a los dos bandos: por un lado, los enciclopedistas se dieron cuenta de que la defensa a ultranza de la música italiana, no era ya un elemento que poseyera suficiente calidad desde los puntos de vista estético e ideo0lógico; por otro lado, los partidarios de la tradición francesa atenuaron su rigor moralista al no poder ya ignorar las exigencias de los enciclopedistas.

    Asimismo, el mito de la ópera italiana había iniciado su declive, la ópera bufa se había convertido en un género amanerado, por lo que llegó a perder mucho de su misión destructiva. La música francesa e italiana fueron perdiendo sus rasgos distintivos, la tradición francesa de disolvió, mientras que la italiana se transformó en el estilo internacional, el estilo de la Europa culta e iluminista.

    La última “querelle” tuvo lugar entre Gluck y Piccini aunque más que una disputa, se puede considerar como la superación de las disputas. Gluck fue el único protagonista de la misma junto con Calzabigi, escritor y libretista. Los partidarios de Piccini se verán marginados frente a la impotente y acreditada figura de Gluck.

    Gluck y Calzabigi se presentaron en la escena musical como los grandes conciliadores. Su manifiesto de la reforma apareció en el prefacio de “Alceste”, la 1ª ópera de Gluck sobre libreto de Calzabigi. Esta reforma no aportó ningún elemento nuevo desde el punto de vista teórico, sino que se limitó a resumir las exigencias reformadoras que se hallaban presentes desde siempre en la historia del melodrama, tanto en Italia como en Francia. En la reforma confluían todos los motivos culturales y musicales que habían encontrado tan solo expresión fragmentaria y contraposición tanto en Francia como en Italia e incluso en la tradición alemana.

    Gluck y Calzabigi, al sacar adelante sus principios, no lo hicieron en nombre de la literatura ni de la música, sino en nombre de la expresión dramática. Ellos no hablaban de la música como subordinada o auxiliar de la poesía, más bien debía secundar a la poesía, diciendo que la música era como el color en un cuadro. No aspiraron a una subordinación ni tampoco a un acercamiento extrínseco de las dos artes, sino una cooperación. Basada en el presupuesto de que la poesía contenía una musicalidad originaria que se manifestaba a través de la declamación. Esta idea de la fusión originaria de la música y de la poesía implicaba numerosos corolarios, entre los que se hallaban la superioridad de la melodía sobre la armonía, la afirmación de carácter nacional de la música y la antimusicalidad de algunos idiomas, en particular de las lenguas nórdicas. Estos corolarios no eran compartidos por Gluck, quien se adhería al ideal de Rameau de la música como lenguaje universal. El ideal melodramático de Gluck combinaba elementos propios de la crítica de origen literario que sufrió el melodrama italiano, elementos del clasicismo francés e incluso motivos inherentes a los enciclopedistas.

    Gluck replantea por última vez antes del Romanticismo el ideal de una música universal, de una ópera válida para todos los teatros de Europa, así, más que abrir una época para la historia de la música, lo que hizo fue cerrar gloriosamente su siglo.

    6.1. LOS CLASICISTAS Y “EL BEL CANTO”

    La reforma teorizada por Gluck y Calzabigi se enfrentaba a los nuevos ideales no sólo de los enciclopedistas sino de una buena parte de la inteligencia europea. Gluck y Calzabigi, aún cuando asumieron muchas ideas de los enciclopedistas, no dieron forma al vitalismo y naturalismo prerromántico que éstos pretendían. Sin embargo, la reforma fue aceptada como expresión de un ideal músico-teatral capaz de reconciliar a los partidarios de la ópera francesa e italiana.

    En torno al problema de la lengua se produjo una fractura importante con respecto al pensamiento enciclopedista. Para éstos, la diversidad y la multiplicidad de que hacían gala los lenguajes eran los presupuestos a tener en cuenta si se quería crear una música nacional. Sin embargo, GlucK se remitió al universalismo racionalista, su objetivo era la creación de un tejido trágico unitario, y el hecho de recurrir al mito griego, garantizaba la universalidad del modelo humano, así pues con sus óperas pretendió demostrar que una lengua valía tanto como la otra.

    Le Harpe y Marmontel , los más notables sostenedores de Piccini y del bel canto italiano, eran típicamente racionalistas y clasicistas. Le Harpe critica a Gluck por abandonar el sistema verdaderamente típico para anteponer los motivos propios del drama. Donde Le Harpe tenía la esperanza de encontrar una melodiosa aria no encontraba más que alaridos de dolor y gritos compulsivos. Le Harpe no quiere ir al teatro para escuchar a un hombre que sufre y espera del músico que sepa hallar acentos dolorosos sin que sean desagradables. El ideal de Le Harpe es el ideal clasicista de un arte pulido, que conmueve para que no turba el ánimo, que sea un ornamento de la vida y una evasión del dolor y de los sinsabores cuotidianos.

    Dos mundos estéticos diferentes se contraponían en la polémica que se suscitaba entre Gluck y Le Harpe. Gluck se decantó por un arte que comprometía al hombre por completo, que comportaba un mensaje auténtico y comunicaba emociones verdaderas.

    Le Harpe defendía la ópera italiana con los mismos argumentos que utilizaba Lecerf, medio siglo antes para defender la ópera francesa.

    Para Le Harpe y Marmontel, el arte y la música desempeñan una función nada esencial en la vida, ambos se oponen al severo ideal trágico de Gluck, defienden que el objeto de las artes que conmueven el ánimo no consiste sólo en la emoción sino en el placer que acompaña a ésta, no basta que la emoción sea fuerte, ha de ser también agradable. Marmontel afirma que es misión del artista embellecer la naturaleza, y que la melodía ha de cumplir esta misión. La expresión y la melodía son dos valores contrapuestos que deben balancearse armónicamente.

    La definición que dan del teatro lírico tanto Le Harpe como Marmontel no es extensible a otros géneros, sino que está enraizada en la tradicional desvaloración de la música. Defienden que el género trágico no tiene nada que ver con la música, ya que la tragedia, por su austeridad, no está hecha para el teatro lírico.

    El camino recorrido por el clasicismo desde el inicio del s. XVIII fue ínfimo, los presupuestos conceptuales se mantuvieron inmutables, aunque se modificaran los gustos. Persistió la concepción de la música como arte ornamental, limitado al acompañamiento de asuntos tenues y de escaso relieve intelectual. Gluck representó un feliz compendio del trabajo teórico del s. XVIII, su efecto positivo fue la erradicación de dentro de la cultura francesa de los residuos de un clasicismo que se encontraba ya desprovisto de toda justificación práctica y teórica. Gluck tuvo el acierto de interpretar las exigencias de las dos partes en litigio realizando una obra que significó el punto de convergencia del gusto iluminista.

    6.2. EL ILUMINISMO Y LA FORMA SONATA

    Entre los grandes acontecimientos que se dan en el mundo de la música dentro de la 2ª mitad del s. XVIII, se sitúan las nuevas formas musicales, en particular, la forma sonata. Esta forma se impulsó de un modo totalmente silencioso, sin polémicas, sin contrastes y sin aparatos teóricos que la explicaran o la justificaran.

    El vínculo entre la forma sonata y el desarrollo de la música instrumental en la 2ª mitad del s. XVIII, parece tan obvio que no es necesario insistir sobre él, todo parece desenvolverse siguiendo una línea lógica de desarrollo en la que la forma sonata se presenta como la conclusión, la realización de un ideal elaborado en el transcurso de muchos decenios.

    A los teóricos de la época les pasó inadvertida ocupados como estaban en la reforma del melodrama y en el problema entre la música y la poesía. Los iluministas apenas amaron la música instrumental, acusándola de insignificante. Su rechazo de la música instrumental está basado en el hecho de que ellos aspiraban a un arte comprometido, que implicara al hombre en su totalidad. Los iluministas no se percataron de las transformaciones que tenían lugar ante sus propios ojos a un ritmo cada vez más reforzado. La polémica en torno a la música instrumental se concibió en torno a un tipo concreto de música, aquella que institucionalmente asumía un uso accesorio como acompañamiento de comidas, fiestas, bodas, etc... manteniendo una posición subordinada con relación a estas celebraciones. Este uso legitimaba una estructura musical simple, que permitía una escucha distraída que no comprometía demasiado las facultades intelectuales, ya que las emociones suscitadas por la música debían evocar los sentimientos adecuados a la actividad que acompañaban. Según esta teoría, la música devenía un lenguaje auxiliar sustitutivo del lenguaje verbal, aunque mucho más sencillo que éste. Desde esta perspectiva, parece lógico que la música encontrara su uso más acorde en el melodrama. A la sonata, con su carga de inútil refinamiento, los iluministas contraponían el ideal de un teatro de masas como el teatro ateniense de Sófocles o Eurípides, en el que se agitaban grandes pasiones. De haberse vuelto hacia Viena y la escuela instrumental que estaba formándose, los iluministas hubieran descubierto gérmenes revolucionarios muy diferentes a los de la ópera bufa italiana en músicos que, como Haydn, supieron crear un lenguaje nuevo que, en manos de Beethoven, se reveló mucho más explosivo incluso que las óperas de Gluck.

    En la forma sonata, la música se organiza por primera vez como un lenguaje sintácticamente robusto que no ha de coger nada en préstamo de otros lenguajes, la música habla su propio lenguaje en su propio ámbito. La acusación que los iluministas dirigían a la música instrumental, consistente en que no podía expresar nada de manera perfecta acaba siendo superada gracias a la forma sonata.

    Como todas las manifestaciones artísticas, la forma sonata ha encarnado ideales musicales y extramusicales radicalmente distintos. La forma sonata de Haydn es la que más se acerca a los ideales del iluminismo, en su forma sonata hay una evidente aspiración a la claridad y un notable sentido de la racionalidad, si bien es cierto que también posee una alegría por la invención temática y una fantasía inagotable que se plasman en el hecho de dar vida a nuevos temas que parecen brotar siempre los unos de los otros. Los temas de Haydn no se hallan nunca contrapuestos, el sabe hacer discurrir y conversar a los temas sin caer en el frívolo canje de compases de la música de salón. Haydn culmina la estructura de la forma sonata con la construcción de un argumento denso, con un comienzo y un fin, sin necesidad de recurrir a medios ajenos a la música ni a virtuosismos tanto emotivos como técnicos. Este ideal artístico habría sido compartido por los iluministas, quienes exigían del arte que fuera algo serio, que comunicara la verdad y que comprometiera la mente y el corazón en lugar de limitarse a acariciar los sentidos. La forma sonata ilustra este ideal de arte discursivo en el que fantasía y razón hallan su más equilibrado punto de encuentro.

    Con Haydn el desarrollo de la sonata tiende a dilatarse hasta convertirse en el centro de la composición, en el lugar donde se explican las afirmaciones expuestas en los temas. Muy rara vez los temas se oponen entre sí por su carácter. Lo que diferencia la sonata de Haydn a la de Mozart es la distinta naturaleza de la invención temática. En Mozart, los temas tienen siempre el papel de protagonistas, son como dos caracteres de los que se origina este contraste tan intenso. En Haydn, los temas brotan uno de otr y no existe nunca intención de contraponerlos. La forma sonata haydiana replantea el ideal de un sólido lenguaje musical abierto a las más apasionantes aventuras del espíritu en el seno de una estructura lógica comprensible para todo hombre dotado de razón.

    Ahora bien, la forma sonata cuenta con una historia que va más allá del iluminismo y está dotada de una capacidad de transformación muy grande, a pesar de su fidelidad al esquema inicial. La estructura de la forma sonata contenía ya en sí los gérmenes de las futuras tensiones que músicos como Beethoven le añadirían. De la estructura discursiva de Haydn y Mozart se pasó a la estructura dramática y dialéctica en la que la diversidad y la variedad de temas, se sustituyen por la contraposición violenta y en la que la imitación de los afectos se sustituye por la expresión.

    En la forma sonata, la diversidad temática representa la condición necesaria para poder elaborar una estructura narrativa suficientemente compleja en la que la reexposición viene a significar la fe en un feliz desenlace de la acción narrada. Sin embargo, la sonata beethoveniana va mucho más lejos, el drama expuesto en el desarrollo no dispone de un feliz resultado en la reexposición, sino que ésta conlleva algo distinto con respecto a la exposición, se trata de una invitación a ir más lejos, demostrando como de la contraposición dramática de los temas puede derivarse algo absolutamente impredecible. El reconocimiento del parentesco de los dos temas es perceptible al reaparecer ambos en la reexposición tras el contraste dramático que se produce entre uno y el otro desarrollo. El esquema tesis-antítesis-síntesis es el más adecuado para proveernos de un modelo metafórico de la forma sonata beethoveniana.

    La forma sonata constituye el tránsito de la cultura iluminista a la romántica. Las transformaciones internas de la forma sonata encarnan el trabajo de pensamiento que caracterizó las últimas décadas del s. XVIII. Haydn y Beethoven fueron los auténticos artífices y protagonistas de los cambios que entonces tuvieron lugar.

    7.1. LENGUAJE MUSICAL

    Y LENGUAJE POÉTICO

    Los síntomas de la crisis de la concepción iluminista de la música se advierten en el cambio que afecta a la posición social del músico y a la función misma de la música, en el declive de la influencia de la música italiana, en la valoración de la música instrumental y en el retorno de Bach y Palestrina.

    Las concepciones hedonistas de la música hallaban justificación en la función que ejercía la música dentro de la sociedad de su tiempo. La música debía a lo sumo, acompañar; privándosela de una función autónoma. Excepto el melodrama, que contaba con la consideración de espectáculo autónomo, representándose en teatros adecuados. La música debía contribuir a crear un ambiente de fiesta. La música instrumental en tanto que juego de agradables sensaciones (Kant) o en tanto que abstracto arabesco (Rousseau) no dice nada a nuestra razón, ni encierra un contenido intelectual, moral o educativo, sino que tan sólo ejerce su poder sobre nuestros sentidos.

    La música es un arte asemántico. Este rasgo sitúa la música infinitamente por encima de cualquier medio normal de comunicación. La música no tiene necesidad de expresar lo que expresa el lenguaje común: Capta la realidad a un nivel mucho más profundo, rechazando toda expresión lingüística como inadecuada. La música puede captar la esencia misma del mundo, la Idea, el Espíritu, la Infinitud. La música pura es la que más se aproxima a este ideal.

    Mozart, en las puertas del Romanticismo dice que la música debe convertirse en el centro en torno al cual se condense la acción dramática.

    Algunos filósofos y escritores opinaban sobre el tipo de lenguaje que era la música:

    Herder: consideraba que la poesía lírica brota de la música y permanece vinculada a ésta. Además, pensaba que la música es el lenguaje de la humanidad solamente si se la rescata de la genérica capacidad instintiva propia del animal (el grito), y se la integra en el canto poético, el cual, por primitivo que sea, ya es un verdadero lenguaje (no el simple grito emotivo de las bestias).

    La ópera, era para él, como la unión de todas las artes; la expresión más auténtica y genuina del hombre, en la que poesía, música, acción y decoración no forman sino un todo único. (Esta aspiración a un arte integral, hace pensar , por fuerza, en Wagner.

    Hermann: Decía que la lengua más antigua es la música, constituyendo el fundamento y el prototipo de toda medida temporal. Hasta la poesía contiene en sí misma, como elemento sensible, la musicalidad. El melodrama es la más elevada y completa de las artes, que a semejanza de la lírica griega, goza de la unión de todas éstas a través de una expresión más plena.

    Schlegel: Afirmaba que la música encerrará un significado tanto mayor cuanto más se aleje y se libere del lenguaje verbal. En la falta de determinación de dicho lenguaje se oculta la expresión más auténtica y genuina del hombre.

    Goethe: Decía que la música nos hace presentir un mundo más íntegro y nos conduce hasta los umbrales de lo trascendente, por ser el único arte desligado de toda materialidad, en el que forma y contenido se identifican.

    Goethe se inclina siempre hacia la música vocal, cuya superioridad corrobora valiéndose de argumentos de sello racionalista. Así pues prefería a Haydn y a Mozart, al no comprender la grandeza de Beethoven ni la música liederística de Schubert, cuando son éstos últimos, los que representan las nuevas relaciones instituidas por el espíritu del Romanticismo entre el lenguaje musical y el lenguaje poético.

    7.2. WACKENRODER:

    LA MÚSICA COMO LENGUAJE PRIVILEGIADO

    Su obra aparece en las puertas del Romanticismo y representa un modelo del pensamiento romántico. Los problemas y cuestiones que se plantean en el Romanticismo, ya están presentes en la escasa obra de Wackenroder.

    No fue músico, ni crítico ni poeta ni filósofo ni abogado como quería su padre. Murió a los 25 años pero no nos ha privado de conocer su obra, a través de la cual podemos observar que era un gran observador entusiasta

    Según Wackenroder, todas las artes actúan como medio en orden a manifestar nuestros sentimientos más profundos; ahora bien, la música es el arte por excelencia, superior a todos los demás en lo concerniente a su capacidad expresiva.

    La música reviste de carácter sagrado, religioso, divino; al mismo tiempo, reviste carácter humano: describe los sentimientos humanos, puesto que habla un lenguaje que nosotros no conocemos en la vida corriente.

    Wackenroder subraya siempre el aspecto pasivo, puramente contemplativo, que conlleva la música.

    Tampoco deja nunca de poner el acento sobre ese elemento indefinible, inasible, propio de la música. Cuanto no puede expresarse mediante el lenguaje común encuentra su expresión directa a través del lenguaje de los sonidos: lenguaje absolutamente aconceptual; ahí radica su privilegio. La técnica asume dentro de él un papel tan sólo secundario, material; lo que más cuenta es el contenido inefable, el alma, el sentimiento. La música es el sentimiento en sí, y en consecuencia, nada se puede decir acerca de la esencia de la música: con la reflexión no se podrá captar jamás el sentimiento, es decir, la música.

    Tales conceptos, hacen su aparición por primera vez en la historia de la estética musical. Resulta evidente que el pensamiento de Wackenroder no guarda relación con las concepciones hedonistas de la música, combatidas por él de forma explícita. Él rechaza cualquier tentativa de estudio científico de la música en tanto analítico, por considerarlo incapaz de captar la esencia de dicho arte.

    La música posee un carácter sagrado que deriva exactamente del elemento matemático que la rige desde su interior. Wackenroder siente fascinación por el elemento matemático de la música. Llega a definir la música como sistema que encierra una simpatía entre las proporciones matemáticas de los sonidos y las fibras del corazón humano.

    Habiendo perdido fuerza el acuerdo y el equilibrio que había entre la razón y el sentimiento, el elemento matemático, eterno e inmutable sobre el que se fundaban la música y la armonía cobra un aspecto mágico e irracional.

    En esta esfera de mágica pureza se comprende que fuera la música religiosa la que ejerciera la fascinación más grande sobre el joven Wackenroder.

    8.1. HEGEL: EL SENTIMIENTO INVISIBLE

    Durante el Romanticismo, la concepción más difundida de la música como expresión de sentimientos que Wackenroder había intuido de forma poética y clara, encontrará en Hegel la afinación oficial de forma filosófica.

    En la filosofía hegeliana la música ocupa un lugar bien definido en su libro titulado “Estética”, publicado póstumamente en 1835. Todo arte tiene como finalidad la expresión de la Idea, por eso en el arte es necesario un material externo para poder objetivar su contenido espiritual.

    Hegel establece tres etapas en el desarrollo de las artes:

  • Etapa simbólica: es el arte en su fase inicial. El arte debe limitarse a tentativas que le permitan alcanzar una armonía efectiva entre los dos extremos. Los materiales de este primer arte son suministrados por la materia que no está animada por el espíritu.

  • Etapa clásica: el verdadero y auténtico arte se manifiesta en la escultura, lo que guía sus representaciones es la individualidad espiritual que constituye el ideal clásico.

  • Etapa romántica, cuya forma es la subjetividad, el alma, el sentimiento,... se concreta en tres tipos de arte: pintura, música y poesía:

  • La pintura patentiza también el espíritu por medio de la apariencia visible, la verdadera esencia estriba en la pasión y el sentimiento en sus aspectos más íntimos.

  • El elemento característico de la música es la interioridad en sí, el alma, el espíritu en su subjetividad, el corazón humano, constituya la esencia de las artes.

  • La poesía, el verdadero arte del espíritu: aquel todo cuanto la conciencia concibe y elabora con el pensamiento en el mundo interior del alma. Ni se dirige a los sentidos como las artes plásticas, ni al puro sentimiento como la música.

  • La poesía ocupa el vértice de las artes, el arte más universal.

    Se puede concluir que la música, sin abandonar el ámbito del arte verdadero y genuino, consigue expresar, más que ningún otro arte, la interioridad, bajo la forma propia del sentimiento subjetivo: el sonido.

    En la jerarquización hegeliana, Las artes viven en una continua relación de tensión entre ellas y todas convergen hacia un mismo punto, la música que deviene el ideal al que aspira todo arte.

    La música puede expresar tantos sentimientos, como el sentimiento en sí. Ésta se sirve del sonido, lleno de vida, que se substrae a la extensión, que muestra variaciones tanto cualitativas como cuantitativas y se precipita a través del tiempo.

    La arquitectura es un arte espacial en tanto que la música es un arte temporal en que la espacialidad es el elemento más heterogéneo que existe para el alma humana, para la subjetividad, que es esencialmente pura temporalidad.

    La música sería, por tanto el único arte en el que no se produciría ninguna separación entre los materiales exteriores y la idea, como sucede, en la poesía, en la que la representación se muestra independiente de los sonidos de la palabra.

    La música tiene el cometido de ordenar el tiempo, de determinarlo, de imponerle una medida y de ordenar esa sucesión. El yo no cuanta con una identidad verdadera mientras no recoja los momentos dispersos, un retorno sobre sí mismo. Este retorno puede efectuarlo gracias a la temporalidad de la música, la cual ejerce una función unificadora, reguladora, con respecto al túmulo desordenado que presenta nuestra vida sentimental.

    Los temas que se trataban, llegarán a ser los que definen la futura estética formalista.

    Lo que incapacita a la música para expresar los sentimientos individuales y la capacita, por el contrario, para simbolizar la mera interioridad en cuanto tal, abstraída de sus contenidos. Se hallan presentes también en la estética hegeliana, semejantes conceptos , los cuales confirman y refuerzan la concepción de la música como expresión privilegiada con respecto a otras expresiones artísticas.

    8.2. SHOPENHAUER: LA MÚSICA COMO IMAGEN DIRECTA DEL MUNDO

    Schopenhauer representa la más acabada sistematización filosófica de la música en el conjunto de una civilización (Romanticismo) que tiende a otorgar a la música cometidos cada vez más elevados y esenciales.

    Para Schopenhauer, el arte tiene reservada la misión de llegar a la objetivación más directa de la voluntad, del principio. El conocimiento normal no puede llegar a la idea, dado que se halla sometido a la voluntad; únicamente el genio puede elevarse por encima de la humanidad, substraerse de la cadena causal y conseguir la satisfacción total mediante la contemplación estética. Según una cierta jerarquía, todas las artes, más o menos, representan una objetivación de la voluntad desde sus grados más bajos hasta los más altos. La arquitectura representa el grado más bajo. La escultura, la pintura, la poesía y la tragedia alcanzan los grados más altos.

    Todas las artes tienden hacia un mismo fin; es justamente la música, que se destaca de todas las demás debido al privilegio absoluto que mantiene.

    La música no es como las restantes artes, imagen de las ideas, sino imagen de la voluntad misma. Por ello, el efecto de la música es mucho más poderoso que el de las demás artes, ya que éstas nos dan el reflejo, mientras que aquélla expresa la esencia. La música se sitúa fuera de la jerarquía como lenguaje absoluto, límite insuperable, al que puede acceder únicamente el genio artístico.

    De la música, se puede hablar únicamente por analogía, porque la música es un lenguaje absoluto, intraducible e inefable; de este modo procede Schopenhauer al tratar de ella. Citaremos algunas de las analogías propuestas por Schopenhauer:

    ·En armonía, el bajo representa la naturaleza inorgánica, la masa del planeta. Las voces superiores ligadas al bajo, representan un hecho por el cual todos los cuerpos y organismos de la naturaleza deben considerarse como desarrollados a partir de la masa del planeta.

    ·La modulación de un tono a otro se parece a la muerte, ya que ésta es el fin del individuo.

    ·Los modos mayor y menor representan: el uno satisfacción, el otro insatisfacción.

    El dominio de la música es del sentimiento, pues la música simboliza la vida más íntima, más secreta, más verdadera de la voluntad; en tal sentido, sentimiento se contrapondría a concepto. El compositor revela la esencia íntima del mundo mediante un lenguaje que su razón no entiende: el de los sentimientos, que sólo el genio conoce.

    La música no representará sentimientos determinados como son los de la alegría, dolor, serenidad, sino la alegría, el dolor, la serenidad en sí mismos; la música es la forma más pura del sentimiento.

    La música predilecta de Schopenhauer es la música instrumental: sólo esta es pura, exenta de cualquier mezcla, limpia de conceptos que puedan enturbiar su nitidez y acercarla a formas de expresión que no le sean propias.

    Schopenhauer no descarta la posibilidad de que se unan música y poesía; a una determinada expresión musical pueden someterse muy bien textos poéticos diversos: basta con que los sentimientos expresados a través del texto se adapten en la forma a la música que acompañan.

    9.1. EL MÚSICO ROMÁNTICO

    FRENTE A LA MÚSICA

    Todas las filosofías de Hegel y de Shopenhauer, no sólo se encuentran eb escritos de otro s filósofos sino también en los escritos de los que no lo son, como músicos, literatos, poetas, críticos, etc...

    No hemos que esperar de un músico romántico que escriba sus pensamientos sobre la música con un lenguaje técnico, como pasaba con los iluministas, el problema técnico es secundario para el músico romántico. Muchos músicos románticos han meditado y escrito sobre su arte, como por ejemplo: Beethoven, E.T.A. Hoffmann, Shumann, Berlioz, Liszt, Wagner, etc... y sus documentos son de un máximo interés para la estética musical, entre ellos Beethoven, que ha constituido un mito no sólo musical, estético, cultural y político. En sus escritos ha dejado un precioso testimonio de su pensamiento. Pasó su época de transición del Iluminismo al Romanticismo, y captó la inquietud de su tiempo y tenia una cultura más extensa que la normal de un músico.

    Beethoven nos dice de su proceso creativo: “Llevo mis pensamientos conmigo, mucho tiempo antes de escribirlos, mis ideas nacen espontáneamente y las atrapo paseando por los bosques, en el silencio de la noche o los primeros claros del día, los sonidos que retumban dentro de mí, me atormentan hasta que los tengo delante en forma de notas”.

    La música para E.T.A Hoffmann es la más romántica de todas las artes, puesto que tiene por objeto lo infinito. Definición de música como arte romántico: tan sólo la música instrumental desdeña la ayuda y la intromisión de otro arte (la poesía), expresando de un modo puro y exclusivo su esencia característica. Este arte se halla suspendido a mitad de camino entre el sueño

    9.1. HOMBRES DE LETRAS

    Y CRÍTICOS FRENTE A LA MÚSICA

    La crítica romántica tiene un tono y un origen declaradamente literarios, hallándose desde lejos la jerga propia del especialista o del análisis técnico formal; en ella lo que predomina es un tono ingenuamente entusiasta con respecto a la música capaz de abrirnos las puertas de un reino desconocido y de permitirnos entrever lo que se le habría negado permanentemente al hombre.

    La crítica romántica formula sus juicios fuera de esquemas, de reglas o de la autoridad de la tradición. La fría razón no puede aproximarse a la obra de arte, que está por encima de cualquier regla; solamente el sentimiento es creador y puede juzgar o comprender, en su universalidad, la obra de arte. Del mismo modo que a cada pasión le corresponde una sonoridad musical en particular, también le corresponde un matiz cromático en concreto por lo cual la audición musical puede suscitar en nosotros fantasías de colores que el músico debe tener en cuenta.

    Una obra musical puede ser comprendida e ilustrada evidenciando sus valores pictóricos, escultóricos, arquitectónicos y poéticos; de idéntica forma, incluso con mayor frecuencia, el crítico sacará a la luz los secretos valores musicales que encierra una pintura o una poesía: La audición de la música implicará para el crítico romántico una peculiar condición de transporte extático, casi de arrobamiento místico, fuera de cualquier esquema lógico o preconcepto formal o estilístico, por cuanto que la música es una apelación directa a nuestro corazón. La música parece estar dotada de un poder más o menos dionisíaco que potencia nuestras facultades vitales, poniéndonos en estado de embriaguez.

    Pese a lo expuesto, tales rasgos, generalmente comunes a toda la crítica correspondiente a la primera mitad del siglo XIX, no agotan la complejidad y la multiplicidad de actitudes diversas que adopta la crítica en cada personalidad a nivel individual.

    Los escritos de Robert Schumann se sitúan entre los más significativos de este periodo y constituyen un ejemplo de la mejor crítica romántica, con todos sus méritos y defectos. El concepto central que guía el pensamiento de Schumann a lo largo de todos sus escritos es el principio de la inseparabilidad del arte y la vida: el arte es expresión -expresión de la personalidad del artista, el cual vuelca sobre el arte todas sus pasiones, sentimientos y emociones. También para Schumann “la música habla el lenguaje más universal, aquel que por mediación del cual el alma es excitada de una forma libre e indeterminada y se siente en su hábitat más idóneo”.

    Para Schumann afirmar que la música es expresiva no significa afirmar un poder vago en orden a expresar de modo indefinido los sentimientos. La música es un lenguaje verdadero y auténtico, no exclusivamente en sentido metafórico. La crítica musical se Schumann se interesa preferentemente por los valores formales, como lo hace mucha de la mejor crítica romántica. Renovar viejas formas o inventar otras nuevas es signo de espíritu genial y revolucionario.

    9.3. LA MÚSICA PROGRAMÁTICA

    El concepto de música programática se define como la música instrumental relacionada con un texto poético, descriptivo, e incluso narrativo, pero no mediante la imitación de sonidos y movimientos naturales, sino mediante la sugerencia imaginativa.

    Este género musical no se trata de una novedad exclusiva, ya que anteriormente habían habido casos de intento de ella (“Las cuatro estaciones” de Vivaldi). No será hasta la aparición de Liszt y sus escritos en los que se centra para independizar la música programática como género.

    Sus ideales se basan en la búsqueda de la unión total entre literatura y música, ligada al deseo de renovar las formas clásicas. Por eso, la música programática surge cuando se consideraba que las formas tradicionales estaban ya exhaustas (las sinfonías de Haydn, Mozart,...) , y se crea la necesidad de conseguir nuevas formas que violen las reglas, y que no se apoyen por inercia en éstas.

    En este caso, el primer revolucionario en cuanto a las formas sobretodo, pero también en la introducción de un programa es Berlioz con su “Sinfonía Fantástica”, trastocando así la estructura de la sinfonía clásica.

    La música programática converge las artes bajo la influencia de la música. Pero los primeros pensamientos de Liszt divergen con la mentalidad de los primeros románticos.

    Esto se debe a que Liszt considera que “la música debe pintar, describir, y esto podrá hacerlo siempre que busque la inspiración en un campo ajeno al suyo, es decir, la poesía, pues de otro modo se reduce a pura técnica; en otras palabras: la técnica, la forma, debe llenarse con un contenido, con ideas que expresen algo, y no actuar como un fin de sí misma.

    También se considera a la música programática como la única forma en la que puede realizarse óptimamente la unión íntima y completa entre poesía y música, y no de una forma superficial que se conseguía con la forma instrumental pura, que carece de expresividad.

    La música instrumental pura tiene ciertos límites. En primer lugar, no puede expresar libremente la fantasía del compositor, que sólo se consigue a través de un “programa” en el que el autor da un contenido más determinado. Y en segundo lugar, una música instrumental pura, basada en sonidos concatenados, sólo puede ser entendida por un grupo reducido de hombres intelectuales, los únicos que tengan la competencia de apreciar las habilidades del autor.

    Esta evolución de la música instrumental dará lugar a divergencias: la música programática y la música instrumental pura. Éstas a su vez crearán dos corrientes estéticas:

    ·La estética de la forma: que centra sus ideas en que el concepto abstracto de la música, su aspecto asemántico, hace de esta la forma mejor de expresión de los sentimientos, pero encarados desde un punto de vista metafísico.

    ·La estética del sentimiento: que defendía que la expresión de los sentimientos se encaraba mejor mediante el programa, que podía indicarnos la dirección de las ideas del autor de una forma más concreta.

    10.1. WAGNER: ARTE Y REVOLUCIÓN.

    Wagner músico, poeta, filósofo y crítico. Sus abundantes y prolijos escritos,

    se proponen primordialmente justificar e ilustrar, en los planos filosófico y estético, la validez histórica e ideológica de su reforma teatral y sacar a la luz los fundamentos doctrinales de la misma.

    Wagner representa una propuesta original que se convertirá en punto obligado de referencia para toda la cultura romántica.

    El pensamiento de Wagner es aún el concepto romántico del arte como expresión. Weber se muestra especialmente próximo a las ideas sobre las que Wagner teorizará más tarde en sus escritos. En el tipo de ópera propugnado con énfasis profético por Weber todas las artes deben colaborar y «fundirse» unas con las otras; asimismo, «todas deben desaparecer y sumergirse de distintos modos para emerger de nuevo al crearse un nuevo mundo» . Lo que es el amor para la humanidad, es la música para las artes y también para la humanidad. De hecho, la música es, en realidad, el amor mismo, el lenguaje más puro y etéreo del que se sirven las emociones, que es comprendido simultáneamente por millares de personas diferentes al no contener más que una verdad fundamental

    Para Wagner, el Drama es la obra de arte total, la obra de arte del futuro, encuentro de todas las artes -poesía, danza, música-, que, en cualquier caso, no se identifica con la ópera tradicional, considerada por él como una parodia de aquél, como una progresiva corrupción y mistificación producto de la historia, El Drama, para Wagner, no es un género musical y, menos aún, literario; el drama es el único arte completo, verdadero y posible; el arte que restituirá a la expresión artística su unidad y su comunicabilidad. El error fundamental de la ópera tradicional «consiste en esto: en que de un medio de expresión [la música] se ha hecho un fin y en que de un fin de la expresión [el drama] se ha hecho un medio [...]». Para él, la música no es, de por sí, autosuficiente. La música es el lenguaje de los sentimientos. La música pura, por sí sola, no puede expresar la individualidad: “la expresión de un contenido determinado, claro, inteligible, individual, es imposible mediante el lenguaje instrumental, que no puede dar sensaciones sino generales”. El Romanticismo aspira ahora a cosas más grandiosas, más complejas, más grandilocuentes; la Grand Opéra es una de las manifestaciones más deterioradas a causa de tanta ansia de grandeza, de tanta aspiración de decir, de expresar cada vez más, a costa de ser retóricos y pesados; en cambio, la obra wagneriana deviene quizás el aspecto más natural de cuantos entrañara tal aspiración del Romanticismo tardío.

    El drama wagneriano es, por tanto, al menos según las intenciones de su autor, el logro acabado de esta reintegración, el fin de esta alienación que la música llevó a cabo por sí misma. El Himno a la Alegría abre horizontes nuevos, potencialidades nuevas, sintiéndose Wagner, en su presunción, destinado a recogerlas ya desarrollarlas. Beethoven «buscaba al poeta»; su melodía del Himno a la Alegría no aparece concebida «sobre las palabras o en función de las palabras del poeta», sino compuesta únicamente ateniéndose a la poesía de Schiller, a causa del estímulo que provocara en él el concepto que, se contenía en dicha poesía. Cuando Beethoven, en el curso de la composición, «es transportado desde el tema de esta poesía hasta el carácter dramático inmediato [de la misma], vemos surgir sus combinaciones melódicas, cada vez más determinadas y precisas, la propia poesía, de suerte que la expresión infinitamente variada de su música responde exclusivamente al sentido más elevado, de la poesía y de la palabra; nos parece imposible pensar y comprender la música separada de la poesía».

    Volviendo a la concepción wagneriana del drama como punto de encuentro de todas las artes, es imprescindible remontarse hasta la teoría sobre el origen del lenguaje y de la música al objeto de comprender plenamente aquélla. En el lenguaje primitivo, la palabra y la música habían tenido un origen común, creencia que Wagner heredó del Iluminismo a través de Rousseau, Kant, Herder, etc. Hubo un tiempo en que el lenguaje reunía, en un conjunto, música y poesía; los aspectos vocálico y prosódico del lenguaje representaban su parte emotiva, musical y melódica, mientras que las consonantes representaban su parte «plástico-intelectiva», capaz de determinar, de fijar y de concretar el lenguaje en sí. No obstante, cuanto atañe a ese momento es mítico, y no histórico; en cambio, la situación vigente es muy diferente: de un lado está el lenguaje, que se cristaliza en fórmulas y se olvida de sus raíces, motivo por el cual el poeta que se sirve de tal lenguaje se dirige esencialmente a la inteligencia, lo explica y la analiza todo, pero n? nos transmite la realidad del sentimiento en su plenitud; de otro lado esta el musico, quien, valiéndose tan sólo de los sonidos, sí nos transmite el sentimiento, pero de un modo indeterminado, con lo que la música se convierte en el arte de lo inconsciente, de lo inexpresable, en el sentido que se le otorga a este último término de «sensación sin determinar todavía». El drama wagneriano quería ser, exactamente, el vehículo que favoreciera la reintegración del lenguaje, con sus propiedades auténticas y originarias. Hasta entonces, la música se había concebido como algo autosuficiente, siendo esto lo que la había limitado tanto: «a causa de su orgullo, la música se había transformado en su propia antítesis; de ser un fenómeno concerniente al corazón, había pasado a ser un fenómeno concerniente a la inteligencia». Para salir de esta situación de impotencia expresiva, el poeta habría de recurrir «al órgano primitivo del sentimiento más íntimo del alma, a la lengua de los sonidos», o sea «a la expresión redentora de la música», por ser la música el único medio capaz de redimir el lenguaje de la situación histórica en que se encontraba, situación que había privado al mismo de su contenido lírico y sentimental: «la lengua de los sonidos es el principio y el fin de la lengua de las palabras». Así, pues, el drama podría nacer solamente si se tenía en cuenta el siguiente presupuesto: que los acentos de las palabras fueran el punto de partida que permitiera a la lengua acceder al canto, al canto entendido como melodía, como culminación de la expresión del sentimiento. Aquí tendría su origen la metáfora wagneriana según la cual «todo organismo musical es femenino por naturaleza, por poseer la facultad de concebir, y no la de procrear; la fuerza productiva reside fuera de él y, de no ser fecundado por esta fuerza, no es apto para dar a luz la cosa concebida». Esta fuerza masculina capaz de procrear es la palabra, única ancla a la que puede agarrarse la música; la palabra precisa de [que dispone] la poesía, que puede deparar al músico el apoyo natural para expresarse con determinación y seguridad», es capaz de dar un sentido cabal y perfecto a la expresión musical. Dicha palabra no se entiende como el acompañamiento tradicional de una melodía por parte de un cantante: «Esta palabra no es, de ningún modo, la palabra insignificante que el cantante de moda mastica una y otra vez, mero cartílago de un sonido vivo; es, por el contrario, la palabra que transmite por doquier su potencia, que todo lo une, aquella de la que brota la corriente más íntegra de la emoción más genuina; el puerto seguro para el peregrino inquieto; la luz que ilumina la noche en que reina un deseo infinito; [...] la palabra que Beethoven destina como corona al cenit de sus creaciones. Esta palabra es: ¡Alegría! [...]». La senda indicada por Beethoven es la única que debe seguirse si pretende alcanzarse la más íntima fusión entre el sonido y la palabra, así como la reintegración del lenguaje con su originalidad. Es menester volver a aquel estado originario en el que el poeta y el músico «son una única y misma cosa, porque cada uno de los dos sabe y siente lo que el otro sabe y siente. El poeta se convirtió en el músico y el músico en el poeta: ambos forman ahora el hombre artístico completo». El propósito poético habrá de poder ser determinable y realizable por entero en cuanto expresión musical, y viceversa; sólo de esta manera podrá concebirse el Drama, <da obra de arte más elevada», “la obra de arte del futuro», en la que concurren todas las artes como medios conducentes a la ejecución de un fin: el drama.

    Ésta es, a muy grandes rasgos, la concepción wagneriana del arte y de la música, omitiéndose de ella aquí todo lo que no se ha considerado esencial: las desviaciones, contradicciones y fases diversas de su pensamiento, con todas las ramificaciones secundarias a que diera lugar, en las que son muy ricos sus escritos; éstos son a menudo pesados y fastidiosos, debido al estilo constantemente enfático, retórico y grandilocuente de que hacen gala, a las grandes síntesis históricas que en ellos se aborda por parte del autor, desprovistas de análisis adecuados, y a las construcciones puramente intelectuales que se suceden en aquéllos en tono profético y apodíctico.

    Desde el punto de vista estrictamente estético, el pensamiento de Wagner no contendría en el fondo ninguna novedad de notable relieve si no guardara una estrecha relación con el amplio contexto ideológico y filosófico en el que se inserta. En todos sus escritos, Wagner recurre con enorme frecuencia al término ya la idea en sí de revolución; sin embargo, el uso que hace de este término en el contexto general de su pensamiento exige una aclaración. En el pensamiento filosófico y estético de Wagner, el término revolución va asociado mayormente al concepto de regeneración; regeneración significa purificación, renacimiento, redención. Por tanto, la revolución es un medio que se emplea en orden a conseguir la «regeneración de la humanidad». De este modo se expresa Wagner acerca de la revolución en un breve escrito suyo de 1849 -revolución de la que nos dice que se autopresenta con el rostro de la regeneración ante las multitudes mudas que se mantienen «en estético éxtasis cuando brama el huracán: «Soy el sueño, el consuelo, la esperanza de quien sufre. Yo destruyo cuanto existe ya mi paso brota una vida nueva de la roca muerta [...] Yo quiero derribar desde sus cimientos el orden de las cosas imperantes en vuestras vidas, puesto que ese orden se deriva del pecado. Sus frutos son la miseria y el crimen [...]». Es de este magma apocalíptico e informe de donde saldrá la humanidad regenerada, de donde saldrá el hombre nuevo. La influencia de Bakunin se evidencia en el escrito al que pertenece la cita precedente; Wagner había conocido al anarquista un año antes, en 1848, fecha en que participó con él, adoptando una actitud equívoca, en la revolución de Dresde. Ya entonces, el revolucionario ruso predicaba sobre sus teorías acerca de la regeneración total como efecto del fuego destructor y purificador de la revolución proletaria. No obstante, aunque Wagner se sintió fascinado por semejantes visiones apocalípticas -somos conocedores de hasta qué punto le atrajo siempre el fuego devorador-, su idea de la revolución tomó un camino diferente, al menos en parte. La regeneración de la humanidad primeramente y la del pueblo alemán después no se pretende que sean a nivel político o ético, sino fundamentalmente a nivel estético. El nuevo mundo que salga de la revolución será tal, que acogerá y recibirá el nuevo arte, la obra de arte del porvenir; de esta manera, escribe en Arte y revolución: «los oprimidos obreros de la industria aspiran a transformarse en hombres bellos y vigorosos».

    Espiritualismo esteticista, ideales vagamente humanitarios, visiones apocalípticas, sentimientos difusos anarco-socialistas o comunistas, e individualismo: todo esto se pone en conexión con el transfondo racista que está subyacente en toda la obra wagneriana. En 1848, Wagner escribe en Los Nibelungos: Historia universal de una leyenda: «Es en esta montaña [el Himalaya] donde debemos buscar la patria primitiva de los actuales pueblos de Asia y de todos aquellos otros que emigraron a Europa. Allí radica el origen de toda civilización, religión e idioma [...] Está probado que el origen de la leyenda es de naturaleza místico-religiosa: su significado profundo para la conciencia primitiva del pueblo leal, el alma de su raza regia [...] que impone respeto y es considerada por todos de naturaleza superior». Dos años más tarde, Wagner escribe su famoso ensayo El judaísmo en la música, que no representa, como algunos críticos han intentado demostrar, un triste paréntesis dentro de su obra ideológica y musical, sino simplemente un eslabón más de la cadena. Ciertamente, el racismo de Wagner no es un mero percance en su camino, sino parte activa e integrante de su obra como músico y como hombre de teatro, y no sólo como teórico. De aquí que Wagner, abandonando muy pronto todas sus veleidades liberales de la juventud, desarrolle en todos sus escritos el tema, ya presente en Marx, de la urgente necesidad de la desjudaización de la sociedad o bien el de la redención de la sociedad de la opresión judía. Esta idea acerca de un mal arraigado que pesa sobre la humanidad -que, para nuestra sorpresa, se encarna en la figura del judío o, mejor aún, en la judaización del mundo- es un concepto importante dentro de la obra filosófica y estética de Wagner, al margen de sus antipatías hacia figuras de judíos como Meyerbeer o Mendelssohn, a los que él podía considerar sus competidores. Como con-secuencia de lo expuesto, tomaría forma el concepto de redención a través del arte, de cuya degeneración en tiempos de Wagner sería responsable, precisamente, la conjura judía, de la que derivaría --en opinión de Wagner- “da esterilidad de nuestra época en materia de arte musical».

    Si se tiene presente este trasfondo racista, quizás se entienda con mayor claridad toda la ideología wagneriana, las relaciones de ésta con el cristianismo y los conceptos de obra de arte total y de obra de arte del porvenir. Ya en los escritos de los años 48-50, Wagner hace propios los ideales neoclásicos que, veinte años más tarde, retornará Nietzsche: el verdadero arte, el único que estaba en armonía con la sociedad, era el arte griego, justamente porque procedía de una sociedad en la que dominaba la justicia y el sentido de la belleza; de aquí el ataque que dirigiera Wagner al mundo cristiano, en unos términos casi idénticos a los nietzscheanos, llegando a escribir en Arte y revolución: «El Cristianismo justifica una deshomosa, inútil y mísera existencia del hombre en la tierra por obra del maravilloso amor de Dios, quien, por supuesto, no creó al hombre --como erróneamente creían los bellos griegos-, sino que lo recluyó dentro de una asquerosa cárcel en la tierra con el fin de que se preparara --compensándolo del desprecio que había adquirido de sí mismo-- para el estado de magnificencia cómoda e inerte [que le esperaba] después de la muerte». Por consiguiente, el Cristiano carece congénitamente de poesía, punto que es hostil a la vida, mientras que el arte es ante todo vida. Continúa afirmando en Arte y revolución: «El arte es la suprema actividad del hombre que tiene bien desarrollados sus sentidos y [ que vive] en armonía consigo mismo y con la naturaleza», y añade: «el artista honesto [...] se percata desde el primer momento de que el Cristianismo ni fue arte ni puede, de ninguna manera, producir en su seno la verdadera energía viviente».

    Frente a este Wagner anticristiano en cuanto artista surge el problema de conciliarlo con la imagen del Wagner partidario de la redención a través de la renuncia, es decir, con el Wagner de Parsifal, que será, desde luego, el que más violentamente repudie después Nietzsche. A este respecto, en Arte y revolución encontramos todavía útiles precisiones, pues el pamphlet concluye significativamente con una distinción radical entre la figura de Jesús y el Cristianismo. Wagner aísla totalmente a Jesús del Cristianismo: tras convertirlo en un héroe solitario y aproximarlo a Apolo, lo transforma en una figura mítica y ejemplar. Jesús consigue reconciliar el mundo consigo mismo y con la naturaleza, al margen y por encima de la sociedad humana, al convertirse en un ser gracias al cual las injustas normas del mundo de los hombres dejan de existir; en otras palabras, Jesús es el redentor, cumpliendo de este modo con la función que se le había asignado al arte: «Jesús nos demostrará que los hombres somos todos iguales y hermanos, mientras que Apolo imprimirá en esta fraterna alianza el sello del vigor y de la belleza y conducirá al ser humano desde la duda hasta la conciencia de su supremo poder divino. Elevemos, pues, el altar del porvenir, de la vida y del arte viviente en honor de los dos educadores más sublimes que ha tenido la humanidad». Así es como se cierra el círculo arte-revolución-religión-mito, al mismo tiempo que se establecen las premisas de las que habrá de arrancar una postura globalmente nueva con respecto al arte ya la sociedad dentro del mundo contemporáneo.

    Desde esta perspectiva, el arte -en general- y la nueva ópera alemana ideada y creada por Wagner -en particular-tienen por misión redimir al pueblo; pero no se trata de un pueblo entendido como clase portadora de un patrimonio cultural lleno de valores, sino como comunidad mística y racial, dotada de un patrimonio inalterable, sin historia, racial, y de los valores inherentes a un patrimonio de este tipo. Ahora bien, el Cristianismo sustituyó la idea de la unión mística por la de la fraternidad indiferenciada de todos los seres humanos y por la de la igualdad de todos frente aun Dios abstracto y lejano que no se reflejaba en el pueblo y en quien el pueblo tampoco se reflejaba; de este modo fue como el Cristianismo completó su acción consistente en corromper la naturaleza libre y bella. Solamente Jesús, en unión de Apolo, rescata al pueblo a la vez que rescata la oscura e ingenua fuerza creadora de éste, aquella de la cual nacen la lengua, la religión, el mito y el, estado-comunidad; y el pueblo, en tiempos de Wagner, estaba -según ; éste- corrompido y oprimido por el poder dominante y por el mundo de la industria, del progreso, del dinero, de la comercialización del arte, del utilitarismo y del judaísmo, que invadían toda la sociedad. En razón a la forma y al contexto ideológico en que se enuncian, primeramente por Wagner y después por Nietzsche, temas tales como la crítica a la sociedad burguesa e industrial, el anhelo del campo e incluso la ideología vegetariana -que tienen algún punto en común con ideas que provienen de la izquierda hegeliana y del mismo Marx-, hay que considerarlos propios de una tradición reaccionaria que ha estado presente en el pensamiento alemán hasta finales del siglo XVIII. Características de cuanto exponemos son el esteticismo y la elevación del arte y de la vida a valor primario y permanente. Los elementos conceptuados como negativos dentro de la sociedad de su tiempo son catalogados así a causa de la oposición que ofrecen al libre desarrollo del arte. La ausencia de facultades poéticas en el seno del Cristianismo y, aún en mayor medida, en el seno del judaísmo, es algo que se vuelve a encontrar en la sociedad contemporánea, dominada por completo -según Wagner por la presencia maciza de los valores judeocristianos. Por este motivo, la ideología wagneriana considera que mientras que el arte griego se desarrolló en armonía con la sociedad, la única posibilidad que le queda al arte contemporáneo es la de ser la antítesis de la sociedad, es decir, la de ser revolucionario; pero, entonces, esta revolución adopta claramente el color, el contenido y la trama de la regresión: paganismo, germanismo, medievalismo y raza son, para Wagner, mitos que representan una fuga del presente y un refugio en una presunta naturaleza primigenia y carente de historia.

    10.2. NIETZSCHE: LA CRISIS DE LA RAZÓN ROMÁNTICA

    Nietzsche fue la conciencia que, más lúcida y críticamente, captó todas las fracturas internas que se originaron dentro del mundo romántico y que coadyuvaron a que éste entrara en crisis, tanto en el plano conceptual como en el artístico.

    Dedicada a Wagner, El nacimiento de la tragedia fue la primera obra filosófica de Nietzsche. Se trató de una dedicación más que legítima: testimonio de los estrechos vínculos que, al menos durante aquellos años, se establecieron entre el pensamiento estético del músico y el del filósofo. También para Nietzsche, la música se hallaba en el vértice de la especulación estética y, tal vez, incluso de la filosófica, desde el instante en que el arte --en general- y la música --en particular- se situaban en una dimensión metafísica privilegiada. Precisamente, en el prefacio dedicado a Wagner, Nietzsche afirma en este sentido: «[...] estoy convencido de que el arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de nuestra vida [...]». Esta afirmación basta, de por sí, para caracterizar la estética nietzcheana como opuesta a toda concepción hedonista del arte y de la música; de hecho, la estética nietzscheana se distingue por ir contra quienes «no son capaces de reconocer en el arte nada más que un accesorio divertido, un tintineo de cascabeles demasiado fútil para la seriedad de la existencia [...]». Es digno de subrayarse cómo Nietzsche recurre a su visión del mundo griego y de la tragedia ática para fundamentar su concepto de la música: «En las dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se funda nuestra teoría, ya que en el mundo griego existe un enorme contraste --enorme en cuanto al origen y en cuanto al fin- entre el arte figurativo, el de Apolo, y el arte no figurativo de la música, que no es otro que el de Dioniso.

    Para Nietzsche, como antes para Schopenhauer, la música no es un arte entre las artes, aun cuando lo sea de modo privilegiado. La música es una categoría del espíritu humano, una de las grandes constantes de la historia eterna del hombre. Por consiguiente, más que de música, de- ¡ hemos hablar de espíritu musical.

    En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche esboza la historia del espíritu dionisiaco.

    Nietzsche ve, justamente en el hecho de que preponderen los elementos figurativo, pictórico y psicológico dentro de la música, el triunfo del espíritu antidionisíaco sobre el dionisíaco, interpretando, a la luz de esta lucha histórica ideal, las grandes etapas de la civilización musical, desde la tragedia ática hasta el melodrama de su tiempo. La cultura musical moderna conlleva el establecimiento de una música «completamente externa, incapaz de religiosidad», que surge, de modo casi inexplicable, después de la «música inefablemente sublime y santa de Palestrina». Nietzsche invierte aquí el concepto tradicional según el cual el melodrama, al menos en sus orígenes, habría hecho revivir el espíritu de la tragedia antigua; el melodrama significaría una vez más, en cambio, la victoria «del hombre teórico», del espíritu crítico y discursivo, y caracterizaría la cultura en la que floreció como «cultura alejandrina», o sea decadente y antidionisíaca. Desde el instante en que Nietzsche señala que es en Wagner en quien se da el renacimiento del espíritu dionisíaco, aparece el germen de la discordia que separará rápidamente al filosófo del músico. Ocurría que los reproches que hacía Nietzsche al melodrama dieciochesco se oponían a los que hacía Wagner, para quien la música debería ser tan sólo un medio, nunca un fin; por el contrario, Nietzsche concebía la música como algo autosuficiente, capaz de quemar en la embriaguez dionisíaca todo contenido poético y dramático. En afirmación de Nietzsche, en el , melodrama tradicional «la música tiene el rango de sirviente y el libreto, el de señor; a la música se la compara con el cuerpo y al libreto, con el alma [...].

    Existen apuntes de Nietzsche anteriores a 1876 que revelan cómo, ya antes de esta fecha, habían madurado en él algunas de las críticas más relevantes que habría de hacer posteriormente a Wagner; críticas que ocuparían una posición central dentro de sus últimos escritos: Nietzsche llegó a acusar a Wagner de histrionismo, de «teatralidad», de emplear «medios groseros» y de abusar de una retórica vulgar. El concepto del arte como redención es aún capital dentro del pensamiento del filósofo; la redención se concibe como un instrumento que puede rescatarnos de las fealdades del mundo moderno, es decir, de la decadencia de su tiempo. Además, afirma simultáneamente el concepto clave de que si el arte debe redimir, no debe ser para nosotros, sin embargo, como un consuelo.

    La misión del arte y de la música se traza con extrema claridad en el pasaje anterior: el artista debe redimir al hombre; para esto, aquél tiene que desmistificar la realidad y mostrarle a éste la verdad originaria, ahora encubierta y disfrazada por las «conveniencias», por el poder, por las leyes y por la tradición.

    La ofensa mortal de la que habla Nietzsche no consiste en un hecho personal, en un acontecimiento de carácter biográfico; se trata, en cambio, de Parsifal, ópera con la que Wagner traicionó el deber que debió asumir como artista dentro del mundo moderno. De cualquier modo, el alejamiento de Wagner -nos lo precisa el propio Nietzsche- se remonta hasta 1876, año en que el filósofo concluye su escrito Richard Wagner en Bayreuth.

    Según Nietzsche, Wagner conlleva a la irrupción del comediante en el seno de la música»; el gran delito de Wagner es, justamente, su teatralidad, su histrionismo: haber renunciado a la verdad, haber hecho de la música y del teatro trágico un instrumento de consuelo y haber confundido el sentido trágico de la redención con el sentido de renuncia de la tradición cristiana.

    Decadencia, enfermedad, falta de vitalidad, modernidad y Cristianismo son términos equivalentes para Nietzsche, siendo en el Cristianismo de Parsifal donde encuentran su encarnación todos ellos. En opinión de Nietzsche, Wagner es como una «enfermedad» de la que uno debe curarse. Nietzsche afirma que podría incluso comprender a un filósofo que declarara que «Wagner es un compendio de modernidad. No hay nada que hacer: debe uno comenzar por ser wagneriano». En realidad, Nietzsche es perfectamente conocedor de que el objetivo de su ataque no es tanto la persona de Wagner como todo lo que Wagner implica: «La decadencia es algo generalizado. La enfermedad está arraigada en lo más profundo». Si Wagner representa la ruina para la música, como Bernini la ruina para la escultura, la causa de dicha ruina no estriba en él. Lo único que hizo Wagner fue acelerar el tempo, de tal manera, sin duda, que dejó a todo el mundo lleno de terror ante un abismo en el que súbitamente se precipitó. Él tuvo la ingenuidad propia de la décadence,. los demás se dejaron llevar. En esto radica la diferencia...» .

    Nietzsche le reconoce a Wagner el mérito de ser radicalista, aunque en lo malo, y lo malo se encarna en el Cristianismo; Wagner abraza el Cristianismo y el concepto de redención cristiana, de renuncia a la vida y de aceptación de la «modernidad». Wagner y su teatro -a pesar de todo, tan amados por Nietzsche- devienen un símbolo, un concepto, un modelo de perversión en el que se encarnan todos los males de la decadencia moderna. Como contrapartida, el último Nietzsche idealiza la música de Bizet, que para él representa, en ese momento histórico, la antítesis de Wagner. En cierto sentido, jCarmen es el anti-Parsifal! Por lo que respecta a Bizet, Nietzsche experimenta el placer, casi la embriaguez, que le genera la libertad reconquistada: la libertad intelectual frente a la música, libertad que el músico otorga al oyente o, mejor aún, que exige de él, al elevarlo a un plano de mayor dignidad. Si Nietzsche veía a Wagner como aun ser propenso a mistificar la realidad, que engañaba al espectador, al cual no le concede la facultad de razonar, de adoptar una determinada postura, sino que lo aniquila con sus hábiles artificios, a Bizet lo ve, por el contrario, corno a alguien que no quiere ya ocultar la realidad con más velos y que se fía enteramente de la inteligencia del espectador.

    Con Nietzsche, el Romanticismo completa su parábola extrema: con una lógica interna, Nietzsche lleva hasta sus últimas consecuencias la dialéctica entre los dos principios antitéticos de la forma y la expresión, que en su filosofía asumen los rasgos de lo apolíneo y lo dionisíaco; conciliación difícil si no imposible. Si el arte debe mantener ante todo su valor de verdad, aunque sea por medio de la forma sensible. No es un mérito de Nietzsche haber resuelto este problema, pero sí haberlo dramatizado y haberle dado énfasis. El amor-odio para Wagner no era otra cosa que la expresión, a nivel casi de estado anímico, de este problema estético, del mismo modo que la singularización de una ambigüedad de fondo que estaba presente en la música y en el teatro de Wagner, era también el testimonio de dicho problema sin resolver pero que constituyó, en cualquier caso, el humus de todo el pensamiento estético del Romanticismo decimonónico.

    11.1 HANSLICK Y EL FORMALISMO

    Hanslick, nacido en Praga en 1825, fue crítico musical de profesión. Colaborador del Wiener Zeitung * y, más tarde, de la Neue Freie Presse ejerció durante toda su vida la crítica militante, y escribió numerosos volúmenes relativos a problemas de la historia de música, mucho después, una monumental historia de la ópera; entre tanto, se le nombró profesor de estética e historia la música de la Universidad de Viena.

    da a sus escritos un tono completamente distinto a aquel otro propio de los escritos propios de sus predecesores; no se trata ya del gesto literario, del lenguaje metafórico y extravagante, del entusiasmo tirando a retórico e ingenuo de quien observa superficialmente; en Hanslick se descubre la concisión del técnico, la frialdad analítica del estudioso, la precisión de lenguaje de quien está acostumbrado a examinar problemas bien definidos. la actitud adoptada por Hanslick se debe, sobre todo, a su formación cultural, que es la que nos permite acceder al aspecto más vigoroso de su pensamiento.

    Cuando Herbart afirma que el arte es forma y no expresión, así como que su valor consiste en las relaciones formales presentes en el interior de la obra, mientras que todos los demás contenidos, emotivos o sentimentales, presentes en la obra de arte no deben influir sobre el juicio estético, lo hace con el fin de concluir que en todo arte deberá buscarse tan sólo aquellos elementos formales propios del arte de que se trate, abandonando al emitir el juicio adjetivos como «patético», «noble», «gracioso» «solemne», que se refieren exclusivamente a emociones genéricas de signo subjetivo y que no captan el carácter específico de las formas artísticas. Estos conceptos estéticos básicos fueron asimilados y reelaborados por Hanslick con gran agudeza y sensibilidad artística, con el propósito de desarrollarlos en orden a una estética musical.

    Contra todo el movimiento romántico que había aspirado ala unificación de todas las artes, que había considerado la belleza como una categoría del espíritu, presente en mayor o menor medida en todas las artes, Hanslick afirma, desde el mismo título, que existe una belleza consubstancial a la música que no se identifica con los elementos de las restantes artes. Si Schumann había dicho que «la estética de un arte es la de los demás; únicamente el material difiere de un arte a otro», Hanslick recalca que la estética de un arte es del todo diferente de la estética de las demás porque el material de cada una es distinto. «Las leyes de lo bello en cada arte son inseparables de su material, de su técnica.» Como base de esta afirmación, se halla el concepto fundamental del pensamiento de Hanslick: la identificación de la música con su técnica. La técnica musical ya no es un medio para expresar sentimientos, para conocer lo absoluto o para suscitar emociones; es exclusivamente la música, nada más. Si la música es autónoma, si posee valor en sí, si no expresa ninguna otra cosa fuera de ella misma-como, de hecho, ocurre con todas las demás artes-, toda investigación estética en un determinado sector artístico será inconmensurable con respecto a otra en otro sector distinto. Ningún arte podrá ya ostentar privilegios, puesto que cada una cuenta con una belleza peculiar. Los ideales románticos comenzaron a tambalearse desde ese instante en que se establecieron las bases de una nueva estética de la forma y no, como antes, del sentimiento.

    El primer blanco contra el que apunta Hanslick es la estética del sentimiento y, en particular, la estética wagneriana que sintetizaba de modo ejemplar la primera. Es la estética musical del Romanticismo la que combate Hanslick, a la vez que la estética de los dilettanti y de los incompetentes. Su discurso está animado por un espíritu de objetividad científica, por una actitud que es más analítica que sistemática: “la investigación sobre lo bello, si no quiere volverse totalmente ilusoria, deberá acercarse al método de las ciencias naturales. Hanslick penetra en lo más candente del problema cuando afirma que, hasta ahora, en el campo de los estudios musicales, se ha separado nítidamente la exposición de las «reglas teórico-gramaticales de las investigaciones estéticas», procurando «mantener las primeras todo lo áridamente intelectuales y las segundas todo lo lírico-sentimentales que se pueda»; asimismo, añade: «el hecho de enfrentarse abiertamente a la materia musical como a algo que es bello en particular y que depende sólo de sí misma, ha conllevado hasta ahora, para la estética musical, un esfuerzo demasiado arduo». La unificación de los dos planos podría verificarse solamente si se le negaba a la música todo contenido emotivo. Hanslick afirma kantianamente que la música es pura forma, que no tiene que alcanzar entonces, en lo que a la belleza se refiere, ningún objetivo. Esto no significa, sin embargo, que la música no pueda tener alguna relación con nuestros sentimientos y que no suscite en nosotros ninguna emoción; ahora bien, tales efectos son «secundarios», no atañen a su valor artístico. No se caracteriza estéticamente ningún arte, ni siquiera la música, por los efectos que provoca sobre nuestros sentimientos: «si se conceptúa la música como arte, es menester reconocérsele como pretensión estética la fantasía, no el sentimiento». La fantasía es el órgano específico del arte y Hanslick, a través de ella, quiere superar la antítesis romántica entre intelecto y sentimiento. No obstante, como órgano de producción y de contemplación del arte, la fantasía no es un «campo cerrado»; «frente a lo bello, la fantasía no es un puro y simple "contemplar", sino un contemplar con el "intelecto", es decir, con representación y juicio»; la fantasía, «no sólo obtiene sus chispas vitales de las sensaciones, sino que también envía sus rayos a la actividad del intelecto y del sentimiento».

    Hanslick puede afrontar ahora el problema fundamental del contenido y del significado de la música. Ya se ha dicho que la música no expresa sentimientos ni describe nada; en efecto, la «determinación de los sentimientos no puede separarse de las representaciones y conceptos concretos, los cuales no tienen nada que ver con la capacidad expresiva de la música». ¿el contenido de la música? las ideas expresadas por el compositor «son, ante todo y sobre todo, puramente musicales». La música mantiene una relación muy especial con nuestro mundo emotivo, o lo que es lo mismo: puede representar la dinámica de los sentimientos. La música puede «imitar el movimiento de un proceso psíquico gracias a sus diversas fases: presto, adagio, forte, piano, crescendo, diminuendo. Pero el movimiento no es más que una particularidad del sentimiento y no el sentimiento mismo». Resultaría impropio llamar a esto una relación de representaciones; sería más justo decir que la música está en relación «simbólica» con los sentimientos. En su autonomía, la música puede simbolizar la forma del sentimiento, es decir, su movimiento dinámico, su crecer y su disminuir, su reforzarse y su dulcificarse, pero nada más. De cualquier modo, esto no debe confundirse con la representación de sentimientos indeterminados, lo que sería contradictorio; toda actividad artística «consiste en la individualización, en plasmar lo definido a partir de lo indefinido, lo particular a partir de lo general». Es lógico, pues, que la verdadera música, la Única auténtica, la que goza de todas las preferencias por parte de Hanslick sea siempre la instrumental. La ópera, como toda la música vocal, es un género híbrido en el que, en el mejor de los casos, acaba por imponerse la música sobre el texto. La ópera es siempre la expresión de un conflicto entre dos principios, el dramático y el musical, que se entrecruzan sin poder fundirse jamás: «es la lucha entre el principio de la exactitud dramática y el de la belleza musical, en una incesante concesión del uno para con el otro»

    «¿de qué naturaleza es lo bello en la música?». lo bello es algo «específicamente musical», si bien añade inmediatamente: «lo "específicamente musical" no debe entenderse, bajo ningún concepto, como belleza meramente acústica o como simetría proporcional [...] definiciones todas con las que suele ponerse en evidencia la falta de espiritualidad». Con esta dilucidación, Hanslick supera la estética formalista de Herbart, según la cual la forma musical consistía únicamente; en relaciones acústicas verificables matemáticamente. Para Hanslick, “las formas que los sonidos producen no están vacías, sino llenas; no son simples contornos de un vacío, sino espíritu que se plasma interiormente».

    En la música, no se puede distinguir entre forma y contenido; todo es forma; el espíritu creador debe resolverse totalmente en ésta para ser tal. No se puede distinguir entre una bella música con contenido espiritual y otra bella música sin dicho contenido; la forma artística no es algo que esté esperando a que se la llene con otro elemento: las composiciones no se dividen «en botellas de Champagne vacías y llenas. Desde esta perspectiva, la estructura de la música acabará por diferenciarse profundamente de la del lenguaje común; este último es un medio expresivo que posee un valor instrumental, en el que el sonido es sólo un signo que sirve para expresar «algo completamente extraño a ese medio», mientras que en la música el sonido tiene importancia de por sí: «es un fin en sí mismo». La música no se remite sino a ella misma; esto es: aun siendo significativa, agota en sí misma sus significados; todo cuando hay en la música se resuelve en la propia música. Ante esta diferencia fundamental entre música y lenguaje, cualquier analogía que pretendiera establecerse entre una y otro carecería de sentido. La música es un arte asemántico por cuanto que es intraducible al lenguaje ordinario, a pesar de que no es un «juego vacío» y de que «pensamientos y sentimientos fluyen como sangre en las venas del bello y bien proporcionado cuerpo sonoro».

    Toda una serie de problemas, en parte nuevos para la estética musical, surge ahora del texto de Hanslick. La cuestión más importante, dejada abierta y sin resolver totalmente, atañe al valor de la estructura lógico-gramatical de la música: si el conjunto de reglas que rige la construcción musical es convencional, o sea un producto histórico que se ha hallado sujeto a mutaciones a lo largo de la historia, o si dicho conjunto posee naturaleza propia independientemente de los factores históricos, o sea una primitiva racionalidad eterna e intrínseca. Desde un planteamiento rigurosamente formalista, se debería concluir necesariamente a favor de la historicidad y la pluralidad de las técnicas musicales. La música es una invención de formas siempre nuevas en las que se encarna la individualidad creadora; por ello, no tendría sentido que estas formas poseyeran una estructura preexistente y, aun cuando la poseyeran, sería absurdo pensar que la estructura tuviera algún significado para el músico. Éste es el punto de vista predominante en el pensamiento de Hanslick. Si las formas musicales son una invención, también son un producto histórico y, como tal, sujeto a envejecimiento ya agotamiento.

    «No hay arte que ponga fuera de uso tantas formas, y tan de prisa, como la música. Modulaciones, cadencias, progresiones de intervalos, concatenaciones de armonías, son tantas las que se consumen en un plazo de cincuenta años, en otro inferior de treinta, que el músico [que se precie] de [tener buen] gusto no puede continuar sirviéndose de las mismas y se ve obligado a buscar nuevos medios musicales». Estos conceptos, que son perfectamente coherentes con toda la estética formalista de Hanslick, se han empleado por parte de muchos críticos, todavía en nuestros días, como base metodológica para la interpretación de la historia de la música y de su evolución, justamente, como una constante «extinción» de formas y de procedimientos técnicos, lo que impone una continua renovación y un rejuvenecimiento de unas y de otras. Hanslick reconoce que cada uno de los elementos técnicos de la música posee carácter de invención, no de necesidad; que la melodía y la armonía no disponen de modelos en la naturaleza y que el ritmo musical es una cosa distinta de los eventuales fenómenos rítmicos que hay en la naturaleza; la armonía, que parece como si poseyera un origen natural al basarse sobre los sonidos armónicos, es reconducida por Hanslick en pro de un origen histórico y cultural. Las leyes no son naturales sino musicales, motivo por el que debe ponerse cuidado «en no creer que este [el actual] sistema musical sea el único natural y necesario». Desafortunadamente, Hanslick no se atiene siempre, de modo riguroso, a estas conclusiones tan diáfanas y decisivas acerca de la historicidad de la técnica; aquí y allá, su texto se halla sembrado de afirmaciones que desconciertan, como cuando habla de «relaciones originarias de los elementos musicales» o de «secretas relaciones y afinidades electivas, fundadas sobre leyes naturales», que «dominan el ritmo, la melodía y la armonía [...] y tachan de fea y arbitraria cualquier relación que las contradiga». En estos y en otros pasajes similares, netamente en contradicción con el espíritu y la letra de todo el ensayo, Hanslick se dejó desviar, muy probablemente, por los primeros estudios de carácter positivista que, sobre acústica y fisiología del sonido, elaboraron algunos musicólogos más jóvenes que él, en particular Helmholtz. Fue, ni más ni menos, Helmholtz quien puso sus miras, a través de investigaciones que bajo la capa de absoluta cientificidad escondían, obviamente, rigurosos presupuestos filosóficos, en el establecimiento de las relaciones directas y necesarias que había entre los elementos musicales y las sensaciones emotivas, según una relación de causa y efecto; y si hablamos de que Hanslick se dejó desviar, es porque sus presupuestos filosóficos eran del todo opuestos a los de Helmholtz, quien afirmaba, de manera implícita, una concepción expresiva y contenidista de la música, siendo probable, sin embargo, que fuera la orientación analítica y científica presente en las investigaciones de Helmholtz lo que más impactara a Hanslick.

    12.1 LA HISTORIOGRAFÍA, A CABALLO ENTRE EL ROMANTICISMO Y EL POSITIVISMO

    Algunas características del pensamiento de Hanslick, como la actitud analítico-científica, antiliteraria, de especialista, fueron el preludio de una fase totalmente nueva en el ámbito de los estudios musicales. El rápido e intenso desenvolvimiento adquirido por las ciencias durante la segunda mitad del siglo XIX, así como la filosofía positivista, dejaron también su rastro en el campo musical, alentando la adopción de una nueva postura frente al afán investigador por parte del estudioso de la música. Los estudios musicales, entendiendo por tales la historiografía, la paleografía, la crítica, las investigaciones acústicas y fisiológicas, habían sido hasta ese momento prácticamente esporádicos, ocasionales, carentes de fié. todo y de seriedad científica; faltaban los instrumentos de investigación, la base metodológica indispensable que exigían dichos estudios y, sobre todo, faltaban el estímulo cultural y los presupuestos filosóficos que obraran como incentivo para semejantes indagaciones.

    Las investigaciones históricas en el campo musical fueron casi inexistentes antes del siglo XIX; las iniciadas por Burney, el padre Martini, Hawkins y algunos más tuvieron el aspecto de ser provisionales, inacabadas, y resultaron insuficientes también, desde los puntos de vista historiográfico y científico, por el escaso conocimiento del material. Durante muchos siglos, la música había sido un género artístico sujeto a un rapidísimo consumo. Hubo que llegar al Romanticismo para que naciera el deseo de volver a escuchar, de juzgar, de redescubrir, el patrimonio musical olvidado. en la primera mitad del siglo XIX, había habido un notable florecimiento de escritos críticos e históricos sobre música, si bien dominados todavía por aquel ardiente entusiasmo, por aquellos criterios de juicio aún demasiado subjetivos, literarios, empíricos, lo que no les permitió concretarse en obras científicas y sistemáticas; estos primeros estudios, fueron de una importancia fundamental, constituyendo la premisa necesaria para un ulterior desarrollo más metódico y ordenado.

    En las primeras décadas del siglo XIX, escribieron sobre música Jean-Paul (Richter), Hoffmann, Schumann, Weber, Berlioz; después, los de Wagner, Liszt; finalmente, los de Stendhal, Delacroix, Baudelaire, Nietzsche, Mazzini, etc. Que supieron suscitar un enérgico interés por la música y crearon la atmósfera propicia para que se abordaran ulteriormente estudios de este género. Junto a estos se hallan ya las primeras obras de historiografía musical propiamente dicha y, a veces, grandes obras que abarcaban varios siglos. Aparecen las primeras monografías individuales. En este período, nace el culto a Palestrina, el culto a Bach y, sobre todo, el culto a Beethoven, acompañado de la tradicional retórica de la que se rodea su biografía. Tras la primera biografía de Bach escrita por Forkel y la primera biografía de Palestrina escrita por Baini, en 1828, y las monografías de Otto Jahn sobre Mozart y de Adolph Marx sobre Beethoven, comienzan también a salir a la luz estudios históricos de mayor envergadura, obra de los primeros grandes filólogos y arqueólogos de la música; Joseph Fétis, George Kiesewetter, desde los polifonistas flamencos hasta Guido de Arezzo, hasta la música y la teoría de los griegos, de los árabes, etc.; Wilhelm Ambros, con una mentalidad singularmente abierta, consiguió sacar a la luz los nexos que median entre la historia de la música y la historia de la cultura y de las demás manifestaciones artísticas del período correspondiente.

    Los pocos historiógrafos que hubo en el siglo XVIII concibieron la música en función de lo poco que acerca de ella conocían y según el criterio de progreso vigente: su época era aquella en la que la música había alcanzado la máxima perfección artística y técnica, mientras que el pasado contenía un valor inferior por el mero hecho de ser pasado. Tendría que llegar el siglo XIX para que se cambiara de postura con respecto ala música del pasado, al considerarla autónoma en su valor, a menudo fuente de inspiración y digna, por este motivo, de ser estudiada y evocada de nuevo históricamente, buscando a veces, justamente en el lejano pasado, secretas afinidades y relaciones con el presente. una postura como la del Romanticismo: al mismo tiempo revolucionaria y con la mirada vuelta, nostálgicamente, hacia el pasado; por una parte, fascinada por el rigor, por la abstracción, por la religiosidad de un Palestrina y, por otra y simultáneamente, pronta ala creación de nuevas formas en abierta polémica con la tradición, no utilizable a partir de entonces como patrón de juicio.

    12.2 EL POSITIVISMO Y EL NACIMIENTO DE LA MUSICOLOGÍA

    La tendencia historiográfica personalizada por Ambros, con una visión de la historia tan amplia y comprensiva, típicamente romántica, inclinada a insertar la música en el seno de las restantes actividades del espíritu, se interrumpió; es más: hubo una reacción violenta contra tal orientación, en la segunda mitad del siglo XIX, al nacer la Musikwissenschft ( ciencia de la música) o -como se la ha llamado en Italia- musicología. El estudio y la reconstrucción del pasado exigía un enorme esfuerzo: la tarea de descifrar textos antiguos, escritos con una notación diferente de la actual, cada vez más incomprensible a medida que se retrocedía en el tiempo, requería el trabajo de especialistas, de investigadores dispuestos a hacer entrega de toda su actividad y paciencia; asimismo, la tarea de imprimir todo el patrimonio musical traducido a notación moderna, la atribución a sus respectivos autores de los códices descubiertos, etc., también implicaba décadas de trabajo, distando mucho, aún hoy, de haberse concluido este proceso de búsqueda.

    Esta importante obra cientifizadora de los estudios musicales, favorecida por el desarrollo que alcanzara el positivismo, por la exaltación del método científico, en la seguridad de poderlo extender a todas las actividades humanas, comprendidas las éticas y las artísticas, contribuyó a que se modificara profundamente el horizonte de las investigaciones dentro del campo de la estética musical -el escrito de Hanslick representó el primer signo de esta transformación-. Los estudios se dirigieron, en parte, hacia la arqueología y la publicación sistemática de textos antiguos y, en parte, hacia

    la acústica, la psicofisiología del sonido, la teoría musical, las indagaciones sobre la naturaleza de la armonía, de la melodía, del ritmo, etc. La musicología significó, pues, por encima de todo, un ideal de cientificidad, una aspiración a un mayor rigor en los estudios musicales; esto constituyó, sin duda, uno de los aspectos más positivos de todo el movimiento, por lo demás no limitado a la música.

    Estas investigaciones, aunque se presentaron bajo la inconsciente apariencia de indagación científica, de pura constatación de hechos, se funda- ron, en realidad, sobre unos presupuestos estético-filosóficos heredados del Romanticismo que fueron aceptados, por lo general, acríticamente. El concepto de música como expresión y lenguaje de los sentimientos, a veces, sin embargo, mezclado extrañamente con el formalismo de origen hanslickiano, continuó constituyendo la base de la mayor parte de las investigaciones sobre acústica y sobre psicofisiología del sonido.

    Todos los estudios nacidos bajo el emblema de la Musikwissenschaft -no debe olvidarse que Alemania tuvo la primacía en tal género de estudios- tienen en común lo siguiente: que descartan casi siempre el factor artístico en su indagación. Los historiadores no estudian las personalidades aisladas, sino los períodos históricos, en busca de estructuras estilísticas suficientes que caractericen siglos enteros. Por ejemplo, Riemann, en el uso del bajo continuo, señaló una característica capaz de poder singularizar el período barroco (1600-1750). Otros autores se complacieron en subdividir la historia de la música en grandes épocas que se correspondieran con otras tantas fases de su evolución técnica ( en general, subdividieron aquélla en tres épocas, conforme a la moda de las subdivisiones vigente entre los sociólogos positivistas). Por otra parte, también las investigaciones físico-acústicas tomaron en consideración el hecho musical, en su pura fisicidad o en sus relaciones con la psique humana y con el sistema nervioso-auditivo, pero, en cualquier caso, prescindiendo siempre de toda posible organización artística del material sonoro.

    13.1 EL ORIGEN DE LA MÚSICA

    Uno de los problemas que apasionaron mayormente a los musicólogos y a los filósofos, fue el del origen de la música, problema que se conecta con los primeros estudios de sociología y de etnología, ciencias que apenas habían surgido entonces, ciencias del porvenir según el presagio de los positivistas. Las investigaciones sobre el origen la música de Spencer, Darwin, Wallaschek, Combarieu, etc., estuvieron orientadas, a causa de no tener en cuenta la música en cuanto hecho artístico participando entonces del mismo defecto que las demás investigaciones musicológicas. Entre 1890 y 1891, en la revista filosófica inglesa Mind, se puede hallar el eco de tales polémicas en una serie de artículos de Herbert Spencer, de Edmund Gurney y del musicólogo Richard Wallaschek. Spencer afirma que música tiene su origen en un exceso de energía vital que debe expresarse; la música simbolizaría, por lo tanto, la expresión de todo tipo de sentimiento, principio que Spencer sostuvo en la polémica que estableció con Darwin y con Gurney. Tanto para Darwin como para Gurney, la música tenía su origen en impulso sexual, como manifestación del macho para atraer a la hembra; si embargo, Spencer contestó a esta concepción de la música como expresión' del impulso sexual aduciendo observaciones empíricas: la raza humana canta en condiciones muy distintas, motivo por el cual en la expresión musical no prevalecen de ningún modo los sentimientos amorosos sobre los demás. En otro artículo entró en polémica con Wallaschek, quien afirmaba que el ritmo era el elemento originario de la música, generador de la melodía y de la armonía y que «el origen de la música debe buscarse en el impulso rítmico del hombre», Spencer resumió, una vez más, la vieja teoría del lenguaje. La emoción y la pasión serían aquel exceso de fuerza, de vigor, de los organismos más evolucionados, que rebasa el límite requerido para las necesidades más inmediatas y que se expresa bajo la forma de sonidos. Las variaciones de voz no serían más que el efecto de las variaciones de la intensidad de la emoción; los intervalos se harían tanto más amplios cuanto más aumentara la intensidad de la emoción; asimismo, el sonido más agudo representaría el punto extremo de tensión emotiva.

    Spencer interpreta la evolución de la música: la música pasaría de una homogeneidad indefinida e incoherente a una heterogeneidad cada vez más definida y coherente. Spencer afirma que la música ha alcanzado un grado de perfección capaz de contribuir, más que cualquier otro arte, al bienestar de la humanidad. La conclusión de Spencer es que «el origen de la música como lenguaje desarrollado de las emociones ya no es una hipótesis, sino, sencillamente, una descripción de hechos». En esta tesis concuerdan Spencer, Darwin, Gurney y Wallaschek.

    Parry concebía toda la historia de la música, conforme a un enfoque evolucionista, como una transición continua de lo homogéneo a lo heterogéneo, de la sencillez a la variedad; de esta manera era como explicaba el nacimiento y el desarrollo de la armonía y de todas las formas musicales. Parry subdivide en tres estadios el ciclo histórico de la música en su totalidad: el primero, inconsciente y espontáneo; el segundo, autocrítico, analítico y consciente; el tercero, síntesis de los dos anteriores, caracterizado por el descubrimiento de la espontaneidad controlada y por haber sido donde se han producido las grandes obras maestras.

    Estas teorías evolucionistas favorecieron el desenvolvimiento de la historiografía, concibiendo ésta como estudio de mayor envergadura, que abarcaba períodos históricos íntegros. Si, tanto para Rousseau como para Wagner, se hacía imprescindible remontarse hasta el origen al objeto de encontrar la unidad perdida, por el contrario, tanto para Spencer como para Parry, el Progreso era algo irreversible. La ley de la evolución era un proceso irreversible y universal; si en el origen sólo existía lo simple y lo homogéneo, y la música no se distinguía todavía de la poesía, habría de ser el desarrollo lógico asumido por la historia el que conllevara la separación de un arte con respecto al otro y, una divergencia cada vez mayor entre ambas artes. De esta manera, la música instrumental, con su variedad de estilos, formas y aspectos, alcanzaba su justificación en un doble plano: el histórico y el teórico.

    13.2 LAS INVESTIGACIONES ACÚSTICAS Y PSICOFISIOLÓGICAS

    Paralelamente a los estudios históricos y paleográficos, adquirieron un gran desenvolvimiento los estudios emprendidos en los ámbitos de la acústica y la psicofisiología. Uno de los problemas que se retornaron fue el de la naturaleza y el fundamento de la armonía. Helmholtz llevó de nuevo a un primer plano, en este estudio básico, el problema del fundamento de la armonía y de la consonancia. Helmholtz, como ya hizo Rameau un siglo antes, quiso fundar la armonía en el fenómeno natural de los armónicos. La armonía es algo natural y se corresponde con la naturaleza misma del oído humano y de la percepción de los sonidos que éste lleva a cabo. Entre la música y el modo de percibirla existe, pues, una relación unívoca y necesaria. Helmholtz se enfrenta con la misma dificultad de sus predecesores: ¿cómo justificar la existencia del modo menor, que no se basa en los armónicos naturales? «El modo mayor se adapta a todos los sentimientos puros, bien caracterizados, así como también a la dulzura e incluso a la tristeza, si éstas se mezclan con una impaciencia tierna y entusiasta; sin embargo, no se adapta de ninguna manera a los sentimientos sombríos, inquietos, inexplicables, a la expresión de la extrañeza, del horror, del misterio o del misticismo, cosas todas estas que contrastan con la belleza artística. Es precisamente por esto por lo que tenemos necesidad del modo menor.» El modo menor no pertenece a la belleza musical.

    La correspondencia unívoca y necesaria que ha de darse entre cada elemento musical y su percepción psicofisiológica es el concepto que guía las investigaciones de Helmholtz, como ya aparece en el fragmento que acabamos de citar, en el cual -por ejemplo- cierta gama de sentimientos está ligada al modo mayor y otra al menor.

    El hecho exclusivamente acústico hizo concebir el mundo musical como algo autónomo en sus leyes y en su estructura. El pensamiento de Helmholtz no está claro en relación con este punto. La concepción de la música de estos investigadores osciló, en líneas generales, entre el formalismo de origen hanslickiano, no siempre bien entendido, y la concepción romántica de la música como lenguaje de los sentimientos, Según Helmholtz, la música no puede imitar directamente ni la naturaleza ni los sentimientos como lo hacen las demás artes. La asemanticidad es un privilegio que le es deparado a la música por el material tan especial de que hace uso: el sonido; éste, con su movilidad, confiere a la música una libertad de la que no gozan las restantes artes. La música puede generar estados de ánimo. Las demás artes, lo mismo que la palabra, nos dan el sentimiento con su causa, y sólo de forma mediata «el estado de ánimo»; la música, en cambio, puede «acoger e imitar el estado de ánimo, acercándose así más al pensamiento de Hanslick.

    Tampoco los restantes musicólogos contemporáneos de Helmholtz supieron salir de estas fórmulas equívocas; la musicología positivista quedó en gran medida, anclada en el pensamiento romántico, a pesar de que quiso contraponerse al mismo en razón a la actitud científica que enarboló.

    Las contradicciones implícitas en la musicología, principalmente en la alemana, se hallan ejemplificadas en la figura de Riemann. Su postura científica quiere significar una actitud analítica acerca de los problemas historiográficos inherentes a las tareas de búsqueda histórica, la postura que adopta da a su obra, suficientemente, un carácter antirromántico, al entender por romanticismo la actitud literaria, dilettantesca, ocasional, antimetódica, entusiasta, tan característica de los escritos con temática musical de la primera mitad del siglo XIX. Aparte de las categorías históricas elaboradas por Riemann, con el fin de caracterizar épocas enteras de la historia de la música en base a criterios formales, la atención que prodiga a todos los elementos técnico-estilísticos de la música deja presuponer una concepción formalista de ésta.

    Se trata de una estética de sello meramente romántico, privada de originalidad y dotada de escasa coherencia conceptual. Riemann no se cansa de afirmar, en el orden estético, por supuesto, que la música es, por encima de todo, expresión de la interioridad, expresión de cuanto encierra de más profundo el espíritu humano y, por consiguiente, en definitiva, «un homenaje a la verdad». Gracias a esa intrínseca expresividad. Considerando entonces la música, no como un arte capaz de «describir», sino como «un medio que expresa los movimientos más íntimos del ánimo humano y [un medio] comunicante con relación a nuestros semejantes», no debe sorprendemos que Riemann pueda concluir coherentemente que, «únicamente de forma secundaria, la obra de arte posee existencia propia, al margen de su creador, como objeto. La música es expresión de sentimientos; más aún: el lenguaje que los expresa más adecuadamente, motivo por el cual, en principio, ni siquiera el canto de un pájaro, por cuanto que es «expresión de la sensibilidad de un ser viviente», puede tenerse por algo distinto del canto del hombre.

    La postura de Riemann con respecto a la música programática y descriptiva está también, en líneas generales, en consonancia con su estética. Su ideal musical lo constituye la música pura, exenta de cualquier contaminación, de todo compromiso con las demás artes. La música es un arte privilegiado por su poder expresivo, dado que «comunica, de manera más directa y perfecta que cualquier otro arte, los sentimientos más íntimos»; resultaría verdaderamente presuntuoso pretender «explicar» con palabras lo que la música expresa.

    Las páginas que Riemann dedicara a la estética, de sello meramente romántico, se insertan con mucha dificultad en la obra que escribiera como historiador y teórico de la música; es más: contrastan netamente con el significado y con el tono que asumen sus investigaciones; contraste que se observa entre las declaraciones del principio y los análisis de las obras musicales que ocupan la parte central del estudio. Los análisis se plantean con un método rigurosamente formalista, poniendo en evidencia, exclusivamente, los elementos estructurales del tejido musical, para concluir que «cualquier forma musical cuyos elementos se dispongan con claridad y se desenvuelvan con lógica, debe reconocerse como válida». La contradicción tan nítida que se origina entre estos textos y los anteriormente comentados no se puede resolver de otro modo que descartando las pocas páginas que Riemann dedicara a la estética, por no ser sino un residuo romántico, nada esencial al objeto de comprender el conjunto de su obra, que, habiéndose encaminado en muy distinta dirección, como antídoto contra todo dilettantismo.

    Quizás fuera algo inútil proseguir con el examen de autores como los mencionados, puesto que el positivismo y la musicología no han aportado elementos de importancia notable al campo de la estética musical propiamente dicha.

    14.1 IGOR STRAWINSKY: LA FORMA DEL TIEMPO

    En el s. XIX, el formalismo había sido siempre una de las constantes fundamentales del pensamiento estético. Resulta siempre algo embarazoso enfrentarse con el pensamiento de los compositores, porque éstos presentan frecuentemente dos caras, la de pensadores y la de artistas, que no siempre coinciden, sino al contrario: a veces se contradicen, por lo cual, para salvar la coherencia, es menester olvidar una de ellas, escindiéndose así la personalidad del hombre y del artista. Sus modos de concebir la música y de practicarla durante toda su activa y larga vida son una misma cosa: el dilatado camino recorrido por el músico Strawinsky, desde sus primeras obras «barbáricas» hasta sus últimas obras «dodecafónicas», con todas las etapas intermedias que se han jalonado entre unas y otras; el uso que hace, siempre con la misma despreocupación, del folklore ruso, de la música italiana del siglo XVIII, de la ópera bufa, del melodrama romántico, del canto gregoriano; todo lo expuesto hasta aquí es ya, paradójicamente, síntoma suficiente que permite captar el significado unitario de su obra, con independencia de los cambios de estilo, de técnica y de lenguaje que en ella se dan. Strawinsky pretende ponerse al nivel del artesano medieval, quien trabaja, ordena, fabrica, con la ayuda de los materiales que tiene a su disposición, cautivado por la fascinación que ejerce sobre él el material sonoro que puede manejar a su antojo, no con un carácter meramente instrumental, sino como un fin en sí mismo. Su técnica compositiva, prodigiosamente hábil, la despreocupación con que acoge cualquier sugerencia cultural, cualquier tradición musical, forman parte de su juego genial, aunque más bien debamos decir inteligente, al objeto de evitar una palabra demasiado comprometida a causa del Romanticismo y que Strawinsky rechazaría. «inspiración, arte, artista, son términos, como mínimo, brumosos, que nos impiden ver claro en un dominio donde todo es equilibrio y cálculo, dominio por el que pasa el soplo del espíritu especulativo.»

    El arte es «un modo de realizar obras según ciertos métodos adquiridos, ya por aprendizaje, ya por invención. Estos métodos son las vías fijas y de. terminadas que aseguran la exactitud de nuestra operación». El fenómeno musical, en tal concepción, es fruto de la especulación, la cual, dirigida por una voluntad precisa y activa, dispone y ordena los elementos propios de la música: el sonido y el tiempo. Strawinsky acentúa, de manera esencial, la importancia de la dimensión temporal en la música, para lo que se inspira en un ensayo del filósofo ruso Pierre Souvtchinsky, quien dedicó un estudio de cariz fundamental a la música como arte temporal, retomando para ello los conocidos análisis hegelianos. La música es por tanto, esencialmente, «cierta organización del tiempo», siendo desde esta perspectiva desde la que Strawinsky juzga el significado de las diversas técnicas compositivas. Toda música que se precie de tal vendrá constituida por determinado arco temporal en el que existen ciertos «polos de atracción». El sistema tonal no es más que una de las tantas técnicas posibles que permiten realizar estas polaridades constitutivas de la esencia de la composición musical. Lo que permanece, más allá de cualquier técnica, es la melodía, símbolo de la organización temporal de la música. La neutralidad de Strawinsky con respecto a cualquier técnica, por el hecho exclusivo de tratarse de una técnica, es quizás más aparente que real: el sistema tonal parece irremediablemente privilegiado, ya que una melodía concebida como un arco, en el que «una sucesión de impulsos converge hacia un punto definido de reposo», está, al menos hoy, inevitablemente enlazada con el sistema armónico-tonal.

    «Considero la música, por su esencia, incapaz de expresar cosa alguna: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico, un fenómeno de la naturaleza, etc. La expresión no ha sido nunca una propiedad inmanente de la música [...]». El arte es un trabajo de «elección»: elección entre las posibilidades no infinitas que se le ofrecen al artista en cada instante. El material sonoro presenta resistencia; obliga continuamente a desviaciones, a correcciones, a cambios en las propias normas. ¿Significa todo esto que se le ponga un límite a la libre expansión de las fantasías artísticas? ¿Será misión del artista la de situarse por encima de estos límites, la de superar éstos mediante un esfuerzo titánico? La misión del artista será otra muy distinta. Los límites deben de existir por constituir el sostén indispensable que requiere la actividad del artista. Strawinsky decía que el artista experimenta «una especie de terror cuando, en el momento de ponerse a trabajar, ante las infinitas posibilidades que se le ofrecen, tiene la sensación de que todo le está permitido». Ahora bien, «lo que saca al artista de la angustia, hacia la que lo lanza una libertad sin condiciones, es la posibilidad inmediata de encaminarse hacia cosas concretas [...]. Materia finita, definida, que le servirá para sus operaciones, pero sólo dentro de los límites de sus posibilidades. Esta materia presenta unos límites; a su vez, el artista impondrá a la materia sus propios límites». La composición musical se configura, de esta manera, como un enfrentamiento activo entre el hombre y la naturaleza; se construirá apoyándose sobre un sólido terreno que habrá de tenerse continuamente en cuenta: «no sé qué hacer con una libertad teórica». Strawinsky pretende afirmar aquí es el lado fabril, artesanal, de la actividad artística y, al mismo tiempo, los valores constructivos, más que los expresivos, de la obra musical -exigencias estas recabadas por toda la tradición formalista desde Herbart en adelante. El formalismo strawinskiano, tan racional, lúcido y consciente, tiene un desenlace místico: la unidad de la obra, resultado de una construcción en la que todas las partes concurren para formar un todo, deviene símbolo de otra unidad de orden superior; «[...] la unidad de la obra ejerce su resonancia. La música se nos manifiesta como un elemento de comunicación para con el prójimo -y para con el Ser».

    14.2 La sociología de la música y el marxismo

    Numerosos historiadores, sociólogos y teóricos de la música se inspiran de diferentes modos en el marxismo; el único dato común es el deseo de analizar y de estudiar la cuestión musical en relación con los fenómenos de la sociedad. Si la música forma parte de una superestructura como todas las artes, ha de venir condicionada en su desarrollo por la estructura de la sociedad por la estructura económica. Efectivamente, el problema del condicionamiento música-sociedad puede verificarse a niveles muy diferentes; de hecho, pueden distinguirse grosso modo dos niveles fundamentales: el de la forma y el del contenido. la tesis contenidista consiste en que la música incorpora significados como lo puede hacer cualquier otro lenguaje, y en que dichos significados son directamente relacionables con la sociedad de la cual son la expresión superestructural. Sidney Finkelstein las ideas y los pensamientos de los hombres, a la vez que refleja la sociedad entera que la produjo. Cooke tuvo el mérito de intentar decantar el mecanismo mediante el cual los sonidos podrían organizarse de forma significativa y los significados podrían ser comunicables, Finkelstein paso por alto este problema e incluso lo da por resuelto desde el principio. las obras musicales expresan también ideas. Las ideas son la expresión consciente de las relaciones que se dan entre los hombres y las cosas; generalizaciones producidas por innumerables acciones y descubrimientos; frutos de la comprensión de las leyes más profundas que vinculan la evolución de la naturaleza y de la sociedad”. Afirmaciones muestran el deseo de no aislar la obra musical del contexto histórico-social en que surge, puesto que dicha obra no es sólo un abstracto arabesco con la función de sumergir al oyente en una especie de nirvana; tales afirmaciones expresan la aspiración de trazar una historia de la música que no sea exclusivamente la historia de la evolución técnica de ésta, sino una historia de toda la humanidad reflejada en la música: «se puede escribir una historia de la música -que describa únicamente la técnica y las formas y, de modo superficial, el ambiente que las haya producido. debido precisamente a que ignora toda actividad social y todo pensamiento contenido en la música, priva a ésta de cualquier significado y hasta llega a la conclusión de que no tiene ninguno. Para comprender la música es menester situarla en el marco de la vida real en que florece». Mas no queda de ningún modo dilucidado cómo un pensamiento puede contenerse en la música.

    En la breve historia de la música de tono marxista de Finkelstein, se destacan, uno tras otro, los diversos estilos musicales como manifestaciones, de la condición esclavista del Medievo, de la lucha entre el feudalismo y la naciente burguesía, del triunfo de esta última y del acceso de las masas a la vida cultural, sin esclarecerse cuál sea la clase de relación que pueda subsistir entre la música y la sociedad. A lo largo de su historia, Finkelstein establece que determinados elementos, como el folklore, el canto popular, etc.,implican un progreso para la música, mientras que otros implican una reacción; no puede definir como innovadores dentro del campo de la técnica y el lenguaje musicales -por ejemplo, Bach-, se ve forzado a recurrir a sofismas si quiere justificar su grandeza artística; hallándose en tal situación, descubre, en el sustrato íntimo de la música bachiana, los gérmenes de un conflicto, de una contradicción irremediable: “las complicadas texturas y los intrincados problemas constructivos que Bach resolvió y que le dieron fama, no son tanto índice de una "nueva forma" que surge de un "nuevo" contenido, como el intento de expresar un nuevo contenido desarrollando hasta el máximo las formas arcaicas impuestas por las condiciones en que estaba obligado a trabajar el artista [...]. Justamente aquí reside la dificultad de entender el "significado" de su música, porque precisamente las formas que le impuso la cultura feudal en el momento de su ocaso constituyeron una especie de límite, mientras que los verdaderos problemas de contenido y de expresión humana, la configuración de nuevas concepciones y emociones en la música, aparecen, superficialmente, como adaptaciones de viejos métodos que la praxis feudal consideraba fijos e inmutables. En otras palabras, lo nuevo se presenta como una continuación de lo viejo con sólo pequeñas diferencias».

    para salvar a Bach, Finkelstein se ve obligado a efectuar una nítida escisión entre técnica y lenguaje musicales, por una parte, y contenido expresivo, por otra: los primeros, viejos y consumidos; el segundo, nuevo y vital. La separación entre contenido y forma es, en cambio, indispensable para sostener la tesis que atribuye necesariamente un contenido progresista a la música de gran valor artístico.

    Finkelstein entiende por música progresista la «música que, siendo capaz de enfrentarse con los problemas nuevos que la sociedad plantea, reflexiona sobre ellos, con lo cual eleva el arte a una nueva categoría de realismo». De suerte que debe condenar, por un lado, la música de Wagner o la de Brahms, encontrándose, sin embargo, en un evidente apuro cuando, por otro lado, debe admitir después su genialidad, de la que «hicieron un mal uso» porque «alejarse de la realidad no significa sino que el arte desciende a un nivel inferior». afirma que “lo que en Wagner y en Brahms impele a desarmar toda crítica es el hecho de que ambos sean artistas tan grandes”.

    La postura de Finkelstein, sin peso desde los puntos de vista estético y filosófico, y expresión de una aceptación vaga y acrítica de cierto marxismo a la americana que la estética y la crítica marxista, tan dúctiles y despabiladas, de un Lukács refutarían con toda seguridad, testimonia, no obstante, una inclinación sociológica de la estética y la historiografía anglosajonas que no debe infravalorarse. George Dyson ofrece un esclarecedor cuadro histórico de la función de la música dentro de la sociedad. La historia de la música la concibe. para Dyson, el «significado» de la música ya no se identifica, como para Finkelstein, con su «contenido», sino con su función.

    Al querer esclarecer las relaciones música-sociedad según modelos más elásticos y menos mecanicistas, Zofia Lissa retoma las teorías lingüísticas de Stalin, que son la antítesis de las de Marx. Para Stalin, el lenguaje y sus estructuras no establecen siempre una relación directa con las estructuras económicas de la sociedad. Es más: el lenguaje se puede utilizar incluso con independencia de las estructuras sociales que lo han generado, lo que es aplicable también al lenguaje musical. Es comprensible entonces -por poner un ejemplo- que algunas grandes formas de la música instrumental, como son la sinfonía, la sonata, etc., constituyan modelos -por así decirlo- socialmente neutros y que puedan utilizarse, aunque hayan surgido en la época iluminista, en la época burguesa y, posteriormente, en los estados socialistas. Por una parte, esta teoría le permite a Zofia Lissa no incurrir en esquematizaciones demasiado fáciles y, sobre todo, no instituir paralelismos mecánicos entre la estructura y la superestructura. un ejemplo: según esta autora, en el ámbito del sistema tonal o en el de un género o una forma como la fuga, se pueden tener músicas de contenido muy diverso, expresiones todas ellas de estructuras sociales completamente diferentes. Esto le permite también a Zofia Lissa justificar que los países socialistas, que poseen unas estructuras económicas y sociales distintas de las de los países capitalistas y burgueses, utilicen la sinfonía aparentemente sin ningún apuro ideológico.

    si la música guarda relación con la sociedad, el problema consiste en establecer a qué nivel se verifica dicha relación condicionante: si a nivel homogéneo de estructuras, si a nivel de contenidos o, incluso, si a nivel de modos de producción, de ejecución y de escucha, es decir, afectando al entorno del que se rodea todo arte y, con mayor razón, la música, arte social por excelencia.

    15. Theodor Wiesengrund Adorno

    y la sociología dialéctica

    Dentro de la sociología de la música del siglo xx merece un puesto aparte la figura de Theodor Wiesengrund Adorno; todavía hoy, después de transcurridos casi veinte años desde su desaparición, su obra continúa imponiéndose por su originalidad, por su profundidad y por los intereses tan vastos que la caracterizan, ya pesar de las ásperas críticas que a menudo ha suscitado, de cualquier modo que se la juzgue, no puede uno por menos que releerla con apasionado provecho. Su pensamiento interesa especialmente a la sociología de la música, aunque se le reduciría excesivamente si se afirmara que sus estudios son esencialmente sociológicos; ciertamente, la sociología no es más que uno de los muchos resortes de que dispone su filosofía de la música. En cualquier caso, hoy en día resulta difícil arrojar una mirada sobre toda la problemática ideológica, filosófica y estética que emerge de la música del siglo xx sin tener en cuenta el pensamiento de Adorno. Para valorar en plenitud la importancia histórica de su extensa obra, hace falta valorar previamente el hecho de que ningún musicólogo había intentado jamás captar, con tanta profundidad y agudeza como lo hizo él, los nexos que ligan estrecha y dialécticamente la música con el mundo de la ideología. Es precisamente en este punto en el que la obra de Adorno se diferencia radicalmente de toda la sociología de la música anterior.

    La relación música-sociedad es extremadamente problemática, no pudiéndose resolver simplemente mediante una fórmula, aun cuando ésta goce de elasticidad suficiente. Aunque Adorno utiliza en sus investigaciones recursos que son propios del pensamiento marxista, evita cuidadosamente, no obstante, incurrir en el sociologismo fácil, según el cual la obra de arte no es más que el reflejo superestructural de la estructura económica de la sociedad de que se trate. Sus análisis parten siempre de la obra en sí y de la estructura musical de que ésta hace gala, al objeto de concretar cómo en la misma se deposita, se estructura y toma forma la ideología. Esta actitud adoptada por Adorno no compromete -como, en un principio, podría pensarse- la autonomía de la obra de arte, pese a que el carácter social del arte y su autonomía parecen contradecirse recíprocamente; pero sucede que, justamente, uno de los rasgos más definidores de la musicología de Adorno consiste en dilucidar los puntos de contradicción dialéctica con el fin de poner en evidencia las fracturas internas del pensamiento y de la realidad.

    Los análisis musicales de Adorno van siempre mucho más allá de la música en sí misma, aunque no se pueda decir, sin embargo, que la música sea tan sólo un pretexto para sostener tesis inherentes, exclusivamente, a la filosofía (en general) y a la estética (en particular). Tal vez por este motivo, sus análisis han suscitado normalmente la sospecha y la hostilidad por parte de la musicología oficial, ya sea la idealista, ya sea la positivista. Se vea de un modo o se vea de otro, no resulta nada sencillo reconstruir el pensamiento de Adorno en sus líneas esenciales, no sólo por la gran riqueza y variedad que presentan los temas que él trata a lo largo de su obra, sino sobre todo porque, desde los puntos de vista filosófico y metodológico, sus planteamientos no se pueden adscribir a ninguna corriente concreta de pensamiento de cuantas han estado vigentes en el siglo xx; más exactamente, su pensamiento se configura como una especie de feliz síntesis de moldes ideológicos diversos, como son el hegelianismo, el marxismo, el psicoanálisis y la fenomenología. En cualquier caso, al pretender hacer una valoración del significado y del alcance cultural del pensamiento de Adorno, no pueden quedar en olvido la colaboración que éste mantuvo con Horkheimer y la atmósfera cultural que la escuela sociológica de Frankfurt desplegó a través del Institut für Sozialforschung, que inició su actividad en 1923 dentro de Alemania, para proseguirla después a causa del advenimiento del nazismo, primeramente en París y luego en los Estados Unidos. Tras la urgente invitación que le hiciera su amigo Horkheimer, Adorno emigró a América, donde participó en el trabajo colectivo denominado Princeton Radio Research Project, trabajo sociológico y musicológico en torno al carácter que adopta la comunicación musical a través de los nuevos instrumentos radiofónicos. De este modo, Adorno pudo dejar constancia de sus intereses en relación con el estudio de la industria cultural y de la comunicación de masas y con el impacto que éstas ejercen sobre la producción y, más aún, sobre la escucha y sobre la fruición musical. De aquí derivó su aversión hacia ciertos métodos de indagación sociológica, a base de estadísticas y de cuestionarios, que representan una metodología ingenuamente científica y, en realidad profundamente mistificadora de la verdad, la cual es siempre fruto de una mediación y nunca un dato inmediato como puede ser el revelado por un test que recoge afirmaciones de un público medio y que retiene las fuentes estadísticas de que se dispone. Algunos años después de esto, en 1948, terminó el ensayo que lo volvió famoso, Philosophie der neuen Musik, en el que reelaboró muchas de las tesis ya expresadas en los cuatro estudios nacidos de la participación en el Princeton Radio Research Project, aunque se desvió del objeto de investigación inicial; en vez de ocuparse de la música de consumo y de los problemas inherentes a la naciente industria cultural, en Philosophie der neuen Musik se ocupó de la música contemporánea y, principalmente, de sus dos elementos antagónicos más ejemplares: Schonberg y Strawinsky.

    En Philosophie der neuen Musik, Adorno escribía que “las únicas obras que cuentan, son las que ya no son obras”; todo el análisis de la “música radical” efectuado por Adorno en este célebre ensayo tiende a demostrar que, en la sociedad capitalista avanzada, la única vía de supervivencia -aunque sea precaria- de que dispone la música consiste en ser la antítesis de la sociedad, conservando así «su verdad social gracias al aislamiento; pero, precisamente esto, a la larga la vuelve árida. Es como si se la substrajera al estímulo productivo o, dicho de otro modo, a la propia raison d'être, ya que también el discurso más solitario de un artista vive la paradoja de hablarles a los hombres gracias a su soledad, al renunciar a una

    comunicación que se ha vuelto trivial”. Como todas las artes, la música es, por su naturaleza, expresiva y comunicativa, pero hoy en día la expresión y la comunicación se autodestruyen, puesto que la sociedad de masas industrial comercializa toda forma de comunicación volviéndola trivial, alienándola y transformándola en una cosa, en un producto de cambio, en un fetiche; en esta situación, el aislamiento y el silencio se manifiestan como las únicas vías posibles por las que puede decantarse el artista que

    quiera conservar en su «obra», paradójicamente, el carácter de «verdad» o, al menos, el de testimonio de la angustia en la que vive el hombre contemporáneo.

    Así, pues, la música se encuentra hoy -según Adorno- en una dramática situación dialéctica: para permanecer fiel a su destino de obra musical, de lenguaje humano, de comunicación entre los hombres, debe ignorar al «elemento humano» y «sus lisonjas», bajo las que debe reconocer la «máscara de la inhumanidad». «La verdad de la música radical aparece exaltada en el instante en que ella desmiente, mediante un vacío organizado de significado, el sentido de la sociedad organizada que ella repudia, más que por el hecho de ser capaz por sí misma de contener un significado positivo.»

    La música a la que alude Adorno en Philosophie der neuen Musik, obra, escrita durante la guerra, es la de la escuela vienesa y, especialmente, la de Schönberg; no obstante, en el fondo, Adorno anuncia, casi proféticamente, algunos de los rasgos que definirían a la más reciente de las vanguardias, tales como la cuestión de poner en discusión la posibilidad misma de la expresión musical, la negación radical de la idea de obra de arte como estructura organizada, acabada y coherente en todas sus partes que haya de admirarse en las salas de concierto o en los teatros, el fetichismo del material sonoro, etc.

    La música contemporánea es, sin duda, un producto difícil y, por ello, la fractura que se origina entre dicha música y el público -que se manifiesta como un dato fáctico de la situación cultural actual- no puede superarse más que a través de una mistificación. La dificultad que entraña el acto de escuchar música contemporánea -y, también en esto, el discurso de Adorno es perfectamente transferible a la más reciente vanguardia representada por la escuela postweberniana- es inherente a su estructura o, mejor aún, a la negación que tal clase de música lleva acabo de toda estructura en el sentido tradicional del término, ya que en ella la estructura se plantea como antítesis del concepto de obra acabada: «El mal que ha acarreado la idea de "obra" -continúa afirmando Adorno- puede derivar de cierto condicionamiento social que no ha presentado nada que sea tan vinculante y auténtico como para garantizar la armonía de la obra de modo autosuficiente». La vía de penetración en una obra tan sui generis no deberá consistir entonces en la apropiación de un presunto código que nos dé la clave que, a su vez, nos permita abrirla o descifrarla, puesto que quizás lo que más caracterice a dicha obra sea, precisamente, el hecho de que no se la cree en base a códigos o a estructuras preexistentes: "las dificultades prohibitivas de la obra no se descubren, en cualquier caso, reflexionando sobre ellas, sino en la oscura interioridad de la obra en sí»; efectivamente, una vez destruida

    la idea tradicional de obra, el arte puede sobrevivir solamente como «absurdo absoluto».

    Si se acepta esta perspectiva, está claro que la nueva música, de no ser que se la comercialice mistificando su verdadera naturaleza -que es la de ser lo otro con respecto a la música del pasado-, habrá de escucharse de modo diferente, adoptando distinta actitud estética y distinta disposición intelectual: no se trata simplemente de asimilar los nuevos e inusitados rasgos estilísticos y las convenciones que presiden la construcción de la nueva obra, ya que lo que entra en discusión aquí es, justamente, el concepto mismo de creación musical. Ciertamente, renegar del concepto de obra de arte es -como dice Adorno- la única vía que le queda al músico para poder tener derecho todavía a habla1; a expresarse, en un mundo trastornado. Pese a ser así, es legítimo preguntarse si el mundo burgués precapitalista estaba realmente tan pacificado, tan integrado y tan falto de contradicciones como para poder producir obras tan perfectas, coherentes, compactas, integradas y orgánicas como las que produjo; o ¿acaso la obra tradicional tenga sólo la apariencia de obra en el sentido clásico y, sin embargo, si se la somete a un examen más íntimo, revele también ella sus grietas, sus fracturas secretas, sus laceraciones hábilmente recubiertas y disimuladas por la pátina del clasicismo o de la mala conciencia? Esta perspectiva no es, de ningún modo, ajena al pensamiento de Adorno, quien afirma en Philosophie der neuen Musik: «Desde los comienzos de la época burguesa toda la música seria se complació en disimular esta unidad como si fuera perfectamente compacta y en justificar, a través de su propia singularidad, las leyes generales y convencionales a las que se sujetaba»; y, un poco más adelante, resulta muy sugestivo lo que continúa afirmando: «Únicamente en el seno de una humanidad redimida, pacificada y satisfecha, el arte dejará de existir». Por este motivo, el arte clásico, con sus formas cerradas, con su perfecta coherencia formal y con sus vinculantes convenciones -todo lo cual lo vuelve, en su mayor parte, previsible a través de la lógica y la naturalidad de que hace gala el sistema tonal, podría ser una apariencia que el arte burgués se depara a sí mismo para fingir una situación de estabilidad que, en el fondo, constituye tan sólo una aspiración, pues, en definitiva, dicho arte se halla constantemente amenazado por fuerzas disgregadoras que lo empujan sin cesar.

    De estos análisis emerge uno de los núcleos capitales del pensamiento de Adorno de mayor interés a nivel teórico: la relación música-sociedad; relación enormemente problemática que no excluye, sino que más bien incluye necesariamente, un discurso acerca del valor estético de la obra. Contrariamente al planteamiento defendido por la tradicional sociología de la música de ascendencia positivista, que tendía a acantonar el problema de la valoración estética, confiándolo a un tipo de crítica que se encontraba siempre fuera del verdadero ámbito científico de la sociología, Adorno hizo de dicho problema el centro de toda su sociología de la música. En realidad, el valor estético no es algo que se añada o se superponga al valor comunicativo y social del lenguaje musical, sino que es un hecho social en sí. De aquí que el discurso de Adorno no pueda ser sociológico sin ser, al mismo tiempo, crítico y axiológico: crítica social y crítica estética se implican recíprocamente en un sutil juego dialéctico. Es evidente, pues, que con Adorno como, de otro modo, ya ocurriera con Max Weber- la sociología de la música abandonó por completo la vieja categoría del condicionamiento que tendía a reducir el arte y el lenguaje artístico a la calidad de subproductos de la sociedad. Indudablemente, la relación música-sociedad es extremadamente problemática porque entre la música y la sociedad no se da una relación de causa a efecto: para Adorno, la música está en la sociedad y es, como tal, un hecho social. Si a la música se la considera desde esta perspectiva, no se cuestiona ya el problema de las relaciones sino, más bien, el problema de la función de la música dentro de la sociedad. No hace falta decir que la música, en ningún caso, ejerce una función preestablecida; sin embargo, desde el momento en que existen tantos tipos diferentes de música y de sociedad, la tarea del sociólogo habrá de consistir, ni más ni menos, en determinar cuáles sean las funciones que asuma la música dentro de las diferentes sociedades. Además, desde esta perspectiva, cae por tierra la distinción que se venía haciendo, tan artificiosa como tradicional, entre lo extraartístico (o sea el elemento social) y lo artístico, desde el instante en que la experiencia artística del lenguaje musical es un hecho social; desvaneciéndose dicha distinción junto con la pretensión que había a la objetividad por parte de la ya mencionada sociología empírica y científica.

    La música y la sociedad no se hallan, por consiguiente, en una relación de dependencia la una de la otra y, por supuesto, la música no es un espejo de la sociedad como querría haber demostrado cierto sociologismo afectado. En realidad, la música mantiene una relación tanto más directa con la sociedad cuanto menos auténtica sea la música. Esto no significa que la obra auténtica escape al análisis sociológico o que no instituya una relación con la sociedad, sino que, al ser auténtica, la obra vuelve tal relación mucho más problemática y dialéctica. La obra musical auténtica y autónoma no realiza un valor estético al margen de la sociedad, sino que representa prioritariamente un valor en oposición a la sociedad constituida. De aquí que la tarea del sociólogo no se minimice en estas circunstancias; todo lo contrario: deviene más compleja y más difícil.

    La obra no es entonces, en la concepción de Adorno, la simple «continuación de la sociedad a través de otros medios»; tampoco la sociedad «se convierte directamente en algo visible gracias a la música». Si es que se quiere establecer una diferencia entre «el arte y la existencia empírica», agreguemos que la música y la sociedad se encuentran la una con la otra de una forma mediata y que la técnica es, exactamente, el tertium comparationis.

    Muchos años después, en 1962, en la Introducción a la sociología de la música Adorno escribió, confirmando pensamientos que ya había expresado hasta en sus primeros estudios: «[...] en toda música, aunque menos en, su lenguaje que en su interna conexión estructural, se manifiesta, en calidad de antagonista, la sociedad en su totalidad. Un criterio, en orden a establecer la verdad de la música, es el de si ésta embellece el antagonismo que se afirma incluso a través de su relación con los oyentes, incurriendo así, más que nunca, en unas contradicciones estéticas sin esperanza de que se resuelvan; o bien el de si [la música] se enfrenta con la experiencia del antagonismo en su propia constitución. En la nueva música, el antagonismo con la sociedad se tangibiliza musicalmente como una «divergencia entre

    un interés general y uno individual, mientras que la ideología oficial pretende que ambos intereses se armonicen entre sí. La música auténtica, como cualquier arte auténtico, o es un criptograma de la oposición que se da, sin reconciliación posible, entre el destino del individuo y el de la humanidad, o un símbolo de la".conexión, en cualquier caso problemática, que se da entre los antagónicos intereses individuales y una totalidad, o, en fin, un símbolo de la esperanza de una conciliación sincera; frente a todo esto, las realidades momentáneas que se corresponden con las composiciones individuales son secundarias. La música tiene mucho que ver con las clases sociales, en la medida en que en ella se imprime a fondo la relación de clases. Las posturas asumidas por el idioma musical en materias de esta índole se mantienen al margen de los epifenómenos de que se acompaña toda aparición de la sustancia. Ya venga asumido el antagonismo por la música de forma pura y directa, ya venga simbolizado por ella, la música contiene, en menor o en mayor cantidad, "ideología" según el grado de conciencia objetiva [implícito en ella]».

    Acusado a menudo de subordinar los valores artísticos a los valores sociales y a los económicos, Adorno está bien lejos, en realidad, de concebir el arte -en general- y la música -en particular- como el reflejo pasivo de un estado de hecho. Ciertamente, en su relación dialéctica con la realidad, «el arte no debe garantizar o reflejar la paz y el orden, sino que debe forzar la aparición de cuanto se quedó bajo la superficie, resistiendo así la opresión de ésta, de la fachada». Por consiguiente, la música puede asumir una función estimulante dentro de la sociedad; puede denunciar la crisis y la falsedad vigentes en las relaciones humanas y desenmascarar el orden constituido. Por este motivo, no se puede dar una respuesta al tradicional problema de si la música es expresiva ni al de si su valor es únicamente arquitectónico y formal. Para Adorno, la respuesta -también en este caso-,- no puede ser más que dialéctica. La música es algo semejante al lenguaje, pero no es un lenguaje: “la música tiende al fin de un lenguaje desprovisto de intenciones [...]. La música, carente de todo pensamiento, mero contexto fenoménico de los sonidos, será el equivalente acústico del calidoscopio; y al contrario: la música, como pensamiento absoluto, dejaría de ser música y devendría impropiamente lenguaje» . La música vive, por tanto, en esta tensión dialéctica, que se refleja en las vicisitudes históricas.

    En este contexto filosófico, se inserta el análisis que Adorno hace de la música contemporánea. En la sociedad de hoy, en que incluso la actividad intelectual se expone a ser completamente dominada e inundada por las relaciones económico-sociales, en las que el individuo está alienado debido a que la sociedad Industrial y capitalista ha sofocado la autonomía y la libre creatividad, produciendo una estandarización en aumento progresivo que ha implicado al mismo arte, hasta degradarlo a la categoría de producto comercial sujeto a las leyes del mercado, en una sociedad como la descrita, la música también corre el peligro de verse convertida en mercancía, de ser profanada, de perder su carácter de verdad para quedar reducida a un simple juego.

    En un clima de suma nostalgia por un pasado irrecuperable, por un ideal de hombre integrado en una sociedad en la que la música cumplía una función expresiva y equilibradora y en la que aún no se había transformado en producto para la masa, en imagen de la alienación humana y del endurecimiento de las relaciones entre los hombres, Adorno percibe solamente dos caminos posibles de salvación para la música, que ve encarnados simbólicamente en Schönberg y en Strawinsky: los dos polos diametralmente más opuestos dentro del mundo musical contemporáneo. La música de Strawinsky representa la aceptación del hecho consumado, de la situación presente; simboliza el endurecimiento de las relaciones humanas: «el sacrificio antihumanista del sujeto a la colectividad, sacrificio sin tragedia, inmolado, no a la imagen naciente del hombre, sino a la ciega confirmación de una condición que la misma víctima reconoce, ya sea con la autoirrisión o con la autoextinción». La música de Strawinsky, con su artificiosa recuperación del pasado, objetivándolo, cristalizándolo, poniéndolo fuera de la historia, viene a ser la vía que conduce a la inautenticidad, ala trágica disocación del mundo moderno; en suma, la música de este compositor refleja fiel y genialmente, aunque pasivamente, la angustia y la deshumanización de la sociedad contemporánea.

    También Schönberg es un hombre de nuestro tiempo, pero en un sentido totalmente distinto: si Strawinsky representa la aceptación, Schonberg representa la rebelión, la protesta, la revolución radical y ausente de compromisos. Ahora bien, ¿qué puede significar rebelarse en un mundo como el que se ha descrito más atrás? No puede significar más que el repudio en medio de una soledad absoluta -responde Adorno-. Si la angustia está implícita en la música de Strawinsky, a causa de su carácter de necia aquiescencia de este mundo, la angustia está presente en la música de Schönberg como «subjetividad solitaria que se reabsorbe a si misma». La dodecafonía de Schönberg es, pues, para la música, la única vía que conduce a la autenticidad. En la construcción dodecafónica, el compositor se

    constriñe voluntariamente entre los límites de una construcción inmanente, negándose a sí mismo entonces aquella libertad que ya no puede tener. Mas, al mismo tiempo, con su rebelión contra la tonalidad, contra el lenguaje tradicional, salva la subjetividad, salva la música, del riesgo de rebajarse hasta el rango de producto estandarizado para la masa. Los medios musicales son válidos sólo en relación con los contenidos de la vida subjetiva. La dodecafonía, o -como dice Adorno- «técnica integral de composición, no surgió en vista del estado integral ni tampoco con la idea de dominar éste, sino como tentativa de asirse ala realidad y de absorber aquella angustia terrorífica con la que se corresponde, precisamente, el estado integral. La humanidad del arte debe ser superior ala del mundo por obra del amor del hombre». En primer lugar, la dodecafonía es una denuncia en sí misma, destinada a la esterilidad, a volverse árida ya extinguirse, dado que esa vanguardia, por cuanto que es una mera protesta, está destinada ala autodestrucción. Adorno concluye su célebre ensayo sobre Schönberg de la siguiente manera: «Los chocs de lo incomprensible, que la técnica artística distribuye en la era de la verdadera insensatez, se invierten, dan sentido a un mundo privado de sentido; a todo esto se doblega la nueva música, que ha cargado con todas las tinieblas y culpas del mundo. Toda su felicidad consiste en reconocer su propia infelicidad; toda su belleza, en substraerse

    a la apariencia de lo bello. Nadie quiere tener nada que ver con ella; ni los sistemas individuales ni los colectivos. Suena sin que se la escuche, sin ecos. Cuando se la escucha, el tiempo cuaja a su alrededor en reluciente cristal; por el contrario, cuando no se la escucha, se precipita cual una esfera funesta en el tiempo vacío. A esta clase de experiencia tiende espontáneamente la nueva música, experiencia que la música mecánica cumple a cada instante: ser lo absoluto, que continuamente se olvida. La nueva música es, ciertamente, el manuscrito dentro de una botella».

    Ante una interpretación como la expuesta, de la dodecafonía como única forma de auténtica vanguardia -aun cuando ya llevara consigo, dialécticamente, los gérmenes de su disolución-, se comprende que, pocos años después de haber escrito su ensayo sobre Schonberg y Strawinsky, Adorno pudiera declarar que la música moderna, la vanguardia de las primeras décadas del siglo xx, ya estaba envejecida. Efectivamente, la impetuosidad inherente a la <mueva música» llegó a purificarse gracias a las «escorias ya los residuos del pasado»; no obstante, todo esto no benefició a la música. La agresividad de la vieja vanguardia se transformó en mansedumbre, en «mentalidad tecnocrática». Hoy, ya no se arriesga a nada; pasaron sus tiempos heroicos. Pese a ser así, la música se sirve aún de la dodecafonía, hace uso aún de los instrumentos técnicos propios de la vanguardia, pero ahora éstos son todavía más radicales y se han llevado hasta sus últimas consecuencias: “las sonoridades empleadas siguen siendo las mismas; sin embargo, el fenómeno de la angustia, que había dado vida a los primeros instantes [de la nueva música], ya no está presente [...]. Mas si el arte acepta inconscientemente la eliminación de la angustia y se reduce a un simple juego, debido a que se volvió demasiado débil para poder ser lo contrario, entonces el arte habrá de renunciar ala verdad, perdiendo en tal caso el único derecho que tenía ala existencia».

    El grito de alarma que lanzara Adorno contra el peligro que se avecinaba de una neutralización del potencial revolucionario de la vanguardia, tomó cuerpo en un famoso escrito de 1954 -que él incluyó más tarde en el libro titulado Dissonanzen-: El envejecimiento de la nueva música. Ásperamente criticado por los jóvenes músicos y críticos partidarios de la vanguardia de Darmstadt, el ensayo ponía en guardia contra cierto manierismo revolucionario, estéril de por sí y muy alejado de los ideales y de los sentimientos que habían movido a la Escuela de Viena ya los inventores de la dodecafonía. Adorno afirmaba: «El envejecimiento de la nueva música no significa otra cosa que la gratuidad de un radicalismo que se manifiesta en la nivelación y en la neutralización del material, lo que no vale ya nada. No vale ya nada espiritualmente porque, empleándose los acordes sin la precaución con que se les había compuesto y gozado hasta entonces, se les priva de toda sustancia, de toda capacidad de expresión y de toda relación con el sujeto; ni tampoco vale ya nada materialmente porque hoy nadie se escandaliza ya con la dodecafonía». Y, un poco más adelante, continuaba diciendo: «[...] la expansión del material sonoro ha llegado a su límite extremo. La confianza que se pone en la elocuencia intrínseca de este material, propicia siempre otra confianza: la de hallar algo que, parecido a zonas neutras, a nieves vírgenes, permita una inmediatez pura, una inmediatez libre de la presión del sujeto y de la cosificación que sufren las huellas de éste, expresadas una y otra convencionalmente». Una crítica como ésta, que sólo una lectura ligera podría haber conceptuado como un repliegue conservador de Adorno, se manifestó como muy profética, habiendo demostrado las sucesivas vicisitudes de las vanguardias serial y post serial, aleatoria, estocástica y electrónica -aun sin generalizar excesivamente-, el profundo sentido profético que revelaban los análisis efectuados por Adorno en los lejanos años cincuenta. Uno de los últimos escritos de Adorno ha demostrado que la actitud adoptada por él no consistió sino en una llamada de atención con respecto a las más recientes evoluciones de la música de vanguardia, al valorar positivamente ciertos aspectos de las músicas de Boulez, de Stockhausen e incluso de Cage. No obstante, en toda su obra permanece el temor a que el empuje destructivo y revolucionario de la vanguardia ya se hubiera agotado ya que el tiempo del radicalismo ya no fuera el suyo. Ahora bien, en lo concerniente a este punto, su discurso se sale de los campos de la musicología y de la sociología para internarse en el de la filosofía.

    16.1 Arnold Schönberg

    y la poética dodecafónica

    Considerado como el inventor de la dodecafonía, Arnold Schönberg encarna, gracias a su música y a sus abundantes escritos, las crisis y las incertidumbres en que se hallaba la música durante las primeras décadas del siglo XX. En sus escritos, Schönberg dedicó innumerables páginas a ilustrar su concepción del arte y apareció como un romántico tardío, ligado a la mentalidad del primer movimiento expresionista alemán.

    Afirma que la música debe oírse «en términos puramente musicales»; esta postura se traduce, en realidad, en una concepción aristocrática de la música -en particular- y del arte -en general-. El hecho de oír la música en términos puramente musicales es un privilegio concedido a muy pocos, no siendo los críticos, por cierto, los más aptos para tal clase de escucha. El lenguaje de la música es sólo para algunos iniciados y no se reduce, por supuesto, a una construcción o a un arabesco, por medio del lenguaje que le es propio, la música expresa la más profunda interioridad del hombre.

    Bajo la superficie romántico-expresionista, se manifiesta el Schönberg teorizador de la dodecafonía, en el que, junto con la vena de tendencia mística, aflora su personalidad formalista-constructivista, al establecer las bases teóricas para una profunda revolución del lenguaje musical. Schönberg se propone justificar teórica e históricamente la legitimidad de su método compositivo: el sistema tonal clásico ni es eterno ni encierra mayor miseria que la de un desarrollo histórico que conduce finalmente a la disolución de dicho sistema, así como, más tarde, a la sustitución de éste por el método de composición con doce notas. El concepto fundamental del que se sirve Schönberg para sentar las bases de la dodecafonía es el de la emancipación de la disonancia; el oído se habituó a distinguir las consonancias de las disonancias, probablemente porque los sonidos disonantes se hallaban entre los últimos armónicos.

    El desmantelamiento de la armonía tonal comportaba el abandono de una estructura formal que garantizaba el orden y la comprensión de cualquier obra musical, constituyendo su armazón, su forma fundamental. Abolido este tipo de construcción, Schönberg se encontró ante infinitas posibilidades de combinaciones sonoras. Su segunda naturaleza, racionalista y constructiva, reaparece en la formulación del «método de composición con doce notas». De aquí nació la más trivial y difundida acusación que se lanzó contra la música de Schönberg: la de ser una música árida, intelectualista y artificiosa, acusación con respecto a la cual Schönberg se mostró siempre especialmente sensible.

    «En las artes, y principalmente en la música, la forma tiende, sobre todo, a la comprensión.» En la música «no hay forma sin lógica ni lógica sin unidad». Esta insistencia por parte de Schönberg en cuanto al valor de la forma y a la imprescindible presencia de ésta en la obra musical, debe hacernos pensar que la forma es la condición ineludible de la comprensión de la música, de su valor expresivo y de su poder comunicativo. A esto se debe que el acento que Schönberg pone en la forma sea como una afirmación de la necesidad expresiva que siente el músico y como vehículo de la esencia del propio mensaje humano, social y, sobre todo, en sentido lato, ético-político.

    Ahora bien, el nuevo lenguaje dodecafónico planteó quizás al mismo Schönberg problemas que fueron mucho más allá de la formulación de un nuevo «método» de composición: problemas no sólo de orden musical, sino también de orden filosófico-existencial en sentido lato. Si la obra musical se deduce íntegramente de una serie, podría llegar a pensarse que la libertad creativa e inventiva del músico se limitara exclusivamente a la invención de la serie original. Además, la serie original no es ni siquiera perceptible y reconocible auditivamente. El problema consiste entonces en definir el significado de la libertad en la obra de arte; éste es un problema que existió siempre, si bien la dodecafonía, debido a su fuerte componente numérico y combinatorio, lo replanteó en términos dramáticos para con la música de la segunda mitad del siglo XX.

    La tonalidad -de la que ya Schönberg entrevió los límites históricos- se concibió por este compositor, simplemente, como «uno de los medios más eficaces para lograr un buen resultado formal en música». La armonía, o cualquier otro sistema posible, no es más que un método que obtiene su legitimidad, sencillamente, de los resultados que el mismo demuestra históricamente ser capaz de ofrecer Con rigor, no debería hablarse jamás de sistema: «un verdadero sistema debería contener, en primer lugar, principios que abrazaran todos los fenómenos; el ideal consistiría en que [el abarcara cuantos fenómenos existen en realidad, ni uno más ni uno menos». Éste era el concepto de armonía vigente con Rameau, con Tartini y con todos los teóricos del siglo XVIII: el principio tenía valor de ley natural y, como tal, no admitía excepciones; Schönberg añade: «las leyes del arte son abundantes, sobre todo, en excepciones!»

    Lo que quiere hacer Schönberg es basarse en la teoría de los armónicos «aunque sea algo discutible», dado que hoy en día puede resultar útil como hipótesis de trabajo. De esta manera, Schönberg, por motivos de funcionalidad didáctica, continúa sirviéndose de los conceptos tradicionales de consonancia y disonancia, pese a estar seguro de que, en un futuro próximo, tales conceptos habrían de vaciarse de significado.

    «Si es arte, no es para todos y, si es para todos, no es arte»

    16.2 HINDEMITH Y WEBERN:

    DOS INTERPRETACIONES DE LA DODECAFONÍA

    El problema de la naturalidad de la armonía ocupó el centro de la polémica que apasionó al mundo musical en el período de tiempo comprendido entre las dos guerras mundiales. El campo de batalla se divide entre los que defienden la supremacía y la exclusividad del lenguaje tonal, remitiéndose a los viejos principios elaborados en los siglos XVIII y XIX por los teóricos de la armonía, y los que defienden la dodecafonía, mostrando su legitimidad y su necesidad histórica y negando a la naturaleza, por consiguiente, la facultad de garantizar la validez de cualquier sistema.

    Hindemith, que en el ámbito del panorama musical del siglo XX representa el ala conservadora, expresa la más dura e irrevocable condena de la dodecafonía, al declarar ilegítimo su lenguaje por no corresponderse con la organización «natural» de los sonidos. Webern, al que se le considera como el portavoz de la extrema izquierda dodecafónica defiende la dodecafonía en sus escritos al sacar a la luz el nexo que la une con la tradición y, por lo tanto, la «naturalidad» del lenguaje dodecafónico. Quizás no resulte tan absurdo que se pueda llegar a conclusiones tan radicalmente diversas en los casos de Hindemith y Webern; en realidad, este hecho demuestra que la dodecafonía puede interpretarse, bien como ruptura violenta y definitiva con la tradición -como principio de una nueva era-, bien como elemento que se añade a la tradición occidental -es más: que se inserta y emerge de ésta-, configurando su desenvolvimiento lógico y natural. Esta ambigüedad de fondo, esta doble faz con que se manifiesta la dodecafonía ya se había revelado en el pensamiento de Schönberg. Desde la inteligente posición de conservador que adopta, Hindemith, coherente en sus escritos con su obra como músico, ve la dodecafonía exclusivamente como una ruptura violenta, como la pretensión absurda de infringir un orden natural y eterno constituido por la tonalidad: única posibilidad auténtica -en su opinión- de que dispone la música. Su convicción de que todo lo que va contra la organización natural y el parentesco de los sonidos significa caos, desorden, incomprensibilidad, no-música. lo que se toma con más empeño es salvar la naturalidad, la racionalidad y, por tanto, la eternidad de la tríada mayor -acorde en el que se funda la armonía clásica tonal-; no nos hallamos, pues, muy alejados de Rameau. La tonalidad no puede devenir objeto de discusión porque «se trata de una fuerza, como la fuerza de atracción de la tierra»; por su parte, la tríada mayor es «sencilla y sorprendente como la lluvia, el hielo o el viento. Mientras haya música, se partirá siempre de ese acorde, que es el más puro y el más natural de todos los acordes; a él deberá tender toda resolución; el músico está ligado a él del mismo modo que el pintor lo está a los colores primarios y el arquitecto a las tres dimensiones». Así, pues, Hindemith apela a los argumentos tradicionales hasta entonces vigentes, para afirmar, con una fe y un ardor admirables, el carácter inamovible de la tonalidad, en un momento en que todo está contra él: la teoría y la práctica.

    Hindemith no se da cuenta de que, pese a fundarse la armonía y la tonalidad, en algunos aspectos, en fenómenos acústicos, sin embargo, su realidad histórica simboliza una elección humana. Según Hindemith, solamente una música que se compone teniendo presente el parentesco de la misma con los sonidos indicados por la naturaleza, puede ofrecer garantías de ser comunicable y comprensible. Es evidente que no existe entonces ninguna diferencia substancial entre atonalidad y dodecafonía, dado que, fuera de la tonalidad, ningún sistema tiene derecho a existir y todos son igualmente arbitrarios.

    Desde este punto de vista, la dodecafonía no es más que un esquema abstracto. En opinión de Hindemith, el alejamiento de la tonalidad se debe a una búsqueda absurda de la libertad absoluta, que, traduciéndose en una negación de la naturaleza, reviste el aspecto de una anarquía injustificada. Está claro que Hindemith identifica, tanto la atonalidad como la dodecafonía, simplemente, con un movimiento de estéril oposición y de rebelión contra la tradición, actitud inconcebible -según Hindemith- si se tiene en cuenta que es lógicamente imposible substraerse a una tradición cuya validez se funda en una verdad eterna y natural, y no en algo convencional.

    En el pensamiento de Webern, la dodecafonía se presenta como una amplificación del concepto clásico de tonalidad y no como una ruptura con éste: un sistema natural en el mismo y preciso sentido en que lo era la tonalidad para los teóricos del siglo XVIII, pues la dodecafonía no es otra cosa que la utilización de un número más amplio de armónicos [del que se emplea en el sistema tonal tradicional]. Sobre este punto, Webern es muy esclarecedor y su posición, netamente anticonvencional: el nuevo sistema -afirma- «es completamente justo» por haber «nacido de la naturaleza del sonido»; la continuidad con la tradición viene garantizada por el hecho de que el nuevo sistema «nos fue dado por la naturaleza de manera análoga a como se nos dio el que se ha practicado hasta el día de hoy».

    Schönberg había abolido la diferencia entre consonancia y disonancia, afirmando la historicidad y la convencionalidad de todo sistema; por su parte, también Webern pretende abolir esa diferencia, demostrando que la misma no es cualitativa sino cuantitativa. De este modo, la dodecafonía es defendida en el terreno de sus adversarios; en vez de reivindicar la legitimidad del nuevo sistema, Webern escoge el camino opuesto: admite que todo sistema es una invención libre, contra cualquier pretensión de conferirle carácter absoluto a uno de los sistemas viables en base a una presunta fundación natural del sistema en cuestión. La dodecafonía es válida porque no constituye más que una extensión de la naturalidad de la tonalidad, fundada en la escala diatónica, que «no fue inventada, sino hallada». Si Webern fue un profeta con su música, no lo fue, en cambio, con sus escritos; en éstos, lo que más le preocupaba a Webern era salvar la continuidad con la tradición, así como la coherencia lógica de la forma como presupuesto de la comunicabilidad del discurso musical.

    17. SCHÖNBERG HA MUERTO

    Schönberg ha muerto: así tituló uno de sus ensayos Pierre Boulez, pudiéndosele dar, en cierto sentido, la razón. Entre la dodecafonía de Schönberg y la música de vanguardia de la última posguerra hay un salto tan profundo y radical que nos lleva a considerar hoy la dodecafonía como algo ya asimilado a la música clásica e integrado en la gran tradición occidental. La auténtica y verdadera revolución ha tenido lugar más tarde, al aparecer la música electrónica, la concreta, la puntillista, la aleatoria, la espacial, etc., o lo que es igual: al abandonarse las escalas diatónicas y cromáticas, fundamento lingüístico común de nuestra vieja música.

    La música de vanguardia nace gracias a un impulso critico, filosófico y estético, más que a razones de orden estrictamente musical; nace gracias a una conciencia reflexiva, más que a una conciencia intuitiva. Muchos músicos de vanguardia son también un poco filósofos y les gusta reflexionar acerca de sus propias producciones; es más: parece como si las obras de dichos músicos surgieran, a modo de demostración de ciertas teorías, en un terreno de polémica estética.

    La aparición de la música electrónica constituye el más voluminoso y notable problema de la música de la última posguerra. Al menos desde el punto de vista teórico, la música electrónica se presenta como el acto revolucionario más radical que se acomete en el seno de la tradición de la música occidental. La novedad técnica que comporta esta música concierne a la posibilidad que brinda al compositor de plasmar el sonido a su antojo. El músico se halla así liberado de cualquier vínculo: no existen ya aquellos datos imprescindibles que todos debían tener en cuenta los instrumentos con sus timbres, el material de la escala diatónica o el de la cromática.

    La música electrónica se podría interpretar como una ampliación de las posibilidades materiales a disposición del compositor, aunque, de hecho, pueda asumir un significado mucho más extenso dentro de la historia de la música. Por una parte, puede considerarse como el producto de una evolución lógica de la dodecafonía después de Webern: como última etapa de la disolución de la tonalidad. Por otra parte, es un acto de rebeldía incluso contra la misma dodecafonía, pues en ésta prevaleció aún el principio constructivista, tangible en la rígida organización a que se sometía la composición mediante la serie de los doce sonidos. En cambio, en el campo de la música electrónica reinaba la máxima y total libertad, condicionada únicamente por las posibilidades físicas de recepción del oído humano.

    El largo camino recorrido por la música a lo largo de tantos siglos de historia significó la lenta y laboriosa construcción de un sistema, la transformación del ruido en sonido y la organización del sonido en un lenguaje por medio del cual pudiera expresarse el compositor. La música electrónica destruyó todo esto, poniendo con ello en entredicho el concepto mismo de lenguaje musical.

    La música electrónica significa, por encima de todo, la destrucción del lenguaje tradicional, más bien la destrucción del lenguaje musical propiamente dicho. El sonido ya no se entiende en relación con otros sonidos, ni es un elemento más dentro del marco de cualquier sistema, sea de un orden formal natural o convencional; por el contrario, el sonido se concibe como valor absoluto, autónomo e independiente de relaciones jerárquicas, con su fisicidad y su corporeidad puras.

    La música de vanguardia nos presenta al ejecutante y también al oyente como un campo de posibilidades dentro del cual deberá operarse una elección que incidirá sobre la obra de que se trate; ésta ya no será, por tanto, un dato, sino una propuesta, una indicación de carácter normativo, un estímulo al objeto de reconstruir un orden, una forma orgánica.

    En la música postweberniana ya no se trata de reconocer, de descubrir nada: los músicos apelan directamente a la conciencia individual para que ésta unifique, forme, organice libremente lo que no es más que un campo abierto de posibilidades, del que el autor no siempre sabe prever los posibles resultados. Los nuevos rasgos por los que se caracteriza la música, a saber: una trama a menudo libre, abierta; los nuevos sonidos, del todo inéditos, no sólo los producidos por instrumentos sino los ruidos y los sonidos sin altura determinada; las estructuras rítmicas ajenas a toda tradición; todo, en suma, habría de escribirse de alguna manera.

    Mientras la música habló mediante un lenguaje armónico-tonal, durante su lenta y secular evolución, el problema fue de índole más abstracta o -si se prefiere- más académica. Sin embargo, hoy, cuando la cuestión es motivo de discusión entre los músicos y se ha destruido desde sus fundamentos el lenguaje de nuestros padres; hoy, cuando a través de mil experimentos y vacilaciones se va en busca de una nueva base lingüística y expresiva, el problema, incluso en sus aspectos filosóficos y estéticos, se ha vuelto realmente apremiante. En efecto, nunca se habló tanto como en la actualidad de lenguaje, viniera o no a cuento.

    18. LA MELODÍA.

    La melodía ocupa el primer lugar en el afecto del público. Ya decía Haydn que “la melodía es lo que constituye el encanto de la música y lo que resulta más difícil de realizar”.

    Una melodía es una sucesión de sonidos captados por el espíritu como una forma significativa. Comprender una melodía significa aprehender la unidad subyacente en ella. Para lograrlo deberemos percibir la relación que existe entre el comienzo, el medio y el final. Deberemos percibir los sonidos como parte de la línea melódica, como percibimos las palabras de una frase no individualmente, sino en relación con el pensamiento como un todo. Así, la melodía adquiere claridad, dirección y significado.

    La melodía durante el período clásico-romántico.

    Se basaba con frecuencia en una estructura de cuatro frases simétricas, cada una de las cuales tenía una duración de cuatro compases, que se hallaban separadas por cadencias regularmente espaciadas. Tan pronto como el oyente escuchaba la primera frase, sabía que las otras tres tendrían igual duración.

    La segunda frase era igual a la primera; la tercera introducía un elemento de variedad, y la cuarta establecía la unidad subyacente retornando al material de las dos primeras frases. La melodía destacaba un tono central que servía como punto de partida y de regreso. Cuando el oyente llegaba a la cadencia final experimentaba una acusación de aflojamiento de la tensión, de acción consumada: la melodía había completado su trayecto.

    Desde los tiempos de Haydn y Mozart hasta los de Tchaikovsky, Brahms y Dvoák, literalmente millares de melodías en la música occidental se orientaron al esquema de frases de cuatro compases.

    La insurrección contra los clisés de la melodía cuadrada comenzó mucho antes del s. XIX. En el apogeo del período clásico, Haydn y Mozart introdujeron asimetrías -frases de tres, cinco o seis compases- que otorgaron a su música el encanto de lo inesperado. Para lograr la intensidad necesaria, Wagner ideó lo que él llamaba la melodía continua o infinita, es decir, una línea melódica que evitara las formaciones estereotipadas mediante su desarrollo libre y continuo.

    El público se sintió muy desconcertado. Cuando la gente hubo tenido tiempo de familiarizarse con el lenguaje de Wagner, descubrió que en modo alguno, estaba desprovisto de melodía.

    El arte de la música en Europa había empleado libremente la melodía abierta con anterioridad a la época clásico-romántica, desde las sinuosas tracerías del canto gregoriano hasta los arabescos de Bach. Wagner no estaba inventando nada nuevo.

    La melodía en la música contemporánea.

    Los compositores contemporáneos no siguen ni la belleza formal de la melodía clásica ni la efusión lírica de los románticos. Se ubican muy lejos para ir en busca de modelos: desde la plasticidad del canto gregoriano o las sutiles irregularidades de la música medieval y renacentista, hasta la exhuberancia de la línea melódica de Bach.

    El compositor contemporáneo no se siente llevado a adaptar su melodía a los esquemas estandarizados de cuatro u ocho compases. No completa una frase hasta llegar a cuatro y ocho compases sólo porque la frase anterior tenía esa extensión. Su objetivo consiste en obtener una línea delicada y finamente moldeada, llena de intención y sentimiento.

    Se suprimen las cadencias, se reducen las repeticiones, se disimulan la partida y el retorno. Las melodías de Mozart, Shubert, Chopin, Tchaikovsky estaban adaptadas a la curva de la voz humana, aun cuando escribieran para los instrumentos. Esa es la razón por la que los temas instrumentales de esos maestros puedan haberse convertido en canciones populares de éxito. La música del s. XX ha desvinculado la melodía instrumental de sus orígenes vocales. La nueva melodía no es vocal ni antivocal; no ha sido concebida en términos de lo que la voz puede hacer. Los temas de las obras del s. XX contiene amplios saltos y giros de frase dentados, que no pueden ser ejecutados vocalmente. Animada por la energía y la fuerza, su línea es más apta para ser angular más que curva.

    La melodía contemporánea no se desenvuelve sobre un fondo de acordes y escalas familiares.

    El siglo XX reconoce la primacía de la melodía del mismo modo como lo hicieron los s. XVIII y XIX.

    19. LA ARMONÍA

    La melodía, en nuestra música, se oye sobre un fondo de armonía. Los acordes que acompañan la melodía le proporcionan color, aclaran su dirección y realzan su significado. La armonía es a la música lo que la perspectiva es a la pintura: el elemento de profundidad, la tercera dimensión.

    El sistema clásico de armonía.

    La gran realización del periodo clásico consistió en perfeccionar un sistema de armonía donde cada acorde tenía designado su lugar y función. Fue el sistema de la armonía del acorde perfecto. El acorde perfecto constituye la estructura acórdica fundamental de la música de occidente.

    La melodía constituye el aspecto horizontal de la música; la armonía, el vertical. La melodía desarrolla sus tracerías sobre los acordes que hacen las veces de columnas de sostén. Durante todo el período clásico-romántico, la melodía y la armonía se hallaban relacionadas entre sí de la manera más estrecha posible. La armonía, que comenzó siendo el sostén de la melodía, acabó dándole forma y determinando su curva.

    El acorde perfecto activo busca ser completado o resuelto en el acorde de reposo. Esa búsqueda de la resolución proporciona dirección y finalidad a la armonía y establece un punto de partida y de regreso. El acorde perfecto de quinto grado de la escala es el dominante o acorde V, el principal representante del principio activo. El dominante que se resuelve en la tónica (V-I) es una fórmula básica de nuestra música. El acorde IV es el subdominante y también es un acorde activo aunque menos que el dominante. La armonía clásica relaciona todos los acordes con las tres funciones básicas: tónica, dominante y subdominante, asignando a cada acorde el lugar en una cuidadosamente graduada jerarquía de valores.

    La armonía romántica.

    El movimiento romántico surgió de un período de revolución y agitación social. Su música reflejaba el dinamismo de esa época nueva. Incitados por el deseo de expresarse apasionadamente, los compositores románticos se vieron llevados de manera creciente hacia las posibilidades de la armonía disonante. Richard Wagner llevó esa tendencia hasta sus límites extremos. En sus dramas, Wagner evitó decididamente la cadencia, esto es, la resolución. Por medio del imaginativo uso de la disonancia logró amplias estructuras marcadas por una acumulación de tensiones emocionales mayores que las que cualquier otra música había conocido jamás hasta entonces. La armonía activa, disonante, llegó a simbolizar una de las más vigorosas imágenes del movimiento romántico: el hombre solitario y desafiante.

    La disonancia es el elemento que proporciona la tensión dinámica, el impulso hacia adelante que se agota y va a descansar a la consonancia (aquello que resulta agradable al oído). Estaremos más cerca de la verdad si identificamos la disonancia con el principio de actividad y de lo incompleto, la consonancia con la realización y el reposo. La progresión de la disonancia hacia la consonancia refleja los movimientos de la vida misma, su ciclo recurrente de anhelo y aplacamiento, de deseo y realización.

    Reaccionamos ante una combinación de sonidos al considerarlos como disonantes y ante otros como consonantes por diversas razones. Sea que sus sonidos se agrupen o se espacien; sea que se lo toque fuerte o suave, rápido o lento, por una orquesta o un piano; sea que se lo encuentre en una pieza predominantemente disonante o en una que en su conjunto sea consonante, ésos y otros factores análogos determinarán nuestra manera de sentir. Importante es también el nivel de refinamiento del oyente.

    La historia de la música refleja un firme desarrollo del sentido armónico, una tolerancia cada vez mayor del oído humano.

    Las disonancias son más difíciles de comprender que la consonancia. En consecuencia, la batalla al respecto prosigue a través de la historia.

    La armonía del s. XX

    El s. XX heredó estructuras acórdicas de tres, cuatro y cinco notas, añadiendo más los compositores de este siglo. La aparición de estos complicados acordes otorgaba a la música un grado de tensión mayor al que había tenido con anterioridad.

    Poliarmonía: 2 ó 3 acordes a la vez.

    La emancipación de la disonancia.

    Hacia fines del s. XIX, muchas disonancias se habían hecho tan familiares, que el compositor se hallaba dispuesto a aceptarlas como consonancias. La música del s. XX emancipó la disonancia, liberó de la necesidad de seguir hasta resolverse en la consonancia. La nueva armonía, al igual que la nueva melodía, se alejó de la efusión del estilo clásico-romántico.

    El compositor contemporáneo ha abandonado la tradicional distinción entre consonancia y disonancia. Para él la consonancia no es básicamente distinta de la disonancia; es tan sólo menos disonante. Un acorde es consonante debido a que es menos disonante que los acordes precedentes.

    Melodía y armonía en la música contemporánea.

    En la música contemporánea, la melodía y la armonía no son ya indivisibles como lo fueron durante la época clásico-romántica. Detrás del nuevo lenguaje armónico está la maravillosa capacidad del oído humano para adaptarse a nuevas condiciones, para recibir y asimilar sonidos cada vez más complicados. La armonía del s. XX nos revela las perspectivas de un universo sonoro en continua expansión.

    21. EL RITMO

    Por ritmo entendemos el principio de organización que regula el fluir de la música en el tiempo. El ritmo controla cada aspecto de una composición, desde el más pequeño detalle hasta la unidad total de su arquitectura. Berlioz consideraba que la pulsación rítmica era verdadera sangre vital de la música.

    Ritmo métrico y ritmo libre.

    El movimiento hacia el ritmo métrico estandarizado alcanzó su culminación durante la época clásico-romántica. Toda la producción de los s. XVIII y XIX se escribió en tiempos de 2/4, ¾, 4/4 y 6/8, es decir, dos, tres, cuatro o seis tiempos por compás, con un acento reiterado en el primer tiempo. El ritmo métrico conquista para la música una imagen de la danza, una sensación de bienestar físico inherente al movimiento regular del cuerpo humano.

    “La tiranía de la barra de compás”.

    Tendencia a marcar el primer tiempo más fuerte. Va contra la melodía, por eso algunos compositores la eliminan.

    Los intentos de liberarse comenzaron mucho antes del s. XX. Los maestros más antiguos hicieron un uso generoso de la síncopa, técnica que consiste en trasladar el acento al tiempo débil.

    De las escuelas nacionalistas del s. XIX nació un gran impulso hacia la renovación del ritmo. Los ritmos inspirados en las danzas populares polacas, húngaras, bohemias y noruegas vivificaron los esquemas estándar de las culturas musicales más antiguas.

    El ritmo en el s. XX.

    La rebelión contra los metros estandarizados llevó a los compositores del s. XX a explorar las posibilidades de pautas menos simétricas. Al mismo tiempo los poetas se volvieron del verso métrico al verso libre. Los ritmos del s. XX exaltan los apremios de la moderna vida ciudadana, el pulso de la fábrica y la máquina.

    Nuevos procedimientos rítmicos.

    Es frecuente que en la música del s. XIX toda una obra o un movimiento se hallen escritos en un metro único. Los compositores del s. XX, a la búsqueda de la flexibilidad del verso libre y del ritmo de la prosa, comenzaron a pasar de un metro a otro con una rapidez y facilidad sin precedentes.

    22. LA TEXTURA

    El diccionario define textura como la distribución o disposición de los hilos en un tejido. Los músicos han adoptado el término porque se aplica bastante bien a su arte.

    Distinguimos tres tipos de textura:

    -Textura monofónica, en la que la música se oye como un solo hilo melódico desprovisto de fondo armónico. En la música occidental destacamos el canto gregoriano, que estaba concebido como música pura.

    -Textura polifónica, formada por dos o más líneas melódicas. Está basada en el contrapunto. Voces independientes y separadas por contraste de ritmo y contorno.

    -Textura homófona o acórdica, en la que una sola voz lleva la línea melódica. Las voces acompañantes renuncian a su independencia y se juntan en bloques de armonía para convertirse en acordes que apoyan y enriquecen la parte principal.

    23. LA ORQUESTACIÓN

    La sonoridad de la orquesta representa el hecho cardinal en nuestra experiencia de la música y es fundamental para la formación de imágenes musicales. Bach tenía una orquesta con unos 20 ejecutantes, hacia finales del s. XVIII, Haydn y Mozart ya contaban con 30 y en la actualidad, nuestras grandes orquestas cuentan con más de 100 componentes.

    Al escribir para la orquesta el compositor contrasta los diferentes timbres, contrayendo y dilatando los medios instrumentales de acuerdo con su finalidad dinámica y asignando temas a aquellos que pueden presentarlos de forma más eficaz. Atiende a que la melodía se destaque con claridad y que las líneas del acompañamiento destaquen por sí mismas.

    La orquestación está muy íntimamente asociada a la concepción musical.




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    Enviado por:Inma Ruiz Cotanda
    Idioma: castellano
    País: España

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