En la obra Es tarde para el Hombre de William Ospina encontramos diferentes temas o tópicos que el Autor destaca. Varios de ellos es el escepticismo y el derrotismo, critica, el progreso, humanismo y la modernidad. En este ultimo el mundo esta en una dispareja regresión cuyos peligros y modos apenas estamos tratando de comprender.
Los grandes fracasos suelen requerir grandes culpables, y el que mencionamos ofrece candidatos en profusión, entre ellos la propia Ilustración, sobre la que se estableció hace algo más de dos siglos el hoy disputado concepto de 'modernidad'; en favor de dicha condena protege el hecho de que en los recientes derrumbamientos se vio implicada cierta razón servil, aquella que se ocupaba de articular la teología del Progreso que nos habría de llevar al paraíso del comunismo, si bien es por lo menos aventurado decir que la crisis actual es consecuencia de la Ilustración. Por el contrario, sucedió que por entre los inflexibles límites de un racionalismo débil y esquemático, cuyo narcisismo se negaba a considerar todo lo que no cupiera dentro de sus fronteras, se filtraron de regreso las religiones o formas transformadas de religión que se basaban en afirmaciones irracionales: Dios es la Nación, Dios es el Capital, Dios es el Proletariado, siendo ésta última la que naufragó a la manera de un gran Titanic, con miles de pasajeros "progresistas" a bordo.
El punto fuerte de Es tarde para el hombre es su poderosa ofensa contra algunas de las manifestaciones más odiosas de la Modernidad, ofensa que llega, sin embargo, al extremo de afirmar que el fascismo es "una idea singularmente moderna". Pero no se detiene ahí: los ensayos de Ospina son contra la Modernidad en su totalidad, apocalíptico discurso ante el cual uno piensa cuán sencillo sería oponerle un elogio de similar elocuencia y desequilibrio, pero en el sentido contrario: Vivan los analgésicos, vivan los antibióticos, viva la comprensión teórica del Big-bang, viva el viaje a la Luna, viva el análisis comparado, viva... la Modernidad.
Otro detalle a destacar es que al comienzo de su libro, Ospina habla del presente como de "un reino de escombros donde sobra toda religión, donde sobra toda filosofía, donde sobra toda poesía" y propone sin ambages "la recuperación de lo sagrado". Si entendemos correctamente, esto significa que los seres humanos no podemos andar sin muletas metafísicas, que necesitamos de algún cósmico titiritero tire de las cuerdas para que, en nuestro descarrío, cada uno de nosotros pueda por fin descansar en su calidad de títere obediente.
Por otro lado, las religiones destacadas en el libro por Ospina no necesitan de ninguna transfusión poética: están más vivas que hace un siglo, no sólo en las más evidentes manifestaciones de su cuerpo dogmático y de sus burocracias militantes, sino que tienen una inmensa influencia en lo que atrás denominábamos el piloto automático cultural. Y para la muestra de la supervivencia laica de la religión, un botón: la publicidad. Contra ella lanza Ospina la más tremenda de sus invectivas, de la cual se pueden compartir muchos elementos salvo la noción implícita de que la publicidad es un invento perverso de la Modernidad. Nada más apartado de la realidad: la publicidad es nueva si acaso en la forma y en la amplitud de sus objetos, pero en ningún caso en el fondo: dos mil años de historia de la Iglesia católica comprobaron, con el uso y abuso de los descuentos para el purgatorio y del santoral extravagante, cuánto sirven las "invenciones de la cruz" y los milagros para aplacar y someter a la gente, y cuán rentable resulta vender bondades del otro mundo, lleno ayer de ángeles de los nueve coros como hoy lo está de amas de casa que se pasan la vida hablando de su jabón preferido con la vecina.
También está expuesta en Ospina la idea de que la Modernidad y la prepotencia del progreso son lo mismos. Pero no, son dos cosas distintas: el progreso era, o es, una ilusión triunfalista y determinista que, en efecto, escamotea las complejidades que plantea el porvenir; la Modernidad es, o fue, mucho más: el resultado mixto y conocido de ese devenir, de esa evolución. Si se nos permite regresar a la metáfora que equipara al mundo con un tren, la Modernidad será, digamos, la cuarta estación, a la que se ha llegado después de pasar por rectas, desvíos, a veces rápidamente, a veces con exasperante lentitud y en medio de descarrilamientos, mientras la teoría del progreso es una ideología sobre el destino que apriori se supone debe tener el tren por el simple hecho de que anda hacia delante.