Literatura
Epístola consolatoria por la muerte de un amigo; Vicente de Beauvais
RESUMEN DE LOS CAPITULOS DE LA EPISTOLA CONSOLATORIA POR LA
MUERTE DE UN AMIGO.
La Epístola consolatoria por la muerte de un amigo, es una obra tardía de Vicente de
Beauvais, escrita poco después del 15 de enero de 1260, y que es un típico ejemplo de la
más pura tradición de las “consolaciones mortis”. Género que entiende que la vida
terrenal es una cárcel, de la que únicamente escaparemos a través de la muerte que
precede a la resurrección. Este argumento, tiene unos antecedentes claros en la tradición
literaria griega, que producirá notables ejemplos consolatorios por medio de autores
como Platón, Diógenes, Clitómaco, Carnéades, Posidonio, Crantor, Panecio, etc.
Posteriormente, con la cultura romana y más concretamente con Séneca, la consolación
se asentará como género literario estable. Asimismo, también cultivaron éste género
Cicerón, Quintiliano y Plutarco. Las obras de estos autores tiene como denominador
común el confiar en la inteligencia y virtud moral como solución para superar, aceptar o
aminorar el dolor que produce la muerte.
El pensamiento patrístico (creencias religiosas de un selecto grupo de pensadores del
siglo lV y V: San Jerónimo, San Ambrosio, Gregorio el grande, Cirilo, obispo de
Alejandría y San Agustín obispo de Hippona. Se les llama Padres de la Iglesia. Y por
ello que se denomina Patrística, la época de éstos), intensificó más si cabe los escritos
de estilo “consolatio mortis”, aunque ahora la consolación de la sabiduría era
completada con la consolación del Espíritu.
En la temprana Edad Media, (comienzos del siglo VI), el género consolatorio se
enriqueció con la obra de Beocio, obra que no era una “consolación”, sino más bien un
tratado de psicología cognitiva donde la razón, y el Dios creador, se presentaban como
la mejor de las alternativas para superar el aburrimiento, el hastío por una existencia
malvivida.
Con esta influencia (Padres de la Iglesia y Boecio), llegamos a los siglos XII y XIII, en
que la mezcla entre fe y razón, ciencia y teología, haga preciso la aparición de un género
consolatorio renovado. Aquí es donde aparece Vicente de Beauvais y su “Epístola
consolatoria a Luis IX de Francia”, abriendo nuevos caminos para este género.
Los siglos finales de la Edad Media, inmersos en fuertes debates gnoseológicos (rama
de la filosofía que estudia la naturaleza, el origen y el alcance del conocimiento) y
teológicos serán testigos de la aparición numerosa de “consolaciones” herederas en
parte de la influencia dejada por Boecio y Beauvais.
La peste negra, que mató a casi dos tercios de la población de Europa, las numerosas
contiendas civiles y la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1340-1453),
fueron causantes de la proliferación abundante del género consolatorio, como un freno
psicológico y de ayuda que paliara los efectos de estos acontecimientos luctuosos.
A lo largo de la primera parte de la obra, se repite el nombre de los Bellovacos,
tradición Bellovaca, herencia Bellovaca, etc.
Los belóvacos (en latín, Bellovaci) fueron uno de los pueblos celtas galos asentados en
la Galia Belga. Se trata de uno de los mayores en número y los más importantes de los
pueblos belgas.El territorio de los belóvacos comprendía desde la moderna Beauvais
hasta el río Oise. Los belóvacos dieron su nombre a la ciudad de Beauvais, la capital
fundada en la época romana con el nombre de Caesaromagus, que se convirtió en
Bellovacis en tiempos del Bajo Imperio y finalmente en Beauvaisis. El significado del
nombre belóvaco sigue siendo desconocido, aunque se han sugerido algunos, como «los
que luchan gritando». La raíz «bel-» se encuentra en la palabra gaélica Beal, que
significa boca. La palabra latina bellum (guerra), y la raíz «vac-» significa vacío. Sin
embargo, no existe registro conocido de una denominación de los belóvacos. La raíz
«bell-» también está presente en el nombre de Bellona, una antigua diosa romana de la
guerra.
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LA EPISTOLA
Trata de una obra para paliar en alguna medida el sufrimiento del Rey Luis IX de Francia
por la pérdida de su hijo primogénito Luis. Este consuelo, lejos de ser un pequeño
escrito, supuso una de las consolaciones mortis más extensas de la Edad Media. Con
fragmentos de las Escrituras, del estoicismo (doctrina filosófica fundada por el griego
Zenón en el siglo III, que defiende el autodominio, la serenidad y la felicidad de la
virtud), de San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio, San Agustín, Beocio, Hugo de
San Víctor, Bernardo de Claraval…Beauvais, construyó una epístola que va más allá de
una carta consolatoria de un amigo, para convertirse en un alegato sobre la acción
consolatoria del Espíritu Santo.
El estilo de la Epístola, apenas sale de los textos o florilegios (colección de trozos
selectos de obras literarias) clásicos y es más ordenada y coherente, los saltos de ideas y
la yuxtaposición de cifras no son tan reiterativos como en otras de sus obras. Las ideas
personales están más presentes y la reflexión es más continua y unitaria. Es una obra de
madurez.
Se divide en 3 partes: la muerte como proceso natural, la situación del purgatorio y del
infierno, y la virtualidad del estado celestial. Todo ello incluido en 16 capítulos.
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Los 5 primeros se refieren al llamado “tiempo del hombre”. (Primera parte)
Son un intento de presentar la muerte como antesala de la vida. Esta idea descansa en
las consolaciones clásicas grecorromanas y paleocristianas: el cuerpo es una cárcel de la
cual nos liberaremos con el abandono del cuerpo. Desde la primera línea presenta la
muerte como un gran bien, como una gracia especial de Dios, tanto para el propio rey,
como para el primogénito. Explicará en el primer capítulo que Dios se la ha llevado para
adornar el cielo, para gozar de un alma noble con la que quiere disfrutar de la eterna y
total felicidad, y a la que quiere ahorrar y evitar los peligros y sufrimientos de la vida.
Sentenciará que la muerte del príncipe es una prueba divina para que el rey, aprenda a
encauzar justa y rectamente los afectos del amor humano.
Ya en el capítulo III, Beauvais realiza todo un tratado psicológico sobre los efectos ante
la muerte, diferenciando la tristeza y el legítimo dolor producido por el amor de la
compasión (los clérigos medievales entendían la tristeza como uno de los mayores
males del alma). La terapia psicológica de Fray Vicente, continúa en los capítulos IV y
V, centrados en reflexionar en la muerte de los justos. La de los injustos o pecadores no
tiene consolación posible. Concretamente en el capítulo IV, presenta la muerte como
puerta de esperanza, algo cotidiano y normal y con lo que hay que aprender a vivir,
incluso abrazar y nunca olvidar. Por eso temer a la muerte no es un acto noble (aunque
se entienda, esto). Aferrarse demasiado al mundo terrenal, significa no creer en la
felicidad del encuentro con Dios.
Y en el capítulo V, matiza aún más esta idea: la muerte debe ser esperada, recordada,
aprendida y nunca llamada. Esperada porque forma parte del mismo hecho de vivir. Es
la que culminará con la separación de cuerpo y alma indicando al hombre su destino
eterno. Recordada, porque tenemos propensión a su olvido, y su recuerdo facilita la
humildad y la confesión, es útil para dejar arreglados los asuntos de este mundo, y
ayuda mediante la oración a que las almas del purgatorio, alcancen la vida plena. Debe
ser aprendida para fortalecer el alma y hacer la vida más digna, despreciando los
placeres desordenados que ésta ofrece. Nunca llamada, en el sentido de que es en el
vivir donde el alma se actualiza, se purifica, se ennoblece. Dejando patente así su
rechazo y su crítica al suicidio. “la muerte no es por sí misma ni digna ni gloriosa; en
cambio, afrontar el paso de la muerte con fortaleza, nobleza y humildad es digno de la
gloria más excelsa”.
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Los capítulos 6 al 9 (segunda parte), en que se estudian las situaciones que se
presentan a las almas al abandonar el cuerpo y sus distintas posibilidades. Pensamientos
una vez más no originales, que tendrían al siglo XII, y sobre todo al “De sacramentis”
de Hugo de San Víctor como principal influencia.
El capítulo VI aborda las distintas reacciones psicológicas que ocurren a los moribundos
(a los llamados justos), cuando el alma va a dejar el cuerpo. Desde la posición patrística
y estoica de Fray Vicente, comenta esta separación (cuero y alma) se hace muy difícil
cuando en el hombre ha prevalecido una historia personal de pasiones y placeres
mundanos, y éstas arrastran con su corporeidad al alma, que así tarda más en
purificarse. La historia personal permite afrontar la muerte con distintas posibilidades
entre las que está la intervención divina (mediante ángeles consoladores que ayudan en
ese tránsito, otras en temores y dudas que Dios permite y alienta como un acto de amor
para que el moribundo acabe de purificarse, y exclusivamente, la misericordia y paz de
Dios).
También apunta las 4 posibilidades que se le presentan al hombre siempre después de la
muerte, después de los méritos que en ella se hayan conseguido y de la misericordia de
Dios:
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-El cielo empíreo: un lugar de felicidad y perfección, al que van las almas purificadas.
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-El infierno: lugar de castigo, lugar de sufrimiento al que van los condenados, siendo el fuego su elemento
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- El limbo: lugar de los niños no bautizados; es perpetuo y sin aflicción, aunque
presenta la pena de no poder ver a Dios.
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- El Purgatorio: lugar de aflicción y purificación temporal, que permite limpiarse a los salvos de las manchas y afectos al pecado.
El capítulo VII, es una descripción de la psicología del alma en esos lugares. Según la tipología de alma de la que se trate, tendrá unas posibilidades diferentes. Según se trate de justos, impíos o de las almas purgantes. Los primeros, ven a Dios (santos); las almas
impías y purgantes, no poseen la visión de Dios, no pudiendo por sí mismas contactar
con las almas del mundo. Las almas purgantes, aunque no ven a Dios, pueden llegar a
hacerlo cuando hayan limpiado sus almas del pecado, apareciéndose a los suyos con un
fin siempre pedagógico y redentor.
El capítulo VIII, se dedica a categorizar a los que están en el purgatorio. Lo hace
mediante 3 ideas fundamentales: 1º no es un lugar de salvación, sino de purificación y
limpieza de las manchas que todavía impregnan el alma por su excesivo apego al
mundo. Las almas ya están salvas y se han ganado la salvación eterna. 2º anque salvas,
como decíamos, no están del todo limpias, tienen manchas por no haberse desprendido
aún del pecado. 3º es un estado de dolor y expiación, de sufrimiento real y profundo que
penetra en todo el alma y que la cauteriza, para que repela la tentación del pecado, y se
limpie llenándose de dignidad ente Dios.
El capítulo IX, es una continuación del capítulo anterior, centrado sobremanera en San
Agustín, aborda la virtualidad y sentido de las oraciones de los vivos por la almas
difuntas, sosteniendo Beauvais con rotundidad que éstas nunca añaden nuevos méritos a
las almas difuntas. Estas se salvan exclusivamente por sí mismas y por la misericordia
de Dios
Los capítulos 10 al 16 (tercera parte) es la última de la Epístola y describe el estado celestial o visión beatífica de Dios. Es la parte más larga, abarca 7 capítulos.
En el capítulo X, describe cómo sería el cielo, y lo describe como un “estado de luz, en
Él no hay tiniebla alguna”, y que al alcanzarlo, el hombre por sus propios méritos y
misericordia divina, alcanza el disfrute de tres de sus notas más características: el
conocimiento, al amor y el gozo.
Y cómo es ese conocer y en qué consiste, lo resuelve de manera poco concreta, divaga
con generalidades psicológicas, del estoicismo romano y de San Agustín. A través de
este conocimiento se llega al segundo de los bienes celestiales: el amor. Aquí es San
Bernardo quien le da la clave, concretando que a diferencia de la fe y la esperanza, que
desaparecen al llegar al cielo, la caridad no pasa ni termina, es absoluta y total. El amor,
para fray Vicente comienza a disfrutarse parcialmente en este mundo, cuando la
voluntad intenta cumplir el mandamiento de “amarás al Señor, tu Dios sobre todas las
cosas”, y éste es difícilmente cumplido en el llamado “tiempo del hombre” por
influencia de los pecados y tentaciones de la carne y del mundo. Tan solo cuando el
alma humana se libera de esa pesada carga de pecado, es cuando puede enamorarse del
Creador haciéndose con él una única y perfecta voluntad.
De esta identificación entre conocimiento y el amor, procede el tercero de los bienes
celestiales: el goce o deleite de Dios. Aquí tampoco Beauvais detalla, se limita a afirmar
que se trata de una alegría inmutable y eterna que nadie puede quitar porque la causa del
gozo es el propio Dios. En este caso, es con San Bernardo y San Agustín con quien lo
intenta explicar.
En este estado, casi de santidad, la única actividad del alma es la caridad en estado
pleno. Las demás virtudes no cuentan, no son necesarias, no desaparecen porque están
incluidas en la caridad.
El capítulo XI, plantea una cuestión delicada. El estado de conocimiento, amor y goce
de las almas celestiales una vez que abandonan el cuerpo, no es un estado definitivo y
absoluto. Hay una mayor perfección que llegará después del juicio final, y la unión de
las almas con el cuerpo glorificado. La iglesia ha hecho siempre una distinción entre
juicio particular y juicio final. El primero es el juicio al que se someten las almas tras el
final de la vida física del hombre. Se trata de lo que cada persona recibe como
consecuencia de las obras que haya realizado en su vida y de la fe que haya mantenido
en la misma. El juicio final ocurrirá tras la segunda venida de Cristo.
Será la palabra definitiva del Todopoderoso, el sentido último de toda su obra, se
comprenderán los caminos admirables por los que Dios ha conducido a todas las cosas,
y revelará hasta las últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho bien o haya
dejado de hacer durante su estancia en la tierra.
¿Que ocurre con las almas sujetas al veredicto positivo de un juicio particular y el juicio
final?, pues que para Vicente, existe una diferencia de intensidad en la felicidad entre
las almas que conocen, aman y gozan a Dios tras la separación del cuerpo y la absoluta
felicidad que llegará tras el juicio final de Dios. Lo explica, ayudado por San Agustín,
diciendo que el hombre tiene propensión a buscar su cuerpo terrenal, una vez convertido
en alma, no se dan cuenta de la sustancia de Dios, como la ven los santos ángeles, ya
que el alma de los hombres desea gobernar el cuerpo, y éste como un lastre le impide
llegar al cielo con rapidez. El alma resucitada no puede vivir sin el cuerpo, y esta
querencia de amor propio, arruga el espíritu impidiendo ve la esencia del mismo Dios.
No se trata de que sea falta de felicidad o armonía de las almas celestiales, ya que su
estado es perfecto, es solo que les falta el cuerpo glorificado, no están de todo completas
hasta el día del último y definitivo juicio. Se pone de manifiesto así la profunda unidad
entre cuerpo y alma que defiende Vicente de Beauvais a lo largo de toda la Epístola.
¿En qué consiste la felicidad completa que llegaría tras el juicio final? A describirla
dedica todo el capítulo XII. Dice que es algo incomprensible para el hombre, no aporta
novedades significativas, siendo únicamente un transmisor de la tradición patrística que
defiende que la felicidad celestial es armonía ante todo. Alude a citas del Nuevo
Testamento, con San Pedro, y San Pablo, con San Agustín defiende que la paz celestial
se colma de sentido los corazones de los hombres, y la hace en 4fases o momentos:
primero se dirige a todo el cuerpo, ordenando y equilibrando sus partes, luego se centra
en la parte irracional y pecadora del alma, y le otorga descanso, en tercer lugar se dirige
a su parte racional, produciendo armonía absoluta entre alma y cuerpo, y produce una
perfecta unidad de acción. En este estado el alma no permanece impasible, tiene
actividad plena, aunque no la necesita porque está plenamente saciada.
Pero ¿cómo es esa perfecta unidad de cuerpo y espíritu?, ¿qué características tiene el
cuerpo glorificado? En el capitulo XIII con ayuda de San Agustín, Bernardo de Claraval
y Gregorio Magno, deja claro que el cuerpo resucitado poco tiene que ver con el cuerpo
mortal, pues en él no hay necesidad o sufrimiento, solo existe gloria pura en perfecta
armonía e intimidad con Dios. Este cuerpo se caracteriza por la posesión de seis dones,
impasibilidad, gloriosidad, virtuosidad, agilidad, sutileza y espiritualidad. La
impasibilidad la define como la potencia natural por la que los cuerpos glorificados
serían capaces de resistir a toda causa extrínseca de lesión interna. Por eso bajo ella se
contiene la inmortalidad, la incorruptibilidad y la inmutabilidad. La gloriosidad contiene
el esplendor, la suavidad y la fragancia. La virtuosidad es la potencia natural para actuar
en otro cuerpo sin oposición o resistencia. La agilidad es la potencia por la que el
cuerpo de forma natural puede ser accionado por el alma hacia donde ésta quiera. De
aquí se deriva la sutileza o la potencia por la que el cuerpo podrá penetrar en todos los
cuerpos no glorificados, pues por la dignidad y nobleza se les concederá penetrar y no
ser penetrado, actuar y no padecer, potencia natural y ninguna impotencia, y no llenará
el lugar del cuerpo no glorificado y por eso lo recibirá consigo. Para finalizar, la
espiritualidad es la potencia natural de subsistir por sí mismo, esto es, sin ayuda de
alimento. Por eso se llama cuerpo espiritual, ya que está hecho con espíritu vivificante.
Estas características las completa con ocho gozos: cuatro son compatibles con los
ángeles y cuatro especiales por ser privativos de los hombres. El capítulo XIV,
siguiendo a San Agustín lo dedica a los cuatro primeros mientras que el capítulo XV
recoge los cuatro gozos especiales.
En el primer gozo, dice que ángeles y hombres gozan en el cielo de una comunidad que
reside feliz y perfecta, con absoluta paz, en donde todos disfrutan de la felicidad que le
ha otorgado sus obras y la misericordia de Dios.
El segundo gozo se refiere a la renovación del mundo. Una situación nueva en donde
cada criatura recibe una renovación de sí perfecta. El tercer lugar el goce por
contemplar el sentido de la creación, de la historia misma. Por último, el gozo por el
triunfo definitivo y absoluto de Dios. Todos estos gozos, comunes a toda criatura, se
completan con cuatro gozos privativos de los hombres, a los que son ajenos los ángeles,
por no haber poseído cuerpo: en primer lugar está el goce de la estola corporal
glorificada, después el goce de contemplar la humanidad de Dios, en tercer lugar,
gozarse en la semejanza de los que contemplan y del contemplado porque verán a Dios
en una naturaleza semejante a la suya; por último el goce por la liberación de las
miserias, por cuyo recuerdo se producirá una gran exultación de los santos.
El capítulo XVI, es la justificación misma de la Epístola y de la personalidad de Vicente
de Beauvais. Confía en que todos los argumentos expuestos, sean suficientes y llenos de
esperanza para que la fuerza de la razón y la fe, lleven el corazón del monarca hacia la
quietud, la paz y la esperanza.
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