Deporte, Educación Física, Juegos y Animación


El deporte en la Edad Media


Los deportes en la

Edad Media

Introducción:

En la Edad Media la mayoría de la gente llevaba una vida muy miserable y no tenían tiempo de dedicarse a las actividades de ocio. Tan sólo unos pocos hombres tenían el priviligio de poder participar o asistir a determinados actos (considerados los deportes de la Edad Media) como los torneos, la caza y la pesca.

Llamamos Edad Media a un período de tiempo que se desarrolla en la Europa cristiana entre los siglos VI al XII. Comienza con la caída del Imperio Romano de Occidente y que termina con el descubrimiento de América (1492).

Se caracteriza:

  • En lo social, unos hombres poderoso que poseían pequeños ejercicios y grandes cantidades de tierra se convierten en la clase dominante.

  • En lo económico, la inestabilidad política provocó la práctica desaparición del comercio y de la artesanía, y además la falta de circulación de moneda, hizo aparecer de nuevo la economía primaria o de trueque.

La sociedad feudal se dividía en tres estamentos:

El campesinado, el clero y la nobleza.

La cultura en la Edad Media era poco importante y solamente en los monasterios se enseñaba a los futuros monjes y a otras pocas personas.

El arte más representativo de la época feudal es le arte románico. Nació en Francia. Es un arte totalmente religioso, antinaturalista y rural.

Con el advenimiento del Cristianismo, las invasiones de los bárbaros y la caída del Imperio romano, desaparecieron casi por completo los deportes atléticos y se retorno a los entrenamientos físicos para la guerra —deportes de combate, como las justas y los torneos—, y a la práctica de la caza. Actividades deportivas de marcado carácter aristocrático, quedando exclusivamente para el pueblo llano algunos juegos de pelota y determinados lanzamientos que recordaban, sutilmente, el esplendor de los tiempos helénicos. Una especie de lanzamiento de martillo que practicaban las tribus nórdicas y una modalidad de lanzamiento de peso, que, según relata Luis Agosti, pudo ser el precursor del tradicional lanzamiento de barra, muy practicado en tierras vascas y castellanas, son algunas de las actividades deportivas que tenía permitida la plebe, junto con unos concursos de corte de troncos, arrastre de piedras, soga-tira y otras modalidades deportivo-rurales, practicadas de forma esporádica. No obstante, y pese a que se tienen pocas noticias deportivas de la época, sí podemos hablar de unas carreras de patinaje sobre hielo —primero sobre patines de hueso y luego con cuchillas—, entre los escandinavos, y de distintas modalidades del juego de pelota, ya fuera a mano, con raqueta o con palas de diferentes pesos y formas. Los jugadores lanzaban la pelota contra la pared o se enfrentaban emulando el tenis actual Se practicaba al aire libre, en las plazas y en las calles, y la afición caló de tal manera que se extendió por todas las capas sociales Recordemos que Luis X de Francia murió, en 1316, por beber agua fría en el descanso de un partido de pelota

El tiro con arco y ballesta, una especie de rugby rudimentario, algo parecido al golf y al criquet y las carreras de caballos y carros, también adquirieron gran popularidad en la Edad Media Sobre todo, las carreras de caballos en Constantinopla, donde se desarrollaban en un hipódromo de 500 metros de largo por 117 de ancho, según ha relatado don Javier Zabalo, profesor de Historia medieval. El espectáculo se prolongaba durante todo el día, con ocho carreras repartidas en dos jornadas de mañana y tarde. Era tal la afición, que mucha gente prefería no comer y asistir a la celebración A los campeones se los colmaba de atenciones y honores, y llegó a convertirse en un gran evento deportivo-festivo en la época medieval, que perduró en Bizancio hasta la conquista de la capital.

Mención especial merecen las justas y torneos, que si bien se realizaban como preparación para la guerra, tenían ciertos componentes lúdicos y algunos ejercicios de fuerza, agilidad y destreza Fueron una de las actividades favoritas de Occidente No existían apenas reglas y valía todo, con lo cual la mayoría de las veces se convertían en combates sangrientos, donde no imperaba ningún código de honor

A principios del siglo XIV se fue imponiendo una especie de reglamento que evitara en lo posible la brutalidad de los participantes. De esta manera, las justas, con sus combates entre caballeros armados de lanza y con el firme propósito de derribarse, enfrentados y separados por una distancia determinada y con una línea divisoria, fueron evolucionando hasta crearse una reglamentación y una mejor organización. Y los torneos, con sus tremendos combates a muerte —condenados por reyes y papas, decretando excomuniones y privación de sepulturas eclesiástica a sus protagonistas—, se fueron olvidando por el noble deporte de la caza a caballo, al disfrutar Europa por aquel entonces de una gran variedad de venados, jabalíes y osos.

I. La caballería

En el momento en que tantas fuerzas se unían por frenar el crecimiento del deporte, una institución favoreció su desarrollo por el ejemplo que dio y, sobre todo, inspiró un ideal que hubiese podido faltar en los juegos que surgían espontáneamente de las necesidades del pueblo: fue la caballería, en la que Renan ve «una revuelta de los sentimientos varoniles del heroísmo contra el sentimiento femenil de la religión nueva». Es en el ideal caballeresco donde hay que buscar las raíces más profundas del espíritu deportivo.

Al joven señor, del que se deseaba hacer un caballero, hasta los doce años se le educaba en la cortesía y le instruían sobre los grandes hechos de los caballeros célebres; practicaba asimismo la equitación y esgrima. A partir de los doce años acompañaba a los caballeros a las cacerías y a la guerra. Después de los quince años, por lo general, era armado caballero. Como el efebo antiguo, al recibir sus armas hacía el juramento de amar a su país, de ser valiente, fiel a la palabra dada, generoso y defensor de la justicia y el bien. Entonces tomaba parte en los torneos, en las justas y en los hechos de armas. Las justas enfrentaban a dos caballeros; las normas, que debían observarse y que disminuían los riesgos, hacían que los caballeros las prefiriesen a los torneos, verdaderas batallas que ponían frente a frente a dos tropas de caballeros organizadas por regiones o, incluso, naciones. En estos encuentros el peligro era grande y las heridas, a menudo mortales. Se cuenta de un torneo que acarreó la muerte de sesenta caballeros.

Un tal riesgo era, para estos hombres, un incentivo inapreciable; a esto se añadía el poder de sugestión de los «colores» que llevaban, y que debían hacer triunfar, y el riesgo de una excomunión o de la expoliación de sus bienes, que les podía afectar.

La caballería no era, en ese tiempo, el privilegio de una clase de la sociedad feudal: era un ideal accesible a toda persona digna de cumplir las proezas que exigía y de respetar sus principios.

La profesión de caballero exigía, sin embargo, medios materiales o bien un valor excepcional, por lo que quedaba como exclusiva para unos pocos. El conjunto de la población, que no podía esperar llegar a ella, encontraría en los juegos populares el medio de manifestar tendencias parecidas.

El desdén que se desprende de los escritos que han llegado hasta nosotros de los artistas, en la consideración de estas diversiones, hace que los documentos que nos puedan informar sobre la actividad deportiva de esa época sean menos numerosos que los de la Antigüedad. Dos obras de una notable erudición nos proporcionan, sin duda, la necesaria información para poder calificar el considerable movimiento deportivo. En primer lugar, el libro de J. J. Jusserand, Les sports et jeux d'exercice dans Vancienne France, que trata a la vez de los combates de caballeros y de los juegos populares; después, el de Albert de Luze dedicado a La magnifique histoire du jeu de paume.

El tipo de ejercicios practicados basta para probar que no hay que ver, en los juegos de la Edad Media, una reminiscencia de los juegos de Grecia. El atletismo, deporte esencial de Grecia, es desconocido en la Edad Media, que se dedicará, sobre todo, a los juegos de pelota —la palma y la soule— y también a la lucha.

En la mas elevada de esas dos categorías principales están reunidos los que los textos latinos contemporáneos llaman simplemente «soldados» (milites), pero que en la mayor parte de los dialectos populares de Occidente son designados como jinetes, «caballeros». Combatiente y hombre a caballo son dos nociones que se hicieron anónimas en el curso del siglo X, cuando el papel de la infantería en el combate se hizo secundario y cuando se dejó de requerir de forma regular los servicios militares de aquellos hombres libres que no podían presentarse en el ejército con el equipo completo de guerrero a caballo, porque eran demasiado pobres. Cada soldado debía, en efecto, armarse según su fortuna y, por esta causa, el grupo de los combatientes profesionales fue al principio una clase económica; hacia el año mil, para formar parte de ella, era necesario disponer en primer lugar de un caballo y de todos los arreos, de armas ofensivas y defensivas, amen de haberse adiestrado en la difícil esgrima a caballo y, por último, tener el suficiente tiempo libre para poder responder a las convocatorias y participar en las expediciones militares. Un capital importante (sólo la coraza, en el siglo XI, costaba tan cara como una explotación agrícola de mediana importancia) y horas para el ocio eran necesarios. Fueron, pues, caballeros los más importantes propietarios rústicos, los que percibían a la vez las rentas de un vasto dominio, cultivado por una servidumbre bastante numerosa para que ellos no tuviesen necesidad de dirigir por sí mismos la explotación, y los censos de quince o veinte masadas dependientes —en una palabra, los que eran mantenidos por un número importante de trabajadores.

Sin embargo, la clase caballeresca abierta originariamente a todos los ricos, tendió a cerrarse y a convertirse en casta hereditaria. Esta evolución era muy natural en una época de atonía económica, cuando todas las fortunas eran territoriales, y pocos eran los que conseguían, por su iniciativa individual, acrecentar o disminuir el valor de lo heredado. Muy rápida en la Francia central, donde había alcanzado su desarrollo en el último cuarto del siglo XI, fue en otros lugares mucho más lenta y aún, en algunos, jamás fue completa. Pero cuando llegó a término, solo contó la sangre y ya no la fortuna. Desde entonces los hijos de caballeros —y sólo ellos, con exclusión de advenedizos, aventureros o campesinos enriquecidos— heredan la calidad caballeresca; ellos y sólo ellos, cuando salen de la adolescencia, son admitidos en el grupo de especialistas en el combate, luego de una ceremonia de iniciación, muy simple y familiar, la de «ser armados caballeros», en el curso de la cual, después de una prueba de su capacidad militar, reciben su armamento de manos de un caballero adulto de su linaje. Formada así, es una clase relativamente poco numerosa: al parecer existe, como término medio, una familia de caballeros por parroquia.

Entre sus miembros las desigualdades de fortuna son notables. Algunos poseen un castillo y, por esta causa, el derecho de mandar, de castigar y de explotar a los rústicos; pero esos grandes señores forman una minoría restringida. La mayoría de los caballeros, instalados en una casa rural, llevan una existencia medio campesina y dirigen por sí mismos la explotación de su pequeña propiedad mientras no son requeridos para su función guerrera; y no faltan hidalguelos famélicos, segundones de familias demasiado numerosas, que consiguen apenas mantener sus armas y que, para no caer en la categoría de campesinos, tienen que lanzarse a correr aventuras. De todas formas, aunque existen caballeros ricos y caballeros pobres, todos comparten, al menos en ciertos períodos, el mismo género de vida, el de los combatientes profesionales, y su correspondiente mentalidad: estima particular por el vigor físico; gusto por las hazañas deportivas, en la guerra o en las actividades violentas que la sustituyen o la preparan —la caza mayor, peligrosa y brutal; los torneos, simulacros apenas dulcificados de la batalla que, durante mucho tiempo, no serán simples justas entre las barreras de un campo cerrado, sino la lucha en terreno libre de dos grupos de jinetes, con cargas alternadas, persecuciones, muertes y rescate— moral por último del honor y de la fe, que se funda en las reglas del combate. Este conjunto de hábitos y de sentimientos, que proceden de la especialización militar de la clase caballeresca, constituye un primer factor de unidad. El segundo es un privilegio que, sumado a la herencia, hace de la caballería desde el siglo XI una verdadera nobleza: todos los caballeros, a causa de los servicios de armas que prestan a toda la comunidad, están exentos de las obligaciones y de las cargas que pesan sobre el orden de los trabajadores; no pagan las vulgares exacciones y no hay juez que les pueda castigar; únicamente tienen obligación de cumplir los servicios honorables que han prometido, por libre compromiso, al señor de su feudo.

El feudalismo En efecto, toda la clase caballeresca —y es otra nota que la caracteriza— está encuadrada en las instituciones feudales. Desde el final de la época carolingia, para asegurarse protección o ventajas diversas, casi todos los hombres libres de condición superior, hicieron homenaje de su persona aun patrono; de esta forma los caballeros residentes en el territorio de un castillo y obligados a guarnecerlo en caso de peligro, se convirtieron en vasallos del señor de la fortaleza; y después del hundimiento del poder monárquico —desde fines del siglo X en la Galia y sólo a principios del siglo XII en Germania— estas vinculaciones personales se convirtieron en los únicos lazos políticos entre los miembros de la aristocracia. Pero, al mismo tiempo, el carácter del vasallaje se modificó sensiblemente. En efecto, alrededor del año mil, por todas partes se abre paso la idea de que los servicios del vasallo noble merecen una retribución regular; el señor debe, en ocasión de las asambleas que periódicamente reúnen sus hombres en torno a si, distribuirles regalos, caballos, armas, piezas de moneda o de adorno; mas también es conveniente, que cuando hacen acto de vasallaje les conceda tierras para mientras dure el juramento, o un bien cualquiera —un señorío completo, una parte de diezmo o de censos, con frecuencia una simple masada o un campo acensuado a campesinos— que produzca ingresos regulares en compensación del servicio: es el feudo. A principios del siglo XI, al juramento de fidelidad sigue inmediatamente la investidura del feudo, que tiende a incorporarse a la ceremonia del homenaje; y esta unión íntima entre el feudo y el vasallaje provoca una transformación del vínculo de hombre a hombre. Pues poco a poco, el feudo, el elemento material, concreto, fructífero, reviste mayor importancia en el espíritu de esa gente guerrera poco dada a la abstracción; y al cabo, invirtiendo la relación original entre la concesión del feudo y el vínculo personal, se imaginan que la fe, los servicios del vasallo y aun el mismo homenaje dimanan del feudo, siendo los deberes del dependiente como un alquiler del feudo. Ya en el último cuarto del siglo XI, semejante cambio de perspectiva se ha operado: señor y feudatario están ligados por su derecho común sobre una misma tierra, mucho más que por la promesa de amistad. ¿Cuál es entonces su posición respectiva?

Ciertamente el caballero vasallo no tiene su feudo en absoluta libertad: puede perderlo si no respeta las cláusulas del contrato de vasallaje; en efecto, el feudo es «decomisado», confiscado, por el señor, en cuanto la falta del vasallo, la felonía, queda probada ante la asamblea de todos los vasallos. Pero si el dependiente noble no traiciona su juramento de fidelidad, nada puede turbarle en el disfrute de su feudo; puede conceder porciones del mismo a sus propios vasallos; tiende naturalmente a confundirlo con sus bienes patrimoniales, pues en el uso cotidiano nada los distingue; hasta tal punto que, a finales del siglo XI, la costumbre suele reconocerle el derecho de alienarlo y de transmitirlo a sus herederos. Sin duda subsisten algunas restricciones: aunque hereditario, el feudo es indivisible; el asentimiento del señor y su intervención son indispensables para que el nuevo poseedor del feudo, adquiridor o heredero, sea investido del mismo; y con frecuencia tiene que pagar una tasa de mutación y siempre prestarse a la ceremonia del homenaje. Pero estas garantías del derecho señorial no impiden que los feudos muden fácilmente de mano, ni que se anuden y desaten las fidelidades que determinan. Esta movilidad lleva consigo un relajamiento indiscutible de los vínculos entre vasallo y señor. El señor no escoge ya sus vasallos, y el azar de las sucesiones y de las ventas le dota de nuevos fieles que, con frecuencia, menores o inválidos, mal pueden «servir» su feudo, y aun a veces le son desconocidos si no hostiles; y es lícito poner en duda el valor real de un juramento prestado de labios afuera, en el curso de una ceremonia reducida a mera formalidad para sancionar una relación estrictamente patrimonial. Además, la posibilidad de enajenar y legar el feudo acrecientan el número de caballeros que, en razón de los feudos adquiridos de uno u otro modo, resultan vasallos de varios señores, a cada uno de los cuales han prometido su fe y su servicio; evidentemente difícil será que se entreguen por entero a ninguno y lo probable es que no cumplan con nadie, poniendo como pretexto sus compromisos múltiples. Subordinado al feudo, el vínculo de vasallaje dista mucho de representar en todo momento, como en la época franca, la completa dependencia del hombre a su patrono que sólo la muerte podía romper.

No obstante no hay que creer que el vasallaje haya perdido toda su fuerza; continúa, en efecto, fundado en uno de los actos más graves que puede realizar un cristiano, el juramento. Pero su intensidad se ha hecho mucho más variable y sensible a las circunstancias. He aquí, según una carta que Fulberto obispo de Chartres dirige hacia 1020 al duque de Aquitania, que le había pedido consejo sobre este punto, cómo se entendían por entonces las relaciones entre señor y vasallo. Se trata en primer lugar de una entrega recíproca, en la cual ambos contratantes se colocan sensiblemente al mismo nivel; en efecto, «el señor debe en todo momento corresponder a la conducta de su fiel, y si no lo hace será a justo título acusado de mala fe». Reducido a su sustancia fundamental, este compromiso es un seguro de carácter negativo: cada uno de los dos hombres se compromete a no hacer nada que pueda» perjudicar al otro. De todas formas, es conveniente que la amistad sea un poco más cálida y señalada por signos positivos: «Si bien es justo que el fiel se abstenga de perjudicar a su señor, no es así como mereced feudo; pues no basta con abstenerse de hacer el mal, hay que hacer asimismo lo que está bien; en consecuencia, es necesario que el vasallo preste con fidelidad a su señor consejo y ayuda, si quiere ser digno del feudo y estar en regla con la fe que ha jurado. » «Ayudar», es socorrer con todos los medios de que se dispone y los que las circunstancias reclamen, dando dinero, interponiendo su influencia, en justicia o en otras esferas, ante los adversarios del «amigo», lo más frecuentemente aportando el apoyo de su fuerza y de sus armas, como corresponde en una sociedad militar. Poco a poco, en el transcurso del siglo XII, la naturaleza y extensión de la ayuda feudal se perfilan y son fijadas por las costumbres locales: así en Francia se entiende que el señor está en su derecho de exigir de su vasallo, además de las estancias periódicas en su fortaleza, el servicio militar gratuito de cuarenta días por año; puede por otra parte reclamar la contribución de sus hombres cuando debe pagar su propio rescate, armar a su hijo o dotar a su hija y cuando parte a la cruzada. En cuanto a la obligación de consejo, debe ser puesta en relación con una costumbre propia de las sociedades medievales, con el sentimiento arraigado de que el jefe no puede tomar una decisión grave, dictar una sentencia, decidir el destino de sus bienes, sin someter el asunto a sus hombres y escuchar su parecer; el vasallo debe, pues, cada vez que se le pide, llegarse a su señor y aconsejarle; con ello se les brinda ocasión al encuentro y estrechar unos lazos que el alejamiento podía aflojar. A estas obligaciones generales se suman con frecuencia servicios mutuos más espontáneos y de más honda resonancia moral: así, en muchas ocasiones el vasallo envía a su hijo a pasar su adolescencia y aprender su oficio de caballero junto al señor, en compañía de los hijos de éste, a quienes más tarde deberá «servir» sintiéndose más compenetrado con ellos. No es raro, por último, que la relación sea mucho más estrecha y que el vasallo sea muchas veces confundido con los parientes más próximos de su amo; pues cuando, favorecido por una proximidad de cuerpo y de alma, el vínculo feudal reviste su entero vigor, se hace tan estricto, tan constrictivo, como el lazo de sangre.

II. La palma

El más antiguo texto español que se refiere al juego de la pelota aparece en las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, redactadas hacia el año 630.

Una miniatura del manuscrito de las Cantigas del rey Alfonso X el Sabio representa una escena del, en aquel tiempo —siglo XIII—, popular juego de la pelota.

El famoso código de Las Partidas, también de Alfonso el Sabio, promulgado hacia el año 1265, menciona asimismo el juego de la pelota, prohibiendo a los clérigos jugar a ella; lo cual da fe de la enorme popularidad de que gozaba.

La palma se ha jugado de distintas maneras, casi siempre según la disposición de los emplazamientos en donde se podía jugar, y se ha transformado con el perfeccionamiento del material utilizado por los jugadores. El terreno se dividía en dos campos de desiguales dimensiones o que comportan dificultades diferentes; uno, por consiguiente, más ventajoso que el otro. El equipo que ocupa el campo más difícil no podrá cambiar de campo hasta haber obtenido una o dos cazas, es decir, cuando haya logrado enviar la pelota a un punto determinado o cuando el adversario haya fallado la recepción de la pelota en ciertas condiciones. La láctica consistirá, pues, para unos en conservar el mejor campo; para los otros en pasar a él. En el exterior los dos campos estaban separados solamente por una línea trazada en el suelo.

Como los jugadores se encontraban a veces con que el mal tiempo les impedía continuar tan apasionantes partidos, se empezó, a principios del siglo XIV, a construir salas cubiertas. La palma había ya sido, sin duda, practicada en las salas contiguas a las catedrales o en los fosos que protegían las poblaciones y los castillos; de aquí pudo salir la idea de no limitar el emplazamiento del juego a las líneas trazadas en el suelo, como se haría más tarde en el tenis, sino aumentar el atractivo y la variedad del juego dando a los jugadores libertad para hacer rebotar la pelota contra los muros que rodeaban la sala. Estas salas, aproximadamente de 30 x 12 metros, admitían, además, en uno de sus largos y en uno de los fondos, una especie de galería cubierta a dos metros del suelo con el techo inclinado, sobre el cual la pelota podía deslizarse. Por debajo del techo el tabique era perforado, a todo lo largo, con una abertura de 90 centímetros, por la que se intentaba hacer salir la pelota; en fin, al fondo de uno de los campos, otra abertura de un metro cuadrado, la reja, y un estrecho panel cortado, el cancel, ofrecían la posibilidad de combinaciones suplementarias. Los dos campos estaban separados por una red.

El rey Luis XI, en el año 14.80, se había ya preocupado de la fabricación de pelotas, y había dictado una orden prescribiendo «que serán deudores todos los maestros de dicho oficio de hacer buenas pelotas, bien revestidas y bien llenas de buen cuero y de buena borra...». Como la pelota era bastante dura, los jugadores se protegieron la mano con un guante de piel; después emplearon una especie de pala recubierta de pergamino y, finalmente, hacia el año 1500, raquetas encordadas de tripa.

En épocas diferentes, pero más particularmente en el siglo XVI, se han podido contar doscientas cincuenta pistas en París, cuarenta en Orleans y veintidós en Poitiers; se construyeron pistas en el Louvre y en casi todos los castillos: en Fontaine-bleau, Pau, Amboise, Compiégne, Plessis-les-Tours, etcétera.

Se ha citado muchas veces el testimonio de un viajero inglés, Dallington, quien, para dar a sus compatriotas una idea del desarrollo considerable de la palma, contaba que había más practicantes de este juego en Francia que borrachos en Inglaterra.

La palma tenía sus reglas fijas, que fueron impresas en 1599 con los siguientes versos a modo de prefacio:

El noble juego del frontón, noble entre todos los otros juegos El cuerpo del hombre ejercita y el espíritu y los ojos; Jugando diestramente, el cuerpo entra en acción Y el espíritu se dispone a la buena afección. Busquemos pues los placeres, a los aburrimientos bien contrarios A fin de ser más gallardos en loa trabajos.

El primer artículo decía así: «Señores que deseáis divertiros y jugar al frontón, hay que jugar, a fin de recrear el cuerpo y deleitar el espíritu, sin jurar ni blasfemar el nombre de Dios. Antes de jugar es conveniente hacer girar la raqueta para saber a quien le toca jugar primero. El primer juego es el juego de Dios, que se dice de cortesía para las señoras o señoritas».

En 1579, Gosselin había publicado una obra titulada La déclaration des deux doubtes qui se trouvent en comptant le jeu de paume, lesquelles méritent d'être entendues par les hommes de bon esprit. Buscaba en ella las razones que habían podido hacer adoptar la manera de contar los puntos, 15, 30, 45 y juego, sistema que debía ser conservado después en el tenis. Sus dos hipótesis, la división del ruedo en grados o el cotejo con la medida de longitud, el climat de 60 pies, al igual que los estudios ulteriores, consiguieron dilucidar esta cuestión de una manera cierta.

En el año 1292 había trece artesanos de pelotas (paumiers) establecidos en París, mientras que sólo había ocho librerías y un solo vendedor de tinta. Los paumiers se habían reunido en cofradías a principios del siglo XV; obtuvieron cédulas de Francisco I en 1537 y Carlos IX les dio los estatutos en el año 1571, viendo que el juego estaba «... tanto o más en uso que ningún otro en todas las buenas ciudades de nuestro reino». Los textos oficiales reglamentaban la profesión y la fabricación de pelotas y de raquetas.

Los poemas que el juego inspiró a Charles d'0r-léans y a Mathurin Régnier, el empleo de términos o comparaciones tomadas del juego por Montaigne y, más tarde, por Pascal y Rousseau, denotan el lugar que ocupaba en la vida corriente.

Crónicas y memorias nos proporcionan noticias aún más precisas. Nos dan a conocer que desde Juan el Bueno hasta Luis XIV casi todos los reyes de Francia jugaron a la palma.

Un éxito tan completo, que se prolongó durante varios siglos, no pudo denegar a la palma el título de juego nacional de los franceses. Ninguno de los deportes nobles de nuestros días es aún tan rico en historia ni tan sólido, con una superioridad que pueda permitirle aspirar a esta gloriosa sucesión. Hay que lamentar la desaparición casi total de un juego que parece poseer la rara ventaja, a pesar del esfuerzo físico intenso que requiere, de ser, no obstante, tolerado por los que han pasado ya el periodo de juventud. se jugaba con un balón, cuya medida variaba según los países. Se trataba de llevar el balón a un punto determinado del campo contrario, hacerlo pasar entre dos postes o, incluso, hacerle atravesar un aro cubierto de papel. Corrientemente, las partidas se organizaban con motivo de una fiesta patronal y se practicaban tanto en el campo como dentro de una ciudad, aumentando con los arroyos, charcas, setos y tapias el pintoresquismo del combate. Para formar los equipos se enfrentaba a los habitantes de dos poblaciones, o bien a los casados contra los solteros. Los que no tenían posibilidad de participar en los torneos encontraban en la soule ocasión para satisfacer su afición a la violencia; también las crónicas hacen, a menudo, mención de heridas graves: «Dicho día, en la partida de soule del cercado de Berger, Cantepye me arreó tal puñetazo, corriendo contra mí, sobre la mamila derecha, que me dejó sin palabra y con gran dificultad me pudieron volver aquí. Sentí desmayarme en el camino y perdí el sentido casi media hora, por lo que me vi obligado a guardar cama» (Mêmoires du Seigneur de Gouberville ). Tampoco eran raros los accidentes mortales.

En ese tiempo la soule no era más que un juego practicado sólo por el pueblo. Nos ha llegado un relato que cuenta que, también en este deporte, Enrique II de Francia fue brillante: «Y, de hecho, el rey no jugaba un partido en que Ronsard no fuera siempre llamado a su lado. Una vez, entre otras, habiendo planeado el rey una partida para jugar al balón en Pré-aux-Clercs, donde a menudo se tomaba esta diversión, por ser un ejercicio de los mejores para robustecer y devolver la juventud, no quiso que se jugara sin Ronsard. El rey y los suyos vestían librea blanca, y monsieur de Laval, capitán

III. La «soule»

Como la palma, la soule se jugaba de distintas maneras, pero jamás se unificaron sus reglas, ni tan sólo en lo que concierne a las dimensiones del terreno o en el número de jugadores que componen un equipo, pues en el curso del juego no era cuestión de frenar el ardor de los adversarios. La soule del otro equipo, la llevaba roja. Allí Ronsard, que estaba en el equipo del rey, lo hizo tan bien, que Su Majestad dijo en voz alta que él había sido la causa de la ganancia obtenida en la victoria». Por su parte, el poeta no ha dejado de celebrar la habilidad deportiva de su real compañero en su himno De Henri deuxiesme.

La soule, que había sido practicada desde principios del siglo XII, decayó al mismo tiempo que la palma; tradiciones locales la mantuvieron en Bretaña y en Picardía hasta el siglo XIX. Puede ser considerada como predecesora del rugby y del fútbol.

Estampas e ilustraciones representan otra forma de soule que se jugaba con palos; en ellas también se puede observar que, muchas veces, los golpes destinados a la pelota alcanzaban a los jugadores. Era como el moderno juego de hockey.

Finalmente, el mallo, practicado primeramente por los irlandeses en el siglo XV, no expone a ninguna brutalidad, puesto que no se trata más que de hacer correr una bola de un punto a otro, con el mínimo de golpes posible, empujándola con un mazo. Muy ligeras transformaciones han bastado para que se convirtiera en el golf.

IV. La lucha

La lucha también gustaba a todos. No se podía golpear al adversario por debajo de la cintura. No se celebraba ninguna fiesta bretona sin un torneo de lucha, y los campeones de esa región gozaban de un justo renombre. Los gentilhombres no despreciaban poner a prueba su suerte; se cuenta que Bertrand Du Guesclin, cuando sólo tenía diecisiete años, una tía suya lo había llevado a la iglesia mientras se desarrollaba un torneo en la población; pudo escapar el joven de la vigilancia de la dama, absorta en sus oraciones, y conseguir así la primera de una serie de victorias. Los reyes y los señores mantenían, con estipendios, luchadores que los seguían en sus desplazamientos y se enfrentaban a los representantes de sus huéspedes. En el curso de la entrevista de Camp du Drap d'Or, Enrique VIII, orgulloso de su corpulencia, propuso a Francisco I medirse con él en la lucha. Francisco I logró derribar a su adversario y los consejeros creyeron preferible interrumpir una pelea cuya oportunidad diplomática les parecía dudosa.

V. La evolución ulterior

Está fuera de duda que estos juegos contribuyeron poderosamente a desarrollar la energía de nuestros antepasados y a hacerlos más aptos para afrontar las dificultades de su vida. Sin embargo, si se libraron a ellos por su instinto, no parece que fuera con intención de sacar alguna ganancia de orden práctico; para ellos fue siempre una distracción. Practicaban la palma, la soûle y la lucha por «placer», por «solaz», y estas palabras, que podían designar toda clase de distracciones, fatalmente debían evocar más particularmente los fuegos que preferían. Los ingleses tomaron prestada la palabra desport, que en francés antiguo significaba solaz, y que se encuentra ya en las poesías de Chaucer; la adaptaron y quedó convertida en sport, que debía ser universalmente adoptada en el siglo XIX. Si bien la palma, la saule y la lucha eran los tres deportes principales, la actividad deportiva de la Edad Media no se limitaba a estas especialidades. Ya Froissart enumera cincuenta y dos juegos a los que se libraba en su juventud, y con Rabelais, que somete a Gargantúa a un programa de instrucción haciéndole abarcar todos los conocimientos, podemos descubrir toda la variedad de ejercicios que se ofrecían a la juventud. Gargantúa es, sin duda, hábil en los deportes en voga, pero añade a ellos el salto, la escalada, la natación, el remo, el lanzamiento de peso y de jabalina, las pesas, las barras «y, para ejercitarse el tórax y los pulmones, gritaba como todos los diablos... Stentor no tuvo jamás una tal voz en la guerra de Troya». Rabelais no olvida precisar que «todo su juego era en libertad».

Montaigne, más moderado y con buen sentido, traza un nuevo camino a la educación: «No es a una alma, no es a un cuerpo que se adiestra, es a un hombre», se levanta contra la disciplina de los colegios y propone aplicarles un programa en que «los mismos juegos y los ejercicios serán una buena parte del estudio». Algunas de sus recomendaciones conciernen directamente a los deportes; ha intuido lo que constituye el valor del espíritu deportivo: «No es por casualidad que nada haya más agradable en el trato de los hombres que las tentativas que hacemos los unos contra los otros, por competencia de honor y de valor, o sea, en los ejercicios del cuerpo y del espíritu, en los que la suprema grandeza no tiene ninguna verdadera parte». Y cuando escribe: «Los que corren tras un beneficio o una liebre, no corren: los que corren son los que juegan a parejas, para ejercitar su carrera», pronuncia con anticipación la condena del profesionalismo.

Se imprimen las primeras obras especializadas. En 1569, el italiano Mercurialis publica, en latín, De arte gymnastica, importante obra consagrada a los ejercicios físicos de los antiguos e ilustrada con láminas de gran interés. Algunos años más tarde, Du Faur de Saint-Jorri, también en latín, aporta con su Agonisticon una documentación considerable y que merecería ser mejor conocida.

Entretanto, estas voces importantes que empiezan a elevarse en favor del deporte y que revelan su utilidad, no podrán triunfar sobre las nuevas influencias que se ejercen sobre las costumbres. El Renacimiento atrae a las artes, a las letras y a las ciencias a todos aquellos cuyos contemporáneos acostumbrarán a seguir su ejemplo. La vida se ha vuelto menos dura y no requiere tan encarecidamente las cualidades que se podían adquirir en los juegos. Los cortesanos prefieren los juegos de salón y abandonan completamente la palma cuando aparecen las carreras de caballos.

La esgrima logra mantenerse. Respondía, en tiempos de Luis XIII, a la necesidad de cada caballero de estar en forma para sostener duelos, casi siempre a muerte. Después de la prohibición de los duelos, las armas fueron transformadas e hicieron valer la destreza y la elegancia. Pero la esgrima quedó siempre reservada a una cierta clase de la sociedad. Subsistieron también los arqueros que, después de haber sido cazadores y luego soldados, conservaron los concursos destinados a su entrenamiento; constituidos en «compañías», han mantenido intactos hasta nuestros días la jerarquía de sus cuadros y la pintoresca fórmula de sus pruebas; el «caballero» queda obligado a no revelar el secreto del juramento que debe pronunciar al ser admitido.

En el siglo XVIII, las antiguos juegos son del todo olvidados; los grabados que representan algunos juegos al aire libre bastan para hacernos comprender que no tienen ningún parecido con los deportes. Sin embargo, se puede recordar la iniciativa de madame de Genlis, encargada de la educación de los hijos del duque de Orleans, que se esfuerza por hacer un uso metódico de los ejercicios físicos.

Sobre todo, será en la obra de J. J. Rousseau donde se inspirarán los que, más tarde, conseguirán por fin transformar la educación. Rousseau tomó para su Emile los juegos deportivos: «Pero nosotros, hechos para ser vigorosos, ¿pensamos llegar a serlo sin esfuerzo? ; y, ¿de qué defensa seremos capaces, si no somos nunca atacados? Se juega siempre sin mucho entusiasmo a aquellos juegos en los que se puede ser poco hábil sin riesgo: un rehilete que se caiga no puede hacer daño a nadie; pero nada desentumece el brazo como el tener que tapar la cabeza, nada vuelve la vista tan precisa como el tener que preservar los ojos».

Los combates de animales: el bull-baiting

Los combates contra ratones eran los menos bárbaros de los que tenían como protagonistas a perros. En efecto, en Inglaterra se organizaban combates contra todo tipo de animales, especialmente contra toros. Para tal fin se seleccionaron perros (no se puede hablar realmente de raza) que fueron denominados bull-dogs («perros-toro»). Ya en el siglo IV a. de C. un emperador romano menciona al «perro británico capaz de llevar al suelo la frente del toro». Se cree que los antepasados del bulldog actual provenían de molosos de tierras griegas que habían sido importados pollos mercaderes fenicios.

Sea como sea, el caso es que la tradición de los combates entre perros y toros (el bull-baiting) está profundamente enraizada en la historia de Inglaterra. Hay numerosos testimonios escritos que datan del siglo XI, y muchos autores narran que en 1559, la reina Elisabeth ofreció al embajador de Francia una espléndida comida, al fin de la cual se organizaron varios combates entre perros, osos y toros. En 1618, el rey Jaime I prohibió los combates en domingo, por razones religiosas, pero en realidad las organizaba para sus invitados los otros días de la semana. Se cuenta que en el transcurso de una recepción para el embajador de España, el punto culminante del espectáculo consistió en soltar en el Támesis un oso blanco para que una manada de perros le diera muerte.

Sobre estos combates se cuentan anécdotas de una sorprendente crueldad. Su desarrollo era el siguiente: el toro estaba atado con un pesado collar de cuero y una correa de unos cinco metros unida a una argolla fijada a una estaca; por otra parte, los perros estaban sueltos y hacían todo lo posible para aferrar la garganta del animal que, lógicamente, bajaba la cabeza y embestía todo lo que se ponía a su alcance. Los perros demasiado lentos o poco hábiles eran proyectados tranquilamente a diez o veinte metros de altura, y sus propietarios corrían para atraparlos al vuelo, con el fin de evitar que sufrieran todavía más lesiones en la caída.

Una vez el perro lograba hacer presa no tenía que soltarla; ello explica el prognatismo (mandíbula hacia delante) de los bulldogs, que les permitía respirar sin tener que soltar la presa. Los perros entraban en acción por turnos (había que pagar para participar) y el vencedor era el que lograba derribar al toro; esta acción era objeto de suculentas recompensas.

Estos perros luchaban con una bravura y un encarnecimiento asombrosos. Tanto es así que había propietarios que forzaban una última tentativa para sus perros mortalmente heridos, antes de desmoronarse. Se relata el caso de un criador que poseía una hembra ya vieja, la cual, justo después de haber parido, fue lanzada a combatir y, cuando hubo mordido en el lugar adecuado, fue cortada en pedazos con un cuchillo de carnicero, con lo cual se demostró que no soltaría la presa hasta que muriera a causa de las heridas. El feliz propietario pudo vender la camada —gracias a este certificado de calidad— por la suma astronómica de cinco guineas por cachorro. Nos alegramos por él.

La pelea, alma del bull and terrier

No es fácil hacerse una idea de lo que fueron y las emociones que suscitaron las antiguas peleas, pero debía ser una convulsión social similar a la que despertaban los toros en España a finales del pasado siglo. Los enfrenamientos clásicos eran las riñas contra osos y toros, entre perros y la muerte de ratas. Esporádicamente se organizaron otras como la muerte de burros, combates contra lobos, monos, tejones, y un largo etcétera, pero salvo lo anecdótico nunca gozaron de verdadero interés para el público aficionado a estos divertimientos.

El enfrentamiento entre perros y osos, deporte lento y muy salvaje, es quizás de los más antiguos. Los gitanos criaban y mantenían osos para exhibirlos por las ferias y fiestas de toda Inglaterra. En cada pueblo, y por un precio muy bajo, los dueños apostaban sus perros contra el oso. El plantígrado llevaba el cuerpo protegido por una coraza de cuero y se encontraba sujeto por el cuello a un muro mediante una gruesa cadena. Los perros se soltaban en grupos de cuatro a seis. Cuando uno de ellos apresaba al oso por las orejas debía mantener la presa el mayor tiempo posible. Durante el reinado de Enrique VIII se inauguró un anfiteatro para albergar tales combates con un aforo de 1.000 plazas.

La violencia y la muerte

En estos tiempos se cometen muchos crímenes», escribe Gregorio de Tours refiriéndose al año 585, porque, como añade el biógrafo de san Leger respecto del año 675, «cada uno identifica la justicia con su propia voluntad». No se podría decir en menos palabras que la violencia se había convertido en un asunto estrictamente privado y que, si el parto representa toda la feminidad, el asesinato constituye perfectamente la virilidad. Por ello es importante desmontar aquí pieza por pieza el mecanismo que conduce de la agresividad, cualidad indispensable, a la violencia destructora y a la muerte, de los juegos inocentes, a la caza, a las trifulcas, a la paz de los cementerios y al mundo imaginario del más, allá.

Si la educación intelectual del joven en las escuelas monásticas o catedralicias había dejado de ser, con la excepción de la enseñanza a cargo de un preceptor, un acto de la vida privada, el deporte y la caza eran aprendizajes siempre interiores al ámbito familiar. Se iniciaban por lo general después de la barbatoria, una ceremonia que tenía lugar tras el primer corte de barba del muchacho. La salida del vello constituía la prueba de que una de las cualidades fundamentales del hombre, la agresividad, iba a poder cultivarse. En efecto, los francos sólo habían podido vencer al Imperio romano cultivando incesantemente las virtudes militares. Por lo demás, la palabra "franco" viene del antiguo alto-alemán frekkr, que quiere decir audaz, fuerte, animoso. Por eso, desde la edad de los catorce años y aún antes, nadar, correr, caminar y montar a caballo eran deportes aprendidos muy pronto, casi indispensables. Habría que decir inclusive saltar sobre el caballo, porque, a falta de estribo, hasta el siglo IX, cada uno tenía que tomar su propio impulso, saltar con las piernas abiertas y las manos juntas sobre la grupa del animal como hoy sobre el caballo con arzones. Para bajarse, tras haber pasado por encima una pierna, el jinete se deja caer al suelo con los pies juntos. Y muy pronto entre el hombre y el animal familiar estrechan unos lazos muy particulares. Son a veces tan fuertes que en 793. durante un ataque musulmán a Conques, un joven aristócrata aquitano, Datus, prefirió conservar su montura que cambiarla por su madre prisionera. Si bien los enemigos le arrancaron a ésta sus senos y luego le cortaron la cabeza antes los ojos de: su, hijo, horrorizado ya un poco tarde. Un mismo apego se producía con respecto a la espada regalada por el padre o por el señor después de la ceremonia de la investidura —o espaldarazo— práctica, que parece ser muy antigua. En efecto, la palabra se deriva del verbo duban que, significa en francés antiguo "golpear". Una vez que el aprendizaje militar, el manejo de la espada, del arco, del hacha —aquella francisca que, bien lanzada, podía destrozar el broquel del adversario antes de la carga final— había terminado el padre, bien lo fuera por la sangre o por adopción, hacía arrodillarse ante él al muchacho y le golpeaba violentamente en la espalda para comprobar su resistencia. La investidura —o espaldarazo— era un rito de iniciación que aseguraba que un joven era ya (capaz) en adelante de batirse y de matar en defensa de su parentela Podían comenzar ya las verdaderas batallas. Los juegos, por si mismos, no parecen tener apenas importancia, a excepción del de los dados que conocían los aristócratas galo-romanos por la época de Sidonio Apolinar, a finales del siglo V, y sobre todo del ajedrez que practicaban todos los nobles celtas y germánicos porque no dejaba de ser un aprendizaje de la estrategia y de la táctica militares

El adiestramiento más importante seguía siendo la caza, lugar ideal en que se aprendía a matar grandes animales y a apoderarse de la caza menor. Se establecía además una doble relación, de familiaridad y amistad con los animales domésticos que ayudan a cazar, y de agresividad frente al mundo salvaje inculto o no cultivado. Este mundo misterioso y vacío de hombres se llamó en efecto, a partir del siglo VII, for-estis de donde hemos derivado «foresta» lo que en su sentido primitivo designa la naturaleza salvaje exterior (for) a la empresa humana Para la mentalidad de los francos, a esta naturaleza no puede sometérsela mas que por la violencia cuando se encuentra más al descubierto en otoño, cuando la vegetación se aclara y los animales jóvenes no tienen ya necesidad de sus madres Entonces se establece esa rivalidad entre el hombre y la bestia que permite averiguar cual es la ley del mas fuerte, si la de la naturaleza o la de la cultura, la del instinto o la de la inteligencia La caza no tiene únicamente como finalidad surtir de carne a las cocinas, sino también adiestrar para la guerra, entrenar en el arte de matar. Y no deja de haber ocasiones en que el hombre es su víctima Fue en el curso de una cacería, en 675 cuando el rey merovingio Childerico II. En el bosque de Bondy, al este de París, se convirtió de cazador en cazado los nobles rebeldes, bajo la dirección de Bodilon, lo acuchillaron como a un ciervo sin olvidar a la reina Bilichilda, a pesar de que estaba encinta. A la inversa, Carlos el Niño (sobrenombre revelador de la precocidad de este aprendizaje), hijo de Carlos el Calvo murió, en 864, como consecuencia de un accidente de caza, del mismo modo que su sobrino Carloman III, en 884 herido por un jabalí. En cuanto al hermano de este último, el rey Luis II, que acababa de vencer a los vikingos dos años antes, no encontró nada mejor que una caza mucho más tierna una muchacha, que corno a ocultarse en su choza. Olvidándose de que estaba a caballo, se precipitó al galope por la puerta y se cascó el cráneo como si fuera un huevo contra el dintel evidentemente demasiado bajo. Los placeres de la caza tenían sus inconvenientes

Aquella guerra entre el hombre y el animal tenia la ventaja de procurar no solo el placer de matar, sino también la intimidad con el animal doméstico cuyo instinto había de ser dirigido por el hombre. Para la caza a caballo los galo-romanos utilizaban perros de dos tipos, los de Umbría y los molosos, tal vez el equivalente de los perros corrientes y de los dogos que agarraban a la bestia por el cuello. Los burgundios empleaban el perro de jauría, un animal rápido, el segusiavo un perro muy apto para la persecución, y el petrunculo quizás otra especie de dogo Al que robaba un perro se le condenaba a abrazarle en público el trasero, o, si se negaba a tamaño deshonor a pagarle 5 sueldos a su propietario y otros 2 de multa Entre los francos la multa era mucho mas elevada 15 sueldos Por lo que hace al ciervo doméstico robado a pesar de la marca del propietario impresa al rojo sobre su piel, «valía» 45 sueldos En efecto ¿esta vieja práctica céltica conocida todavía hoy como «caza a la brama» consistía en emboscar entre arboles y redes en forma de U un ciervo atado a un ramal y que, en el momento del celo, se ponía a bramar atrayendo indefectiblemente a ciervas y a otros ciervos. Igualmente apreciadas eran las aves de presa, cuyo adriestamiento era aun más difícil Los francos castigaban con 15 sueldos al ladrón de un halcón sobre su percha por tanto a punto de ser "'"utilizado, y con 45 sueldos si se trataba de un halcón encerrado bajo llave en su jaula, tanto como en el caso de un ciervo amaestrado y tres veces más que en el de un esclavo. Siempre con vistas a disuadir de tales robos, los burgundios habían dado con algo mejor: el halcón robado debía devorar cinco onzas de carne roja sobre el pecho del ladrón. De esto a hacerse saltar un ojo, no había más que un paso. Esta pasión por la caza y por los animales de caza de montería y altanería era común a todas las etnias de la Galia merovingra y carolingia. En uno de sus capitulares precisó Luis el Piadoso que, cuando un individuo no pudiera pagar una multa en metálico como' wergeld (compensación por asesinato) sino que prefiriera pagarla en especie, era necesario dejar al margen de toda conmutación la espada y el gavilán del culpable, ya que éste atribuía tal valor afectivo a sus dos compañeros inseparables de los buenos como de los malos días que aumentaba su precio real hasta el exceso. Como ocurría con el caballo, se trataba de objetos y de animales necesarios para la supervivencia y cuyo valor era superior a cualquier lazo familiar. En cambio, había dos armas de caza que aparecen menos valoradas por sus propietarios, por más que fueran esenciales, el arco y el venablo. El primero se utilizaba para el tiro al vuelo con el carcaj lleno de flechas. Sidonio Apolinar nos muestra a Teodorico II, rey de los visigodos (451-462), en el ejercicio de la caza de aves a caballo, pero disparando sólo con buen conocimiento y haciéndose pasar el arco preparado por un escudero que lo seguía. Asimismo, el venablo era utilizado por Avitus, un senador auvernés que había llegado a emperador romano, en 456, pero en este caso tenía que descender del caballo y. a pie, hundir el arma en el cuerpo de un jabalí, la fiera más peligrosa de cazar que existía. Estas dos armas debían de ser más baratas probablemente y más fáciles de fabricar. Pero no permitían la creación de aquella relación de afectividad que nacía del recuerdo de los cuerpos fornidos con la espada franca, aquella maravilla de flexibilidad y de filo, o de los años pasados en adiestrar el perro fiel o el ave que jamás erraba su presa. Entre el hombre y el animal se establecía una relación privilegiada de connivencia, porque ambos eran cazadores.

Con el animal salvaje se creaba también otra, más compleja, hecha a la vez de miedo y de imitación. El lobo era entonces un animal habitual en los campos. Cuando el invierno era demasiado frío, se los veía llegar a entrar, hambrientos, hasta el interior de las poblaciones fortificadas, como en Burdeos, en 585. cuando devoraron varios perros. En su capitular De villis, a comienzos del siglo IX, Carlomagno ordenó a sus monteros que cavaran fosas para atrapar a los lobos y sobre todo, en el mes de mayo, a los lobeznos. El obispo de Metz, Frothario, le escribía al emperador Carlomagno, cuyos bosques había alabado: «He matado en vuestros bosques más de un centenar de lobos»... La caza del lobo había llegado incluso; ser tan corriente que, entre las trampas que la gente ponía «en descampado», o sea fuera de las tierras cultivadas, había una compuesta de un aparato con un arco tendido, bastaba tocarlo para que la flecha se disparara y matase al imprudente, animal u hombre. La ley de los burgundios, con el fin de evitar este tipo de accidentes. precisaba que debía señalarse la situación de la trampa con tres marcas, una en el suelo y dos en el aire. Es evidente que el lobo aterrorizaba a las gentes y aparece tan peligroso como el jabalí, el cual, enormemente agresivo en cuanto se siente atacado, hace frente y puede herir gravemente de un buen hocicazo. Su caza es tan difícil que le cuesta 15 sueldos al que roba o mata un jabalí que otros cazadores hicieron huir. Pero nunca se hace mención de una hembra cazada. Al contrario del macho, que ataca enseguida, la - hembra huye a la carrera, sin detenerse nunca. ¿Cómo hubiese sido posible que los francos no se vieran tentados a establecer un paralelismo entre estos machos agresivos y el varón, por un lado, y las hembras siempre fugitivas para proteger su progenitura y la mujer, por otro? La naturaleza animal les dictaba literalmente a los humanos sus papeles masculino y femenino, agresión y ternura, superioridad e inferioridad.

Del temor se pasaba, incluso fácilmente, al mimetismo. Después de la segunda mitad del siglo V, los aristócratas galo-romanos y el mismo pueblo comienzan a abandonar el sistema de apelación de las personas con tres nombres. Ya no adoptan mas que uno sólo. Los francos hacían lo mismo y escogían nombres compuestos de dos radicales. Con mucha frecuencia, para atraer sobre el niño las cualidades del animal salvaje envidiado, el nombre impuesto identificaba al futuro adulto con la bestia: Bern-hard, oso fuerte, que ha dado Bernardo: Bert-chramn, brillante cuervo, hoy Bertrand: como también Wolf-gang, camina a paso de lobo, o sea incansablemente.

Puesto que el nombre es el hombre, los galo-romanos adoptaron poco a poco el mismo modo de pensar. El duque Lupus (lobo) tenia un hermano por nombre Magnulfus (magnus wolf, gran lobo) y dos "'hijos llamados Juan y Romulfus (lobo romano, fina alusión latino-germánica a los orígenes de Roma). Más adelante, ante el éxito de semejante antroponimia al norte del Loira, los meridionales adoptaron a su vez poco a poco los nombres germánicos de consonancias guerreras y animalescas, incluso en el clero. Mientras que, en el siglo VI, sólo un 17 "% de los obispos llevaban un nombre germánico al sur de la línea Nantes-Besançon. durante el siglo VII eran ya un 67 % de los responsables de las diócesis los que habían adoptado esta moda. Una moda reveladora del ascenso general de la agresividad en la sociedad merovingia y, al mismo tiempo, de la generalización de la caza. Desde luego, no todos los nombres de consonancias germánicas son totems para cultos antropomórficos, y además el desconocimiento fuera de las zonas de población franca de la significación exacta de tales términos debía de ser casi general Pero ello no es óbice para que, cuando se leen las repetidas condenas de todos los concilios merovingios y carolingios contra los miembros del clero que llevaban armas y cazaban con perros v halcones haya de concluirse que el arte de matar se había convertido en una pasión devoradora que alcanzaba incluso a quienes no tendrían que haber sido sino unos pacíficos pastores. Desde los tiempos de la independencia, en el siglo VIII, el cuerpo episcopal de Aquitania era reputado por su habilidad en el manejo de la lanza. Si, durante el siglo IX, esta realidad se había desdibujado un tanto, sin embargo Jonás de Orleans sigue protestando contra aquellos que aman la caza y los perros de tal manera que se desprecian a si mismos y desprecian a los pobres. "Por matar unos animales que no han tenido que alimentar, los poderosos desposeen a los pobres." Tales críticas no debieron de conseguir gran cosa, porque la caza era a la vez un derivado y un excitante de las pulsiones agresivas. Durante el sitio de París por los vikingos, en 885. algunos defensores tenían su gavilán consigo como otros tienen hoy su pañuelo, y el combatiente más ardoroso, con casco, coraza y espada en mano, asestando» mandobles mortales a los paganos, era el obispo de la ciudad Gozlin.

Para acabar con este amor-pasión, este temor y estos miedos frente al animal, mencionemos dos últimos puntos reveladores. El artículo 36 de la ley salía preveía que, si un cuadrúpedo doméstico había matado a un hombre, su propietario habría de pagar la mitad de la composición prevista por un homicidio, y el animal se debería entregar al querellante de la parentela. Esta práctica, que fue el punto de partida de los procesos por animales durante la Edad Media, revela con toda claridad la creencia profunda en la capacidad destructiva del animal, mundo oscuro de violencia que hay que dominar. No se trata sólo de probar que el culpable es un animal para evitar que pueda sospecharse de un hombre, razonamiento de sentido común muy de nuestra época, sino de sentirse, entre hombre y animal, cómplices y autores de la misma pulsión de muerte. Es el mismo sentimiento de donde procede la práctica de los germanos de vestirse con pieles. El desagrado de los romanos ante los bárbaros no nacía sólo del hecho de que, como los burgundios, se untaran los cabellos con manteca rancia y apestaran a ajo y a cebolla, sino de que estaban «vestidos de pieles», signo indiscutible de salvajismo a sus ojos. Ahora bien, el chaleco de piel, igual que la antroponimia germánica, se difundió por todas las etnias. Carlomagno lo llevaba, lo mismo que cualquier campesino en invierno, sólo que —detalle significativo puesto de manifiesto por Roben Delort— con el pelo por dentro. Se pretende sin duda adquirir las cualidades del animal, pero correr el riesgo de asemejársele con la pelambre al exterior.

La caza y la pesca

La restricción del acceso a la caza, la designación de unas zonas reservadas, la protección de animales valiosos contra la exterminación indiscriminada, medidas adoptadas todas en la Edad Media, señala hasta qué punto las poblaciones humanas habían penetrado en el mundo animal. El acceso se limitaba únicamente en aquellos países densamente poblados y con pocas tierras no productivas, como Inglaterra. No constituía, en cambio, un problema en países poco poblados, como España o el este de Europa. Más allá de las zonas cultivadas estaban los bosques vírgenes del norte de Europa, que ofrecían recursos aparentemente inagotables de muchas materias primas, entre ellas la misma madera. En verano se llevaban los cerdos a los bosques para que se cebasen, las gentes de los pueblos recogían en ellos alimentos tales como bayas y miel y mataban animales o encontraban materias para industrias como curtidos, herrerías o fabricación de jabón o de vidrio. En sus entrañas estaban los que que maban el carbón y los ermitaños. En los bosques había animales salvajes y peligrosos, como el lobo y el oso. Los habitantes de los pueblos medievales no compraban la carne en la carnicería, sino que iban a cazar. Si los reyes reservaban el noble ciervo como objeto de la caza y para aprovisionar su mesa, había otros animales y aves que caían víctimas de las flechas y celadas de hombres más humildes. El pescado también estaba a la merced de poblaciones que iban en aumento. En el mar, los mercaderes hicieron fortunas atrapando arenques y adobando pescado salado o ahumado. En el Ártico los marineros iban en busca de pieles de foca y del marfil de las morsas. Tierra adentro, se pescaba en los ríos y en los estanques, especialmente bien provistos en las grandes fincas. Gradualmente, aquellas reservas que parecían inagotables comenzaron a evidenciar signos de empobrecimiento y hubo que hacer esfuerzos para reorganizar la economía, criar animales cuya carne estaba destinada al consumo, utilizar piedra en lugar de madera y valorar la caza situándola fuera del alcance de la gente común. Así fue cómo la caza fue ocupando un lugar distinguido y cómo se convirtió en un deporte reservado a aquellos que observaban sus rituales y un nuevo tipo de relación entre los hombres y las bestias.

En todo tiempo ha sido la caza actividad del hombre, ante la necesidad de defenderse de algunos animales y la de alimentarse.

En el antiguo Egipto, los bajos relieves encontrados en los sepulcros nos dan a conocer las cacerías a orillas del Nilo, valiéndose de empalizadas, donde obligaban y acorralaban a los animales que luego mataban con jabalinas y flechas con punta de bronce.

En la Mesopotamia, a juzgar por las obras de arte que se guardan en el Museo Británico, la caza fue una de las ocupaciones favoritas de aquellos reyes.

Los pueblos bárbaros cazaban con mucha afición la liebre, el bisonte, el oso y el alce, mientras en la antigua Galia tuvo origen la caza utilizando perros corredores y monteros a caballo. En la Edad Media se generalizó la caza con el empleo de perros, caballos y el halcón, que se puso de moda. En el siglo XII se organizó la caza, estableciendo como privativo de los nobles el derecho de cazar. La invención de la pólvora y los perdigones a principios del siglo XVI, transformó por completo los métodos de caza.




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Enviado por:Ernesto Blazquez
Idioma: castellano
País: España

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