Literatura


El capitán Alatriste; Arturo Pérez-Reverte


Resumen:
Primer capítulo de la saga,

en el que se nos presenta al narrador de toda la serie, Íñigo Balboa, y al héroe protagonista, el `capitán' Diego Alatriste, ex soldado del tercio viejo de Cartagena, ahora sobreviviendo como espadachín a sueldo en Madrid. Se nos describe cuán diestro es Alatriste en este menester, y también cómo se ganó el apodo de `capitán' (ya que en realidad nunca lo fue) en una encamisada luchando contra los rebeldes holandeses en Flandes. Entre otras muchas cosas, también nos enteramos de que Alatriste saldrá en el cuadro de `Las lanzas' de Velázquez, y que Íñigo, a la sazón un muchacho de casi trece años, tras la muerte de su padre, Lope Balboa, en Jülich, se ha ido hace poco a vivir con Alatriste desde su Oñate natal, medio de paje medio de criado en cumplimiento del juramento que Alatriste hizo a Lope.

Es marzo de 1623 y Alatriste sale de la cárcel, donde ha estado tres semanas por impago de deudas. Vemos cómo sabe hacerse respetar allí dentro, gracias a su habilidad para `hacer amigos hasta en el infierno', a su `fama de hombre de hígados' y al socorro de amigos de fuera. Una vez libre, se reúne con Íñigo, se da un baño y se van los dos camino de la taberna del Turco. Allí conocemos a Caridad la Lebrijana, al dómine Pérez, al licenciado Calzas y sobre todo al poeta Francisco de Quevedo, en pleno cabreo y deseos de batirse al haber confundido `un par de forasteros' unos versos suyos con unos de su enemigo Luis de Góngora. Entonces, cuando ya parece que se va a llegar a las manos, aparece la ley, en la forma del teniente de alguaciles Martín Saldaña, ex compañero de Alatriste en Holanda, para quien trae `un asunto'. `Gente de calidad. Un golpe seguro, sin riesgos salvo los habituales... A cambio hay una buena bolsa. Todo lo que sé es que se trata de una emboscada. Algo discreto, de noche, en plan embozados y demás. Hola y adiós

. Capitulo 2: 'Los enmascarados'

Resumen:
Alatriste acude a la cita que le ha arreglado Saldaña en un decrépito caserón en una `zona de Madrid próxima al camino de Hortaleza'. En él conocemos a Gualterio Malatesta (`Era de esos que buscas en un libro las palabras espadachín y asesino, y sale su retrato') con su cara picada de viruela, su espada de enorme cazoleta y su silbido de chacona tirurí-ta-ta. Con él se nos dice que Alatriste tendrá `una larga y accidentada serie' de encuentros en el futuro. Mientras, dos enmascarados con pinta de peces gordos (uno de ellos llama al otro Excelencia) descubren el trabajito de marras: asaltar a dos ingleses, Thomas y John Smith, que van a llegar mañana viernes por la noche, robarles, dejar herido leve al mayor y con un buen susto al menor. Todo parece muy claro y ventajoso, excepto el pago a plazos, que amostaza a Alatriste, pero cuando `Excelencia' se va aparece un fraile dominico con `rostro de asceta fanático' que `matiza' el encargo diciendo que de sustos nada, que ambos `herejes deben morir'. Les dan incluso más dinero, pero Alatriste piensa que `aquellos eran muchos doblones por agujerearle el pellejo a un par de Don nadies. Y ahí estaba justo lo malo de tan extraño negocio: demasiado bien pagado como para no resultar inquietante. Su instinto de viejo soldado olfateaba peligro.' Pero entonces, cuando el fraile se presenta como Emilio Bocanegra, presidente del Santo Tribunal de la Inquisición, `allí no cabía ni parpadear'. Tras describirnos cuán peligrosa puede llegar a ser la Inquisición, finalmente `Diego Alatriste hizo amago de asentir. Era hombre de agallas, pero el gesto iba encaminado a disimular un estremecimiento.'

(Dejo a otros empezar con sus impresiones y debates

' Capitulo 3: 'Una pequeña dama'

Resumen:

Se nos amplía la imagen de la taberna del Turco: `La taberna es una de las cuatrocientas donde podían apagar su sed los 70.000 vecinos de Madrid -salíamos a una taberna por cada 175 individuos- sin contar mancebías, garitos de juego y otros establecimientos públicos de moral relajada o equívoca, que en aquella España paradójica, singular e irrepetible, se veían tan frecuentados como las iglesias, y a menudo por la misma gente. La del Turco era en realidad un bodegón de los llamados de comer, beber y arder, situado en la esquina de las calles de Toledo y del Arcabuz, a quinientos pasos de la Plaza Mayor'.

Sabemos algo más de Alatriste. `De su juventud, de la que nunca hablaba ni poco ni mucho, el capitán conservaba cierta afición a la lectura; y no era infrecuente verlo solo, leyendo la impresión de la última obra estrenada por Lope -que era su autor favorito- en los corrales del Príncipe o de la Cruz, o alguna de las gacetas y hojas sueltas con versos satíricos y anónimos que corrían por la Corte'. Además `el capitán pertenecía a la variedad silenciosa, y nunca lo vio nadie alardear de campañas o heridas, a diferencia de tantos otros; además, cuando volvió a redoblar el tambor de su viejo Tercio, Alatriste, como mi padre y tantos otros hombres valientes, se había apresurado a alistarse de nuevo con su antiguo general, Don Ambrosio Spínola, y a intervenir en lo que hoy conocemos como principio de la Guerra de los Treinta Años. En ella habría servido ininterrumpidamente de no mediar la gravísima herida que recibió en Fleurus'.

Por su parte, `en lo que al jovencísimo Íñigo Balboa se refiere, a mis trece años todo aquello suponía un espectáculo fascinante, y una muy singular escuela de vida'. Comienza a practicar escritura copiando versos de Lope ante la mirada aprobadora de Alatriste.

También se nos presenta al sargento Juan Vicuña, manco desde Nieuport, al dómine Pérez, y se nos dan notas de dónde estaba la carrera de Quevedo actualmente en la vida real: recién regresado de uno de sus exilios, sin blanca y esperando con poca paciencia respuesta a un memorial solicitando su antigua pensión de 400 escudos. A ello siguen varios de sus versos y el primero de los monólogos típicamente iñigueses donde se nos habla de la España `agusanada' que despilfarraba oro mientras caía de su esplendor.

En ese momento llega la aparición de Angélica de nuevo: `Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte negar que esperaba su paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos a la misma hora dos o tres veces por semana.' A la carroza se le estropea una rueda e Íñigo ahuyenta a unos pícaros mozalbetes que venían a molestar. Tras la hazaña, `la niña, la jovencita, me miraba con una fijeza que habría hecho dejar de correr el agua en el caño de la fuente cercana. Rubia. Pálida. Bellísima. Para qué les voy a contar. (...) Y yo me quedé en mitad de la calle, enamorado hasta el último rincón de mi corazón, viendo alejarse a aquella niña semejante aun ángel rubio e ignorando, pobre de mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga.'

Capítulo 4: `La emboscada'

Llega el día de cumplir la misión, y Alatriste y Malatesta esperan a los dos ingleses en un callejón oscuro cerca de la Casa de las Siete Chimeneas, residencia del embajador inglés. Mientras llegan, Alatriste `por un instante se entretuvo intentando recordar el número de hombres que había matado: no en la guerra (...), sino de cerca'. A las ocho en punto llegan los ingleses, que a duras penas pueden defenderse de la emboscada por unos instantes. Claramente a merced de sus atacantes, el asaltado por el capitán repentinamente sorprende a éste pidiendo clemencia... para su compañero. `Pardiez con el hereje de los cojones, pensaba. Qué diablos era aquello de pedir cuartel para el otro, cuando él mismo estaba a punto de criar malvas'.

El episodio, uno de los más celebrados de la saga, merece citarse por menudo:
`Se necesitaba ser menguado, o inglés, para gritar aquello en una calle oscura de Madrid, lloviendo estocadas. (...) El capitán detuvo el brazo un instante, desconcertado. (...) Manos blancas, suaves. Rasgos de aristócrata. Todo olía a gente de calidad. Y aquello -se dijo mientras recordaba rápidamente la conversación con los enmascarados, el deseo de uno de no hacer mucha sangre y la insistencia del otro, respaldado por el inquisidor Bocanegra, en asesinar a los viajeros- empezaba a mostrar demasiados ángulos oscuros como para despacharlo en dos estocadas y quedarse tranquilo. Así que mierda. Mierda y más mierda. Voto a Dios y al Chápiro Verde y a todos los diablos del infierno. (...) Y Diego Alatriste, que seguía dándose a todos los demonios, supo que ya no podía matar a sangre fría al maldito inglés, por lo menos aquella noche y en aquel sitio. Y supo también, mientras bajaba el acero y se volvía hacia el italiano y el otro joven, que estaba a punto de meterse, como el completo imbécil que era, en una trampa más de su azarosa vida.'

Seguidamente, Alatriste impide a Malatesta matar a su inglés. El italiano intenta tirarle una estocada traicionera a Alatriste, pero falla y se da a la fuga: `-¡Ya nos veremos! -gritó el espadachín-. ¡Por ahí! Y apagando el farol de una patada echó a correr, desapareciendo en la oscuridad de la calle, de nuevo sombra entre las sombras. Y su risa sonó al cabo de un instante, lejana, como el peor de los augurios.'

Resumen:

`Había una oportunidad de conseguir resguardo aquella noche y ayuda para lo que estuviera por venir; y al mismo, tiempo socorrer a los ingleses, averiguando más sobre ellos y sobre quienes con tanto afán procuraban su despacho para el otro mundo. Esa carta en la manga, de la que Diego Alatriste procuraba no usar en exceso jamás, se llamaba Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Y su casa palacio estaba a cien pasos de allí.' Allí conocemos a `Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, era apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja. (...) Debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, y se hallaba en la flor de la vida. (...) Había heredado de su progenitor una grandeza de España, y podía estar cubierto en presencia del joven monarca, el Cuarto Felipe, que le dispensaba su amistad; y a quien, se decía, acompañaba en nocturnos lances amorosos con actrices y damas de baja estofa, a las que uno y otro eran aficionados. Soltero, mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había comprado al Rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por asunto de faldas, o de celos. (...) Una influencia que además se veía prestigiada por un breve pero brillante historial militar de juventud, desde que con veintipocos años había formado parte del estado mayor del duque de Osuna, peleando contra los venecianos y contra el turco a bordo de las galeras españolas de Nápoles. De aquellos tiempos, precisamente, databa su conocimiento de Diego Alatriste. (...) `Aunque simple soldado, éste rindió al hijo de su antiguo general algunos servicios importantes cuando la desastrosa jornada de las Querquenes. Álvaro de la Marca no había olvidado aquello, y con el tiempo, heredada fortuna y títulos, trocadas las armas por la vida cortesana, no echó en vacío al capitán. De vez en cuando alquilaba sus servicios como espadachín para solventar asuntos de dinero, escoltarlo en aventuras galantes y peligrosas, o ajustar cuentas con maridos cornudos, rivales en amores y acreedores molestos.'

Éste le cuenta a Alatriste quién es el inglés contra quien luchó Alatriste: `-Thomas Smith mis narices. El del traje gris se llama Jorge Villiers. ¿Te suena? Más conocido en Europa por su título inglés: marqués de Buckingham. (...) El marqués de Buckingham, eso lo sabía cualquiera en España, era el joven favorito del Rey Jacobo I de Inglaterra: flor y nata de la nobleza inglesa, famoso caballero y elegante cortesano, adorado por las damas, llamado a muy altos destinos en el regimiento de los asuntos de Estado de Su Majestad británica. De hecho lo hicieron duque semanas más tarde, durante su estancia en Madrid.'

Después, ya limpios y aseados, ambos ingleses se unen a Guadalmedina y Alatriste: `-Dice el caballero -tradujo Buckingham de mala gana, en su imperfecto español- que no importa quién seáis y cuál sea vuestro oficio, pero que vuestra merced obró con nobleza al no permitir que lo asesinaran como un perro, a traición... Dice que a pesar de todo se considera en deuda con vos y desea que lo sepáis... Dice -y en este punto el traductor dudó un momento y cambió una mirada de preocupación con Guadalmedina antes de proseguir- que mañana toda la Europa sabrá que el hijo y heredero del Rey Jacobo de Inglaterra está en Madrid con la única escolta y compañía de su amigo el marqués de Buckingham... Y que, aunque por razones de Estado resulte imposible publicar lo ocurrido esta noche, él, Carlos, príncipe de Gales, futuro Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, no olvidará nunca que un hombre llamado Diego Alatriste pudo asesinarlo, y no quiso.'

Capítulo 6: `El arte de hacer enemigos'

Resumen

La llegada de los dos ingleses a Madrid y su identidad se hace pública y su audacia casi de cuento de hadas en venir a pedir la mano de la infanta española provoca gran asombro. Sin embargo, `de la escaramuza del callejón, ni media palabra'. Guadalmedina nos explica un poco el encaje de bolillos que es la politica matrimonial de la época: lo principal es que `Inglaterra lleva tiempo presionando para que se celebre la boda [entre Carlos y le hermana de Felipe IV], pero Olivares y el Consejo, que está bajo su influencia, no tienen prisa. Eso de que una infanta de Castilla matrimonie con un príncipe anglicano les huele a azufre'. Además, dado que España tiene muchos enemigos, incluyendo la Santa Sede, a quienes no le interesa el matrimonio, hace a Alatriste confirmar que `esos enmascarados' `eran gente de calidad y españoles'. Luego, a pesar de que ha sabido aprovechar tal lance para conseguir un `éxito diplomático y social', le dice a Alatriste que `no puedo protegerte más (...). No les conviene que los testigos puedan hablar; y la mejor manera de silenciar a un testigo es convertirlo en cadáver (...) Y ahora, capitán Alatriste, te he dedicado demasiado tiempo y tengo cosas que hacer; entre ellas concluir mi soneto. Así que búscate la vida. Y que Dios te ampare.'

Mientras, Carlos hace las delicias de la muchedumbre madrileña que va a husmear a la casa de las Siete Chimeneas (que aún existe en Madrid), entre ellos Caridad, a quien se nos retrata mejor. `La Lebrijana tenía por entonces treinta o treinta y cinco años y era una andaluza vulgar y hermosa, morena, todavía de trapío y buenas trazas, ojos grandes, negros y vivos, y pecho opulento, que había sido actriz de comedias durante cinco o seis años, y puta otro tanto en una casa de la calle de las Huertas. Cansada de aquella vida, con las primeras patas de gallo había empleado sus ahorros en comprar la taberna del Turco, y de ella vivía ahora con relativas decencia y holgura. Añadiré, sin que sea faltar a ningún secreto, que la Lebrijana estaba enamorada hasta los tuétanos de mi señor Alatriste, y que a tal título le fiaba en condumio y materia líquida; y que la vecindad del alojamiento del capitán, comunicada por la misma corrala con la puerta trasera de la taberna y la vivienda de la Lebrijana, facilitaba que ambos compartieran cama con cierta frecuencia'. He aqui el veredicto de la Lebri sobre el bodorrio: `Tiene buen porte... hará linda pareja... lástima que sea hereje... [pero] pueden dos mamellas más que dos centellas.'

Se queda Íñigo ponderando lo de las mamellas de Caridad cuando aparece Angélica otra vez, con `esa mirada penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces' y `aquel eco oscuro, aquel modo de pronunciar las palabras de un modo capaz de hacerte sentir como un hombre hecho y derecho, y además el único existente en mil leguas a la redonda.' Sin embargo, en lo más galante está Íñigo cuando aparecen `una mano de uñas sucias', `una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la orden de Calatrava' y `el rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años'. `Todo en él, a pesar de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin (...) y, sobre todo, la mirada arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder (...). Pero lo más inquietante fue el extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando la niña pronunció el nombre del capitán Alatriste.'

Capítulo 7: 'La rúa del Prado'

Resumen:

`El día siguiente era domingo. (...) el Rey Don Felipe IV ordenó [hacer la rúa] en honor de sus ilustres huéspedes. En aquel tiempo se llamaba hacer la rúa al paseo tradicional que todo Madrid recorría en carroza, a pie o a caballo (...) Todo debía transcurrir, naturalmente, dentro de los límites del decoro y el protocolo propios de la Corte española; cuyas reglas eran tan estrictas que la regia familia tenía establecido, de antemano, lo por hacer en todos y cada uno de los días y horas de su vida. (...) Yo mismo estaba en la calle con los curiosos, y reconozco que el espectáculo fue el colmo de la galantería y la finura, con la flor y la nata de Madrid vestida de sus mejores galas (...) y aunque apenas dio tiempo al príncipe de ver unos ojos azules y un dorado cabello adornado con plumas y piedras preciosas, cuentan que quedó rendidamente enamorado de nuestra infanta. Y así debió de ser, pues durante los cinco meses siguientes permanecería en Madrid, en demanda de conseguirla como esposa, mientras el Rey lo agasajaba como a un hermano y el conde de Olivares le daba largas y lo toreaba con la mayor diplomacia del mundo. La ventaja es que, mientras hubo esperanzas de boda, los ingleses hicieron una tregua en lo de hacernos la puñeta apresándonos galeones de Indias con sus piratas, sus corsarios, sus amigos holandeses y la puta que los parió; así que bueno fue lo comido por lo servido.'

Mientras, `desoyendo los consejos del conde de Guadalmedina, el capitán Alatriste no puso pies en polvorosa ni quiso esconderse de nadie. (...) Aunque nada me había contado de la aventura, yo estaba al tanto de que algo ocurría. La noche siguiente me había mandado a dormir a casa de la Lebrijana, so pretexto de que tenía gente que recibir para cierto negocio. Pero luego supe que la pasó en vela, con dos pistolas cargadas, espada y daga. Nada ocurrió, sin embargo; y con las luces del alba pudo echarse a dormir tranquilo.'

`No fueron a buscarlo de noche, como esperaba, sino a la atardecida y de modo más o menos oficial. Llamaron a la puerta, y cuando abrí encontré en ella la recia figura del teniente de alguaciles Martín Saldaña. Había corchetes acompañándolo en la escalera y el patio -conté media docena- y algunos llevaban las espadas desenvainadas.
-No se te acusa. Alguien quiere hablar contigo. (...) Tenías que haberte largado antes de que viniéramos, hombre. Has tenido tiempo de sobra para hacerlo -la mirada que Saldaña le dirigió al capitán estaba cargada de reproches- ¡Que se condene mi alma si esperaba encontrarte aquí! (...) En realidad, mis órdenes me prohíben cambiar una sola palabra contigo. Tampoco quieren que registre tu nombre en el libro de detenidos.
-Déjame llevar un arma, Martín. (...) Con gesto deliberadamente lento, el capitán había sacado la cuchilla de matarife y se la mostraba. -Sólo ésta. (...) Quieren asesinarme. Eso no es grave en este oficio; ocurre tarde o temprano. Pero no me gusta poner las cosas fáciles. (...) Te juro que no la usaré contra ti.
Todavía dudó un poco el teniente de alguaciles. Al cabo se volvió de espaldas, blasfemando entre dientes, mientras el capitán escondía la cuchilla de matarife en la caña de una bota. Se fueron sin más conversación. (...) También le permitió ponerse el coleto de piel de búfalo sobre el jubón.'

`En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con Caridad la Lebrijana. (...) Cogí las pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo con la capa, me lo puse bajo el brazo y corrí tras ellos (...) casi en las afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba tranquilizador en absoluto. Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. (...) De ese modo vi bajar a Alatriste, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de allí. (...) Así que, lleno de angustia pero paciente como -según le había oído alguna vez al mismo Alatriste- debía serlo todo hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi padre.'

Capítulo 8: 'El Portillo de las Ánimas'

Resumen:

Aquello parecía un tribunal, y a Diego Alatriste no le cupo la menor duda de que lo era. El de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí, con el mismo antifaz sobre la cara (...). Estaba sentado junto a él (...) fray Emilio Bocanegra. (...) Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo remotamente relacionado con la caridad cristiana. (...)
Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron durante media hora (...). El capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán, contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las
idas y venidas del conde (...).
-¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de los herejes? (...)
-No lo sé -dijo el capitán-. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió cuartel para él, sino para su compañero.
El inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula. (...)
-Yo no disfruto matando. Para mí, quitar la vida no es una afición, sino un oficio. (...)
-Ahora va a resultar que sois hombre dado a la caridad cristiana...
-Yerra vuestra merced -respondió sereno el capitán-. Soy conocido por hombre más inclinado a estocadas que a buenos sentimientos. (...) Pero aunque mi mala fortuna me haya rebajado a esta condición, he sido soldado toda la vida y hay ciertas cosas que no puedo evitar. (...)
-¿Evitar?... Los soldados sois chusma -declaró, con infinita repugnancia-... Gentuza de armas blasfema, saqueadora y lujuriosa. ¿De qué infernales sentimientos estáis hablando?... Una vida se os da un ardite. (...)
-Sin duda tenéis razón -dijo-. Pero hay cosas difíciles de explicar. (...) Lo que ocurre es que fui soldado durante casi treinta años. He matado y hecho cosas por las que condenaré mi alma... Pero sé apreciar el gesto de un hombre valiente. Y herejes o no, aquellos jóvenes lo eran.
-¿Tanta importancia dais al valor?
-A veces es lo único que queda -respondió con sencillez el capitán-. Sobre todo en tiempos como éstos, cuando hasta las banderas y el nombre de Dios sirven para hacer negocio. (...)
-Nos aburrís con vuestra inoportuna conciencia, capitán.
Era la primera vez que así lo llamaba. Había ironía en el tratamiento, y Alatriste frunció el ceño. No le gustaba aquello.
-Me da igual que os aburra o no -repuso-. A mi no me gusta asesinar a príncipes sin saber que lo son -se retorcía el mostacho, malhumorado-... Ni que me engañen y manipulen a mis espaldas. (...)
-Habíais cobrado buen dinero por no respetarla.
-Cierto -el capitán echó mano al cinto-. Y helo aquí. (...)
-Faltan cuatro doblones -dijo.
-Sí. A cuenta de las molestias. Y de haberme tomado por un imbécil. (...)
-Vuestra existencia, capitán Alatriste, ya no vale nada. Sois un cadáver que, por algún extraño azar, todavía se sostiene en pie. (...) Podéis iros -le dijo a Alatriste, tras mirarlo como si acabara de recordar su presencia. El capitán lo miró, sorprendido.
-¿Libre?
-Es una forma de hablar -terció fray Emilio Bocanegra, con una sonrisa que parecía una excomunión-. Lleváis al cuello el peso de vuestra traición y nuestras maldiciones.
-No embarazan mucho tales pesos (...)
-La ira de Dios sabrá dónde encontraros.
-La ira de Dios no me preocupa esta noche. Pero vuestras mercedes sí. (...)
Salieron llevándose el candelabro (...).
-¿Dónde está la trampa, voto a Dios? (...)
Pero no vino nadie. Todos se habían ido y estaba inexplicablemente solo. (...)

No sé cuánto tiempo aguardé afuera (...). Abrazaba el atado con la capa y las armas del capitán para quitarme un poco el frío (...). Advertí un movimiento algo más lejos, en el zaguán de una casa vecina. Fue apenas un instante; pero cierta sombra se había movido como se mueven las sombras de las cosas inanimadas cuando dejan de serlo. (...) Al cabo de un rato movióse de nuevo, y en ese momento llegó hasta mi, del otro lado de la pequeña plaza, un silbido suave parecido a una señal; una musiquilla que sonaba tirurí-ta-ta. Y oírla me heló la sangre en las venas. Eran al menos dos (...), y por fin, cuando una nube descubrió la media luna turca que había sobre la noche, alcancé a divisar, en su contraluz, un tercer bulto oscuro apostado en esa esquina. El negocio estaba claro y aparentaba mal cariz (...).
Deshice cauto el fardo de la capa y puse sobre mis rodillas una de las pistolas. Su uso estaba prohibido por pragmáticas del Rey nuestro señor, y bien conocía que, de hallármelas la justicia, podía dar con mis jóvenes huesos en galeras sin que los pocos años excusaran el lance. Pero, a fe de vascongado, en aquel momento se me daba un ardite. (...)
Entonces la silueta del capitán Alatriste apareció en el zaguán. A partir de ahí todo discurrió con extraordinaria rapidez. (...) Ya tenía prácticamente apoyado el cañón de la pistola en la espalda del hombre que caminaba delante, cuando éste sintió mis pasos y giró en redondo. Y tuve tiempo de ver su rostro cuando apreté el gatillo y salió el
pistoletazo, y el resplandor del tiro le iluminó la cara desencajada por la sorpresa. Y el estruendo de la pólvora atronó el Portillo de las Ánimas.
El resto fue aún más rápido. (...) El capitán estaba apercibido de sobra por el tiro, y cuando le arrojé su espada (...) empuñóla apenas tocó el suelo. (...). El segundo tiro salió a ciegas, perdiéndose en el vacío, mientras el retroceso me empujaba de espaldas al suelo. Y al caer, deslumbrado por el fogonazo, vi durante un segundo a dos hombres con espadas y dagas; y al capitán Alatriste que les tiraba estocadas, batiéndose como un demonio.
(Alatriste mata a uno)
Las nubes se habían apartado lo suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.
-Ya estamos parejos -dijo el capitán, entrecortado el resuello.
-Que me place -repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y no vista como el ataque de un áspid. (...)
-¿Hay arreglo posible? -preguntó Alatriste. (...)
-Ahora es vuestra cabeza o la mía. (...) Esta noche no me acomoda.
Dicho esto amagó el gesto de irse, y en el mismo movimiento hizo saltar en su mano izquierda la daga del puño a la hoja, lanzándola con rápida precisión contra el capitán, que la esquivó de milagro.
-Hideputa -masculló Alatriste.
-Voto a Dios -respondió el otro-. No esperaríais que os pidiera licencia. (...) Por Belcebú que no hay dos sin tres. (...) Por cierto -dijo cuando estaba a punto de desaparecer entre las sombras-. Mi nombre es Gualterio Malatesta, ¿lo oís? Y soy de Palermo. ¡Quiero que lo recordéis bien cuando os mate!

Diego Alatriste (...) vino hasta mí, arrodillándose a mi lado. No dio las gracias, ni dijo nada de todo lo que se supone debería decir alguien cuando un muchacho de trece años le ha salvado la vida. Sólo preguntó si estaba bien (...) y vi que sus ojos, más claros que
nunca a la luz de la luna, me observaban con extraña fijeza, cual si me conociesen por primera vez. Gimió de nuevo el moribundo, tornando a pedir confesión.
-Llégate a San Andrés -dijo al cabo- y busca a un cura para ese desgraciado. (...) Se llama Ordóñez -añadió-. Lo conozco de Flandes. (...)
Fui hasta el guardacantón en busca de la capa, y luego corrí tras él y se la di. La terció sobre el hombro mientras alzaba una mano para tocarme levemente una mejilla, con un roce de afecto desusado en él. Y me seguía mirando como antes, cuando había preguntado si estaba bien. Y yo, entre avergonzado y orgulloso, sentí, en la cara, deslizarse una gota de sangre de su mano herida.

Capitulo 9: Las gradas de San Felipe

Resumen:

Poca cosa ocurre: en medio de las continuas celebraciones por la presencia de los ingleses, vemos a Alatriste y el grupo de la taberna en las gradas de San Felipe. A través de Íñigo conocemos a dos de los más renombrados artistas de la historia de España: Diego de Silva y Velázquez y Félix Lope de Vega y Carpio. En las gradas Quevedo ve a un par de rufianes que les vigilan y le ofrece ayuda a Alatriste si fuera menester. El capítulo acaba con nueva aparición de Angélica.

Capítulo 10: 'El corral del príncipe'

Resumen:

Todavía hoy, tanto tiempo después, deseo imaginar que Angélica de Alquézar sólo era una mocita manejada por sus mayores; pero ni siquiera tras haberla conocido como más tarde la conocí puedo estar seguro. Siempre, hasta su muerte, intuí en ella algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace siglos. (...) De las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de Alquézar estaba dotada en grado sumo.

Al día siguiente por la tarde, camino del corral del Príncipe (...) Angélica de Alquézar volvió a agradecer mi ayuda contra los golfillos de la calle Toledo, preguntó qué tal me iba con aquel capitán Batiste, o Triste, al que servía, y se interesó por mi vida y mis proyectos. Fanfarroneé un poco, lo confieso. (...). Y mencioné el propósito de asistir, con el capitán, a la representación de la comedia El Arenal de Sevilla, que tendría lugar en el corral del Príncipe al día siguiente. Charlamos un poco, le pregunté su nombre y, tras dudar un delicioso instante rozándose los labios con un diminuto abanico, me lo dijo. «Angélica viene de ángel», respondí, embelesado. (...) Sólo de noche, al no conciliar el sueño pensando en ella, y al día siguiente camino del teatro, algunos detalles extraños de la situación -a ninguna jovencita de buena cuna se le permitía entonces charlar con mozalbetes casi desconocidos en mitad de la calle- empezaron a insinuar en mi ánimo la sensación de estar moviéndome al borde de algo peligroso y desconocido. (...) De un modo u otro, cualquier vínculo de ese ángel rubio con los rufianes del Portillo de las Ánimas parecía descabellado. (...) Así ciega Dios, dice el turco, a quien quiere perder.

Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el teatro. (...) El caso es que aquella jornada se reponía en el Príncipe una celebrada comedia de Lope, 'El Arenal de Sevilla', y la expectación era enorme. (...) Singular carácter, el nuestro. Como alguien escribiría más tarde, afrontar peligros, batirse, desafiar a la autoridad, exponer la vida o la libertad, son cosas que se hicieron siempre en cualquier rincón del mundo por hambre, ambición, odio, lujuria, honor o patriotismo. Pero meter mano a la blanca y darse de cuchilladas por asistir a una representación teatral era algo reservado a aquella España de los Austrias (...).

El capitán, Don Francisco y los otros decidieron que nos quedaríamos atrás, junto a los mosqueteros. Yo lo miraba todo con ojos tan abiertos como es de suponer, fascinado (...). Se decía que el Rey en persona solía asistir desde allí, de incógnito, a representaciones que eran de su agrado. (...) A quien sí vimos fue al propio Lope, a quien el público rompió a aplaudir cuando apareció allá arriba. Vimos también al conde de Guadalmedina acompañado de unos amigos y unas damas (...) Entre la gente alcancé a distinguir a los dos hombres que el día anterior estuvieron rondando cerca de nosotros en las gradas de San Felipe. Ocupaban lugar entre los mosqueteros y me pareció verles cambiar un signo de inteligencia con otros dos. (...)

Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia (...) Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la vida del capitán Alatriste y en la mía. (...)

Uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián (...), y aunque Diego Alatriste seguía callado e inmóvil, el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír a la gente. (...) Durante el baile del entreacto, el capitán buscó a Vicuña y al Licenciado Calzas con la vista y luego me confió a ellos, con el pretexto de que iba a ver mejor la segunda jornada desde donde estaban.

Sonaron en ese momento fuertes aplausos entre el público y todos nos volvimos hacia uno de los aposentos superiores, donde la gente había reconocido al Rey nuestro señor, quien allí se había entrado con disimulo al inicio del primer acto. (...) El entusiasmo del público había reconocido, junto a varios gentiles hombres españoles, al príncipe de Gales y al duque de Buckingham, a quienes Su Majestad había tenido a bien, aunque manteniendo el incógnito oficial -todos iban cubiertos, como si el Rey no estuviese allí-, invitar al espectáculo. Contrastaba la grave sobriedad de los españoles con las plumas, cintas, lazos y joyas que lucían los dos ingleses, cuya apostura y juventud fueron muy celebradas (...). Empezó la segunda jornada, que yo seguí, bebiéndome como en la anterior hasta la última de las palabras y gestos de los representantes (...).

Volvió en ese punto a chistarle a Diego Alatriste el valentón de la capa doblada en cuatro, y esta vez se le unieron dos de los otros rufianes que en el entreacto se habían ido acercando. El propio capitán había jugado alguna vez la misma treta, así que el negocio estaba más claro que el agua (...) Entonces Diego Alatriste suspiró muy hondo, para sus adentros. Aquello era negocio hecho. Así que, resignado, metió mano a la espada y sacó el acero de la vaina. Al menos, se dijo fugazmente al desnudar la blanca, un par de aquellos hideputas iban a acompañarlo bien servidos al infierno.

Sin tan siquiera componerse en guardia, lanzó un tajo horizontal con la espada hacia la derecha para alejar a los rufianes que tenía más próximos (...) Todos se preparaban a disfrutar una vez más del suceso adicional y gratuito: en un momento se había hecho un círculo alrededor de los contendientes. (...) Sintió que alguien lo acuchillaba en la cabeza: el filo cortante y frío de la hoja, y la sangre chorreándole entre las cejas. Estás pero que bien jodido, Diego, se dijo con un último rastro de lucidez. Hasta aquí has llegado. (...)Y entonces vio una espada que se dirigía hacia su garganta, y a Don Francisco de Quevedo que gritando: «¡Alatriste! ¡A mí! ¡A mí!», con voz atronadora, saltaba desde los bancos a la viga del degolladero e interponía la suya desnuda, parando el golpe.
-¡Cinco a dos ya está mejor! -exclamó el poeta acero en alto, saludando con una alegre inclinación de cabeza al capitán-... ¡No queda sino batirse!
Y se batía, en efecto, como el demonio que era toledana en mano, sin que su cojera le estorbase lo más mínimo. Meditando sin duda la décima que iba a componer si sacaba la piel de aquello. (...)

Lo que ocurrió entonces ya es Historia. Cuentan los testigos que, en el palco donde se hallaban de supuesto incógnito el Rey, Gales, Buckingham y su séquito de gentiles hombres, todos veían la pendencia con sumo interés y encontrados sentimientos. Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquella desvergonzada afrenta al orden público en su augusta presencia (...). Lo cierto es que el hombre que se había estado batiendo con cinco lo hacía con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocos mandobles la simpatía del público y gritos de angustia entre las damas, al verlo estrechado tan de cerca. (...) Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de Alatriste al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto, vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.
-¡Alatruiste! -exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada y británica. (...) Diesculpad, Siure... Hombrue ese y yo tener deuda... Mi vida debo.
Y acto seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a Buckingham con perfecta sangre fría.
-Steenie -dijo.
Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido por Buckingham, que también desenvainaba (...), trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y Diego Alatriste. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos, gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un tris de perder los papeles.

Capítulo 11: 'El sello y la carta'

Resumen:

Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen (...). El teniente de alguaciles Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo ante él a Diego Alatriste por corredores secretos, retirándose después. (...) Era corpulento, de cabeza grande y tez rubicunda (...). Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. El joven monarca, más amigo de fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. (...) Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía existiendo sobre la tierra. (...) Sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, el más alto y fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. (...)

Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. (...) Sin contar con el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo malo era que con instrumentos de cuerda Diego Alatriste cantaba fatal; así que el procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. (...)

-En pas ahora esteumos -había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último soneto. (...)

El capitán miró la ventana con sombría esperanza. Aquello quizás le ahorrase el verdugo y abreviara el expediente, aunque una caída de treinta pies sobre el patio no era mucho; se exponía a quedar vivo y que lo subieran a la mula para colgarlo con las piernas quebradas, lo que no iba a ser gallardo espectáculo. Y aún otro problema: si después de todo había alguien más allá, lo de la ventana se lo iba a tomar fatal durante el resto de una eternidad no por hipotética menos inquietante. Así que, puestos a tocar retreta, mejor era irse sacramentado y de mano ajena, por si las moscas. A fin de cuentas, se consoló, por mucho que duela y tardes en morir, al final siempre te mueres, Y quien muere, descansa. (...)

-¿Me habéis visto alguna vez, antes?
-No. Nunca. (...)
-Servísteis en Flandes y Nápoles, por lo que veo. Y contra los turcos en Levante y Berbería... Una larga vida de soldado.
-Desde los trece años, Excelencia. (...)
-¿No os gustan los motines?
-No me gusta que se asesine a los oficiales.
-¿Ni a los que os pretenden ahorcar?
-Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.
-Para defender a vuestro maestre de campo tumbasteis espada en mano a dos o tres, dice por aquí.
-Eran tudescos, Excelencia. Y además, el señor maestre de campo decía: «Demonio, Alatriste, si me han de matar amotinados, al menos que sean españoles». Le di la razón, metí mano, y aquello me valió el indulto. (...)
-Ya veo -dijo-. También hay aquí una carta de recomendación del viejo conde de Guadalmedina, y un beneficio de Don Ambrosio de Spinola en persona, firmado de su puño y letra, pidiendo para vos ocho escudos de ventaja por vuestro buen servicio ante el enemigo... ¿Se os llegó a conceder?
-No, Excelencia. Que unas son las intenciones de los generales y otras las de secretarios, administradores y escribanos... Al reclamarlos me los redujeron a cuatro escudos, e incluso ésos nunca los vi hasta hoy. (...)
-Licenciado después de Fleurus por herida grave y honrosa... -prosiguió Olivares. Ahora miraba el apósito en la frente del capitán-. Tenéis cierta propensión a ser herido, por lo que veo.
-Y a herir, Excelencia.
Diego Alatriste se había erguido un poco, retorciéndose el bigote. Era obvio que no le gustaba que nadie, ni siquiera quien podía hacerlo ejecutar en el acto, tomase sus heridas a la ligera. Olivares estudió con curiosidad el destello insolente que había aparecido en sus ojos, y luego volvió a ocuparse del legajo.
-Eso parece -concluyó-. Aunque las referencias sobre vuestras aventuras lejos de las banderas son menos ejemplares que en la vida militar.. Veo aquí una riña en Nápoles con muerte incluida... ¡Ah! Y también una insubordinación durante la represión de los rebeldes moriscos en Valencia -el privado frunció el ceño-... ¿Acaso os pareció mal el decreto de expulsión firmado por Su Majestad?
-Yo era un soldado -dijo al cabo-. No un carnicero.
-Os imaginaba mejor servidor de vuestro Rey.
-Y lo soy. Incluso lo he servido mejor que a Dios, pues de éste quebranté diez preceptos, y de mi Rey ninguno.
-Siempre creí que la de Valencia fue una gloriosa campaña...
-Pues informaron mal a vuestra Excelencia. No hay gloria ninguna en saquear casas, forzar a mujeres y degollar a campesinos indefensos.
-Contrarios todos ellos a la verdadera religión -apostilló-. Y reacios a abjurar de Mahoma.
-Quizás -repuso-. Pero ésa no era mi guerra.
-Vaya -el ministro alzaba ahora las dos cejas con fingida sorpresa-. ¿Y asesinar por cuenta ajena sí lo es?
-Yo no mato niños ni ancianos, Excelencia.
-Ya veo. ¿Por eso dejasteis vuestro Tercio y os alistasteis en las galeras de Nápoles?
-Sí. Puesto a acuchillar infieles, preferí hacerlo con turcos hechos y derechos, que pudieran defenderse.
-Sin embargo, a fe que os abona gente de calidad. (...)

-Desconozco si a alguien salvé la vida -dijo tras meditar un poco-. Pero recuerdo que, cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no quería muertes en aquel lance. (...)
-¿Y quién era ese principal? -preguntó con peligrosa suavidad.
-No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.
-Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos capaces de avivársela al más pintado.
-Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.
Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y Alatriste creyó que iba a llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció convencerlo.
-Quizá tengáis razón -asintió el privado-. Me atrevería a jurar que sois de los olvidadizos. O de los mudos. (...) Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo junto a la pared, tiró de éste una sola vez. (...) Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía sin máscara. (...)

-Hemos topado con dos conspiraciones. Una, encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos informes, creo recordar.. Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de la Corte, hayáis oído algo.
(...)Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez lo hizo ruidosamente.
-Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza -su tez pasaba de la extrema palidez al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor-. Lo que puedo imaginar sobre esa segunda conspiración... (...). Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos ojos que un hereje...
-Ya veo -cortó el ministro-. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra, por ejemplo.
Alatriste vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.
-Yo no he citado a su Paternidad -dijo Alquézar, recobrando la sangre fría- pero ya que vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto, fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.
-Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes sospechas. (...) Voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno -la mirada de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo-... Aunque imagino que el oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.
-Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo...
-¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio -Olivares hizo un gesto displicente con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco, aliviado-... A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire. ¿Verdad? (...) -Y menos -prosiguió Olivares- en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras. A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza. (...) Os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo yo los cementerios llenos. Y ya que hablamos de cementerios -dijo de pronto el ministro-. Os presento a Diego Alatriste, más notorio por el nombre de capitán Alatriste (...) Parece valiente y de fiar.. Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos privados para siempre de sus eventuales servicios -miró al secretario del Rey, penetrante-... ¿No lo halláis en razón, Alquézar?
(...) Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.
-Por supuesto -balbució.
(...) -Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan cuatro escudos a Don Diego Alatriste por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada... ¿Está claro? (...)

Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.
-Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y también porque hay quien se interesa en vos.
-Os lo agradezco, Excelencia.
-No lo hagáis. Existe una tercera razón: hay gentes para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo hacerles en este momento. Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros... ¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar reinos. Por lo menos, no éste. (...). Acaba de salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio Pérez... Su única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio. Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar del capitán Alatriste, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.

De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.
-Una última cosa --dijo-. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna incomprensible razón, cree estaros obligado... Su vida y la vuestra, naturalmente, es difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al capitán Diego Alatriste si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales. (...)Lo que yo daría -dijo Olivares- por disponer de una carta como ésa.

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Enviado por:Rosa
Idioma: castellano
País: España

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