Derecho


Dictadura militar argentina e Iglesia


Dictadura e iglesia

Es suficientemente conocida, no sólo por la sociedad argentina sino también por la opinión pública mundial, la modalidad de la represión desatada por la dictadura militar imperante en nuestro país entre 1976 a 1983. Existe a ese respecto una amplísima literatura científica y de divulgación en varios idiomas, de la cual me limito a señalar algunos títulos en la bibliografía final (CONADEP, 1984; Mignone, 1986a y 1991a; Moreno Ocampo, 1995; García, 1995). Su principal instrumento consistió en la detención en sus hogares, sitios de trabajo o en la vía pública, sin ningún tipo de enfrentamiento armado, de presuntos disidentes ideológicos o políticos. Los operativos eran realizados por agentes del estado, en general oficiales y suboficiales de las tres armas, vestidos de particular y ocultando su identidad. Los ciudadanos apresados eran conducidos a sitios ocultos, salvajemente torturados y en su inmensa mayoría asesinados. Sus restos se incineraban o enterraban anónimamente, aunque en una alta proporción los prisioneros fueron arrojados vivos desde aviones al océano Atlántico o al río de la Plata. El gobierno castrense negó pertinazmente su responsabilidad y hasta ahora las fuerzas armadas sostienen no estar en condiciones de informar acerca del destino de los millares de detenidos-desaparecidos. Ese sistema fue tan característico del régimen de facto que ha dado lugar a que el vocablo "desaparecido" haya pasado a utilizarse en español en muchos idiomas; la figura delictiva descripta impulsó la elaboración y aprobación de convenciones internacionales que tratan de evitarla en el futuro y su recuerdo constituye un trauma profundo e irreparable en la conciencia colectiva de la población, dando lugar a constantes y variadas expresiones públicas de dolor y de repudio.

Como ocurre en situaciones similares, la reacción de los distintos sectores sociales fue dispar, oscilando entre la desinformación, la indiferencia, el temor, el ocultamiento, la justificación, la complicidad, la oposición, la denuncia y la resistencia activa. Dentro de ese marco, ha merecido la atención de muchos observadores, tanto argentinos como extranjeros y de algunos investigadores, el papel de la Iglesia católica y en particular de su Episcopado. Es lógico que esto suceda por cuatro razones principales. La primera, el hecho de que numerosos fieles de esa denominación cristiana, incluyendo obispos, sacerdotes, religiosos y multitud de laicos comprometidos resultaron gravemente afectados, ingresando en la extensa nómina de "desaparecidos", presos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, torturados, asesinados, exiliados o separados de sus cargos. La segunda, la inserción, tradición y gravitación de esa Iglesia en la sociedad argentina, que incluye, aunque sea nominalmente y en virtud de la recepción del sacramento bautismal, a la mayoría de la población. La tercera, la actual posición del magisterio cristiano-católico, tanto en el plano universal como en América Latina, en defensa de los derechos humanos fundamentales, a los cuales considera consustanciados con el mensaje del Evangelio de Jesús de Nazaret, fundamento de su doctrina. Y finalmente la fuerza que otorgaba a su jerarquía la circunstancia de encontrarse ante un régimen político que pretendía defender los valores de la denominada civilización cristiana y occidental y era al mismo tiempo responsable de esos crímenes de lesa humanidad. De haber actuado el Episcopado católico en forma enérgica, llegando a una ruptura, hubiera colocado a la dictadura militar en una difícil situación, provocando una verdadera crisis de conciencia en muchos de sus miembros y obligándola posiblemente a modificar sus procedimientos, en particular en relación con los llamados desaparecidos.

Dentro de ese marco, mientras la Conferencia Episcopal adoptaba una posición de extrema prudencia, limitándose a contactos privados y secretos y a la emisión de documentos genéricos que reiteraban conceptos doctrinarios sin señalar responsables, unos pocos obispos se lanzaron a una actividad de denuncia pública, a la atención, protección y defensa de las víctimas y sus familiares y a la participación en organismos de defensa de los derechos humanos. Esto les provocó una virtual ruptura con el régimen, distintas formas de persecución y difamación y en dos casos su asesinato (uno de ellos comprobado judicialmente, el del obispo de La Rioja Enrique Angelelli), mediante la provocación de sendos accidentes automovilísticos (el otro, menos conocido, fue el del obispo de San Nicolás de los Arroyos, Carlos Ponce de León). Sin embargo, ambos homicidios no han sido reconocidos hasta el presente por la Conferencia Episcopal, que ha aceptado en cambio las mendaces explicaciones oficiales. Cabe señalar igualmente que algunos prelados y en particular los capellanes militares se negaban a recibir a las familias de las víctimas y llegaron a actuar de manera cómplice con las autoridades militares, encubriendo, justificando o cohonestando los crímenes referidos.

No cabe duda de que entre los escasos miembros de la jerarquía católica que, sin abandonar su papel pastoral, se pronunciaron de manera crítica e inequívoca frente a tales desafueros y procuraron por todos los medios obtener información y proteger y auxiliar a las víctimas y a sus familias ­en particular las de los "desaparecidos"­ se encuentra el obispo de Quilmes, Jorge Novak. De ahí el propósito de la investigación aludida que, aunque se encuentra en su etapa inicial, está proporcionando datos que permitirán elaborar un cuadro de situación de las fuerzas y sectores eclesiales y comunitarios intervinientes, arribar a conclusiones que incrementen el conocimiento del pasado reciente y finalmente esbozar una interpretación correcta de los hechos y de las causas, concepciones doctrinales y motivaciones de las diferentes actitudes que se observan (Mignone, 1986a, 1987, 1989 y 1990).

El peso de la tradición

Ninguna institución y tampoco la Iglesia católica escapa a la gravitación de su historia y al marco cultural de cada región. Es verdad que circunstancias especiales, tanto de orden local como universal, modifican a veces el panorama heredado, pero ello difícilmente implica una ruptura total con el pasado. Y con frecuencia se advierte la persistencia de patrones sociales que reaparecen en momentos de crisis con fuerza inusitada.

El cristianismo llegó al Río de la Plata a comienzos del siglo XVI y la Iglesia católica se instaló al amparo de la alianza entre la Santa Sede y la Corona española, en virtud de la cual la primera concedió a la segunda el denominado Patronato Regio a través de sucesivos documentos (Mignone, 1986a y 1992a). En virtud de ese acuerdo la Corona se obligó a promover a su costa la evangelización del Nuevo Mundo. Para ello se reservó un poder omnímodo sobre la estructura eclesial, con excepción de los aspectos estrictamente doctrinales y sacramentales. Sus facultades, en virtud de lo dispuesto por las leyes de Indias, se extendían desde el cobro de los diezmos hasta el sostenimiento del clero y de sus actividades pastorales, asistenciales, educativas y misionales. Ello implicaba la designación de los obispos y del resto del personal eclesiástico y la propuesta, siempre confirmada, para su ordenación, la creación de diócesis y parroquias, la autorización para la instalación de órdenes religiosas, la presidencia de los concilios y sínodos, el pase de los documentos pontificios y hasta el dictado de normas tan mínimas como la manera de iluminar los sagrarios. Producida en el siglo XIX la independencia, los gobiernos patrios, a pesar de la resistencia de la Santa Sede, asumieron en la Argentina, aunque con atenuaciones, el sistema del patronato, que se incorporó formalmente al texto de la Constitución Nacional sancionada en 1853. Esa anacrónica institución perduró en la reforma de 1949 (anulada en 1956) y subsistió en la letra de la ley fundamental hasta su modificación en 1994. Cabe destacar, sin embargo, que en 1966 se arribó a un acuerdo con la Santa Sede en virtud del cual la propuesta para la designación de obispos dejó de estar en manos del Senado y del Presidente de la Nación, quien se limita desde entonces a tomar conocimiento anticipado y confidencial de la decisión pontificia. La constitución sancionada en 1853, que ­con el interregno antes señalado y unas pocas enmiendas (1860, 1866, 1898 y 1957)­ rigió hasta 1994, no establece el catolicismo como religión del estado federal. Pero este último, en virtud del artículo 21, que subsiste, se obliga al sostenimiento del culto católico, apostólico, romano. Es verdad que en la actualidad dicho aporte económico es reducido y se limita al apoyo a las diócesis y arquidiócesis mediante un sueldo y una jubilación asignados a los obispos titulares y auxiliares y un salario o beca para los seminaristas mayores (Mignone, 1986a, 1992a, 1992b, 1995a, 1995b). Lo cual implica, pese a la autonomía de ambos poderes y a la desaparición del patronato, una suerte de dependencia burocrática. Cabe señalar también que a lo largo de 186 años de vida independiente, la convivencia entre el estado y la Iglesia católica fue pacifica y cooperativa, con excepción de unos pocos y breves episodios conflictivos derivados de situaciones circunstanciales (1822, 1984, 1954) y privó en general un tácito modus vivendi.

Lo significativo de la precedente reseña histórica lo constituye la prevalencia a lo largo del tiempo de una actitud de subordinación con respecto al estado por parte del cuerpo episcopal y en menor medida del clero y las organizaciones católicas. Esa impronta, pese al proceso de secularización de la sociedad a partir de la década del sesenta, mantiene su vigencia en el imaginario colectivo, en el seno de la sociedad y en las posiciones de gobernantes y prelados.

A lo anterior hay que agregar la persistencia en la mentalidad episcopal, por causa de su formación teológica previa y pese a los cambios del Concilio Vaticano II, de una concepción fundada en el ideal de la cristiandad y en la doctrina del integrismo, que hay que distinguir, a mi juicio, pese a la existencia de puntos de contacto, del denominado catolicismo integral y del nacional-catolicismo, también influyente en algunos prelados (Liberatore, 1945; Rovira Belloso, 1977; Loboa, 1977, Poulat, 1977; Boff, 1982; Mignone 1886a, 1991b, 1992a, 1995a y 1995b; Mallimaci, 1988). Para el intregrismo, dominante hasta la década de 1960, la evangelización se basa en gran medida en la unión entre el estado y la Iglesia; la ortodoxia de las normas constitucionales y legales y la colaboración de los distintos sectores estatales (sistema escolar, fuerzas armadas, policiales y carcelarias, centros asistenciales, etc.) Una lectura de las pastorales colectivas del Episcopado argentino desde fines del siglo XIX hasta la década indicada y las expresiones individuales de muchos obispos, aun después el Concilio Vaticano II, prueban lo dicho.

Finalmente, un factor decisivo lo constituye el hecho de que el régimen militar de 1976 a 1983 se presentó como el instrumento providencial e indispensable para preservar a la Nación de la subversión marxista, que se sostenía estaba incluso infiltrada en el seno de la Iglesia. Esta circunstancia y las reservas de numerosos obispos hacia la democracia y el pluralismo motivaron, pese a los desafueros cometidos, que la balanza se inclinara, con las escasas excepciones expuestas, hacia un apoyo irrestricto a la dictadura castrense o, en el mejor de los casos, en una prudente disposición de comprensión, silenciamiento o justificación de sus excesos. Ello es visible en los documentos episcopales de la época (Mignone, 1986a).

La Iglesia de Quilmes

Dentro del cuadro descripto cabe preguntarse cuáles fueron las razones que dieron lugar a que la Iglesia de Quilmes, con la guía de su pastor Jorge Novak, adoptara una posición diferente a la de la mayoría de las jurisdicciones eclesiásticas argentinas, consagrándose a la defensa y protección de las víctimas de la represión y sus familias, en particular las que poseían miembros "desaparecidos", a la denuncia publica y abierta de los abusos represivos y a la defensa irrestricta de los derechos humanos, bajo el doble fundamento del mandato bíblico y de la hermandad del género humano.

La respuesta a este interrogante constituye justamente el objetivo de la presente investigación y se espera que surja de sus resultados. Cabe, sin embargo, adelantar algunas hipótesis que podrán o no ser confirmadas por los datos que se están recogiendo y que habrá que correlacionar con lo sucedido en otros lugares y con las características estructurales y globales de la Iglesia católica y de su Episcopado en la Argentina.

La primera consideración que corresponde señalar es el hecho de que la composición humana de la diócesis de Quilmes no difiere de la del resto del conglomerado que rodea a la ciudad de Buenos Aires. En sus diversas localidades y barrios coexisten hogares de clase media alta, mediana y baja con sectores obreros y grupos carenciados y marginados. El número de católicos vinculados de manera directa e intensa a la vida eclesial es, como en todo el país, reducido y su núcleo más activo, con la excepción de algunas parroquias que por la modalidad de sus párrocos agrupan a personas de condición humilde, es de clase media. Y en ésta era fácil encontrar fieles que veían con buenos ojos el accionar militar, aunque a veces y siempre en forma privada deploraran sus excesos. En algunos casos, incluso, siguiendo la tónica oficial y de los medios de comunicación, afirmaban desconocerlos o tendían a negarlos, y había, claro está, grupos conscientes de lo que estaba ocurriendo y familias gravemente afectadas, pero eran en general minoritarios y se sentían aislados de la corriente general de los fieles.

En el curso de la investigación está surgiendo la evidencia de constantes contradicciones, disputas, malentendidos y hasta posiciones hostiles y agresivas. Su conocimiento permitirá, tal vez, develar la trama oculta de los hechos.

Todo indicaría, prima facie, que la diferente mentalidad prevaleciente y el modus operandi de la Iglesia quilmeña, que la distingue de muchas otras del país, se origina en la decidida posición adoptada por su pastor casi inmediatamente después de asumir su responsabilidad eclesial. Es verdad que monseñor Novak encontró, tanto en una parte de su clero como en muchos laicos, una generosa y hasta valiente comprensión y colaboración. Pero ese efecto, aparentemente, no se habría producido de no haberse contado con la iluminación doctrinal, el carisma evangélico, el ejemplo, la protección, el apoyo y la tenacidad del primer obispo de la diócesis de Quilmes.

Si así fuera, cabe preguntarse las razones por las cuales el obispo Novak reaccionó de manera distinta a la de la mayor parte de sus colegas. Una clave pareciera encontrarse en los textos de sus homilías y cartas pastorales que transcribo como acápite del presente artículo. Es decir, el efecto que le produjo el contacto con las familias de los "desaparecidos", la visión de su desamparo y la iniquidad del silencio oficial. Pero otros pastores de su Iglesia estaban igualmente acosados por esos mismos familiares y no los recibían, o lo hacían de mala gana o delegaban esa tarea en sus subordinados. Y fuera de alguna consulta formal a las autoridades que inexorablemente tenía una respuesta negativa, se limitaban a deplorar el episodio o, lo que es peor, a justificarlo en aras de la presunta pacificación del país y a la supuesta culpabilidad de los apresados.

¿Es que Novak era de distinta madera que otros obispos? ¿O su formación y su experiencia eran diferentes y lo impulsaban a acompañar de manera activa el sufrimiento del prójimo y a oponerse a la injusticia? ¿O el contacto con esa terrible realidad le provocó una suerte de iluminación espiritual que lo lanzó, con prudencia pero firmemente, a constituirse en un paladín en la búsqueda de la verdad y la justicia? ¿O ya en términos de la mística cristiana, podría afirmarse que tuvo Novak una docilidad al llamado de la gracia divina infinitamente mayor que otras almas, que con similar abundancia sacramental y responsabilidad pastoral, prefirieron negarse a esa convocatoria y se adecuaron sin dificultad a la tranquilidad de las ventajas políticas y temporales?

No estoy en condiciones de intentar una respuesta a tales interrogantes, que podrán surgir o no como resultado de nuestra investigación. Tengo intuiciones, derivadas de mi contacto personal con el obispo Novak en la época de la dictadura militar y de referencias que se han ido acumulando a través del examen de los archivos, las publicaciones y las entrevistas.

Mi propósito consiste, simplemente, en tratar de exponer un marco contextual que constituya una avance en la tarea de organizar y encauzar los elementos fácticos acumulados en la presente investigación y plantear las premisas que permitan arribar a conclusiones de utilidad para el conocimiento de los factores que inciden en las decisiones de los hombres y en el actuar de la sociedades. Sobre todo cuando, como en este caso, están en juego valores sustantivos como son la vida, la libertad, la integridad física y psíquica y el bienestar de los miembros de la familia humana. *

El 10 de septiembre de 1976, al día siguiente de mi ordenación episcopal, abrimos de par en par las puertas de la recién creada diócesis de Quilmes [...] La puerta de la curia se abría una y centenares de veces para dar paso a familiares de los "desaparecidos" [...] Personalmente he atendido centenares de casos de familiares que acuden en procura de asistencia espiritual y material [...] Me resultó corriente pero también obsesivo escuchar relatos de secuestros [...] Mi experiencia personal me ha llevado a sentir la tragedia de la injusticia en nuestro propio medio. Tal es el caso de los familiares de los desaparecidos a quienes se les niega una justicia elemental: la información sobre sus hijos [...] No puede ignorarse el problema de la represión sistemática o selectiva acompasada de asesinatos y torturas, de desapariciones y exilios, de los cuales son víctimas tantas personas, incluidos obispos, sacerdotes, religiosas y laicos comprometidos en el servicio al prójimo [...] El relato bíblico de los Macabeos nos evoca el genocidio perpetrado entre nosotros contra una generación joven con voluntad de mejorar la situación de sus conciudadanos [...] Ninguna sociedad culta podrá admitir lo que ha sucedido: una autoridad prepotente mostró instrumentos refinados de tortura y profanación en jóvenes vidas la dignidad excelsa de la imagen de Dios (Monseñor Jorge Novak, Homilías y Cartas Pastorales, 1976/1981).

No pocos juzgan que los obispos de aquel momento debieron romper toda relación con las autoridades, pensando que tal ruptura hubiera significado un gesto eficaz para lograr la libertad de los detenidos. Sólo Dios conoce lo que hubiera ocurrido de haberse tomado ese camino. Pero sin lugar a dudas, todo lo hecho no alcanzó para impedir tanto horror (Carta Pastoral de la Conferencia Episcopal Argentina del 27 de abril de 1996).




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Enviado por:NoeCuerva
Idioma: castellano
País: Argentina

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