Historia


De la paz a la guerra


Lectura 12. De la paz a la guerra

Los años finales del siglo XIX han sido definidos por los propios coe­táneos como el fin de siècle, concepto que se refería no sólo al tránsito entre dos siglos, sino también al estado de ánimo de una sociedad que combinaba a partes iguales la ilusión “materializada en la mágica fecha del cambio de siglo”, como dijo luego el austriaco Robert Musil, con el temor e incluso el miedo al inmediato porvenir. Hacia 1900 se hablaba del “peligro amarillo” y de la nece­saria jerarquía entre las razas y los inevitables conflictos entre ellas, como vaticinaban autores de éxito internacional, como Hous­ton Chamberlain o Vapour de Lapage. La guerra era algo lejano, que ocurría en zonas coloniales, como Sudáfrica o el Extremo Oriente, pero su importancia no se despreciaba por ello, como revela el libro de H. G. Wells (La guerra de los mundos, 1898). Sin embargo, podría decirse que para la mentalidad europea corriente, la confianza en un futuro mejor era superior a la incertidumbre o el recelo sobre el mismo. Algunas razones avalaban esta confianza.

El dominio europeo del mundo y la expansión imperialista habían supuesto, además de la hegemonía de Europa sobre el conjunto del planeta, una profunda transformación de la historia mundial. Al carácter global que adquirieron las relaciones económicas se sumaron las decisiones políticas y las estrategias de las principales potencias, tanto europeas como las nuevas potencias no europeas, EEUU y Japón. Durante algunas décadas, el mundo occidental pudo vivir el sueño del Titanic: el goce de un estado de permanente belle époque, basado en la confianza en su suprioridad y en la concien­cia de que no había límites para tal supremacía. Sin embargo, el iceberg con que había chocado el gran trasatlántico en 1912 también apareció en la historia, muy en especial en el continente europeo. El choque fue el estallido en el verano de 1914 de la llamada Gran Guerra europea, luego convertida en 1ª Guerra Mundial. Como a la tripulación del Titanic, a los dirigentes europeos les sorprendió que la guerra estallara, aunque de hecho la habían estado preparando de forma más o menos consciente. El inicio de la guerra fue visto así como un acto de fatalidad, del que nadie se hacía plenamente responsable, como llegaron a verbalizar a los pocos días del estallido del conflicto los primeros ministros de Alemania y de Gran Bretaña. El premier británico, Eduard Grey, lo expresó de forma tan melancólica como premonitoria: “Las luces se están apagando en toda Europa. No volveremos a verlas alumbrar en lo que nos queda de vida”.

A pesar de la aparente sorpresa, el conflicto bélico no puede decirse que fuera inesperado. Una larga etapa de juego político entre las principales potencias y, sobre todo, una progresiva disociación entre los dirigentes políticos y la evolución de los diferentes Estados e Imperios europeos explican los acontecimientos desencadenados a partir de 1914. Que hubiera una guerra entraba, pues, dentro de lo posible en la Europa de entonces. Lo que no resultaba imaginable era la magnitud de las transformaciones que la guerra acabaría por traer. Esta guerra acarreó tales consecuencias que puede considerarse como la partera del siglo XX, un gran gozne de la historia contemporánea. De hecho, aquí comienza el “corto siglo XX”.

1. En torno a los orígenes de la Primera Guerra Mundial.

A. La paz y la creciente preocupación por la guerra.

En los años previos a 1914 la paz era el marco normal y esperado de la vida europea. Desde 1815 ninguna guerra había implicado a todas las potencias europeas. Desde 1871 ninguna potencia europea había ­atacado a otra. Sus víctimas eran los débiles no europeos, aunque a veces calculaban mal la fuerza de sus enemigos: los bóers causaron mucho daño a los británicos (1899-1902) y los japoneses lograron su status de gran potencia derrotando con sorprendente facilidad a Rusia (1904-1905). En el imperio otomano, la víctima potencial más cercana y extensa, la guerra siempre era posible porque diversos pueblos sometidos intentaban lograr la independencia y luego lucharon entre sí arrastrando a las grandes potencias. Los Balcanes eran considerados el polvorín de Europa y fue allí donde esta­lló la guerra global de 1914. Pero la cuestión oriental era un tema familiar en la diplomacia europea y, aunque había dado lugar a diversas crisis ­durante un siglo e incluso una guerra importante (Crimea, 1854), nunca se había perdido del todo el control.

Desde luego, cabía la posibilidad de una guerra europea, lo que preocupaba no sólo a los gobiernos y sus estados mayo­res, sino a la opinión pública. En la década de 1880 Engels ana­lizó la posibilidad de una guerra mundial y Nietzsche saludó gustoso la creciente militarización de Europa y predijo el estallido de una guerra que “diría sí al bárbaro, incluso al animal salvaje que hay dentro de nosotros”. En la década de 1890 la creciente preocupación por la guerra condujo a la celebración del Primer Congreso Mundial de la Paz (el 21º iba a celebrarse en Viena en septiembre de 1914), la concesión del premio Nobel de la Paz (1897) y la primera Conferencia de la Paz (La Haya, 1899), así como reuniones internacionales de escépticos representantes gubernamentales, que declaraban su inquebrantable compromiso con el ideal de la paz.

En la década de 1900 la gue­rra se hizo más posible y hacia 1910 todos eran conscientes de su inminencia. Sin embargo, su estallido no se esperaba realmente. Incluso ­a finales de julio de 1914, cuan­do la situación ya era desesperada, los estadistas más belicosos no creían que estaban iniciando una gue­rra mundial: se podría encontrar alguna solución­, como tantas veces antes. Los enemigos de la guerra tampoco podían creer que la catástrofe que habían pronosticado se cernía ya sobre ellos. El 29 de julio, después de que Austria hubiera declarado ya la guerra a Serbia, los líderes del socialismo internacional se reunieron, muy inquietos pero convencidos todavía de que una guerra ge­neral era imposible, de que se encontraría una solución pacífica a la crisis. Incluso los que apretaron los botones de la destrucción lo hicieron no porque lo desearan, sino porque no podían evitarlo, como el emperador Guillermo que preguntó a sus generales en el último momento si no era posible localizar la guerra en el este de Europa, suspendiendo el ataque contra Francia y Rusia, a lo que le contestaron que desgraciadamente eso era total­mente imposible.

Así pues, entre 1871 y 1914, para la mayoría de los países occidentales, la guerra en Europa era un recuerdo histórico o un ejercicio teórico para un fu­turo indeterminado. Si exceptuamos la guerra del Reino Unido con los bóers, la vida del soldado de una gran potencia era bastante pacífica. No puede decirse lo mismo del ejército de la Rusia zarista, que protagonizó serios enfrentamientos contra los turcos en la década de 1870 y una guerra desastrosa contra los japoneses en 1904-1905; ni del japonés, que luchó, con éxito, contra China y Rusia. Esa vida pacífica a la que nos referíamos se refleja en las aventuras del “valeroso” soldado austrohúngaro Schwejk (inventado por J. Hasek en 1911). Por supuesto, los estados mayores generales se preparaban para la guerra, creyendo, como siempre, que ésta sería una versión más perfecta del último gran conflicto (la guerra franco-prusiana de 1870-1871)­. Pero fueron los civiles quienes predijeron las terribles transformaciones del arte de la guerra, dado el progreso de la tecnología militar que los generales y algunos almirantes­ tardaban en comprender. Fue un financiero judío, lvan Bloch, quien en 1898 publicó en Rusia los seis volúmenes de su obra Aspectos técnicos, económicos y políticos de la próxima guerra, que predijo la técnica militar de la guerra de trincheras que lleva­ría a un prolongado conflicto de intolerable coste económico y hu­mano. El libro se tradujo rápidamente a numerosos idiomas, pero no influyó en la planificación militar.

B. El papel de la carrera de armamentos.

Mientras que sólo algunos civiles comprendían el carácter catas­trófico de la futura guerra, los gobiernos se lanzaron con entusiasmo a una carrera de nuevos armamentos que les permitiera situarse a la cabeza. La tecnología para matar, en proceso de industrializa­ción, progresó enormemente en la década de 1880, gracias a la mayor rapidez y potencia de fuego de las armas pequeñas y de la artillería, y a las mejoras en los barcos de guerra, dota­dos de motores de turbina más potentes y de un blindaje más eficaz y capaces de llevar muchos más caño­nes.

Una consecuencia fue que pre­pararse para la guerra resultó mucho más caro, ya ­que los estados competían por no verse relegados respecto a los demás. Esta carre­ra armamentística, que comenzó a finales de la década de 1880, se aceleró hacia 1900 y, en especial, en los últimos años anteriores a la guerra. En las décadas de 1870 y 1880 los gastos militares británicos se mantuvieron estables per cápita y en porcentaje del presupuesto total, pero pasaron de 32 millones de libras en 1887 a 44 en 1898-1899 y a más de 77 en 1913-1914. Fue la armada, el sector de más alta tecnología­, la que tuvo el auge más espectacular: en 1885 su costo fue de 11 millones de libras, cantidad similar a la de 1860, pero en 1913-1914 se había cuadruplicado. Mientras tanto, el coste de la armada alemana pasó de 90 millones de marcos anuales a mediados de la década de 1890 hasta casi 400 millones en 1913-1914. Para financiar tan importantes gastos fue necesario recurrir a impuestos más altos o a unos préstamos inflacionistas.

Otra consecuencia igualmente evidente fue que la simbiosis entre guerra y producción bélica transformó las relaciones entre los gobiernos y la industria. El Estado se convir­tió en elemento esencial para algunos sectores de la industria, pues no era el mercado el que decidía qué productos tenía que fabricar la industria, sino la constante competencia de los gobiernos para conseguir el aprovisionamiento adecuado de las armas más avanzadas, y por tanto más eficaces. Los gobiernos necesitaban tanto la fabricación de armas como la capacidad de producirlas para satisfacer las necesidades en caso de guerra, es decir, tenían que garantizar que la indus­tria tuviera una capacidad de producción muy superior a las necesi­dades en tiempos de paz.


Así, los Estados se veían obligados a garantizar la existencia de poderosas industrias de armamento, ha­cerse cargo de gran parte de sus costes de desarrollo técnico y preocuparse de que produjeran pingües beneficios. En otras palabras, tenían que proteger a esas industrias de los huracanes que amenazaban a las empresas capitalistas que navegaban por los mares imprevisibles del libre mercado y la libre competencia. Desde luego, podían hacerse cargo directamente de la industria de armamento, pero en esa época los Estados, o al menos el Estado liberal británico, preferían establecer acuerdos con las empresas privadas. En la década de 1880 las industrias de armamento con­seguían más de 1/3 de sus pedidos en las fuerzas armadas, en 1890 el 46% y en 1900 el 60%. El gobierno estaba dispuesto a garantizarles los 2/3 de su producción.

No sorprende, por tanto, que las empresas de armamento se contaran entre los gi­gantes de la industria o se unieran a ellos: la guerra y la concentra­ción capitalista iban de la mano. En Alemania, Krupp, el rey de los cañones, tenía 16.000 empleados en 1873, 24.000 en 1890, 45.000 en 1900 y 70.000 en 1912. La Britain Armstrong tenía 12.000 emplea­dos en sus principales factorías en Newcastle (20.000 en 1914), sin contar los que traba­jaban en las 1.500 pequeñas fábricas que vivían de las subcontratas. Obtenían extraordinarios beneficios. Al igual que el actual “complejo militar-industrial” de EEUU, estas gigantescas concentraciones industriales habrían quedado en nada sin la carrera de armamentos emprendida por los gobiernos. Por eso resulta tentador hacer a esos “mercaderes de la muerte” (expre­sión popular entre los que luchaban por la paz) responsables de la “guerra del acero y el oro” (así llamada por un periodista bri­tánico). ¿No era lógico que la industria de armamento tratara de acelerar la carrera de armamentos, inventando, si era preciso, una infe­rioridad que se po­día hacer desaparecer con contratos lucrativos?.

Sin embargo, no se puede explicar el estallido de la 1ª G.M. como una conspiración de los fabricantes de armamento, aun­que desde luego éstos hacían todo lo posible para convencer a generales y almirantes, más familiarizados con los desfiles militares que con la ciencia, de que todo se perdería si no encargaban la última arma de fuego o el barco de guerra más recien­te. La acumulación de armamento, que alcanzó propor­ciones temibles desde 1910, hizo, desde luego, que la situación fuera más explosiva. Llegó, sin duda, un momento, al menos en el verano de 1914, en que la máquina inflexible de movilización de las fuerzas de la muerte no podía ser colocada ya en la reserva. Pero lo que impulsó a Europa hacia la gue­rra no fue la carrera de armamentos en sí misma, sino la situación internacional que lanzó a las potencias a iniciarla.

C. El problema de la “responsabilidad” de la guerra.

El debate sobre las causas de la guerra no ha cesado desde agosto de 1914, reviviendo una y otra vez con el paso de las generaciones y los cambios de la política nacional e internacional. Desde luego, a menudo la responsabili­dad de una guerra se puede delimitar. Nadie niega que las guerras de expansión imperialista, como la de Cuba (1898) y la de los bóers, fueron provocadas por EEUU y el Reino Unido, respectivamente. En todo caso, los gobiernos del siglo XIX, aunque preocupados por su imagen pública, consideraban la guerra como una contingencia normal de la política internacional y eran lo bastante honestos como para admi­tir que podían tomar la iniciativa militar (los Ministerios de la Guerra no usaban el eufemismo de llamarse Ministerios de Defensa). Ahora bien, es cierto que ningún gobierno de una gran potencia en los años anteriores a 1914 deseaba una guerra ge­neral europea, ni siquiera­ un conflicto militar limitado con otra gran potencia europea. De hecho, allí donde las ambiciones políticas de las grandes potencias entraban en conflicto directo, es decir, en las zonas ob­jeto de conquista colonial y de reparto, sus pugnas, incluso las crisis más graves, como las de Marruecos de 1906 y 1911, se solucionaban siempre con un acuerdo. ­En vísperas del estallido de 1914, los conflictos coloniales no parecían, por tanto, plantear problemas insolubles para las diferen­tes potencias, lo cual no quiere decir, por supuesto,­ que las rivalidades imperialistas no influyeran en absoluto en el estallido de la 1ª G.M.

Ciertamente, las potencias no eran pacifistas. Se preparaban para una guerra, aunque sus ministros de Asuntos Exte­riores intentaban evitar lo que todos consideraban una catástrofe. En la década de 1900 ningún gobierno se planteaba unos objetivos que sólo la guerra o la constante amenaza de guerra podían alcanzar. Incluso Alemania (cuyo jefe de Estado Mayor instaba a lanzar un ataque preventivo con­tra Francia cuando Rusia, aliada de ésta, estaba inmovilizada, en 1904-1905, por la gue­rra y posterior derrota ante Japón, y por la revolución) sólo aprovechó­ la debilidad y el aislamiento momentáneos de Francia para plantear sus afanes imperialistas sobre Marruecos, tema fácil de ma­nejar y por el que nadie tenía intención de iniciar un conflicto serio. Ningún gobierno, ni siquiera los más ambiciosos o irresponsables, deseaban tal enfrentamiento.

Pero, en un momento da­do, la guerra pareció tan inevitable que algunos gobiernos decidieron que era preciso elegir el momento más favorable, o el menos inconveniente, para iniciar las hostilida­des. Quizá, como se ha dicho, Alemania buscaba ese momento desde 1912. Y, desde luego, durante la crisis final de 1914, precipitada por el asesinato del heredero­ austriaco a manos de un estudiante terrorista en una ciudad marginal de los Balcanes (Sarajevo), Austria sabía que, al lanzar un ultimátum a Serbia, se arriesgaba a que estallara un conflicto mundial, y Alemania, con su decisión de apoyar plenamente a su aliada, hizo que el conflicto fuera seguro. “La balanza se inclina contra nosotros”, afirmó el mi­nistro austriaco de la Guerra el 7 de julio. ¿No era mejor iniciar la lucha antes de que se inclinara más? Alemania actuó siguiendo el mismo argumento. Pero, como mostraron los acontecimientos del verano de 1914, la paz, a diferencia de las crisis anteriores, fue rechazada por todas las potencias, incluso Gran Bretaña, que Alemania esperaba que se mantuviera neutral. Nin­guna gran potencia hubiera dado el golpe de gracia a la paz, incluso en 1914, sin estar plenamente convencida de que ésta estaba herida de muerte.

El origen de la 1ª G.M. no hay que buscarlo, por tanto, en un “agresor”, sino en una situación internacional cada vez más dete­riorada, que escapó al control de los gobier­nos. Poco a poco, Europa se encontró dividida en dos bloques opuestos de grandes potencias. Esos bloques eran resultado,­ esencialmente, de la aparición en el escenario de un imperio alemán mediante la diplomacia y la gue­rra a expensas de otros entre 1864 y 1871, y que trataba de protegerse contra su principal perdedor, Fran­cia, mediante una serie de alianzas, que a su vez desembocaron en otras contra-alianzas. Las alianzas, aunque implican la posibilidad de guerra, no la hacen inevitable ni probable. De hecho, el canciller alemán Bismarck, que entre­ 1871 y 1890 fue el indiscutible campeón en el juego de la diplomacia multilateral, se dedicó en exclusiva y con éxito a mantener la paz entre las potencias. El sistema de bloques sólo llegó a ser un peligro para la paz cuando las alianzas enfrentadas se hicie­ron permanentes, pero sobre todo cuando las disputas entre los dos bloques se convirtieron en confrontaciones incontrolables. Eso fue lo que ocurrió al empezar el siglo XX. El interrogante fundamen­tal es: ¿por qué?.


2. El sistema de alianzas y la división de Europa en bloques.

A. Alemania y la “weltpolitik” (política mundial).

Antes de abordar las dimensiones del conflicto y sus consecuencias, a través de la paz de Versalles, debemos volver a aquel otro Versalles, el de 1871, cuando en el Salón de los Espejos tiene lugar el solemne acto fundacional del II Imperio alemán (el conocido como II Reich o Imperio guillermino), después de la derrota de Francia en la guerra con Prusia en 1870. Allí comienza una nueva fase de la historia europea, con la conversión de Prusia en una gran potencia, y allí se incuba el ánimo de revancha de Francia, humillada por las tropas de Helmuth von Moltke y derrotada, como metafóricamente advirtió Ernest Renan, por la universidad alemana.

La política exterior europea había estado basada, desde el siglo XVIII, en la teoría del “equilibrio” de las potencias y en la inexistencia de un poder hegemónico, que debían compartir Gran Bretaña, Francia, Austria y Rusia. Con el proceso de unificación de Alemania, que simbólicamente se terminó con la fundación del imperio de Guillermo II bajo la batuta política del canciller Otto von Bismarck, se inaugura una nueva etapa en la política y la diplomacia europeas. Comienza la preponderancia de Alemania sobre el continente, que es el hecho esencial del la historia diplomática del mundo de fines del siglo XIX. Alemania representa la emergencia de Mitteleuropa, de la Europa central, de base germánica, que se sitúa entre los eslavos del este y los latinos del oeste. Esta ubicación en el centro del continente explica muchos de los comportamientos de la Alemania contemporánea. El propio canciller Bismarck era consciente de ello, cuando se refería a la “pesadilla de las coaliciones” como un constante peligro para Alemania. Pesadilla que le llevó a luchar durante veinte años para evitar la formación de una tenaza antialemana.

Las consecuencias de esta conversión de Alemania en primera potencia europea se perciben, en el terreno de las relaciones internacionales, en la defensa del interés nacional como objetivo prioritario. Es la aplicación de los principios de la realpolitik a la política exterior. La actividad diplomática de Bismarck se orientará en esta dirección al tratar de buscar sucesivos sistemas de alianzas entre estados que evitasen coaliciones antialemanas, en especial las ansias del posible revanchismo francés tras las pérdidas territoriales de Alsacia y Lorena, y que, por tanto, garantizasen un arbitraje político de los posibles conflictos. El objetivo último era estabilizar Europa en torno a Alemania. El desarrollo de esta estrategia diplomática desembocó en sucesivas alianzas, que vinculaban a Alemania con otras potencias. En 1873, a través de la Liga de los Tres Emperadores, la alianza se estableció con Austria-Hungría y Rusia, para evitar la unión de los dos Estados recientemente derrotados (Austria y Francia) por Prusia en el proceso de unificación de Alemania; en 1882, después de varios problemas surgidos en los Balcanes que enfrentaban a Rusia y Austria, logra firmar la Triple Alianza, con Austria-Hungría e Italia, pero sin desentenderse totalmente de la relación con Rusia. Al propio tiempo, otros tratados bilaterales, así como la presidencia de congresos internacionales celebrados en Berlín (1878, cuestión de los Balcanes; 1885, cuestión colonial), permitían mantener los ejes básicos de la diplomacia de Bismarck: carácter central de Alemania en la diplomacia europea, aislamiento de Francia aunque se apoyase su carrera colonial, buenas relaciones con Inglaterra, que seguía practicando su política de “espléndido aislamiento” y sostén del Imperio austro-húngaro en su desplazamiento hacia los Balcanes a costa del Imperio otomano, el “hombre enfermo” de la Europa del siglo XIX.

Esta orientación de las relaciones internacionales cambió a par­tir de la década de 1890, coincidiendo con la caída de Bismarck y la formulación de una nueva estrategia diplomática por parte del emperador Guillermo II: la “política mundial” o weltpolitik. Para Alemania, el objetivo ya no era aislar a Francia. Comenzó a desarrollarse una competencia con Gran Bretaña, en un intento de poner en cuestión su liderazgo mundial y procurarse un “lugar al sol”, como quería el canciller Von Bülow. El miedo británico hacia los productos made in Germany, como expresa una popular obra de 1900, comienza a hacerse realidad. La creación de una potente marina de guerra y la petición de participar en el reparto de los territorios coloniales son los mejores exponentes de este cambio de política. Los caminos hacia la guerra comienzan a ser transitados por las distintas potencias europeas.

La decisión de Alemania de crear una potente flota militar se concreta en la década de 1890 al serle encomendada al almirante Alfred von Tirpitz la cartera de Marina en 1897. Sus proyectos se asentaron en las “leyes navales" de 1898 y 1900, que marcan la dirección del expansionismo naval de Alemania. Los gastos dedicados a la construcción de la flota se cuadruplicaron entre 1890 y 1913 (de 90 millones de marcos se pasó a 400), de modo que a partir de 1900 fue ya evidente para los británicos que, también en el mar, estaban siendo retados por los alemanes, los cuales se atrevían a desafiar a quienes orgullosamente se habían definido, en expresión de lord Salisbury, como “peces”. Esta política naval simboliza la intención de Alemania de convertirse en una potencia mundial, ya que, a juicio del propio káiser, la flota era el instrumento que permitiría el desarrollo de la weltpolitik. En vísperas de la guerra, la escuadra alemana seguía siendo inferior a la británica, especialmente en la dotación de nuevos acorazados, botados por primera vez por los británicos en 1906, pero era ya la segunda del continente y además se había roto el viejo principio británico de disponer de una armada que duplicara la de las dos potencias siguientes, el llamado two powers standard.

B. La Triple Alianza (1882) y el bloque franco-ruso (1892).

En 1880 nadie podía predecir las alianzas que las potencias iban a tener en 1914. Sí era fácil predecir algunos posibles aliados y enemigos. Alema­nia y Francia estarían en bandos opuestos, aunque sólo fuera porque Alemania se había anexionado Alsacia y Lorena ­tras su victoria de 1871. Tampoco era difícil anticipar el man­tenimiento de la alianza entre Alemania y Austria-Hungría, que Bis­marck había forjado después de 1866, porque el equilibrio interno del nuevo imperio alemán exigía como elemento indispensable la perviv­encia del multinacional imperio Habsburgo. Bismarck temía que, en otra guerra europea, el nuevo imperio alemán pudiera hacerse pedazos; por ello, siguió una política de paz hasta su retiro en 1890. Actuó de “agente honrado” en el Congreso de Berlín (1878) ayudando a resolver la cuestión oriental, y de nuevo en la Conferencia de Berlín (1885) para regular los asuntos africanos. Para aislar a Francia, apartarla de Europa y mantenerla enredada con Inglaterra, Bismarck veía gustoso la expansión colonial francesa. Pero no se aventuró: en 1879 firmó una alianza militar con Austria-Hungría, a la que Italia se sumó en 1882. Así se constituyó la Triple Alianza, que en realidad era una alianza germano-austriaca (Italia se uniría al bando antialemán en 1915). Entre sus cláusulas estaba que, si algún aliado se veía envuelto en una guerra con dos o más potencias, sus socios acudirían en su ayuda. Por si acaso, Bismarck firmó también un tratado de "reaseguro" con Rusia; como Rusia y Austria eran enemigas (a causa de los Balcanes), ser aliado de las dos a la vez requería una notable habilidad diplomática Tras el retiro de Bismarck, su sistema resultaba demasiado complejo o demasiado poco ingenuo y el acuerdo ruso-alemán fue abandonado.

Era obvio que Austria, inmersa en una conflictiva si­tuación en los Balcanes a causa de sus problemas multi­nacionales y en posición más difícil que nunca tras ocupar Bosnia-Herzegovina en 1908, estaba enfrentada con Rusia en esa re­gión. Los pueblos eslavos del sur se hallaban en parte en la mitad austriaca del impe­rio Habsburgo (eslovenos), en parte en la mitad húngara (croatas y algunos serbios), y en parte bajo una administración común (Bosnia-Herzegovina), mientras que el resto formaban pequeños reinos independientes (Serbia, Bulgaria y el principado de Montenegro) o seguían bajo el yugo turco (Macedonia). Aunque Bismarck intentó por todos los medios mantener es­trechas relaciones con Rusia, no era difícil prever que, tarde o temprano,­ Alemania se vería obligada a elegir, optando­ necesariamente por Viena.

Una vez que Alemania se olvidó de la opción rusa a finales de la década de 1880, era lógico que Rusia y Francia se aproximaran, firmando el Acuerdo militar franco-ruso de 1892, considerado entonces políticamente casi imposible. La república francesa representaba todo lo progresista, y el imperio ruso todo lo reaccionario y autocrático. Pero la ideología se dejó a un lado, el capital francés entraba en Rusia, y el zar se descubría ante la Marsellesa. A principios de la década de 1890, dos grupos de potencias se enfrentaban, pues, en Europa.


Aunque ese hecho aumentó la tensión inter­nacional, no hizo inevitable una guerra europea, porque el conflicto que separaba a Francia y Alemania (Alsacia-Lorena) no ten­ía interés para Austria, y el que enfrentaba a Austria y Rusia (el grado de influencia rusa en los Balcanes) no influía en absoluto en Alemania (Bismarck consideraba que los Balcanes no valían la vida de un solo soldado prusiano). Francia no tenía serias diferen­cias con Austria, ni tampoco Rusia con Alemania. Por todo ello, las diferencias entre Francia y Alemania, aunque permanentes, no merecían una guerra en opinión de la mayoría de los franceses y, por otra parte, las existentes entre Austria y Rusia, aunque potencialmente más graves, sólo surgían de forma intermitente. Durante un tiempo pareció incluso que esa rígida división se podía suavizar. Alemania, Francia y Rusia cooperaron en la crisis chino-japonesa de 1895. Todos eran antibritánicos cuando la crisis de Fashoda (1898) y la guerra de los bóers (1899-1902). El káiser Guillermo II esbozaba una Liga Continental contra la hegemonía mundial de Gran Bretaña. Mucho dependía de lo que hicieran los británicos. Durante mucho tiempo se habían vanagloriado de un “espléndido aislamiento”, desdeñando el tipo de dependencia que una alianza implica siempre. Las relaciones británicas con Francia y Rusia eran malas. De ahí que algunos políticos británicos, incluido Chamberlain, pensaban que debía buscarse un mejor entendimiento con Alemania. Los argumentos racistas contribuían a hacer que británicos y alemanes se considerasen parientes.

Tres hechos con­virtieron este sistema de alianzas en una bomba de relojería: una situa­ción internacional desestabilizada por nuevos proble­mas y ambiciones de las potencias, la lógica de la planificación mili­tar conjunta, que consolidó el enfrentamiento entre los bloques, y la integración de la quinta gran potencia, el Reino Unido, en uno de los bloques. Entre 1903 y 1907, y para sorpresa de todos, el Reino Unido se unió al bando antiale­mán. Para entender mejor el origen de la 1ª G.M. hay que­ analizar el nacimiento del antagonismo angloalemán.

De hecho, no había una tradición de en­frentamiento del Reino Unido con Prusia ni parecía haber razones per­manentes para ello­. Además, el Reino Unido había sido enemigo de Francia en casi todos los conflictos desde 1688. Aunque ya no era así, las fricciones entre ambos aumenta­ban, dado que competían ahora como potencias impe­rialistas. Las relaciones eran tensas respecto a Egipto, ambicionado por ambos y­ ocupado por los británicos, y el canal de Suez, que había sido financiado por los franceses. En la crisis de Fashoda (1898), cuando sus respectivas tro­pas coloniales se enfrentaron en Sudán, la sangre estuvo a punto de correr. A menudo los beneficios que obtenía una de esas dos potencias en el reparto de África los conseguía a expensas de la otra.

En cuanto a Rusia, los imperios británico y zarista habían sido adversarios constantes en la llamada cuestión oriental y en las zonas mal definidas pero muy disputadas del Asia central y occidental que se ex­tendían entre la India y los territorios del zar: Afganistán e Irán, sobre todo. La posibilidad de que los rusos ocuparan Constantinopla y accedieran al Mediterráneo, así como las perspectivas de expansión rusa hacia la India constituían una pesadilla permanente para los ministros de Asuntos Exteriores británicos. Los dos países habían luchado en la única gue­rra europea del siglo XIX en la que participó el Reino Unido (Crimea, 1854-1856) y todavía en la década de 1870 parecía muy posible una guerra ruso-británica.

Dado el modelo de la diplomacia británica, la guerra contra Alemania era una posibilidad muy remota. La alianza perma­nente con cualquier potencia parecía incompatible con el mantenimiento del equilibrio de poder, objetivo fundamen­tal de la política exterior británica. Una alianza con Francia podía considerarse como algo improbable y con Rusia algo casi impensable. Pero lo inverosímil se hizo realidad: el Reino Unido estableció un vínculo permanente con Francia y Rusia contra Alemania, superando todas las diferencias con Rusia y accediendo incluso a la ocupación rusa de Constantinopla­. ¿Cómo y por qué se produjo ese sorprendente cambio?.

C. La incorporación de Gran Bretaña: la Triple Entente (1907).


Tanto los jugadores como las reglas del juego de la diplomacia internacional habían variado. En primer lugar, el tablero sobre el que se desarrollaba el juego era mucho más amplio. La rivalidad de las potencias, que antes (excepto en el caso de los británicos) se centraba en Europa y las zonas adyacentes, era ahora global e imperialista (fuera quedaba el continente americano, destinado a la expan­sión exclusiva de EEUU a raíz de la doctri­na Monroe). Las disputas internacionales que había que resolver­ si no se quería que degeneraran en guerra, era mucho más probable que surgieran en el África occidental y el Congo (década de 1880), en China (1895-1900), en el Magreb (1906-1911) o en el Imperio otomano (en proceso de de­sintegración), que en la Europa no balcánica. Ade­más, ahora existían nuevos jugadores: EEUU que, si bien evitaba todavía los conflictos europeos, desarrollaba una política ex­pansionista en el Pacífico, y Japón. De hecho, la alianza del Reino Unido con Japón (1902) fue el primer paso hacia la Triple Entente, pues la existencia de esa nueva potencia, que pronto demostraría que podía vencer por las armas al imperio zarista, disminuyó la amenaza rusa al Reino Unido y fortaleció la posición británica, posi­bilitando la superación de varios antiguos conflictos ruso­británicos.

En segundo lugar, al surgir una economía capitalista industrial de dimensión mundial, el juego internacional pasó a tener objetivos totalmente distintos. Esto no quiere decir que la guerra se convirtiera entonces en la simple continuación de la competencia económica por otros medios, pues, si bien es cierto que el desarrollo capitalista y el imperialismo son responsables del deslizamiento incontrolado hacia un conflicto mundial, no se puede afirmar que muchos capitalistas desearan conscientemente la guerra. Cualquier estudio imparcial de la prensa de negocios, de la correspondencia privada y comercial de los hombres de negocios y de sus declaraciones públicas como portavoces de la banca, el comercio y la industria, pone de relieve que para la mayoría de ellos la paz internacional constituía una ventaja. La guerra sólo la considera­ban aceptable siempre y cuando no interfiriera en el desarrollo nor­mal de los negocios.

En efecto, ¿por qué habrían deseado los capitalistas (exceptuando, quizá, a los fabricantes de armas) perturbar la paz internacional, marco esencial de su pros­peridad, ya que todo la red de negocios interna­cionales y de transacciones financieras dependía de ella? Evidente­mente, aquellos a quienes la competencia internacional les favorecía no tenían motivo de queja. Y los que se veían perjudicados solicitaban protección económica a sus go­biernos, pero eso no equivale a exigir la guerra. Además, el mayor perdedor potencial, el Reino Unido, rechazó incluso esas peticiones y sus intereses económicos permanecieron totalmente vinculados a la paz, a pesar de los constantes temores que despertaba la compe­tencia alemana, expresada con toda crudeza en la década de 1890, y aunque el capital alemán y norteamericano penetró en el mercado británico.

Sin embargo, es cierto que el desarrollo del capitalismo condujo inevitablemente hacia la rivalidad entre Estados, la expansión imperialista, el conflicto y la guerra. El mundo económico ya no era un sistema que giraba en torno a un único sol, el Reino Unido. Si bien las transacciones financieras y comerciales del mundo pasaban aún por Londres, el Reino Unido había dejado de ser el «taller del mundo» y el mercado de importación más importante, entrando en un declive relativo. Diversas economías industriales se enfrentaban entre sí. La rivalidad económica, en esas circunstancias, fue un factor decisivo de las acciones políticas e incluso militares. Su prime­ra consecuencia fue el auge del proteccionismo. Desde el punto de vista del capital, el apoyo político podía ser fundamental para eliminar la com­petencia extranjera y ser también de importancia vital en las zonas del mundo donde competían las empresas nacionales. Desde el punto de vista del Esta­do, la economía era la base misma del poder internacional y su medida. Era imposible concebir una “gran potencia” que no fuera a la vez una “gran economía”, hecho que ilus­tra el ascenso de EEUU y el relativo debilitamiento del Imperio zarista.

Por otra parte, ¿acaso los cambios producidos en el poder econó­mico, que transformaban automáticamente el equilibrio de la fuerza política y militar, no habían de entrañar la redistribución de los pa­peles en el escenario internacional? Así se pensaba en Alemania, cuyo extraordinario crecimiento industrial le otorgó un peso internacional incomparablemente mayor que el que había poseído Prusia. No es casual que en los círculos nacionalistas alemanes del decenio de 1890 la vieja canción patriótica de La guardia en el Rin, dirigido ex­clusivamente contra los franceses, perdiera terreno frente a las ambi­ciones universales del Deutschland über Alles, que se convirtió en el himno nacional alemán, aunque todavía no de forma oficial.


Esa identificación del poder económico con el político-militar impulsaba, por supuesto, la rivalidad nacional por conseguir recursos materiales y mercados mundiales y controlar ciertas regiones como Oriente Medio, donde a menudo coincidían intereses económicos y estratégicos. Mucho antes de 1914 la diplomacia del petróleo era ya un factor de primer orden en el Oriente Medio, donde la mejor parte se la llevaban el Reino Unido y Francia, las compañías petrolíferas occidentales y un intermediario arme­nio, Gulbenkian, que obtenía el 5% de las transacciones. Por su parte, la penetración económica y estratégica alemana en el imperio otomano preocupaba a los británicos y contribuyó a que Turquía se alineara junto a Alemania durante la guerra. Pero lo que hacía más peligrosa la situación era que, dada la creciente fusión entre economía y política, incluso la división pacífica de áreas en disputa en «zonas de influencia» no servía para mantener bajo control la rivalidad internacional. La clave para que ese con­trol fuera posible consistía en fijarse objetivos deliberadamente limitados. En tanto en cuanto los Estados pudieran delimitar con precisión sus objetivos diplomáticos (cierto cambio en las fronteras, un matrimonio dinástico, o cierta “compensación” por los avances que realizara otro Estado), el cálculo y la negociación serían posibles, aunque, naturalmente, ello no excluía un conflicto militar controlable.

El rasgo típico de la acumulación capitalista era, sin embargo, su ausencia de límites. Las “fronteras naturales” de la Standard Oil, del Deutsche Bank, de la De Beers Diamond eran todo el planeta o, más bien, los límites de su propia capacidad de expansión. Fue ese aspecto del nuevo esque­ma de la política mundial el que desestabilizó la política internacional tradicional. Mientras que la relación de las potencias europeas entre sí se basaba en el equilibrio y la estabi­lidad, fuera del ámbito europeo incluso las po­tencias más pacíficas no dudaban en iniciar una guerra contra los más débiles. Desde luego, como hemos visto, procuraban que los conflictos coloniales no escaparan a su control; en ningún caso pre­tendían provocar un conflicto importante, pero sin duda precipitaban la formación de bloques internacionales, beligerantes al fin y al cabo.

Lo que llegó a ser el bloque anglo-franco-ruso co­menzó con el “entendimiento cordial” o Entente Cordiale anglofrancés de 1904, que no era una auténtica alianza (ningún bando decía lo que haría en caso de guerra), sino en esencia un acuerdo imperialista mediante el cual los franceses renunciaban a sus pretensiones en Egipto a cam­bio de que los británicos apoyaran sus intereses en Marruecos, vícti­ma en la que también se había fijado Alemania. Todas las potencias sin excepción mostraban una actitud expansionista y con­quistadora. Incluso el Reino Unido, cuya postura era fundamental­mente defensiva, pues su problema era el de proteger su dominio global indiscutido frente a los nuevos intrusos, atacó a las repúblicas surafricanas y no dudó en acariciar el proyecto de repartirse con Alemania las colonias de Portugal. En el océano glo­bal todos los Estados eran tiburones y eso era algo que todo estadista sabía.

Lo que hizo que el mundo fuera un lugar aún más peligro­so fue la identificación, asumida de forma inconsciente, entre el crecimiento económico y el poder político. Así, en la década de 1890 Guillermo II­ exigió “un lugar al sol” para Alemania. Con esta frase no planteaba una demanda concreta, sino que formulaba un principio de proporcionalidad: cuanto más poderosa era la economía de un país, mayor había de ser el status internacional de su Estado. En teoría no había límites para el status que se pensaba que había que alcanzar. Como reza­ba el eslogan nacionalista: “Hoy Alemania, mañana el mundo entero”. Ese dinamismo ilimitado podía expresarse mediante una retórica política, cul­tural o nacionalista-racista, pero el hecho realmente importante era que una economía capitalista poderosa necesitaba imperativamente expandirse­.

En realidad, el peligro no consistía en que Alemania pretendiera ocupar el lugar del Reino Unido como potencia mundial, aunque ciertamente la retórica nacionalista alemana adoptó un cariz antibritánico. El peligro radicaba en que, dado que una potencia mundial necesitaba una arma­da mundial, en 1897 Alemania comenzó a cons­truir una gran armada, que representaba ya no a los antiguos Estados alemanes, sino a la nueva Alema­nia unificada, con un cuerpo de oficiales que no representaba a los junkers prusianos, sino a la nueva nación. El propio almi­rante Tirpitz, adalid de la expansión naval, negó que planeara construir una flota capaz de derrotar a los británicos, afirmando que le bastaba con poseer una flota lo bastante fuerte como para obligarles a apoyar los proyectos alemanes a escala mundial, muy en especial, los coloniales. Además, ¿cabía esperar acaso que un país del fuste de Alemania no tuviera una flota acorde con su importancia?.

Pero desde el punto de vista británico, la construcción de la flota alemana no suponía sólo un nuevo golpe contra su ar­mada, cuyo número de barcos era ya muy inferior al de las flotas unidas de las potencias enemigas (aunque la unión de esas po­tencias era totalmente inverosímil), sino que dificultaba incluso su ob­jetivo más modesto de ser más fuerte que las dos flotas siguientes juntas. A diferencia de las restantes flotas, las bases de la flota ale­mana estaban todas en el mar del Norte, frente a las costas del Reino Unido. Su objetivo no podía ser otro que el conflicto con la armada británica. El Reino Unido consideraba que Alemania era básicamente una potencia continental y que sus intereses marítimos legítimos eran claramente secundarios, mientras que el Imperio bri­tánico dependía por completo de sus rutas marítimas y había dejado los continentes (excepto la India) a los ejércitos de los Es­tados con vocación terrestre. Aun en el caso de que los barcos de guerra alemanes no hicieran ninguna operación, inevitablemente inmoviliza-rían a los barcos británicos y dificultarían, o incluso imposi­bilitarían, el control naval británico sobre unas aguas que eran consi­deradas vitales, como el Mediterráneo, el océano Índico y las rutas del Atlántico. Lo que para Alemania era un símbolo de su status in­ternacional y de sus ambiciones globales ilimitadas, para el imperio británico era una cuestión de vida o muerte.

Las aguas americanas po­dían dejarse, y así se hizo en 1901, bajo el control de EEUU, país con el que existían relaciones amistosas, y las aguas del Lejano Oriente podían ser controladas por EEUU y Japón, porque esas dos potencias sólo tenían intereses regionales que, en cualquier caso, no parecían incompatibles con los del Reino Unido. La flota alemana, aunque se mantuviera como una flota regional, constituía una amenaza para las islas britá­nicas y para la posición general del imperio británico. El Reino Unido pretendía mantener el statu quo, mientras que Alemania deseaba cam­biarlo, inevitablemente, aunque no intencionadamente, a expensas del Reino Unido. En estas circunstancias, y dada la rivalidad económica entre las industrias de los dos países, no ha de sorprender que el Reino Unido considerara a Alemania como el más probable y peli­groso de sus adversarios potenciales. Era lógico que tratara de apro­ximarse a Francia y también a Rusia, una vez que el peligro ruso había quedado reducido por su derrota a manos de Japón (1905), y ello tanto más cuanto que la derrota de Rusia había alterado, por prime­ra vez, el equilibrio de las potencias en el continente europeo. Alemania se reveló como la fuerza militar dominante en Europa, al igual que ya era con mucho la más poderosa desde el punto de vista industrial.

Ése es el trasfondo de la sorpren­dente Triple Entente anglo-franco-rusa de 1907. Ese año Reino Unido y Rusia, los eternos adversarios, establecieron un convenio sobre Persia (Irán): los británicos reconocían una esfera de influencia rusa en el norte y los rusos una británica en el sur y el este. En 1907, pues, la Triple Alianza se encontraba con una Triple Entente nueva, aunque un tanto imprecisa pues los británicos se negaban a cualquier compromiso militar formal.

La división de Europa en dos bloques hostiles necesitó casi un cuarto de siglo, desde la formación de la Triple Alianza (1882) hasta la constitución definitiva de la Triple Entente (1907). Éstos, reforzados por inflexibles proyectos de estrategia y movilización, se hicieron más rígidos y el continente se deslizó sin contro­l hacia la guerra, a través de una serie de crisis internacionales que, desde 1905, se solucionaban, cada vez más, por medio de la ame­naza de la guerra.


3. Hacia la crisis final de 1914.

La consolidación de este sistema de alianzas, que coincide con el fi­nal del reparto del mundo colonial y la emergencia de nuevos im­perialismos extraeuropeos, supone que todo cambio del statu quo mundial afectaba directa o indirectamente a varias naciones y hacía potencialmente peligrosa cualquier acción expansiva o de ruptura de este sistema. Por eso, las diferentes crisis bélicas y diplomá­ticas que se suceden desde principios del siglo XX no hacen sino poner a prueba esta política de bloques. Son los caminos que conducen a la guerra de 1914. Se trata de conflictos y guerras de carácter limitado, pero que obligan a acuerdos de alcance general. Dos son los focos de tensión principales: el reino de Marruecos y la penín­sula de los Balcanes.

A. La desestabilización internacional: Marruecos y los Balcanes.

A partir de 1905 la desestabilización internacional como consecuencia de la nueva oleada de revoluciones (Rusia y Turquía) añadió más combustible a un mundo listo ya para estallar en llamas. La revolución rusa de 1905 incapacitó tem­poralmente al imperio zarista, lo que estimuló a Alemania a plantear sus reivindicaciones en Marruecos, intimidando a Francia en 1905.

Los alemanes, que ya se sentían cercados por la alianza de Francia y Rusia, veían con natural preocupación la entrada de Gran Bretaña en el campo franco-ruso. La Entente Cordiale se consolidó realmente cuando el gobierno alemán decidió someterla a prueba, saber hasta dónde estaban dispuestos a llegar los británicos en apoyo de Francia. Los franceses, ahora con el respaldo británico, estaban tomando más poderes de vigilancia, más concesiones y más empréstitos en Marruecos. En marzo de 1905 Guillermo II desembarcó de un buque de guerra alemán en Tánger y pronunció una alarmante alocución en favor de la independencia marroquí. Para todos los diplomáticos aquella representación cuidadosamente montada era una señal: lo que Alemania intentaba no era mantener a Francia fuera dc Marruecos, ni siquiera pedir Marruecos para la propia Alemania, sino romper el reciente entendimiento entre Francia e Inglaterra. Los alemanes forzaron una conferencia internacional en Algeciras, pero ésta (enero de 1906) apoyó las pretensiones francesas en Marruecos, votando sólo Austria con Alemania. El gobierno alemán había creado un incidente y había sido desairado. Los británicos, preocupados por la táctica diplomática alemana, apoyaban a los franceses, cada vez con mayor firmeza. Los oficiales franceses y británicos del ejército y de la marina comenzaban ahora a discutir planes comunes. El recelo ante Alemania inclinaba también a los británicos a hacer las paces con Rusia al año siguiente. El propósito alemán de romper la Entente la hizo, sencillamente, más sólida.

En 1911, se produjo una segunda crisis. Una cañonera alemana arribó a Agadir, en el sur de Marruecos, “para proteger los intereses alemanes” y conseguir alguna “compensación” ­(el Congo francés) por el inminente establecimiento del “protectorado” francés sobre Marruecos, pero se vio obligada a retirarse ante la amenaza británica de entrar en guerra apoyando a Francia. La crisis se resolvió dando a Alemania unas insignificantes concesiones en África. Pero Lloyd George, un ministro británico, pronunció un encendido discurso sobre la amenaza alemana.

Mientras tanto, una serie de crisis sacudía los Balcanes. Allí, a comienzos del siglo XX, la situación era confusa. El imperio turco, en avanzado estado de disolución, conservaba aún una franja de territorio desde Constantinopla hasta el Adriático. Al sur de aquella franja, se encontraba una Grecia independiente. Al norte, a orillas del mar Negro, había una Bulgaria autónoma y una Rumania independiente. En el centro y al oeste, estaba el pequeño reino independiente de Serbia, sin salida al mar, colindante con Bosnia-Herzegovina, que pertenecía legalmente a Turquía, pero que había sido “ocupada y administrada” por Austria desde 1878. Dentro del imperio austro-húngaro, lindando con Bosnia por el norte, estaban Croacia y Eslovenia.


Serbios, bosnios, croatas y eslovenos hablaban, básicamente, la misma lengua, si bien serbios y bosnios escribían con el alfabeto oriental o cirílico, y croatas y eslovenos con el romano u occidental. Con el auge del nacionalismo eslavo, algunos líderes e intelectuales desarrollaron la idea de que, en realidad, eran un solo pueblo, adoptando el nombre de yugoslavos (eslavos del sur). Al formarse la Doble Monarquía en 1867, los eslavos del imperio Habsburgo quedaron subordinados a los austriacos y a los húngaros. En 1900, los nacionalistas eslavos más radicales del imperio habían llegado a la conclusión de que la Doble Monarquía nunca les garantizaría una situación de igualdad y, por tanto, debía ser destruida, formando todos los eslavos del sur un Estado independiente. Esto significaba abandonar el imperio y unirse con Serbia, que se convirtió en el centro de la agitación eslava. Los serbios consideraban su pequeño reino como la Cerdeña de un risorgimento yugoslavo, el núcleo en torno al que podía formarse un nuevo Estado nacional, a costa de Austria-Hungría, que incluía a Croacia y Eslovenia y “ocupaba” Bosnia.

Esta mezcla entró en ebullición en 1908 a causa de dos hechos El primero, la revolución de los Jóvenes Turcos. Obligaron al sultán a restablecer la constitución liberal-parlamentaria de 1876. Demostraron también que ellos constituían el freno a la disolución del imperio turco, adoptando medidas para que en el nuevo parlamento tuviesen asiento los delegados de Bulgaria y de Bosnia. El segundo fue que Rusia, desbaratada su política exterior en el Lejano Oriente por la guerra con Japón, intervenía activa-mente en el escenario balcánico. Rusia como siempre, quería el control sobre Constantinopla. Austria quería la total anexión de Bosnia, que era lo mejor para desalentar ideas pan-yugoslavas. Pero si los Jóvenes Turcos modernizaban realmente y fortalecían el imperio otomano, Austria nunca conseguiría Bosnia, ni los rusos Constantinopla.

Los ministros de Exteriores ruso y austriaco, en una conferencia (Buchlau, 1908), llegaron a un acuerdo secreto: convocarían una conferencia internacional, en la que Rusia apoyaría la anexión austriaca de Bosnia, y Austria la apertura de los Estrechos a los barcos de guerra rusos. Austria, sin esperar a ninguna conferencia, proclamó la anexión de Bosnia. Esto enfureció a los serbios, que consideraban que Bosnia era suya. Ese mismo año, búlgaros y cretenses rompían con el imperio turco, Bulgaria declarándose plenamente independiente, y Creta uniéndose a Grecia. El ministro ruso no pudo llevar a cabo sus planes respecto a Constantinopla. Sus compañeros de la Triple Entente, Gran Bretaña y Francia, se negaron a apoyarle; los británicos, en especial, se mostraban evasivos respecto a abrir los Estrechos a la flota rusa. La proyectada conferencia nunca se convocó. En Rusia, la opinión publica no sabía nada de la negociación secreta, sólo que los serbios, los “hermanitos eslavos de Rusia”, habían sido brutalmente pisoteados por los austriacos con la anexión de Bosnia. Aquella “primera crisis balcánica” no tardó en desvanecerse. Los rusos, debilitados por la guerra japonesa y por su reciente revolución de 1905, aceptaron el hecho consumado austriaco. Rusia protestó, pero se volvió atrás. La influencia austriaca en los Balcanes parecía estar en auge. Y el nacionalismo de los eslavos del sur se vio frustrado y enardecido.

En 1911, Italia declaró la guerra a Turquía, conquistando rápidamente Libia y las islas del Dodecaneso. Con los turcos así entorpecidos, Bulgaria, Serbia y Grecia unieron sus fuerzas para su propia guerra contra Turquía, esperando anexionarse territorios balcánicos a los que creían tener derecho: fue la primera guerra balcánica (1912). Turquía no tardó en ser derrotada, pero los búlgaros reclamaron de Macedonia más de lo que los serbios querían cederles, de modo que estalló la segunda guerra balcánica (1913), en la que Serbia, Grecia, Rumania y Turquía vencieron a Bulgaria. También Albania, país montañoso a orillas del Adriático, básicamente musulmán y quizá el lugar más primitivo de toda Europa, era motivo de agria discordia. Los serbios ocuparon parte de Albania en las guerras balcánicas, pero los griegos también reclamaban una parte, y además, en varias ocasiones, había sido vagamente prometida a Italia. Rusia apoyaba la reivindicación serbia. Austria estaba decidida a impedir que los serbios, mediante la anexión del territorio albanés, accediesen al mar. Un acuerdo de las grandes potencias para mantener la paz, dio luz a un reino de Albania independiente (1913). Esto confirmó la política austriaca, mantuvo a Serbia apartada del mar, y suscitó vehementes protestas en Serbia y Rusia. Pero Rusia se echó atrás de nuevo. Y el expansionismo serbio se vio otra vez frustrado y enardecido.

La tercera crisis balcánica ­se precipitó el 28 de junio de 1914 cuando el heredero al trono de Austria, el archiduque Francisco Fernando, visitaba Sarajevo, la capital de Bosnia, y resultó ser la única fatal. Y fue fatal, porque antes se habían producido las otras dos, que dejaron sentimientos de exasperación en Austria, de desesperación en Serbia y de humillación en Rusia.


B. El papel de las crisis internas de los Estados.

Lo que hizo que la situación resultara aún más explosiva durante esos años fue el hecho de que la política interna de las grandes po­tencias impulsó su política exterior hacia la zona de peligro. Como ya vimos, a partir de 1905 los mecanismos políticos que permitían la estabilidad de los regímenes empe­zaron a tambalearse. Cada vez resultaba más difícil controlar las movilizaciones de unos súbditos que estaban con­virtiéndose en ciudadanos democráticos. La política democrática consti­tuía un elemento de alto riesgo, incluso en el Reino Unido, donde se tenía buen cuidado en mantener en secreto la política exterior. Más peligrosa aún era la política no democrática: las fuerzas democráticas de la Europa central y occidental fueron incapaces de controlar a los elementos militaristas de su sociedad y los autócratas abdicaron, no en favor de sus súbdi­tos democráticos leales, sino de sus irresponsables consejeros milita­res. Y lo que era peor todavía, los países que tenían que afrontar pro­blemas internos insolubles, )no se sentirían tentados a resolverlos mediante un triunfo en el exterior, sobre todo cuando sus consejeros militares les decían que, dado que la gue­rra era segura, ése era el mejor momento para luchar?

Esto no ocurría en el Reino Unido y Francia, a pesar de los pro­blemas que les aquejaban. Quizá era el caso de Italia, si bien el afán aventurero italiano no podía desencadenar por sí solo una guerra mundial. En cuanto a Alemania los histo­riadores siguen debatiendo las consecuencias de su política interna ­sobre su política exterior. Parece claro que, como en las demás potencias, la agitación reaccionaria popular impulsó la carrera de armamentos, sobre todo la naval. Se ha dicho que la agitación obrera y el avance electoral socialdemócrata indujo a las clases dirigentes a superar los problemas internos mediante el éxito en el exterior. La política la decidían hombres de la vieja clase alta, en la que los intereses del ejército y la marina, reforzados por los nuevos intereses comerciales, eran muy fuertes. Sin duda, muchos conservadores pensaban que se necesitaba una guerra para resta­blecer el viejo orden, como había ocurrido en 1864-1871.

Ése era el caso de Rusia en la medida en que el zarismo, restaurado tras la revolución de 1905 con modestas concesiones a la liberalización política, consi­deró que la mejor estrategia para su revitalización consistía en ape­lar al nacionalismo ruso y a la gloria militar. Y, ciertamente, de no haber sido por la lealtad entusiasta de las fuerzas armadas, la situación de 1913-1914 habría sido la más potencialmente revolucionaria entre 1905 y 1917. No obstante, en 1914 Rusia no deseaba la guerra, si bien, gracias a la labor de reconstrucción militar de los años anteriores, que tanto temían los generales alemanes, ahora sí podía considerar la posi­bilidad de una guerra.

Había, sin embargo, una potencia que no podía abandonar su presencia en el juego militar: Austria-Hungría, desgarrada desde mediados de la década de 1890 por problemas nacionalistas cada vez más difí­ciles de manejar, entre los que el más recalcitrante y peligroso parecía ser el de los eslavos del sur. En primer lugar, porque no sólo planteaban los mismos problemas que otras nacionalidades del imperio multinacional, organizadas polí­ticamente, que luchaban entre sí por conseguir ventajas, sino porque la situación se complicaba al pertenecer tanto al gobier­no de Viena, flexible en la cuestión lingüística, como al gobierno de Budapest, decidido a imponer con todo rigor la magiarización. La agitación de los eslavos del sur en Hungría no sólo afectó a Austria, sino que agravó las siempre difíciles relaciones de las dos mitades del imperio. En segundo lugar, porque el problema de los eslavos no podía separarse de la política en los Balcanes y, en realidad, desde 1878 se había implicado cada vez más en ella como consecuencia de la ocupación de Bosnia. Además, existía ya un Estado independiente constituido por los eslavos del sur, Serbia (sin mencionar a Montenegro, un pequeño país montañoso), que podía tentar a los eslavos disiden­tes en el imperio. En tercer lugar, porque el hundimiento del imperio otomano condenaba prácticamente al imperio de los Habsburgos, a no ser que pudiera demostrar sin ningún género de duda que era toda­vía una gran potencia en los Balcanes que nadie podía molestar.


C. El atentado de Sarajevo y el estallido de la guerra.

La crisis final de 1914 resultó ines­perada y traumática pues la causó un mero incidente en la política austriaca, que exigía, según Viena, “dar una lección a Serbia”. El ambiente internacional parecía tranquilo; ningún gobierno esperaba un conflicto en junio de 1914; el asesinato de personajes públicos ocurría periódicamente desde hacía décadas. En principio, a nadie le importaba si­quiera que una gran potencia lanzara un duro ataque contra un pequeño vecino molesto. Desde entonces se han escrito cinco mil libros para tratar de explicar cómo Europa se vio inmersa en la guerra poco más de cinco sema­nas después del incidente de Sarajevo. La respuesta inmediata parece simple: el gobierno austriaco consultó con cl alemán para ver hasta dónde podía contar con el apoyo de su aliado. Los alemanes, con su famoso “cheque en blanco”, animaron a los austriacos a mostrarse firmes. Con aquella seguridad los austriacos enviaron un drástico ultimátum a Serbia. Los serbios contaban con el apoyo ruso, incluso hasta llegar a la guerra, considerando que Rusia no podía ceder de nuevo en una crisis balcánica, por tercera vez en seis años, sin perder su influencia en la zona definitivamente. Los rusos, a su vez, contaban con Francia; y ésta, aterrada ante la posibilidad de verse algún día sola en una guerra contra Alemania, y decidida a mantener a Rusia como aliada a toda costa, dio, en efecto, un cheque en blanco a Rusia. Los serbios rechazaron la actitud crítica del ultimátum austriaco como una intromisión en la soberanía serbia, y Austria, en consecuencia declaró la guerra a Serbia.

Rusia se dispuso a defender a Serbia y luchar contra Austria. Contando con que Alemania ayudaría a Austria, Rusia movilizó, imprudentemente, su ejército hacia la frontera alemana, a la vez que hacia la de Austria. Como la potencia que se adelantase tenía todas las ventajas de una ofensiva rápida, el gobierno alemán exigió el fin de la movilización rusa en su frontera, y, al no recibir respuesta, declaró la guerra a Rusia el 1 de agosto. Convencida de que Francia entraría en la guerra al lado de Rusia, Alemania declaró la guerra a Francia, el 3 de agosto.

En 1914 cualquier enfrentamiento entre los bloques, en el que uno tuviera que ceder, los situaba al borde de la guerra. Su­perado cierto punto era imposible detener la movilización­ militar, sin la cual un enfrentamiento no sería “creíble”.­ En 1914 cualquier incidente, incluso el acto de un estudiante terrorista en un rincón olvidado de Europa, podía provocar ese enfrentamiento, si una potencia atada al sistema de bloques decidía tomárselo en serio. Así estalló la guerra.

En resumen, las crisis internacionales y las crisis internas se unieron en los años previos a 1914. Rusia, amenazada por una nueva revolución social; Austria, con el peligro de desintegración de un imperio que ya no podía controlar política­mente; incluso Alemania, polarizada ­por sus divisiones políticas; todos dirigieron la mirada a los militares y sus soluciones. Incluso Francia, con una población renuente a financiar un rearme masivo (era más fácil ampliar a tres años el servicio militar obligatorio), eligió en 1913 un presidente que apeló a la venganza contra Alema­nia y jugó con la idea de la guerra, haciéndose eco de la opinión de los generales que, con trágico optimismo, abandonaron la estrategia defensiva por la perspectiva de lanzar una ofensiva a través del Rin. Los británicos preferían los barcos de guerra: la flota era siempre popular, una gloria nacional aceptable para los liberales como protectora del comercio, con más atrac­tivo político que las reformas militares. Muy pocos, ni siquiera los políticos, comprendían que los planes de una guerra con­junta con Francia implicaban poseer un ejército masivo y, desde luego, el servicio militar obligatorio, y sólo se pensaba en operaciones nava­les y en una guerra comercial. Pero aunque el Gobierno británico se mostró partidario de la paz hasta el último momento, no podía plantearse la posibilidad de permanecer al margen de la guerra. La invasión de Bélgica por parte de Alemania, preparada desde hacía tiempo conforme a­l plan Schlieffen, dio a Londres una afortunada justificación moral a efectos diplomáticos y militares.


D. La reacción de los pueblos ante la llamada a las armas.

¿Cómo reaccionaría la población ante una guerra que iba a ser masiva, pues todos los países, menos el Reino Unido, se preparaban para lu­char con grandes ejércitos­?. En 1914 los gobiernos creyeron que el patriotismo permitiría superar en parte la resistencia y la falta de co­operación. Y acertaron. La oposición liberal, humanitaria y religiosa prácticamente desapareció, si bien casi ningún gobierno es­taba dispuesto a aceptar la negativa al servicio militar por motivos de conciencia. Los movimientos obreros rechazaban el militarismo y la guerra y en 1907 la 2ª Internacional se había comprometido a organizar una huelga general internacional contra la guerra, pero los políticos no tomaron en serio estas amenazas, aunque un derechista asesinó al socialista francés Jean Jaurés poco antes de estallar la guerra, cuando intentaba desesperadamente salvar la paz. Los principales partidos socialistas estaban en contra de la huelga, pocos la consideraban viable, y, en todo caso, como reconocía Jaurés, “una vez que la guerra ha estallado, no podemos hacer nada más”. La disi­dencia nacionalista tampoco fue inicialmente importante­. En definitiva, la llamada de los gobiernos a las armas no encontró una resistencia eficaz.

Pero tanto los gobiernos como los enemigos de la guerra se vie­ron sorprendidos por el extraordinario entusiasmo patriótico con que sus pueblos se lanzaron a un conflicto en el que al menos 20 millones de ellos resultarían muertos y heridos. Las autoridades francesas habían calculado entre un 5 y un 13% de desertores, pero sólo el 1,5% desertó en 1914. En Reino Unido, país donde más fuerte era la oposición a la guerra, profundamente arraigada tanto en la tradición liberal como en la laborista, hubo 750.000 voluntarios en las 8 primeras semanas y un millón más en los 8 meses siguientes. Como se esperaba, a los alema­nes no se les ocurrió desobedecer las órdenes. En Austria el pueblo se vio sacudido por una oleada de patriotismo y también para­ las nacionalidades la guerra apareció como una especie de liberación. Incluso en Rusia, donde se esperaba un millón de desertores, sólo unos pocos de los 15 millones llama­dos a las armas desertaron. Las masas avanzaron tras las banderas de sus Estados respectivos y abandonaron a los líderes que se oponían a la guerra. Fueron muy pocos los que manifestaron esa oposición, al menos en público. En 1914, los pue­blos de Europa acudie­ron alegremente a matar y morir.­

A liberales y pacifistas como Bertrand Russell no les cabía en la cabeza que incluso colegas académicos antaño vagamente neutrales abrazasen la causa de la guerra con gran pasión. El patriotismo se había impuesto, como reconocía el propio Russell en un artículo publicado el 15 de agos­to de 1914 en el periódico inglés Nation: “Un mes atrás, Europa era un acuerdo pacífico entre naciones; si un inglés mataba a un alemán, iba a la horca. Ahora, si un inglés mata a un alemán, o si un alemán mata a un inglés, es un patriota que ha servido bien a su país”.

En cierta forma, la llegada de la gue­rra se vio como una liberación y un alivio, especialmente por los jóvenes de las clases medias, aunque también por los trabajadores y menos por los campesinos. Como una tormenta, purificó el aire. Sig­nificó el fin de las frivolidades de la sociedad burguesa, del aburrido gradualismo del perfeccionamiento decimonó­nico, de la tranquilidad y el orden pacífico que era la utopía liberal para el siglo XX.

La idea de que la guerra ponía fin a una época fue quizá más­ fuerte en el mundo político, aunque muy pocos eran tan conscientes como Nietzsche de que se iniciaba una “era de guerras monstruosas, levantamientos y explosio­nes”, incluso muy pocas personas de iz­quierda, como Lenin, ponían en ella al­guna esperanza. Para los socialistas, la guerra era una catástrofe doble: un movimiento dedicado al internacionalismo y a la paz se vio sumido en la impo­tencia, y la oleada de unión nacional y patriotismo bajo las clases dirigentes recorrió, aunque fuera por poco tiempo, las filas de los partidos e incluso del proletariado con conciencia de clase. Entre los viejos estadistas alguno comprendió que todo había cambiado.

Esto es lo que rodeó al período anterior a 1914 del hálito retrospectivo de nostalgia, una época dorada de orden y paz, de perspectivas sin problemas. La preocupación fundamental del historiador que estudia el período anterior al momento en que las luces se apagaron debe ser la de comprender y mostrar cómo la era de paz, de civiliza­ción burguesa confiada, de riqueza creciente y de formación de unos imperios occidentales llevaba en su seno inevitablemente el embrión de la era de guerra, revolución y crisis que le puso fin.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 12




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