Religión y Creencias


Cristianismo


Tradicionalmente, para escribir la historia de la Iglesia se estudia en capítulo aparte la vida de Jesús y luego, tras los acontecimientos de Pentecostés, comienza el estudio de la Iglesia fundada por Jesús. Por mi parte, me ha parecido conveniente seguir este esquema y tratar sobre la historia de la Iglesia sin remontarme a la propia vida de Jesús.

Tras la fundación de la Iglesia, tras dirigirse a San Pedro diciéndole “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” y tras la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, sus discípulos se prepararon para la venida del Espíritu Santo, según Él les había prometido perseverando en la oración. En cuanto a la comunidad de discípulos, proveyeron tan solo el que fuese completado el número de los 12 apóstoles con la elección de Matías, que había andado siempre en compañía de ellos durante la vida de Jesús. En el día de Pentecostés, adelantándose Pedro con los once a la gran multitud que se había congregado a causa del prodigio, les evangelizó a Cristo resucitado.

En los Hechos de los Apóstoles se narra la vida que llevaban los discípulos de Jesús diciendo: “perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, y en la fracción del pan y en las oraciones. Y toda persona temía temer, y muchas señales eran hechas en Jerusalén por los apóstoles. Y todos los que creían, estaban unidos y tenían todas las cosas comunes. Y vendían las posesiones y las haciendas y repartíanlas a todos, según cada uno había menester. Y perseveraban unánimes cada día en el templo y partiendo el pan por las casas, comían con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y siendo bien vistos de todo el pueblo.”

A cualquiera que, por las apariencias externas, juzgara de la vida de los discípulos de Jesús, podía parecerles que estos solo constituían una agrupación de judíos piadosos o, a lo mas, una institución cenobítica semejante a las de los esenios. Nada habría en ellos que repugnase a los judíos. Con todo, pronto estalló el primer conflicto con la sinagoga. Los discípulos no podían recibir mejor trato que el Maestro.

Pocos días después San Pedro y San Juan curaron en nombre de Jesús a un cojo de nacimiento que pedía limosna en la puerta del templo, y mientras estaban predicando

en el pórtico de Salomón los sacerdotes, los Custodios del templo y los saduceos, irritados al escuchar como aquellos enseñaban al pueblo, cayeron sobre los dos apóstoles y los prendieron. S. Pedro, delante del sanedrín habló de "Jesús de Nazaret, el que vosotros crucificasteis", con una constancia que sorprendió a los acusadores. Los hechos añaden que los judíos advirtieron que los apóstoles eran "hombres sin letras e ignorantes", pero quedaban pruebas "de haber estado con Jesús”. Así ya no es de extrañar que el pequeño grupo de Jerusalén creciese rápidamente, pero tampoco que arreciasen las persecuciones. El primer mártir, San Esteban fue acusado de blasfemos contra Moisés y contra Dios, que para los judíos quería decir la ley y el templo. La defensa de san Esteban es un sumario de la historia del pueblo judío, con objeto de probar que la venida de Jesús entraba desde el principio en los planes de Dios y que el mismo Jesús era hijo de Dios. Esteban recordó, a propósito de Jesús, el versículo del Salmo 102, que dice que los cielos son obra de sus manos. Y, naturalmente, al llegar aquí, de acuerdo con la ley, S. Esteban fue condenado a morir apedreado.

El martirio de Esteban confirmó a la iglesia naciente y con ímpetu único en la historia de la humanidad los apóstoles y sus discípulos se lanzaron a la predicación. Por lo pronto, San Felipe se encaminó a la aborrecida samaria, y otros irían mas allá de las fronteras de judea, porque San Pedro y San Pablo encontraron ya conversos y comunidades en Jaffa, <Damasco y Antioquía pocos años después. Los judíos bien podían haber recordado el consejo prudente del rabino Gamaliel: “Si este designio es obra humana, se desbaratará por sí misma; pero si es de Dios no la podréis desbaratar, sería combatir contra Dios”. En efecto, en el decurso de pocos años, el mundo atónito vio realidad palpable la misión dada por Jesús y los apóstoles: “Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado”.

Algunas de las primeras comunidades debían de tener un carácter mixto judío cristiano; las enseñanzas que les habían llegado de Jesús eran muy vagas, pero, pese a ella, las Iglesias o asambleas se organizaron con sorprendente uniformidad. Esto es uno de los hechos más extraordinarios de la historia del Espíritu humano: que sin una dirección central en Jerusalén, sin un dogma bien definido, el culto se practicara del mismo modo en los lugares más apartados. Sería uno de los efectos del Espíritu Santo. Movidos por un mismo impulso, los fieles se reunían a lo menos una vez por semana, los sábados por la noche. Algunas de estas comunidades continuarían reuniéndose en viejas sinagogas, donde los conversos estaban en mayoría, pero muchas veces el culto se celebraba en una casa particular, en una sala o en un desván, como en Troas, y hasta en un sitio o paraje al aire libre, como en Filipos. El culto consistía en espontáneas plegarias e himnos que se cantaban en común. Cuando algunos de los reunidos tenía el don de la profecía o del ministerio sacerdotal, predicaba un breve sermón antes de la cena. Cada uno de los miembros de la asamblea llevaba su refacción mas o menos abundante según sus medios propios pero luego de reunidos estos manjares, se distribuían entre todos, sin distinción de clase ni edad. Finalmente, llegaba el momento sacramental, de partir el pan y beber del cáliz, que al efecto pasaba de uno a otro, según le había enseñado Jesús. “Tomad y comed; este es mi cuerpo, que por vosotros es partido; haced esto en memoria mía… esta copa es el nuevo testamento en mi sangre, haced esto, cuantas veces la bebierais, en memoria mía.” A lo que no deja de añadir San Pablo que “todas las veces que comierais este pan y bebiereis de esta copa, anunciareis la muerte del Señor hasta que venga”. Esto es, que con tales palabras no solo se conmemoraba su muerte y pasión, sino que se renovaba la esperanza de su segunda venida.

La persecución de Nerón

En el año 64, estalló un incendio en Roma, cerca del Circo Máximo que pronto alcanzó proporciones catastróficas, pues fue imposible sofocarlo. No es seguro que Nerón fuera el culpable, aunque sé corrió el rumor de que había sido él quien había mandado

provocarlo, porque necesitaba que le inspirase para un poema que deseaba escribir sobre la caída de Troya, pues, como es sabido, se consideraba sin fundamento alguno un gran poeta. El rumor originó una gran tensión y, como empezaran a registrarse desórdenes, Nerón pensó que peligraba su trono. Era preciso encontrar un chivo expiatorio para apaciguar a las masas. (El calificativo de chivo expiatorio proviene de la costumbre israelita de sacrificar un chivo o un cordero que, simbólicamente,

cargaba con los pecados del pueblo. Costumbre que prefiguraba al Mesías, quien,

según la profecía de Isaías, sería llevado como cordero al matadero¯ para expiar los pecados del mundo). Alguien -tal vez Tigelino, el Prefecto de la Guardia Pretoriana- le sugirió que acusase a los cristianos de haber provocado el incendio. Era una astuta sugerencia, porque muchos cristianos creían que el fin del mundo estaba cerca y que Cristo volvería glorioso; lo cual, para muchos paganos, quería decir que los cristianos deseaban acabar con el Imperio, para así establecer el reino de su Dios. ¿ No era lógico que gentes que abrigaban tales deseos fuesen capaces de intentar hacerlos realidad incendiando la capital del Imperio? (La creencia en la inminencia del fin del mundo se basaba en una falsa interpretación de estas palabras de Cristo: En verdad os digo que no pasar  esta generación antes de que todo esto suceda. Los cristianos de entonces no acababan de darse cuenta de que las palabras de Jesús no les concernían sólo a ellos, sino a todos los cristianos de todas las pocas, y que la generación a que se refería no era sólo la suya, sino la generación de los hombres, la humanidad en su conjunto).

Pronto se inició la <<caza>>, y los cristianos empezaron a ser arrojados a la arena del circo para que los devorasen los leones o los desgarrasen los osos. Otros ardieron como antorchas vivientes en los jardines imperiales, recién abiertos al público; otros, finalmente, fueron asesinados en plena calle o torturados cruelmente para diversión de los cortesanos. Infinidad de ellos murieron en las cárceles, hacinados como cerdos, presa de la disentería o de otras enfermedades.

Durante esta persecución, que duró unos tres años, murió el Apóstol San Pedro, crucificado. Cuenta la tradición que en el último momento pidió a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo, pues se sentía indigno de morir como el Maestro. Hacía ya mucho tiempo que, en un momento de debilidad, había negado a Cristo. Ahora, tras treinta y siete años de seguimiento fiel, el Señor le recompensaba con el martirio.

Cerca del lugar en que estuvo situado el Circo Máximo, se alza actualmente la cúpula grandiosa de la Basílica de San Pedro, el templo más grande de la cristiandad;

bajo ella, en una cripta, está  la tumba en que yacen los restos del Príncipe de los Apóstoles, el primer Obispo de Roma, el primer Papa. La Roca sobre la que el Señor edificó su Iglesia.

El mismo año, y tal vez el mismo día, San Pablo murió decapitado. No se podría encontrar mejor epitafio para su tumba que sus propias palabras: luchó bien; corrió y alcanzó la meta; conservó la Fe; morir, para él, fue una ganancia...

En el sitio en que, según la tradición, fue ejecutado, se alza la Iglesia de Tre Fontane.

La Iglesia de las catacumbas

La persecución de Nerón se había limitado a la ciudad de Roma, y bajo Vespasiano y Tito renació la calma. Pero bajo el Emperador Domiciano “hermanastro y sucesor de Tito” estalló una nueva persecución.

Además de gentes sencillas (artesanos, comerciantes, esclavos) empezaba a haber entre los cristianos muchas personas cultas y de nobles familias.

El motivo para la persecución de Domiciano “esta vez Generalizada” fue el mismo de siempre: la sospecha, el recelo. Los cristianos se vieron obligados a “enterrarse”, casi literalmente. Los únicos lugares relativamente seguros en

que podían reunirse eran las catacumbas; cementerios subterráneos. Allí asistían al Santo Sacrificio de la Misa, alumbrados por lámparas de aceite y temblorosas velas. Por eso, desde entonces, dos velas al menos iluminan el altar, mientras se celebra la Santa Misa, en recuerdo de los fieles de las catacumbas y de cuantos han sufrido persecución a lo largo de los siglos.

En las catacumbas enterraban también a los mártires. Así se inició la costumbre - que ha llegado hasta nosotros - de colocar las reliquias de algún santo en el ara de nuestros altares.

El cristianismo se había tenido que convertir en una especie de sociedad secreta, con sus signos convenidos de reconocimiento. Para saber si otra persona era cristiana se dibujaba un pez como casualmente, pues la palabra griega ichtys (pez) era el anagrama de la frase lesos Christos Theoti tirios Soter (Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador).

Bajo el Emperador Domiciano, San Juan, el Apóstol y Evangelista, que vivía en Efeso, fue desterrado a la isla de Patmos, donde escribió la Apocalipsis. Cuando el Emperador murió -asesinado-, San Juan regresó a Efeso, donde moriría años más tarde, ya muy anciano. Efeso ya no existe, pero sobre sus ruinas se alza una nueva ciudad, Aya-Soluk, que en turco quiere decir: la ciudad del gran teólogo.

El Emperador Trajano, gran militar y hábil gobernante, prohibió que se delatara a los cristianos, pero siguió considerando el cristianismo como un delito. Quien era acusado públicamente de ser cristiano, podía ser castigado incluso con la muerte. San Ignacio, Obispo de Antioquía, fue martirizado bajo Trajano.

A primera vista, puede parecer extraño que bajo el reinado de Marco Aurelio, filósofo estoico y hombre tolerante, se desencadenase una cruel persecución. Pero detestaba el cristianismo y permitió - aunque no alentó - que sus gobernadores matasen a los cristianos, pues, como tantos intelectuales, era un teórico que no solía ver u oír lo que no le interesaba. Aunque no era un hombre cruel, como emperador

debería haber evitado que a sus espaldas se torturase y se martirizase a hombres y mujeres por el único delito de no querer renegar de su fe. As¡, por ejemplo, el nonagenario obispo Plotino, la pequeña Blandina, el filósofo Justino, la joven Cecilia. Para el Emperador, éstos y otros muchos mártires cristianos no eran más que pobres fanáticos que morían de una forma lamentable, más bien bárbara (si es que alguna vez se preocupó de pensar en ello).

Y como él pensaban muchos romanos más o menos cultos y distinguidos. Los cristianos eran unos fanáticos, pues si no, no insistirían tanto en que su Dios era el único Dios verdadero. ¿ Por qué no eran más tolerantes? Después de todo, si había quien prefería creer en Isis, en Apolo, e incluso en Epona, la diosa-yegua gálica, ¿por qué negar su existencia? ¿Por qué despreciar esas creencias?... Razonamiento tanto

más curioso cuanto que los romanos habían dejado de ser una democracia política hacía ya mucho tiempo. ¨ Sería por eso por lo que querían traspasar la democracia a la religión y hacer todos los dioses habidos y por haber igualmente válidos?

Algo parecido ocurría en la filosofía. Se podía ser estoico, como Marco Aurelio, y como tal, sobrio, severo y altivo; o epicúreo, y buscar toda clase de placeres (comamos y bebamos, que mañana moriremos); o cínico, y burlarse tanto de los estoicos como de los epicúreos... Todas las escuelas filosóficas aseguraban ser las únicas detentadoras de la verdad, lo cual a la gente le hacia pensar que la verdad no existía. Por eso, Poncio Pilato, cuando la Verdad encarnada estuvo ante él y le dijo: “quien escucha la verdad oye mi voz”, respondió: “¿Y qué es la verdad ?”... el resultado fue que media hora más tarde no reconoció la verdad (que él conocía) de que Jesús era inocente y permitió que le diesen una cruel muerte.

La verdad, por su misma naturaleza, tiene que ser intolerante. Los cristianos conocían la verdad de la existencia de un solo Dios y creían en ella. Por eso, tenían que ser intolerantes con los demás dioses, pues Júpiter, Atenea, Isismy todas las demás divinidades paganas no eran más que creaciones humanas. Y el Emperador por supuesto, de divino no tenía nada, por lo que no debía ser adorado.

La verdad no es democrática, no se obtiene por votación. Un solo hombre puede tener razón y estar en lo cierto frente a una mayoría de millones de votantes.

La intolerancia cristiana resultaba intolerable para los tolerantes paganos, los cuales, por eso, mataban a los intolerantes cristianos... Pero en lugar de acabar con ellos, se encontraban con que tras cada nueva persecución su número aumentaba.

Si los cristianos hubiesen sido tolerantes, pronto se habrían convertido en una pequeña secta más.

Las primeras herej¡as

Las persecuciones sangrientas no eran la única ni la más importante amenaza para la joven cristiandad. Había otra más peligrosa y más sutil: las herej¡as. Las primeras que surgieron se presentaban de manera amistosa, en forma de sectas para iniciados que trataban de infiltrarse en la misma Iglesia. Actualmente todavía existen algunas fuera de ella: son las sectas teosóficas y antroposóficas que practican el ocultismo y el espiritismo. Y proliferan en algunos países.

El nombre genérico con que se conocían en aquella época era el de gnosticismo (del griego gnosis, conocimiento). Lo fundamental de sus creencias era que la fe puede llegar a ser superada mediante el conocimiento y que la secta en cuestión es la dispensadora de ese conocimiento. Los que llegaban a adquirirlo eran los iniciados, que habían de seguir largos cursos de iniciación con extrañas y complicadas ceremonias y ritos.

Conocer, saber, no tiene nada de malo. San Pablo incluye el conocimiento entre los dones del Espíritu Santo; pero, al mismo tiempo, pone en guardia a Timoteo contra “las palabras vanas y las contradicciones de la falsa ciencia (gnosis) que algunos profesan, desviándose de la fe. Porque el gnosticismo enseñaba que la salvación dependía del grado de conocimiento adquirido en este mundo, no de la fe en Jesucristo, que es el único Salvador.

Tal doctrina que conducía inevitablemente a los iniciados¯al orgullo y al despre-cio de los humildes habría reducido el cristianismo a una secta para selectos, a unaarrogante hermandad de sabios.

La verdadera fe ni desprecia ni teme a la ciencia, pero ésta no puede sustituir ni suplantar a la fe; sólo ayudarla, ya que la mente humana no es capaz de conocerlo todo, de abarcarlo todo, de agotar la verdad.

Algunas de las cosas que los gnósticos decían conocer eran admisibles; otras, absurdas. Casi ninguna, sin embargo, era verificare, y como no reconocían autoridad que las garantizase, resultaba, paradójicamente, que haba que aceptar

ese conocimiento.., ¡ por la fe!.

Algunos de los Apóstoles encontraron en su camino a los gnósticos de su tiempo, y no fueron muy pacientes con ellos. Cuando el gnóstico Marción conoció a San Juan le preguntó, arrogantemente, si le conocía. A lo cual respondió el Apóstol: S¡, te conozco, hijo de Satanás.

El hecho de que los gnósticos no consiguieran infiltrarse en la Iglesia, los convirtió en enemigos, enemistad que no ha cesado hasta hoy.

El arrianismo

La primera que cobró gran auge fue la teoría de un sacerdote de Alejandría llamado Arrio, que mantenía que Jesucristo en realidad no era Dios, que no tenía la misma sustancia que Dios Padre. Su obispo denunció enseguida el error, pero Arrio, hombre culto, inteligente y astuto, buscó un aliado y lo encontró en el Obispo de Nicomedia, Eusebio (distinto del historiador).

La controversia empezó como un fuego sin importancia, pero no tardó en convertirse en incendio devastador. La cristiandad se dividió en dos: los que creían que Jesucristo era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, con la misma naturaleza divina del Padre (El Padre y Yo somos Uno) y una naturaleza humana inferior a la del Padre (El Padre es mayor que Yo), y los que, con Arrio, creían que Cristo era sólo un hombre, aunque el más excelso de todos. Constantino pensó que esta disputa amenazaba la unida dad del Imperio y convocó por su cuenta (aunque con el consentimiento del Papa Silvestre 1) un concilio Ecuménico de la Iglesia, que se celebró en Nicea (Asia Menor) el año 325. Asistieron a él más de trescientos obispos, y el Papa envío un Legado para que le representase. Casi todos condenaron la doctrina de Arrio, proclamando solemnemente que el Señor Jesús era consustancial con el Padre (homo-ousis en griego).

Pero no se logró acabar con la disputa. El hecho de que Constantino no residiera en Roma, sino en Bizancio (ahora Constantinopla), dio a esta ciudad una gran importancia. El Obispo (Patriarca) de Constantinopla empezó a considerar la Nueva Roma como superior a las antiguas sedes (patriarcados) de Antioquía y Alejandría, e incluso trató de erigirse en una especie de Papa de la Iglesia Oriental. Por otra

parte, el Papa de Roma, lejos de la constante presencia e injerencia del Emperador, tenía menos peligro de verse mediatizado por Constantino. Era en Oriente, sobre todo, donde el arrianismo hacía furor, estimulado y protegido por el Obispo Eusebio de Nicomedia, quien, a la muerte de Arrio, se convirtió en virtual paladín de la secta. Hasta el mismo Constantino (que medio en broma, medio en serio, gustaba ser llamado Obispo para asuntos exteriores coqueteó con el arrianismo, y cuando el Obispo de Alejandría, el gran Atanasio, salió en defensa de lo acordado en Nicea, lo mandó

desterrar y puso en su lugar a un obispo arriano.

La historia de San Atanasio (295-373), heroico defensor del Credo de Nicea, es apasionante. Desterrado cinco veces por lo menos durante el reinado de Constantino y de sus sucesores, otras tantas regresó en triunfo a su diócesis. Siete

años tuvo que permanecer escondido -a veces en el fondo de una cisterna seca sin dejar por eso de gobernar a su rebaño. Se puso precio a su cabeza alto precio, pero

no hubo quien, como Judas, fuera capaz de delatarle.

En sus últimos años, Constantino cayó en un vicio muy frecuente entre los que gobiernan: el recelo, la sospecha. Su mujer, Fausta, intentó seducir a Crispo, hijo de un anterior matrimonio de su esposo. No lo logró, pero se vengó denunciando a Crispo como conspirador ante su padre. Constantino la creyó y lo mandó ejecutar, pero cuando descubrió que la acusación era falsa, ordenó que la encerraran en su baño y que llenaran la habitación de vapor hirviendo; Fausta murió, asfixiada.

Los temores del Año Mil y la con versión de Hungría

Mucha gente creía, basándose  en una falsa interpretación de un pasaje del Apocalipsis de San Juan, que el mundo se acabaría cuando llegara el año 1000, y as¡ lo proclamaban los llamados milenaristas. El temor se extendió por Europa, y en muchos sitios podían verse largas procesiones de penitentes y flagelantes. Otros vendían cuanto tenían y se lo daban a los pobres, mientras que los más cínicos o incrédulos se entregaban a grandes org¡as. Una triste historia que se repite constantemente, incluso en nuestros días, cuando algún iluminado profetiza la inminencia del fin del mundo y del Día del Juicio, basándose en dudodas revelaciones.

Pero el mundo no se terminó el año 1000, y la Iglesia siguió haciendo progresos en Polonia, en Rusia, y sobre todo en Hungría, donde el año 1001 el Duque Wajk se bautizó, tomó el nombre de Esteban y recibió del Papa Silvestre fiel título de rey y una corona real de especiales características. Hungría entera se convirtió y la mayoría del pueblo húngaro ha permanecido fiel, desde entonces, al Papa y a la Fe de Cristo. Actualmente, la corona de San Esteban se encuentra en los Estados Unidos, a salvo de los tiranos comunistas.

La primera Cruzada

El Papa pasó varios meses viajando por Francia y predicando la Cruzada. Por todas partes, miles y miles de hombres se alistaban, por lo que la mayor parte de los compo-

nentes de esta primera Cruzada fueron franceses, y los musulmanes empezaron a llamar trancos a los europeos en general.

El Duque Godofredo de Bouillon y el hijo del normando Roberto Guiscard; el Conde Bohemundo de Tarento, as¡ como su sobrino Tancredo, y el Conde Raimundo de Tolosa (avanzado en edad, pero joven de espíritu se convirtieron en jefes del ejército cristiano y se dirigieron a Constantinopla. Bohemundo quería apoderarse de la ciudad, pero Godofredo de Bouillon se opuso; habían ido a luchar contra los musulmanes, no contra los cristianos, aunque no obedecieran al Papa. As¡, pues, atravesaron el Bósforo y se internaron en Asia Menor. Eran en total unos treinta mil hombres y llegaban en un buen momento, pues en el Islam reinaba la discordia: los califas fatimitas de Egipto (llamados as¡ porque descendían de Fátima, la hija del Profeta se oponían a los turcos seljúc¡das, que ocupaban Palestina. Los cruzados, aprovechándose de esta situación, derrotaron a un ejército turco mandado por Quilij Arslam, conquistaron Edessa y An-

tioqu¡a (1098), y, finalmente, con grandes pérdidas, llegaron a las puertas de Jerusal n. Tras un asedio de cuarenta días, Godofredo y Tancredo iniciaron el asalto. Jerusalén fue conquistada (15 de junio de 1099).

La noticia electrizó a la Cristiandad, causando un movimiento de fervor generalizado. Los corazones y las mentes se orientaron hacia empresas más nobles que las riquezas o el poder. Se produjo un despertar de acciones nobles, de dis-

posición al sacrificio, de genuina buena voluntad. Las pérdidas de los cruzados habían sido muy graves. El ejército cristiano había quedado reducido a menos de doce

mil hombres.

Entre los muertos, estaba un caballero de Dijon. Cuando regresaron los cruzados, un chaval de diez años, serio y reflexivo, supo de la muerte de su padre luchando por la Fe. Se llamaba Bernardo y estaba destinado a modelar el siglo

que acababa de empezar.

El Papa Urbano II murió con la victoria. Poco después, moría también el antipapa Clemente III. El Emperador Enrique y se reconcilió con la Iglesia. El concordato de Worms (1122) garantizaba a la Iglesia e1 derecho a nombrar obispos

sin la interferencia de reyes o emperadores.

En 1139 aparecieron dos grandes obras: las Decretales de Graciano, base del Derecho Canónico, y las Sentencias de Pedro Lombardo, un profesor parisino, las cuales se convertirían en libro de texto de las enseñanzas teológicas.

¡Libros! Con el fin de la larga disputa entre el Papa y el Emperador y con el paso del turbión de la primera Cruzada, el aire parecía más puro, más estimulante, y las mentes de los cristianos m s claras, dispuestas a ~nic1ar una nueva etapa.

La segunda cruzada

En el año 1145, un discípulo de Bernardo, el cisterciense I Bernardo de Pisa, fue elegido Papa y tomó el nombre de Eugenio Ji Bernardo escribiría para l una de sus obras más famosas, De Consideratione.

La idea de emprender una segunda Cruzada nació probablemente en el monasterio de Claraval, donde Eugenio LI tuvo que refugiarse durante la revuelta organizada contra él por un monje fanático, Arnoldo de Brescia. Lo cierto es

que, poco después, Bernardo se puso en acción, y logró movilizar media Francia, empezando por el rey> Luis VII. Con el rey de su parte, se dirigió a una inmensa multitud en Vezelay y miles de hombres se cruzaron. Y cuando se termino el paño para seguir haciendo cruces, Bernardo rasgó su propio hábito. Luego viajó a Alemania y, con un solo sermón, logró que el Emperador Conrado III también se cruzase.

El motivo de esta nueva Cruzada era un nuevo avance de los musulmanes, que se habían apoderado de la ciudad de Edessa, pero el comienzo no fue nada edificante: bandas incontroladas de cruzados, en Alemania, cometieron toda clase de atrocidades contra las comunidades judías. El clero incluidos obispos y arzobispos- hicieron cuanto pudieron para evitarlo, sin demasiado éxito. El Arzobispo de Maguncia escribió una carta a Bernardo en la que le decía que las turbas, instigadas por un monje vagabundo llamado Rodolfo, que había abandonado su monasterio sin permiso, habían asesinado en su presencia a un grupo de judíos que se habían refugiado en el palacio arzobispal. San Bernardo, entonces ordenó al monje, con la mayor energía, que cesara en sus actividades criminales y regresase inmediatamente a su monasterio; y cuando el monje se negó a obedecer, Bernardo se trasladó a Alemania y le obligó a hacerlo.

La Cruzada en s¡ misma fue un rotundo fracaso. Los cruzados, derrotados, tuvieron que abandonar el terreno y refugiarse tras las murallas de Jerusalén, San Juan de Acre y Antioquía.

Para San Bernardo fue un golpe muy duro. Como todos los hombres, santos o no, tenía que aprender - y lo aprendí - que los caminos de Dios no son nuestros caminos... Seguramente estaba en lo cierto cuando dijo que la catástrofe era un castigo a los pecados de los que habían participado en la aventura. Pensó incluso en ponerse al frente de una nueva Cruzada, pero tenía ya casi sesenta años y su salud estaba muy quebrantada. Además, en el Capitulo de la Orden, los abades rechazaron su plan y el santo, Humildemente, se avino.

Un año antes, su gran amigo el Arzobispo de Armagh (Irlanda), el futuro San Malaqu¡as, había muerto en Claraval. Bernardo, entonces, se puso a escribir la biografía de este impar personaje, y luego la Guía para clérigos. Murió el año 1153, tras haber fundado sesenta y ocho monasterios cistercienses, sin dejar de trabajar hasta el último día.

Un año antes, Federico Hohenstaufen, Príncipe de Suabia, había subido al trono de Alemania. Su espléndida barba rojiza le mereció el apodo de Federico I Barharroja.

La tercera Cruzada

La paz entre el Emperador y el Papa duró poco. Durante el pontificado de Urbano 11/(1185-1187), cuya familia había sufrido mucho cuando Barbarroja destruyó Mil n en el año 1162, se reanudaron las hostilidades y las tropas del Emperador invadieron y saquearon los Estados Pontificios. Urbano murió cuando pensaba excomulgar a Federico. Sus sucesores, Gregorio VIII (que tuvo un pontificado de sólo dos meses) y Clemente 111(1187-1191), intentaron en vano alcanzar la paz con el Emperador y acabar con las disputas entre los demás reyes cristianos. Algo que era de una importancia vital, pues el Sultán Saladino había derrotado a los ejércitos cristianos en Tierra Santa y reconquistado Jerusalén.

Por una vez, los príncipes cristianos dieron de lado a sus discordias. Clemente III logró que las poderosas repúblicas de Pisa y G nova y los reyes de Inglaterra y Francia se reconciliaran, y, tras la dieta de Maguncia, el mismo Emperador Barbarroja -ya anciano- se incorporó, con numerosos nobles alemanes, a una nueva Cruzada (la tercera), que desde el punto de vista militar no fue precisamente un éxito, a pesar del valor desplegado por algunos de sus jefes, como el rey de Inglaterra, el legendario Ricardo Corazón de León. El Emperador Federico Barbarroja murió ahogado en un río de Cilicia (Asia Menor) y los cruzados no lograron su objetivo, la reconquista de Jerusalén. Sin embargo, el Sultán Saladino, que era un hombre sabio, honrado y generoso, accedió a que, en el futuro, los peregrinos cristianos pudieran visitar los Santos Lugares libremente, sin ningún temor.

La cuarta cruzada

La cuarta Cruzada se inició en 1219, al mando del Cardenal Pelagio, español. Los cruzados empezaron por poner sitio a Damietta, en Egipto. Con ellos iba un grupo de hombres vestidos con un hábito de sayal, atado a la cintura con una soga. El Hermano Erancisco estaba entre ellos. Pero no había ido en busca de gloria militar; sólo quería hablar con el Sultán, lo cual consiguió dejándose capturar. El Sultán era Al Kamil, Príncipe de la Fe, León del Desierto, quien, al principio, se burló de aquel derviche Franco que pretendía convertirle al cristianismo y que desafiaba a los santones mu-

sulmanes presentes en la entrevista a someterse a un juicio de Dios: él y ellos caminarían sobre brasas encendidas y Dios mostraría que Fe era la verdadera salvándole a él de todo daño... Los imanes sacerdotes musulmanes no aceptaron el

reto y el Sultán Al Kamil quedó impresionado por el valor y la sinceridad del frailecillo. El resultado fue autorizarle para que él y los miembros de su Orden pudieran visitar libremente los Santos Lugares y ser sus guardianes. Desde entonces, hasta el día de hoy, los franciscanos han tenido a su cargo la custodia de los Santos Lugares.

Los cruzados conquistaron al asalto el puerto de Damieta, pero no tardaron en ser desalojados. Profundamente conmovido por las crueldades que había visto, Francisco regresó a Italia, donde le esperaba una gran desilusión. Sus hijos espirituales no estaban conformes con las constituciones que él mismo había redactado. Querían tener escuelas y conventos propios, dejar de vivir errabundos, pidiendo limosna...

El Cardenal Hugo de Ostia, que era el Cardenal protector de la Orden, trató de explicar a Francisco que la Regla era demasiado severa y que la mavoria de sus hijos no podría soportar ese género de vida. Era imposible que miles y miles de hombres eran ya diez mil tuviesen la libertad de movimientos que tenían los doce primeros... En una palabra: era preciso introducir un principio de disciplina, organizar la Or-

den.

Era, en cierto modo, lo mismo que había ocurrido con la Iglesia. Los franciscanos, como los cristianos, no eran, no podían ser todos perfectos. Había que pensar también en los menos ardorosos, los menos humildes, los menos mortificados. Y as¡ como los Papas no podían gobernar ya la Iglesia como los primeros sucesores de San Pedro Lino, Cleto, Clemente..., Francisco tenía que comprender que lo que se

quería hacer era necesario y agradable a Dios. Como la Iglesia en su conjunto, la Orden franciscana, al crecer, tenía que desarrollar y transformar su cuerpo, aunque conservando su espíritu.

Francisco aceptaba estos argumentos, pero le hacían sufrir mucho. Se retiró a la soledad del Monte Alvernia y allí recibió los estigmas, es decir, la reproducción en su cuerpo de las llagas de Cristo. Era ya una figura legendaria. La gente decía que hasta los pájaros y otros animales le entendían y le escuchaban con respetuoso silencio cuando predicaba. Poco después de recibir los estigmas murió, sin cesar de

cantar y alabar a Dios, rodeado del amor y el respeto de sus hijos espirituales. La dudad de As¡s en pleno asistió a su sepelio, llorando, bendiciendo y venerando a su hijo más querido, una de las criaturas más adorables y amables que jamás haya existido.

Corría el año 1225. Un poco más al Sur, en el inexpugnable castillo de Rocaseca, nacía ese mismo año un niño destinado también a ser un gran santo: Tomás de Aquino.

LA IGLESIA DEL RENACIMIENTO

Entramos ahora en un periodo de la historia de la Iglesia que fue al mismo tiempo maravilloso y terrible, brillante y desastroso, venturoso y triste: el del Renacimiento. Nunca, como entonces, había sido testigo de tanta magnificencia y de tanto horror, de tanto heroísmo y de tantas deserciones. Nunca se habían cometido errores tan graves y aciertos tan señalados. Nunca había habido tantos santos... En cierto sentido Dante, con su Divina Comedia, fue un precursor del Renacimiento, pues el guía que conducía al poeta en su asombroso viaje no era uno de los grandes santos o doctores de la Iglesia, sino un poeta pagano: Virgilio. Algo premonitorio, ya que el Renacimiento ser¡a, en buena medida, un renacer del paganismo.

El siglo XIII había sido una época de pensamiento, que proporcionó al cristianismo una filosofía eficaz, en la que predominaba la lógica, el buen sentido. El siglo XIV dio a ese pensamiento una expresión puramente mística, espititual. Los hombres de los siglos XV y XVI anhelaban un reencuentro con un Arte y una Belleza a escala humana, soñaban con la aventura, con el descubrimiento de tierras igno-

tas y su conquista.

El Renacimiento proporcionó a la humanidad la imprenta (Gutenberg), la perspectiva en pintura (Brunellesehi), el descubrimiento de América (Colón); los mejores pintores y escultores de todos los tiempos (Fra Angélico, Miguel Angel,

Rafael, Leonardo, Tiziano, Holbein, el Greco...); la ruta a la India por mar y la circunvalación de la Tierra (Vasco de Gama y Juan Sebastián Elcano); la cúpula de San Pedro y la Capilla Sixtina; la columnata de Bernini y la Biblioteca Vaticana; la traducción al latín de los clásicos griegos; la Compañía de Jesús; las herejías de Lutero y Calvino; el cisma de la Iglesia de Inglaterra y una pléyade de santos: Tomás Moro, Juan Fisher, Francisco Javier, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco de Borja, Carlos Borronico... Produjo también el peor de los Papas, Alejandro VI, y el más amable de los hombre: San Felipe Neri; la más inútil de

las empresas navales (la de la Armada Invencible) y la más gloriosa batalla de todos los tiempos: la de Lepanto, que quebrantó el poderío marítimo de los turcos; las represiones de la Inquisición en España y persecución de los católicos en Inglaterra; las sangrientas guerras entre príncipes cristianos, la expulsión de los musulmanes de España y el sitio de Viena por los turcos; la conquista de Méjico y del Perú, y un

completo cambio de la concepción del Universo con los descubrimientos de Copérnico y de Galileo; el desarrollo de las armas de fuego y la introducción en Europa del café, la patata, el tabaco y otros productos procedentes de las tierras recién descubiertas; las obras maestras de Shakespeare y de Cervantes y los horrores de la noche de San Bartolomé ... Y todo ello en poco más de un siglo. Tiempo suficiente para que la Iglesia, que parecía a punto de sucumbir, resurgiese de sus cenizas como el ave fénix.

LA REFORMA PROTESTANTE

Julio II murió sin dejar de trabajar y de hacer planes. Le sucedió León X (1513-1521), hijo del Duque Lorenzo el Magnifico, un Médicis florentino. Había sido hecho cardenal a los catorce años y había luchado contra los franceses, que lo capturaron, pero luego logró escapar. Elegido Papa a los treinta y ocho años, tuvo que ser ordenado sacerdote, pues no lo estaba. Como sus predecesores, se interesó especial-

mente por el arte y la belleza. Moralmente fue irreprochable.

La rebelión de Lutero

En el año 1517, tuvo noticias de un fraile alemán, agustino, que se llamaba Martín Lutero y mantenía constantes disputas teológicas con otro fraile dominico llamado Tetzel. Este tenía a su cargo una campaña para recoger fondos con destino a la construcción de la nueva basílica de San Pedro. Para León X y no sólo para él procurar que todos los cristianos participasen de alguna manera en esta empresa era algo noble y bueno. A tal efecto, había otorgado una indulgeneia plenaria a quien, además de dar limosna con arreglo a su posición y rango social, confesara sus pecados y recibiera la Santa Comunión. Tetzel, sin embargo, se había excedido un tanto en sus reclamaciones monetarias, apoyado y estimulado por cl Príncipe Alberto de Brandenhurgo,quien, lo mismo que los banqueros Fugger, querían hacer su agosto con este pretexto.

Lutero habla colocado un letrero a la puerta de la capilla del castillo del Príncipe que contenía nada menos que noventa y cinco tesis o proposiciones, redactadas en un tono insultante, en contra de las indulgencias. Algunas de ellas

iban contra abusos reales, pero la acritud con que estaban escritas las hacia desorbitadas. Leyéndolas, daba la impresión de que la Cristiandad entera estaba indignada con el hecho de que se construyera una nueva basílica; Además, pa-

recia que Roma entera estaba siendo reconstruida con dinero alemán. ­Que el Papa corriera con los gastos y les dejaran tranquilos!...

Lo malo era que Lutero se había atrevido a decir lo que muchos burgueses alemanes pensaban. Y aun peor, que se atacaba con vigor la doctrina teológica que servia de fundamento a las indulgencias. Proclamo, decía Lutero, que el Papa no tiene jurisdicción sobre el purgatorio... si la tuviera, podría abolirlo, haciendo que nadie fuera a él. Tras lo cual concluía que las indulgencias suponían un serio peligro para

la salvación.

Pronto, Alemania entera no hablaba de otra cosa. Reinaba un gran descontento en parte justificado con la actitud del Papado y con lo que sucedía en Roma. Si, en estas circunstancias, León X hubiese aclarado la doctrina de las indulgencias, como hizo luego, tal vez la Reforma nunca se hubiese producido. Pero obró con lentitud y dejó que siguiera la controversia, fomentada por la rivalidad entre los

agustinos y los dominicos.

El Papa pidió a Lutero que se desplazara a Roma para explicarse, pero no quiso ir. Armándose de paciencia, nombró legado suyo al Cardenal Cayetano, hombre integro y de gran erudición, y le envió a Alemania para que escuchara los argumentos de Lutero, pero éste se negó a comparecer en su presencia sin un salvoconducto. Cuando por fin accedió a la entrevista, se limitó a responder con evasivas y terminó diciendo que se sometería al juicio de las Universidades de Basilea, Friburgo, Lovaina y Paris. Luego, tras insultar al Cardenal, apeló al dictamen de un Concilio, siempre que se celebrase en lugar seguro y sin la influencia del Papa, cuyos decretos dijo eran nulos, inanes, inicuos y tiránicos

En un debate público con Juan Eck, de la Universidad de Ingolstadt, Lutero salió completamente derrotado. Lo cual le enfureció más todavía y le hizo arremeter no sólo contra León X, sino contra todos los Papas, a quienes acusó de ser el colectivo Anticristo. Rechazó la acusación de ser bohemiano (es decir, hussita), pero después declaró abiertamente que todos somos hussitas sin saberlo. Eck, entonces, informó al Papa de lo sucedido, diciendo que Lutero era un hussita sajón.

La verdad es que era mucho más que eso. Mientras Roma seguía vacilando, escribió una serie de panfletos exponiendo su propia teología, que atacaba las raíces mismas de la Fe Católica. Dejaba reducidos a dos el Bautismo y La Cena del Señor¯ los siete sacramentos, y como una de las funciones del sacerdocio es administrarlos, ya no era necesario. Para Lutero, todos los creyentes eran sacerdotes. Además, repudiaba la vida monacal, pues para él, las únicas promesas o votos válidos eran los del bautismo. Negaba también la transubstanciación, y como todos los creyentes eran

sacerdotes, todos podían participar del pan y del vino en la Cena del Señor, reducida a un mero simbolismo. En cuanto a la naturaleza humana, para Lutero estaba totalmente

corrompida; la voluntad humana no era libre y no podía llevar a cabo ningún acto agradable a Dios. Las buenas obras no servían para nada. Sólo la Fe podía salvar al hombre.

El General de los Agustinos trató en vano de que rectificara. Agustinos, dominicos y franciscanos celebraron un consistorio en Tréveris y condenaron cuarenta y una de las proposiciones o artículos de Lutero, dándole sesenta días para retractarse. Por su parte, el Papa León X promulgó una Bula (8 de julio de 1520) en la que condenaba a Lutero por no dar crédito a nadie más que él mismo, algo que no osó

hacer ningún hereje antes que él. Lutero, ya antes de recibir la Bula, amenazó con un asalto armado a Roma para lavar sus manos en la sangre de cardenales y de papas. Y

Esto condena a Cristo. Y enseguida redactó un panfleto contra la execrable Bula del Anticristo. Sin darse cuenta tal vez, había recorrido un largo camino desde sus primeros ataques a las indulgencias se había colocado fuera de la Iglesia, pero se había ganado el favor de algunos príncipes alemanes y de amplios sectores del pueblo.

GRANDEZA Y MISERIA DE LOS TIEMPOS MODERNOS

El Papa Pío IX murió en el año 1878, y cuando su cadáver fue llevado a enterrar en la basílica de San Lorenzo, el populacho romano, enardecido, atacó la comitiva fúnebre dispuesto a arrojar el ataúd al Tíber. Los eclesiásticos que acompañaban el cuerpo de Pío IX hasta su ultima morada tuvieron que mantener una auténtica batalla campal para evitarlo, y al fin lo consiguieron...

El lamentable hecho venia a poner de manifiesto, una vez mas, que navegar contra la corriente es arriesgado. Si el Papa hubiese cedido a lo que hoy llamaríamos los vientos que corren, habría sido enterrado triunfalmente.




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Enviado por:Varees
Idioma: castellano
País: España

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