Religión y Creencias


Conocimiento de Dios


EL CONOCIMIENTO DE DIOS

I. El misterio del hombre

La pregunta por el sentido de nuestra vida se le plantea a cada hombre de distinta manera. Puede presentarse como pregunta por la felicidad. Experimentamos felicidad de modos muy diferentes: cuando nos sale bien nuestro trabajo, cuando tenemos éxito, cuando estamos con una persona querida, al realizar una buena obra, en el sacrificio por los demás, en el deporte y en el juego, el arte y la ciencia. Sabemos que no podemos conseguir la felicidad. Puede desvanecerse en el momento menos pensado. Pueden producirse engaños amargos. ¿Qué sentido tiene entonces la vida? ¿Cuál es la auténtica felicidad humana? Con mayor intensidad aún se plantea la pregunta por el sentido del hombre en la experiencia del sufrimiento, sea el sufrimiento propio o el ajeno: en la enfermedad incurable, en la preocupación, la soledad o la necesidad. ¿Qué sentido tiene que tantos hombres sufran sin culpa? ¿Por qué hay tanta hambre, miseria, injusticia en el mundo? ¿Por qué tanto odio, envidia, mentira y violencia? Por último, la experiencia de la muerte, por ejemplo, cuando un amigo, un conocido o familiar se va de entre nosotros, o cuando nos enfrentamos con la idea de nuestra propia muerte. ¿Qué hay después de la muerte? ¿De dónde vengo, adónde voy? ¿Qué queda de aquello por lo que yo he trabajado tanto? Las respuestas que podemos dar a estas preguntas nunca nos satisfacen del todo. El hombre sigue siendo, en definitiva una pregunta y un misterio profundo. Esta es su grandeza y su miseria. Su grandeza, porque el preguntarse por su sentido distingue al hombre de las cosas inanimadas, que simplemente están ahí, y también de los animales, que con sus instintos se adaptan inalterablemente a su entorno. La dignidad del hombre se basa en que es consciente de sí mismo y en que es libre para dar una dirección también a su vida. Esta grandeza es, al mismo tiempo, el lastre del ser humano. Al hombre no sólo le viene dada su vida, sino también encomendada; tiene que darle forma, tomarla en sus manos. Al ser del hombre no le es entregado el sentido de su ser directamente. Por eso, el ser humano es una marcha hacia lo abierto y hacia lo invisible. Si el hombre no se hubiera planteado la pregunta acerca de sí mismo, sólo habría llegado a ser un animal ingenioso. Así, pues, debemos inevitablemente afrontar la pregunta: ¿Qué es el hombre?

El origen de la idea de Dios en el hombre no es debido a causas externas. Por eso carece de génesis propiamente. Es una idea o afirmación específica que no "se explica ni como la de una ilusión perfectamente penetrada en sus causas, ni como la de una construcción del espíritu". Es un concepto peculiar que germina en la conciencia de la persona humana cuando ésta llega a su madurez racional y es capaz de asumir conscientemente su finitud. Mas, para que este brote adquiera pleno desarrollo, se requiere un esfuerzo constante de clarificación y un continuado trabajo de discernimiento que empeñan la vida entera del individuo. Por consiguiente, es legítimo concluir que la idea de Dios, como ser sin más, se hace presente a la inteligencia (facultad del ser), por vía de disposición natural o "hábito", antes de cualquier razonamiento explícito y con anterioridad a su conceptuación y formulación categorial. "Antes de ser "identificado" por cualquier acto consciente, debe existir en el espíritu cierto "hábito" de Dios". Es un hecho que la idea de Dios ha ido cambiando en el transcurso del tiempo. A medida que el hombre adquiere un mejor conocimiento de sí mismo al contacto con la realidad, forja un concepto más exacto del Absoluto, que queda plasmado en su acervo cultural. La historia del pensamiento es testigo fehaciente de las distintas concepciones de Dios en los distintos contextos culturales. Por otra parte, es obligado reconocer que esta idea se obtiene dialécticamente, en cuanto que el sujeto humano va tomando progresivamente conciencia de ella. Tal clarificación da lugar a las diversas formas históricas de la religión, como otros tantos cauces o vías de acceso a la divinidad. El fundamento es siempre el mismo: el diverso grado de conocimiento del hombre y de su relación con el fundamento de la realidad. En este sentido puede hablarse de historicidad de la idea de Dios, en el sentido de crecimiento y profundización en su conocimiento. En este hecho estriban las formas estructurales a través de las cuales el hombre intenta relacionarse con Dios en su peregrinar histórico. De las consideraciones anteriores podemos deducir el siguiente elenco de conclusiones:

- El hombre arcaico ha forjado unas expresiones que demuestran su concepción del cosmos y de la vida. Todas ellas hablan de su encuentro con una realidad enteramente superior y con un valor netamente distinto a los terrenos, que confieren sentido pleno a su vida. Ello autoriza a pensar lo sagrado como elemento de la estructura de la conciencia humana y de la unidad espiritual de la humanidad. Sus diversas formulaciones constituyen otros tantos caminos por los que el hombre se dirige al Absoluto como presencia que lo trasciende por completo.

- Esta realidad por excelencia, Dios, nunca es captada directamente en sí misma, sino a través de mediaciones que sugieren un orden distinto del natural y ordinario. Los historiadores comprueban la admisión de este orden como hecho histórico incuestionable, de modo que al hombre le resulta imposible vivir en un mundo completamente desacralizado. Ello demuestra una actitud de búsqueda incesante de sentido último ante la insatisfacción que producen al hombre la realidad circundante y su mismo ser.

- Es opinión común entre los especialistas de la religión que las culturas de los pueblos antiguos más desarrollados (Egipto, Babilonia, Persia, China, India) comportan connotaciones de orden religioso, se nutren de elementos teológicos, y en algunos casos son enteramente religiosas. Posteriormente van apareciendo culturas cada vez más desarrolladas, en alguna de las cuales apuntan atisbos filosóficos mezclados con elementos estrictamente religiosos.

En resumen, la vida humana ha sentido siempre estar ante alguien y bajo algo. Este sentimiento es la causa del delirio, estado de ánimo por el que el hombre experimenta la presencia inexorable de una instancia invisible superior que encubre la realidad. Por eso la forma originaria de presentarse la realidad fundamental al hombre es la de una ocultación radical que intenta desvelar a toda costa. No se trata de un atributo o cualidad de las cosas, sino de algo anterior a todas ellas que, a manera de irradiación de la vida, emana de un fondo de misterio que las religiones denominan "sagrado" y la filosofía traduce por ens realissimun.

Es legítimo afirmar, por consiguiente, que el hombre se ha afanado infatigablemente durante toda la historia para dar forma al misterio de la realidad profunda. Hasta ahora no ha discurrido ninguna acción histórica -no ha habido ninguna cultura- que no haya ido acompañada del padecer y del forjar a Dios, de definir por el pensamiento el fondo de lo real que hace ser a todo lo que existe.

II. Respuestas provisionales

1. La ciencia

Muchos confían hallar en las ciencias modernas la repuesta a sus preguntas. Los progresos que se han logrado gracias a las ciencias modernas son indiscutibles. Ofrecen un saber seguro en sus fundamentos, metódicamente demostrado y lógicamente coherente. Han podido resolver muchas cuestiones para las que los siglos anteriores sólo tuvieron respuestas imperfectas o incluso ninguna respuesta. Sabemos hoy infinitamente mucho más, por ejemplo, sobre el comienzo del mundo, el origen de la vida, sobre las leyes que determinan la realidad de la naturaleza y del hombre y regulan las relaciones de los hombres entre sí. La humanidad, gracias a la ciencia y a la técnica, ha experimentado más transformaciones en los últimos doscientos años que antes en milenios. Las modernas técnicas que nos permiten dominar la naturaleza ponen también en nuestras manos la manera de dominar y manipular al hombre, sea mediante la simple violencia, sea mediante los sutiles métodos de la propaganda o mediante la selección unilateral de las informaciones. Por eso, se nos plantea cada vez más claramente la pregunta: ¿Nos está permitido hacer todo aquello que somos capaces de hacer? Evidentemente, no es éste el caso. Tenemos que emplear nuestros medios científicos y técnicos para conseguir fines verdaderamente humanos. Pero ¿qué son fines humanos? ¿Nos damos cuenta también, entre las muchas cosas que hoy sabemos, del valor realmente humano que tiene el saber, o no resulta también desconcertante para el hombre la multiplicidad de los conocimientos y de sus respectivos campos? Aunque las ciencias modernas, con la ayuda de sus métodos exactos, pueden explicar muchos aspectos particulares, sin embargo, precisamente debido al carácter de los métodos que emplean, tienen también limitaciones. Hay sectores de la realidad que escapan a estos métodos. Y sobre todo, nada pueden decirnos sobre el sentido último y el fundamento de lo real en su totalidad y también de las limitaciones y peligros que traen consigo las ciencias modernas, hoy se nos plantea con más urgencia que nunca la pregunta: ¿Qué es el hombre?

La cultura científica está perfectamente delimitada debido al procedimiento metodológico que emplea. Este procedimiento ejerce cada vez mayor influencia en la configuración específica de la vida en el momento actual. Apoyándose en la representación y en la normativa, cifra su validez en la experimentación controlada y hace de la ciencia positiva factor determinante de la cultura occidental contemporánea. Los ingredientes principales de esta cultura son éstos: hecho de existencia, enunciado de relaciones y verificación comprobada.

a) Hecho de existencia.

Esta cultura presupone el hecho de la existencia de la realidad natural sin especular sobre su último fundamento y causa primera. Se ocupa solamente en describir su modo de actuación a base de determinar los antecedentes inmediatos de los fenómenos y sus consecuencias.

b) Enunciado de relaciones.

Enuncia, además, las relaciones entre los antecedentes y consecuentes de los acontecimientos, determinando así la estructura funcional de los seres, pero sin entrar en cuestiones de origen y ultimidad. Su propósito es captar la realidad de los hechos en su mostración inmediata.

c) Verificación controlada.

El criterio para determinar la verdad de las cosas es la verificación o comprobación por vía experimental. Por eso no parte de axiomas ni de teorías iniciales, sino que se apoya en la observación directa para confirmar la verdad enunciada en los principios generales. Más que conocer la realidad íntima de las cosas, le interesa saber cómo funcionan y cuál es su razón inmediata. En este sentido hay que decir que es doblemente empírica, porque comienza en la experiencia y termina en ella como punto de referencia verificativo. Su método es eminentemente positivo, pues condensa sus adquisiciones en formulaciones exactas y contrastables, extrayendo de ellas aplicaciones prácticas que mejoran considerablemente la calidad de vida. La expresión más depurada de la cultura científica es la de la ciencia física, que da lugar a una concepción positiva de la realidad articulada en una serie de postulados: la verdad reside sólo en la ciencia, el lenguaje significativo es el fáctico, y por tanto, no se puede conocer ni expresar más que lo comprobable empíricamente.

La cultura científica, habida cuenta de su metodología específica con base en la experimentación, no puede pronunciarse legítimamente sobre el problema de Dios de una manera directa, tanto en sentido positivo como negativo. Desde el saber científico no es posible establecer de modo concluyente la existencia o inexistencia del Absoluto. No obstante, nada impide que el análisis de los fenómenos de la naturaleza sugiera una intuición completamente razonable de un ser trascendente. Una afirmación de esta índole no sólo es posible, sino que viene exigida desde distintos niveles. Desde la misma racionalidad científica y desde el científico en cuanto ser humano. La primera se ve obligada a dar razón del elemento de necesidad inherente a la contingencia y devenir de los hechos observados. La ciencia actual, lejos de corroborar la infinitud del universo y la eternidad de la materia, ve muy posible un presunto principio o instante antes del cual no se sabe nada.

Dios no es ningún dato de experiencia ni una hipótesis explicativa verificable científicamente. Es una realidad, cuya idea brota en el hombre consciente de su finitud y dependencia, o como consecuencia del discurso filosófico sobre la realidad entorno. Se trata de un concepto que no se consigue por vía de síntesis ni de antítesis, sino que aparece en el interior de la conciencia en virtud de una experiencia racional o por iluminación sobrenatural.

2. Las ideologías

A diferencia de las ciencias modernas, las ideologías tratan de proporcionar al hombre una imagen global y una interpretación total de la realidad. Casi siempre pretenden que su visión unitaria responde al estado actual del conocimiento científico y supera las ideas "anticuadas" de la fe cristiana. De esta manera, se proponen satisfacer la necesidad del hombre de comprenderse a sí mismo y al mundo. Por esta razón, lo derivan todo de un principio único. O de la materia (ideología materialista), o del espíritu que todo lo penetra y en todas las cosas se halla simbolizado (espiritualismo). Su pretensión de ofrecer una visión total de la realidad las lleva casi siempre a servirse de los más variados elementos de las religiones, incluso de elementos cristianos, y a mezclarlos entre sí (sincretismo o mezcla de religiones). Es indudable que una visión unitaria como ésta no responde ni a la multiplicidad de los fenómenos ni al abismo del misterio del hombre y del mundo. El que quiere derivarlo todo en un principio, fácilmente se vuelve totalitario e intolerante.

Una importancia especial tienen hoy las ideologías políticas. En todas las preguntas por el sentido a que antes hacíamos referencia, lo que está en juego no es sólo el sentido de nuestra vida personal, sino también el de nuestra vida social. Nadie vive para sí solo, sino con otros, para otros y de otros. Todos necesitamos de todos y también todos dependemos de todos. De aquí que la respuesta a la pregunta por el sentido de nuestra vida personal se halle íntimamente vinculada a la realización de un orden político que haga posible la libertad y la justicia para todos. Sería una ilusión replegarse en la felicidad privada. La responsabilidad y la acción política nos conciernen a todos. La pregunta, pues, debe formularse así: ¿Cómo podemos organizar y construir humanamente nuestra vida social? ¿Cómo conseguir que en nuestra sociedad reinen no el poder del más fuerte, la simple violencia, la envidia y el odio, sino la dignidad del hombre, la verdad, la libertad, la justicia y la paz? ¿Cómo es posible armonizar los más diversos intereses de los hombres, de los pueblos, de las razas y las clases? La existencia de ideologías políticas y la importancia de la acción humana son indiscutibles. Fracasan, sin embargo, cuando pretenden dar una respuesta última.

Lo que hemos dicho de la materia o el espíritu, debe decirse también de la sociedad: tampoco ella puede constituirse en un todo único. La pregunta por la felicidad personal o por la muerte no se puede aplazar hasta que algún día exista un orden perfecto y justo. En este mundo, de todos modos, no es posible realizar una justicia perfecta; lo único que se puede intentar es aproximarse a ella más o menos. El hombre concreto, con sus necesidades, preocupaciones, alegrías y miserias, nunca es absorbido por el proceso social. Al contrario, el ser personal de cada uno no es resultado, sino raíz y fin del proceso social. Así, pues, la vida social tiene que orientarse al hombre. De este modo, también en el campo político se plantea la pregunta: ¿Qué es el hombre? Es cierto que las ciencias y las ideologías nos dan, cada una en su campo, importantes respuestas a nuestras preguntas. Pero a la pregunta por el sentido de la vida humana no pueden responder. Ahora bien, sin esta respuesta se quedan faltas de orientación. En esta falta de orientación consiste la crisis de nuestra época. Las ideas comunes sobre los valores y los fines, de las que han vivido los siglos pasados, se han vuelto para muchos problemáticas. Faltan ideas vibrantes, grandes perspectivas de futuro, valores últimos por los que entusiasmarse y sacrificarse. El escepticismo y la resignación se están extendiendo. Especialmente los jóvenes sienten un vacío terrible. La producción, el consumo y el bienestar solos no solucionan a la larga todos los problemas.

Es cierto que el hombre necesita pan para vivir, y es un escándalo que muchos no lo tengan, o no lo tengan en medida suficiente, mientras que otros se ven en problemas porque lo tienen en abundancia. Pero el hombre no vive sólo de pan, ni tampoco sólo de trabajo, de placer o de protesta. El hombre es algo más. Necesita amor, sentido y esperanza. Quiere no sólo tener más, sino también ser más.

III. Las religiones y la crítica de la religión

1. La respuesta de las religiones

A lo largo de los siglos, las religiones han dado a los hombres respuesta a la pregunta por el sentido de su vida. Por muy distintas que sean las religiones, coinciden en una exigencia común: se toman en serio el hecho de que el hombre es para sí mismo un interrogante, al que él no puede dar respuesta. En la religión, por el contrario, el hombre se experimenta poseído y sostenido por una realidad más elevada y más amplia, la realidad de lo sagrado y de lo divino. La trata con temor y veneración, pero también con amor y confianza. A ella se lo debe todo. Esto le infunde un sentimiento de seguridad y lo celebra con fiestas y conmemoraciones. Para las religiones por lo tanto, el hombre y el mundo visible no son lo único que existe: el mundo y el hombre están insertos en un contexto más amplio de vida y de realidad. El mundo visible sólo es real en la medida en que participa del mundo invisible de lo sagrado y lo divino. A pesar de todo, los hombres han encontrado en los ritos religiosos, a través de los siglos, la fuerza para afrontar la alegría y el sufrimiento, el bien y el mal, la vida y la muerte, y todavía hoy las religiones dan a millones de hombres sentido y apoyo, fundamento y metas para su vida.

2. La crítica moderna de la religión

En el pasado, han sido muchos los hombres que han cuestionado la fe en los dioses y han criticado la práctica religiosa. Desde la Ilustración, en el siglo XVIII, se ha agudizado progresivamente la crítica de la religión. A fines del siglo pasado surge el ateísmo como fenómeno de masas y se llega al intento de edificar la vida social sobre un fundamento religiosamente neutro, o incluso ateo. Múltiples son las causas que han llevado a esta situación. En primer lugar, hay que citar la caída de la concepción del mundo propia de la Antigüedad y la Edad Media, concepción que también se presupone en la Biblia. Desde Corpénico y Kepler sabemos que la tierra no es el centro cósmico del universo, alrededor del cual todo gira.

En el siglo pasado, Darwin desarrolló la teoría de la evolución de la vida, que abarca también la vida humana. Como consecuencia de todo ello, son muchos los que rechazan la idea anterior de la creación directa del hombre por Dios.

Freud descubrió el inconsciente profundo del hombre. Este hecho vino a cuestionar nuevamente la pregunta por la libertad y la responsabilidad del hombre.

Las ciencias modernas se han creído cada vez más capaces de explicar el mundo prescindiendo de Dios. Piensan que Dios se ha hecho innecesario y que la religión es una etapa ya superada de la conciencia del hombre. Así, pues, el hombre cree haber alcanzado la mayoría de edad y que, en consecuencia, puede explicar y construir el mundo por sí mismo.

En la crítica de la religión el hombre, llegado a la mayoría de edad, ha pensado que podía explicar también la fe en Dios: como proyección de los anhelos y como satisfacción de los deseos (Feuerbach, Freud), como expresión y justificación del mal en el mundo, como vano consuelo y opio del pueblo (Marx), como producto del resentimiento contra la vida (Nietzsche). Si se entiende a Dios así, entonces no sólo sería innecesario, sino también contraproducente para la autorrealización libre del hombre y para percibir su responsabilidad en el mundo. En este sentido se ha afirmado que Dios ha muerto (Nietzsche), no sólo en nombre de las ciencias, sino también en nombre del hombre y de su libertad.

IV. Caminos del conocimiento de Dios

1. Problemática actual de la teología natural

Uno de los mayores problemas con que ha contado y cuenta hoy la teología natural radica en la extrema ambigüedad del concepto naturaleza. Esta ambigüedad procede del doble ámbito en que es utilizado, en filosofía y en teología, designando en cada uno de ellos esferas no coincidentes:

- En filosofía, naturaleza es un concepto que se opone a cultura e historia; designa el presupuesto, lo previo a la manipulación del hombre. Cultura e historia, por el contrario, son producidas por la actividad humana que transforma la naturaleza.

- Para la teología, sin embargo, naturaleza es el concepto que se opone a gracia: la naturaleza es lo previo, el presupuesto de la gracia. El hombre natural es el ser dotado de inteligencia y libertad y, por tanto, capaz de encontrarse con Dios y recibir de él la gracia. De este modo, el concepto teológico de naturaleza incluye la inteligencia y la libertad del hombre.

El concepto teológico de naturaleza es más amplio que el filosófico, ya que incluye la dimensión espiritual del hombre, su inteligencia y libertad, que quedan excluidas de la naturaleza en sentido filosófico.

El objetivo de la teología natural es buscar y demostrar la razonabilidad y universalidad de la fe. Afirmar la razonabilidad de la fe es algo muy distinto de hacer una reducción racionalista de la fe. Una reducción racionalista supone un intento de concebir la fe desde fuera, con la ayuda de una razón teóricamente neutral. Sin embargo, lo que la teología natural pretende es demostrar que la fe, desde y en la propia fe, es intrínsecamente razonable. La cuestión fundamental de la teología natural es si es posible un discurso responsable sobre Dios. En el mundo científico-técnico de hoy, esta cuestión se dirime no sólo en el ámbito de la experiencia religiosa y del lenguaje religioso, sino también a la luz de la razón: ¿puede haber una fe en Dios sincera y responsable intelectualmente o sólo es posible mediante la renuncia intelectual?

2. Conocimiento y demostración

Conocer no es simplemente saber, ni tampoco capacidad de demostrar, aunque sean aspectos relacionados entre sí. El conocimiento presupone, además del concepto y la abstracción, la experiencia; pero no se confunde con ella. El conocimiento tiene un carácter reflexivo que no posee la experiencia: además de estar afectado por la realidad, es consciente de dicha afección; conoce su objeto como distinto de sí, mientras que la experiencia se encuentra fundida con él.

En estrecha conexión con el problema del conocimiento de Dios, la tradición teológica ha tratado el tema de las demostraciones de Dios. La demostración es un término que se refiere no al conocimiento en sí, sino a la fundamentación externa, explicitación y comunicación de ese conocimiento.

Existen demostraciones de las ciencias empíricas, lógico-matemáticas, históricas, hermenéuticas, etc. Todas ellas tienen algo en común, todas constituyen un proceso de fundamentación susceptible de comprobación. Por ello, demostración es un término análogo y no equívoco. Una demostración de Dios no puede tener nunca el carácter de una demostración física o de cualquier otra ciencia o campo de conocimiento.

3. Mostración

Una demostración de Dios no puede ser sino una invitación razonada a la fe, una llamada racional a la libertad humana, una prueba de honestidad intelectual de la creencia en Dios. Si libertad y conocimiento están siempre ligados entre sí, el conocimiento de Dios lo está de manera particular; por tanto, una demostración de Dios podrá ser cualquier cosa menos una evidencia objetivadora de Dios. Por ello se habla de mostración.

4. Clases de demostración

Por lo general, se entiende por demostración un acto de la mente por el que se establece la continuidad racional necesaria entre unas proposiciones ciertas (premisas) y otra que se deduce de ellas (conclusión). Esta definición general comprende diversos tipos de demostración. Todos ellos coinciden en ser un procedimiento de fundamentación susceptible de comprobación. Pero no hay que olvidar que el término demostrar es análogo y sólo cobra sentido exacto por el objeto demostrado. No es lo mismo la demostración científica que la matemática y la filosófica. Esta última sobrepasa la dimensión de lo físico y del cálculo y alcanza la esfera metafísica y el ámbito de lo infinito. Vistas así las cosas, los manualistas clasifican la demostración en tres órdenes distintos y hablan de demostración física, matemática y metafísica.

Por demostración física se entiende aquel procedimiento, propio de las ciencias positivas, que parte de hechos observables y concluye en datos comprobables. A base de la inducción se determinan las causas generales que producen determinados fenómenos sin rebasar el ámbito de los mismos. Este tipo de demostración vale para descubrir y expresar las leyes universales que determinan el funcionamiento de los seres empíricos. Por ejemplo, el calor como energía dilatoria de los metales.

La ciencia se encuentra inmersa en el ámbito de la razón, y, si no es racional recurrir a Dios como dato científico, tampoco lo es suprimir su existencia desde la comprobación científica. Nada impide que Dios sea necesario para dotar de coherencia a hallazgos de otra índole.

La demostración matemática, en cambio, prescinde de la experiencia y opera con principios abstractos, estableciendo la relación entre las cantidades y los conceptos. Llega así a conclusiones ciertas de orden inteligible, pero sin referencia a la existencia real. Su área es la pura inteligibilidad. Por ejemplo: 4/2=8/4; o la suma de los ángulos de un triángulo vale dos rectos. Se trata de un puro formalismo que, aunque expresa la conexión lógica entre los conceptos, margina completamente la realidad objetiva porque su punto de partida es también mental.

Tampoco este tipo de demostración es válido para establecer la existencia de Dios. Ni las leyes del razonamiento ni los sistemas matemáticos necesitan del dato "Dios" para su propia coherencia.

La demostración metafísica es de orden causal y parte de los seres de la experiencia, con el fin de encontrar su razón última que, por lo mismo, tiene que rebasar el campo de lo empírico y comprobable. Mediante un razonamiento riguroso de orden filosófico sobre lo existente deduce otro nivel de realidad ontológicamente superior que da razón de lo que está siendo.

El análisis deberá manifestar que la eliminación de un ser ontológicamente superior destruye la coherencia fundamental de la experiencia de existencia y desmembra la estructura esencial de la dimensión de realidad de las cosas. El cometido de esta demostración es establecer racionalmente un fundamento primero y soporte primordial de la realidad. No se trata de meras indicaciones o simples pistas, sino de una concatenación de ideas que, por ilación lógica de hechos conocidos, deduce la necesidad de otra realidad desconocida necesaria.

En este tipo de discurso, la racionalidad se apoya en el dato "Dios" como elemento necesario para su coherencia lógica, pues encierra unos interrogantes que no tienen otra respuesta que el Absoluto. En efecto, la razón humana necesita de Dios para "dar razón" de determinados interrogantes acerca del hombre y de la historia en su totalidad.

Esta demostración, cuya fuerza probativa es la causalidad ontológica, reviste dos formas distintas según se proceda del conocimiento de la causa a la existencia del efecto o de éste a aquélla. La primera de ellas recibe el nombre de demostración a priori o propter quid, en cuanto que el conocimiento de la causa es anterior al del efecto y da razón de la cosa demostrada, es decir, justifica su porqué. Conocida, por ejemplo, la naturaleza de un ser, se deducen sus propiedades o modos de actuar, ya que la naturaleza es principio de operaciones.

Evidentemente, esta forma de demostración no es aplicable al conocimiento de la existencia de Dios, pues carecemos previamente de un conocimiento exacto de la naturaleza divina.

La segunda forma recibe el nombre de demostración a posteriori o quia, porque la realidad de la que se parte (hecho de experiencia), es posterior a la causa que la produce. El conocimiento del efecto no entraña necesariamente la comprensión adecuada de su causa, sino sólo la necesidad de su existencia, ya que sin ella carecería de explicación el hecho percibido.

Cuando se habla de experiencia como punto de partida, se hace referencia a la experiencia en general en cualquiera de sus niveles y estratos, tanto internos como externos, tanto físicos como psíquicos. A cualquiera de ellos puede aplicarse el principio de causalidad que es lo que propiamente constituye el núcleo de la prueba. Esta demostración es aplicable al caso de Dios de forma válida, siempre que aparezcan efectos (hechos experimentables) cuya explicación última no pueda ser otra que un ser de orden distinto al de la realidad fáctica. Es decir, cuando haya hechos que no puedan ser comprendidos racionalmente sin la intervención de un principio metaempírico. Se requiere, por tanto, una dimensión o aspecto de la experiencia, cuyo análisis, llevado hasta el extremo, descubra lo totalmente otro, lo radicalmente último, como única justificación del mismo.

5. ¿Pruebas de Dios?

Para demostrar la racionalidad de la fe en Dios, la teología ha desarrollado las llamadas pruebas de la existencia de Dios. Evidentemente, no se trata de pruebas como las que nos resultan familiares por las ciencias naturales o las matemáticas. Dios no es un hecho sensible que está abierto a una demostración general. Sin embargo, se puede invitar al hombre a que recorra el camino del discurso racional. No podríamos, por supuesto, hacernos la pregunta sobre Dios si nunca hubiéramos oído hablar de El, si su realidad no se hubiera hecho presente en nuestro interior, si no hubiéramos tenido la suerte de tener algún tipo de experiencia de Dios. Las pruebas de Dios, por lo tanto, no sustituyen la fe por un saber, sino que, a la inversa, invitan a la fe, fortalecen en la fe y dan razón de la fe. La primera forma, la más antigua, de las pruebas de Dios se basa en la realidad del mundo. El mundo está en constante movimiento y en cambio permanente. Ahora bien, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, además, reina en el mundo un orden total. ¿De dónde procede todo? ¿De dónde proviene en particular este orden? Se puede seguir preguntando continuamente. Una causa actúa sobre la otra; todo está condicionado por todo. Ahora bien, resulta claro que aquí no se puede proceder indefinidamente. En alguna parte tiene que haber una primera causa, un primer comienzo del movimiento y del cambio. Es posible remitirse a un átomo original y a una célula primera de la vida. Pero esto no basta. Porque ¿de dónde procede este principio y de dónde recibe esa inmensa energía para hacer salir de sí toda la evolución posterior? No se trata solamente, desde luego, de explicar cómo ha llegado a ser el mundo. Sobre esto puede decir muchas cosas la ciencia actual. De lo que se trata es de explicar también por qué hay algo en general. Si se remite aquí sólo a la materia original, nada se explica. Porque ¿se explica la materia original por sí misma? Esta, desde luego, está sometida al cambio y, por lo tanto, es sumamente imperfecta. El fundamento último, por el contrario, sólo puede ser algo que sea en sí perfecto y completo, que exista por sí mismo como la plenitud más pura del ser y de la vida. Pero es esto justamente lo que pensamos cuando hablamos de Dios. Sólo en Dios tiene la realidad del mundo su fundamento; sin El carecería de razón de ser y, en consecuencia, de sentido. Sin El, en definitiva, nada existiría. Ahora bien, como la realidad existe y como presenta un orden con sentido, tiene también sentido creer que Dios existe como fundamento del ser y del orden del mundo. La opción por Dios significa una opción contra el primado de la materia. El que cree en Dios afirma que el espíritu no aparece sólo al final de una larga evolución, sino que está ya en el comienzo, e incluso que el espíritu es el poder que todo lo hace, todo lo sostiene, todo lo determina y todo lo ordena según medida, número y peso. Por lo tanto, el que opta por Dios, opta por el sentido del mundo.

La segunda forma, más moderna, de las pruebas de Dios no se basa directamente en el mundo, sino en la realidad del hombre. El hombre es un ser totalmente finito, dependiente y amenazado por la naturaleza que le rodea, sujeto a la muerte. Sin embargo, en el hombre se da también algo incondicionado y absoluto. Por ejemplo, en la voz de la conciencia, que continuamente se hace escuchar en nuestro interior advirtiendo, reprendiendo, aprobando. Es cierto que muchas normas morales están condicionadas históricamente. Así pues, vivimos siempre en tensión entre nuestra propia finitud e imperfección, por una parte, y el deseo de lo infinito, absoluto y perfecto, por otra. Esta tensión es la causa del desasosiego, la inquietud y la insatisfacción que continuamente nos habita. ¿Es éste un deseo absurdo? ¿Tenemos que resignarnos y olvidarlo? En este caso tendríamos que hacer caso omiso del misterio de nuestro ser humano. Por lo tanto, si el hombre no puede ser, en definitiva, un ser absurdo y sin sentido, a nuestra esperanza en lo absoluto debe corresponderle la realidad de un absoluto; nuestras preguntas y búsquedas deben ser eco y reflejo de la llamada de Dios que se escucha en la conciencia del hombre. Sólo si Dios existe, el hombre no es un ser accesorio en un cosmos insensible a sus preguntas y necesidades. Pero si Dios existe, esto significa, en definitiva, que el mundo no se halla regido por leyes objetivas abstractas, ni por el azar ciego ni tampoco por un destino anónimo. La fe en Dios permite, e incluso exige, que nos aceptemos incondicionalmente a nosotros mismos y a todos los hombres, porque somos aceptados incondicionalmente. Posibilita una confianza fundamental en la realidad, sin la que nadie puede vivir, amar y trabajar. La fe en Dios no oprime la libertad humana; al contrario, fundamenta la convicción de su valor incondicionado y obliga al respeto incondicionado de cualquier hombre y a la acción por un orden de libertades justo entre los hombres.

V. La experiencia religiosa

1. Significado de experiencia

La percepción de los sentidos es la puerta imprescindible de todo conocimiento de Dios. Nuestro conocimiento de Dios está sometido a las mismas condiciones que cualquier otro conocimiento. Pero el hombre conoce por medio de la experiencia sensible.

Ahora bien, si nuestro conocimiento de Dios se da en la experiencia y desde la experiencia, eso no significa que Dios se limite a la experiencia. Dios siempre es mayor y desborda todo lo que de él podemos decir o imaginar. Cuando se trata de Dios toda experiencia y todo lenguaje es, por definición, insuficiente, inadecuado y, por tanto, orientativo, tendencial, referencial, intencional. La experiencia, es medio y camino. Camino necesario, pero sólo camino.

Experimentar es probar y descubrir las cosas, con lo que se consigue un conocimiento de ellas y la pericia sobre ellas. Experiencia es conciencia de realidad, impresión de realidad, acceso a la realidad, debido a una relación personal con algo o alguien, puesto que se ha pasado por algo/alguien, se ha vivido, sentido, hecho...

En la experiencia aparecen, pues, dos aspectos: las cosas y el sujeto que las prueba. En la experiencia el sujeto queda afectado por la realidad. Aparece así insinuado el indispensable papel que juega el sujeto en la experiencia. Y aparece también el primer problema: las condiciones del sujeto pueden perturbar el proceso de objetivación. Lo real se nos presenta de distinta forma según sea nuestra relación con ello. Lo que significa, aplicado a una posible experiencia de Dios, que todo posible encuentro con Dios está siempre condicionado por la atención y la sensibilidad del hombre.

La experiencia está condicionada por la posición que se toma ante las cosas, y por consiguiente por la concepción que se tiene de la realidad.

2. Primera aproximaciÓn al significado de experiencia religiosa (ER)

Con esta expresión nos referimos a un aspecto de la relación que se produce en toda religión. Todo fenómeno religioso, en efecto, contiene la puesta en relación de una persona o un grupo de personas con una realidad a la que consideran superior. ER se refiere a esa relación en cuanto vivida por ese sujeto y pasada por las múltiples facetas de su psiquismo. ER designa, pues, la vivencia por el sujeto religioso de su relación con el mundo de lo sobrehumano.

Pero "experiencia" significa, hoy, una forma de conocimiento que se caracteriza por construir la captación inmediata de una realidad externa o interna al sujeto. "Experiencia" comporta como elementos más importantes: el ser un conocimiento inmediato -teniendo en cuenta que la inmediatez absoluta es imposible para el hombre ya que su contacto experiencial con la realidad está mediado por la cultura, la sociedad, y sobre todo el lenguaje- en oposición al que tenemos por las noticias de otro; el ser un conocimiento obtenido por contacto vivido con la realidad, en oposición al que obtenemos del análisis de un concepto: así, se conoce por experiencia el amor cuando se ha vivido la realidad a la que esa palabra se refiere en oposición al conocimiento obtenido en la vida y por la vida.

En esos momentos y situaciones el sujeto entra en contacto con nuevas dimensiones de la realidad que expresa en términos de profundidad o totalidad; asiste a una ampliación maravillosa de las fronteras de su conocimiento; trasciende la forma de conocimiento ordinario en términos de sujeto-objeto; se siente de alguna manera inundado por la realidad que se presenta y hasta misteriosamente identificado con ella; y padece una intensa conmoción afectiva que origina sentimientos de paz, gozo, sobrecogimiento, terror y maravillamiento.

La psicología de orientación humanista ha identificado ese tipo de experiencia y contribuido notablemente a su análisis con la categoría de peak-experiences o "experiencias cumbre" (Maslow). Tales experiencias se producen en contacto con diferentes realidades del mundo; la naturaleza en sus manifestaciones más enormes, impresionantes o hermosas, el orden de lo que los filósofos existenciales denominan situaciones límite; el contacto con los valores que produce la experiencia ética; la relación interpersonal en sus momentos privilegiados de amor intenso, de diálogo y comunicación con la verdad.

En estas experiencias el sujeto tiene conciencia de no disponer él de la iniciativa del acto. Percibe que la realidad que se le hace presente se le impone sin que él pueda hacer nada por resistirse a su irrupción. En esa "imposición" encuentra el sujeto la razón más importante de la certeza y ella le hace vivir su experiencia en términos de respuesta.

VI. La revelación de Dios y la respuesta de la fe

1. La revelación, camino de Dios al hombre

Dios se revela desde el origen del mundo por medio de la creación, y especialmente a través de la conciencia moral del hombre y de su orientación en la historia. Existe, pues, una historia universal de la revelación de Dios. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Por eso el Concilio Vaticano II enseña:

"Ya desde la Antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre... La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" (NA 2).

Sin embargo, Dios no quiere revelarse a los hombres sólo de modo individual, independientemente de toda alianza recíproca, sino al hombre como ser social e histórico. Quiere reunir a los hombres en un pueblo y hacer de éste la luz de todos los pueblos. De esta manera, además de la historia universal de Dios con los hombres, hay una historia especial de la revelación de Dios. En ella, en tiempos y lugares concretos, Dios se da a conocer de un modo especial a determinados hombres. Esta historia no se dirige sólo a diferentes individuos privadamente considerados, sino que conlleva la misión de anunciar la palabra de Dios y predicarla públicamente a todos los hombres.

2. La revelación en el Antiguo Testamento

La afirmación de una intervención de Dios en la historia, debida únicamente a su decisión libre, caracteriza la religión del Antiguo Testamento. Esta intervención se concibe como encuentro de una persona con otra: de alguien que habla con alguien que escucha y responde. Dios se dirige al hombre, como un dueño a su servidor, y le interpela. Y el hombre, que escucha a Dios, responde por la fe y la obediencia. Llamamos revelación al hecho y al contenido de esta comunicación.

Dios no habla a la masa, sino que escoge primeramente un pueblo, y, dentro de él, intermediarios que transmitirán su palabra y en su nombre pedirán una respuesta.

La Palabra de Dios, en el Antiguo Testamento, dirige e inspira una historia que comienza por la palabra de Dios pronunciada en la creación y que termina con la palabra hecha carne. Trazar la historia de la palabra de Dios, es pues, bosquejar al mismo tiempo la historia de la revelación.

Dejada a un lado la revelación primitiva, que nos relatan los primeros capítulos del Génesis, la revelación histórica (para distinguirla de la revelación cósmica) comienza con Abrahán, Moisés y los profetas. La palabra adquiere entonces plena inteligibilidad. Dios se dirige al hombre, le interpela, le asocia a su designio, le habla. La revelación se hace misterio de encuentro personal del Dios viviente con el hombre. La ley y la palabra profética son las formas privilegiadas de esta revelación.

El campo de acción de la palabra profética es la historia. La palabra profética es creadora e intérprete de la historia. En efecto, la revelación de Dios ha llegado al pueblo hebreo por la experiencia de la acción divina en favor suyo. Por ello, la religión bíblica es esencialmente creencia en los hechos divinos, en las intervenciones de Dios en la trama de la historia humana.

La acción de Dios, que hace de la historia una obra de salvación o reprobación, es en un doble sentido obra de la palabra: es la palabra de Yahvé la que suscita y dirige los acontecimientos, y es también la palabra de Yahvé la que interpreta su sentido. Por su palabra, precede Dios al acontecimiento, lo anuncia, porque él, que es el principio y el fin, sabe lo que sucederá al fin.

La palabra profética anuncia la historia y la suscita, pero además la interpreta. El profeta está metido, inmerso en la historia de su tiempo, y en la actualidad de esta historia Dios le revela su voluntad y su designio de salvación. El Dios del Antiguo Testamento es un Dios que interviene, y el profeta es el hombre que contempla sus venidas, comprende su alcance salvífico y lo proclama. El profeta percibe el sentido divino de los acontecimientos y lo notifica a los hombres de su tiempo. Interpreta la historia desde el punto de vista de Dios.

La revelación es esencialmente interpersonal. Más que manifestación de algo, es la manifestación de alguien a alguien. Yahvé es a la vez sujeto y objeto de la revelación, Dios que se revela y Dios revelado, Dios que se da a conocer y Dios conocido. Yahvé, el Dios viviente entra en relación interpersonal con el hombre.

La palabra de Dios introduce al hombre en una comunión con Dios con vistas a la salvación del hombre.

La revelación bíblica nace de la iniciativa divina. No es el hombre quien descubre a Dios. Antes bien, es Yahvé quien se manifiesta cuando quiere, a quien quiere y porque quiere. Yahvé es libertad absoluta. Él ha sido el primero en elegir, prometer, sellar una alianza.

También se manifiesta la libertad de Dios en la variedad de medios por él escogidos para revelarse: vía de la naturaleza, de la existencia humana y de la historia; variedad de personalidades elegidas (sacerdotes, sabios y profetas, reyes y aristócratas o campesinos y pastores); diversidad de modos de comunicación (teofanías, sueños, consultas, visiones, éxtasis, enajenamientos, etc.); diversidad de modos de expresión o géneros literarios (oráculos, exhortaciones, autobiografías, descripciones, himnos, reflexión sapiencial, etc.).

Dios revela y se revela por medio de su palabra. Esta primacía del oír sobre el ver constituye uno de los caracteres esenciales de la revelación bíblica.

Por la revelación, el hombre se halla ante la palabra que exige fe y cumplimiento. Desde entonces, el pecado consiste en no querer oír, en no responder a las llamadas del Señor, en endurecerse en la resistencia de la palabra.

La suerte del hombre está vinculada a la opción que hace por o contra la palabra. Pero la finalidad de la revelación es la vida y la salvación del hombre, su comunión con Dios.

El tiempo bíblico, pues, no es cíclico, sino lineal: algo nuevo se realiza en la historia, bajo la dirección de Dios. La historia tiende hacia la plenitud de los tiempos, que es el cumplimiento del designio de Dios en Cristo y por Cristo.

3. Revelación y creación

Al lado de este conocimiento del Dios creador partiendo del Dios de la historia y de la fe, el magisterio de la Iglesia, apoyándose igualmente en la Escritura, habla también de una manifestación de Dios y de un conocimiento auténtico de Dios, prescindiendo de toda revelación positiva.

El Concilio Vaticano I distingue dos tipos de manifestación divina y, consiguientemente, dos vías de acceso al conocimiento de Dios: por vía natural y la revelación de Dios por vía sobrenatural.

El conocimiento de Dios por el medio objetivo de las criaturas y de la razón es una cierta revelación o manifestación de Dios, pero por vía natural.

El texto del concilio se opone a dos errores: al tradicionalismo, para quien el único medio de conocer a Dios es una enseñanza positiva recibida por revelación y transmitida por tradición; y el agnosticismo que afirma que la razón es incapaz de llegar a un conocimiento cierto de Dios.

El conocimiento de Dios por el mundo creado es ya, en cierto sentido, revelación, porque es un don de Dios y una manifestación de Dios que obliga al hombre a un obsequio religioso.

Por la creación nuestro espíritu se eleva hacia Dios; y sin embargo, es más bien Dios el que por la creación baja hasta nosotros. La iniciativa de esta manifestación viene de Dios.

La revelación natural está inscrita en el orden de las cosas, porque existe por el mero hecho de la creación. Su punto de partida son la criaturas; su luz, la razón. Por ella se conoce a Dios como autor del mundo, en su relación causal. Se le conoce en lo creado, por lo creado, como fundamento de lo creado. Por ella se descubre su voluntad, no como manifestada, sino como implicada en el orden establecido. Es verdad que descubre al Dios presente y personal, pero le escapa el misterio de su persona. Por ella llegamos hasta el umbral del misterio, pero no entramos en él. La revelación sobrenatural, por el contrario, tiene por principio el acercamiento clemente y gratuito de Dios y autor del orden sobrenatural. Su inmediato fin es la fe que tiende al encuentro, a la visión del Dios vivo. Su luz es la luz profética o la luz de fe. Su objeto son los misterios de la vida íntima de Dios. Esta revelación inaugura un diálogo, una amistad, una comunión, una participación de bienes entre Dios y su criatura.

El hombre que contempla la creación, no se siente interpelado; no debe responder a una llamada; sólo tiene que descifrar un objeto colocado ante él. La creación nos lleva a Dios como a su causa, manifiesta su presencia y sus perfecciones. Habla de Dios, pero Dios no habla, no dialoga, es como una persona presente, pero callada. Por ello el encuentro del hombre con el universo no termina en un asentimiento de fe, sino en una actitud existencial: la del obsequio y la de la adoración.

En la revelación sobrenatural, por el contrario, Dios interviene como persona en un punto y lugar determinado de la historia y del espacio; inicia con el hombre un diálogo de amistad, le descubre el misterio de su vida íntima y el de su designio salvífico, le invita a una comunión personal de vida y bienes. El hombre, directamente interpelado por Dios, responde libremente por la fe a la llamada personal de Dios y hace alianza con él. La revelación natural no tiene carácter de palabra y de testimonio. Por eso se llama revelación impropiamente dicha. Se trata pues, de dos formas de manifestación y de dos órdenes de conocimiento.

4. Historia y revelación

Hoy día se afirma generalmente que los hebreos fueron los primeros en oponer una concepción lineal del tiempo a una concepción cíclica del mismo; fueron los primeros en dar a la historia valor de manifestación de Dios.

Para Israel el tiempo es lineal: tiene un principio y un fin. La salvación se realiza en la historia temporal: está vinculada a una sucesión de acontecimientos que se desarrollan según un designio divino y que se dirigen hacia una hecho único, la muerte y resurrección de Cristo. Israel vive en la naturaleza, pero su atención está centrada en la historia. Lo importante no es tanto el ciclo anual en el que todo re-comienza, cuanto lo que Dios hace, hizo y hará según sus promesas. Promesa y realización constituyen el dinamismo del tiempo que tiene una triple dimensión. El presente inicia el futuro anunciado y prometido en el pasado. Las fiestas anuales, más que actos del drama cíclico de la naturaleza, son la memoria de los hechos salvíficos de Dios.

Israel rompió con la concepción cíclica del tiempo, porque encontró a Dios en la historia. Israel confiesa que Dios intervino en su historia, que este encuentro tuvo lugar un día y que cambió por completo su existencia. Su Dios no está inmerso en la naturaleza: es una persona viva, soberanamente libre, que interviene donde interviene la libertad, en los acontecimientos. La revelación del Antiguo Testamento no tiene lugar en el tiempo mítico, "en el instante extra-temporal del comienzo", sino en la duración histórica. La historia es pues, el lugar de la revelación. El judaísmo, el cristianismo y el Islam son las únicas religiones que reivindican una revelación basada en la historia. La esencia de la fe de Israel en Dios está en su concepción del Dios vivo que se revela en la historia.

Si Dios ha intervenido en momentos determinados, podemos describir una historia de la revelación, es decir una historia de las sucesivas intervenciones de Dios.

Dios realiza el hecho y manifiesta a la par su significación; interviene en la historia y dice a la vez el sentido de su intervención; Dios obra y comenta su acción.

Hay que distinguir, pues, por una parte, el acontecimiento histórico y por la otra, el acontecimiento de la palabra que acompaña al acontecimiento histórico; notemos también que el acontecimiento de la palabra consagra al acontecimiento histórico como acontecimiento revelador y lo propone a la fe como acontecimiento de salvación atestiguado por Dios.

En su totalidad, el proceso revelador consta, pues, de los elementos siguientes: a) acontecimiento histórico; b) revelación interior que da al profeta la inteligencia del acontecimiento, o al menos reflexión del profeta dirigida e iluminada por Dios; c) palabra del profeta que presenta el acontecimiento y su significado como objetos del testimonio divino.

La revelación no se nos da como un sistema de proposiciones abstractas acerca de Dios, sino que va incorporada a los acontecimientos de la historia. Conocemos a Dios, sus atributos, su designio, pero a través de los acontecimientos de la historia.

También el progreso de la revelación está vinculado a la historia. El conocimiento de Dios se profundiza, se purifica, pero siempre a través de la historia.

La revelación se lleva a cabo en Israel, pero debe extenderse a las naciones; se concentra en Jesucristo, pero en orden a su universalización.

Es claro que una revelación, dada en y por la historia, no puede escapar a las vicisitudes del devenir histórico, pero también se han de considerar las condiciones particularísimas de esa revelación: su preparación (elección), su progreso (profetismo), su comunicación definitiva (Cristo, Dios encarnado), su transmisión (inspiración) y su conservación (Iglesia). Lo específico de la revelación cristiana nos impide confundirla con las doctrinas humanas.

5. La fe, camino del hombre a Dios

El Concilio Vaticano II describe en resumen la fe de la siguiente manera:

"En la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela" (DV 5).

De esta afirmación se siguen los siguientes puntos:

1) La fe es la respuesta del hombre a la revelación que Dios ha hecho de sí mismo. No es un sentimiento vago, sin contenido. Tiene un contenido. Pero este contenido es, en el fondo, sólo uno: Dios mismo, tal como se ha revelado al hacerse presente en la historia de los hombres.

2) La respuesta de la fe sólo es posible porque Dios se adelanta al hombre y hace resplandecer en él la luz de su verdad; porque lo hace ver y le ilumina los "ojos del corazón". Por lo tanto, la fe es un don de la gracia iluminante de Dios. No son razones externas quien tiene que convencer al hombre y hacer que su verdad le ilumine.

3) A pesar de lo anterior, la fe es un acto libre y responsable del hombre. No se realiza sólo con el entendimiento, ni sólo con la voluntad o el sentimiento. La fe abarca al hombre entero con todas sus preguntas, esperanzas y desengaños. De ahí que la respuesta tenga que darse con toda la existencia y con toda la vida. Según San Agustín, el acto de fe consta de tres elementos: el asentimiento del entendimiento: creo que Dios existe y que se ha revelado a nosotros; el asentimiento de la voluntad: creo a Dios, es decir, me fío de El, me abandono enteramente a El; de estos dos se siguen: creo en Dios, es decir, estoy en camino hacia El y con El.

4) Como la fe es enteramente obra de Dios y también enteramente obra del hombre, en la fe se realiza la historia de Dios con los hombres aquí y hoy. Así, la fe en definitiva es encuentro, comunicación y amistad con Dios. Pero esto significa la plenitud de sentido de la vida humana, la salvación del hombre entero. Por lo tanto, el que cree está en el camino de la salvación.

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Enviado por:Daniel Diaz
Idioma: castellano
País: España

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