Historia


Caciquismo


Caciquismo

Las palabras «cacique» y «caciquismo» parecen haberse aplicado desde época muy temprana para designar el dominio ejercido por las oligarquías locales sobre sus convecinos. Que estas oligarquías influyeran en el desarrollo del mecanismo electoral era la consecuencia lógica de tratar de imponer una superestructura política nueva a una sociedad que no se había transformado en lo esencial. El control ejercido por los caciques sobre los votantes (o sobre las votaciones, que en ocasiones se fraguaban sin preocuparse por los votantes) llegó a tal perfección que hizo posible montar en España el sistema de partidos turnantes de la Restauración, fingir las apariencias de una democracia parlamentaria que no era más que «paisajes de papel pintado» y llegar a implantar el sufragio universal, en 1890, sin perder los resortes que permitían fabricar los resultados de las elecciones desde el ministerio de Gobernación.

El sistema empezó a perder eficacia a medida que determinadas zonas (en especial las ciudades) se desarrollaban económicamente, rompían sus viejas estructuras sociales y cobraban conciencia política. Así sucedió en Barcelona a partir de 1901, con la toma de conciencia de la burguesía industrial, o en Asturias, feudo tradicional de la familia Pidal, en donde los mineros y el proletariado industrial consiguieron enviar a las cortes a una serie de diputados socialistas. El período de inmovilidad de la dictadura de Primo de Rivera fue fatal para el mecanismo caciquil, que acabó enmoheciéndose y se hundió estrepitosamente en las elecciones de abril de 1931, mostrándose incapaz de controlar ya ninguna gran ciudad española.

La estructura de la maquinaria caciquil era bastante sencilla: en la cima se hallaban los «oligarcas» de Madrid, los jefes de facción parlamentaria y sus lugartenientes; grupos que fingían ser partidos políticos, pero que no eran más que asociaciones de intereses, y en ocasiones poco más que grupos familiares (en las cortes de 1912, once familias reunían 56 diputados, un 15% del total, sin contar a sus amigos y allegados). Se dirigía desde el ministerio de Gobernación y por conducto de los gobernadores civiles, que servían de elemento de relación entre Madrid y los caciques «de mayor y menor cuantía, locales, cantonales, provinciales y regionales».

El cacique propiamente dicho solía contentarse con cargos municipales o provinciales, desde los cuales mantenía el control directo de su cacicazgo, gracias al apoyo incondicional de las autoridades, la fuerza pública y el poder judicial, que eran la contrapartida que el gobierno le ofrecía por su sumisión electoral. Los cacicazgos podían estar enfeudados a un prohombre político (generalmente un gran propietario de la región) o estar a libre disposición del gobierno, que determinaba mediante el «encasillado» los puestos que debían recaer en los candidatos de su grupo y los que debían cederse a la oposición, cuyos derechos eran caballerescamente respetados. Normalmente las elecciones se desarrollaban sin violencias, ya que los votantes rurales se prestaban a seguir las instrucciones del cacique: así, en las elecciones de 1907, mientras en Madrid el porcentaje de votantes resultaba inferior al 40%, en el distrito de Illescas ascendía a más del 90%, lo que permitía al duque de Alba salir triunfante por 10.382 votos a favor y cuatro en contra. Sólo si la persuasión se mostraba insuficiente se recurría a la fuerza (intimidación o encarcelamiento de los votantes disconformes), al fraude (falsificación de actas, votación masiva de los muertos) o a la compra de votos. Sin embargo, por regla general bastaba con el temor a hacer frente al cacique, quien tenía a su favor al gobernador, a la guardia civil y a los jueces, y podía castigar duramente a los disidentes.

La naturaleza meramente superestructural del sistema hizo posible que los mismos hombres que lo empleaban se desahogaran cómodamente contra él, haciendo hermosas frases de moral política, que les permitían eludir el análisis de los problemas económicos y sociales de base. En época tardía, ya en plena dictadura, Romanones confesaba que «el caciquismo es el resultado de la estructura social antes que de la política» y sugería que en él tenía una influencia decisiva «el régimen de la propiedad», lo que le constaba por propia experiencia, ya que su dominio político sobre Guadalajara se basaba en sus grandes propiedades en aquella provincia. Más lúcido aún, Sánchez de Toca señalaba en 1911 que las fuerzas operantes de auténtica importancia debían buscarse en las alturas, en los grupos económicos que influían directamente sobre los gobiernos, aunque lo que impresionase más la imaginación popular fuera la oligarquía caciquil «que los enfeuda sobre todas las cosas de su vida cotidiana, disponiendo de juzgados, audiencias, gobernadores civiles, diputaciones provinciales, alcaldías y reales órdenes de la administración central como de instrumento suyo».

El cacique se convirtió en una especie de chivo expiatorio de la sociedad y la política españolas, y las diatribas contra el caciquismo (sólo unas pocas voces trataron de defenderlo, diciendo que no falseaba la opinión, sino que la fingía allí en donde no existía) vinieron a encubrir hechos y realidades muy diversos. El verdadero estudio del caciquismo ha de hacerse dentro de un estudio general de la economía, la sociedad y la política españolas; considerándolo como su consecuencia y no como causa determinante.

Alcalá Zamora, Niceto

(Priego de Córdoba 1877-Buenos Aires, Argentina, 1949) Abogado y político español. A los 22 años era oficial letrado del Consejo de estado y desde su juventud militó en el Partido liberal monárquico. Diputado en 1905, en 1917 fue ministro de Fomento del gobierno de García Prieto y cinco años después ministro de la Guerra en el gabinete de concentración liberal encabezado por el mismo presidente. Si bien acogió con cierto beneplácito la llegada de la dictadura de Miguel Primo de Rivera, luego se enfrentó a ella y en abril de 1930 declaró su fe republicana en un discurso pronunciado en Valencia que atrajo hacia las filas del nuevo régimen la adhesión de amplias masas burguesas y conservadoras. Asimismo, participó en la reunión que dio pie al pacto de San Sebastián y presidió el comité revolucionario que, tras las elecciones celebradas en abril de 1931, se hizo cargo del poder a la caída de la monarquía. Sin embargo, su acérrima oposición a los artículos insertos en el proyectado texto constitucional relativos a las relaciones del estado con la Iglesia determinó su salida del gobierno en noviembre de ese mismo año, decisión en la que le secundó Miguel Maura. Un mes después, con la intención de apartarlo de su anunciada campaña revisionista, fue elevado a la presidencia de la república, pero no supo obrar con la necesaria independencia de criterio que exigía el cargo y, en medio del caos reinante, se enfrentó primero a la izquierda y más tarde a la derecha y remató su política intransigente con la disolución anticonstitucional de las segundas cortes republicanas. Finalmente, el triunfo electoral del Frente popular supuso un fracaso en la estructuración de un grupo «neutralista» en el que había puesto todas las esperanzas de su futuro político. Una vez reunidas las nuevas cortes, éstas decidieron la destitución de Alcalá Zamora por haber rebasado el número de disoluciones contemplado en la constitución para un solo mandato presidencial. Emigró a Argentina y allí escribió varios libros.

Maura, Antonio

(Palma de Mallorca 1853-Torrelodones 1925) Político español. Hijo de una modesta familia de comerciantes de Palma, se trasladó a Madrid (1868) para cursar estudios de derecho. Se inició en la vida política bajo la protección de su cuñado Guzmán Gamazo, una de las principales figuras del Partido liberal, y en 1881 fue elegido diputado por Palma. Desde este momento, aparte de consolidar su prestigio como abogado, participó activamente en las luchas políticas.

Vicepresidente del congreso en 1886, se forjó como orador y expuso las directrices básicas de su futura actuación durante la etapa del gobierno liberal que acabó en 1890. Siempre unido a Gamazo en sus maniobras de enfrentamiento y aproximación respecto a Sagasta, en 1892 fue encargado de la cartera de Ultramar. Presentó un proyecto de autonomía de Cuba y Puerto Rico, para asimilar y desarmar al creciente movimiento secesionista, pero chocó con la oposición de los conservadores y de un amplio sector de los liberales y, al no prosperar, dimitió.

De nuevo, en 1895, participó en el gabinete de Sagasta como ministro de Gracia y Justicia, pero la rápida caída del gabinete le impidió impulsar sus reformas. Ante la crisis del 98, adoptó una actitud de crítica y censura contra las prácticas políticas de la Restauración y elaboró un programa reformista, en el que consiguió incorporar buena parte de las propuestas del regeneracionismo. Predicó una moralización radical y una honestidad política que dieran vitalidad a las corrompidas estructuras de la administración y que convirtieran en realidad la ficción de un estado liberal. Confiaba en que todas estas reformas podían realizarse mediante una amplia labor legislativa realizada por un gobierno que supiera mantener enérgicamente el principio de autoridad. Mostraba asimismo la urgencia de esta política reformista, que formuló como "revolución desde arriba", si se quería evitar el desencadenamiento de un proceso revolucionario.

A pesar de los elementos utópicos y contradictorios, este programa, en el que sobrevaloraba la capacidad transformadora de reformas estrictamente jurídicas, fue eficaz instrumento de movilización de los grupos conservadores, y Maura se convirtió en una figura capital de la vida política del país durante la primera década del siglo XX. Escindido el grupo gamacista del Partido liberal y fallecido poco después Gamazo, Maura se erigió en jefe de este grupo.

Tras el acuerdo con Francisco Silvela, se incorporó con sus partidarios en el Partido conservador (1902) y formó parte del gabinete presidido por aquél como ministro de Gobernación. Encargado de dirigir las elecciones de 1903, la suspensión de las sesiones de cortes, las formas autoritarias con que quiso terminar con las bases locales del caciquismo, sustituyéndolo por otro de signo maurista, y la brutal represión de las agitaciones estudiantiles desencadenaron una violenta oposición en contra de Maura. A pesar de los esfuerzos realizados para garantizar la sinceridad electoral, de hecho se fabricó la acostumbrada mayoría del partido gobernante, aunque en las principales ciudades triunfaron las candidaturas republicanas.

A fines de 1903, al dimitir Silvela como jefe del gobierno y del Partido conservador, Maura fue aclamado como líder del partido y, poco después, era encargado de formar gobierno. Intentó iniciar su programa reformista, pero las intromisiones de Alfonso XIII en las cuestiones de gobierno lo enfrentaron con el monarca y dimitió a fines de 1904. Llamado de nuevo en 1907, durante su larga permanencia en el poder, conocido como "gobierno largo", llevó a cabo una amplia reforma legislativa (ley electoral, ley de comunicaciones marítimas, ley de huelgas, ley de colonización interior, etc.) en la que destaca el proyecto de reforma de administración local, una de cuyas consecuencias fue provocar la ruptura de Solidaridad catalana. Creó una serie de instituciones de asistencia social, fomentó las relaciones internacionales en vistas de garantizar la penetración española en Marruecos, pero todo ello no hizo más que poner en evidencia los límites de estas reformas al no enfrentarse con los cambios estructurales.

En las elecciones de 1907, para garantizar una amplia mayoría, no dudó en utilizar las tradicionales formas corrompidas, y el autoritarismo empleado en numerosas acciones de gobierno desencadenó un amplio malestar que afloró a la superficie con motivo de la aprobación de la ley del terrorismo. La brutalidad y dureza con que castigó a los supuestos responsables de la Semana trágica barcelonesa (julio 1909) provocó una violenta reacción nacional e internacional contra Maura, que le obligó a dimitir (octubre) y significó su ruina definitiva como político (campaña del "¡Maura, no!").

Ante el reto de la izquierda, se vio apartado sistemáticamente del poder y se produjo el fraccionamiento del Partido conservador. Sólo una pequeña minoría aceptó de forma incondicional su jefatura, pero ante la insuficiencia de aquella batalla como instrumento del gobierno, se retiró de la política activa. A pesar de ello, en 1918 presidió un gobierno de concentración nacional y, al año siguiente, un gabinete conservador; todavía en 1921, ostentó la presidencia del gobierno, pero su gestión, de escasos resultados y sin la convicción y energía de sus primeras etapas de gobierno, se vio envuelta en la crisis total del sistema que a comienzos del siglo había intentado regenerar (Real academia española, 1902).

República española, segunda

Régimen político instaurado en España el 14 de abril de 1931, tras el derrocamiento de Alfonso XIII, y sustituido, después de la guerra civil de 1936-1939, por el régimen del general Franco.

El fracaso político de la dictadura de Primo de Rivera debilitó enormemente la posición del rey. En 1930, pese a los intentos del general Berenguer de volver a la normalidad constitucional y salvar la monarquía, amplios sectores conservadores perdieron su confianza en el régimen monárquico como dique eficaz de una revolución social. Distintas personalidades republicanas, nacionalistas y antiguos políticos de la monarquía firmaron el pacto de San Sebastián (agosto 1930), y, apoyados por la UGT y algunos militares, prepararon una insurrección republicana para el 15 de diciembre del mismo año; ésta fracasó, tras ser reprimida la sublevación de Galán y García Hernández en Jaca (13 diciembre) y pese a la de Cuatro Vientos, al no producirse la efectiva participación de las organizaciones obreras. El comité revolucionario fue encarcelado, y Galán y García Hernández fueron fusilados.

Sin embargo, las elecciones municipales de 12 de abril de 1931 dieron el triunfo, en la casi totalidad de las capitales de provincia, al bloque republicano-socialista. El día 14, Alfonso XIII, al ser acatada por Sanjurjo la autoridad del comité revolucionario, salió del país. Inmediatamente, sin derramamiento de sangre, se produjo la transmisión de poderes.

El nuevo gobierno, presidido por Niceto Alcalá Zamora y compuesto por radicales (Lerroux y Martínez Barrio), radicalsocialistas (Domingo y Albornoz), socialistas (Prieto, Largo Caballero, De los Ríos), más el catalanista Nicolau d'Olwer, el galleguista Casares Quiroga, Manuel Azaña y Miguel Maura, estableció el estatuto provisional de la república (15 abril), por el que se cumplimentaban los acuerdos de San Sebastián (cuestión de responsabilidades, libertad de creencias y cultos, ampliación de derechos individuales, respeto a la propiedad privada), y convocó a cortes constituyentes (3 junio).

El hundimiento de la monarquía había dejado al descubierto los principales problemas de una inexistente revolución burguesa; la caída de Alfonso XIII pareció sancionar el fracaso de una burguesía industrial que, sin haber conseguido un nuevo estado ni su reforma agraria, había pactado con la monarquía y enlazado con la gran propiedad. Las principales fuerzas políticas de las nuevas cortes constituyentes, elegidas el 14 de julio, fueron los republicanos de izquierda y radicales, alas izquierda y derecha de una amplia pequeña burguesía, y los socialistas, en representación de un gran sector de la clase obrera.

En líneas generales, su actividad se encaminó a la liquidación de los obstáculos institucionales que impedían, según ellos, el desarrollo de una sociedad progresiva y democrática; junto a la resolución de los problemas nacionales catalán y vasco, había de limitarse el poder de la Iglesia, del ejército y del latifundismo. Se aprobó una nueva constitución (9 diciembre 1931), que daba un gran poder a las cortes, única cámara; respetaba la propiedad privada, si bien ésta podía ser objeto de expropiación por razones de utilidad social, y atacaba el poder de la Iglesia (artículo 26); esto último provocó la primera crisis gubernamental, pues Alcalá Zamora y Maura, católicos, dimitieron, y Azaña pasó a presidir el gobierno (octubre 1931).

La acción reformista se intentó completar mediante una serie de decretos gubernamentales y leyes complementarias: Azaña impuso una reforma técnica del ejército encaminada a reducir el gran número de sus oficiales y jefes (1931-1932); después de implantar el divorcio, secularizar los cementerios y disolver la Compañía de Jesús (enero 1932), se intentó la total sustitución de la enseñanza religiosa por la laica, se llevó a cabo un amplio programa de instrucción pública (a principios de 1933 se habían construido unas 10.000 escuelas) y, finalmente, se prohibió a las órdenes religiosas dedicarse al comercio, la industria y la enseñanza (ley de congregaciones, mayo 1933); el estatuto de autonomía catalán (setiembre 1932) y la ley de reforma agraria (julio- setiembre 1932) fueron aprobados. Todo ello provocó la fuerte oposición de las derechas del país, en especial de determinadas jerarquías de la Iglesia, como el cardenal Segura, y de gran parte del ejército (sublevación de Sanjurjo, agosto 1932).

Por otra parte, a pesar de los esfuerzos de Largo Caballero, desde el ministerio del Trabajo, en pro de una legislación social (leyes de términos municipales, sobre los contratos de trabajo, de jurados mixtos, etc.), el nuevo régimen no consiguió atraerse a la totalidad de la clase obrera, ganada cada vez más por anarquistas y sindicalistas. Éstos, desde un primer momento, habían roto con la república y mantuvieron una constante agitación (huelga de la Telefónica, julio 1931; sucesos de Sevilla, julio 1931; levantamiento del Alto Llobregat, enero 1932), que el gobierno intentó reprimir apoyado en la recién creada guardia de asalto (mayo-octubre 1931) y en las leyes de defensa de la república (octubre 1931) y de orden público (julio 1932). Además, la reforma agraria sólo fue, en realidad, una promesa destinada a contener una revolución campesina, incluso de los pequeños arrendatarios (en Cataluña, los rabassaires): los enfrentamientos entre la guardia civil y los campesinos probres fueron graves (Castilblanco y Arnedo, enero 1932; Casas Viejas, enero 1933).

Por su parte, la política económica del régimen, si bien consigió mantener un presupuesto equilibrado y detener la deflación mediante la puesta en marcha de un amplio programa de obras públicas, no pudo impedir la existencia de gran número de parados. En realidad, pese a la legislación ferroviaria, la ley bancaria y la evaluación del impuesto sobre la renta, el poder económico del capitalismo español quedó intacto y el régimen, sin haber conseguido atraerse ni a la burguesía ni a los obreros y campesinos, sufrió en 1933 derrota tras derrota (elecciones municipales de abril; elección para el tribunal de garantías constitucionales, setiembre).

Azaña tuvo que dimitir, y Alcalá Zamora, primer presidente de la república, elegido tras la aprobación de la constitución (diciembre 1931), encargó a Martínez Barrio la formación de nuevo gobierno (octubre 1933), que disolvió las cortes y convocó nuevas elecciones. Éstas (19 noviembre-3 diciembre) significaron un cambio fundamental, que determinó el triunfo del ala derecha de la pequeña burguesía y una influencia predominante de las clases conservadoras.

Diversos factores estuvieron implicados en su triunfo, especialmente la reagrupación de las derechas en un bloque unido: la CEDA formó coalición con los agrarios, los monárquicos alfonsinos (Renovación española) y los tradicionalistas, y en algunos distritos electorales se unió con los radicales y republicanos conservadores. La ruptura de la coalición republicano-socialista y la abstención de los anarcosindicalistas implicaron la débil posición de las izquierdas en las mismas cortes; los radicales fueron los más beneficiados, y alcanzaron un predominio extraordinario al explotar el descontento de la clase media urbana.

Se formaron gobiernos radicales (Lerroux, 16 diciembre 1933; Samper, 28 abril 1934), con el apoyo condicionado de la CEDA; estos gabinetes intentaron la destrucción de algunas realizaciones del bienio anterior, especialmente en el aspecto social y religioso; amnistía de los sublevados del 10 de agosto de 1932, restitución de los bienes expropiados a la aristocracia, restauración, aunque parcial, de los haberes al clero y devolución de las propiedades confiscadas a las órdenes religiosas; en cuanto a la administración municipal y provincial, la política de rectificación llevó a la sustitución de los funcionarios republicanos de izquierdas por hombres afectos a la nueva política, fundamentalmente radicales; se dio un nuevo sentido a los jurados mixtos, cuyos presidentes fueron sustituidos por hombres favorables a los patronos (reducción de los salarios, elevación de las rentas de la tierra, derogación de la ley de términos municipales). Ello supuso para los radicales la escisión encabezada por Martínez Barrio, por su desacuerdo con la política llevada por su propio partido en el poder (formación de Unión republicana).

La posición del gobierno cambió en cuanto al problema autonómico de las regiones; en Cataluña se suscitó el conflicto con la ley de contratos de cultivo, aprobada por la Generalidad (con la que había triunfado Esquerra republicana en las elecciones de enero 1934) y declarada anticonstitucional por el tribunal de garantías constitucionales; del mismo modo, en el País Vasco se prohibieron las elecciones de representantes municipales, con la finalidad de establecer el concierto económico con el gobierno.

La reacción de campesinos y obreros surgió ante la nueva situación (huelga convocada por la Federación nacional de los trabajadores de la tierra [primavera de 1934], huelgas promovidas por la CNT, y de los metalúrgicos en Madrid). Por otra parte, en el seno del Partido socialista se radicalizó la disensión entre el ala moderada (Prieto) y Largo Caballero, quien, a raíz de lo que consideraba desgaste de los socialistas en el poder, apoyaba una postura más radical. En Cataluña, el Bloc obrer i camperol propugnaba la unión de sindicatos y partidos obreros (Alianza obrera), que se hizo efectiva en ciertas regiones al recibir el apoyo de Largo Caballero, de algunas organizaciones del PSOE, de la mayoría de la UGT y de los sindicatos de oposición, y de la CNT. También los republicanos expresaban su preocupación ante la no declaración de republicanismo por la CEDA y su doctrina de la accidentalidad de las formas de gobierno, y el temor ante una situación internacional en la que el totalitarismo había hecho su aparición (subida de Hitler al poder [1933], represión violenta contra la socialdemocracia austríaca por el canciller Dollfuss [febrero 1934]), y sus implicaciones en España (creación de Falange española [29 octubre 1933], su unión con las JONS [febrero-marzo 1934] y las actitudes de tipo fascista de las juventudes de Acción popular).

El 4 de octubre de 1934 Lerroux formó un gobierno en el que entraron tres ministros de la CEDA; tras los repetidos temores y amenazas de la izquierda por la formación de un gobierno radicalcedista, estalló la revolución de octubre de 1934: huelga general, levantamiento armado del proletariado en Asturias, sublevación de la Generalidad de Cataluña (reprimidos violentamente por el gobierno, que decretó el estado de alarma y la censura de prensa).

En 1935 (en mayo había cinco ministros cedistas, entre ellos Gil-Robles en Guerra), el gobierno continuó su política revisionista, facilitada por la liquidación de los movimientos insurreccionales; a pesar del intento reformista agrario de Giménez Fernández, que mantuvo un programa basado en la política social católica, pero que fue atacado por la extrema derecha y la propia CEDA, dominada por los terratenientes, el gobierno aprobó la contrarreforma agraria y se planteó la reforma de la constitución; por otra parte, las medidas propuestas por Chapaprieta, ministro de Hacienda, fracasaron ante la oposición de la grandeza a los tímidos intentos de reforma tributaria (elevación de los impuestos sobre la herencia y la transferencia de grandes propiedades), y su plan de estabilización afectó especialmente al presupuesto de instrucción pública y a la reducción de sueldos a los funcionarios. En octubre de 1935, el escándalo del estraperlo y el asunto Nombela contribuyeron al desprestigio y destrucción del partido radical (Lerroux), y, en consecuencia, de la coalición radicalcedista.

Debido a la política represiva del gobierno y a la anulación de la obra reformista del primer bienio, a partir de abril de 1935 los republicanos de izquierda, en especial Azaña, propusieron una unión de las fuerzas de la izquierda, liberales y obreristas. El Partido comunista de España propugnaba asimismo la formación de un frente común antifascista, según el programa previsto por la III internacional (7.º congreso, julio-agosto 1935). El presidente de la república, Alcalá Zamora, pretendía una solución republicana moderada, con el afianzamiento del centro; encargó a Portela Valladares la formación de nuevo gobierno (14 diciembre 1935), con la misión de disolver las cortes y convocar elecciones. El 15 de enero se llegó a la formación de un pacto electoral (Frente popular) entre los republicanos de izquierda, los partidos obreros y los sindicatos (la CNT no entró en el pacto, pero lo apoyó prácticamente).

Tras la victoria del Frente popular en las elecciones de 16 de febrero de 1936, Portela Valladares presentó su dimisión (19 febrero), y se formó un nuevo gobierno, encabezado por Azaña y compuesto por republicanos (Izquierda republicana y Unión republicana), sin participación de las organizaciones obreristas, que intentó poner en práctica inmediatamente el programa del frente populista. Sin embargo, las elecciones habían demostrado el fracaso de los partidos centristas (Portela Valladares), y se había acentuado la radicalización de las posiciones en un triple plano: a nivel general, polarización en derechas e izquierdas; a nivel de partidos y organizaciones sindicales, afianzamiento de las tendencias extremistas (pérdida de partidarios de la CEDA en favor de la Falange; apoyo mayoritario a Largo Caballero en el seno del PSOE y la UGT); finalmente, entre los líderes políticos, sustitución de los moderados por los más radicales: Gil-Robles por Calvo Sotelo, entre las derechas, y Besteiro y Prieto por Largo Caballero, entre los socialistas.

En las ciudades, la pugna se estableció entre las organizaciones empeñadas en la aplicación al máximo del programa del Frente popular y las organizaciones derechistas (generalización de los choques entre las milicias obreras y grupos falangistas paramilitares). Por otra parte, los campesinos se lanzaron a la apropiación espontánea de tierras, impulsados por la CNT y por la Federación de los trabajadores de la tierra.

Las nuevas cortes fueron reflejo de esta situación, exagerada por algunos diputados (Calvo Sotelo, Gil-Robles). El 8 de mayo, aquéllas pusieron término a la crisis gubernamental, provocada por la destitución de Alcalá Zamora (7 abril), con la elección de Azaña como presidente de la república. Éste, al parecer, creía poder evitar, desde su nuevo cargo, un golpe fascista y la posible formación de un gobierno exclusivamente socialista. Intentó lograr la participación de los socialistas (Prieto) en el gobierno, pero, ante la negativa de éstos (Besteiro, Largo Caballero), cuya ala izquierda, encabezada por Largo, abogaba, desde las columnas de Claridad, por una revolución socialista, tuvo que llamar a Casares Quiroga a la presidencia del gobierno.

Azaña, que temía un golpe militar, envió a los generales Franco y Goded a Canarias y Baleares, respectivamente y confió la jefatura del gobierno militar de Pamplona a Mola; con ello no pudo evitar que los grupos antirrepublicanos, ante el temor de la consolidación de la república democrática, prepararan una conspiración, organizada por Mola, que debía dar lugar a un levantamiento en julio. El asesinato de José Calvo Sotelo (13 julio), principal representante civil de la misma, motivó el adelantamiento del golpe militar, que se produjo el 18 de julio.

Restauración española

Período de la historia española que se inicia con la entronización de Alfonso XII (1874) y que se extiende hasta el comienzo del reinado de Alfonso XIII (1902). Algunos autores prolongan su duración hasta la Dictadura de Primo de Rivera.

La génesis del nuevo régimen

El descrédito de Isabel II ante la opinión pública imposibilitó cualquier intento de recuperar el trono durante el período de interinidad que siguió a la revolución de 1868. Al conseguir que Isabel II abdicara en su hijo Alfonso, la causa borbónica, que contaba con el apoyo de la aristocracia, empezó a elaborar su propia estrategia. Sus objetivos inmediatos se centraron en aislar la monarquía de Amadeo I y en fomentar el malestar dentro del ejército. El aprovechamiento de las dificultades de los sucesivos gobiernos permitió a los alfonsinos ampliar su influencia. El obstáculo principal fue el de encontrar un jefe de partido, cargo ambicionado por Serrano y por el duque de Montpensier; con la ruptura entre este último e Isabel II, Serrano apareció como el jefe indiscutible.

Los alfonsinos tuvieron un papel importante en el desencadenamiento de la crisis de los artilleros, que provocó la renuncia de Amadeo I, y durante la república continuaron con su táctica de infiltración en el ejército y de descrédito del régimen republicano por su incapacidad para mantener el orden. Rotas las relaciones entre Serrano e Isabel II, Antonio Cánovas del Castillo fue encargado de la jefatura del partido (julio 1873), con lo que la causa alfonsina amplió sus perspectivas. Tras el golpe de fuerza de Pavía, Cánovas rechazó la propuesta para incorporarse al gobierno de coalición, con la intención de reservar su partido hasta el momento en que se hubieran agotado las distintas formas de gobierno.

Las medidas antialfonsinas dictadas por el nuevo gabinete y su inestabilidad reforzaron la influencia borbónica en el ejército e inclinaron definitivamente a las clases conservadoras hacia la causa alfonsina. Al mismo tiempo, la política represiva contra federales y organizaciones obreras debilitó a la izquierda y facilitó asimismo el paso hacia la Restauración. Cánovas, convencido de que el retorno de Alfonso XII se produciría de forma espontánea gracias al desgaste del gobierno, se esforzó en evitar los pronunciamientos militares. Ante la impaciencia de algunos jefes del ejército, quiso precisar el contenido institucional de la monarquía borbónica restaurada. A este fin obedecía el manifiesto de Sandhurst (18 diciembre 1874), hecho público por Alfonso XII, en el que hacía una profesión de fe liberal, con la intención de diferenciarse del absolutismo carlista. La monarquía restaurada garantizaría las libertades y derechos individuales y el funcionamiento del parlamento. Al mismo tiempo manifestaba su fidelidad a las tradiciones del país y al catolicismo, e intentaba mostrar que la monarquía hereditaria era el instrumento más eficaz para estabilizar la vida política del país.

Once días después de la publicación de este manifiesto, el general Martínez Campos, contra la voluntad de Cánovas, se alzó en favor de Alfonso XII en Sagunto (29 diciembre 1874). El pronunciamiento se extendió a Valencia, y, a pesar de que el gobierno intentó contraatacar, su falta de influencia real en el ejército, y el no contar con el apoyo de las masas, precipitaron su dimisión (30 diciembre 1874). Ese mismo día se organizó un gobierno alfonsino, presidido por Cánovas, y poco después Alfonso XII regresaba del exilio.

Las bases institucionales

Con el restablecimiento de los Borbones en el trono español, Cánovas no buscó la simple continuación de las formas políticas anteriores a la revolución de 1868. Para dar estabilidad al nuevo régimen se esforzó en eliminar la frecuente interferencia del ejército en la vida política y la actuación arbitraria del monarca, inspirado por la camarilla. Intentó trasplantar a España el parlamentarismo británico mediante el sistema de partidos turnantes y la inculcación al nuevo monarca del respeto a las atribuciones que le reservaba la constitución. Las bases sobre las que se asentaría el nuevo sistema eran la monarquía constitucional hereditaria, la constitución, las cortes y los partidos políticos que aceptaran la legalidad.

Las leyes fundamentales quedaban fijadas en la constitución de 1876, que aceptaba gran parte de la de 1869, aunque se excluían los aspectos más radicales. Este texto garantizaba los derechos individuales y fijaba las prerrogativas reales. El monarca tenía la potestad de hacer ejecutar las leyes, pero con anterioridad debían ser refrendadas por el gobierno. La soberanía nacional quedaba sustituida por el sistema de las dos confianzas: el monarca y las cortes eran la doble fuente de poder.

Con el objeto de evitar el desgaste del partido gobernante, Cánovas preconizó la necesidad de que todas las opiniones que aceptaran el nuevo régimen pudieran expresarse y se aglutinaran en torno a dos partidos, que se sucederían en el poder. Cánovas creó su nuevo partido, el liberal conservador, o simplemente conservador, y coadyuvó a la formación del Partido liberal en torno a Práxedes Mateo Sagasta.

Si se exceptúan escisiones efímeras, la vida política oficial se canalizó a través de estos dos partidos turnantes. Al margen actuaron los distintos grupos republicanos y las organizaciones obreras, que no representaron un peligro real para la monarquía borbónica. Sin embargo, los propios inspiradores del sistema no desconocían su artificialidad y la escasa relación existente entre estas instituciones y la mayoría de la población del país, que se mantenía al margen. Para ellos, España no estaba capacitada para las prácticas democráticas, y, en consecuencia, constitución, partidos políticos, cortes y elecciones eran un artificio necesario para evitar sacudidas y rupturas bruscas y para dar una apariencia de país europeizado y moderno.

El funcionamiento de la vida política del país se realizaba a través del sistema caciquil. En el peldaño superior de la maquinaria política del caciquismo se situaban los jefes de grupo, que gozaban de la confianza de la corona, y bajo sus indicaciones se formaban los distintos gabinetes. A un segundo nivel se colocaban los caciques regionales y provinciales, y en el último peldaño estaban los caciques locales, que ejercían su influencia a nivel de cada municipio. A través de esta red se cubrían los principales cargos de la administración y se realizaban las elecciones. Éstas se decidían desde el ministerio de la Gobernación, mediante el encasillado y el voto en blanco, pues a nivel provincial y local los caciques del partido gobernante se encargaban de hacer triunfar los candidatos propios o de la oposición, recurriendo a amenazas o coacciones cuando era necesario. Las cortes elegidas mediante estos procedimientos se sometían con facilidad al gobierno, y prácticamente nunca se produjo una crisis ministerial por una votación adversa, sino que aquélla obedecía a intrigas y presiones de los grandes oligarcas.

El sistema, adornado con el liberalismo doctrinario oficial, ofrecía a las clases dominantes, grandes terratenientes y alta burguesía, un instrumento eficaz de sujeción del resto de la sociedad. La pequeña burguesía rural y urbana, lo mismo que los colonos, arrendatarios y asalariados, al abdicar de participar colectivamente en la vida política y centrarse en sus problemas particulares, necesitaban estar en buenas relaciones con la maquinaria caciquil y evitar de esta forma un enfrentamiento. Los grupos organizados al margen del régimen, republicanos, federales, carlistas, y las organizaciones obreras, no fueron más que grupos minoritarios, y, en consecuencia, incapaces de desencadenar un movimiento de masas capaz de sentar sobre nuevas bases las estructuras políticas del país.

La puesta en marcha del sistema de partidos turnantes

La represión de las organizaciones republicanas y obreras, iniciada durante la etapa de interinidad, fue completada en los primeros momentos del gobierno canovista. Pero, desde los momentos iniciales, Cánovas se esforzó en garantizar un pluralismo ortodoxo, con la finalidad de atraer el mayor número posible de partidarios. Convocada una reunión de más de 300 diputados y senadores, se nombró una comisión para elaborar un proyecto de constitución y se procedió a la convocatoria de elecciones. Éstas fueron un puro trámite, y el propio gobierno se encargó de hacer elegir los diputados de la oposición. Métodos semejantes siguieron los restantes gobiernos de la Restauración. Las elecciones de 1876 sirvieron para consolidar el partido gobernante, el conservador, aglutinado alrededor de Cánovas, y, al mismo tiempo, quedó fijada una disciplina para evitar los extremismos del moderantismo. El otro grupo beneficiario en estas elecciones fue el de los constitucionales de Sagasta, que empezó a vislumbrarse como el posible partido turnante, al ser elegido Sagasta como líder de la oposición en las cortes.

Cánovas, excepto breves interrupciones, se mantuvo en el poder hasta 1881, y durante este período procuró reforzar los mecanismos del sistema: ley electoral de 1878, que reducía el derecho de voto a un 5% de la población; reconocimiento de los líderes de los distintos grupos, al ser consultados por el monarca, y, sobre todo, consolidación de un partido en la oposición, bajo la jefatura de Sagasta. En 1880 quedó constituido el Partido liberal fusionista, al unirse a los constitucionales los centristas de Alonso Martínez y algunos miembros del Partido conservador y del antiguo Partido moderado.

Con la formación del primer gabinete liberal (febrero 1881) se inició el dualismo político, aunque no quedó plenamente consolidado hasta la regencia. La delicada situación creada con la muerte de Alfonso XII decidió al líder conservador a ceder el poder a Sagasta en el supuesto pacto de El Pardo, con la finalidad de consolidar definitivamente el Partido liberal y, con ello, el sistema de partidos turnantes. Los liberales, durante su larga permanencia en el poder hasta 1890, elaboraron gran parte del ordenamiento jurídico-político que se mantuvo hasta la dictadura de Primo de Rivera. Se aprobaron el sufragio universal y la ley del jurado, y se reguló la libertad de expresión, de reunión y de asociación. Al encargarse de formar gobierno Cánovas (1890), mantuvo estas reformas legislativas, y todo hacía suponer que se había conseguido dar unas sólidas bases a la monarquía restaurada.

La crisis del régimen

A partir de la última década del siglo XIX, el sistema comenzó a mostrar síntomas de crisis. La puesta en práctica del sufragio universal, si bien no significó un obstáculo importante para los partidos turnantes, que continuaron obteniendo amplias mayorías parlamentarias con procedimientos similares a los utilizados hasta aquel momento, permitió que la coalición republicana triunfara en las grandes ciudades. Esto representaba un triunfo moral para los partidos ajenos al turno, pues era en estas localidades, al desbordarse la maquinaria caciquil, donde podía expresarse la voluntad nacional.

De todas maneras, fue en otros niveles donde se manifestó con mayor gravedad el divorcio existente entre el aparato institucional y los problemas reales del país. Cuando, a fines de la década 1880-1890, la coyuntura expansiva de los primeros años de la Restauración cambió de signo, y una profunda depresión afectó gravemente a los agricultores,se puso en evidencia la incapacidad de los partidos turnantes para remediar la situación y generó una actitud de desconfianza y descontento en sectores que hasta este momento se habían mantenido en un total abstencionismo. El malestar de las clases medias urbanas, la radicalización del movimiento anarquista y los avances del Partido socialista fueron señales claras de la nueva correlación de fuerzas que se estaba gestando. Una mayor inestabilidad de los sucesivos gobiernos y un proceso de desintegración de los partidos turnantes mostraban desde otra perspectiva los mismos problemas.

De todas maneras el factor desencadenante de la crisis estuvo muy vinculado a las guerras coloniales. La intervención en Marruecos creó dificultades presupuestarias, y la guerra de Cuba y Filipinas obligó a poner en juego los recursos materiales y morales del país. La intransigencia y el ultranacionalismo de los partidos turnantes frente al movimiento independentista antillano y filipino sólo dejaron opción a una victoria militar. La política autonomista de los liberales fue excesivamente tardía, y con la intervención de Estados Unidos, las tropas españolas fueron ampliamente superadas, y con ello se ponía punto final a la dominación española en América y Oceanía.

La crisis del 98 conmocionó a la sociedad española y puso en evidencia no sólo el fracaso de la política colonial, sino de todo el sistema canovista. Nuevos grupos y organizaciones irrumpieron en el panorama político español. Las cámaras agrícolas castellanas y aragonesas -estas últimas bajo la inspiración de Joaquín Costa-, la liga de productores y las cámaras de comercio exigieron reformas sustanciales y clamaron por la regeneración del país. El regionalismo, especialmente en Cataluña, hizo también su irrupción, y desde comienzos del siglo XX se desprendió del aparato político tradicional. Su ejemplo fue seguido por otras regiones periféricas, que adoptaron formas de lucha semejantes. Asimismo, las clases medias urbanas y el proletariado manifestaron su hostilidad hacia las formas de poder creadas por la oligarquía dominante.

La quiebra del sistema a comienzos del siglo XX era evidente, pero su sustitución resultó costosa y difícil. La crisis de los partidos tradicionales se vio acentuada con la muerte de las principales figuras de la Restauración (Cánovas, Sagasta, Gamazo, Castelar, Pi y Margall), sin que sus herederos consiguieran para sus partidos respectivos la frágil coherencia que sus antecesores les habían dado. Los esfuerzos realizados por estos partidos para asimilar la nueva problemática que planteaba la sociedad española a comienzos del siglo XX fracasaron completamente. Las "revoluciones desde arriba", preconizadas por conservadores y liberales al no atreverse a modificar las bases del sistema, se convirtieron en reformas epidérmicas. La creciente intervención del ejército y la subida de Alfonso XIII (1902) transformaron profundamente el sistema creado por Cánovas. Las crisis de 1906, 1909 y 1917 pusieron en evidencia reiteradamente el divorcio existente entre las nuevas fuerzas sociales que habían emergido de la crisis de 1898 y el marco institucional, que no fue definitivamente desplazado hasta el advenimiento de la II república.




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Enviado por:Adrián Alejo
Idioma: castellano
País: España

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