Arte


Arte romano


COMIENZOS DEL ARTE ROMANO

En escultura, los etruscos ejercieron, bajo la República, un papel preponderante. Eran habilísimos fundidores, y, aunque los modelos fueron muchas veces griegos, su intervención fue ya etrusca, latina y roma­na. La famosa Loba en bronce del Capitolio, que se ha considerado siempre como el paladión de Roma, debió de ser encargada por los romanos a los fundidores etruscos en días muy remotos, cuando todavía eran en arte clientes de sus vecinos. Obra quizá completamente romana, es el busto broncíneo que identificaron con el de Bruto los primeros estudiosos del Renacimiento, por creer que era el retrato del aran tribuno que expulsó de Roma a los descendientes de los reyes etruscos.

En realidad, es posible fijar dos series de retratos de bronce que datan de la época de la República. En la primera figurarán obras que, como el seudo-Bruto. son etruscas, si no por su inspiración, por su factura; en la segunda serie esta nota etrusca es ya muy menguada, y va afirmándose lo típicamente romano, aunque quede todavía la técnica etrusca de los fundidores. Estos continuaron manteniendo en Roma una colonia importante, que perduró hasta la época de Augusto. Tenían su barrio propio en la urbe: el vicus Tuscus (o «barrio toscano»),situado al pie del Capitolio. Claro está que estos talleres etruscos establecidos en Roma no podían tardar mucho en romanizarse.

Es casi seguro que estos retratos de personajes anónimos o mal identificados sean de los grandes hombres de la última época de la República. En la Roma primitiva parece que hubo una lev — el jus imaginum que prohibía los retratos de personas que no hubieran ejercido cargos importantes en la administración. Estos cargos eran sólo tres: los de las magistraturas que tenían derecho a la silla curul, o sea los de cónsul, tribuno y pretor. Obsérvese la diferencia de restricciones para los re­tratos entre los griegos primitivos y los romanos. En la Grecia de los primeros si­glos después de la invasión de los dorios, sólo tenían derecho a la estatua los perso­najes heroizados, ya por haber ganado la carrera de los cien metros en Olimpia, ya por señal manifiesta de Zeus de haber con­cedido a un mortal la categoría de héroe con muerte instantánea por rayo. En Ro­ma, el derecho a la efigie se obtenía por servir al Estado, y viceversa, la traición re­vocaba el privilegio. Así, las estatuas de Mario fueron destruidas por Sila, quien creyó que su predecesor había usurpado poderes, pero fueron después repuestas por César, que era pariente de Mario. Las estatuas de César fueron derribadas por los republicanos y repuestas por Augusto...Más tarde las de Domiciano fueron deca­pitadas por Nerva, e igualmente las de Geta por su hermano Caracalla.

El jus imaginum debió de ser mantenido con todo su vigor sólo en los primeros siglos de la República, mas por las mismas razones que no se mantuvo estrictamente en Grecia, también en Roma se violó desde muy antiguo. La base ideológica de has prohibiciones, tanto en Grecia cuanto en Roma, es naturalmente la creencia del maleficio que puede producir un retrato si no es de un personaje de reconocida superioridad moral. Este en Grecia era el atleta heroico; en Roma, el incorruptible magistrado. El detalle de que el oficio fuera de alta categoría, esto es, con derecho a silla curul, resabio del trono real, significaba que el personaje retratado no tenía limitaciones en sus prerrogativas; durante el tiempo que servía era un numen, algo más que un simple mortal, y, por tanto, no debía prohibírsele ser retratado.

Los cargos de cónsul, tribuno y pretor duraban sólo un año; por consiguiente, fueron numerosos los que después del servicio tuvieron derecho a ordenar su retrato. Cicerón se alegra de haber sido elegido para un cargo de silla curul, porque así podrá él también, aunque de origen humilde, verse inmortalizado en efigie, como los antiguos patricios que le precedieron en aquel empleo. Los primeros retratos de funcionarios romanos que consiguieron el derecho a la imagen eran sólo bustos y estaban ejecutados en cera. Se guardaban en un armario especial, como un sagrario, llamado tablinum, abierto en una de las paredes del atrio central de la casa romana. Las imágenes en cera de los antepasados ilustres se llevaban con pompa por los individuos actuales de las grandes familias romanas, sobre todo en los funerales. Y como, con el tiempo, se ajaron y ensuciaron, debieron substituirse por copias en bronce o en mármol. Tenemos varios relieves de piedra y mármol de la época imperial que representan el hueco de la pared del armario, el tablinum, con los bustos de cera en fila o serie cronológica, uno al lado del otro. Las ceras eran de color, y los cabellos, de pelo natural, todo lo cual contribuiría sobre manera al desaliño de los bustos ancestrales.

Pero tanto las restricciones del jus imaginum como sus transgresiones furtivas no eran para estimular con libertad e independencia la evolución de la escultura romana. Se mantuvo hosca y bárbara casi durante toda la época republicana. Sólo en el siglo II antes de Jesucristo los patricios romanos que habían viajado por Grecia y Oriente empezaron a importar estatuas para sus colecciones particulares, y los trofeos arrancados por los cónsules en Siracusa, Corinto y otras ciudades a las que los romanos impusieron el castigo de desnudarlas de obras de arte empezaron a poblar la Urbe de imágenes maravillosas, ante las cuales hacían triste papel las cerámicas y bronces de los etruscos y las ceras romanas.

En Nápoles se formó una escuela local de escultura, que reproducía modelos antiguos, muy estimados por los coleccionistas del tiempo de la República; y hasta algunos talleres se arriesgaban a producir tipos y composiciones originales, no desprovistos de interés. Una de las particularidades más curiosas de esta escuela de escultura es la imitación de obras arcaicas en esta época; tenemos una infinidad de estatuas y relieves en que se ha tratado de imitar la manera ingenua de disponer los pliegues rígidos y las orlas en zigzag, la actitud y el gesto sin vida de las primitivas obras del arte griego. En algunas resulta algo difícil distinguir si son verdaderamente copias de esculturas originales de los maestros del siglo VI, cuando todavía el arte griego no estaba bien seguro de su técnica, o si son pasticcios compuestos hábilmente por los escultores de la escuela helenística de Nápoles. En una de estas estatuas, la llamada “la Diana de Pompeya”, se ha querido imitar el modo infantil e ingenuo de indicar el movimiento en los días penosos del arcaísmo. La fisonomía de la estatua muestra también la sonrisa estereotipada, los ojos largos y los rizos simétricos de los cabellos con que el artista ha querido infundirnos la clara impresión de una estatua griega jónica del siglo VI.

Una de las características de la escuela helenística de Nápoles sería la de una singular erudición y gran conocimiento de los tipos anteriores. Acaso el fundador de esta escuela fuese un griego llamado Pasiteles, artista de gran versatilidad, del cual no se ha conservado ninguna obra. Era, además de escultor, erudito tratadista y escribió un libro en cinco volúmenes, actualmente perdido, sobre el arte griego, que es la fuen­te principal de que se vale Plinio para sus estudios de estética. Pasiteles, que debió de ser un genio extraordinariamente ecléctico, explicaba que para sus esculturas hacía modelos de barro y luego reproducían en mármol sus discípulos. Uno de éstos sería Estéfanos, quien firma una estatua de la villa Albani llamándose a sí mismo discípulo de Pasiteles. Discípulo de Estéfanos fue a su vez Menelao, el autor del grupo académico del Museo de las Termas. Es una elegante composición de dos figuras dispuestas con arte y pulcramente ejecutadas, pero frías como lo son siempre las obras de las escuelas excesivamente eruditas, inspiradas en una admiración retrospectiva por formas ya superadas. De la misma escuela es el grupo del Museo del Prado llamado de “San Ildefonso”, porque estuvo en La Granja mucho tiempo. De sus dos estatuas, una es del tipo del Doríforo de Policleto y otra repite el Fauno de Pra­xiteles.

EPOCA DE LOS EMPERADORES DE LA CASA DE AUGUSTO

Recién se mencionaba la importancia de los retratos para los primitivos romanos, con las restricciones que imponía el jus imaginum; pero esto mismo contribuyó a que se consideraran las efigies de los hom­bres de Estado como algo más que una muestra de su parecido personal. Las pecu­liares circunstancias de la fisonomía de cada personaje están expresadas con cierta dig­nidad; adviértese en ellas el realismo etrus­co alterado por un concepto político que les da nobleza especial. La cabeza del niño Octavio, encontrada en Ostia, tiene ya ex­presión de seriedad precoz; las mejillas flacas, la mirada concentrada del que des­pués será el primer Augusto. En la cabeza de Ostia, Augusto representa tener trece o catorce años. Otra cabeza de bronce, des­cubierta en 1910 en el Sudán, junto a Meroe, nos muestra al joven emperador hacia los veinticinco años; los rasgos de su fiso­nomía son siempre los mismos, sus cabe­llos caen lacios sobre la frente; es sin duda alguna un retrato de familia enviado a un amigo, gobernador acaso de aquella lejana y misteriosa provincia. Allí, en el último rincón del vasto Imperio romano, en la Nubia, adonde la civilización contemporá­nea acababa de llegar sólo hacia unos po­cos años, penetraban ya los retratos del jo­ven Octavio, constituido por la suerte en nuevo señor del mundo.

Un retrato de Augusto como sumo sacer­dote se descubrió en Roma en 1909, en la Vía Labicana, con algunos restos aún de su policromía. La cabeza está envuelta noble­mente entre los pliegues del manto sacer­dotal y tiene acaso más expresión reflexiva que ninguno de sus retratos; es un feliz modelo de figura imperial que será adop­tado frecuentemente por sus sucesores. Otros césares, y sobre todo los emperado­res filósofos de la dinastía de los Antoni­nos, se complacieron singularmente en verse representados con este simple manto que les cubre la cabeza, único distintivo del gran sacerdote romano.

Por fin, en otro retrato, el emperador Augusto, algo más viejo, con gesto de man­do y vestido de general, arenga a las tro­pas. En la coraza están representadas en finos relieves, como apoteosis de su reina­do, la Galia y la Hispania humilladas; los bárbaros de la frontera del Eufrates de­vuelven las águilas tomadas a las legiones de Craso, y el carro del Sol, sobre el pecho, pasa iluminando aquellos grandes días de la Roma de Augusto. Esta estatua, una de las joyas del Museo Vaticano, se llama el “Augusto de Prima Porta”, porque fue hallada en la villa ya mencionada de la emperatriz Livia; los relieves de la coraza ponen en relación esta escultura con la fecha de los frisos del Ara Pacis. La imita­ción libre de los modelos griegos es bien visible. El Augusto de Prima Porta tiene en el gesto gran semejanza con el Doriforo de Policleto; apóyase, como él, sobre la pierna derecha mientras balancea la iz­quierda, y en lugar de la pica lleva en la mano el bastón consular. La estatua de Prima Porta inaugura un tipo de retratos imperiales de pie que adoptaron los em­peradores. Se encuentran innumerables y exquisitas efigies imperiales, sobre todo en provincias, como la del Augusto de Prima Porta, con corazas decoradas con relieves alegóricos y en actitud de arengar a las tro­pas. Tan sólo algunos detalles caracterizan el Augusto de Prima Porta como el funda­dor del Imperio romano: a su lado está el delfín de Venus con el Amor a cuestas, lo cual alude al origen de los Césares descen­dientes de Eneas, hijo de Venus, y va des­calzo, lo que revela su carácter heroico: no es un magistrado que pisa nuestro suelo. Cuando más adelante los emperadores repi­tan este tipo, todos calzarán ricas y bellas sandalias.

Estos son los más notables retratos de Augusto, pero, además, una serie indefinida de mármoles, diseminados por todos los mu­seos de las provincias del Imperio, reprodu­cen su fisonomía hasta los últimos días de su precoz vejez, cuando, con la demacración característica de un valetudinario, parece que apenas puede ya soportar la simple corona de laurel que simboliza su glorioso reinado. En cambio, desgraciadamente, no tenemos ninguno que nos dé con absoluta certeza la fisonomía de Livia, la grave ma­trona que con él compartió honorablemen­te las cargas del poder. En un relieve de Ravena, la emperatriz está figurada al lado de su esposo, pero la cara ha sido destrui­da; otro retrato, de Nápoles, es de pési­mo estilo; un tercero, en Aquilea, es ex­cesivamente pequeño. Acaso más que nin­gún otro da la impresión de la figura de Livia una estatua con diadema del Museo Vaticano, que es, con toda . seguridad, de la época de Augusto. Su gesto es el tan pe­culiar de las estatuas funerarias griegas con manto del siglo iv antes de Jesucristo; mas por su severidad resulta tan romanizada, que se la tomó en un principio por perso­nificación de las virtudes femeninas, y de aquí proviene el nombre de imagen del Pudor que se le dio de un modo harto ar­bitrario.

De Tiberio, el hijo de Livia adoptado por Augusto, tenemos multitud de buenos originales. Un retrato, sentado, del Vati­cano inicia también el tipo del emperador glorificado que será frecuentísimo en la se­rie de las figuras imperiales, aunque esté poco en consonancia con la naturaleza en­fermiza y la fisonomía afeminada de Ti­berio. Este aparece desnudo, sólo lleva un manto pendiente del hombro que cae sobre las rodillas, tiene el gladio en una mano y con la otra empuña el cetro imperial. Se conservan asimismo varios retratos de los dos jóvenes príncipes Cayo y Lucio César, nietos de Augusto y, por algún tiempo, pre­suntos herederos del Imperio romano.

De Claudio tenemos también retratos en esta postura heroica de gran monarca di­vinizado; uno que está de pie, en el Vati­cano, lleva cetro y manto y le acompaña el águila del mismísimo Júpiter. Claudio, con sus grandes ojos, que parecen salirse de las órbitas, no adquiere majestad, a pesar del tono pedante con que lo ha querido digni­ficar el escultor. De Nerón tenemos varios bustos interesantísimos; en todos tuerce la cabeza, sobre un cuello enorme en que se rizan los pequeños bucles de una barba no desarrollada. Los emperadores y los demás

miembros de la familia de Augusto, a ex­cepción de Nerón, quien quería dejarse la barba al modo de los antiguos filósofos, van completamente afeitados. Todos dejan caer los cabellos lacios sobre la frente, tí­picos de la familia; peinado que usaron también por adulación cortesana los demás patricios y allegados. En el retrato de Dru­so tenemos aún otro miembro de la fami­lia imperial con el mismo pelo descuida­do. Idéntico modo de peinarse lo encontra­mos en los retratos de Agripa, que era un advenedizo en la familia, y en los de otros ilustres personajes completamente extraños a la Casa imperial. Casi podemos decir que este tipo de cabello caracteriza la época de los retratos del primer período imperial, pero además los ojos son lisos, al igual que en los retratos griegos, sin marcar la pu­pila, que no se esculpe hasta la época de los Antoninos.

Abundan también retratos de personajes femeninos de la familia imperial. El dela primera Agripina, esposa del glorioso Germánico, lleva todavía los largos bucles pendientes y la corta trenza en Januca, peculiar del último periodo de la Repú­blica; la segunda Agripina va ya con el cabello partido, como la emperatriz Livia, que es característico de los retratos de la época de Augusto y sus sucesores.

Igual peinado lleva la hermosísima An­tonia, la madre de Germánico, retratada como la ninfa Cutía saliendo del cáliz de una flor. Toda la gracia de la naturaleza femenina está expresada en este busto, con uno de los senos al descubierto, pero aún con algo del pudor y nobleza tradicionales de las grandes damas republicanas. Hay también una maravillosa combinación del idealismo con que se ha figurado aquel per­sonaje real — casi transformado en flor, pero conservando el parecido de la fisono­mía — y el tocado, enteramente a la moda de su tiempo. Otro retrato bellísimo es el de la llamada Minacia Pola, una muchacha muerta a la edad de catorce años, según reza la inscripción que se encontró con el retrato en la cámara sepulcral.

TIEMPO DE FLAVIOS Y ANTONINOS

La escultura de esta época está relacionada a la decoración de algunos monu­mentos, como el arco de Tito y la columna Trajana. En el relieve conmemorativo de la dedicación del templo de Venus y Ro­ma, las figuras del primero y segundo tér­minos ofrecen también la ingeniosa com­binación de planos que da la perspectiva a las del arco de Tito. Pero en pocos años se nota un gran cambio de estilo. En la co­lumna triunfal dedicada a Marco Aurelio, los relieves del rótulo helicoidal, que representan las campañas del emperador filó­sofo, son de mucho menos fuerza artística que los relieves de la columna dedicada medio siglo antes a Trajano. Es innegable que en el arte de los relieves conmemora­tivos comienza a revelarse marcada deca­dencia. En cambio, en los retratos conti­núan los escultores haciendo maravillas durante todo el segundo siglo de Jesucris­to. Así el retrato de Vespasiano, tan lleno de naturalismo, y que tan bien sugiere la complexión obesa, etrusca, de los Flavios. Por lo general se hacían representar to­gados, pues su tipo no se prestaba para el tono heroico ni para revestir la coraza im­perial del Augusto esbelto de Prima Porta. Una excelente estatua de Nerva, sentado, se conserva en el Vaticano; repite el tipo del monarca sentado con gesto olímpico. De Trajano y Adriano se conservan más retratos que de ningún otro emperador, a excepción de Augusto. Es el período de mayor prestigio del Estado romano; las provincias, rebosando prosperidad merced a los beneficios de una administración pa­ternal, reclaman para honrarla una ima­gen del emperador, grande o pequeña. De Antonino tenemos pocos retratos, pero los que poseemos manifiestan aquella sereni­dad patriarcal que tanto ensalza Marco Aurelio en sus Soliloquios. En cambio, del propio Marco Aurelio, que hacia alarde de no desear gloria personal, se conserva en Roma la única estatua imperial a caballo que conocieron los artistas del Renacimien­to y ha servido de tipo a todas las moder­nas estatuas ecuestres.

De categoría casi imperial puede consi­derarse a Antinoo, el joven bitinio favori­to de Adriano. Este oriental, de rara belle­za, tuvo precozmente un fin misterioso, al ahogarse en las aguas del Nilo. Al parecer se trató de un sacrificio, con que contaba procurar la felicidad del emperador. El recuerdo de Antinoo persiguió toda la vida a Adriano, y éste mandó edificar a la memoria de su favorito una ciudad en Egipto y fue elevado a la categoría de se­midiós. Los escultores imperiales, para labrar su retrato idealizado, crearon un nue­vo tipo artístico, que es el último producto original del arte clásico. Sobre un ancho pecho apolíneo colocaron la cabeza sen­sual de Antinoo con sus rizos báquicos, for­mando un contraste de robustez y de sen­sualidad refinada que constituye una ver­dadera creación. Antinoo se representó de mil maneras: vestido con manto sacerdo­tal, de pie o sentado, como un dios, o transfigurado, heroizado con corona de ama­polas y guirnalda de rosas.

Pero más que los personajes imperiales, a quienes a menudo se retrata con estilo áulico, enfático y algo idealizados, nos inte­resan los retratos de magistrados de me­nor categoría y aun de simples ciudadanos. Los escultores romanos hacen maravillas de caracterización, ya que algunos de los retratos se comprende que debían de ser de tremendo parecido. A veces, los escultores expresan sentimientos de intimidad que pa­rece moderna. En un grupo funerario del Vaticano, la esposa, con modestia y devoción, apoya una mano en el hombro de su compañero, de mas edad que ella, mien­tras con la otra le estrecha la diestra, ha­ciendo alarde de no querer separarse de él ni aun en el sepulcro. Este retrato do­ble, que se consideró como expresión de las virtudes tradicionales romanas, se llamó “Catón y Porcia”, los dos esposos modelos de la época republicana, pero por el peina­do de la esposa se descubre que es del tiem­po de Adriano.

En los retratos femeninos sirve enorme­mente para fijar su cronología la moda del peinado. Es indudable que entonces como ahora había damas que se resistían a cam­biar la manera de peinarse; en efecto, tenemos grupos de personas de diferentes edades en que las de una generación van peinadas a la antigua y las jóvenes a la última moda. Mas para personas de representación social el peinado al gusto de la época era una obligación que les imponía el cargo. Además es casi seguro que las mo­das se originaban en el Palatino, y las lan­zaba la emperatriz. Ya hemos visto que en tiempos de los Césares perduró la manera de peinarse de Livia, la esposa de Augus­to. Por tanto, se identificarán como retra­tos del tiempo de Tito o de los primeros años de Domiciano Jos que aparezcan pei­nados formando los cabellos como una toca sobre la cabeza. El alborotarse la mata de cabellos formando rizos es ya posterior a la época de los Flavios. El admirable retra­to de la vestal Máxima, encontrado en la casa de las vestales del Foro romano, aca­so sea de la época de Trajano, porque lleva el cabello recogido y trenzado que usó siem­pre Plotina. Pronto cambió por completo la moda; en los reinados de Antonino y Marco Aurelio se adoptó el tocado con el pelo partido y ondulado que llevaron las dos Faustinas. Este ya debió de comenzar mucho antes, porque en el arco de Benevento vernos unos frisos con Victorias pa­readas que sostienen unas guirnaldas, y mientras una de ellas lleva todavía el pei­nado alto, la otra ya lo usa bajo y ondu­lado. Pero sólo al llegar al tiempo de An­tonino y Faustina este último se hizo uni­versal.

Más difícil es puntualizar la época de los retratos masculinos; a veces podríamos equivocarnos de uno o dos siglos. Para la cronología hay indicaciones en la manera de estar cortado el busto, al que a medida que va pasando el tiempo se le va añadien­do más y más cuerpo; sirve también la ma­nera de estar representadas las pupilas y aun el detalle de llevar barba, consideran­do que ésta fue de moda durante los rei­nados de los emperadores filósofos: Adria­no, Antonino y Marco Aurelio. Pero todos estos datos están más o menos sujetos a error, porque a veces la cabeza se corta­ba en un mármol aparte y nos ha llegado sin el busto; las pupilas podían ir sólo pintadas, puesto que muchos de estos re­tratos eran policromados, y la barba nunca fue impuesta ni prohibida: había quienes no pretendían ser filósofos, hasta en la Roma de Marco Aurelio. Por todas estas razones y otras aun, hemos de valernos de comparaciones con retratos auténticos y bien datados, y sobre todo hemos de va­lernos de lo que nos revela el estilo. Hay algo indefinible en la manera de interpre­tar la forma que para los iniciados vale tanto por lo menos como una fecha grabada en el mármol.

En la época de los emperadores Flavios y Antoninos, el arte romano no sólo rea­lizó estas maravillas de realismo y perso­nalidad que son los retratos de individuos anónimos, simples ciudadanos a los que nunca podremos identificar, sino que se es­forzó de manera curiosa en reproducir los rasgos de las diversas gentes del Imperio con su inmensa variedad de caracteres y de razas. Algo habían intentado ya en este sentido los artistas helenísticos, sobre todo en Pérgamo, donde es evidente que se empe­ñaron en reproducir los rasgos fisonómicos de los galos vencidos; pero recordemos que los antiguos griegos, al representar a los ene­migos troyanos o persas, nunca los dife­renciaron sino por la manera de vestir. Con el sentido universal, imperial, del arte ro­mano los escultores fueron mucho más allá. Para la glorificación del Estado se necesi­taba representar y hasta dignificar y en­grandecer a los bárbaros de las fronteras y a los que se habían sometido a la disci­plina romana. Probablemente fue durante el reinado de Trajano, y por inspiración de Apolodoro de Damasco, cuando se creó la figura del bárbaro germano de pie, con las manos juntas, sumiso, pero no resignado, vestido con su indumentaria nacional de bragas. blusa y bonete. A su lado debe ponerse la figura de la bárbara germana, también rendida, pero no conformada con su destino de huésped o servidora de sus patronos latinos. Consta que este tipo de mujer de cabellos dorados, piel rosada transparente y superior en dignidad causó sensación al verla seguir a pie la cuadri­ga triunfal del emperador. .Los dos retratos estereotipados de estos germanos cautivos son un paralelo digno de ilustrar la Ger­mania de Tácito, ya que oponen la sim­plicidad y rudeza virtuosa de los bárba­ros en contraste con la promiscuidad y desorden de los romanos de su tiempo.

El sentido realista de los escultores ro­manos los llevaba a interpretar maravillosamente no sólo el etnos, es decir, el espí­ritu de cada raza, cosa que ya habían he­cho los escultores griegos, sino peculiares detalles de cada individuo, como las ore­jas salientes de un viejo flaco del Museo de Aquilea. Dotados de vida maravillosa, es­tos retratos de los museos de provincias se nos presentan más llenos de personalidad que los de los emperadores, siempre algo académicos. La audacia en disecar las humildes fisonomías de los individuos que retratan los escultores romanos sólo puede compararse con la de las obras de los pin­tores holandeses y españoles del siglo XIV. Algunas cabezas repiten, sin personalizar, el tipo étnico; en tanto que otras tienen completa personalidad: griegos, como uno de aquellos atenienses de la decadencia que, al decir de San Pablo, pasaban el tiempo diciendo y escuchando novedades. El re­trato de un viejo de rostro verrugoso, que procedente de Córdoba se conserva en el Museo de Madrid, parece el de un hacendado andaluz de nuestros días; tal cabeza de dacio refleja también, en la expresión de su mirada, no sólo el gesto exótico de otra raza, sino también algo muy personal y propio de la persona retratada.

BIBLIOGRAFIA

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Editorial Planeta Barcelona, 1977

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Editorial Grijalbo España, 1978

Historia del Arte Biblioteca Hispania

Edit. Ramón Sopena Barcelona España, 1968

“El Arte Romano” Horizonte 1 Hist. Y Geografía

Ediciones Vicens Vives Barcelona

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Carroglio, Fernando “La Escultura” Historia del Arte tomo II

Carrogio S.A. Ediciones Barcelona España, 1974




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Enviado por:Manfred Maldito
Idioma: castellano
País: Chile

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