Turismo, Hostelería, Gastronomía y Restauración


Apropiación escénica del Turismo


LA APROPIACIÓN ESCÉNICA. ESPACIOS, USOS E IMAGEN DEL TURISMO

El turismo utiliza el entorno tanto ocupando una porción del espacio como usando sus recursos. La historia del turismo indica claramente que el medioambiente, abarcando desde atracciones básicas como sol, mar y arena hasta el “indudable” atractivo de lugares y estructuras de interés histórico, ha contribuido tanto a su nacimiento como a su progreso, complementando éste con la construcción de infraestructuras y áreas recreativas; cualquiera de estos elementos, por separado, se muestra insuficiente para originar y mantener un destino turístico.

Pero, ni aún contando con éstos elementos en estado óptimo, un área tiene por qué ser destino. Intermediando entre el no ser y el ser suele estar toda la compleja red de promoción, estudio de expectativas y mercado. Así, identificando y creando una serie limitada de atributos en los turistas potenciales, simplificando en ellos las características del posible destino y jugando con las modas culturales, el sistema construye de forma holística y abierta un ideal de paisaje, de paraíso exótico lo suficientemente familiar, una imagen a medida del consumidor.

Cuando este arquetipo es extrapolado al entorno real, generalmente un ambiente frágil, se produce un proceso de apropiación que va más allá del medioambiente físico. Con la llegada de los turistas, con su presencia, comienzan a distorsionarse las relaciones entre locales dadas en espacios “locales” (espacios públicos apropiados simbólicamente), la cotidianidad pasa a ser un nuevo recurso que se solapa a los ya existentes. Como los demás es explotable, estudiable o “fotografiable” (convertible en imagen, la “tourist gaze” de J. Urry (1990)), comportándose con una lógica similar a cualquier otra mercancía y cumpliendo con el ciclo de consumo de cualquier producto (el “ciclo turístico”).

Disociar impactos en tal situación ha de ser visto exclusivamente como una herramienta metodológica, en tanto que en el conflicto y apropiación de espacios no se afecta separadamente lo físico, lo económico o lo cultural. Las actividades de los usuarios de ese espacio paradigmático y sus interrelaciones son los que van a enmarcar las diversas formas de gestión y control. Partiendo de ese impacto global, en este escrito se ha optado por realizar una reflexión sobre los espacios y su conversión en “bien turístico mercadeable”, una reflexión acerca de las acciones de los visitantes y su apropiación de los entornos, ejemplificando con un caso extremo como es el “turismo rural”.

LOS ESPACIOS DEL OCIO

Un centro turístico, un pueblo o ciudad, un grupo social, un parque, el mar o las colinas no son nada sin su concreción en una imagen, en un constructo holístico (Um y Crompton, 1990: 432) que les hace atractivos o despreciables para una sociedad. En este sentido, son las imágenes “vendidas” para la promoción de un área, son los escenarios, los que motivan a los individuos en su elección, de manera que la mayoría de los bienes y servicios de que provee la industria turística sólo interesan incidentalmente al turista y son el resultado de la atracción por lo anterior (Healy, 1991: 5).

Pero son los medios necesarios para proporcionar el bienestar al turista los que, a un nivel elemental, generan para su uso y gestión cuatro cotas paralelas de efecto, estas son: la creación de nuevas infraestructuras, la conservación, la capacidad de sustentación (carrying capacity) y la mitigación de presiones sobre el medio físico, no con el fin de aminorar la sobre- explotación del recurso (los espacios) sino de establecer los límites de cambio aceptables para mantener constante el producto (el ideal de turista). De esta forma, la creación de nuevas infraestructuras es generalmente justificada como mejora, no sólo para la industria turística, sino como un bien común, un elemento necesario y útil para los locales.

Tales bienes pueden ser concretados en comunicaciones (aeropuertos, caminos y carreteras, líneas telefónicas, ...), espacios abiertos —públicos— (plazas, jardines o parques, playas artificiales, ...), edificaciones (entidades municipales, albergues y centros de acogida, hospitales, ...) e infraestructuras de carácter semiprivado o público destinadas al ocio (piscinas y parques marítimos, puertos, refugios de montaña, campos de golf, ...). Ahora bien, ¿hasta qué punto los residentes locales participan de esos espacios “comunes”? Indudablemente se ven beneficiados,

en primer término, siempre que su economía salga favorecida o facilite su contacto con el exterior pero, casi con seguridad, no son los usuarios locales ociosos los que más abundan.

Todos estos espacios de nueva creación, en destinos turísticos ya consolidados, son proyectados por y para el turismo. El caso extremo se da cuando la entrada a los naturales del lugar (para su disfrute) está vedada de forma explícita (prohibición expresa) o implícita (denegación o mal servicio prestado, marginación, ...); pero generalmente, suponiendo el libre acceso, la percepción y ocupación de esos espacios se da de forma diferente. Aquí, de nuevo la “imagen vendida” hace ver a los locales o representar por los locales un papel distintivo, ya sea laboral o “folclórico”, quedando el aspecto de las relaciones sociales (desarrolladas ampliamente en los lugares públicos tradicionales) reducidas a su más mínima expresión.

De otra parte, la posible conservación tanto de elementos naturales como creados por el hombre es utilizada como una justificación, hasta cierto punto acertada, del desarrollo turístico en algunas áreas. Esto es, siguiendo a Gunn (1978: 3), el crecimiento de la industria turística, del comercio y sus asociados estimulan, en la mayoría de las ocasiones, la demanda de parques y espacios abiertos, a la vez que hace a los gestores poner énfasis sobre la eficacia en el uso de los recursos y la protección y/ o rehabilitación de construcciones existentes y lugares históricamente relevantes.

El problema surge, una vez más, con la fuerte apreciación y condicionamiento cultural sobre esa “imagen” de lo estéticamente atractivo; es decir, se mantiene y restaura lo que aparentemente es significativo en el contexto recreacional, dando en la mayor parte de los casos un nuevo uso ocioso a espacios antes olvidados. Pero ¿no es esta una nueva manifestación de las modas culturales? Es fácil caer en la tentación del “todo es conservable” o, lo que es lo mismo, todo es degradable y sobreexplotable y por tanto hay que proteger, controlar y prohibir.

En la rivalidad y competencia espacial turista/ anfitrión, la conservación se puede manifestar como un nuevo elemento de fricción, en tanto en cuanto los nativos se ven sometidos bien a expropiaciones forzosas bien a planes de procedimiento y control que tienen como fin último el asegurar la buena administración del nuevo ambiente (p. e. la reserva de un área como parque nacional). Si no se toman buenas medidas de gestión, tanto la conservación o rehabilitación como los usuarios ociosos del territorio se encontrarán con una actitud y comportamiento abiertamente antagónica (usando el índice de irritación de Doxey (Murphy, 1984: 124) para medir la respuesta) pudiendo deteriorar la reputación del destino.

Pero estamos reflexionando sobre un sistema vivo y dinámico como es el turístico, donde cualquier elemento social (incluidos aquellos deplorables como la miseria y la guerra) es constituyente de comercio, es capaz de adaptar o adaptarse a la nueva dinámica de defensa y custodia de “lo natural”, “lo étnico” o “lo tradicional”. Así, por ejemplo, cuando un destino llega a su fase de estancamiento (sobre todo para el turismo de masas), un desierto o un erial próximo puede cobrar estatus de “lugar para la aventura” o un ritual de sacrificio, sufriendo algunos cambios, una escenificación de los exótico, conquistando nuevos espacios que rejuvenezcan el destino.

Es obvio, y casi nadie lo pretende, tratar de encontrar un estado de cosas anterior a la llegada del turismo, es obvio también el porqué ningún Estado rechaza esta forma de incrementar su economía, así como el porqué se recurre a ella en esos momentos de búsqueda de alternativas (que normalmente para el destino son complementos) al mercado turístico. La conservación, muchas veces relativamente costeada desde el occidente proveedor de turistas, además de deseable es financieramente rentable.

En cuanto a la aplicación de la capacidad de sustentación (carrying capacity) 1 , nos encontramos no ya con un nuevo problema sino con una fuerte dificultad metodológica. Barkham (1973: 218) ya dijo que era encantador en su simplicidad, complejo en su significado y difícil de definir, en tanto que en diferentes situaciones y diferentes pueblos es entendido de manera también diferente.

Desde el punto de vista del espacio, con esta noción se hace referencia a cómo existen unos límites en la cabida de un entorno, natural o creado artificialmente, para soportar a un determinado número de individuos y sus actividades. La dificultad surge al tratar de medir los cambios y descubrir las relaciones causales directas entre visitantes-residentes y los efectos sobre el entorno- global en tanto que se ve afectada por el sistema turístico en su conjunto y variará, entonces, según las características propias del turismo (tales como procedencia socioeconómica, niveles de uso, tiempo de estancia, tipo de actividad, nivel de satisfacción, ...), las características específicas del área de destino y las de su población, haciendo imposible un cálculo en valores absolutos.

Tal concepto indica, en su aplicación a la comprensión y gestión del sector, la posibilidad de contar con, al menos, cuatro medidas, esto es la capacidad ecológica (impactos sobre el sistema), la capacidad física (número de individuos), la capacidad de atracciones recreacionales y la capacidad social (Healy, 1991: 7). Ahora bien, en su valoración no pueden ser desvinculadas unas de otras, so pena de confundir los posibles niveles de tolerancia y, como consecuencia de ello, anular la potencialidad del destino para ofrecer una experiencia recreacional de calidad.

En este sentido, la capacidad de sustentación debe ser vista como un instrumento dirigido a un fin, ya que funcionaría como un añadido en la toma de decisiones tanto sobre el impacto como del mantenimiento de la demanda local de plazas o el incremento adicional de las mismas, así como de los niveles de tolerancia entre los turistas y sus anfitriones, además de al interior de cada uno de estos grupos, indicando cuándo y dónde tomar las medidas pertinentes para su corrección (tendencia al equilibrio ideal calidad/ beneficios) o cambio de la imagen promocionada.

En un intento de establecer un modelo, partiendo de que la presión sobre el entorno se agravará cuando los niveles de aguante de aquel y las demandas de sus visitantes y residentes no estén sincronizadas, se puede proceder a examinar las necesidades y patrones de actividad, mientras que, paralelamente, se informe sobre los parámetros recreacionales, físicos y biológicos del área de experiencia, centrándose particularmente en las zonas más sensibles y populares. Este modelo tendrá que tener en consideración, de una parte, las características definitorias de la población nativa (homogeneización cultural con el tipo de turistas que le visitan, profesionalización, actividades laborales tradicionales, etc.) y de otra la tipología de los visitantes, en tanto que puede darse un fenómeno incompatibilidad de expectativas experienciales entre ellos.

Por ejemplo, una aldea rural en la celebración de una fiesta religiosa si se ve invadida por un alto número de turistas (en relación al número de residentes presentes) reaccionará, probablemente, entrando en conflicto con estos o cambiando su forma original (escenificándose hacia el foráneo), pudiendo llegar a desvirtuarse como recreación y, en último término, provocar cambios culturales profundos en el lugar. En cambio la misma masa de individuos puede ayudar a la “creación del ambiente” de excitación, alegría y bullicio, siendo incluso bienvenida, en una fiesta como el carnaval.

De la misma forma, son irreconciliables algunos tipos de turistas tanto por el número como por la actividad desarrollada, o algunos ambientes naturales, esto es por el nivel de congestión (Healy, 1991: 6). Véase a modo de ilustración la masificación de las costas mediterráneas frente a un modo de turismo drifter (— de mochila— ejemplo

de contra- vacación).

Por último, la cuarta forma de mejorar el uso y gestión del bien recreacional, directamente ligada al concepto anterior, consiste en mitigar las presiones sobre el medio físico, tratando de que se mantenga constante o aceptablemente variable la imagen vendida, evitando el sobre- uso. Básicamente se tratan de controlar tres elementos: la reestructuración del entorno, el incremento de desperdicios y, paradójicamente, las actividades turístico- recreacionales.

Entre estos, uno de los factores hoy en día más preocupantes para la consolidación o el rejuvenecimiento de los destinos es la reestructuración física permanente a que estos suelen estar sometidos, como resultado del movimiento continuo de tierras para la construcción de nuevas urbanizaciones o para el desarrollo de infraestructuras del ocio como puertos deportivos, paseos marítimos o senderos de montaña, que además ocupan o interfieren en espacios de producción primaria.

Los efectos directos de esta actividad se muestran en los cambios de hábitat para la población e indirectamente sobre los valores estéticos del área, que tenderán a la homogeneización (Eckbo, 1969; Relph, 1976) anulando las diferencias entre las áreas turísticas. Pero existen efectos indirectos como la compactación de suelos o la alteración de la vida animal como consecuencia de un alto número de excursionistas (Healy, 1991: 8).

Para cualquiera de los casos, en tanto en cuanto se refiere a un recurso común como es el espacio, la dificultad de planear y llevar a cabo su gestión se encuentra en la gran variedad de regímenes de tenencia o propiedad formal y, con ello, el distinto nivel competencial de las administraciones.

La estrategia ha consistido en poner ciertas cotas al crecimiento de la oferta (número de camas), pero sigue sin solventarse el referente al aumento y diversificación de las infraestructuras, chocando una vez más el conservacionismo, la búsqueda de nuevos equilibrios y la rentabilidad económica que se espera de la explotación de esas áreas. Para superar esta traba, se trata de regular no tanto el acceso a los espacios (que en la mayor parte de las ocurrencias es “libre”, en último término previo pago de unas tasas) como de los usos o actividades que se llevan

a cabo en ellos.

Así por ejemplo, un parque natural podrá ser invadido de visitantes que ejercerán una presión específica sobre el mismo y sus habitantes, sin necesidad de construcción neogénica alguna, pudiendo ser explotado a la vez por otras actividades productivas, como la agricultura. Es esta una estrategia, conocida como “multiple use”, que reconoce que un suministro limitado de espacio (lugares de uso potencialmente recreacional) a menudo necesita ser utilizado para múltiples propósitos (Lea, 1988: 61), tanto productivos o de conservación como recreacionales.

Este hecho es especialmente importante en ecosistemas insulares, donde las posibilidades de tierra agrícola sean escasas, reduciendo la competencia por las mismas. La demanda de estas áreas, bien estéticamente atractivas bien de producción tradicional, se incrementa no sólo con el desarrollo turístico, y el “uso múltiple” se plantea como una solución al aumento de los costes de conservación. Se está abogando por una utilización racional de los recursos, minimizando los conflictos y, para ello, se debería tender no tanto a una estrategia dominante o colonizadora de un uso primario sobre otro secundario, como al equilibrio, tal vez utópico, entre ambos.

No obstante, según Lea (1988), es difícil encontrar casos donde tal estrategia haya sido adoptada deliberadamente, reduciéndose a algunos siempre en Parques Nacionales (Estados Unidos de América, Columbia Británica e Inglaterra y Gales). Ello nos debe indicar como se cierra el círculo vicioso, esto es, se vuelve a tropezar con la dificultad de las distintas formas de apropiación, en tanto en cuanto la conversión en mercancía de ese espacio radica en su capacidad de servir de soporte y/ o medio de las actividades recreativas (Vera Galván, 1987: 449).

Por una parte, en cuanto a la propiedad formal no estatal, las administraciones pueden estipular cotas de crecimiento e incluso de actividades a desarrollar. Pero, de un lado, la titularidad de los distintos actores privados sobre su producción dirigida al ocio, y, de otro, la necesidad de crear empleo o de rejuvenecer el área, generalmente ha llevado a relativizar los topes legales a cambio de incentivar otros servicios, supuestamente destinados a los locales, como educación-formación ocupacional, vivienda, sanidad, transporte, etc. O, en momentos de alta dependencia de los ingresos turísticos, simplemente aplicando las normas del trueque en relación a un potencial cambio de imagen dictado por las corrientes y expectativas turísticas.

De otra, en lo que se refiere a la apropiación informal, los anfitriones, usuarios constantes, pueden ofrecer una franca oposición a compartir los espacios públicos de uso habitual y semi- restringido, que son apropiados en aras de la costumbre, la tradición o la vida cotidiana. Los individuos pueden llegar a ver a los visitantes, en la peor de las ocurrencias, como intrusos y como tales ser recibidos (p. e. actos xenófobos), lo cual dañaría, como hemos señalado más arriba, la calidad recreacional del destino.

Pero generalmente lo que ha sucedido, muchas veces en períodos temporales más o menos cortos, es que los anfitriones ceden esos espacios ante la presión del número y tipo de visitantes, implicando en primera instancia un cambio de uso (de social a directamente productivo) del área (real o simbólica) en litigio y, en ocasiones, una reestructuración tanto de la imagen propia como del hábitat habitual. Las consecuencias, entre otras, pueden ser observadas en los diversos canales de información local, la socialización de nuevas generaciones, las formas tradicionales de asociacionismo, los evaluadores del prestigio o la división del trabajo, según el tipo de empresa y la calidad de la gestión.

Si se tiene en cuenta que los turistas son, normalmente, transferibles y la actividad empresarial turística es, por excelencia, complementable a otras, el papel de los gestores debería convertirse, además de en controladores, en coordinadores de los distintos aspectos socioeconómicos y socioculturales, con el fin de al menos mediatizar los rápidos efectos del multisector turístico sobre los espacios de destino en su transformación hacia “espacio turístico”.

En este sentido, abogamos por un aprovechamiento de las distintas formas asociativas locales en un intento de complementar la estrategia del “uso múltiple” con la “gestión múltiple”.

Hasta ahora, la población autóctona generalmente ha constituido sólo la masa trabajadora no cualificada o, cuando más, parte del recurso turístico a explotar. Sería utópico proponer un control directo del sistema turístico, incluso sólo del subsistema “destino”, por parte de esta población, pero es de considerar cómo su participación en la gestión de su entorno tradicional puede, a la vez que aminorar los efectos socioculturales, mejorar las relaciones en los espacios interferidos (turístico- locales) y proponer un mejor alineamiento de las infraestructuras de acuerdo con las necesidades reales del área.

Al efecto, la creación de comisiones consultivas (no necesariamente vinculantes) o de seguimiento, donde se encuentren representadas todas las partes (población local, instituciones públicas locales, agentes inmobiliarios, empresarios, tour- operadores, etc.) y las entidades estatales implicadas, asesorados por las distintas ramas técnico- científicas, podría dar luz a una mejor gestión y uso compartido, haciendo al modelo turístico partícipe de las formas de administración democrática, a la vez que es integrado como “propiedad común”.

LA IMAGEN DEL OCIO

En la memoria de la gente, convertida alguna vez en turista, quedan las escenas captables en imágenes y los sentimientos preformados y que le han sido vendidos. El ritual representado, la naturaleza aparentemente impoluta, la emoción de la aventura, quedan rápidamente inmortalizadas, con el desarrollo tecnológico, en una película fotográfica o en video. Lo efímero, el simulacro de la realidad, pasa a ser “lo auténtico” y el compartir, “lo democrático”, queda sumido en una forma paralela al estilo de vida, el consumismo.

La oferta turística se basa siempre en estampas y promesas excitantes de ruptura con el ritmo de vida cotidiano, cálidas playas y ambiente tropical para el individuo de ciudad o enormes ciudades comerciales- culturales para los integrantes de la población periférica. Paradójicamente, el sistema se adapta a los individuos a la vez que acomoda a éstos a sus requisitos de mercado.

En este sentido, el turista es la “materia prima” que genera utilidades (Molina, 1991: 79- 81) y ni ellos ni los integrantes de las poblaciones locales se benefician integralmente de este modelo “industrial” que conforma escenarios, materiales e inmateriales, dando lugar a una experiencia y a un conocimiento limitado.

En este diseño, las representaciones carecen de capacidad para obrar experiencias auténticas (MacCannell, 1976: 99) y muestran escasas actividades que se puedan elegir libremente y sean practicadas según una motivación intrínseca. Sin embargo, el turismo se presenta como una potente posibilidad de ampliar los puntos de vista (la mirada o “gaze” de J. Urry), así como la conciencia medioambiental, y de comparar efectivamente las distintas realidades, es decir, potencia la globalización y la homogeneidad.

Para ello, los individuos practicantes han de consumir visualmente el entorno visitado, captando las imágenes que estéticamente son construidas según los cánones de belleza al uso y las expectativas extraídas del turista potencial. De esta forma, lo cotidiano es adornado con pautas de comportamiento, emociones o colores hasta transfigurarlo y convertirlo en una forma de ser, un paisaje, manufacturado y frívolo en aras del beneficio económico.

La imagen “real”, lo cotidiano, por extensión de la lógica de mercado se reinventa en una copia cuya calidad se mide en términos de “parecido a”. Se convierte así en un argumento para su venta (exportación) como imagen “creada”, mostrando las facilidades de acceso, inocuidad y exotismo, en el modelo clásico, o la “peligrosidad”, riesgo, desamparo y aventura, en las más refinadas formas de diseño en las nuevas experiencias turísticas.

Usualmente, la imagen creada es organizada en dos grandes categorías, lo pintoresco y lo grandioso, que se definen a partir de una serie de fundamentos o códigos (Ronai, 1976: 146- 150, refiriéndose al paisaje) generales:

(1) El código psicológico: a partir del cual se buscan figuras o representaciones que evoquen emociones o revivan experiencias.

(2) El código estético: el juego de colores, distancia, textura, etc. Que presenta el entorno como una obra de arte antrópica o física.

(3) El código inconsciente: atribuyendo al destino deseado adjetivos que orienten al receptor en forma de mensaje subliminal.

(4) El código mítico: referencia a lo irracional, la fantasía, el “paraíso perdido”, con ciertas características de sus gentes pero resaltando siempre, y según el destinatario, su arcaicismo o su progreso.

(5) El código estratégico: resalta la posición privilegiada atendiendo a los valores que se quieren destacar.

(6) El código geográfico/ humano: exposición épica de características físicas como geomorfología, clima, etc. dando especial importancia a los contrastes. Del mismo modo se trata a los habitantes del área y se exponen los rasgos que se le pretenden.

(7) El código infraestructural: la comunicación con el destino pero haciendo énfasis en los vectores propios de la comodidad para la vacación y/ o viaje, remarcando la posibilidad de evasión o, en su caso, las ideologías medioambientalistas.

Estos, incluyendo en ocasiones la gestión de las áreas, se complementan con la imagen gráfica (parcializada según el propósito) y son articulados a través de la publicidad y el resto de los medios de comunicación de masas.

La conformación del destino- espectáculo, donde todo lo que acontece puede ser construido y regulado como pintoresco, concluye con su presentación a la población consumidora con una uniformidad de estilo, léxico y temática (según los grupos de destinatarios) e iconos representativos estandard. En este ámbito la fotografía, como imagen fija reproducible en la experiencia individual, y el vídeo, como imagen en movimiento igualmente reproducible, erigen el destino en escenario donde los espectáculos manifestados en su venta son continua e individualmente repetibles.

A partir de ello, se da una valoración fundamentalmente estética del área ocultando las posibles contradicciones, tanto entre el espacio y el resto de la sociedad anfitrona, como entre los grupos sociales que la componen, ofreciendo una aparente armonía. De esta forma, se impone la aceptación de tales contradicciones y la participación o connivencia en su proyección espacial.

El sujeto de la mirada, el turista- actor, aprehende la imagen como parte de “lo natural” y como un objeto de la cultura que visita (normalmente oculta tras el velo de la industria) en un ejercicio de codificación e interpretación desde su modo de vida y cultura de origen, mediado por el sistema turístico. La espacialidad y la temporalidad de lo cotidiano son limitadas, cuando no suspendidas, a priori reforzando el carácter “inmortal” de lo creado.

Si bien las características individuales del turista (grado de instrucción, lugar de residencia habitual, expectativas, etc.) van a condicionar en mayor o menor medida la aprehensión de la imagen del destino, los estereotipos que en la actualidad son difundidos por los medios de comunicación de masas (Bardon Fdez., 1991: 37) la desvirtúan y fuerzan al individuo a adaptar su propia observación/ participación a la imagen que resulta más conveniente al negocio turístico. Y algo parecido, pero de consecuencias más duraderas sucede a los poblados de destino.

Ahora, si partimos de que el área de destino es algo más que un simple espacio físico, que es el resultado de la proyección cultural de los grupos sociales que en él han habitado, que es tomado como símbolo de identidad más que como mero entorno, la interiorización de la nueva imagen por parte de los locales va a causar, cuando menos, modificaciones culturales a corto plazo.

Cuando los anfitriones han de asumir en la vida diaria/ laboral los patrones de imagen creados por otros y apoyados por aparentes resultados positivos, al menos en lo económico, éstos son legitimados y dados por válidos, socializando a las nuevas generaciones con esos nuevos valores, aunque no podamos achacar este comportamiento siempre y exclusivamente al turismo.

Los actores- anfitriones, a merced de los cambios de tour- operadores y gustos de las sociedades de origen del turismo, hipotecan su futuro y comienzan a tomar su pasado e incluso su cotidianeidad como parte del espectáculo, convirtiéndose, en el peor de los casos, en caricaturas de sí mismos.

Con la irrupción de un grupo social homogéneo se dan valores nuevos a objetos (como símbolos), a relaciones efímeras, a las posiciones sociales y a las ocupaciones de la gente, renacen historias, cuentos y leyendas, el paso de lo religioso- festivo a lo profano adquiere un nuevo sentido (objeto de intercambio económico) y cuando no existen esos rituales se “reinventan”.

La representación de labores y/ o rituales tradicionales, el comportamiento público, los cánones del prestigio, el reconocimiento familiar y/ o grupal, las representaciones individuales, son objeto de cambios más lentos que la economía o el medio físico bajo el peso del turismo, tal vez por ello conozcamos tan poco de estos aspectos. No es nuestra intención negar el cambio, la transformación cultural, pero ésta puede ser amortiguada por una buena gestión donde los implicados tengan algo que decir. Nuevamente el uso y la gestión múltiple se presenta como la forma de secuenciar las etapas- espectáculo, apoyando la formación y el desarrollo integral de las unidades de destino, incluyendo la propia autoestima de los, inevitablemente, actores- anfitriones.

El poder, la especulación y las ideologías jamás suben a escena pero subyacen a la apropiación y conversión del espacio y su imagen en objeto mercadeable.

NOTAS

1. Lo aquí desarrollado sobre la capacidad de sustentación es deudor del texto de Santana (1993), “El Sol siempre va a estar ahí. Antropología y Turismo en Canarias”, Barcelona: Anthropos (en prensa).

BIBLIOGRAFÍA

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Healy, R. G. 1991. “Alternative property rights arrangements for addressing the “common pool” problem in tourism landscapes”. Annual Meeting of the International Association for the Study of Common Property. Winnipeg. (Mimeografiado).

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