Ciencias Sociales


Antropología del neoliberalismo


ANTROPOLOGÍA DEL NEOLIBERALISMO

ÍNDICE GENERAL

INTRODUCCIÓN

PARTE I

Propuesta antropológica difundida (errónea)

Respuesta a esa antropología. El individuo y la sociedad: ser persona.

1. Ser relacional

2. Ser estructural y social

2.1. Diferencia entre sociedad y estado

2.2. Persona y sociedad

2.3. Analogía del «sujeto social»

2.3.1. Premisas

2.3.2. La sociedad como «sujeto ético»

2.3.3. Pecado y conversión sociales

2.4. Interrelación entre los niveles éticos

2.5. Relación persona-estructura

2.6. Ser situado y cultural

3. Bien integral de la persona

4. El bien de la persona y el bien común

5. Proyecto de sí y libertad

PARTE II

Propuesta antropológica difundida (errónea)

Respuesta a esa antropología: Desarrollo y acceso a los bienes

1. El desarrollo

1.1. Desarrollo y bien común

1.2. El «proyecto de desarrollo»

1.3. Las diferentes dimensiones del desarrollo

1.4. La realidad ambigua del desarrollo

1.5. El contenido del desarrollo

2. El destino universal de los bienes y la propiedad

2.1. Perspectiva

2.2. Propiedad y derecho a la libertad

2.3. Desde la antropología

2.4. Dimensión socio-estructural

3. El acceso a los bienes: el mercado

3.1. Validez de una economía de mercado

3.2. Los límites del mercado

3.3. La exclusión del mercado

3.4. Mercado y sistema político

 

SIGLAS DEL MAGISTERIO CITADO

CA = Carta Encíclica «Centesimus Annus». Juan Pablo II. (1991).

Cat = «Catecismo de la Iglesia Católica». (1992).

DH = «Decreto Dignitatis Humanae». Concilio Vaticano II. (1965).

DV = «Donum Vitae». Congregación para la Doctrina de la Fe. (1987).

FC = «Familiaris Consortio». Exhortación Apostólica de Juan Pablo II. (1981).

GS = «Contitución Gaudium et Spes». Concilio Vaticano II. (1965).

HV = «Humanae Vitae». Carta Encíclica de Pablo VI. (1968).

MM = «Mater et Magistra». Carta Encíclica de Juan XXIII. (1961).

LCL = «Instrucción sobre Libertad Cristiana y Liberación». Congregación para la Doctrina de la Fe. (1986).

LE = «Laborem Exercens». Carta Encíclica de Juan Pablo II. (1981).

OA = «Octogesima Adveniens». Carta Apostólica de Pablo VI al Cardenal Mauricio Roy. (1971).

PP = «Populorum Progressio. Carta Encíclica de Pablo VI. (1967).

PT = «Pacem in Terris». Carta Encíclica de Juan XXIII. (1963).

RP = «Reconciliatio et Paenitentia». Exhortación Apostólica de Juan Pablo II. (1984).

SRS = «Sollicitudo Rei Socialis». Carta Encíclica de Juan Pablo II. (1987).

Sto Dgo = «Nueva evangelización, promoción humana, cultura cristiana». Conclusio­nes de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Santo Domingo (1992).

 

INTRODUCCIÓN

 

En el Uruguay actual, y desde hace ya unos cuantos años, se viene difundiendo con fuerza progresiva una determinada «imagen» de hombre, presentada de algún modo como «el modelo de hombre» a realizar, y que entra en contradicción con la visión cristiana del ser humano.

Esta «imagen» difundida, es resultado de la síntesis y también de la yuxtaposi­ción de elementos y posturas derivadas de diferentes concepciones de la realidad. No se trata, por tanto, de «una doctrina» estructurada, sino de una resultante más bien sincrética de visiones diferentes entre sí.

En la actualidad hay diferentes grupos con fuerza de propuesta importante en nuestra sociedad, que influyen en diferente grado en la base de esa «imagen». Conservado­res, neo-conservado­res, liberales, neo-liberales, Nueva Derecha, etc., tienen enormes diferencias entre sí, en sus planteos formales. No obstante, a nuestra realidad uruguaya llegan con una propuesta muy fuerte, y con tal grado de mezcla, que resulta prácticamen­te imposible distinguirlos con nitidez suficiente[1].

 Al «collage» de elementos integrantes de esa «imagen» difundida, se une la enorme diferencia que existe también entre esa imagen propuesta y la práctica consiguiente de los mismos que la proponen.

Este hecho no es de extrañar, ya que a lo largo de la historia siempre ha habido, y me temo que habrá, una apreciable distancia entre las propuestas y las realizaciones alcanzadas, tanto a nivel individual como social. Es un problema de «coherencia», pero también de «límites» históricos.

Lo que aquí interesa no es, pues, establecer la coherencia o no de personas o sectores sino analizar el resultado, en cuanto «imagen propuesta», que en la práctica hoy día se presenta al pueblo uruguayo.

 Cobra especial releve el hecho un tanto paradójico, y al mismo tiempo significati­vo, que en torno a la acepción inmediata de ese «modelo» o «imagen» ha ocurrido en nuestro país.

Dentro del contexto mundial, y especialmente a partir de la caída del muro de Berlín, y de la pretendida desaparición del «modelo socialista de sociedad», en nuestro país parecería haber cobrado especial impulso esta propuesta, con múltiples intentos de concreción.

Complemen­tariamente, y a pesar del rechazo sufrido por la opinión publica de parte de su propuesta política, la «imagen» antropológica de fondo parecería encontrar una menor resistencia en su aceptación por parte de grandes sectores de la población.

Probablemente influye en ello, el hecho de que mientras la propuesta política es más fácilmente encuadrable, y por tanto pasible de ser criticada; por el contrario, la propuesta antropológica no ha tenido igual posibilidad de ser encuadrada en forma efectiva y, por tanto, de ser seriamente criticada.

 El intento aquí presentado, no será el de discutir la teoría antropológica de cada grupo concreto, tarea académica que es por demás interesante y necesaria. Mucho menos aún, será el de entreverar los diferentes planteos teóricos considerándolos como si todos fueran lo mismo.

El intento concreto consiste en describir algunas concepciones que se detectan presentes y con fuerza de propuesta en la actualidad de nuestro país y, sin pretender lo que considero un inconducente camino de encasillamiento en modelos puros subyacentes, simplemente contraponerle aspectos esenciales de la antropología cristiana a lo que considero sus errores más serios, incompatibles con la visión del ser humano que se desprende del Evangelio.

No considero puramente discursivo este intento, ya que esa «imagen extendida» es profundamente generadora de mentalidad en nuestra sociedad, y por tanto transforma­dora de nuestra cultura, en un sentido que considero gravemente erróneo. No se trata, pues, de un mero ejercicio de análisis, sino de enfrentar uno de los elementos que más pueden influir en la generación de cultura en el Uruguay y, por tanto, en los valores éticos que la animen.

El presente trabajo está destinado principalmente a los cristianos, con la intención de ayudarlos a leer críticamente esta «imagen» que se nos propone. Se trata de aportar elementos para un análisis y una reflexión a la luz de la fe, y como consecuencia poder asumir la postura personal y el compromiso social que de ahí se deriven.

La descripción que haremos de la «imagen propuesta» es muy somera, intentando únicamente recoger los perfiles más nítidos posibles y dejando de lado detalles que distraen de su contenido esencial.

Muy probablemente nadie se sienta identificado totalmente con el perfil descrito, dado que cada uno tiene una cosmovisión ordenada y más o menos coherente y lo aquí descrito ,por lo dicho más arriba, es un «collage» no sistematizable. No obstante, considero que todos podremos ver aquí representados elementos claves de esa «imagen» genérica que se trata de imponer.

También es probable que para algunos lectores la descripción parezca caricatu­resca, por tratarse nada más que de un conjunto de trazos. También puede resultar una visión que, en conjunto, «nadie sostendría», ya que es presentada sin todo el volumen de elementos explicativos y/o más o menos argumentativos que normalmente acompañan cada afirmación.

De hecho, además, sus principales exponentes prácticamente nunca presentan la propuesta global, sino que siempre las afirmaciones son hechas a partir de aspectos aislados. Complementariamente, las afirmaciones raramente son hechas en forma teórica, sino que en la práctica siempre se dan a partir de su aplicación a casos concretos.

Creemos que todas estas salvedades no invalidan el intento de presentar un esquema más o menos global de esa «imagen», en la cuál no solamente cada uno podrá identificar postulados publicitados por personas y grupos, sino que también cada uno de nosotros podrá reconocerse vivenciando (y tal vez incluso defendiendo) aspectos de esa imagen que no ha sabido criticar adecuadamente.

Este trabajo se completa con una última parte dedicada al «militante cristiano», donde intento esbozar algunos elementos de nuestra propia reflexión, que considero nos pueden ayudar en nuestra autocomprensión como «militantes» y como «cristianos» en este momento de la historia.

No se trata de postulados acabados, sino únicamente de elementos para la discusión y el mutuo enriquecimiento.

 

PARTE I

 

PROPUESTA ANTROPOLÓGICA DIFUNDIDA (ERRÓNEA)

 

La primera afirmación que surge es que la persona individual es el centro de todo. Centro de sí mismo, centro de la relación con los demás y de la relación grupal, y centro de la sociedad. Todo surge del individuo y debe estar en función del individuo [2]. El individuo es el centro y razón de ser del universo. Incluso en la perspectiva religiosa, la relación con la divinidad es siempre de la «persona-individuo» y en función de ésta.

No existe ninguna realidad que en sí integre o esté por encima del individuo, sino que toda realidad supraindividual es en algún modo reducible a sus individuos integrantes y a las relaciones por ellos establecidas en forma individual[3].

La persona-individuo se construye a sí misma. En un sentido inmanente es autosuficiente, por cuanto será el resultado exclusivo de lo que ella haga por sí misma. A su vez, en sí misma se encuentran todas las potencialidades para que se autoconstruya, lo cuál podrá hacer dependiendo únicamente de su fuerza de voluntad, y siempre que no se vea limitada por la «invasión» de los demás, o por la imposición del estado-sociedad.

La «autosuficiencia» de la persona-individuo no es total, ya que todo individuo necesita de otros individuos para su realización e inclusive para su subsistencia. Pero esa «necesidad» de los demás es prácticamente de «utilidad». La persona-individuo «necesita» de los demás a nivel material, afectivo, sicológico o espiritual. Pero necesita «del otro» no en cuanto «otro», sino en cuanto le es útil para alcanzar los bienes que necesita, el afecto que necesita, el equilibrio sicológico o espiritual que necesita.

En definitiva, la persona-individuo no es autosuficiente en cuanto por sí solo no puede abastecerse de todo sino que le es necesario lo que otros le brindan. Pero sí es autosuficiente en cuanto su crecimiento y realización depende exclusivamente de su capacidad intrínseca de conseguir con los demás y/o de los demás lo que le sirve para sí.

 

La relación con los demás es esencialmente de dos tipos no excluyentes entre sí: negociadora o competitiva. Es negociadora, en cuanto el «acuerdo-alianza» con el otro se basa en la persecución de los «intereses comunes», es decir, es el modo de optimizar las posibilidades y de maximizar los resultados que le son útiles para su propia autoconstrucción. La relación será «negociadora» ya que en cada caso se tratará de sacar el «mayor provecho posible» para sí mismo[4]. En todo caso se trata siempre de una relación «táctico-estratégica».

Se habla de que liberados de toda interferencia, los individuos «cooperan espontáneamente» entre sí[5]. Pero esa «cooperación» resulta no ser más que la agrupación en grupos de intereses comunes (normalmente enfrentando otros grupos con intereses contrapuestos) para alcanzar resultados mayores para cada uno de lo que se conseguirían sin se actuase por separado. Se trata de «cooperación» con una finalidad de «utilidad» propia.

Pero la relación con los demás es también competitiva, por cuanto la búsqueda del propio bien entra en frecuente colisión con el «bien» ajeno. No se trata únicamente del acceso a bienes materiales, sino a niveles más profundos, se trata de la propia identidad y autoestima[6].

La identidad de la persona-individuo se basa únicamente en la diferenciación, y se apoya exclusivamente en su comparación con los demás. Esto se da a todos los niveles: belleza, inteligencia, prestigio, poder, riqueza, etc. Sólo se considera propio de sí lo que es ajeno a los otros (si todos lo tuviesen ya no sería identificatorio para sí). Todo se maneja en una escala, donde la propia realización consiste en ocupar el puesto más cercano posible a la cúspide. Así, todo triunfo de «otro» configura una derrota propia, y toda «equiparación» general configura una pérdida de identidad de sí.

 

Por ese camino se llega a una persona-individuo esencialmente posesivo, ya que de la posesión depende su realización. Se trata de la posesión de todo: belleza, inteligen­cia, prestigio, poder, riqueza, etc. Cuanto más se posea por sobre los demás, más se es (identidad), y más se vale (autoestima). Cierto que la persona-individuo puede renunciar a ciertos bienes, pero únicamente por criterios de optimizar la adquisición de otros considerados más importantes (más útiles). No obstante toda renuncia siempre significa una pérdida de sí.

Aunque esa fiebre de «posesión» abarca todos los niveles sin embargo, por otros factores que veremos más adelante, se concentra especialmente en la posesión de bienes materiales y lo que los representa (riqueza).

Esa «hambre» de posesión tendría un límite teórico que consistiría en el «acaparamiento» de bienes intentando poseer más allá de lo que le pertenece. Pero el concepto de «lo que le pertenece» es vago, y podría expresarse como «todo aquello que con su habilidad y su suerte pueda conseguir», sin que en el fondo se pongan muchos límites éticos a esa «habilidad» suya.

 

La persona-individuo aparece como dueña exclusiva de sus actos, sin que nadie ni nada pueda interferir de algún modo con ellos. Toda interferencia del tipo que sea es vista siempre y sin excepciones como pérdida de libertad[7].

Los fines que persigue son siempre (y así deben ser) propios. Se trata de un ser centrado en sí mismo, y que actúa siempre en función de sí. Inclusive el altruismo es leído exclusivamente desde esta perspectiva: «si ser generoso te hace sentir mejor está bien que lo hagas». No existe la posibilidad real de la «gratuidad» sino que todo esta regido por el interés propio, y en el fondo se trata de un problema de «poder»[8].

Actuar siempre por el propio «interés» es visto como «natural y bueno», y aunque muchas veces se niega que se trate de «egoísmo» sin embargo la diferencia entre ambos no aparece nada clara, e inclusive en el caso de algunos exponentes, el «egoísmo» es visto como parte de la naturaleza del ser humano, por tanto imposible de evitar, e inclusive justificado como bueno[9].

Se desdibuja la calificación de «necesidades» y progresivamente todo se va asimilando a «deseos». Comer, vestir, recrearse, formar pareja, militar política­mente, tener hijos, etc., todos son «deseos», y por tanto de algún modo desecha­bles, pero sobre todo, como deseos nunca son exigibles «por nadie» ni «a nadie». La persona-individuo se mueve entonces en base exclusivamen­te a sus deseos, y el criterio fundamental para su persecución es el de la «utilidad» para sí[10]. En la mayoría de los casos, se trata de una «utilidad inmediata».

 

Hay un fuerte concepto de «naturaleza humana» subyacente en la imagen presentada. El actuar exclusivamente por «propio interés» es parte de esa «naturaleza», así como lo es la «libertad» como posibilidad de actuación sin interferencias de ningún tipo. La persona-individuo es autosuficiente en cuanto no «necesita» de los demás para su crecimiento, sino que la relacionalidad se basa en la utilidad. De ese modo, la persona-individuo parecería tener un «crecimiento espontáneo», es decir, simplemente con ser «hábil» para cumplir con sus «deseos» sin interferencia alguna, la persona-individuo crecería y se realizaría. En eso consiste su «naturaleza».

 

La imagen de esta persona-individuo es la de un ser «universal». En todos lados del mundo los individuos son «iguales», no en el sentido de una «igualdad de derechos» (lo veremos más adelante), ni en el sentido de que en todos las personas anidan potencialmente los mismos vicios y virtudes, sino en el sentido de que el lugar geográfico en el que vive, ni la cultura de la que es parte, lo configura en modo alguno. Por supuesto que no se niega que las condiciones culturales y sociales influyen en los individuos, pero esa «influencia» que ejercen son en definitiva accidentales y secundarias.

La persona-individuo es intercambiable con cualquiera otra del universo, simplemente con un proceso de «aclimatación», ya que lo cultural, geográfico, y social, no afectan su esencia, y por tanto en el fondo tampoco conforman su «identidad» de sujeto[11].

 

Por lo ya visto es claro que la persona-individuo se presenta como enfrentada a «lo social», ya que de por sí coarta y limita su libertad y poder. Además con facilidad se va identificando «lo social» con «el estado», como si éste fuese la expresión casi totalizante de aquel. La sociedad parecería estar conformada únicamente por el estado y los individuos, donde el estado oprime a los individuos al coartarle su libertad, y donde en definitiva el individuo debe ser «liberado» del estado[12].

Hay muy diferentes posturas sobre cuál debe ser el rol que le corresponde al estado[13], desde posturas que consideran que su función debe limitarse a asegurar la vida y bienes (propiedad) de los individuos, hasta quienes consideran que debe asegurar la «igualdad de oportunidades» para todos los individuos. Sin embargo en todos los planteos subyace básicamente el concepto de que «lo social» está configurado exclusivamente por lo «privado» (siempre individual) y lo «público» (perteneciente al estado), y que en el fondo siempre lo «publico» termina quitándole libertad (y por tanto oprimiendo) al individuo.

 

RESPUESTA A ESA ANTROPOLOGÍA.

EL INDIVIDUO Y LA SOCIEDAD: SER PERSONA

 

1. SER RELACIONAL

 

El hombre es un ser esencialmente relacional y comunitario[1]. Así fue creado por Dios[2], no individual y aislado, sino en radical relación con los demás hombres y con el universo entero. Fue creado por Dios no para vivir aisladamente o individualmen­te sino para formar sociedad, como forma de realización de su propia esencialidad.

No existe la «persona universal», es decir, la persona como individuo intercambia­ble de lugar y situación sin afectar su propia identidad de sujeto, sino que, como desarrollaremos más adelante, la persona es siempre «localizada», es decir, que su entorno, circunstancias, y relaciones, son configuradores de su propio ser como sujeto. La «humanidad» no es un mero concepto alcanzado por «abstracción» de los sujetos individuales, sino que constituye una realidad en sí misma que desborda los sujetos individuales.

La relación de la persona con los demás no es accidental y secundaria, sino que lo constituye a sí mismo y lo configura en un proceso que puede ser de humanización o de des-humani­zación. No se trata únicamente de un problema de «bondad» o «maldad» en la relación con los demás, sino de que la propia persona se construye a sí misma fundamental­mente en su relación con los demás. La propia identidad, afectividad, espirituali­dad y materialidad dependen en primer lugar de cómo sea su relación con el resto de las personas.

Nadie es autosuficiente y nadie se puede salvar a sí mismo, ni por sí mismo. La persona humana tiene capacidad de soledad, pero no es un ser «solo». La vida temporal y la salvación escatológica se determinan en la interdependencia total con los demás y, junto a los demás, en la respuesta que le es dada al Señor. No por casualidad el Señor se presenta a sí mismo como «Padre», nos invita a asumir nuestra realidad de «hermanos», y nos llama a la salvación como «pueblo».

En la revelación, y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, el «individualis­mo» siempre ha sido considerado un pecado, no sólo porque implica un desentenderse de la suerte de los demás, sino simultánea y principalmente porque significa la autodestrucción de la propia persona. Todo pecado lo es tal en primer lugar no solo por el perjuicio causado en el «otro», destinatario de la «mala acción», sino por que destruye al propio pecador.

Sin menospreciar en absoluto la responsabilidad directa que a cada uno cabe del resultado material y espiritual que sobre los demás ejerce su actuar, no podemos perder de vista que la primera víctima del pecado es el propio pecador. El «pecado» no es la violación de una ley arbitrariamente ordenada por Dios, sino que el «pecado» es la autodestrucción del propio hombre por un acto-actitud que lo deshumaniza, contrariando así la ley de Dios que únicamente busca la plena humanización del propio ser humano. Así, el ser humano al negar en la práctica su propia esencia relacional, se destruye a sí mismo y, simultáneamente, destruye a los demás.

El pecado de «individualismo» de por sí, implica por parte del sujeto, desconocer la radical dependencia mutua que lo vincula con los demás y con Dios. En cuanto que pretende desconocer su relacionalidad intrínseca, el individualista no puede convertir en efectiva y liberadora la interdependencia, relegándola en la práctica a una relación funcional y utilitaria (cuando no directamente antagónica u opresiva) indigna de la persona humana[3].

La «dignidad» de la persona humana, desde una perspectiva cristiana surge de un dato fundante: ha sido creada por Dios a su «imagen y semejanza»[4]. Su dignidad es así radicalmente distinta del resto de la creación, ya que es la única creatura que ha sido amada en sí misma por Dios, y ha sido llamada por Dios a participar como «hijo» de su propia vida divina. Al mismo tiempo, la «dignidad» del ser humano no surge de sí mismo sino que la recibe de Dios, y él es llamado a asumirla y realizarla en la historia[5].

De allí que la dignidad de la persona humana tiene al menos tres dimensiones que deben ser consideradas. En primer lugar una dimensión que podríamos llamar «ontológico-vocacional», donde la dignidad se juega en la respuesta a Dios como hijo, en la construcción de comunidad solidaria conforme a su ser esencial.

En segundo lugar, la dignidad contiene una dimensión «histórico-objetiva» en cuanto implica para cada ser humano el respeto y promoción de todo otro ser humano de acuerdo con la dignidad que objetivamente le corresponde como hijo de Dios, y que debe ser realizada en la historia.

En tercer lugar, la dignidad también implica una dimensión «subjetiva» en cuanto de la fidelidad que la persona tenga hacia su conciencia, recta y críticamente formada, depende su propia «personalidad ética»[6].

De este modo, toda pretendida autosuficiencia del ser humano, en cualquiera de las dimensiones que se considere es contradictoria de su ser relacional, por tanto indigna, y destructiva de sí y de los demás.

 

2. SER ESTRUCTURAL Y SOCIAL

 

2.1. DIFERENCIA ENTRE SOCIEDAD Y ESTADO

 

Aunque después regresemos a este tema, es importante desde el principio clarificar un equívoco que progresivamente se ha ido extendiendo: se trata de la identifica­ción entre «estado» y «sociedad».

Esta clarificación es fundamental dado que su identificación con facilidad conduce a uno de los errores antropológicos más serios: la desaparición en la práctica del «cuerpo social» como identidad y su reducción a la mera «agregación de individuos organizados por un estado».

El estado constituye la organización de la comunidad política de una sociedad con la finalidad de defender el Bien Común de dicha sociedad[7]. En cambio la sociedad constituye una unidad de identidad y relación que va más allá de cada persona que la integra[8].

No pueden identificarse de modo alguno la sociedad y el estado como si fueran prácticamente lo mismo. Esto conlleva la pérdida de identidad de conjunto, y por tanto de sus posibilidades colectivas de realización en un verdadero proyecto de desarrollo común que sea integrador de todas sus dimensiones, y no sólo de la económica. A su vez, la sociedad aún teniendo un realidad propia debe tener como finalidad la persona concreta[9], y por ello toda pérdida de identidad social supone una mutilación en la capacidad de autocomprensión de cada uno de sus miembros.

No existe el «ser humano universal» más que como abstracción, todos los seres humanos somos parte de un mismo universo pero cada uno es y debe ser hijo, parte y sujeto de una sociedad y una cultura concreta.

Esto nos lleva a tener que encarar más a fondo el tema de la relación entre «persona» y «sociedad».

 

2.2. PERSONA Y SOCIEDAD

 

En primer lugar, el hom­bre no es so­la­men­te un ser «gregario» (capaz de estar junto a otros hombres, capaz de hacer cosas junto con otros hombres, capaz de convivencia aún a muy altos grados de desarrollo), sino que el hombre es esencialmente «social» (sus vinculacio­nes sociales son constitutivas para él).

En este sentido dice la Constitución Gaudium et Spes:

"La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicio­na­dos. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las institucio­nes sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturale­za, tiene absoluta necesidad de la vida social."(25a)

Las relaciones interpersonales son parte inseparable de la persona. La persona se ubica en la realidad, se comprende a sí mismo, y se proyecta, a partir y en base a las relaciones interpersonales que lo configuran. En este sentido puede usarse apropiadamente la frase: «El ser humano es un nudo de relaciones».

La realidad de encuentro y de rechazo de Dios, no es sino parte y expresión (la más profunda y constituyente) de este «ser-en-relación» que es el ser humano. Su realidad de «gracia» y de «pecado» se juega en este aspecto fundamental de la persona (relación de «amor» con Dios y con el prójimo: Mt 22, 37-40; 25, 31-46)[10].

 

En segundo lugar, Dios crea al hombre no solamente en cuanto individuo sino también lo crea como comunidad.

La co­mu­ni­ta­rie­dad está impresa en la propia naturaleza humana, y su desarro­llo es imprescin­dible para el real y pleno desarrollo de la persona.

El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, peno no son las personas indivi­dualmente consideradas las únicas que reflejan esa imagen de Dios, sino que también la comunidad como tal lo hace. Dios también entabla un diálogo con la comunidad como tal y le hace un llamado específico, y la comunidad a su vez acepta o rechaza ese llamado.

Esa es la experiencia de la Alianza con Israel en el AT, donde el interlocu­tor de Dios es el pueblo mismo, y donde es el propio pueblo quien en su fidelidad y pecado va realizando y manifestando la salvación que le viene de Dios.

De similar modo, será la Iglesia, como pueblo santo de la Nueva Alianza, la que es interlocutora de Dios, es portadora y depositaria de la revelación, recibe una misión salvífica por parte de Dios, y escatológica­mente forma «un sólo cuerpo» con Cristo (Rom 12, 3-8).

Para los teólogos Flick y Alszeghy, este aspecto es de esencial importancia:

"La comunidad refleja la imagen de Dios todavía mejor que el individuo: efectivamente, los individuos diferentes se completan entre sí y su unión ordenada manifiesta con mayor razón al divino ejemplar. (...) La mayor perfección de la imagen divina recibida en la comunidad, no es solamente cuantitativa, es decir, no equivale a la suma de las imágenes que resplande­cen en las diversas personas individualmente consideradas, sino cualitativa; por eso la relación entre las diversas imágenes singulares forma una nueva semejanza que no se encuentra en los individuos. Sin embargo, la comunidad no suprime el valor propio del individuo como imagen, por esa misma razón: la imagen de Dios existente en cada uno, en su originalidad individual, no se encuentra en la imagen formada por la totalidad."[11]

De hecho, la comunidad participa en «acto» la intrínseca relacionalidad divina de un Dios «uno y trino»[12].

En tercer lugar, las so­ciedades humanas no son acciden­tales o circunstanciales, sino la expresión del hombre mismo y plasman el proyecto que el propio hombre desarrolla de sí mismo.

A toda imagen de persona corresponden una imagen de sociedad y viceversa. Es imposible separar o comprender a la persona aislada de la sociedad a la que pertenece. La persona «configura» la sociedad y a su vez, es «hija» de esa sociedad[13].

Toda persona es siempre receptora y oblativa con respecto a la sociedad que integra. Es receptora en cuanto que es «heredera» del fruto del esfuerzo de múltiples generaciones pasadas, así como también es beneficiaria del trabajo de sus contemporá­neos[14].

La propia relación de pecado y gracia del hombre también es proyectada en la sociedad (una imagen de hombre «santo» corresponde a una imagen de sociedad «santificadora», etc.).

 

En cuarto lugar, la «for­ma» que adquieren las so­ciedades es fruto del pro­yecto del hombre, pero a su vez tienen cierta autonomía. Las relaciones interpersonales se objetivizan y se institucio­nalizan permanentemente en forma de estructuras sociales[15].

Estas estructu­ras pueden clasificarse en:

a) Formales: formalmente constituidas, legitimadas, y delimitadas; y

b) No formales: no formalmente constituidas ni delimitadas, pero normalmen­te sí legitimadas de hecho.

Para clarificar el contenido de cada tipo, podemos presentar a modo de ejemplo:

* de estructuras «formales»: organiza­ción política, leyes de todo tipo, asociaciones varias, ONGs, Iglesia, etc.

* de estructuras «informales»: usos y costumbres de relación (hombre-mujer, patrón-obrero, etc.), la «garra» deportiva, la «coima», el privilegio de lo intelectual sobre lo manual, etc.

La reali­dad de pecado de la rela­cionali­dad del hombre también se objetiviza en las estructuras sociales. Aparecen así tanto las estructu­ras de gracia como las estructuras de pecado[16].

 

En quinto lugar, el Espí­ritu San­to actúa con la fuerza de su gracia tanto en las per­sonas como en las estructuras sociales.

La a­c­ción del Espíritu Santo no se reduce al ámbito individual, ni a la realidad de las personas en sí mismas o aisladas del resto, sino que también abarca la sociedad como tal, de modo que también la sociedad estructurada es transformada por la acción del Espíritu Santo con el fin de ser redimida junto con el resto de la creación (cfr. Rom 8,19ss).

En este punto entra el tema referido la lectura de los «signos de los tiempos», elemento de tipo netamente soteriológico y social, que se ha constituido en uno de los criterios claves de discernimiento de la Historia de Salvación, según lo manifestado en el Concilio Vaticano II.[17]

 

En sexto lugar, para expresar sintéticamente todo lo anterior, normalmente se utiliza el término «persona». El propio concepto de «persona», considerado el más acabado desde el punto de vista moral para referirse al ser humano, implica de por sí simultánea­mente:

! La dimensión individual: la persona jamás es únicamente una mera parte de la sociedad (ni en su dimensión política, ni económica, ni eclesial, etc.)

! La dimensión social: la persona jamás puede ser considerada como un ser aislado, ni al margen del grupo humano y sus estructuras institucionali­za­das, al que pertenece.

 

A partir de los seis puntos desarrollados, podemos decir que la persona humana es simultáneamente individualidad y socialidad, pero no dividida sino siendo plenamente ambas dimensiones. De un modo gráfico podemos decir que la persona humana es:

! 100% individualidad (originalidad única e irrepetible).

! 100% socialidad (estructuras sociales internalizadas).

Para comprenderlo necesitamos hacer una analogía con la «Unión Hipostática» de Cristo: verdadero hombre (100% hombre) y verdadero Dios (100% Dios).

El ser «persona» es ese núcleo misterioso que unifica los diferentes niveles constituti­vos de su compleja naturaleza.

El que la persona sea 100% sociali­dad im­plica que nadie se puede realizar plenamente si no se realiza también la sociedad de la que es parte. La realización de la sociedad como tal es esencial para la realización de sus integrantes.

Siguiendo este razonamiento por etapas sucesivas, llegamos finalmente al nivel mundial, y que por tanto, a que la realización plena de una persona está vinculada a la realiza­ción de la humanidad como tal. Obviamen­te que el vínculo es fenomenoló­gicamente más débil según sea mayor la distancia de su integración primaria. La realización de una persona depende esencialmente de la sociedad que integra directamente.

Ejemplo (para tomar uno sencillo): vemos como el hecho de que un compatriota triunfe personalmente a nivel internacional (le otorgan un premio Novel, o es reconocido por sus conocimientos, etc.) confiere un legítimo orgullo para todos y cada uno de uruguayos aunque no lo conozcan personalmente.

No existen estructuras, ni existe sociedad si no existe el hombre, no sólo para su creación, sino para su mantenimiento y sentido. Por eso la dimensión constitutiva de toda la realidad social, es la persona humana. Persona que no es nunca mero individuo sino simultánea e irreductiblemente originalidad única y ser social.

 

2.3. ANALOGÍA DEL «SUJETO SOCIAL»

 

Para profundizar en lo que venimos analizando, desarrollaremos muy brevemente un aspecto esencial de la antropología social, que es el relativo a la «subjetividad» de la sociedad.

La razón que motiva este análisis proviene de la afirmación fundamental hecha anterior­mente, en el sentido de que la sociedad no es la mera suma de sus individuos integran­tes, sino que constituye un todo único. También veíamos que en las Sagradas Escrituras y en la reflexión teológica aparece «la comunidad», «el pueblo», «la Iglesia», como sujetos interlocutores de Dios.

Veremos ahora esquemáticamente el tema, a través del desarrollo de una analogía entre el «sujeto ético propio» que es la persona, y la sociedad en cuanto «sujeto ético analógico».

Veremos también como es que actúa la sociedad, de modo de no pensar en un «colectivismo en acto», sino en la múltiple articulación entre individuos y estructu­ras sociales.

El interés fundamental no es postular al colectivo social como un «sujeto ético» paralelo (y mucho menos «al margen») del sujeto personal, sino que intenta responder a las preguntas: ¿qué es una sociedad desde la perspectiva moral? ¿en qué sentido puede ser considerada «sujeto»? ¿qué importancia tiene esto para la persona?

 

2.3.1. PREMISAS

 

Primeramente podemos afirmar que moralmente hablando es muy claro que el único sujeto ético en sentido propio es la persona humana, ya que es ella la única creada por Dios a su imagen y semejanza y, por tanto, libre y responsable de sus actos.

La sociedad como producto humano que es, participa de algunas de las caracte­rísticas propias de la persona humana, aunque en ningún momento deja de ser un producto humano libre. Por esa razón, esas características identificatorias entre persona humana y sociedad humana tienen su fuente exclusiva en la persona, y son comprensi­bles exclusiva­mente en referencia a ella. Aplicarle a la sociedad categorías antropomórficas únicamen­te es válido en la medida en que: a) se asume la sociedad como producto libre humano; b) en cuanto se las considera siempre en forma análoga; c) en cuanto se asume que toda sociedad únicamente actúa a través de sus miembros (personas) aunque lo haga estructu­ralmente.

Lo que se busca fundamen­talmente con este analogado es mos­trar más nítidamente el principio de que la sociedad no es reducible a la mera suma de sus inte­gran­tes, sino que tiene una entidad finalís­tica pro­pia, aun­que ésta no sea separable de la finalidad última de cada persona que la integra.

A su vez también podemos definir en un sentido muy amplio, pero válido, a una «sociedad» como a «todo grupo humano organizado». Tomando esa definición como base podemos ahora completar el concepto con algunos otros elementos.

Si bien, según esta definición existen sociedades a todos los niveles en que es posible la «asociación» de personas, tomaremos como unidad de referencia la «sociedad nacional» ya que en la terminología común constituye el prototipo conceptual.

Toda so­ciedad está com­puesta esencial­mente de dos elementos integran­tes: las personas y las estructuras sociales.

Las estructuras son siempre formas rela­cionales entre las personas (obviamente no siempre referidas a la relación interper­sonal), que se objetivi­zan y se institu­cionali­zan. Nacen de relaciones persona­les, pero adquieren una dinámica propia e incluso una cierta (pero no pequeña) autonomía de la voluntad directa de las personas. Esas estructuras no son «agregadas» al hombre, sino que son parte de él mismo en la medida en que son introyectadas. No es que los indivi­duos se muevan «entre» estructuras, sino que los individuos «encarnan» las estructuras.

Ejemplo: si consideramos la persona de un juez, vemos que no se «mueve en torno» a la es­tructura del derecho, sino que él «encarna el derecho» cu­ando dicta sen­tencia. En ese acto el juez no es solamente un individuo trabajando, sino que simultáneamen­te él «es la ley en acto». Cuando el juez procesa un delincuente (más allá de las posibili­dades de apelación al fallo), es «la justicia» la que lo procesa. Así no podemos decir que esa persona «trabaje» simplemente como juez, sino que «es» juez, por lo que su función no lo atañe únicamente en su destreza laboral, sino que lo atañe esencialmente como persona.

La sociedad, pues, está formada por un entramado estructural de relacionalidad objetiva­da en el que se encuentran inmersas las personas, de modo tal que participan plenamente de él. Ese entramado estructural posibilita y condiciona fuertemente, con signo positivo y negativo (estructuras de pecado y estructuras de gracia), la relacionalidad de toda persona y por tanto su desarrollo.

Toda so­ciedad tiene una dinámica propia en su deci­sio­nali­dad y en su actuación colecti­va, que no es sin más reducible a la decisionali­dad y a la actividad de sus miembros individual­mente considerados, sea cual fuere el lugar que estos ocupen en el entramado social.

 

2.3.2. LA SOCIEDAD COMO «SUJETO ÉTICO»

 

En primer lugar, la moral considera a la persona como sujeto ético por cuanto es la única creatura que no alcanza su finalidad inmanente ni trascendente por medio de una actividad instintiva ya genéticamente determinada. La persona es la única creatura autónoma, en cuanto que tiene la capacidad de actuar libremente según su propia decisión, debiendo asumir la responsa­bilidad consecuente.

La persona debe descubrir la verdad sobre sí misma, ya que ésta no le es evidente, y debe asimismo desarrollar los caminos de su propia realización ya que ésta no es automática. Es la persona la única capaz de desarrollar una «persona­lidad ética», es decir, la única capaz de construirse a sí misma a partir de lo que es. Será en ese caminar, que la persona escuchará la voz de Dios que le revela su Buena Noticia de salvación, y lo llama a participar en la construcción de su Reino. Será asimismo con su caminar por la vida, que la persona dará una respuesta a ese Señor de la vida.

En forma análoga también la socie­dad es sujeto ético. Como realidad que realiza en sí una dimensión esencial de la persona, la sociedad participa de la libertad de la persona humana, así como de su responsabilidad.

Es la sociedad como tal la que debe construirse a sí misma, ya que su desarrollo no es en absoluto determinado por alguna ley natural. La configuración de la sociedad es siempre resultado de la libertad del hombre, pero no de individuos aislados, sino de la libertad humana socialmente estructurada. Una sociedad también tiene una «personalidad ética», en cuanto que también debe buscar la verdad sobre sí misma (que tampoco le es evidente), y también debe desarrollar los caminos de su propia realización (que tampoco le son automáticos).

Ejemplo: una sociedad nacional (un país) puede ser «racista», y eso es esencialmen­te su propia res­ponsabilidad como sociedad, ya que su forma de organizarse, sus leyes, su misma idiosincra­sia, etc., son desarrolladas por ella misma a través de sus mecanismos institucio­nales y no-formales.

En su caminar por la historia, la sociedad también estará dando una respuesta al Dios de la vida, que se le manifiesta y la invita a purificarse constantemen­te buscando realizar el Reino de Dios. En la Historia de la Salvación, el Señor de la vida no se manifiesta ni salva, únicamente a las personas en forma individual, sino que como dice la Constitución Lumen Gentium: "fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (9a). Ese texto se refiere unívocamente a la Iglesia (Pueblo de la Nueva Alianza), pero en ese pueblo escatológico son llamados todos los pueblos del mundo como tales.

 

En segundo lugar, en este analogado hay que mantener siempre presente un elemento fundamental: mientras que en la persona como sujeto propio hay de hecho una unidad esencial, en cambio en el caso de la socie­dad, la actuación se da siempre mediada a través de estructu­ras y de multipli­cidad de actos parciales de personas concretas.

Ejemplo: la apro­bación de una ley «racista» en un país, no es reali­zada por el colectivo en un acto único, sino que es aprobada por un parlamento y un ejecutivo, con multiplici­dad de organismos y de personas involucradas de un modo u otro.

De este modo, en la perso­na, la res­ponsabilidad de los actos cae globalmente sobre toda ella y el juicio moral es global, mientras que en la sociedad la responsabili­dad y el juicio moral cae sobre el conjunto, pero no se reparte ni se le aplica por igual a cada uno de sus miembros. Al interior de dicha sociedad habrá que diferenciar los grados de responsabilidad que le corresponden a cada persona según el lugar que ocupe en la estructura social y el grado de apoyo efectivo (formal y/o material) que haya dado a dicha actuación corporati­va.

Esquemáticamente:

 

LA PERSONA

5

Sujeto ético propio

[Libre y responsable de sus actos,

la persona se cons­truye a sí misma]

 

LA SOCIEDAD

5

Sujeto ético analógico

[Libre-soberana y responsable de su estructu­ra­ción, la sociedad se construye a sí misma]

 

 

En tercer lugar, las mediaciones históricas con­cretas de que se vale una so­cie­dad para tomar sus decisio­nes y actuar con­junta y cohe­rentemen­te, se basan en las estructuras de poder que haya desarrollado en su interior.

De hecho, nor­malmente se trata del sistema político (en sentido amplio) que la dirige, inclu­yendo en él las estructuras de participación ciuda­dana, la estructura políti­ca formal (los «poderes», las leyes electora­les, partidos, etc.), la articu­la­ción de ejer­cicio de los grupos de presión (asociacio­nes de empresa­rios, sindica­tos, movimientos socia­les, etc.), etc.

Dentro de la analo­gía que esta­mos propo­niendo podríamos decir que, de algún modo, la estructu­ración polí­tica de una sociedad corresponde análogamente a la estructura deci­sional de la per­sona.

Obviamente, en la persona, el juicio moral sobre la decisión[18] es ya di­rec­tamente un juicio sobre la per­sona, porque no hay distancia entre la decisión de la persona y la per­sona misma.

En la socie­dad, en cambio, dado que la de­cisionali­dad implica una com­ple­ja articu­la­ción de estructuras y personas, sí hay una diferen­cia de juicio ético entre, por una parte, el proceso decisional en sí y la decisión tomada, y por otra parte, entre el juicio ético que correspon­de a la so­ciedad como tal y el refe­rido a cada uno de sus miembros.

Ejemplo: la existencia de una «ley racis­ta» implica de por sí un juicio condenato­rio. Pero: se condena la ley porque va contra los DDHH (ile­gitimi­dad del conteni­do); se valora el modo democrático en que fue apro­bada (legitimidad formal del proce­so); se condena la sociedad por ser «racista» (sujeto ético); se respon­sabi­liza de modo muy diferente al presidente de ese país que al indí­gena discrimi­nado (responsa­bilidades individua­les en el hecho).

 

En cuarto lugar, los «actos» de una socie­dad se refieren análogamente al de la per­sona, a tres niveles de su relaciona­lidad ética fundamental:

 

en la PERSONA:

 

* Intrapersonal

[Búsqueda del sentido de vida, y consiguien­temente del bien integral de sí mismo]

* Interpersonal

[Reconocimiento de la alteridad y solidari­dad, y consiguientemente búsqueda del bien integral del otro]

* Social

[Participación y compromiso en la búsqueda del bien común de la sociedad]

en la SOCIEDAD:

 

* Intrasocial

[Búsqueda de su sentido en la historia, y consi­guientemente de su bien común]

* Intersocial

[Reconocimiento de la alteridad y solidaridad como sociedades, y consiguientemente búsqueda del bien común del otro]

* Universal

[Participación y compromiso en la búsqueda del bien común universal]

 

 

Por último, y dado que en definitiva el único su­jeto ético propio es la persona, a ésta le corresponde una doble res­ponsabilidad con respecto a la so­ciedad[19]:

1) Desarrollar su propia «perso­nalidad ética» también en campo social, asumiendo una participación activa y com­prometida en la búsqueda del bien común de la sociedad que integra (responsabilidad per­sonal primera).

2) Trabajar para, desde el lugar que ocupa en la estructura social, lograr que la socie­dad de la que forma parte desarrolle su «persona­lidad ética social» adecuadamente en los tres niveles: intraso­cial, intersocial, y univer­sal (responsabilidad personal segunda).

Ambas dimensiones se actúan mate­rialmente al mismo tiempo, y sola­mente son diferen­ciables a un nivel lógico. Con todo, es necesario que cada persona vaya asumiendo cada vez más la perspectiva universal del bien a construir.

 

2.3.3. PECADO Y CONVERSIÓN SOCIALES

 

Íntimamente unido a lo que estamos desarrollando hay dos temas que debemos encarar: el del «pecado social», y el de la «conversión social». Ambos temas son esenciales en la configuración de la sociedad histórica.

Es claramente rechazada la posibili­dad de que la sociedad en cuanto colectivo sea sujeto de pecado. Más bien se trata de pecados persona­les que acom­pañan las estructuras so­ciales y las instrumenta­lizan para la injus­ticia, alcanzando una estruc­tura­ción y una complejidad que invade todas las esferas de la realidad huma­na.

Las estructu­ras sociales son «inocentes» pero al mismo tiempo pueden ser «objetiva­mente malas» en sí mismas, pueden ser «pecamino­sas», y representan para la sociedad lo que la concupis­cencia para el individuo, «provienen del pecado y a él inducen».

Sería «ingenuo» creer que las relaciones inter­per­sonales son momentos aislados, sino por el contrario, la re­lacio­na­lidad se estructura, y por eso el resultado de las relaciones in­ter­personales es "la reali­dad es­tructurada de la relación misma que así se constituye". Las estructuras sociales son las relaciones intersubjetivas objetivadas y exteriorizadas en institucio­nes. Las estructuras de pecado son realidad de pecado porque niegan históricamente el Reino de Dios.

Al mismo tiempo es claro que siendo el pecado esencialmente personal, sin embargo se objetiva en una dimensión mucho mayor que la mera suma de los pecados individuales. El individuo marca las estructuras, y éstas a su vez, lo marcan a él, en una espiral permanente. Porque las estructuras sociales sólo funcionan en la medida en que son «inte­riorizadas» por los miembros de la sociedad, que convierten en hábitos permanentes propios lo que esas estructuras represen­tan, y a su vez, luego lo «exteriorizan» en las prácticas sociales.

La responsabilidad del hombre en lo social se manifiesta funda­mentalmente por su postura frente a las estructuras. Ninguna estructura es neutra respecto a la responsabilidad del hombre. Ella puede actuar favo­reciendo o condicio­nando negativa­mente la libertad moral de la perso­na, y de frente a eso el hombre debe optar entre reforzarla o debilitarla en su eficacia.

Por acción o por omisión, pero todo hombre es responsa­ble por el manteni­miento y desarrollo de las estructuras de pecado, sea por producir­las, por aprove­charse de ellas, o por ser un simple «cómplice silencioso».

El hombre es libre, y esa afirmación no tiene discusión, aunque su libertad no es igual a la liber­tad de Dios, no es una libertad «absoluta» y total, sino que es una libertad «situada», limitada y finita. En este sentido, el condicionamiento de las estructuras de pecado sobre la persona es muy grande.

Las estructuras históricas, socia­les y culturales, han ido con­formando un entramado tal, que pesan excesi­vamente sobre no sólo los individuos, sino también, sobre los grupos sociales. De esta manera el hombre es «hijo» de la cultura a la que pertene­ce, ya que ella lo configura desde el principio a su «imagen y semejan­za».

La propia libertad del individuo nace y se desarrolla al interno de su cultura. Así recibe, asimila e interioriza, los «valores dominantes» que la sociedad le transmi­te, y de esa manera se asumen también sus estructuras, «inge­nua­men­te», sin percibir su iniquidad, sin una conciencia crítica.

Así la fuerza de las propias estructuras se acentúa, se hace mayor su fuerza de «sugestión al pecado», se hacen también mayores los «costos» que debe pagar quien se niegue a secundarlas[20].

 

En sentido analógico la sociedad también puede ser «pecadora», en cuanto que puede desarrollar estructuras sociales que objetivamente se contraponen al Reino de Dios.

El pecado, en sentido propio, siempre es personal ya que únicamente la persona humana en el ejercicio de su libertad puede oponerse a la voluntad de Dios, negando su propia dignidad de hijo en Cristo, y por tanto, destruyéndose a sí mismo, a sus hermanos, y a la naturaleza misma.

La socie­dad puede desarro­llar en sí «es­tructuras de pecado», es decir, estructuras sociales que por su propia esencia o por su dinamismo, destruyen en la persona la dignidad que como «imagen y semejanza» de Dios le corresponde. Son estructuras formales o informales, y su acción antievangélica se ejerce desde fuera (presión social) y desde dentro (introyección) de las propias personas.

Ejemplo: La «coima» es una estructura de pecado, por cuanto es una práctica genera­lizada, y es intrínsecamente deshonesta. Esa estructura ejerce su influencia desde dentro de las personas (introyección) en cuanto genera una mentalidad de que «es normal», «todos lo hacen y el que no entra es un tonto», etc. Ejerce también su influencia desde el exterior (presión social) en cuanto que los compañeros coimeros lo marginan, o lo hacen expulsar, si no participa y entra en su juego.

Es muy cla­ro que la culpabilidad de la generación y mantenimiento de las estructu­ras sociales en una sociedad no es atribuible directamente a cada uno de sus integran­tes. Sin embargo, es posible decir análogamente que una sociedad es pecadora en cuanto que, como colectivo social, mantiene conscientemente estructuras en su interior o con respecto a otras sociedades, que son causa de injusticia.

 

Al pecado corresponde por contrapartida, la conversión, tanto personal como social[21].

También la conversión propiamente hablando es personal. Esa conversión, en la perspecti­va moral, implica varios niveles distintivos a través de los cuales la persona se abre a la reconciliación con Dios, arrepintiéndose de los males cometidos, reparando en lo posible el daño causado, y esforzándose para no volver a ellos. Pero la conversión no trata únicamente de un cambio de actitudes puntuales, sino que implica de por sí un cambio en el propio sentido de vida, discerniendo y aceptando la voluntad de Dios.

En la sociedad, a su vez, la conversión implica un cambio no sólo de las «estructuras de pecado» puntuales. La conversión también le implica un cambio de su concepción y actitud hacia la historia, abandonando pragmatismos y simples luchas de intereses, en función de una vocación más alta, que como pueblo, recibe de Dios.

La dife­rencia esencial entre la persona y la sociedad radica en que, mientras en la primera el cambio de actitud se deriva directamente de su voluntad individual, por el contrario, en la sociedad el cambio de estructuras únicamente se da mediante la acción de movimientos sociales que impulsan reformas concretas.

Sólo estará plenamente convertida una sociedad cuando todos y cada uno de sus miembros lo esté, y al mismo tiempo cuando todas y cada una de sus estructuras sociales también lo esté. Para la conversión de ambos, personas y estructuras, socialmente son imprescin­dibles movimientos que generen corrientes de opinión y campos de acción, que a su vez generen espacios para la transformación de las estructuras sociales externas y/o internalizadas por las personas.

Ejemplo: El machismo es una estructura de pecado muy articulada y amplia. Sólo se cambiará por la equiparación real entre ambos sexos cuando cada hombre y cada mujer hayan cambiado su mentalidad, y simultá­neamente, cuando toda ley, toda norma no escrita, y toda costumbre social machistas, también hayan cambiado. Para cambiarla son necesarios movimientos sociales que generen una toma de conciencia y una actitud crítica generali­zadas, y al mismo tiempo, que generen propuestas de auténtica equipara­ción, para cada área de la realidad social e interpersonal.

Todo esto im­pli­ca un di­s­ce­rnimiento permanente de tipo social sobre la eticidad de sus propias estructuras. Ese discernimiento se debe dar a todos los niveles: intelectua­les, académicos, políticos, religiosos, culturales, etc., ya que todas las dimensiones de la sociedad están implicadas en su desarrollo.

Todos los grupos sociales, desde la perspectiva específica que les corresponde, deben promover el permanente análisis de la realidad buscando la verdad y el bien común, deben generar movimientos de opinión serios, y deben impulsar todos los cambios sociales necesarios de modo de ir reco­rriendo el camino de conver­sión global que toda sociedad necesita.

Lo podemos plantear esquemáticamente de este modo:

 

en la PERSONA:

* Pecado

[Negación del llamado de Dios en la propia vida, destruyendo en sí la propia «imagen de Dios»]

* Conversión

[Cambio de mente y corazón, de modo que los pro­pios actos tengan dignidad y coherencia con la voluntad de Dios]

 

* Discernimiento

[Refiere a juzgar la validez ética de los actos y actitudes personales]

en la SOCIEDAD:

* Pecado Social

[Negación a la voluntad de Dios, con estruc­turas que se oponen al Reino, atentando con­tra la digni­dad de las personas]

* Conversión (transformación)

estruc­tural

[Cambio de las «estructuras de pecado» en «estruc­turas de gracia»; a través de movi­mientos socia­les; de modo que construyan «ya» el Reino de Dios]

* Discernimiento de estructuras

[Refiere a juzgar la validez ética de las estruc­turas sociales]

 

 

 

2.4. INTERRELACIÓN ENTRE LOS NIVELES ÉTICOS

 

En forma esquemática podemos distinguir cuatro niveles éticos básicos que correspon­den a los tres niveles básicos de relacionalidad de la persona: 1) la «relación intrapersonal», es decir, relación ética de la persona consigo misma; 2) la «relación interpersonal», es decir, la relación ética entre las personas a nivel individual; 3) la «relación social», o mejor «relación intrasocial», que es la relación ético estructural de una sociedad a su interior; y 4) la «relación intersocial» que corresponde a la relación ética entre sociedades.

Los distintos niveles están fuertemente interrelacionados, ya que el hecho moral de por sí necesariamente tiene correspondencias en los diferentes tipos de relacio­namiento. En términos generales tenemos que:

1. Si parti­mos de la persona y vamos hacia la sociedad, su camino ético debe ser el de una progresiva compren­sión globali­zante de la realidad, que implica un creciente compromiso personal a todos los niveles.

La persona, en su maduración, debe integrar progresivamente (aunque no necesa­riamente en éste orden cronológico) su responsabilidad para consigo mismo, su responsabilidad para con los demás, su responsabilidad para con la sociedad que integra, y su responsa­bilidad para con todas las sociedades hasta el nivel universal.

Una persona concreta, no puede simplemente dedicarse a buscar su sentido de vida en sí mismo (y reducir por tanto su eticidad a su autenticidad interior), porque eso es falso por imposible. Necesariamente la persona vive entre otras personas y al interior de una sociedad que integra (lo quiera o no), y únicamente puede desarrollarse verdaderamente en su eticidad en la medida en que progresivamente vaya actuando de un modo éticamente responsable en todos y cada uno de los niveles.

Ejemplo: La persona que busca ser «ver­dadera» consigo misma, también deberá buscar que su relación con los demás sea cada vez más verdadera, y a su vez luchará porque la sociedad en que vive también lo sea. Pretender ser verdadero consigo mismo, y simultáneamen­te falso con los demás, o sostener una sociedad falsa, es imposible. La coherencia exige maduración global.

2. Si parti­mos de la sociedad y vamos hacia la persona, el camino ético debe ser el de una creciente garantía de respeto y promoción de los sucesivos niveles de relaciona­miento ético: el intraso­cial, el interperso­nal, el intrapersonal.

La sociedad, debe progresivamente irse construyendo a sí misma de modo tal que se respete a sí misma y respete a cada uno de sus miembros, no en un «respeto pasivo», sino mediante estructuras que generen un tipo de relación «personali­zante» entre cada integrante y el conjunto. Asimismo, sus estructuras deben posibilitar, estimular y apoyar las relaciones interpersonales para que sean verdaderamente «persona­lizantes».

En el mismo sentido, también debe posibilitar y estimular el que cada miembro se descubra y asuma a sí mismo como «persona», desarrollándose integralmente.

Ejemplo: Una nación de­terminada debe realizar en su estructuración el bien común, de modo tal que, a nivel de la relación interperso­nal entre sus miembros, asegure el reconoci­miento de la alteridad y solidaridad personales; y a nivel de cada uno de sus miembros, promueva la búsqueda personal del sentido de vida.

Ni una re­la­ción social puede ser considerada éticamente válida si niega o descuida la realización ética interpersonal e intra­personal de sus miem­bros; ni tampoco una persona puede realizarse éticamente si no asume su compromiso en la realización ética de las relaciones con otras personas, y de las relaciones estruc­tura­les de la sociedad toda, hasta llegar al nivel univer­sal.

3. La sociedad como tal debe cumplir con los Principios Éticos que le corresponden. La eticidad del colectivo como tal dependerá de su fidelidad a éstos parámetros éticos.

No obstante y dado que, como dijimos anteriormente, la persona es el único sujeto ético propio ya que las sociedades en última instancia actúan por intermedio de sus miembros, serán las personas las que deberán asumir los cuatro niveles:

a) En lo referente a sí misma, como única responsable de su propia eticidad.

b) En lo referente a su relación con las demás personas, como co-responsable de la eticidad de la relación en sí, asumiendo plenamente la responsabilidad de su cuota parte, que no es del 50% (la mitad de la relación) sino que es del 100%, ya que la relación es responsabilidad total suya en cuanto de él depende.

c) En lo que se refiere a su relación con el colectivo social. Aquí la persona tiene un doble rol, que sólo es diferenciable lógicamente, ya que en la práctica el doble rol se da en forma simultánea y única en cada acto social.

El doble rol es, por un lado, el de ser «un miembro» que tiene la responsa­bilidad de promover el Bien Común del conjunto, y por el otro lado, el de ser «representante» del conjunto hacia cada uno de los otros miembros de la sociedad. Así, la persona debe simultáneamente promover el Bien Común social, y la plena persona­lización (Bien Integral) de cada uno de los otros miembros de la sociedad que integra. Este aspecto fundamental lo explicita­remos inmediatamente.

d) En lo que se refiere a su relación con otras sociedades. En éste punto se reitera en parte lo visto en el anterior: por un lado, es su responsabilidad como persona con respecto a las «otras» sociedades, y por el otro, es su responsabilidad como «represen­tante» de su propia sociedad en referencia a las otras sociedades.

En este sentido, tanto como individuo como asimismo en su rol social, la persona debe promover el «Bien Común» de las otras sociedades. Ello implica el pleno desarrollo de cada sociedad como tal, y de cada miembro de cada sociedad.

De modo directo o indirecto, de hecho, la responsabilidad moral de cada persona alcanza teóricamente a todos los otros seres humanos. Directamente, con todos aquellos que tiene una relación personal. Indirectamente, a través de las estructu­ras sociales, con todos los integrantes de su sociedad; y por las relaciones intersociales (siempre estructura­les) con todos los integrantes de las demás sociedades.

 

2.5. RELACIÓN PERSONA-ESTRUCTURA

 

La parte sustancial de esta relación ya ha sido desarrollada en el punto referido al «Pecado Social». Ahora solamente agregaremos un aspecto que complementa y permite comprender mejor lo anterior.

En el punto anterior, dijimos que la persona tiene un doble rol en la relacionali­dad social. Veamos más este importante aspecto.

El primero es muy simple y claro: las responsabilidades que le atañen como individuo de frente al colectivo social. Clásicamente eran las responsabilidades correspondientes a la «justicia legal», tal como fue formulada por Aristóteles y profundizada por Santo Tomás.

La perso­na no puede considerarse jamás como «ajena» a la sociedad que integra, ni mucho menos puede pretender que sus intereses particulares sean superiores a los intereses legítimos de la sociedad. Como parte de ella debe buscar que la sociedad que integra realice el Bien Común.

El segundo rol es más complejo de comprender. La persona se constituye también en «representante» de la estructura en cuanto que la integra. No se trata de un acto «volunta­rio» en cuanto que la persona no siempre tiene la posibilidad de decidir libremente sobre si quiere o no integrar una determinada estructura.

En el caso de las estructuras formales (como lo puede ser una institución o una empresa, etc.) dado que sus límites son más determinados, el aspecto voluntario de su participa­ción es más claro.

En el caso de las estructuras informales (como lo son los comporta­mientos sociales, etc.) es casi imposible. La persona se descubre a sí misma (si tiene desarrollada una sana autocrítica) como participante de esas estructuras, las tiene introyecta­das en sí mismo, y como parte de sí mismo.

Ejemplo: la relacionali­dad hombre-mujer es una estructu­ra social infor­mal. Los miem­bros de esa sociedad (siempre con sus peculiari­dades particula­res) entienden y viven sus relaciones con el otro sexo según esas pautas que la sociedad le ha inculcado. Inclusive, esas pautas de relacionamiento intersexual condicionan la propia identidad sexual y por tanto la identidad total de cada individuo.

En el caso de las estructuras introyectadas, la persona puede compartirlas o combatir­las, según las juzgue positivas o negativas, pero lo que no puede es desprenderse de ellas por un mero acto de voluntad.

Ejemplo: por más que una persona se haya descubierto como machista, en una sociedad machista, y lo rechace, no de­jará de serlo simplemente por­que así lo deci­da.

En todos los casos, las estructuras actúan a tra­vés de las personas, ya que las estructuras en sí no pueden «actuar». Eso no significa que la persona sea consciente de que lo está haciendo, sino que la inmensa mayoría de las estructu­ras sociales se actúan a través de las personas sin que éstas se den cuenta, es decir, en modo que las personas consideran que es «lo normal», o «lo correcto», o «lo espontáneo», etc.

Para facilitar la comprensión vamos a referirnos a las estructuras formales y lo ejemplificaremos en una «institución». Una institución funciona siempre a través de las personas que la integran: su presidente, su encargado de personal, su tesorero, su portero, etc.

La institución es mucho más que esas personas, pero sólo puede actuar a través de ellos. Para quien se acerca a la institución, lo que le comunica el presiden­te oficialmente, es lo que le comunica «la institución»; y si el portero no le permite oficialmente la entrada, es «la institución» quien no se lo permitió.

La institución será justa o injusta según lo sean las decisio­nes institucionales que tomen sus integrantes. Sin embargo, no hay que pensar que las personas integrantes de esa institución toman las decisiones únicamente en forma y por motivos individuales, sino que lo hacen (y así deben hacerlo) en función de «razones» institucionales.

El presidente de la institución siente sobre sí el peso y la responsabilidad de la institución, encarna sus intereses y mentalidad, y su actuar está enormemente condicio­nado por la historia, la situación actual, y la perspectiva futura de la propia institución. Así cada persona ocupa un «lugar» en esa estructura institucio­nal.

Según la persona ocupa un lugar «más alto» en la estructura, mayores son sus posibilida­des de transformarla porque sus decisiones tienen mayor «peso». Pero simultáneamente la propia estructura le deja muchos menores márgenes de actuación libre.

Ejemplo: siguiendo con la institución men­cionada: el por­tero puede con­siderar que en la institu­ción habría que redu­cir las cuotas a la mitad para que más gente pudiese disfrutar de sus instalaciones, y que habría que reducir gastos de administración prescindiendo del contador. Sin embargo él no tiene la autoridad para tomar esa decisión. Por el contrario, el presidente sí tiene la autoridad para tomar la decisión, pero se encuentra mucho más condicionado, y más allá de compartir la intención del portero, ve lo peligroso de prescindir del contador y de reducir el control administrativo porque arriesga el futuro de la institución. La responsabili­dad y la autoridad del presidente es mucho mayor que la del portero, pero al mismo tiempo su «libertad» es mucho menor.

Cada per­sona es también «respon­sable» de su actua­ción «en nombre» de la estructura. Así, la responsabilidad de cada persona, en cuanto que encarna una estructura, depende del «lugar» que ocupe en ella porque tiene mayores posibilidades de transformarla. Simultá­neamente, con que más alto es ese «lugar», menores son los márgenes que se tienen para hacerlo, en cuanto que la estructura introyectada «pesa» más, y en cuanto que la estructura hace pagar más caro el intento de transformarla.

De este modo que­da claro como la persona tiene un «doble rol» y por tanto una doble responsabilidad con respecto a las estructuras sociales: por un lado en cuanto individuo frente a ellas, y por otro lado en cuanto representante de las propias estructuras.

 

2.6. SER SITUADO Y CULTURAL

 

A partir de lo ya visto acerca de la intrínseca relación entre las personas y la sociedad que integra es claro que la persona humana es siempre un ser situado y cultural. Esto significa no solamente que el lugar geográfico y social que ocupa «influyen» en él, sino que también lo constituyen como persona por cuanto lo condicionan profundamente en su ser histórico concreto.

Naturaleza humana y cultura van íntimamente unidas[22], y en la práctica son casi imposible de diferenciar sino es mediante la abstracción. Pero las personas son seres concretos, no abstractos, y por tanto su realidad directa es siempre cultural.

No existe el ser humano «universal», idéntico en todos lados, intercambiable únicamente con una «aclimatación». Las raíces de la identidad de la persona se apoyan en su cultura de origen, y en su pertenencia a un pueblo y región concretos. El «universalismo» corre el riesgo de esconder la pretensión de cortar las propias raíces históricas y culturales, a veces con la justificación de buscar «liberarse del lastre afectivo» que le suponen. En realidad el resultado es la pérdida de identidad social de la persona lo cuál supone un atentado a sus posibilidades de realización plena.

El auténtico universalismo surge a partir de asumir plenamente la propia realidad individual y social a todos los niveles como válida y necesaria, estimándola como una verdadera riqueza personal. Sólo a partir de allí es posible abrirse a los demás, personas y pueblos, como diferentes a sí, con una riqueza propia que se basa justamente en lo que no es idéntico a mí mismo y de lo que nace el mutuo enriquecimiento. La diferencia, no vista como superioridad ni como competencia, sino como enriquecimiento mutuo, es el fundamento del verdadero universalismo[23].

Peor es aún cuando la pretensión de «uniformidad» no viene por considerar inferiores a los diferentes a sí (planteo éticamente erróneo, pero que implica una valoración de la propia cultura), sino que viene del deseo de «simplificar los problemas». El peligro de buscar la «eficiencia» intercultural a costa de la pérdida de identidad de los pueblos es un atentado directo contra ellos, contra las personas que los integran, y contra las propias personas que lo propugnan.

3. EL BIEN INTEGRAL DE LA PERSONA

 Antes de entrar en el análisis de la pluralidad de «bienes» de la persona, es necesario clarificar que es el «bien» del ser humano. Algunos podrían pensar que se trata de un ejercicio gratuito o meramente formal, ya que sostendrían que: a) se trata de algo «evidente» y por tanto no necesitado de mayor profundización; o b) el «bien» es algo netamente individual, ya que cada uno define el suyo propio, y por tanto no es posible hacer generalizaciones.

No creemos que sea verdadera ninguna de ambas posturas, sino que se nos impone una profundización cada vez mayor en el tema, ya que parecería que cada vez se nos hace más difícil como personas delimitar concretamente cuál es nuestro verdadero bien[1].

Si nosotros partimos de un concepto adecuado y no moralístico de la ética[2], en el cuál el centro es la persona que, en apertura total a lo trascendente, va haciéndose «hombre», mutuamente con los demás, en la historia, mediante una praxis concreta, entonces no podemos obviar qué significa el «hacerse hombre» y por ende, qué significa «ser hombre».

Así, el «bien» de la persona no puede ser otra cosa que su «hacerse hombre» («humanizarse»), y su «mal» no es distinto de aquello que no se lo permite («des-humanizarse»). Será, pues, «éticamente bueno» lo que humaniza, y «éticamente malo» lo que deshumaniza. En el fondo, se encuentra entonces la pregunta fundamental sobre que es «ser hombre», es decir, la verdad antropológica.

En cristiano no es pensable que cada ser humano tenga que establecer arbitrariamen­te y por sí mismo qué es «ser hombre». Los seres humanos no existimos al azar, ni somos átomos aislados unos de otros. Los hombres hemos sido creados por Dios con una intencionalidad precisa y realizante, y por tanto el propio sentido de la existencia de la humanidad no se apoya exclusivamente en sí misma, sino que la trasciende.

Al mismo tiempo, cada persona se inscribe en el interior de una única historia, que no es mero «lugar» de actuación individual, sino por el contrario es un largo camino que abarca a todos los pueblos y todas las generaciones. Desde la perspectiva y acción de Dios, en esa historia se va desarrollando el proceso fundamental de «verdadera humanización», que llamamos «historia de salvación»[3].

El «bien» de la persona es, pues, irse «haciendo» mutuamente con los demás, progresivamente «más hombre». Es decir, el «bien del hombre» es su «humanización», la cuál para ser «real» debe ser concreta e histórica, y que sólo puede darse en la radical relacionalidad con los otros.

El «bien moral» es el verdadero «bien» de la persona, y lo que es el «verdadero bien» de la persona es su «bien moral», es decir, el «bien» al que debe tender la persona con todas sus fuerzas y opciones. En otras palabras, la realización y felicidad de la persona consistirá en perseguir y alcanzar su «verdadero bien», o sea, en llegar a ser plenamente «hombre», o sea, en alcanzar la plenitud de sentido como existencia.

Pero en la historia, el «bien» no es perseguible en sí mismo por las personas, sino que ante ellas se presenta una pluralidad muy diversa y contradictoria de «bienes» concretos. Esos «bienes» pueden ser de muy diferentes tipos (materiales, afectivos, espirituales, etc.), pero siempre serán históricamente concretos, y por tanto gozarán siempre de la limitación y ambigüedad de todo lo histórico. Sin embargo esos son los «bienes» alcanzables, y por tanto únicamente a través de ellos podrá «hacerse hombre», es decir, realizarse como persona.

A la persona concreta se le presentan una pluralidad de «bienes» que resultan atractivos en sí mismos, pero que en su globalidad no son todos perseguibles (por limitación de tiempo y/o «fuerzas»), y que en muchos casos inclusive son contradictorios entre sí. Esto lleva a la persona a la necesidad de «optar», es decir, de «elegir» algunos bienes y para ello «renunciar» a otros. Esto pertenece a la naturaleza histórica del hombre, y como realidad en sí, es éticamente neutro.

Lo que no es éticamente neutro es el proceso y el resultado de esa elección, ya que de ella depende la realización o no del sujeto, es decir, de su verdadera humanización e inserción en la historia de salvación.

En primer lugar podríamos decir que desde esta perspectiva, la «libertad» no consiste tanto en poder «elegir» cualquier opción posible sin «interferencias», sino que la libertad consiste en edificar trabajosamente la propia unidad de sí en una coherencia de proyecto de vida, frente al riesgo real que corre de ser llevado a la disgregación de sí por la dualidad de las tendencias y apetitos. La libertad consiste, en un ejercicio de liberación.

Frente a la pluralidad de bienes, la persona no puede disgregarse persiguiendo cosas contradictorias, sino que debe buscar a través de ellos su «verdadero bien», que llamamos el «bien integral» de la persona[4].

Por lo que ya hemos visto resulta claro que la actividad de la persona tiene y debe tener una finalidad que consiste en alcanzar su «bien integral» a través de la consecución de bienes concretos. Es así claro que toda actividad de la persona tiene un «interés personal», y que no hay nada que realice que no sea «interesado». La persona está (y debe estarlo) absolutamente interesada en alcanzar su bien integral, y por tanto en todo lo que haga buscará su «propio interés». Inclusive su actitud más «altruista» se basará en el interés en alcanzar ese «bien integral».

Pero aquí debemos hacer una aclaración no sólo pertinente, sino que nos conduce a uno de los núcleos fundamentales sobre la verdad sobre «el hombre»: la diferencia­ción entre «egoísmo» y «legítimo interés personal».

El punto es fundamental porque es aquí donde justamente se da en muchas oportunida­des una más o menos consciente y más o menos (mal) interesada confusión entre el «interés» legítimo que la persona pone en todo lo que hace y el «egoísmo» que pueda tener. Veamos más despacio ambas posibilidades.

 

En primer lugar el «bien integral» de la persona tiene una dimensión objetiva ineludible. No es la propia persona quien lo establece con su sola voluntad, sino que ella lo descubre ya inscrito en sí y en los otros como ya dado, y al mismo tiempo la persona debe conformarlo en un proyecto propio. No es cualquier proyecto de vida ni cualquier acción que pueden conducir al propio bien, sino que todo fin y todo medio tienen su calificación ética según colaboren o no al bien integral de la persona.

La «objetividad» del bien integral del ser humano es, en otras palabras, la objetividad de lo verdaderamente digno de la persona, que a su vez es la objetividad de lo auténticamente humanizante. Hay «proyectos de vida» que por muy personales que sean objetivamente conducen a la frustración de la persona, y hay acciones que más allá de las intenciones son en sí mismas objetivamente negati­vas[5].

De esa misma objetividad que tiene el bien de la persona es que se derivan las dos dimensiones de la dignidad humana. La primera dimensión es referida a que toda persona por ser tal tiene derecho al acceso real a todos los bienes (materiales, espirituales, etc.) que necesita para alcanzar su bien integral. Así, es violatorio de la dignidad de la persona, por ejemplo, el quedar excluido del «circuito de consumo real» de bienes[6].

La segunda dimensión de la dignidad de la persona es referida a su rectitud de conciencia[7], es decir a obedecer la voz de su conciencia que le ordena «hacer el bien y evitar el mal» por una ley «que él no se da a sí mismo pero a la cuál debe obedecer». Incluso lo más íntimo de sí mismo, la propia conciencia, debe responder no al arbitrio personal sino a una objetividad que lo trasciende.

No es el ser humano quien establece por sí y ante sí lo que es bueno o malo, es decir, aquello que constituye su verdadero bien, su humanización, sino que va descubriendo trabajosamente en la historia lo que es la «verdad» sobre el hombre. Mucho menos aún, el individuo puede establecer por sí y ante sí lo que es su propio bien, al margen de los demás, y sin tomar en cuenta la objetividad de su ser creado.

La «autosuficiencia» constituye un grave error antropológico, ya que implica renunciar a lo que son las fuentes objetivas de la propia dignidad, rompiendo además con la propia estructura de relacionalidad lo que conduce inevitablemente a la propia frustración como persona.

 

En segundo lugar, el bien integral de la persona exige diferenciar los bienes «verdaderos» de los «aparentes». En principio no es pensable una persona sana sicológicamente que buscase conscientemente su «mal», es decir, su frustración como persona.

Lo que sí ocurre es que la persona persiga lo que considera un «bien» para sí, pero que en realidad lo conduce a la frustración. En este caso nos encontramos frente a los «bienes aparentes». Un bien es algo que despierta el «interés» de la persona, pero al menos desde dos perspectivas ese «bien» puede constituirse en un «mal». No alcanza, pues, con el «interés» de la persona por algo para que eso se convierta en un «bien».

La primera perspectiva consiste simplemente en que se trate de un «mal» objetivo, que por diferentes razones es percibida como un «bien». A modo de ejemplo podríamos pensar en una persona que busca ganar dinero estafando a otro.

La segunda perspectiva consiste en que se trate de un «bien» objetivo, pero que para la persona concreta, constituye un «mal». Esto es posible en cuanto todo «bien» concreto debe ser integrado dentro de un proyecto global de vida que conduzca hacia el bien integral de la persona. Perseguir un bien que vaya contra la unidad y coherencia del proyecto de vida, se constituye en un «mal para la persona».

A modo de ejemplo podríamos pensar en una persona que busca formar una pareja. «Formar una pareja» es objetivamente bueno, pero resulta que la persona en cuestión ya tiene una pareja formada, con lo que esta nueva pareja viene a destruir el propio proyecto de vida y las opciones ya realizadas. De este modo algo que en sí es bueno se convierte en mal para la persona.

No resulta fácil discernir cuáles son «bienes verdaderos» y cuáles son «bienes aparentes». Para ello es imprescindible, por un lado, buscar seria y permanente­mente junto con los demás hombres la «verdad sobre el hombre»[8], de modo de clarificar qué caminos y acciones son objetivamente humanizadores y cuáles no.

Por otro lado, es imprescindible integrar los bienes buscados en un «proyecto de vida» coherente, y objetivamente humanizante. Esto exige renunciar a muchos bienes alternativos para poder hacer realidad los bienes elegidos. A su vez, los bienes elegidos deben ser compatibilizados mediante una ponderación que permita que todos colaboren en alcanzar la unidad de la persona y así el bien integral, y no que la disgreguen[9].

Uno de los aspectos que deben ser más cuidados en éste tema es justamente el de no confundir el «interés» de la persona con la «bondad» del objeto buscado, ya que puede despertar un «inmenso interés» en una persona concreta algo que en sí mismo, o en el contexto de su proyecto de vida, constituye su frustración y deshumaniza­ción.

 

En tercer lugar el bien integral de la persona incluye de por sí la apertura a los otros como amor que es servicio.

El bien de la persona no es un bien autónomo de los demás, ni un bien separado, aislado, al margen de los demás. El «bien integral» de toda persona está indisolublemente unido al «bien» de las demás personas.

No se trata únicamente de un «deber» moral, sino de algo mucho más profundo aún que es la radical unidad de vinculación que todos los seres humanos tenemos más allá de nuestros deseos y voluntades.

El ser humano como ser esencialmente relacional no puede «hacerse» persona al margen del resto de la humanidad, sino que su proceso de humanización o deshumani­zación dependerá en gran parte y, a su vez, apoyará en gran medida el proceso de humanización o deshumanización de la humanidad entera.

La persona puede aceptar y asumir en forma positiva su intrínseca relacionali­dad abriéndose a los demás (personas y sociedades), o por el contrario, puede intentar desconocerla «cerrándose» y pretendiendo realizarse como persona, sola.

Se trata de una opción fundamental y básica de la persona, que no se hace en un momento específico de la vida, sino que subyace como sentido de fondo de todas las opciones concretas que va realizando. La persona va progresivamente «abriéndose» a los demás, es decir, va progresivamente integrando en su propio horizonte de realización la realización de los demás, o por el contrario, va progresivamente negando su relación con la realización de los demás.

Reitero que no se trata de un problema de «bondad» hacia los demás (eso será un aspecto posterior del tema), sino de asumir que o nos «realizamos mutuamente» unos con otros, o nos «frustramos» todos. En otras palabras, o juntos nos vamos humanizando mutuamente, o todos nos deshumanizamos.

La postura de «encerramiento» es justamente identificada con la actitud del «egoísmo». El egoísta es quien busca «su propio bien», al margen de los demás (o incluso «a pesar de los demás», porque es muy difícil uno sin el otro), como si le fuese posible hacerse plenamente persona por sí solo.

"Que cada uno se preocupe de buscar su propio bien", que es una frase infinitamente repetida en forma explícita e implícita[10], debe ser completada para que manifieste su verdadero sentido con: "sin preocuparse por el bien de los demás".

Inclusive la pretensión, siempre egoísta, de reducir la preocupación por los demás (el altruismo, la «preocupación social» como atención a los «pobres», etc.) a un «hobby» es profundamente destructora de la propia persona. No uso la palabra «hobby» en sentido peyorativo sino en sentido real, es decir, la actividad que se hace con la mejor intención y atención, con el mayor entusiasmo y dedicación, pero referida al «tiempo libre» (el tiempo que queda de la dedicación a las actividades centrales de la vida). No se trata de que sea remunerado o voluntario, sino de algo mucho más profundo, se trata de que se reduce a algo secundario en la propia vida, ya que lo verdaderamente importante es otra cosa, y si es «otra cosa» no puede ser sino el «lograr lo que más le sirve a sí mismo».

En términos cristianos, la apertura radical a los demás, se concreta como actitud ética en la práctica del «amor». El «amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo» es la clave fundamental de la propia realización plena como persona. Es mediante el amor que la humanidad se «humaniza», y es mediante el «no-amor» (odio, indiferencia, etc.) que la humanidad se «deshumani­za».

Es mediante el amor, que el ser humano alcanza su plenitud, ya que realiza en sí la «imagen y semejanza» de Dios que es. Dios se nos revela no como un ser «encerrado», egoísta, indiferente, o preocupado de «su propio bien», sino que se nos revela como un Dios profundamente solidario, infinitamente abierto, y que por amor a los hombres se entrega a sí mismo, inclusive hasta la muerte.

La capacidad de amar es el elemento central de nuestra identidad como hijos de Dios, y realizarla es nuestro único camino de plenitud personal y colectiva, porque nos configura históricamente como hijos de Dios[11].

El «bien integral» de la persona, por tanto, no sólo incluye la apertura a los demás, sino que ella es central. El egoísmo, de por sí, imposibilita alcanzar al plenitud propia y colectiva, ya que destruye la identidad más propia del ser humano, y de hecho constituye su «mal» central.

Es necesario, sin embargo, explicitar que el «amor» no es un sentimiento, sino que es esencialmente una actitud, una forma de vivir en concreto. En la última cena Jesús insiste reiteradamente a sus discípulos «ámense unos a otros como yo los he amado», porque no es cualquier forma de concebir el amor la que vale, sino que es verdadera una sola forma de amor: la que lo concibe como un «servir» a los demás.

Sin entrar en un desarrollo fundamental sobre el «servicio», pero que escapa a las posibilidades de este libro, simplemente diremos que el servicio implica asumir como «más importante» la felicidad ajena a la propia. No se trata de una actitud masoquista o de autoinmolación, sino que se trata de comprender y asumir que la propia realización personal no pasa por el aferrase a sí mismo, sino por el «entregarse» a los demás. No se trata de esperar un «premio» de Dios en el más allá, sino de que la propia realización «acá», la propia humanización, pasa por salir de sí para encontrar al otro.

Trabajar por la «humanización» de los demás tiene como resultado, en primer lugar, la propia humanización.

Repito una vez más: es éticamente correcto buscar el «propio bien», si lo entendemos como «bien integral», y lo buscamos donde está, es decir, en la apertura al bien integral de los demás. El amor que es servicio a los demás como expresión de «apertura», es el único camino de humanización, y por tanto de realización personal. El egoísmo, que pretende la autorrealización en el encerramiento, implica de por sí la total frustración de la persona.

 

4. EL BIEN DE LA PERSONA Y EL BIEN COMÚN

 

Otro elemento que aparece como fundamental de ser clarificado es el referido a la relación entre el «bien» de la persona y el «bien» de la sociedad, normalmente llamado «bien común».

Habitualmente se plantea el tema del bien común en torno a tres perspectivas: a) el «bien común» es la proyección de los propios intereses, de modo que "lo que a mí no me sirve, no le sirve a la sociedad"; b) el «bien común» como la suma de los intereses de las personas que integran la sociedad, de modo que lo que se necesita es únicamente compatibilizar los intereses individuales (el problema radicaría en que no es fácil lograrlo); c) el «bien común» es una resultante, automática, de que cada uno se preocupe por sus propios intereses.

Desde una perspectiva cristiana las tres perspectivas son erróneas, ya que pierden de vista al ser humano como un «ser social» (no solo sociable), y por tanto no se percibe a la sociedad como una entidad en sí misma, cuya realización atañe muy directamente a la realización personal de sus integrantes.

Ya hemos analizado en un punto anterior la relación persona-sociedad. Ahora únicamente ampliaremos desde la perspectiva del «bien», es decir, entre el «bien integral» de la persona» y el «bien común».

El concepto de bien común es muy antiguo. Antes de entrar en el contenido concreto que se le adjudica a ese concepto, debemos recordar que de por sí está represen­tando la finalidad y la razón de ser última de la sociedad.

La persona tiene una finalidad que trasciende la vida presente para alcanzar la eterna. Así, su bien integral definitivo es la «participación en el Reino eterno», y a ella debe estar referido el propio bien integral intramundano. A su vez, la sociedad debe estar en función de la persona, por lo que el bien común debe estar en función del bien integral de la persona.[12]

BIEN INTEGRAL BIEN INTEGRAL

BIEN COMÚN ))) en función de )))> INMANENTE ))) en función de )))> TRASCEN­DENTE

DE LA PERSONA DE LA PERSONA

 

Esta clara funcionalidad ética de los diferentes niveles, que supedita todo a la plena realización trascendente de la persona humana, no debe hacer perder de vista que la sociedad tiene una finalidad propia inmanente. Esa finalidad no es autónoma de la finalidad del hombre sino que está en función de ella, pero no es posible derivar directamente una de la otra, ya que en ningún modo el bien integral de la sociedad está constituido por la mera suma de los bienes de las personas individualmente consideradas.

El concepto de bien común se desarrolla fundamentalmente a partir de la tensión siempre existente entre individuo y colectivo a todo nivel (de empresa, de país, de humanidad). En este siglo (y en general toda la Doctrina Social de la Iglesia) se ha desarrollado a través del intento de negar los dos polos opues­tos histórica­mente manifestados: el individua­lismo liberal capitalista, y el colectivismo marxista.

Para comprender el concepto de Bien Común, históricamente se ha usado la analogía del «organismo natural» para ver la relación entre individuo y colectivo (desde Séneca, hasta el Magisterio). La analogía tiene tres aspectos fundamentales:

a) Mientras las «células» pasan, los organismos quedan. Análogamente, la sociedad permanece más allá de los individuos.

b) Las partes del organismo no son meros elementos aislados y yuxtapuestos, sino que están al servicio del todo. Análogamente la sociedad no es la suma de individuos, sino que constituye una unidad espiritual, material y ética ordenada, y por eso sus miembros sirven al todo.

c) Los organismos no dejan morir sus miembros, sino que los nutren y cuidan, y sólo en extrema necesidad los sacrifican para salvar el todo. Sto Tomás (S.Th. 60,5): como la mano se expone instintivamente a ser cortada para salvar todo el cuerpo, así el ciudadano debe «exponerse al peligro de morir para salvaguardar toda la cosa pública».

El bien común no es el resultado de una suma, sino que es un valor nuevo, específicamente distinto del bien del individuo y de la suma de los bienes de los indivi­duos.

Sin embargo es peligroso exagerar el valor de la analogía, ya que pertenecen a dos niveles distintos de la realidad. Mientras que la célula está íntegra­mente al servicio del organismo y su sentido únicamente se deriva de éste, por el contrario la persona tiene sentido por sí misma, y el colectivo en última instancia está al servicio de ella.

Por eso, desde una perspectiva cristiana, para comprender adecuadamente el Bien Común complementamos la analogía del «organismo vivo» con la afirmación de tres principios:

a) Sólo la persona es una unidad de sentido en sí misma mientras que la sociedad es una unidad de sentido relacional ordenada. La sociedad no existe independien­temente de los individuos.

b) El bien común prevalece sobre el bien individual solo en la medida en que una persona tiene obligaciones hacia un determinado organismo social por ser su miembro. Ninguna sociedad (empresa, país, etc.) puede ver al hombre solo como un miembro de sí (solo como un «ciudadano», etc.), es decir, no puede reducirla a su función social.

c) La sociedad, en último análisis, está al servicio de la perfección de la persona. No obstante, se debe afirmar que la sociedad persigue un fin y hasta un cierto sentido propios.

La analogía también tiene otro límite: el organismo actúa espontáneamente bien, mientras que la sociedad para perseguir unitariamente su finalidad necesita de una organización y de una autoridad que guíe sus miembros para realizar el bien común.

El objetivo de la autoridad es el de tomar las medidas necesarias para alcanzar el bien común, y el de garantizar la estabilidad de la sociedad. Toda autoridad puede equivocarse, y sobre todo, está sujeta a la tentación de abusar del poder. Por ello, en función del propio bien común, debe a su vez ser controlada adecuadamente (en democra­cia: sistema parlamentario, indepen­dencia de poderes, opinión pública, elecciones periódicas, etc.). La sociedad no actúa espontáneamente bien, sino que además de la eticidad de sus resultados, debe también analizar en profundidad la eticidad de sus «procedimientos de decisión».

El contenido del concepto de bien común ha sido múltiples veces planteado por el Magisterio de la Iglesia. En la última encíclica social, Centesimus Annus, en el número 47b se establece:

"Bien común: no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona"[13]

A primera vista el concepto de bien común no parece claramente definido en su contenido, y eso es verdad en parte debido a algunas razones:

En primer lugar porque el «bien común» no existe en abstracto, sino que siempre está referido a una unidad social determinada (una asocia­ción, una empresa, un grupo eclesial, un país, una familia, etc.). Su contenido concreto dependerá tanto por del tipo de grupo social que sea, como de las circunstan­cias concretas (histórico-cultura­les) en que se encuentra. Sin que sea totalmente «relativo», sin embargo, el Bien Común sí es histórico (depende en gran medida de las circunstan­cias históricas en las que se encuentra la sociedad) y es concreto (se refiere a una sociedad concreta con una identidad, una historia, y una cultura determinadas).

En segundo lugar porque su definición implica otras definiciones que le subyacen (por ejemplo: definición de «desarrollo pleno», definición del concepto de «dignidad de la persona», etc.), y por tanto su contenido se abre en una variedad importante de ramas. Esos temas están a su vez desarrollados en otros lugares, por lo que el Bien Común siempre debe ser mirado desde la globalidad de definiciones y nunca al margen de ellas.

Finalmente, porque en el fondo, el bien común responde al concepto de «humaniza­ción» que el propio grupo social asume e intenta plasmar en sus estructuras e instituciones. Ese «concepto de humanización» no es expresado ni analizado teórica y abstractamente por la totalidad de los miembros de la sociedad, sino que se va elaborando a partir de un sinfín de iniciativas de muy diferentes niveles (económicas, políticas, artísticas, religiosas, etc.) que van conformando una identidad y un proyecto de sociedad a alcanzar. Este proceso obviamente no es homogéneo ni siempre claro, y existen momentos especiales en que aparecen con una fuerza y nitidez poco comunes[14].

 

En algunos momentos parece que se identificaría la «cooperación» entre las personas con el bien común[15]. Dejando de lado la perspectiva obvia del valor ético de la cooperación entre las personas[16] (que no es la perspectiva aquí planteada), de por sí, la «cooperación» en nada supone la búsqueda del bien común, y mucho menos se puede identificar con él.

Como veíamos anteriormente cada persona tiene «intereses» que corresponden a lo que él percibe como «su bien» (el que puede ser verdadero o aparente). Por razones de eficacia, o de afinidad, o inclusive de simpatía, diversas personas pueden cooperar mutuamente para alcanzar esos bienes que persiguen. Sin embargo, esa cooperación mutua de por sí no constituye un «bien», tanto para la persona como para la sociedad, sino que dependerá de la eticidad de aquello que persiguen y eso se juzga justamente desde el bien común y no al revés.

De por sí, también la «cooperación» con los demás sólo constituye un «valor ético» en la medida que se entiende desde la perspectiva de la «promoción» del otro y se inscribe dentro del bien común de la sociedad. Es no solo pensable sino experiencia cotidiana lamentable, constatar la «cooperación» mutua o a terceros con una finalidad fraudulenta. Pero también es permanentemente constatable la cooperación entre personas que no persiguen una finalidad mala en sí misma, pero que por considerar exclusivamente sus intereses particulares atenta contra el bien común. No es nada difícil encontrar una gran generosidad de cooperación al interior de un grupo que no desarrolla sino el egoísmo del mismo grupo.

 

Como «ser social» la persona concreta no puede realizarse al margen de la sociedad que integra. El es parte de la sociedad, tanto como la sociedad es parte de él mismo. El es 100% originalidad única e irrepetible (individualidad), y es 100% vinculación estructural social (socialidad). Además ambas dimensiones no solamente no son separables (sólo por un proceso lógico las podemos diferenciar), sino que ambas son mutuamente dependientes.

La realización y felicidad de la persona dependen de lo que él mismo haga con su vida y también dependen de lo que los demás hagan con él. Pero más aún, la felicidad y realización de cada persona depende en gran medida de la realización como tal de la sociedad que integra. Nadie puede realizarse verdadera y auténtica­mente en plenitud, si la sociedad de la que es parte está profundamente frustrada, alienada o destruida.

El «bien integral» de la persona incluye necesariamente (por necesidad antropológi­ca) la dimensión del «bien común» de la sociedad que integra. El «bien integral» incluye su bien en cuanto individuo, en cuanto relacionalidad con los demás, y en cuanto sociedad. Pretender suprimir o desconocer una de las tres dimensiones, implica destruir la «integridad» del «bien», y por tanto arriesga (o determina) la no posibilidad de realización personal verdadera y plena.

A su vez, como ya dijimos, la sociedad no es independiente de las personas que la integran, y su sentido último está en función de aquellas. Por ello, el «bien común» no solamente no puede desconocer el «bien integral» de cada persona que la integra, sino que su propio contenido está en función de la promoción de ese «bien integral» de cada persona. Ninguna sociedad puede realizarse en la medida que no se realicen cada uno de sus integrantes.

El «bien integral» de la persona es que en todas sus dimensiones llegue a ser plenamente «persona humana», es decir, que se humanice plenamente. El «bien común» de una sociedad es que llegue a ser verdaderamente «personalizante», es decir, que sea plenamente humanizadora.

Pero la «humanización» no es un dato, sino un proceso global y total. Proceso de cada persona y proceso de la sociedad como tal. Ambos se integran en un mismo proceso o ninguno se humaniza. El proceso no es uniforme y homogéneo para todos, ya que depende de la libertad personal y de las condiciones de vida concretas que le tocaron vivir a cada uno, pero sí es claro que ni la sociedad se «humaniza» realmente si no hay personas luchando por humanizarse y humanizar la sociedad, ni tampoco ninguna persona se puede humanizar plenamente si no es al interior de un proceso mucho más amplio que implica las estructuras sociales.

5. PROYECTO DE SI Y LIBERTAD

Qué es «la libertad» constituye uno de los ejes fundamentales del tema que nos ocupa, no solo porque siempre se trata de un elemento importante a la hora de considerar cualquier visión sobre el hombre, sino además porque es uno de los elementos centrales más reivindicados por este modelo que se nos propone.

La libertad es planteada esencialmente como ausencia de condicionamientos, de modo de poder elegir siempre entre la mayor amplitud imaginable de posibilidades. En la práctica (no así en la teoría donde no conozco ningún autor que lo sostenga formalmente) esta concepción llega a la necesidad de no asumir compromisos profundos de ningún tipo ya que todo compromiso, por voluntario que sea, implica de futuro «condicio­namientos».

Desde esta perspectiva, los «demás» pueden ser vistos en forma «negativa» porque «condicionan» al sujeto. Los demás con sus necesidades, sus intereses, sus afectos y sus criterios, constituyen «límites» para la propia libertad, y pueden ser considerados como «condicionamientos negativos» no solo porque «ponen» condiciones, sino porque ellos mismos por su sola existencia ya me están condicionando. «La libertad de uno termina donde empieza la de los demás» puede fácilmente ser considerada en cuanto que cuanto más tome en cuenta a los demás, más «pequeña» será la propia libertad.

Obviamente en la base de este planteo está la perspectiva de individuo autosufi­ciente, que ya hemos analizado, intentando desconocer toda la red de relaciones estructurales que lo conforman, y que por tanto lo condicionan inevitablemente.

El ser humano, por ser histórico y concreto, está inevitablemente condicionado por múltiples factores biológicos, culturales, religiosos, económicos, etc. Esos condicionamientos son positivos o negativos, es decir, son condicionamientos que colaboran para su humanización o, por el contrario, la dificultan. La miseria económica, el crecimiento en un ambiente egoísta o violento, la opresión sicológica o afectiva, etc., son todos condicionamientos que innegablemente actúan de manera negativa sobre el proceso de «humanización» de la persona.

Pero también hay condicionamientos positivos. Son todos aquellos que permiten y posibilitan un crecimiento y desarrollo personal y social, aunque constituyan situaciones conflictivas o difíciles. La valoración ética de los condicionamientos no depende de que sean «no-conflictivos», o «cómodos y fáciles», o «apetecibles». Su valoración ética depende exclusivamente de que constituyan o no un medio para desarrollarse como persona.

A modo de ejemplo, la pertenencia a un determinado pueblo supone grandes condicionamientos para la persona: una historia, «traumas» y «mitos» comunes (la «garra charrúa» por ejemplo), una serie de cuestiones elaboradas y resueltas por el conjunto y otras pendientes, una idiosincrasia, una catalogación automática que los del exterior hacen de uno por identificación, etc. Pero al mismo tiempo, todo eso permite una identidad personal plena, permite una compenetración social intensa, permite una integración consciente a un proceso global de humanización que no le es posible al individuo aislado, etc.

 

En el mismo contexto hay una concepción de que lo «espontáneo» es lo «natural», entendiendo por espontáneo aquello que se hace o se elige sin previo discernimien­to: «así como te sale».

Esto supone que los condicionamientos son «añadidos» externamente a la «naturaleza» de la persona y no la integra, lo cual es falso, ya que la «naturaleza humana» no es algo abstracto sino algo histórico concreto, y por tanto indivisiblemente cultural, social, y estructural.

A su vez se está desconociendo que lo que espontáneamente «sale» de la persona no es otra cosa que la expresión de todo aquello que ya ha sido introyectado por la propia persona (consciente o inconscientemente), más las resultantes de los estados sicológicos y afectivos que en el momento se conjugan.

Identificar lo «espontáneo» con lo «natural», además de suponer un grave desconocimiento de lo que es «la naturaleza humana», implica también un conjunto de actitudes entendidas como «lo más auténtico» de la persona y que en realidad son resultado y expresión de lo acríticamente introyectado.

Pretender ser libre de condicionamientos por actuar espontáneamente, significa un error de graves consecuencias, porque supone justamente lo contrario. Actuar «espontá­neamente» en este sentido significa perder la criticidad sobre las propias actitudes.

 

Así lo primero a aclarar es que no se puede pretender suprimir todo condicionamien­to ya que supondría dejar de ser «histórico y concreto». Pero no solamente no se puede suprimir todo condicionamiento, sino que además eso no es positivo para la persona. Lo que sí se trata es de valorar críticamente los condicionamientos para rechazar los negativos y asumir los positivos, lo cuál nos lleva al problema de cómo y en base a qué parámetros realizar esa valoración.

Siempre el único criterio ético válido es la propia «humanización» de la persona, como ya hemos visto. En cuanto a la «libertad» podemos establecer dos perspectivas complementarias e irrenunciables.

La primera perspectiva, la de la libertad objetiva, supone la posibilidad real de que cada persona pueda desarrollarse plenamente. Esa posibilidad real de desarrollo, consiste en no sufrir condiciona­mientos externos tales que no pueda actuar según su propia voluntad. Pero eso no es suficiente, sino que con igual grado de importancia está el generar a su alrededor las condiciones positivas (económicas, culturales, etc.) que le permitan asumir la propia vida personal como un desafío positivo a ser construido, y la propia sociedad como un bien mayor a ser desarrollado.

La segunda perspectiva, la de la libertad subjetiva, implica el proceso real de la persona para hacerse «dueña de su propia vida». Como veremos inmediatamente no se trata de un tema de «propiedad privada» en cuanto «poseerse» a sí mismo, sino muy diferentemente se trata de irse «adueñando» de la propia vida no frente a los demás sino frente a sí mismo.

Hacerse dueño de la propia vida implica en términos generales que la persona no vaya pasando por la vida, sino que sea el verdadero sujeto de sí mismo. Se trata de que la persona no solamente sobreviva lo mejor posible, ni que viva y actúe por reacción a lo que la impacta, sino que tomando las riendas de sí llegue a ser lo que quiere ser. Persona «libre» no es aquella que puede hacer lo que le dé la gana, pero que en el fondo no «es» nada, sino que persona libre es aquella que de tal modo se ha hecho dueña de su propia vida que ha llegado a ser aquello que quería ser.

La libertad no depende de lo que se pueda llegar a «tener» (en riqueza, o en fama o prestigio, o en ninguna otra especie material, espiritual, o de la que sea), sino en lo que se puede llegar a «hacer de sí mismo». En definitiva, libre es la persona que ha llegado a ser verdaderamente «persona», recorriendo un camino que es único e irrepetible, porque es el camino para llegar a ser él mismo.

La persona, como ya hemos repetido, no «es» sino que «se construye», y para hacerlo el primer paso es tener un «proyecto de sí», es decir, un ideal de sí mismo que guíe el propio caminar. Ese «proyecto de sí» debe ser verdadero para que el camino no lleve a la propia destrucción, por lo que debe permanentemente ser confrontado con los parámetros objetivos de lo que es verdaderamente «humanizante» y de lo que es «deshumanizante».

Ese «proyecto de sí» se va concretando en opciones sólidas que la persona va realizando y que le permiten irse «haciendo a sí mismo». Libertad no es «poder elegir», sino que libertad es «haber elegido» coherentemente y sólidamente. Libre es la persona que se ha ido jugando totalmente en opciones de vida concretas y que las ha mantenido con criticidad por un lado, pero con tenacidad y fidelidad por otro, de modo de haber llegado a ser él mismo. Libre es la persona que al final de su vida puede decirse con alegría y paz: «ha valido la pena vivir, porque he descubierto lo que es ser persona y he llegado a ser yo mismo».

«La libertad» no existe más que como concepto. En la historia sólo existen seres humanos que se van progresivamente liberando o no. La libertad es un proceso infinito de liberación, proceso que se basa en irse progresivamente humanizando o no.

La libertad personal está íntimamente ligada a la libertad social, aunque no dependa de ésta. El proceso de liberación personal no se da al margen de los demás, porque nadie puede hacerse persona por sí sola sino únicamente en el asumir positivamente la radical solidaridad que lo une con los demás. Nadie se «hace persona» solo, sino que «mutuamente» nos hacemos personas. Nadie «se libera» al margen de los demás, sino que «mutuamente» nos liberamos en un mismo proceso. Obviamente cada uno realizará un proceso único e irrepetible, pero jamás solo. Nadie puede liberarse manteniendo relaciones de esclavitud u opresión con los demás.

Tampoco nadie puede liberarse al margen del proceso que está realizando la sociedad que integra. La persona es 100% individualidad y es 100% socialidad. Nadie puede liberarse plenamente si es parte de una sociedad esclava u oprimida. La dinámica persona de liberación necesita insertarse en una dinámica mucho más amplia de liberación de la sociedad entera. Su proceso de liberación personal le exige impulsar la liberación global y estructural, y el proceso de liberación social impulsa a la persona a desarrollar un proceso serio de liberación personal.

Todos son condicionamientos y ninguno es determinación. Una persona puede liberarse al interior de una sociedad oprimida, siempre y cuando esté realmente luchando contra la opresión social. Y una sociedad puede estar liberándose y en su interior haber personas totalmente cerradas a ese proceso. Siendo eso verdad, no obstante, ni persona ni sociedad pueden ser plenamente libres si no es en un proceso común.

Volviendo al comienzo de este planteo, la libertad consiste en no sufrir condicionamientos negativos. Libertad es «libertad de» todo aquello que conduce a la persona a actitudes o acciones deshumanizantes. El proceso de liberación personal mutua, implica el irse desprendiendo de todo aquello que desde el exterior o desde el interior de sí mismo lo «esclavizan».

El proceso de liberación no es un proceso de «apropiación» sino justamente al contrario, es un proceso de desprendi­miento. Saber «renunciar» aunque cueste y duela, no como masoquismo o como un abstracto proceso de «purificación», sino como único medio de no quedar atrapado por las cosas.

«Poseer» me esclaviza porque me lleva a dedicar la vida a «defender lo mío». En la medida en que la persona es capaz de renunciar a «ser rico» (adquirir y defender bienes me lleva a dedicarle la vida a esos bienes), a «ser valorado» (la fama y el prestigio me llevan a dedicar mi vida a no «romper» esa imagen), a «ser autónomo» (no depender de nadie en ningún sentido me lleva a endurecer sistemáticamente el corazón y la conciencia), etc. Inclusive «liberarse» de la propia vida, porque aferrarse a ella a cualquier precio implica vivir para sobrevivir. La renuncia concreta tiene sentido como «desprendimiento» que libera.

Pero la libertad no es únicamente «liberarse de», ya que el fin no puede ser la mera renuncia, sino la renuncia necesita estar en función de algo que vale la pena. Liberarse es también «liberarse para» realizar el propio proyecto de sí.

 

La pregunta fundamental no es tanto «de qué liberarse» sino «para qué liberarse». Ese «para qué» no es algo posterior como si el ser libre fuera condición previa para llegar a algo, sino por el contrario, el «para qué» es la propia liberación. Hacerse dueño de la propia vida, significa tener claro y haber realizado en la práctica el propio sentido de vida. No se puede llegar a ser uno mismo si no se tiene claro para qué se vive, no se puede construir a sí mismo si no se tiene claro hacia donde se camina y adonde se quiere llegar.

Por eso, libre es la persona que descubre y asume el para qué de su vida, y en base a opciones serias y profundas conduce su vida por ese camino, clarificando y revitalizando permanentemente el ideal al que tiende con todas sus fuerzas.

La libertad no es un hecho sino que es un proceso. No existe «la libertad» sino que por un lado existen espacios y posibilidades concretas para que las personas y sociedades puedan descubrir y asumir realmente su propia historia (objetividad), y por otro lado existen personas que buscan con todas sus fuerzas ser las dueñas de su propia vida (subjetividad).

Por lo mismo nadie puede «liberarse» solo o al margen de los demás. La persona, como ser de relaciones que es no puede desprenderse de ellas para ser «él mismo», por el contrario, de ese modo solamente entraría en un proceso de progresiva pérdida de sí mismo. La liberación implica la globalidad de la persona, y eso necesariamente abarca la totalidad de relaciones interpersonales y sociales que forman parte de la persona. Nadie puede hacer el proceso de liberación sin generar espacios y condiciones concretas para la liberación objetiva de los demás, y sin estimular a los demás a asumir sus propios procesos de liberación.

La libertad es un proceso porque jamás tiene un punto de llegada final. Siempre es incompleta y contiene ambigüedades, y siempre necesita mayor desarrollo. Ninguna persona o sociedad puede considerarse plenamente «libre», ya que eso significaría de hecho la renuncia a seguir creciendo (porque «ya no se puede mejorar la realidad»), y de ese modo se caería en una resignación totalmente esclavizadora. En ese mismo instante se dejaría de ser dueño de la propia vida.

No se puede dedicar a «mantener» la libertad alcanzada sin buscar acrecentarla, so pena de perderla inmediatamente. No se puede ser cautivo de la propia libertad conseguida porque esa misma «libertad» se convierte en esclavitud. La libertad es proceso ininterrumpido e infinito: ni se puede parar, ni se le pueden poner límites.

En algunos medios se pretende que las instituciones sociales «atentan» contra la libertad de la persona porque las condicionan en su actuar. En esta «bolsa» caen especialmente el Estado y la Iglesia, pero también los partidos políticos, los sindicatos, etc.

Ya hemos visto como todo en la historia «condiciona», y eso es inevitable, pero también hemos visto que los condicionamientos son negativos o positivos y por tanto no descartables en sí mismos. Toda institución histórica, padece de ambigüedades y de estructuras internas que facilitan o entorpecen los procesos de liberación. Esto exige una actitud permanentemente crítica de modo de saber discernir unas estructuras de otras, porque pretender que una institución sea «perfecta» es, como vimos recién, abandonar el proceso de liberación.

Pero lo que no es admisible es plantearse el mero descarte de una institución porque contenga aspectos deshumanizantes. También las personas individualmente los tienen, y tampoco son en modo alguno «descartables». De ese modo se pierde todo lo sí humanizante que toda institución también tiene. Lo que se trata entonces es de comprometerse con la permanente purificación de las instituciones, no desde «afuera» sino como parte integrante e interesada de las mismas, y como parte del propio proceso de liberación.

Lo grave del planteo no es tanto el negar la validez de ciertas instituciones sino el pretender «ser libres» por sí mismos, ante sí mismos, y al margen de toda posible institución. Esto es ahistórico y constituye una verdadera falacia. Con todas sus limitaciones, pero las instituciones son las mediaciones imprescindibles de la relacionalidad social organizada. Sin ellas no existe sociedad como tal, y sin sociedad es imposible el proceso de humanización. El proceso de liberación, como proceso de humanización, pasa inevitablemente a través de las instituciones sociales.

El llamado del Señor al hombre es a ser «Señor» del mundo y la historia, señorío que a imagen del de Dios no es opresor sino liberador. Ese llamado no tiene límites, y el mismo Señor permanentemente nos impulsa a superar los límites históricos que nosotros mismos creemos tener. Por eso el proceso de liberación personal, social y cósmica, no son separables, ni tienen más límite que el de nuestro propio empeño. Empeño que no es individual, sino que es proceso que generación tras generación y persona tras persona van realizando hacia la plena y total humanización.

En cristiano, a ese proceso hecho por Dios y por los hombres simultáneamente, y que es un proceso de «liberación para» llegara ser plenamente «humanos», se le llama «Historia de Salvación».

 

PARTE II

PROPUESTA ANTROPOLÓGICA DIFUNDIDA (ERRÓNEA)

 

Un segundo grupo de afirmaciones contenidas en esta propuesta antropológica tiene que ver directamente con lo económico. Catalogarlo como «segundo grupo» tiene únicamente una función de ordenamiento del tema, pero en modo alguno significa que ni en la importancia de la propuesta ni en la del análisis que estamos haciendo, estas afirmaciones sean de «segundo nivel».

Obviamente el centro del planteo sigue siendo la «persona-individuo». A su vez, el centro de la «persona-individuo» es su libertad incondicionada, es decir, libertad entendida como ausencia de todo condicionamiento externo para llevar adelante su propia racionalidad en función de sus propios intereses[1].

Esto se apoya en un principio básico e ineludible: el de la propiedad privada de los bienes, incluyendo los recursos. Desde las tres perspectivas de fundamentación posible, se sostiene el valor de la propiedad privada: como desarrollo innegable en la historia (fundamento histórico), desde la «ley natural» (fundamento deontológico), y desde la «prosperidad» que genera (fundamento teleológico)[2].

La propiedad privada es presentada como inseparable de la libertad y del estado de derecho, y no sólo unidos por un vínculo extrínseco, sino como condición de posibilidad: sólo a partir de la propiedad privada es posible la libertad y el estado de derecho[3].

De este modo, la propiedad pasa a ser inclusive un valor moral a desarrollar, ya que se convierte en la base de la libertad y, como veremos, en el medio para lograr los propios intereses.

Dependiendo de las diferentes corrientes, el acento estará centrado más en el irrestricto derecho sobre los bienes en propiedad (incluida la propia persona entre ellos)[4], o se aceptará una cierta regulación de la misma en función de su propio mantenimiento[5]. Obviamente el «derecho de propiedad» incluye en sí mismo el derecho más o menos absoluto (según las mismas corrientes) a disponer arbitrariamente de ellos en su utilización.

La persona-individuo identifica de tal modo la propiedad privada de los bienes con la libertad que, aunque no se lo manifieste siempre en forma directa y explícita, no ve con buenos ojos el «derecho universal al bienestar» en cuanto que realizarlo en la práctica supondría la violación de los derechos (inalienables) a la propiedad de algunos, y eso sería equivalente a negar su libertad[6].

A su vez, la persona-individuo no es autosuficiente sino que, por el contrario, para satisfacer sus intereses necesita del concurso de bienes y recursos de los que él personalmen­te no dispone en propiedad. De este modo se plantea la necesidad de lograr esos bienes y recursos de algún modo.

Los «intereses» de la persona-individuo son esencialmente «desconocidos», dado que el ser humano es inabarcable e impredecible por la ciencia. La «ignorancia» antropológica insalvable impide prever y por tanto planificar en modo alguno los intereses o deseos de las personas-individuos[7]. Por este camino se llega a la inevitabilidad del libre intercambio entre las diferentes personas-individuos, de modo que cada uno pueda alcanzar la realización de los intereses que tiene. Ese libre intercambio no es otra cosa que el «mercado»[8]. El mercado es, pues, una institución espontánea del ser humano[9].

El «mercado» como lugar óptimo de intercambio de bienes para permitir el logro de los intereses particulares se articula en base a un elemento distintivo: el «precio»[10]. A través de él se articula la «oferta» y la «demanda» que es el nexo vinculador entre las personas-individuos en cuanto buscan alcanzar sus intereses particulares. El mercado es pues el mecanismo por el que es posible «vender» y/o «comprar» lo necesario para alcanzar la realización de los propios intereses.

El acceso al mercado como mecanismo donde adquirir lo necesario para el logro de los propios deseos se denomina habitualmente «consumo». Dado que la libertad de la persona-individuo en cuanto capacidad de lograr la realización de los propios intereses o deseos se basa en el acceso a los recursos que necesita, así la persona-individuo se convierte, de hecho, esencialmente en «consumidor»[11].

Aunque hay en el planteo una cierta ambigüedad, la tónica general apunta a que el mercado es capaz de resolver todas cuestiones relativas a la relación entre las personas[12]. La ambigüedad radica en que mientras se plantea la necesidad de que ciertos aspectos sean cubiertos a nivel colectivo de la sociedad (p.e. la seguridad, el sistema jurídico, etc.), y por tanto deben ser brindados por el estado, por otro lado se van desarrollando iniciativas que tienden a la inclusión de esos mismos servicios en la órbita particular privada. De ahí que, en la práctica, la tendencia del planteo sobre los alcances del mercado se acerque al de la totalidad de la dimensión humana.

Hay también planteos en el sentido de que no se trata de un único mercado sino que existen en la realidad múltiples mercados que atienden a muy diferentes aspectos de la realidad humana[13]. No obstante esta diferenciación, todos esos «mercados parciales» están no solo vinculados entre sí, sino que están realmente entrelazados de tal manera que en definitiva constituyen una especie de mercado total.

Ese mercado genera a su vez «competencia»[14], que es vital como mecanismo de búsqueda de «eficacia», lo que se traduce en un «desarrollo tecnológico» que a su vez produce un crecimiento inigualable de bienes.

El «desarrollo» es identificado con ese crecimiento sustantivo de bienes, ya que a través de él es posible la satisfacción mayor de «intereses» particulares, lo cual aumenta las posibilidades de «posesión» por parte de la persona-individuo y consiguientemente su libertad[15].

De este modo el mercado es presentado como verdadero (y único) «motor» del desarrollo. A su vez, el mercado tiene como condición esencial de autenticidad la existencia de la propiedad privada de los bienes, ya que sólo así el intercambio (compra/venta) sería expresión de la libertad de la persona-individuo que de este modo procura la realización de sus propios intereses.

Ese conjunto de elementos: desarrollo-abundancia, eficacia-competencia-tecnología, satisfacción de intereses o deseos individuales, se basan en ese elemento clave que es el mercado. A su vez, el mercado supone además otra virtud: la de generar democracia[16]. No se trata de una vinculación generativa directa, sino de una vinculación por correspondencia y sintonía. El mercado necesita de un marco jurídico y político que es directamente correlativo al de la democracia, y por tanto ambas confluyen en una común necesidad.

La perspectiva valórica de esta vinculación entre democracia y mercado es variada entre los diferentes autores, y va desde una valoración francamente positiva de esa concordancia[17], hasta una aceptación de que la combinación de ambos constituye un sistema deficiente, pero el menos malo frente a todas sus alternati­vas[18].

 

RESPUESTA A ESA ANTROPOLOGÍA:

DESARROLLO Y ACCESO A LOS BIENES

 

1. EL DESARROLLO

 

1.1. DESARROLLO Y BIEN COMÚN

 

Tal como fue explicado en la parte anterior, la eticidad de la sociedad se concreta en la persecución de su bien común que implica de por sí la plena realización de la sociedad en sí misma y de todos sus integrantes.

En este sentido, surge un elemento de primordial importancia para la permanente realización del bien común: el desarrollo. En una realidad en constante transforma­ción, como lo es la contemporánea, el desarrollo de una sociedad constituye su dinamismo esencial en cuanto a la posibilidad real de articular el bien común.

Tan fuerte es la vinculación entre ambos conceptos que con facilidad se los confunde o se los utiliza como sinónimos, cuando en realidad se trata de diferentes niveles de realidad. El bien común habla de «una finalidad» de la sociedad (realizarse a sí misma), que es finalidad de sentido y de destino («identidad» como recuperación de sus raíces, como actualidad de existencia histórica, y como proyecto de sí para el futuro). Siempre el bien común es finalidad, si bien, se trata de una finalidad actuada en proceso y no sólo como meta última a alcanzar.

En cambio, el desarrollo habla de «un instrumento», que no tiene sentido en sí mismo sino únicamente en función de una finalidad que lo trasciende. El «desarro­llo» siempre implica la pregunta del «para qué» y del «hacia donde», nunca termina en sí mismo ni puede orientarse por sí mismo.

En sí mismo el «desarrollo» implica un «crecimiento», pero crecimiento que no es únicamente cuantitativo[19], sino principalmente cualitativo. A su vez ese crecimien­to ni es lineal ni es homogéneo, sino que tiene prioridades que son en algunos aspectos coyunturales, y en otros son prioridades que se desprenden de la esencia de la finalidad perseguida.

Así, el «desarrollo» es un instrumento imprescindible del bien común. Es imprescindible, porque sin un dinamismo de crecimiento no es posible realizar el bien común, ya que pensarlo en forma estática es cerrarlo al futuro y por tanto negarlo en sí mismo[20].

Pero a su vez es «instrumento», ya que su sentido lo recibe desde el bien común, y únicamente en la medida en que está directa y claramente referido al bien común es que se constituye en un «bien» para la sociedad. El «crecimiento», en cualquier sentido o dimensión, que no esté integrado plenamente al bien común, en la práctica se constituye en un enemigo de la globalidad de sentido y realización de la propia sociedad.

 

1.2. EL «PROYECTO DE DESARROLLO»

El desarrollo se encuadra en el proyecto de sí que tiene de frente al futuro la propia sociedad. Proyecto de sí que es aquello que quiere llegar a alcanzar, que es aquello que quiere construir en sí y consigo misma, que es aquello que quiere llegar a ser. El desarrollo es instrumento de posibilidad de llegar a ser lo que la propia sociedad quiere llegar a ser.

Así el «desarrollo» no es una realidad en sí misma sino en cuanto que se encuadra en un «proyecto». El «proyecto de desarrollo» es la realidad del futuro que se va haciendo posible y realizando ya en la actualidad.

No se puede proyectar el desarrollo sólo como realidad de futuro a la que hay que sacrificar el presente, sino que exige que ya en el presente de vaya realizando esa realidad en construc­ción. A su vez, también exige orientar los esfuerzos del presente de modo que no termine en sí mismo, sino que se convierta en el camino real de un futuro en construcción.

El desarrollo es, pues, el proyecto de sí mismo que la sociedad va haciendo posible y actualizando en el presente. Como proyecto de sí mismo, incluye un ideal que se quiere alcanzar, y al mismo tiempo, incluye la realidad histórica que le toca vivir.

Para ser real, el desarrollo necesariamente debe incluir ambas dimensiones: la ideal-axiológica y la real-histórica. La primera permite perseguir otros horizontes de realización social más elevados y plenos que los actuales. La segunda previene contra un utopismo imposible históricamente.

Esto exige por un lado, que la sociedad como tal defina[21] en forma explícita su ideal, de modo que no quede referida exclusivamente al enunciado de algunos valores de contenido más o menos vago y/o mítico, sino que incluya objetivos axiológicos de tipo estructural concreto.

Por otro lado, exige un serio y permanente análisis de la realidad actual, en cuanto a percibir con la mayor claridad posible las posibilidades y limitaciones que en cada campo de la realidad se presentan.

El «proyecto de desarrollo» es el intento sistemático de conjugar históricamente ambos elementos: realidad presente y aspiración futura. Conjugarlos implica tener en cuenta varios elementos fundamentales, entre los cuales quiero destacar tres.

En primer lugar que todo aterrizaje a la realidad histórica de un ideal implica de por sí un empobrecimiento. Entre ideal y concreción histórica hay un salto cualitativo inevitable que la sociedad debe asumir no como fracaso sino como parte de un proceso nunca acabado.

En segundo lugar, siempre la concreción histórica plantea perfiles nuevos, no previstos, que exigen un replanteo del ideal a construir, aunque sea un replanteo parcial. Se trata de una tensión dialéctica entre ideal y concreción histórica donde ambos se alimentan y cuestionan mutuamente. El proyecto de desarrollo es esencialmente dinámico.

En tercer lugar, todo proyecto de desarrollo implica ordenar los recursos conque se cuenta de un modo adecuado de modo de optimizar el resultado obtenido. Pero dado que los recursos son siempre escasos, ordenarlos en función de un resultado implica lo que habitualmente se llaman «costos». Es fundamental, pues, que el proyecto de desarrollo incluya la definición de los costos que se están dispuestos a asumir (normalmente la velocidad de crecimiento depende en gran medida del volumen de costos que se asuman), y de qué sectores de la sociedad son los que van a cargar con esos costos.

El «desarrollo» como proyecto de sí que tiene de frente al futuro la sociedad en función de su bien común, se constituye más bien en un «proyecto de desarrollo» que progresivamente se va realizando en la historia.

 

1.3. LAS DIFERENTES DIMENSIONES DEL DESARROLLO

 

Con extraordinaria facilidad se reduce el concepto de desarrollo al «desarrollo económico», e incluso muchas veces se confunde el desarrollo con el mero «crecimiento económico» (aumento de los bienes materiales a disposición).

La razón de ello no es gratuita ni casual, ya que lo económico es una mediación básica de la relacionalidad social en todas las dimensiones. Sin embargo, reducir el desarrollo de la sociedad al «desarrollo económico» constituye, en la teoría y en la práctica histórica, una central negación del bien común, y por tanto en una verdadera tergiversación del desarrollo.

La realidad de la sociedad abarca una pluralidad de dimensiones que simultáneamente gozan de una cierta autonomía de estructuración (cada una configura un sistema de estructuras sociales de comprensión y actuación), pero que también son inseparables en la vida social concreta.

En base a la encíclica Sollicitudo Rei Socialis[22] podemos establecer, sin ánimos de exahustividad, al menos seis dimensiones constitutivas intrínsecas a un verdadero desarrollo. Esas dimensiones o «niveles» de la realidad social los podemos enunciar como: nivel «religioso», nivel «cultural», nivel «económico», nivel «político», nivel «social», y nivel «relacional».

Aunque más adelante apuntemos algunos elementos del contenido de cada uno de esos niveles, por lo pronto interesa constatar que ninguno de ellos es reducible ni subsumible en otro, y que por lo tanto cada uno de ellos exige un desarrollo propio.

Tampoco es posible «renunciar» al desarrollo de ninguna de esas dimensiones, ya que en la medida en que son ciertamente constitutivas de la realidad, su estancamiento, o peor aún su desconocimiento, implica una mutilación arbitraria del ser social y consiguientemente implica su frustración.

El desarrollo de la sociedad exige el crecimiento armonioso y ponderado de todas las dimensiones, y por tanto un verdadero proyecto de desarrollo debe incluir necesariamente este crecimiento diferenciado y ponderado de todos y cada uno de los niveles de la realidad social.

Cierto que no es posible prever todas las dimensiones de la realidad, ni establecer metas precisas para cada una de las dimensiones en un proyecto de desarrollo. Sin embargo ello no habilita a prescindir de ninguno de esos elementos. Sí es posible (y necesario) tenerlas todas en cuenta y, dentro de las limitaciones, prever los desequilibrios y omisiones que deben corregirse a partir de la atención despropor­cionada a uno de los niveles.

De todos modos, mucho más claro aún es que no se puede unilateralizar el desarrollo como «desarrollo económico». Por ello, de ningún modo es aceptable un proyecto de desarrollo que se base únicamente en aspectos económicos o que tenga solamente metas en este sentido[23].

Muchísimo menos sería aceptable un proyecto de desarrollo que explícita o implícitamente supusiera que el desarrollo económico generase por sí un desarrollo de las otras dimensiones. Por el contrario, el pretender que el desarrollo de cualquiera de las dimensiones, por sí, genera el desarrollo de las otras, tiene como consecuencia práctica la negación (y destrucción) de las otras dimensiones.

La dimensión económica contiene una tentación muy grande ya que permite un tipo de metas y mecanismos mucho más fácilmente delimitables matemáticamente que las otras dimensiones. No obstante, esa es una verdadera «tentación», que puede constituir un economicismo verdaderamente alienante de personas y sociedades[24].

 

1.4. LA REALIDAD AMBIGUA DEL DESARROLLO

 

Desde la perspectiva teológica, el «desarrollo» y su contenido específico tiene una importancia muy relevante dado que su realidad histórica es parte integrante de la Historia de Salvación. En este sentido ha resultado clave la afirmación del Concilio Vaticano II que lo vincula con la construcción del Reino de Dios:

"La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupa­ción de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosa­mente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embrago, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios."

GS 39

Así la misión del cristiano en el mundo tiene directa relación con la construcción de un auténtico desarrollo («progreso temporal» en lenguaje del Concilio), ya que en ello se juega en gran medida el propio crecimiento del reino de Cristo.

El contenido del concepto de «desarrollo» está explicitado en extenso por primera vez en el magisterio eclesial en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis, como veremos más adelante. En ella se hace un análisis de la realidad contemporánea, mostrando sus signos de esperanza así como la presencia de estructuras de pecado a nivel universal.

Pero la realidad del desarrollo es ambigua. Desde nuestro tema, en la Sollicitudo Rei Socialis lo central está referido por un lado, a lo que son los conceptos equivocados de desarrollo, y por el otro, el concepto válido del mismo[25]. Dentro de lo que son concepciones equivocadas del desarrollo podemos encontrar una que es de tipo «teórico» y que se refiere a un desarrollo como crecimiento positivo, material, e ilimitado[26].

El otro tipo de concepción equivocada del desarrollo es de tipo «práctico» y esta configurada por lo que paradojalmente es llamada «súper desarrollo»[27], y que al igual que la miseria del subdesarrollo, ahoga los deseos más profundos del hombre. Ese «súper desarrollo» es identificado con la "llamada civilización del «consumo» o consumismo".

A continuación, se presentan algunos elementos fundamentales del concepto válido de desarrollo desde la perspectiva teológica. Esos elementos los podemos sistematizar de la siguiente manera:

1) El hombre y todos los hombres son y deben llegar a ser imagen de Dios. Cada hombre es una única expresión como imagen de Dios, pero no es una i­magen estática sino una vocación originaria a ser desarrolla­da[28]. Ese desarrollo se debe dar en un "jardín" (espacio de tiempo y lu­gar). Ese "jardín" son los elementos necesarios para desarro­llarse como imagen de Dios. Los bienes del "jardín" están destinados antes que na­da, a todos (repetido muchas veces), porque todos tienen la misma voca­ción, y ninguno puede ser privilegiado.

2) La dimensión social del concepto de desarrollo. El desarrollar la ima­gen de Dios, no se puede considerar en sentido individualístico. "El hombre es fundamentalmente social". Nadie puede desarrollarse solo, ni a costa de otro. Y lo mismo se aplica a grupos y pueblos[29].

3) La realidad del pecado y la amenaza del pecado. Esa autorrealización del hombre dentro del "jardín" no es algo automático o garantido[30]. Hay muchas posibili­dades de "desviaciones". Si no se acepta la realidad del mal y el pecado, no se puede explicar muchas experiencias persona­les y como pueblo, negativas. El desarro­llo está bajo la constante ame­naza del pecado. Si no se acepta esto, no se puede hablar de cambio personal, porque todos estamos sometidos a un proceso indefectible de la historia.

4) La dimensión escatológica. A pesar de la amenaza del pecado, está la realidad de la redención de Cristo que ha derrotado al pecado. Este elemento optimista es fundamental ya que fundamenta la posibilidad de cambios reales a nivel personal y social. Da una dimensión no sólo de la superación del pecado (de la negatividad), sino al mismo tiempo da una dimensión nueva de la fraternidad entre los hombres[31].

La redención no se realiza sólo en los individuos sino también en los pueblos y el universo entero. La escatología no sólo marca una nueva relación entre Dios y el hombre sino también entre los hombres entre sí[32].

 

1.5. EL CONTENIDO DEL DESARROLLO

 

Qué es el desarrollo no aparece como evidente e inmediato. La propia realidad de ambigüedad del desarrollo, que de no ser verdadero se convierte en tan deshumani­zante como lo es la «miseria del subdesarrollo», lleva a la necesidad de profundizar en su contenido. Para no hacer aquí un análisis técnico detallado del documento, presentaremos una síntesis de lo que integra el verdadero desarrollo.

Para ello tomamos seis niveles de la realidad, indispensables de ser considerados, con la doble vertiente según el concepto equivocado y según el concepto verdadero.

El primero[33] que consideraremos es el «nivel religioso». Desde esta perspectiva, el falso desarrollo consiste en la negación teórica y/o práctica de lo sobrenatural y de la dimensión trascendental y religiosa del ser humano.

Por el contrario el verdadero desarrollo implica la toma de conciencia y explicitación práctica de la fe en Dios y del respeto (en sentido activo) de la dimensión religiosa del ser humano.

El segundo nivel que consideraremos es el «cultural». Aquí, el falso desarrollo se basa en un sistema axiológico que presenta en la práctica la ganancia individual y el poder como valores absolutos y centrales. A su vez, el verdadero desarrollo supone que el cuerpo social y sus miembros defiendan en la práctica la «solidari­dad» como valor central.

El tercero, es el «nivel económico». En él, el falso desarrollo está dado por las estructuras que conllevan: la maximización de la ganancia indivi­dual o del Estado; destrucción de la subjetividad creativa y del derecho de ini­cia­tiva económica de personas y grupos; la falta de respeto al medio am­bien­te; el colocar los intereses eco­nómicos naciona­les por sobre los de la humanidad, etc.

Por el contrario, el verdadero desarrollo conlleva: la movilización de iniciativas in­di­viduales y colectivas para satis­facer necesidades básicas de to­dos; el crecimiento práctico de la conciencia ecológica; el sostenimiento de una economía internacional solida­ria, etc.

En cuarto lugar, tenemos el «nivel político». En este nivel, el falso desarrollo está dado por dos elementos complementarios: el desconocimiento práctico de los derechos humanos; y el sostenimiento de un sistema político excluyente de sectores de población, o que protege minorías privilegiadas.

A su vez, el verdadero desarrollo está dado por el pleno respeto de los derechos humanos; y por el sostenimiento de un sistema político participativo (con especial énfasis en una verdadera democracia).

El quinto nivel considerado es el «social». En él, el falso desarrollo está dado por la igualdad formal pero desigualdad real entre grupos o clases so­cia­les en la consideración social y el acceso a los bienes sociales; por la desigualdad de oportunidades; por el alto nivel de pobreza extrema.

Por el contrario, el verdadero desarrollo consiste en la existencia de pocas desigualdades reales en la consideración y/o acceso a los bienes sociales; en la igualdad de oportunidades gene­ra­lizada; en la pobreza extrema totalmente eliminada.

 

El sexto y último nivel que consideramos en el «nivel de relacionalidad interso­cial» o más específicamente de «relaciones internacionales». Aquí, el falso desarrollo está dado por el sostenimiento de una política de bloques; por el imperialis­mo cultural; los proteccionismos injustos; los meca­nismos económicos, sociales, polí­ticos y culturales en bene­fi­cio de los países más ricos.

A su vez, el verdadero desarrollo está dado por: el pleno respeto a la identidad de cada pue­blo; por una división internacional del trabajo equitativa; por organizacio­nes regionales inspiradas en la igualdad, la libertad y la participa­ción; por la transfe­rencia de tecnolo­gías apropiadas; por organizaciones internaciona­les no instrumenta­lizadas.

Como se ve, este cuadro no pretende en modo alguno ser exhaustivo, pero sí permite tomar conciencia de la multiplicidad de dimensiones y niveles de la realidad que deben ser tenidos directamente en cuenta para poder hablar verdaderamente de desarrollo. A su vez, también permite ver cómo el crecimiento unilateral de uno de los niveles con el retraso (o incluso la negación práctica) de otro u otros de los niveles implica de por sí la negación real del «desarrollo».

Del cuadro anterior se desprende claramente que el auténtico desarrollo no es reducible a una sola dimensión, sino que debe abarcarlas todas simultáneamen­te. El «proyecto de desarrollo» de un pueblo, exige el crecimiento armonioso y ponderado de todos los niveles de la realidad.

 

2. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES Y LA PROPIEDAD

 

2.1. PERSPECTIVA

 

Punto central de todo el planteo antropológico que estamos contestando es el referido a la propiedad privada de los bienes. Aunque parece ser un tema con cada vez menor relieve en la argumentación, sin embargo permanece como uno de los ejes fundamentales sobre los que se apoya todo el planteo. No es posible mantener en pie todo el resto del edificio antropológico planteado, si en su base no se encuentra indiscutiblemente establecido el «derecho (inalienable) a la propiedad privada».

El derecho de propiedad privada ha sido sostenido por el magisterio de la Iglesia desde siempre al condenar el «hurto». No obstante, junto con este principio se encontraba el otro que establecía que el «indigente» tenía derecho a «tomar» lo que necesitaba realmente para vivir. Más allá resulta obvia la insistencia explícita y directa de Padres, y Santos de la Iglesia de todos los tiempos en cuanto a la obligación evangélica de «compartir» los propios bienes, por deber de «justicia».

Con todo, este tema tiene un salto cualitativo en la segunda mitad del siglo pasado donde, desde una perspectiva de la estructuración social, se hacen afirmaciones acerca del carácter de «derecho natural» de la propiedad privada[1]. En estas afirmaciones se ha basado en gran medida la pretendida «cristianización» de una concepción de la propiedad en forma prácticamente absoluta, que ha llevado al propio magisterio a progresivamente irla contestando con fuerza, hasta su negación total[2].

Así la Iglesia, sin dejar de afirmar nunca la validez del principio de propiedad privada, fue matizando su absolutez, pasando por su relativización en aras del bien común, hasta la afirmación directa del Concilio Vaticano II acerca de la prioridad del «destino universal de los bienes»[3], que se concreta a su vez en la «hipoteca social que pesa sobre la propiedad privada» tan reiterada por Juan Pablo II.

En los últimos 25 años ha quedado ya firme la prioridad total del destino universal de los bienes frente a la propiedad privada de los mismos. Ya Populorum Progressio lo manifestaba con singular fuerza y claridad[4]. En el mismo sentido la encíclica Centesimus Annus le dedica amplísimo espacio al tratamiento del tema, incluido un capítulo entero[5].

"Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra."[6]

En esa frase se condensa el fundamento teológico de la relación entre el ser humano y la creación entera, como lugar donde construir fraternalmente el Reino de Dios, y hacernos así verdaderamente sus hijos. El uso que se da a los bienes no solo no es ajeno a la Historia de Salvación, sino que es parte esencial de la misma.

Siguiendo con la larga tradición del Antiguo Testamento, nunca caduca y siempre fortalecida, la propiedad del universo y cuanto lo habita es exclusiva de Dios. El devenir histórico del ser humano sobre la tierra no puede hacer olvidar esa verdad primigenia. La posesión de la tierra («llenen la tierra y sométanla» Gn 1,28) no tiene una finalidad en sí misma, sino que está en función de una vocación universal más alta.

A su vez, la propiedad de la tierra está en función de su verdadera «posesión», como instrumento para la construcción de ese mundo de hermanos donde todos podamos reconocernos y vivir como hijos de Dios. La «propiedad» no es jamás un fin en sí mismo, y mucho menos lo es la «propiedad privada». La «propiedad» está en función de la «posesión», y ésta está en función del desarrollo pleno de la humanidad, "sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno".[7]

 

2.2. PROPIEDAD Y DERECHO A LA LIBERTAD

 

Habitualmente se hace especial hincapié en el carácter de «derecho natural» de la propiedad privada. Esto es cierto, pero exige una profundización.

En primer lugar, por el hecho de que la «ley natural» no es una especie de «código» de deberes y derechos positivamente establecido. Por el contrario, se trata de la explicitación de las verdades objetivas sobre la naturaleza del ser humano, de modo que su formulación positiva oriente adecuadamente el actuar correcto del propio hombre.

Al interior de la «ley natural», existe una infinita gama de niveles de verdad, no en cuanto que una «verdad» sea más «verdadera» que otra, sino en el sentido de que hay «verdades» mucho más centrales que otras para el propio desarrollo pleno del ser humano. No todas las verdades sobre el ser humano tienen el mismo nivel de importancia.

En segundo lugar, se deriva de lo anterior que, si bien nunca será éticamente válido atentar directamente contra ninguna verdad humana objetiva (es decir, contra nada que conlleve el rótulo de «ley natural»), sin embargo hay «leyes naturales» que tienen prioridad absoluta sobre otras.

En nuestro caso particular, el «destino universal» es una verdad objetiva sobre el hombre que tiene total prioridad frente a la «propiedad privada», ya que ésta no tiene sentido sino como una posible aplicación de aquella.

En tercer lugar, por el hecho de que ambas derivan de una verdad aún más importante sobre el ser humano que es su capacidad de ser libre. En este sentido, como lo insisten de diferentes modos los documentos del magisterio, la propiedad de los bienes o su dominio constituye una dimensión material de la necesaria autonomía del ser humano, condición de posibilidad de la libertad[8].

No obstante, se debe tener mucho cuidado de no considerar la «propiedad» como la única condición de posibilidad de la libertad, ya que en modo alguno es la única dimensión de la «autonomía» fundamental del ser humano. Mucho menos aún, identificar la «libertad» del ser humano con su posibilidad de tener «propiedad». Estos son reduccionismos que falsean totalmente el sentido de «ley natural» que tiene la propiedad de los bienes.

Antes de entrar a considerar más cuidadosamente las consecuencias de esos reduccionismos, sintetizamos: la «propiedad privada» es una de las posibles aplicaciones del «derecho universal» de los bienes, que a su vez, es expresión de la dimensión material de la autonomía del ser humano, base de su «derecho natural a ser libre».

Tampoco olvidemos en todo este desarrollo que no estamos hablando de una «persona-individuo sino de, como vimos en la parte anterior de este trabajo, de una «persona» en sentido íntegro, es decir: original-social-estructural.

 

2.3. DESDE LA ANTROPOLOGÍA

 

El tema de la propiedad de los bienes no ha sido históricamente un tema secundario desde una perspectiva antropológica. No se trata únicamente de las diferentes formas de propiedad posibles, sino de lo que implica para el ser humano el hecho mismo de la propiedad.

En sí misma, la propiedad consiste en el hecho de que alguien (persona o grupo) se «a-propia» (hacen propio) un determinado bien (no solo físico, puede ser también religioso, intelectual, de conocimiento, etc.), excluyendo al resto de los seres humanos de poder disponer de él.

Tal como hemos visto, en tanto expresión de la autonomía del ser humano, la apropiación es legítima por cuanto es una necesidad humana, no solamente derivada del momento histórico que vive, sino como parte intrínseca de su misma historici­dad.[9]

Veamos brevemente en qué sentido decimos lo anterior, para lo cuál ampliaremos la perspectiva hablando en primer lugar sobre la «posesión» de los bienes, para después concretarlo en una forma de posesión como lo es la «propiedad».[10]

El eje histórico del tema de la posesión radica en la satisfacción de las necesidades humanas, a partir de la disponibilidad colectiva de bienes que son «escasos»[11], pero no debemos reducir la perspectiva sino asumir la globalidad de lo que son verdaderamente las necesidades básicas y que van mucho más allá del solo «comer y vestir».

En primer lugar, la posesión de un bien está en función de la «expresividad» del ser humano[12]. Toda persona (y grupo humano, obviamente) tiene la necesidad de expresarse, es decir, de proyectarse hacia fuera de sí mismo en aquello que lo rodea plasmándose en ello, integrándolo a sí mismo como parte de su identidad, transformándolo de algún modo a su «imagen y semejanza».

El hombre necesita ir «humanizando» su entorno[13]. Solo así él se va haciendo y encontrando a sí mismo. Desde la forma de ordenar «su» habitación, hasta «sus» gustos culinarios. Todo ello de algún modo pasa a ser él mismo, porque en todo ello él se está expresando. Si a una persona se le cambiase su modo de vestir, de hablar, de comer, de trabajar, etc., de algún modo dejaría de ser él mismo.

Esa expresividad del hombre se traduce en una transformación de lo que le rodea en elementos, según la clásica división, «útiles» o «gratuitos». Lo estético y lo lúdico son inseparables de lo útil. El ser humano va transformándolo todo a su alrededor según él mismo es; según un proyecto de sí y de mundo, normalmente no explicitado ni siquiera a sí mismo, pero muy real y concreto.

Cada persona (y cada grupo humano) para poder ser ella misma, es decir, para poder construirse «tal como ella se proyecta» (ir siendo libre), necesita expresarse a través de la posesión de los más diversos bienes.

No obstante, también la «posesión» de los bienes puede volverse contra el propio hombre. Si en lugar de ser el hombre el que «posee» los bienes, «es poseído» por ellos, entonces se da el mayor vaciamiento de sí imaginable. Si en lugar de ser el hombre el que expresa «su sentido de vida» y «su proyecto» a través de la posesión, es por el contrario, que «busca su sentido de vida» y «su identidad» a través del poseer, entonces estamos en la total des-humanización.

En la antropología que estamos confrontando, con mucha facilidad se presenta la posesión (más aún, la apropiación privada y exclusiva) de los bienes como forma de ser él mismo. Con que «más se tiene», «más se es», parece ser el axioma. Justamente estamos confrontando esa perspectiva de posesión abusiva y vaciadora de sentido.

No es el «poseer» lo que dará sentido a la vida, ni lo que hará más humana la persona; sino que el expresarse humanizando y liberando, a partir del sentido y proyecto ya encontrado y elaborado como lo más auténtico de sí mismo. El verdadero poseer los bienes, es el «disponer» de ellos y, al mismo tiempo, «siendo disponible» frente a ellos.

En segundo lugar, la posesión está en función de la «relacionalidad» del ser humano[14]. Como vimos en el capítulo anterior de este trabajo, el ser humano es esencialmente un ser relacional. La relacionalidad central es la del ser humano con sus congéneres, porque de ella depende esencialmente su «hacerse mutuamente personas en la historia».

Pero esa relacionalidad es histórica y por tanto necesariamente mediada por lo material. Nadie se puede relacionar con otro al margen del espacio y del tiempo, y al margen de las cosas materiales. Como todos los bienes son escasos, incluido el tiempo con que contamos, toda relación exigirá una disponibilidad de bienes, y a su vez, toda forma de disponer de los bienes supondrá una forma de relación.

Una amistad exige tiempo. No es pensable una amistad verdadera y profunda, sin tiempo para compartir. Se trata no solo de cantidad de tiempo, sino también de intensidad de vivencia. Pero sin tiempo no es posible una amistad. De igual modo, la amistad exige, a cierto nivel, compartir intimidad (conocimiento del otro), compartir proyectos concretos para realizar juntos (trabajo y gratuidad con el otro), compartir bienes económicos, etc. Con que más real sea lo que se comparta, más real será la amistad.

Una persona puede tener la mejor intención de construir una amistad con otra, pero si no está dispuesta a (o no puede) compartir lo «suyo» con el otro, la amistad no pasará de ser una «buena intención», que a los efectos reales históricos es equivalente a «nada».

La posesión de los bienes es esencial, pues, para permitir una relación real. Es así que podemos afirmar que la posesión de bienes es mediación necesaria para toda relación. Más aún, la posesión de los bienes es la mediación esencial de la relacionalidad.

De ahí se deduce que sólo en la medida en que la persona puede disponer realmente de lo que le rodea, puede relacionarse con los demás. En el mismo sentido, sólo en la medida en que la persona posea los bienes en el sentido de «compartirlos» con los demás, es que establece relaciones humanizantes.

Porque también existe el peligro (y lamentablemente, la realidad histórica) de que por la forma de poseer lo bienes, estos destruyan la relacionalidad. En la medida en que la persona se aferra a los bienes, poseyéndolos «sólo para sí», en esa medida los bienes se convierten en «mediación de la separación».

La posesión que comparte, «nos integra». La posesión que no comparte, excluye a los demás, divide, separa. En este sentido, también la persona puede «ser poseída» por los bienes, en cuanto que es capaz de romper su relacionalidad necesaria con los demás, quedando atrapado por sus propios bienes.

En tercer lugar, la posesión está en función de la construcción de una realidad nueva[15]. Desde la perspectiva cristiana, la posesión de los bienes únicamente es válida si está en función de la construcción del reino de Dios.[16]

Poseer para hacer «producir», para dar fruto. El universo entero está creado no para la esterilidad o la autoperpetuación inmutable, sino para el desarrollo pleno de sus potencialidades. Pero no se trata de «desarrollo» en cualquier sentido, sino en uno muy específico: la plena humanización del universo.

Ese proceso únicamente puede ser conducido por el ser humano, cabeza de la creación, y único ser capaz de participar activa y conscientemente del proyecto de Dios. El hombre debe «poseer» la naturaleza y «poseerse» a sí mismo, como única forma de ir disponiendo la realidad entera a ese mundo nuevo. Poseer que es siempre construir y nunca abusar, ni con respecto a la naturaleza, ni con respecto a sí mismo. La misión del ser humano es la de ser «fecundo».

La persona concreta necesita poseer para transformar. Posesión que es proceso técnico, económico, y espiritual, al mismo tiempo. Posesión que construye, y que lo construye a él mismo, según ese «proyecto de Dios» que llamamos «reino», y que supone la realización de la creación en la total fraternidad humana que comparte plenamente todos los bienes en el «gran banquete eterno».

Pero la posesión puede ser también fagocitante. Puede ser una posesión estéril y esterilizante. Una posesión que no hace crecer, que no deja crecer, que ahoga al «poseedor» y a «lo poseído».

En la antropología que estamos contestando, muchas veces se presenta la posesión como absoluta en sí misma: «lo que importa es tener». Es una posesión asfixiante, que no libera ni las potencialidades de los propios bienes, ni las del poseedor. Es una posesión que busca únicamente su crecimiento como «más posesión», en una dinámica de autoperpetuación. Es una posesión estéril en «frutos del reino».

También la persona, en este caso, puede «ser poseída» por los bienes al quedar atrapado por ellos en «mantenerlos». La posesión que se apoya en sí misma solo puede generar esterilidad.

Estas tres dimensiones se dan en conjunto, es decir, no es pensable una «posesión» positiva en una de ellas mientras en las otras es esclavizante. La relación con los bienes es una sola y de por sí exige una coherencia entre los tres niveles considerados.

Para sintetizar podríamos decir que en la relación con los bienes, el ser humano tiene únicamente dos alternativas: «poseerlos» en la total disponibilidad frente a ellos, para expresarse, relacionarse y construir; o «ser poseído» quedando esclavizado por unos bienes que debe conservar y proteger a cualquier costo, porque en su posesión ha confiado su identidad y su propio sentido de vida.

 

2.4. DIMENSIÓN SOCIO-ESTRUCTURAL

 

La «posesión» de los bienes, tal como lo acabamos de desarrollar, se articula concretamente en la sociedad a través de estructuras culturales y jurídicas que establecen diferentes formas de propiedad. Al entrar en el planteamiento social de la posesión de los bienes, pasamos necesariamente al tema de su propiedad.[17]

De este modo, es a través del sistema de propiedad sobre los bienes, que las personas tienen acceso real a ellos en una sociedad. En la práctica, sin embargo, los sistemas de propiedad además de permitir a algunos la posesión de los bienes que necesitan, también suelen excluir a otros de la posibilidad de poseer aquellos bienes que a su vez necesitan.[18]

La exclusión de la «propiedad» de los bienes necesarios para algunos (mucho peor aún cuando estos son la gran mayoría), tiene gravísimas consecuencias para la sociedad. En primer lugar, porque los excluidos ven seriamente limitadas sus posibilidades de realización personal por cuanto las dimensiones que antes mencionamos (expresividad, relacionalidad, y transformación) se ven limitadas o inclusive anuladas.

De algún modo es verdad que toda persona «algo» posee. El problema no es ese, sino que radica en el hecho de que si no posee los bienes básicos necesarios para una vida digna, su realidad se puede convertir en una mera lucha por la «superviven­cia», donde los demás pueden ser percibidos inclusive como un «atentado» a la propia vida por cuanto impiden el acceso a lo imprescindible, y de este modo anulando de hecho las potencialidades positivas de la misma posesión de los bienes.

A su vez, los que en este sistema tienen una propiedad que va más allá de lo necesario, perciben a los «pobres» como peligrosos para el mantenimiento de su propiedad, y optando por proteger la propiedad frente a los demás, anulan todo lo que de «compartir» se trata, terminando en la total esclavitud de sus propios bienes.

Así el sistema de estructuras de propiedad de una sociedad, o es humanizante para todos o es deshumanizante para todos. La pobreza es la primera violación de la propiedad.[19] La existencia de pobreza es, de por sí, un atentado directo a la sociedad en cuanto imposibilita una auténtica y positiva posesión de los bienes por parte del conjunto de sus miembros.

En este sentido, podemos afirmar que no se trata únicamente de intentar mitigar la escandalosa brecha entre pobres y ricos, y por tanto no se trata de generar estructuras que hagan «soportable» esa diferencia. Mucho más aún, se trata de generar estructuras que efectivamente realicen el sentido profundo del «derecho natural» de propiedad: "Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno".[20]

¿Cómo debe ser esa estructura? La pregunta tiene múltiples respuestas desde las diferentes perspectivas en las que se puede analizar la sociedad.

Obviamente la que presenten las ciencias económicas es una de ellas, válida, pero no la única válida. A su vez, tampoco es aceptable como verdad evidente de por sí e inamovible la «imposibilidad apriorística» de una estructura de propiedad y distribución de bienes diferente al actual. Es más, desde la perspectiva cristiana, esa posibilidad de generar lo alternativo, no sólo es muy real, sino que constituye una exigencia concreta que nos plantea la fe.[21]

Podemos aquí apuntar tres elementos constitutivos de una estructura válida de propiedad y distribución de bienes.

El primero consiste en asegurar un régimen de seguridad legal y material de la propiedad. No es posible la realización de una sociedad que viva en un sistema de violencia y arbitrariedad sobre el derecho de propiedad.

Ese régimen debe, sobre todo, asegurar el derecho a la propiedad de los pobres y los débiles en el entramado social.[22] La violencia sobre la propiedad no se ejerce únicamente por el «hurto», sino también cuando el poder generado por los grandes capitales va desplazando de sus tierras a los pequeños agricultores, o va condenando sistemáticamente a la quiebra a los pequeños comerciantes, o eleva los precios por razones de especulación u «optimización de ganancias», etc.

Frente a todas esas violencias ejercidas contra el derecho de propiedad es que el propio sistema tiene el deber de actuar eficazmente.

El segundo elemento que apuntamos es a la necesidad de generar nuevas formas de propiedad (y/o de devolverles actualidad a algunas existentes en el pasado y hoy «arrasadas») que no caigan ni en el «capitalismo de estado» de los sistemas colectivistas, ni tampoco caigan en la exclusiva «propiedad privada (individual)» preconizados en el sistema capitalista.[23]

Estimular y hacer posibles formas de propiedad cooperativas, colectivas, mancomunadas, etc., que permitan una mayor «socialización» de la propiedad, en términos de la Laborem Exercens.[24] De ese modo se facilita la adecuada mediación de la relacionalidad entre las personas y entre los grupos, donde los términos de referencia no saltan del individuo aislado al colectivo como un todo, sino que encuentran instancias intermedias que eviten tanto el aislamiento como la pura masificación.

El tercer elemento se refiere a la generación de estructuras de serio y efectivo control de la propiedad, que eviten tanto la «esterilidad» de los bienes, como su utilización en un sentido distinto al del bien común de la sociedad.[25]

Como vimos más arriba una de los fundamentos teológicos básicos para sostener el derecho a la posesión de los bienes por parte del hombre, es su «desarrollo» en función de la construcción del reino de Dios. Ese «desarrollo», históricamente, se concreta en su adecuación al bien común de la sociedad, por lo que jamás será válido el derecho de propiedad cuando sirve como justificación para atentar contra el bien común.

La no utilización de los bienes en propiedad en función del bien común puede darse en forma directa, pero también mediante su esterilidad. No hacer producir al máximo posible, en bien del conjunto de la sociedad, los bienes en propiedad constituye de hecho un atentado al bien común. Nadie tiene derecho a mantener en la esterilidad bienes que siendo propiedad suya son, no obstante, bienes destinados a la comunidad entera. En esto se apoyan instrumentos que van desde la reforma agraria, hasta la intervención estatal en empresas o áreas de producción.[26]

3. EL ACCESO A LOS BIENES: EL MERCADO

3.1. VALIDEZ DE UNA ECONOMÍA DE MERCADO

 Hoy día no parecen haber dudas acerca de la validez de una economía de mercado[1]. Esto se ha manifestado especialmente a partir del derrumbe del «socialismo real» del este europeo, al evidenciar la incapacidad de la total planificación centralizada para satisfacer las necesidades concretas de las personas.

De algún modo aparece como verdadero el hecho que es necesario un muy amplio margen de iniciativa personal a la hora de optar entre los diferentes bienes que necesita y los que están a su alcance. Ello parece esencial, como margen de la originalidad y creatividad de las personas, de modo que puedan realizar adecuadamente la dimensión de la «expresividad» en la posesión de los bienes, de la que se hablaba más arriba.

Es así imprescindible evitar la tentación de la planificación total de la satisfacción de las necesidades de las personas, lo que conlleva una verdadera asfixia del ser humano.[2] La libertad de iniciativa económica aparece como una condición fundamental para permitir una positiva «posesión» de los bienes, que permita un desarrollo integral de la persona.[3]

No obstante, también el «mercado» puede constituirse en una asfixia para el ser humano.[4] También hay que evitar caer en la tentación de pensar que un instrumento económico válido, como lo es el mercado, puede por sí mismo resolver todos los dilemas. Esa es una tentación real y práctica de idolatría.[5] No existe la magia, ni existen mecanismos que de una manera mágica puedan resolver todos los problemas y conflictos de una sociedad. Mucho menos aún, que pueda satisfacer adecuadamente las necesidades de todas y cada una de las personas que la integran.

El mercado es un instrumento válido, pero necesita ser conducido y controlado adecuadamente por la sociedad, a través de sus estructuras políticas, sociales y económicas.[6] El bien común de la sociedad no se realiza en forma automática, ni la responsabilidad humana lo puede dejar librado al «acaso», sino que debe implementar los medios adecuados para alcanzarlo. Un mercado que no construye directamente el bien común no es aceptable desde ningún punto de vista.

Si bien es cierto, como decíamos más arriba, que no es posible planificar la satisfacción de todas las necesidades de las personas debido a su originalidad única, no es cierto que no sea posible preverlas y planificarlas en absoluto. No todo son «deseos» en las personas, sino que muchas son «necesidades» básicas muy nítidas: alimentación, vivienda, salud, educación, etc., etc. En nuestra realidad latinoamericana, para la inmensa mayoría, no estamos hablando (si es que en algún lugar del mundo esto fuera posible) de «qué tipo» de vivienda se prefiere, sino lisa y llanamente de la necesidad imperiosa de una vivienda, «la que sea».

Hay una enorme cantidad de «necesidades» que pueden ser previstas y por tanto planificada su satisfacción, por lo menos en su forma básica, para el conjunto de la población. Una economía de mercado éticamente válida debe conjugar también, junto con la libertad de iniciativa particular, un nivel de planificación y control que aseguren su orientación clara hacia el bien común.

La pregunta fundamental no parece ser la de ¿el mercado es válido, sí o no?, sino la de ¿qué tipo de mercado es válido?

 

3.2. LOS LIMITES DEL MERCADO

 

Junto con el reconocimiento de las características positivas del mercado, aparecen también una serie de límites que es necesario tener presentes a la hora de pensar en una estructura concreta de mercado.

El primer y más grande límite es el referido a lo que podríamos llamar en sentido amplio, la justicia social. El mercado por sí solo no puede en modo alguno asegurar una justa distribución de los bienes, por lo que su funcionamiento libre puede con facilidad llevar justamente a lo contrario: a ahondar la brecha entre ricos y pobres.[7]

Al no poder garantizar el empleo, la adecuada protección legal (real) a los trabajadores y pequeños comerciantes (incluidos los «informales»), la seguridad social para enfermedad, vejez, etc., etc., no pueden quedar librados al azar del mercado ninguno de esos items, dada la importancia fundamental que tienen para el respeto de la dignidad de la persona y el bien común.

En el mismo sentido, solamente es posible una sociedad solidaria y justa si encuadra fuertemente el mercado de modo que asegure "el valor de la persona, la honradez, el respeto a la vida y la justicia distributi­va, y la preocupación efectiva por los más pobres".[8]

Entrando ya en aspectos particulares, el segundo límite que constatamos es el dado el tema del «precio». El mercado funciona en base al intercambio de bienes que se opera entre quienes «ofrecen» bienes y quienes «demandan» bienes. El nexo de unión entre ambos es el «precio».

Sin embargo, hay muchos bienes que no pueden ser cotizados mediante un «precio». Hay muchos bienes que no pueden ser, por tanto, vendidos y comprados, sin que se los tergiverse en su misma esencia.[9] En modo alguno es reducible el universo de los bienes necesarios para la realización plena de la persona y la sociedad, a los bienes económicos o medibles económicamente, como por ejemplo bienes culturales y religiosos.

Esto exige establecer otro tipo de mecanismos, que involucran también a lo económico, que permitan una autonomía con respecto al mercado del acceso a estos bienes. En otras palabras, es imprescindible controlar que el sistema de mercado invada áreas, que aunque involucran lo económico (todo en la historia involucra de algún modo lo económico), no son reducibles a él.

Un tercer límite está planteado por el hecho de que el mercado por sí solo no puede valorar adecuadamente los recursos humanos.[10] Es un límite derivado del anterior aunque tiene una dimensión propia: el valor del trabajo no es medible exclusivamen­te en términos económicos.

El trabajo del hombre merece una «justa retribución»[11], pero nunca puede ser reducido a ella. El trabajo no es una «mercancía» ni puede ser tratado como tal, por tanto no puede depender exclusivamente del mercado y de la oferta/demanda de mano de obra.[12] Deben establecerse otros mecanismos complementarios al mercado para asegurar no solo el derecho al trabajo (también de los minusválidos, etc., aunque no sean tan «competitivos») y su salario justo, sino además sus condiciones de trabajo, la participa­ción efectiva en la gestión, el rescate de la subjetividad del trabajo, etc.

Un cuarto límite lo constituye la preservación de los «bienes colectivos».[13] Dentro de este grupo entran una enorme variedad de bienes, que van desde lo ecológico hasta lo cultural y lo político. Son bienes que atañen a la sociedad actual en su conjunto, en su hábitat, en su identidad, en su proyección de sí misma. Pero más aún, atañe a la sociedad en lo que serán sus futuras generaciones, a las que hay que legar una tierra habitable, una identidad cultural, y una escala de valores.

Por su propia esencia, el mercado como tal no puede en modo alguno preservar bienes de estas características, ya que necesariamente el mercado tiende a dar respuesta a lo inmediato y a lo individual (aunque sea a gran escala). Se necesita así, no solo establecer controles sobre el mercado que preserven estos bienes, sino también establecer mecanismos que posibiliten su desarrollo dentro de su dinámica propia.

Por último, podemos marcar un quinto límite del mercado, que es el referido a la igualdad de quienes acceden a él.[14] No es un axioma aceptable el que todos acceden al mercado en igualdad de condiciones, porque la experiencia demuestra lo contrario. Con mucha facilidad el mercado se convierte en un mecanismo terrible donde los grupos con poder dominan de tal modo que pueden reducir "prácticamente a la esclavitud"[15] a los que no tienen ese poder.

En los campos donde el mercado es posible y necesario, debe a su vez existir un control que compense la desigualdad que de hecho existe entre las partes. Esto se puede dar a muchos niveles, desde el mejorar el nivel de capacitación hasta la intervención poniendo límites obligatorios a la variación libre. Este planteo suele generar especial oposición en los economistas que defienden un mercado libre «sin interferencias» con el argumento de que esos «límites» que se pueden poner al mercado generan grandes costos. No hay duda de que esos costos se generan, como también los genera el que no haya límites, aunque se paguen de manera distinta, pero lo que importa desde esta perspectiva no es tanto el eliminar costos como el evitar que esos costos recaigan sobre los más débiles.

En el próximo punto veremos justamente una derivación de esto, que es el problema de la exclusión del mercado.

 

3.3. LA EXCLUSIÓN DEL MERCADO

 

Aunque se pretenda un «mercado total», sin embargo en la práctica muchas personas y sectores quedan excluidos del mercado. Cuando el mercado es el sistema económico hegemónico, la «exclusión» supone la marginación y, en muchos casos, la casi imposibili­dad de supervivencia también.

La exclusión del mercado se da por los dos extremos posibles: por el lado de la oferta y por el de la demanda. Ambos extremos no son separables y las consecuencias van directamente unidas, ya que quien no puede «ofertar» eficazmente, tampoco tiene con qué «demandar» eficazmente.

En el primer caso, los motivos de la exclusión son esencialmente de capacidad de «competir». En la práctica, quien no es competitivo, queda excluido. El problema de la competitividad radica, al menos en dos factores importantes: por un lado en la capacidad tecnológica, y por otro lado, en la producción de escala.

La capacidad tecnológica constituye un problema insalvable en gran medida tanto para los productores individuales, como para países enteros de América Latina.[16] El acceso a la tecnología exige no solamente de capitales importantes (inaccesibles a grandes sectores de productores rurales y urbanos), sino de una mentalidad adecuada que exige cambios culturales muy grandes (tampoco posibles en el curso de una generación sin generar quiebres culturales graves), y de una capacitación e información de no fácil acceso.

Esto lleva a que la inmensa mayoría de los pequeños productores (urbanos y rurales) se vean totalmente excluidos del acceso a la tecnología de punta en sus respectivos rubros, y condenados a utilizar tecnologías atrasadas, no tengan posibilidad alguna de competir en el mercado real.

A su vez, y muy vinculado al tema tecnológico se encuentra el de la «producción a escala». Grandes sectores de nuestras poblaciones están compuestos de pequeños artesanos, comerciantes, y productores, con unidades de producción unipersonales, familiares, o de muy pocos empleados. Esta realidad se ve agravada por la no promoción de sistemas cooperativos o colectivos, llevada adelante justamente por las políticas que impulsan el libre mercado.

El pequeño volumen de las producciones, los costos marginales altos, la falta de respaldo financiero frente a las oscilaciones del mercado o los desastres naturales, la falta de información de la «trastienda» de los mercados y por tanto de los juegos especulativos en marcha, etc., vuelven totalmente no-competitivos a los pequeños productores.[17]

Consecuencia de ello es que las grandes empresas los absorben como mano de obra, perdiendo así su independencia e iniciativa económica, o peor aún, pasan a engrosar los sectores de desocupados o «informales».

 

Por el otro extremo, se encuentra la exclusión por el lado de la demanda.[18] El mercado es un «mercado de consumo» (la demanda es esencialmente consumo). Aunque todos los seres humanos tienen necesidad de consumir bienes, no todos tienen la posibilidad de acceder al mercado de consumo.

Todos los seres humanos, de hecho, consumen. De lo contrario morirían, pero ello no significa en absoluto que participen del mercado de consumo. Para participar de él hay que tener poder adquisitivo, y quien no lo tiene, queda marginado.

Participar del mercado de consumo implica tener acceso no solamente a los bienes indispensables para la supervivencia física, sino el poder integrarse a la dinámica social, lo cual implica el acceso a cierto nivel de bienes.

El sistema de mercado tiende a identificar a la persona con el consumidor. Sólo quien consume «existe». Para poder estar «integrado» se debe poder vestir de determinado modo, manejar cierto vocabulario e información, participar de determinadas actividades, etc., todo lo cual tiene un costo económico. Quien no tiene el poder adquisitivo para ello, queda automáticamente marginado de la «sociedad».

De igual modo en el nivel productivo, como ya vimos, quien no logra el acceso a un nivel tecnológico adecuado queda marginado del circuito productivo, con lo que su capacidad de acceso futuro es aún menor, y por tanto, su atraso y consiguiente marginación, aumenta.

Además del problema del «consumismo» tan esencialmente ligado al sistema de mercado, y que ya analizamos en la parte anterior de este trabajo; el que se establezcan niveles cualitativamente diferenciados de consumo, implica en la práctica, establecer círculos concéntricos de integración, o lo que es lo mismo, círculos de exclusión progresiva.

Las graves desigualdades económicas, ya planteadas más arriba[19], implican en la práctica una brecha en el acceso al mercado de consumo. Las grandes mayorías tienen un acceso al mercado de consumo sumamente restringido, y grandes sectores están en realidad, totalmente marginados de él.

 

En sociedades donde el sistema de mercado es hegemónico, quien no puede acceder a una producción competitiva queda irremediablemente excluido, y consiguientemente condenado a no contar con poder adquisitivo.

Quien no tiene poder adquisitivo, queda marginado del mercado de consumo, y en sociedades donde la «integración» se da en base a la lógica del consumo, queda automáticamente marginado de la sociedad, de la cultura, de la participación política real, y en muchos casos, inclusive afectado en su autoestima e identidad.

El mercado tiene, pues, un límite intrínseco que es el de «los excluidos» que él mismo genera en su dinámica. Si no existen correctivos, medidas compensatorias, controles, mecanismos de redistribución del poder adquisitivo, etc., el resultado de su funcionamiento incluye una inmensa marginación.

Pero más aún, si no se corrige la propia lógica del mercado, y esta es la hegemónica en una sociedad, el resultado supone una alienación profunda muy difícil de revertir.[20]

 

3.4. MERCADO Y SISTEMA POLÍTICO

 

Desde la antropología que contestamos se ha planteado con mayor o menor insistencia e intensidad, la relación entre sistema de mercado y sistema democrático. Aunque con grandes variaciones, como vimos al comienzo de esta parte del presente trabajo, se plantea, sin embargo, la correspondencia y sintonía entre ambos.

Dadas las características de este trabajo, no pensamos realizar un análisis de los sistemas políticos y sus implicaciones antropológicas. Solamente diremos en ese sentido, que para el magisterio está muy clara hoy día la neta preferencia por el sistema democrático.[21]

Lo que sí queremos remarcar es, que en la realidad histórica, esa vinculación no parece tan clara. Si se trata de la comparación entre los regímenes totalitarios que acompañaron la experiencia del socialismo real, y los regímenes que (en forma genérica) desarrollaron sistemas de mercado, es indiscutible que ha habido un mayor desarrollo de la democracia en estos últimos.

Pero si el análisis lo hacemos al interior de ese muy heterogéneo sector de países que no intentaron la implantación del socialismo real, tenemos situaciones muy diversas.

Se suele poner como ejemplo que los países más desarrollados económicamente con el sistema de mercado, son también los que tienen una democracia más desarrollada y firme. De eso, lo único claro es que en esta segunda mitad de siglo han tenido sistemas democráticos estables, pero ni es tan claro que sean firmes, ni mucho menos es aceptable que sean las democracias más desarrolladas. Por otro lado, entre los países desarrollados tampoco es tan uniforme el planteo en torno al sistema de mercado.

A su vez, en América Latina, la realidad es aún más compleja. Hay democracias con sistema de mercado en desarrollo que han caído en dictadura, hay dictaduras que han implantado sistemas férreos de mercado, y hay dictaduras que han caído sin haber implementado sistemas de mercado nítidos. No aparecen, pues, con claridad nexos causales entre ambos elementos.

Por lo menos hay que decir que, en América Latina, no resulta nada evidente la vinculación entre democracia y sistema de mercado. Por tanto, parece mucho más razonable trabajar ambas dimensiones (económica y política) en forma separada, aunque estén indiscutiblemente unidas, que aceptar la dependencia del sistema político (aunque sea en parte) de un mecanismo económico como lo es el mercado.

[1] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen (dir.). "Diccionario del pensamiento conservador y liberal". Ed. AV, Buenos Aires. 1992. p. 224.

[2] Cfr. DÍAZ, Ramón. "Moral y Economía". Ed. Ágora, Montevideo. 1987. pp. 131-134, 148.

[3] Se plantea la «imposibilidad» de conocer realmente las necesidades (deseos) de los individuos, y por tanto la imposibilidad de su planificación en cualquier sentido (cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen, o.c. p. 61). Inclusive se llega a considerar un acto de soberbia el pretenderlo ya que iría contra la naturaleza del hombre.

[4] Esto se suele dar la mayoría de las veces sin el menor problema de conciencia, ya que, si se actúa «lealmente» en ningún momento se busca «estafar» al otro, sino únicamente buscar el «legítimo provecho» al que tiene derecho.

[5] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 81.

[6] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., pp. 234-240.

[7] Cfr. DIAZ, Ramón. o.c., p. 107; ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 221.

[8] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 86.

[9] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., pp. 66-72, 115; ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 61; NOVAK, Michael. "Libertad y Justicia". Ed. Emecé, Buenos Aires. 1992. pp. 28-31.

[10] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 125.

[11] Como un ejemplo, en forma sistematizada, cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., pp. 157-159.

[12] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 221.

[13] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 117.

[1] Cfr. entre muchos textos: GS 23-24, 30-32.

[2] Por razones de brevedad el tema de la revelación cristiana es asumido a partir de las conclusiones que ya son patrimonio común de la Iglesia, sin desconocer que ello es el fruto de un largo proceso desarrollado en la historia, más aún, es el fruto de un proceso histórico que sigue abierto a ulteriores profundizaciones. (Cfr. DV 8).

[3] Cfr. GS 27a.

[4] Cfr. Cat. 1702, 1877-1879.

[5] Cfr. Cat 1700.

[6] Cfr. GS 16.

[7] Cfr. Cat 1910.

[8] Cfr. Cat 1880.

[9] Cfr. GS 25a, Cat 1881.

[10] Cfr. GS 38; Cat 1825, 1886, 1889.

[11] FLICK, M. - ALSZEGHY, Z. "Antropología Teológica". Ed. Sígueme, Salamanca. 1981. p. 169.

[12] Cfr. GS 24c y LCL 33

[13] Cfr. GS 25.

[14] Cfr. PP 17 y LE 4, 12de.

[15] Cfr. LCL 42, 54, 74.

[16] Cfr. SRS 36-40, 46; CA 38b.

[17] Cfr. GS 4.

[18] Cuando hablamos de la decisionalidad de la persona, estamos suponiendo siempre, que se da con suficiente conciencia y libertad.

[19] Para no desviar la atención, la forma en que interactúan la persona individual y la estructura social, lo veremos al terminar el desarrollo de la presente analogía.

[20] El «pecado social» aparece muchas veces en el Magisterio. Ej: Puebla 28, 46, 482, 487, 1259; RP 16 donde desarrolla el tema; LCL 42, 54, 74; SRS 36-40, 46; CA 38; Sto Dgo 9a, 233, 237; Cat 408, 1869.

[21] Cfr. Cat 1888.

[22] Cfr. GS 53.

[23] Cfr. Cat 361, 814, Sto Dgo 228, 243.

[1] Dada la extensión del presente trabajo no es posible más que un brevísimo acercamiento al tema, el cuál exige un análisis filosófico y teológico aplicado a nuestra realidad mucho más profundo.

[2] Cfr. el capítulo referido al concepto de ética o moral.

[3] Cfr. el capítulo referido a la «historia de salvación».

[4] El Magisterio ha asumido con mucha fuerza esta noción de «bien integral» de la persona: p.e. GS 61; HV 7; PP 23; OA 40; FC 32; DV introducción, 1,2,3, II.1; SRS 1,9,10, 29-33, 38; etc.

[5] Cfr. GS 27; RP 17.

[6] Siguiendo con el ejemplo, el Papa en la CA 11c donde se establece que todo hombre tiene «derechos» que no provienen de ninguna otra razón que su «ser hombre», y 34a donde se excluyen explícitamente del «mercado» todos aquellos bienes que corresponden a las «necesidades humanas fundamentales».

[7] Cfr. GS 16.

[8] Cfr. GS 16.

[9] Existen una serie de criterios objetivos que permiten hacer esa «ponderación de bienes» en forma adecuada, pero que no corresponde desarrollar aquí.

[10] Se puede pensar por ejemplo en el estímulo de la sola competencia entre las personas, que permanentemente se presenta a nivel escolar, empresarial, etc., y que de hecho supone que el «éxito» del otro es un «fracaso mío».

[11] Cfr. GS 24-25; 38; etc.

[12] Esta afirmación, clara, es hecha sin olvidar el otro extremo de la tensión que desarrollaremos más adelante, y que Ricardo Antonsich y José M. Munárriz en su libro "La Doctrina Social de la Iglesia" (Ed. Paulinas, Madrid, 1987), expresan del siguiente modo (pág. 83):

"Si distinguimos en lo social lo social-real (leyes, instituciones, estructuras) de lo social-personal (relaciones entre las personas), no puede decirse que lo social debe subordinarse a lo personal, porque lo social es persona y lo personal es social. Lo que deben subordinarse son las instituciones (social-real) a las relaciones entre personas (social-personal), lo que constituye precisamente el contexto en el que Jesús pronunció la supremacía de la persona sobre el sábado. El conflicto que se le presentaba no era individuo-sociedad, sino anteponer lo social-real (una ley, una institución), a lo social-personal (una relación fraterna con el prójimo).

[13] Cfr. asimismo: Pío XII Mensaje de Navidad 1942; MM 65; PT 60; GS 74; DH 7; SRS 10 (22-23, 36). También en el Documento de Puebla se establece:

"... el bien común, consistente en la realización cada vez más fraterna de la común dignidad, lo cual exige no instrumentalizar a unos en favor de otros y estar dispuestos a sacrificar aún bienes particulares" Nº 317

[14] A modo de ejemplo, cuando debido a un hecho determinado (positivo o negativo) la sociedad se sensibiliza en torno a un «derecho humano» específico, generando un consenso amplio acerca de su validez y exigibilidad general.

[15] Por ejemplo, cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 81.

[16] De por sí, también la «cooperación» con los demás sólo constituye un «valor ético» en la medida que se entiende desde la perspectiva de la «promoción» del otro y se inscribe dentro del bien común de la sociedad. Es no solo pensable sino experiencia cotidiana lamentable, constatar la «cooperación» mutua o a terceros con una finalidad fraudulenta.

[1] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 84.

[2] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 147; ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., pp. 160, 272; NOVAK, Michael. o.c., p. 31. Se trata de una teleología utilitarista: cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 159.

[3] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 147.

[4] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 270.

[5] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 271.

[6] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 159.

[7] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., pp. 60, 160.

[8] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 85.

[9] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 221.

[10] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 222; DIAZ, Ramón. o.c., p. 85.

[11] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 202.

[12] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 224.

[13] Cfr. NOVAK, Michael. o.c., p. 32.

[14] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 224.

[15] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 118.

[16] Cfr. DÍAZ, Ramón. o.c., p. 113; ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 40; NOVAK, Michael. o.c., p. 356.

[17] Cfr. ASHFORD, Nigel - DAVIES, Stephen. o.c., p. 40.

[18] Cfr. NOVAK, Michael. o.c., p. 356.

[19] Ya ha quedado muy superado el concepto de «progreso» que en las décadas de los cincuenta y sesenta identificaba casi exclusivamente el «desarrollo de un pueblo» con el aumento porcentual de los bienes por habitante.

[20] El Concilio Vaticano II expresa de manera especial no sólo la relación entre el desarrollo y el bien común, sino que incluye en ella una perspectiva escatológica esencial al bien común de las sociedades y de la humanidad entera. (Cfr. p.e. GS 39).

[21] Aunque por razones de simplicidad en el argumento, estamos hablando de la sociedad como si se tratase de un sujeto personal que ejerce su voluntad y decisionalidad en forma directa e inmediata, reiteramos que como «sujeto analógico» que es, la sociedad siempre puede realizar su decisionalidad a través de las mediaciones estructurales que se ha dado.

[22] En esta encíclica del Papa Juan Pablo II, se encuentra el más completo y profundo análisis teológico que sobre el «desarrollo» ha realizado hasta la fecha el magisterio de la Iglesia. Fundamentalmente en el capítulo IV se presenta una serie de elementos constitutivos del desarrollo desde una perspectiva cristiana. En el presente trabajo nos basamos frecuentemente en esta encíclica.

[23] En este sentido, y tomando como punto de partida lo ya desarrollado en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis, el Papa dice al respecto:

"el desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión humana integral. No se trata solamente de elevar a todos los pueblos al nivel del que gozan hoy los Países más ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna, hacer crecer efectivamente la dignidad y la creativi­dad de toda la persona, su capacidad de responder a la propia vocación y, por tanto, a la llamada de Dios." CA 29a

[24] En el Discurso Inaugural de la Conferencia de Santo Domingo (19b), el Papa vuelve sobre el tema y reitera:

"No podemos olvidar que la promoción integral del hombre es de capital importancia para el desarrollo de los pueblos de Latinoamérica, pues, «el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica» (Redemptoris Missio 58). La mayor riqueza de latinoamérica son sus gentes."

[25] Cfr. SRS 27-40.

[26] Así, por ejemplo, en el Nº 27 dice:

"el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas condiciones, el género humano marchara seguro hacia una especie de perfección indefini­da".

[27] Cfr. SRS 28b.

[28] Cfr. SRS 30.

[29] Cfr. SRS 32a.

[30] Cfr. SRS 30f.

[31] Cfr. SRS 31.

[32] Cfr. "nota" 60 en el Nº 31 de SRS.

[33] El orden con que se presentan aquí los diferentes niveles de la realidad elegidos, no supone en absoluto prioridad «por importancia», sino únicamente como forma práctica de ordenar la presentación.

[1] A los efectos es muy ilustrativa la afirmación hecha en la encíclica Rerum Novarum (cfr. 25).

[2] Simplemente a modo de ejemplo, se puede ver con claridad esta evolución consciente y determinante, en la lectura que se hace del proceso desde Rerum Novarum, en CA 30.

[3] "Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. (...) Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí (ver la nota que adjunta)."

GS 69a

[4] "Si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el derecho de encontrar en ella lo que necesita.(...) Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello están subordina­dos.

(...) Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicio­nal y absoluto.

(...) El bien común exige, pues, algunas veces la expropiación, si (...) algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva."

PP 22-24

[5] El tema está tan asumido al interior del magisterio que, por ejemplo, la Conferencia de Santo Domingo no lo desarrolla específicamente como argumento, sino que directamente hace múltiples aplicaciones prácticas de él (cfr. 169, 171, 174, 180, 200, 206, 226, 233, etc.).

[6] CA 31a.

[7] Cfr. Ibíd.

[8] Sobre este aspecto específico, en los documentos más recientes Cfr. CA 30c (citando a su vez a GS), 43ac; Cat 2402.

[9] "La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas..."

Cat 2402

[10] La «propiedad» constituye una forma específica de «posesión» de los bienes, que normalmente supone una figura jurídica y/o cultural, pero que no se agota en ella. De hecho, antropológicamente, una «propiedad» sin «posesión» del bien (capacidad de disponer de él), no tiene sentido.

[11] En principio, todos los bienes históricos son «escasos», ya que ninguno es infinito y por tanto nadie puede disponer de «todo» lo que pudiese desear sin que eso afecte necesariamente al resto. La economía ha desarrollado este concepto básico en forma muy afinada.

[12] En toda esta parte del trabajo, una referencia obligada es a la encíclica Laborem Exercens, donde se desarrolla en extenso la teología del «trabajo», entendido en el sentido amplio de «toda actividad verdaderamente humana».

Para el aspecto concreto de la «expresividad», Cfr. lo referido a la «subjetividad» del trabajo (LE 6, 9, 15, 22, etc.).

[13] En referencia a la temática ecológica, aquí simplemente diremos que «humanizar» la naturaleza es justamente lo contrario de abusar de ella, destruyéndola. El ser humano «se humaniza» humanizando. Esto también alcanza a la naturaleza. Desde la perspectiva cristiana, la naturaleza está al servicio del hombre, no es su enemigo ni el hombre es meramente parte de ella, sino que debe «liberarla» humanizándola. Por eso, la relación del hombre con la naturaleza no escapa de la «relacionalidad» que el hombre establece con los demás hombres también: «opresora», destructiva de sí y de los demás; o «liberadora», humanizadora de sí y de los demás. Con este esquema simple, únicamente queremos evitar el error de pensar que la «posesión» de algo necesariamente implica su abuso y destrucción.

[14] Cfr. LE 8, 10, 12, etc.

[15] Cfr. LE 4, 10, 25, etc.

[16] En este sentido, a modo de ejemplo, dice el Catecismo universal (2404):

"La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la Providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo, a sus próximos".

Cfr. también GS 96a; Cat 2405; etc.

[17] Cfr. LE 14.

[18] Son innumerables los documentos del magisterio universal y particular, que denuncian sistemáticamente la realidad de esa «brecha» generada por el sistema de propiedad y distribución de bienes de nuestras sociedades.

A modo de ejemplo, dice el documento de Santo Domingo:

"El empobrecimiento y la agudización de la brecha entre ricos y pobres golpean de modo grave a las grandes mayorías de nuestros pueblos debido a la inflación y reducción de los salarios reales y a la falta de acceso a servicios básicos, al desempleo y al aumento de la economía informal y de la dependencia científico-tecnológica." 199 (Cfr. también 167, etc.)

[19] Cfr. CA 6c.

[20] CA 31a. El subrayado es nuestro.

[21] También en este punto existen innumerables documentos del magisterio. Simplemente para mencionar uno de los más recientes: Cat 2426ss, 2459, etc.

[22] Cfr. CA 48; Sto Dgo 180d.

[23] Cfr. LE 14; CA 19b, 61a; Cat 2424-2425; etc. A modo de ejemplo:

"Fomentar la búsqueda e implementación de modelos socio-económicos que conjuguen la libre iniciativa, la creatividad de personas y grupos, la función moderadora del Estado, sin dejar de dar atención especial a los sectores más necesitados. Todo esto, orientado a la realización de una economía de la solidaridad y la participación, expresada en diversas formas de propiedad." Sto Dgo 201

[24] LE 14g.

[25] "La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular, en función del bien común, el ejercicio del derecho de propiedad." Cat 2406 (subrayado en el original). Cita también: GS 71, 4; SRS 42; CA 40, 48).

[26] Por ejemplo:

"Apoyar a todas las personas e instituciones que están buscando de parte de los gobiernos, y de quienes poseen los medios de producción, la creación de una justa y humana reforma y política agraria, que legisle, programe y acompañe una distribución más justa de la tierra y su utilización eficaz."

Sto Dgo 177

[1] El mismo magisterio así lo presenta en la Centesimus Annus (34) al decir:

"Da la impresión de que, tanto a nivel de Naciones, como de relaciones internacio­nales, el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades."

Cfr. también: 40b, y 43.

[2] Cfr. CA 49.

[3] "Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas." CA 40b

[4] Cfr. el mismo numeral 49 de CA.

[5] Dice en este sentido el magisterio en Centesimus Annus (42) (Cfr. también 40b):

"Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso en tomarlos en consideración (los problemas sociales), porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado."

En referencia explícita al neoliberalismo, el documento de Santo Domingo, lo ubica en esta perspectiva, resaltando las interpretaciones "estrechas o reductivas de la persona y de la sociedad" de las que parte (Cfr. 199).

[6] Hay una gran insistencia del magisterio en este aspecto de la necesidad de conducción y control del mercado. A modo de ejemplo Cfr. CA 34, 35, 40, 42, 43, 52; Sto Dgo 195, 202; Cat 2425; etc.

[7] "La política de corte neoliberal que predomina hoy en América Latina y el Caribe profundiza aún más las consecuencias negativas de estos mecanismos. Al desregula­r in­discriminadamente el mercado, eliminarse partes importantes de la legislación laboral y despedirse trabajadores, al reducirse los gastos sociales que protegían a las familias de trabajadores, se han ahondado aún más las distancias en la sociedad."

Sto Dgo 179. Cfr. también: Cat 2425.

[8] Sto Dgo 195b.

[9] Cfr. CA 34; Sto Dgo 195a.

[10] Cfr. CA 35.

[11] No hace falta abundar en un tema presente en todos los documentos sociales desde la Rerum Novarum hasta hoy.

[12] Cfr. LE 7bc y todo el capítulo IV; CA 4, 34.

[13] "Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado."

CA 40a

[14] Cfr. CA 15a.

[15] Ibid.

[16] Cfr. CA 32; Sto Dgo 202.

[17] A modo de ejemplo, dice el documento de Santo Domingo (174; cfr. también 172):

"En los últimos años esta crisis se ha hecho sentir con más fuerza allí donde la modernización de nuestras sociedades ha traído expansión del comercio agrícola internacional, la creciente integración de países, el mayor uso de la tecnología y la presencia transnacional. Esto, no pocas veces, favorece a los sectores económi­cos fuertes, pero a costa de los pequeños productores y trabajadores."

[18] Cfr. Sto Dgo 195, 202.

[19] Cfr. Sto Dgo 179, 195.

[20] Cfr. CA 41-42.

[21] Dice la encíclica Centesimus Annus (46a):

"La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que se asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernadores la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica."

Asimismo, además de citar a Centesimus Annus, dice el documento de Santo Domingo (191):

"La libertad, inherente a la persona humana y puesta de relieve por la modernidad, viene siendo conquistada por el pueblo en nuestro continente y ha posibilitado la instauración de la democracia como el sistema de gobierno más aceptado, aunque su ejercicio sea todavía más formal que real."

Existen, no obstante, una larga serie de prevenciones, no con respecto a la democracia en sí, sino en cuanto a los elementos indispensables para que una democracia sea verdadera. Por ejemplo cfr. CA 46b; Sto Dgo 193.




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