Sociología y Trabajo Social
Anarquismo y Socialismo
Índice
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Bibliografía
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El Anarquismo
Introducción al anarquismo
Los anarquistas creen que el mayor logro de la humanidad es la libertad del individuo para poder expresarse y actuar sin que se lo impida ninguna forma de poder, sea terrena o sobrenatural, por lo que es básico abatir todo tipo de gobierno, luchar contra toda religión o secta organizada, en cuanto que éstas representan el desprecio por la autonomía de los hombres y la esclavitud económica. Combatir al Estado como entidad que reprime la auténtica libertad económica y personal de todos los ciudadanos se convierte en una necesidad inmediata y la desaparición del Estado se considera un objetivo revolucionario a corto plazo. La doctrina anarquista impone para su acción una sola limitación: la prohibición de causar perjuicio a otros seres humanos, y de esta limitación nace otro presupuesto ideológico básico: si cualquier humano intenta hacer daño a otros, todos los individuos bienintencionados tienen derecho a organizarse contra él.
Definición del anarquismo: Doctrina política que se opone a cualquier clase de jerarquía, tanto si se ha consolidado por la tradición o el consenso como si se ha impuesto de forma coactiva.
Clases de Anarquismo
Anarquismo Filosófico
Pierre Joseph Proudhon, escritor francés del siglo XIX, ha sido considerado desde una perspectiva histórica el padre del sistema denominado anarquismo filosófico. Según Proudhon y sus partidarios, el anarquismo excluiría la autoridad como criterio rector de la sociedad, estableciendo el individualismo en su grado máximo. Los anarquistas filosóficos, sin embargo, repudian los métodos violentos y esperaban que la sociedad evolucionara hacia una organización anárquica.
Otra escuela del Anarquismo
Esta, basada en la acción organizada e incluso en actos de terrorismo para conseguir sus propósitos, se escindió del movimiento socialista y apareció hacia finales del siglo XIX.
La tendencia anarquista que propugnaba la acción directa fue la más conocida. Por otro lado, las ideas colectivistas de Bakunin fraguaron el desarrollo del anarcosindicalismo, en especial en Italia. Las actividades de dirigentes como Enrico Malatesta o Giuseppe Fanelli, permitieron la formación de sindicatos, en especial en las ciudades más industrializadas, y la difusión de sus ideas en América o en España.
En el primero de los casos, la llegada de inmigrantes de origen italiano estimuló la formación de organizaciones anarcosindicalistas reprimidas con gran dureza en Estados Unidos, donde fueron ejecutados anarquistas de origen italiano (como Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti) de forma arbitraria, ante las protestas internacionales.
En Latinoamérica emigrantes anarquistas de origen italiano y español contribuyeron a la formación de centrales sindicales como la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) fundada en 1901. En México la labor de Ricardo Flores Majón y de sus hermanos Jesús y Enrique contribuyó a la expansión de las ideas anarcosindicalistas que coincidieron en algunos puntos con el movimiento revolucionario campesino de Emiliano Zapata.
El anarquismo en el s. XX
Es probable que el anarquismo no hubiera pasado de ser una simple especulación teórica de no haber existido una serie de activistas que lo impulsaran creando organizaciones vinculadas al movimiento obrero con la pretensión de destruir la sociedad capitalista y el Estado, y cuya fuerza se manifestó desde la segunda mitad del siglo XIX.
Durante el periodo de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o I Internacional las posturas anarquistas estuvieron representadas por los seguidores del revolucionario ruso Mijaíl Bakunin. Sin embargo, sus posturas chocaron con las expuestas por los socialistas seguidores de Karl Marx y, tras sucesivas derrotas en varios congresos, en el V Congreso de la AIT celebrado en La Haya en 1872 los anarquistas fueron expulsados de la Internacional. Desde entonces el socialismo y el anarquismo han divergido de un modo frontal, aunque ambas ideologías partan de su radical negación del capitalismo. Los anarquistas filosóficos continúan en desacuerdo con los socialistas por la importancia que le conceden a la libertad del individuo por encima de cualquier limitación, sobre todo, por parte del Estado.
Esta situación y la muerte de Bakunin en 1876 provocaron una dispersión de los grupos anarquistas y una radicalización de sus posturas, que pasaron a defender la “propaganda por la acción”, también llamada “propaganda por el hecho”. Ello provocó una oleada de atentados terroristas de carácter individual que pretendían movilizar una sociedad aletargada. Magnicidios como los de Humberto I, rey de Italia, William McKinley, presidente de Estados Unidos, Jorge I, rey de Grecia y del presidente de Francia Marie François Sadi Carnot, así como otros atentados indiscriminados como en el teatro del Liceo de Barcelona (1893) o en la calle Cambios Nuevos de la misma ciudad, cuando una bomba lanzada en plena procesión del Corpus ocasionó seis muertos en 1896 —todos cometidos por anarquistas— fueron expresión de esta orientación estratégica y generaron entre la opinión pública la identificación entre anarquismo y terrorismo.
España fue uno de los países donde esos magnicidios fueron más relevantes. Tres presidentes de Gobierno fueron asesinados: Antonio Cánovas del Castillo en 1897 por el italiano Michele Angiolillo; José Canalejas, en 1912, por Manuel Pardiñas y Eduardo Dato que en 1921 fue asesinado por tres anarcosindicalistas. El propio rey Alfonso XIII sufrió varios atentados; el más importante se produjo el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg, en mayo de 1906, cuando una bomba lanzada por Mateo Morral, en plena calle Mayor de Madrid no alcanzó su objetivo, pero provocó varios muertos entre el público asistente (un monolito recuerda en la actualidad dicho atentado). En 1923 Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso dieron muerte al cardenal Soldevila, arzobispo de Zaragoza, y al parecer un año después trataron de matar en París a Alfonso XIII.
Desde una perspectiva histórica España fue el otro punto donde el anarquismo —en sus distintas vertientes— arraigó con más fuerza e intensidad. La llegada en 1868 del italiano Fanelli permitió la creación en Madrid de un núcleo provincial de la AIT. En 1870 quedó constituida inicialmente la Federación Regional Española (FRE) de la AIT, y la prensa obrera empezó a difundirse a través de La Federación de Barcelona o La Solidaridad de Madrid, aunque aún eran organizaciones clandestinas. El triunfo de los anarcosindicalistas frente a los partidarios de “la propaganda por la acción” se manifestó en la creación, en 1881, de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) que acabó disolviéndose tras la dura represión que sufrió después de las actividades de grupos como Los Desheredados o la llamada Mano Negra, descalificados incluso por la propia FTRE.
A comienzos de siglo en Cataluña se crea Solidaridad Obrera, de carácter anarcosindicalista, que sería el núcleo de la creación, en 1910, de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada por 114 sociedades obreras de toda España. Su actividad vino marcada por los intentos de los anarquistas partidarios de la lucha armada por controlar sus actividades (en 1927 crearon la Federación Anarquista Ibérica), como respuesta a los atentados que sufrieron por parte de pistoleros de la patronal catalana en la década de 1920, dirigidos por el general Martínez Anido y la fuerte represión durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), lo que no impidió el fuerte crecimiento del sindicato, en especial en Aragón y Cataluña.
En 1927 y en una reunión secreta celebrada en Valencia se constituyó la Federación Anarquista Ibérica (FAI) como vanguardia revolucionaria del movimiento anarquista. Pero nunca fue una organización centralizada en el seno de la CNT sino una serie de grupos que actuaban sin cohesión.
Un destacado anarquista español, Juan García Oliver, declaró al comienzo de la década de 1930 que pretendía “eliminar a la bestia que hay en el hombre”.
Por aquella época, y según la opinión del historiador Hugh Thomas, casi millón y medio de trabajadores españoles eran anarquistas pero los afiliados a las organizaciones no pasaban de 200.000. Durante la Guerra Civil española (1936-1939) los anarquistas participaron en los gobiernos central y catalán (en este último caso junto a Lluís Companys y Francesc Macià. Sus experiencias colectivistas agrarias, sobre todo en Aragón, sucumbieron ante la oposición de otras fuerzas políticas de la II República, como el Partido Comunista, partidario de un gobierno fuerte y centralizado que permitiera ganar la guerra.
Evolución teórica
Entre los autores que pretendieron crear una concepción científica del mundo y de la evolución social desde una perspectiva anarquista destacan Piotr Alexéievich Kropotkin, que se autodefinía como un comunista anarquista, y la estadounidense Emma Goldman.
A partir de la década de 1940 los anarquistas sufrieron una dura persecución por parte de los grupos políticos de izquierda internacionalista radical vinculados a los partidarios de Stalin y sus aliados. No obstante, y más en un plano de lucha y militancia activa que en el ámbito teórico, los anarquistas lograron adeptos y una admiración general por su coraje y sentido de fraternidad en todos los combates abiertos y librados en los frentes de Europa y del resto del mundo frente a toda manifestación de autoritarismo y tiranía. Un autor como Manuel Leguineche, estudioso de los avatares de la Resistencia francesa, ha estimado en El precio del paraíso, después de recabar multitud de informaciones y testimonios directos, que tras la derrota de la II República española, los defensores de la Francia Libre capitaneada por el general De Gaulle eran anarquistas españoles, hasta conformar casi el 60% de la organización que luchó contra los invasores nazis. Un carro de combate tripulado por anarquistas españoles (el `Guadalajara') fue el primero en entrar en 1945 en el París liberado de la Ocupación alemana, como Ernest Hemingway atestiguó en sus crónicas.
Es sin embargo en el plano doctrinal donde se registra un renacimiento del anarquismo, acaso algo abstracto o en exceso teórico en contraste con su trayectoria histórica, muy nutrida de acontecimientos épicos, a finales de la década de 1960, con motivo de los levantamientos estudiantiles y obreros que se produjeron en París, Berlín, México D. F. y Berkeley (California). Una síntesis de `socialismo real', como se denominaba a la política mantenida entonces por la Unión Soviética, y de sincretismo utópico que integraba las posturas ideológicas más radicales, originaba el llamado `sesentayochismo' (1968), de marcado cuño libertario anarquista. De este modo, líderes estudiantiles como los hermanos Cohn-Bendit, jóvenes sindicalistas procedentes del marxismo-leninismo como Rudi Dutschke, filósofos de la Escuela de Frankfurt que lograron huir del nazismo (Herbert Marcuse, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, entre otros), existencialistas como Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir y heterodoxos en la órbita del comunismo como Louis Althusser, Nicos Poulantzas y los trotskistas Alain Krivine y Ernest Mandel, además de intelectuales críticos como Noam Chomsky, Angela Carter, Norman O. Brown o Kurt Vonnegut configuraron un espacio ideológico amplio que revitalizó el ansia irrenunciable de los defensores de la anarquía, entendida ésta como sinónimo del `orden más perfecto posible' para la humanidad.
El Socialismo
Introducción al socialismo
Sus inicios se remontan a la época de la Revolución Francesa y los discursos de François Nöel Babeuf, el término comenzó a ser utilizado de forma habitual en la primera mitad del siglo XIX por los intelectuales radicales, que se consideraban los verdaderos herederos de la Ilustración tras comprobar los efectos sociales que trajo consigo la Revolución Industrial. Entre sus primeros teóricos se encontraban el aristócrata francés conde de Saint-Simon, Charles Fourier y el empresario británico y doctrinario utópico Robert Owen. Como otros pensadores, se oponían al capitalismo por razones éticas y prácticas. Según ellos, el capitalismo constituía una injusticia: explotaba a los trabajadores, los degradaba, transformándolos en máquinas o bestias, y permitía a los ricos incrementar sus rentas y fortunas aún más mientras los trabajadores se hundían en la miseria. Mantenían también que el capitalismo era un sistema ineficaz e irracional para desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad, que atravesaba crisis cíclicas causadas por periodos de superproducción o escasez de consumo, no proporcionaba trabajo a toda la población (con lo que permitía que los recursos humanos no fueran aprovechados o quedaran infrautilizados) y generaba lujos, en vez de satisfacer necesidades. El socialismo suponía una reacción al extremado valor que el liberalismo concedía a los logros individuales y a los derechos privados, a expensas del bienestar colectivo.
Sin embargo, era también un descendiente directo de los ideales del liberalismo político y económico. Los socialistas compartían con los liberales el compromiso con la idea de progreso y la abolición de los privilegios aristocráticos aunque, a diferencia de ellos, denunciaban al liberalismo por considerarlo una fachada tras la que la avaricia capitalista podía florecer sin obstáculos.
Definición: Término que, desde principios del siglo XIX, designa aquellas teorías y acciones políticas que defienden un sistema económico y político basado en la socialización de los sistemas de producción y en el control estatal (parcial o completo) de los sectores económicos, lo que se oponía frontalmente a los principios del capitalismo. Aunque el objetivo final de los socialistas era establecer una sociedad comunista o sin clases, se han centrado cada vez más en reformas sociales realizadas en el seno del capitalismo. A medida que el movimiento evolucionó y creció, el concepto de socialismo fue adquiriendo diversos significados en función del lugar y la época donde arraigara.
Clases de Socialismo
El Socialismo Científico
Gracias a Karl Marx y a Friedrich Engels, el socialismo adquirió un soporte teórico y práctico a partir de una concepción materialista de la historia. El marxismo sostenía que el capitalismo era el resultado de un proceso histórico caracterizado por un conflicto continuo entre clases sociales opuestas. Al crear una gran clase de trabajadores sin propiedades, el proletariado, el capitalismo estaba sembrando las semillas de su propia muerte, y, con el tiempo, acabaría siendo sustituido por una sociedad comunista.
En 1864 se fundó en Londres la Primera Internacional, asociación que pretendía establecer la unión de todos los obreros del mundo y se fijaba como último fin la conquista del poder político por el proletariado. Sin embargo, las diferencias surgidas entre Marx y Bakunin (defensor del anarquismo y contrario a la centralización jerárquica que Marx propugnaba) provocaron su ruptura. Las teorías marxistas fueron adoptadas por mayoría; así, a finales del siglo XIX, el marxismo se había convertido en la ideología de casi todos los partidos que defendían la emancipación de la clase trabajadora, con la única excepción del movimiento laborista de los países anglosajones, donde nunca logró establecerse, y de diversas organizaciones anarquistas que arraigaron en España e Italia, desde donde se extendieron, a través de sus emigrantes principalmente, hacia Sudamérica. También aparecieron partidos socialistas que fueron ampliando su capa social (en 1879 fue fundado el Partido Socialista Obrero Español). La transformación que experimentó el socialismo al pasar de una doctrina compartida por un reducido número de intelectuales y activistas, a la ideología de los partidos de masas de las clases trabajadoras coincidió con la industrialización europea y la formación de un gran proletariado.
Los socialistas o socialdemócratas (por aquel entonces, los dos términos eran sinónimos) eran miembros de partidos centralizados o de base nacional organizados de forma precaria bajo el estandarte de la Segunda Internacional Socialista que defendían una forma de marxismo popularizada por Engels, August Bebel y Karl Kautsky. De acuerdo con Marx, los socialistas sostenían que las relaciones capitalistas irían eliminando a los pequeños productores hasta que sólo quedasen dos clases antagónicas enfrentadas, los capitalistas y los obreros. Con el tiempo, una grave crisis económica dejaría paso al socialismo y a la propiedad colectiva de los medios de producción. Mientras tanto, los partidos socialistas, aliados con los sindicatos, lucharían por conseguir un programa mínimo de reivindicaciones laborales. Esto quedó plasmado en el manifiesto de la Segunda Internacional Socialista y en el programa del más importante partido socialista de la época, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, fundado en 1875). Dicho programa, aprobado en Erfurt en 1890 y redactado por Karl Kautsky y Eduard Bernstein, proporcionaba un resumen de las teorías marxistas de cambio histórico y explotación económica, indicaba el objetivo final (el comunismo), y establecía una lista de exigencias mínimas que podrían aplicarse dentro del sistema capitalista. Estas exigencias incluían importantes reformas políticas, como el sufragio universal y la igualdad de derechos de la mujer, un sistema de protección social (seguridad social, pensiones y asistencia médica universal), la regulación del mercado de trabajo con el fin de introducir la jornada de ocho horas reclamada de forma tradicional por anarquistas y sindicalistas y la plena legalización y reconocimiento de las asociaciones y sindicatos de trabajadores.
Los socialistas creían que todas sus demandas podían realizarse en los países democráticos de forma pacífica, que la violencia revolucionaria podía quizás ser necesaria cuando prevaleciese el despotismo (como en el caso de Rusia) y descartaban su participación en los gobiernos burgueses. La mayoría pensaba que su misión era ir fortaleciendo el movimiento hasta que el futuro derrumbamiento del capitalismo permitiera el establecimiento del socialismo. Algunos —como por ejemplo Rosa Luxemburg— impacientes por esta actitud contemporizadora, abogaron por el recurso de la huelga general de las masas como arma revolucionaria si la situación así lo requería.
El SPD proporcionó a los demás partidos socialistas el principal modelo organizativo e ideológico, aunque su influencia fue menor en la Europa meridional. En Gran Bretaña los poderosos sindicatos intentaron que los liberales asumieran sus demandas antes que formar un partido obrero independiente. Hubo, pues, que esperar hasta 1900 para que se creara el Partido Laborista, que no adoptó un programa socialista dirigido hacia la propiedad colectiva hasta 1918.
Socialismo Corporativo
Ramificación del socialismo formulado en Gran Bretaña a principios del siglo XX para reemplazar al capitalismo. El principal líder del movimiento creado para promover el socialismo corporativo fue el economista británico George Douglas Howard Cole.
El sistema social que pretendían instaurar los socialistas corporativos se centraba en los sistemas de propiedad y utilización de los medios de producción, distribución e intercambio industrial entre naciones a través de gremios o corporaciones, que no tenían nada que ver con los gremios de la edad media. Estos gremios modernos debían poseer una serie de características: cada gremio estaría formado por todos los trabajadores, gestores, empresarios y técnicos de la industria, profesión o comercio sobre el que el gremio tuviera jurisdicción; dispondría de autonomía en cuanto a los problemas relativos de la producción; y representantes se elegirían democráticamente. Incluso los gestores serían elegidos democráticamente por los trabajadores y debían poner en práctica lo que éstos decidieran.
Los socialistas corporativos nunca se pusieron de acuerdo sobre qué tipo de Estado debería gobernar esta sociedad. Algunos pensaban que el Estado tenía que desempeñar únicamente funciones de defensa del orden público, la defensa nacional y las relaciones con el exterior. Otros, concretamente Cole, defendían un sistema de gobierno mediante comunas, que tendrían organizaciones para representar a los consumidores y a los productores, y se encargarían de la planificación económica nacional, de legislar e interpretar las leyes, de gestionar las finanzas y de responsabilizarse tanto de la defensa nacional como de las relaciones con el exterior.
Casi todos los socialistas corporativos pensaban que el cambio del capitalismo al socialismo debía ser fundamentalmente económico y no político, por lo que consideraban que la acción política era únicamente un medio para propagar sus ideas. En lugar de la acción política desarrollaron el principio de acaparar el control, para que los trabajadores, unidos mediante sindicatos, pudieran ir conquistando gradualmente el control de la administración de las empresas industriales y conseguir arrebatárselas a los propietarios privados.
La primera organización creada para fomentar los principios del socialismo corporativo fue el movimiento de Restauración de los Gremios, creado en 1906 y reemplazado en 1915 por la Liga Nacional de Gremios. El liderazgo de esta organización fue disminuyendo a partir de la década de 1920, a medida que el Partido Laborista aumentaba el número de afiliados y su importancia. En 1930 la Liga ya no existía.
Socialismo Cristiano
Movimiento de mediados del siglo XIX surgido dentro de la Iglesia de Inglaterra que se unió a la idea de que el socialismo es el resultado directo del desarrollo del cristianismo y, para ser efectivo, debe estar basado en principios cristianos. Sus principales defensores eran Frederick Maurice, Charles Kingsley y John Ludlow, quien en el año 1848 empezó a publicar Políticas para la gente, un periódico semanal que apoyaba a la clase trabajadora y animaba a los ricos a practicar la justicia y la caridad imbuidos del espíritu del compañerismo cristiano. Más tarde, este organismo publicó Tratado sobre el socialismo cristiano, fomentando la cooperación más que la competencia o rivalidad entre los trabajadores.
Socialdemócratas
La I Guerra Mundial y la Revolución Rusa provocaron la ruptura de la Segunda Internacional entre los partidarios del bolchevismo de Lenin y los socialdemócratas reformistas, que habían respaldado en su mayoría a los gobiernos nacionales durante la guerra a pesar de las proclamaciones pacifistas de la Internacional. Los primeros fueron conocidos como comunistas y los segundos siguieron siendo, durante todo el periodo de entreguerras, la corriente dominante del movimiento socialista europeo, contando con el apoyo del electorado en general bajo una serie de nombres: Partido Laborista en Gran Bretaña, Países Bajos y Noruega, Partido Socialdemócrata en Suecia y Alemania, Partido Socialista en Francia e Italia, Partido Socialista Obrero en España, y Partido Obrero en Bélgica. En estos años, en el seno de estos partidos socialistas se produjo la escisión de grupos proclives al comunismo leninista, apareciendo así los partidos comunistas en diferentes países como Francia, Italia o España (el Partido Comunista de España fue fundado en 1921). En la Unión Soviética y, más tarde, en los países comunistas surgidos después de 1945, el término socialista hacía referencia a una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo, la etapa correspondiente a la dictadura del proletariado marxista. En los demás países, los socialistas aceptaron todas las normas básicas de la democracia liberal: elecciones libres, derechos fundamentales y libertades públicas, pluralismo político y soberanía del Parlamento. La rivalidad existente entre socialistas y comunistas sólo se interrumpió de forma transitoria como ocurrió a mediados de la década de 1930, para unir sus fuerzas contra el fascismo en la política denominada de `Frente Popular'.
Los socialistas pudieron formar gobiernos durante el periodo de entreguerras, por lo general en coalición o apoyados por otros partidos. De este modo pudieron permanecer en el poder, aunque de forma intermitente, en Gran Bretaña y Alemania durante la década de 1920 y en Bélgica, Francia y España durante la década de 1930 (en estos dos últimos países bajo la fórmula de Frente Popular). En Suecia, donde los socialdemócratas han tenido más éxito que en ninguna otra parte, gobernaron sin interrupción desde 1932 hasta 1976.
Después de 1945, los partidos socialistas se convirtieron, en la mayor parte de Europa occidental, en la principal alternativa frente a los partidos conservadores y democristianos, siendo Suiza y la República de Irlanda las principales excepciones. Aun manteniendo su antiguo compromiso con el socialismo como `estado final', es decir, una sociedad en la que se anularan las diferencias sociales, desarrollaron un concepto de socialismo `como proceso'—propuesta que había sido anticipada por el revisionista alemán Eduard Bernstein a finales del siglo XIX. En la práctica, esto significaba que, mientras sus seguidores más comprometidos se aferraban a la idea de un objetivo final, los partidos socialistas, por esta época a menudo en el poder, se concentraban en reformas socioeconómicas factibles dentro del sistema capitalista. Aunque variaban según los países, las reformas socialistas incluían, en primer lugar, la introducción de un sistema de protección social (conocido como Estado de bienestar) que, en la formulación tomada del reformista liberal británico William Beveridge, protegiera a todos los ciudadanos “desde la cuna hasta la tumba”, y en segundo lugar, la consecución del pleno empleo mediante técnicas de gestión macroeconómica desarrolladas por otro liberal, John Maynard Keynes.
En Gran Bretaña estas reformas fueron llevadas a cabo por los primeros gobiernos laboristas de la posguerra. En el resto de Europa los socialistas alcanzaron algunos de sus objetivos, ya fuera en el seno de una coalición gubernamental con otros partidos (como fue el caso de Bélgica y Países Bajos, y, en la década de 1970 en Alemania) o ejerciendo una presión efectiva sobre los gobiernos no socialistas.
Los servicios públicos y el socialismo
Fue sobre todo después de 1945 cuando se relacionó el socialismo con la gestión de la economía por parte del Estado y con la expansión del sector público a través de las nacionalizaciones. Aunque los activistas socialistas concebían la propiedad estatal como un primer paso hacia la abolición del capitalismo, las nacionalizaciones tenían por lo general objetivos más prácticos, como rescatar empresas capitalistas débiles o ineficaces, proteger el empleo, mejorar las condiciones de trabajo o controlar las empresas de servicio público. A pesar de que las nacionalizaciones han sido relacionadas a menudo con los partidos socialistas fueron con frecuencia los gobiernos de partidos no socialistas los que recurrían a ellas, como ocurrió en Francia (1945-1947), Austria (1945-1947) e Italia (1945-1947 y en la década de 1960). Por el contrario, un partido socialista triunfante como el Partido Socialdemócrata Sueco, en el poder desde 1932 hasta 1976, entre 1982 y 1991 y de nuevo desde 1994, no recurrió a la propiedad estatal y optó en cambio por controlar el mercado del trabajo y mantener el pleno empleo, a la vez que creaba un sistema de `salarios justos' conocido con el nombre de `política solidaria de salarios'. Los socialdemócratas alemanes, que formaron varios gobiernos de coalición entre 1966 y 1982, se centraron en el desarrollo económico y experimentaron con formas de democracia industrial.
En el aspecto internacional, la mayoría de los partidos socialistas se alinearon junto a Occidente durante la Guerra fría, aunque importantes minorías dentro de cada partido intentaran hallar una vía intermedia entre la democracia capitalista y el comunismo soviético, denunciaron la política exterior estadounidense y expresaron su solidaridad con los países en vías de desarrollo.
La Tesis Revisionistas
Hacia el final de la década de 1950, los partidos socialistas de Europa occidental empezaron a descartar el marxismo, aceptaron la economía mixta, relajaron sus vínculos con los sindicatos y abandonaron la idea de un sector nacionalizado en continua expansión. El notable desarrollo económico desde postulados capitalistas durante las décadas de 1950 y 1960 puso fin a la creencia que mantenía que la clase trabajadora sería cada vez más pobre o que la economía sufriría un colapso que favorecería la revolución social. Ya que un sector considerable de la clase trabajadora seguía votando a partidos de centro y de derecha, los partidos socialistas intentaron de forma paulatina captar votantes entre la clase media y abandonaron los símbolos y la retórica del pasado. Este revisionismo de finales de la década de 1950 proclamaba que los nuevos objetivos del socialismo eran ante todo la redistribución de la riqueza de acuerdo con los principios de igualdad y justicia social. Los socialdemócratas alemanes dejaron constancia de estos principios en el Congreso de Bad Godesberg de 1959, principios que habían sido popularizados en Gran Bretaña por Anthony Crosland (El futuro del socialismo, 1956). Los socialdemócratas creían que un crecimiento económico continuado serviría de apoyo a un floreciente sector público, aseguraría el pleno empleo y financiaría un incipiente Estado de bienestar. Estos supuestos eran a menudo compartidos por los partidos conservadores o democristianos y se ajustaban de una forma tan estrecha al desarrollo real de las sociedades europeas que el periodo comprendido entre 1945 y 1973 ha recibido a veces el nombre de `era del consenso socialdemócrata'. Coincidía, de modo ostensible, con la edad de oro del fordismo, supuesta modalidad pura del capitalismo.
El fuerte incremento sufrido por los precios del petróleo en 1973 fue el desencadenante de la crisis económica que puso fin a esta hipotética edad de oro. Durante el final de la década de 1970 se pensó que, en general, para restaurar el crecimiento económico, patronos y gobiernos tendrían que alcanzar algún tipo de entendimiento con los sindicatos. En estas circunstancias, los partidos socialistas obtuvieron el poder en Portugal, España, Grecia y Francia, países en los que nunca o rara vez habían gobernado, y que en los tres primeros casos se produjeron después del fin de sistemas dictatoriales.
El creciente desempleo, sin embargo, debilitó a los sindicatos y, al hacer aumentar la pobreza y los problemas con ella asociados, hizo que la protección social del sistema del bienestar fuera mucho más costosa de lo que lo había sido en los días del pleno empleo. Mantener los niveles de bienestar con una tasa elevada de desempleo exigía un alto nivel de impuestos, medida que no gozó del favor de los ciudadanos. Los partidos conservadores se distanciaron del consenso político, aduciendo que era necesario “hacer retroceder al Estado”, reducir el gasto público y privatizar las compañías estatales. Acusados de estatistas, burocráticos y derrochadores, los socialistas fueron poniéndose cada vez más a la defensiva. Hacia 1980 el proletariado industrial se había convertido en minoritario en toda Europa, y las nuevas tecnologías agravaban la división existente en sus filas. Los incrementos de la productividad ya no suponían la creación de nuevos empleos. Por el contrario, estas nuevas tecnologías hacían posible un mayor volumen de producción en detrimento del empleo, mientras que los sectores en proceso de expansión eran incapaces de absorber a los trabajadores despedidos por culpa de las reconversiones industriales. La prosperidad de la que gozaban los trabajadores cualificados en las empresas de éxito contrastaba con el número creciente de trabajadores temporales y no cualificados, muchos de los cuales eran inmigrantes o mujeres, empleados a tiempo parcial. Considerar, pues, a la clase obrera como una clase universal que prefiguraba un futuro poscapitalista parecía algo cada vez más anacrónico. La creciente interdependencia económica que se extendió con gran rapidez durante las décadas de 1970 y 1980 suponía que las políticas macroeconómicas tradicionales del keynesianismo ya no eran efectivas y que la reflación interna (en cuanto política que activa instrumentos monetarios y fiscales destinados a frenar el desempleo) originaba problemas con la balanza de pagos, así como medidas inflacionarias, tal y como descubrieron, a sus expensas, los gobiernos socialistas británico y francés en las décadas de 1970 y 1980.
Aunque supuso la transformación de muchos de los antiguos partidos comunistas en partidos socialistas, el derrumbamiento del comunismo en la Unión Soviética y en la Europa central y oriental no constituyó un consuelo para la izquierda europea occidental. La crisis de las economías planificadas comunistas fue interpretada en términos generales como una prueba más de que las decisiones espontáneas de millones de consumidores individuales, gracias a los mecanismos del libre mercado, distribuían mejor los recursos de lo que pudiera hacerlo cualquier forma de mediación estatal. Las ideologías neoliberales ganaban, en consecuencia, terreno en multitud de países.
El Estado de bienestar
Según se acercaba a su fin el siglo, el socialismo —tal y como se hallaba representado por los partidos socialistas— no sólo había perdido su perspectiva anticapitalista original sino que también empezaba a aceptar, aunque con dolor por su parte, que el capitalismo no podía ser controlado de un modo suficiente, y mucho menos abolido.
Debido a su inmovilidad actual, definir el concepto de socialismo al final del siglo XX presenta numerosos problemas. La mayoría de los partidos socialistas ha llevado a cabo un proceso de renovación programática cuyos contornos no son aún muy claros. Es posible, sin embargo, catalogar algunas de las características definitorias del socialismo europeo según se prepara para hacer cara a los retos del próximo milenio:
1) Reconocer que la regulación estatal de las actividades capitalistas debe ir pareja al desarrollo correspondiente de las formas de regulación supranacionales (la Unión Europea, que contó en un principio con la oposición mayoritaria de los socialistas, es considerada como terreno controlador de las nuevas economías interdependientes)
2) Crear un `espacio social' europeo que sirva de precursor a un Estado de bienestar europeo armonizado
3) Reforzar el poder del consumidor y del ciudadano para compensar el poder de las grandes empresas y del sector público
4) Mejorar el puesto de la mujer en la sociedad para superar la imagen y prácticas del socialismo tradicional, en exceso centradas en el hombre, y enriquecer su antiguo compromiso a favor de la igualdad entre los sexos
5) Descubrir una estrategia destinada a asegurar el crecimiento económico y a aumentar el empleo sin dañar el medio ambiente
6) Organizar un orden mundial orientado a reducir el desequilibrio existente entre las naciones capitalistas desarrolladas y los países en vías de desarrollo.
Esta relación no pretende en absoluto ser exhaustiva. Sin embargo, subraya algunos elementos de continuidad con el socialismo tradicional: una visión pesimista de lo que la economía podría lograr si se le permitiera seguir creciendo sin restricciones, y el optimismo en lo que se refiere a la posibilidad de que una sociedad organizada en el orden político pudiera progresar de forma consciente hacia un estado de cosas que podría aliviar el sufrimiento humano.
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Enviado por: | Didac667 |
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