Pedagogía


Acción e intervención comunitarias


Capítulo 10

ACCIÓN E INTERVENCIÓN COMUNITARIAS

Introducción

La vocación antropológica desde la que se reivindica el encuentro social, como conciencia de un nosotros, con el que dar sentido y forma a la sociabilidad humana, transfiere al presente histórico la necesidad de pensar y actuar con criterios que enfaticen lo que es común, a las personas, considerando aspectos tan diversos como el territorio, la cultura, los sentimientos o las vivencias. Necesidad, en cierto modo ambigua y contradictoria, a la que dan respuesta múltiples realidades y micromundos, cuya diferente naturaleza suele acomodarse en el polivalente concepto de comunidad.

1. La comunidad como explicación y construcción de realidades sociales complejas

En la evolución de la Humanidad y sus formas de vida, las comunidades ejemplifican diversos modos de entender y organizar la convivencia social, en general, otorgando ala expresión comunidad abundantes connotaciones y utilidades semánticas, hasta el punto de ser considerada como una de las palabras más confusas del vocabulario moderno (Willians, 1976). Como expone Gurrutxaga (1991, p. 35), se trata de un concepto controvertido en el discurso sociológico, al ser «un valor polisémico que hace referencia a múltiples realidades y perspectivas, desde aquellos que emplean la comunidad como objetivo de la anhelada vida buena, hasta aquellos otros con fines más prosaicos que hablan de comunidad de interés o los que están empeñados en su particular cruzada intentando construir comunidad siguiendo los dictados de la tradición».

En consecuencia, al no existir un referente unívoco, la palabra comunidad se emplea -en ocasiones- para enfatizar las señas de identidad de situaciones o ámbitos en los que se proyecta la agregación humana o la acción colectiva: por ejemplo, cuando se hace referencia a las comunidades familiar, vecinal, educativa, religiosa, científica, etc. Además, se recurre a ella para delimitar y/o articular diferentes espacios sociales, ya sea con criterio geográfico, administrativo, económico, político o cultural, lo que sucede, por ejemplo, cuando se nombra a las comunidades local, regional, nacional o internacional, alas comunidades rurales y urbanas, o alas comunidades tradicionales y modernas. Por último, es frecuente hacer uso del término comunidad con pretensiones operativas y esencialmente pragmáticas, asignándole propiedades mediante las que es posible combinar el conocimiento y la acción sociales; en unos casos, equiparando las comunidades a instituciones sociales, en otros, convirtiéndolas en una categoría psicosocial, más o menos visible, aunque del todo necesaria para la satisfacción de los intereses individuales y colectivos de un determinado grupo humano. En resumen, las relaciones sociales y la cultura no están ubicados». En general, incitando a considerar el papel de las comunidades en una doble perspectiva: por una parte, la reconstrucción de la historia social, a partir de la cotidianeidad; por otra, la búsqueda de nuevos horizontes para el desarrollo de los pueblos.

En este contexto, las comunidades y los procesos de desarrollo que las acompañan se fortalecen como realidades sociales vivas, cada vez más significativas para la configuración de la cotidianeidad y el bienestar de las personas. Lo que conducirá, en primer término, a superar el transitorio abandono a que fueron sometidas las comunidades en el quehacer científico y social, y, en segundo lugar, a cuestionar la supuesta incompatibilidad existente entre dos futuros posibles: el que opta decidida y radicalmente por el cambio social, frente al que muestra su confianza en la revitalización de las formas clásicas, en particular de aquellas que están ligadas ala tradición comunitaria.

Globalmente, invocan una idea de comunidad que ha de estar apoyada, cuando menos, en la existencia de un territorio en el que se concreta la ubicación de las personas; la persistencia de vínculos afectivos entre ellas (interés mutuo, solidaridad, compromiso moral, etc.), En esta misma línea, Gurrutxaga (1991, p. 36) argumenta que el discurso de la comunidad está presuponiendo una «identificación del individuo con el grupo, interacción mantenida a lo largo del tiempo, conocimiento mutuo, solidaridad grupal, individuos entregados al grupo y conciencia de pertenencia como conciencia del Nosotros».

Cabe pensar, por tanto, que la gente siente que forma parte de una comunidad no sólo por razones orgánicas, ya que más allá de su inmersión biológica activa mecanismos de comparación y sistemas de representación social en los que se dilucida la racionalidad de ese hecho. La comparación social sirve de base para la identificación con la «propia» comunidad a partir del contraste que establece con «otras», tomando como referencia valores, símbolos, pautas culturales, etc., que están reforzados psicológicamente por el aprendizaje y la experiencia del intercambio social. Por su parte, las representaciones sociales (Farr y Moscovici, 1984) satisfacen un doble cometido: de un lado, determinan jerárquicamente y mediante consenso social la articulación de los procesos comunitarios, de otro, hacen más fluida la comunicación social entre las personas, por el hecho de compartir códigos que la convivencia llega a convertir en análogos.

La influencia de Tönnies se deja sentir en muchos de los conceptos de comunidad que utilizan las disciplinas científicas, manteniendo su esquema tipológico a pesar de simplificar en exceso la naturaleza de la integración social.

2. Encuadre y perspectivas para la acción comunitaria: del peso de la tradición a los procesos de cambio

Al igual que en otros procesos sociales guiados por la intencionalidad humana, resulta esencial acudir al discurso histórico para desvelar el origen e implantación de lo que hoy identificamos como acción comunitaria.

Como expone Ander-Egg (1982, p. 47), «la práctica y el ideal del desarrollo de la propia comunidad mediante la ayuda mutua y la acción conjunta es, en algunos aspectos, casi tan vieja como la misma humanidad.

La lucha por las libertades y la igualdad social, la determinación de las protecciones sociales, la modificación del espacio y de los transportes, etc. En síntesis, aspectos de los que no se puede prescindir para explicar y comprender la reivindicación de la comunidad como ámbito privilegiado para la formación del hombre como ser social.

Para Halpem (1973), en la contraposición que establece entre comunidades rurales y urbanas, los cambios que presentan las realidades comunitarias deben ser evaluados como «un nuevo planteamiento de los valores culturales y de las estructuras sociales, suscitados a menudo como tentativas desde las que imaginar nuevos modelos de sociedad. Por otra parte, como subraya Kisnerman (1986), ciertas formas de desarrollo comunitario no pueden eludir ser contextualizadas en condiciones de desigualdad, pobreza o marginación, que se agudizan en épocas de crisis, afectando muy significativamente a comunidades ubicadas en áreas geográficas des favorecidas o deprimidas (barrios periféricos, zonas de montaña, «ciudades dormitorio», etc.).

Volviendo al discurso histórico, cabe apuntar que las iniciativas sociales que conciben el progreso de la comunidad como un proceso orientado al desarrollo económico y social en favor de todos sus integrantes no se manifiestan hasta finales del siglo XIX, atrayendo la atención masiva del público a partir de los años centrales del siglo xx.

La expresión «desarrollo comunitario», sobre cuyo origen cronológico existen discrepancias, tiene un claro precedente en el concepto de «educación de masas», utilizado por el Comité Estatal Consultivo de la Educación en su informe «Educación de masas en la sociedad africana», publicado en 1944. Según Krug (1984), este informe puede ser considerado el punto inicial en la evolución de un desarrollo comunitario que se concibe «como un arma en la política administrativa». En este sentido, no puede obviarse que el desarrollo comunitario adopta como postulado básico implicar a las propias comunidades en su proceso de desarrollo, mediante una praxis política desde la que se favorezca la participación activa de las personas, contribuyendo a la ampliación de las bases asociativas ya su progresiva configuración como un movimiento endógeno y colectivamente autónomo.

Aunque sin romper de forma definitiva su relación con la metrópoli; lo que se hará aplicando principios, métodos e instrumentos de auto ayuda puestos al servicio de la política de desarrollo económico y social de los países rurales (Blanc et al., 1986). De hecho, como analizan Coombs y Ahmed (1975), la expresión desarrollo comunitario se hizo corriente en el África británica anterior a la independencia, cuando los oficiales coloniales de bienestar social -llamados, posteriormente, oficiales de desarrollo de la comunidad- se esforzaban por estimular las actividades de auto ayuda en determinadas zonas rurales para mejorar la salud, la nutrición, la enseñanza de adultos y el bienestar de la comunidad. El objetivo principal, concluyen Coombs y Ahmed, era el desarrollo social, no el económico, ya que el desarrollo comunitario tenía entonces un carácter fundamentalmente educativo, político y sociológico; como se sabe, rasgos que están presentes en la lógica con la que se trata de inspirar sus prácticas en la actualidad.

Con los márgenes descritos, los programas de desarrollo comunitario serán útiles para los gobiernos y, en alguna medida, para las comunidades que los promueven, al menos en lo que suponen de mejora infraestructural y material de sus condiciones de vida. Por ésta y otras razones de carácter estratégico, las Naciones Unidas, en diversas reuniones que celebra su Consejo Económico y Social, respaldarían pronto los principios del desarrollo de la comunidad; concretamente, entre 1954 y 1956, recomendaría la implantación en todos los países de «este medio instrumental destinado al logro de determinados objetivos, tendentes a la elevación de los niveles de vida». Por entonces, la ONU ya entendía que el término «desarrollo comunitario» se había difundido internacionalmente como expresión de «los procedimientos en virtud de los cuales los esfuerzos de una población se unen a los de las autoridades gubernamentales para mejorar las condiciones económicas, sociales y culturales de las comunidades, integrarlas en la vida de la nación y capacitarlas para contribuir plenamente al progreso nacional».

Sin duda, el hecho de que el desarrollo de las comunidades se remita a principios éticos, políticos, actitudinales, etc., Como reconoce Batten (1964), el hecho de que el desarrollo de la comunidad pueda identificarse con cualquier forma de mejoramiento local establecerá diferencias que no siempre responden a razones intrínsecas o de contexto.

En la España de los años sesenta, la autarquía política en la que se sustenta un régimen tecnócrata y dictatorial obsesionado por el crecimiento económico tratará de hacer compatible, a su modo, la filosofía del desarrollo comunitario con los planes de estabilización y de desarrollo que encauzan la vida económica del país entre 1963 y 1975. Las carencias sociales, en un contexto político que coarta las libertades individuales y colectivas, acabarían determinando su caracterización como una época en la que el desarrollo comunitario no pasa de ser una idea, un propósito y el apunte de unas tímidas realizaciones (Guijarro, 1968; Manovel, 1972).

El retroceso del desarrollo comunitario abre perspectivas a las formas y modelos de trabajo social comunitario que surgen a resultas del proceso de reconceptualización que se produce a finales de la década de los sesenta. Con él se interpreta que las comunidades deben reconducir el protagonismo «formal» de las personas y grupos hacia un protagonismo «real», asentado en la acción comunicativa que reclamaba Habermas (1984, 1988) para todo proceso de intervención social; por lo demás, dentro de un marco en el que han de compatibilizarse las experiencias y vivencias colectivas con la institucionalización progresiva de los servicios comunitarios y su mayor profesionalización.

3. Formas y expresiones para la acción e intervención comunitarias

El redescubrimiento de la comunidad como una construcción social, en la que adquieren significado procesos que conciernen tanto a las formas espontáneas de la vida cotidiana como al pensamiento reflexivo que alienta cambios de alcance sectorial o global, ha enfatizado la necesidad de contemplar las comunidades como un escenario privilegiado para la representación de la acción social; esto es, como un espacio en el que dialogan y median personas que interpretan -con sentido antropológico- que disponen de una identidad colectiva desde la que se reconocen y son conocidas. En su conjunto, aspectos o dimensiones que también se reivindican como soporte metodológico de la intervención social, al considerar que son criterios esenciales para determinar su coherencia y legitimidad. Lo cual, lejos de imposibilitar el desarrollo del conocimiento y la praxis social, supone que las ciencias sociales revisen críticamente su papel respecto del saber y hacer comunitarios, planteando opciones más congruentes con los principios de una metodología holística, multidisciplinar y compleja. Metodología en la que las dinámicas comunitarias sean concebidas como un proceso de transformaciones estructurales, de las que participan y se responsabilizan: todos los miembros de la comunidad, con finalidades autoconstructivas que sintonizan con la aspiración aun desarrollo endógeno y sustentable cuyo último objetivo es mejorar la calidad de vida (Caride, 1990).

La comunidad como tema y objeto de una intervención social renovada, en la que el territorio y las personas amplían su protagonismo en la reflexión- acción colectiva, más allá de los límites que se reconocen en ciertas modalidades clásicas de promoción comunitaria (entre las que se incluyen las propuestas o experiencias más «disciplinadas» de la planificación, organización y desarrollo comunitario), traslada sus planteamientos a un nuevo discurso paradigmático, coincidente con el proceso de reconceptualización que se produce en las ciencias sociales y en el trabajo social. Con sus aportaciones, la respuesta comunitaria amplía los modelos que se utilizan como referencia para la intervención social, complementando y agrandando la intervención sobre las personas (consideradas individual o grupalmente) con la intervención sobre las organizaciones, las comunidades o los contextos, de tal modo que «los modelos de espera, de atención en despacho, y asistencia individualizada, se transforman en modelos de búsqueda, de descubrimiento, de trabajo en y con la comunidad» (Bueno Abad, 1990, p. 35). (1983, p. 20), no es otro que «considerar a la comunidad como un sujeto de acción y no como un objeto de atención».

Además, la reconceptualización reconvierte las prioridades de la acción comunitaria, sustituyendo los logros materiales transitorios (mejoras en infraestructuras, en disponibilidad de bienes y servicios en condiciones económicas, etc., utilizadas frecuentemente como indicadores del desarrollo socioeconómico) por cambios en los niveles de conciencia de las personas, a partir de procesos educativos que profundicen en valores orientados a la transformación de la sociedad, tomando como referencia la comunidad local en orden a conseguir una mayor igualdad y solidaridad entre quienes la integran. Para ello, la idea de proceso es indispensable: en primer término, como exponente de una forma de descubrir y abrir las comunidades al análisis social, en segundo lugar, y sobre todo, como disposición dialéctica desde la que se pueden generar nuevas maneras de pensar y orientar los procesos de cambio social en sentido amplio.

La respuesta comunitaria, como interpreta Delcourt (1984) y suscribe Bueno Abad (1990), entiende que la solución de los problemas sociales no pasa, exclusivamente, por una redistribución económica, o por la multiplicación de ayudas como único mecanismo de intervención social. Bien al contrario, opinan que «el desarrollo de los procesos de acción comunitaria se produce fundamentalmente por el crecimiento de transferencias sociales, por el enriquecimiento de los niveles culturales de las personas y los grupos, entendiendo que una verdadera solución de los problemas sociales debe suponer una combinación correcta de medios financieros y recursos culturales». En el fondo, se tratarla de adoptar una política social que, siguiendo criterios de descentralización, permita contextualizar los procesos de intervención social en las comunidades locales sin perder el carácter globalizador, integral y polivalente que debe caracterizarlos.

Lo que se ha expuesto al objeto de reconciliar el discurso comunitario con la planificación e intervención social supone asumir que en las comunidades es posible, e incluso deseable, adoptar estrategias de pensamiento y acción que den respuesta a necesidades e inquietudes colectivas, clarificando los compromisos y responsabilidades de las diferentes instancias (personas, grupos, instituciones, etc.) que configuran la vida comunitaria. De un lado, la planificación como concepto asociado a la oportunidad racional de anticipar la imagen de lo que ha de ser su futuro en términos de cambio social, aportando alternativas a la incertidumbre, tanto para maximizar las oportunidades como para minimizar las resistencias y dificultades.

Sin pasar por alto la problemática que surge cuando se realizan juicios de valor que insisten en cuestionar cualquier tipo de mediación social (la planificación y la intervención lo son, a veces con connotaciones de dirigismo, manipulación, interposición, etc.), entendemos que no puede prescindirse de los aportes teóricos, metodológicos y políticos que, de un modo u otro, están presentes en este proceso, en particular si toman como referencia las comunidades y sus legítimas aspiraciones al cambio social.

Finalmente si la intervención comunitaria se distingue por ser un proceso de cambio planificado, abierto a diferentes colectivos, así como a múltiples temas y problemas, resulta obvio que puede orientarse en función de diversas modalidades y tipologías de la intervención social, es decir, en acción directa, acción social colectiva, acción social institucionalizada, centrada en personas, en pequeños grupos, en organizaciones, etc.; con formas y contenidos que, según Rueda (1988) y Sánchez Vidal (1989), pueden agruparse en:

a) Intervenciones sociales que se apoyan en la estructura, por ejemplo, el desarrollo comunitario, la rehabilitación de barrios o la organización de la comunidad.

b) Intervenciones sociales basadas en entidades e instituciones de la comunidad, fundamentalmente en tres direcciones: escenarios de convivencia, desarrollo institucional y complementación institucional.

c) Intervenciones sociales basadas en las capacidades de relación de los miembros de la comunidad; en este caso, las posibilidades más conocidas son la potenciación de capacidades comunitarias, la formación y la educación, y los servicios y prestaciones necesarios y/o demandados.

En general, son modelos de intervención desde los que se posibilitan objetivos y funciones que pueden orientarse globalmente hacia campos de acción variados; como la prestación de servicios humanos o personales, desarrollo de recursos humanos, prevención de problemas sociales; reconstrucción social comunitaria, modificación y cambio de los sistemas sociales existentes (Sánchez Vidal, 1989).

Para atender a metas relacionadas con estos objetivos y campos de acción será imprescindible conceder un mayor protagonismo a la educación, en particular desde criterios pedagógico-sociales que valoren en cada persona, y, por extensión, en cada comunidad, el sentido dialéctico que corresponde a su doble condición de sujeto y objeto de los procesos de cambio social, como expresión de una sociedad que educa y se educa desde el presente, con criterios de una formación integral que no puede inhibirse ante la prospectiva de un mundo que se globaliza, y para el cual, más que nunca, el desafío consiste en acertar con los límites imaginarios, no sólo geográficos, que las comunidades han de borrar o trazar para educarse y aprender a ser.




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Enviado por:Armando
Idioma: castellano
País: España

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