Religión y Creencias


Utopía y esperanza para el cristiano


I. DOS HECHOS PARADÓJICOS

Dos hechos paradójicos intrigan y provocan al cristiano. Uno se refiere a las sociedades de la abundancia, tanto las delimitadas por las fronteras geográficas de los países ricos, como las existentes dentro de los países pobres. En cierto modo, ambas participan del mismo universo axiológico de una modernidad en un profundo proceso de radicalización en sus valores fundamentales. El otro hecho se refiere a las capas pobres, existentes también en los países ricos, pero que constituyen las grandes masas del Tercer Mundo.

  • Final de la utopía y de la esperanza: no hay resurrección

  • El final de la utopía no sólo es el título de una obra de Marcuse, sino que también es expresión del clima espiritual de la modernidad. La muerte de las utopías, el vaciamiento de esperanza, no nace de una situación de deseperación, de escepticismo, de horizontes oscurecidos, traduce más bien una situación de euforia. Ya no hay lugar para utopías y esperanza porque terminó la época en que las realidades sociales e históricas eran inviables por falta de condiciones objetivas. «Cualquier nueva forma de vida sobre la tierra, cualquier transformación del contexto técnico y natural, es una posibilidad real, que tiene su lugar propio en el mundo histórico». Los únicos límites a la empresa humana son las leyes científicas biológicas.

    Una amplia encuesta sobre los valores realizada en nueve países ricos de Europa revela en sus resultados una mentalidad anti-utópica, precisamente porque el europeo se «siente feliz». Tres cuartas partes de los europeos se dicen felices, y una quinta parte se siente muy feliz. Solamente uno de cada cien no se confiesa feliz. Esta felicidad proviene de la satisfacción familiar, profesional y financiera, y está concebida a un nivel estrictamente personal.

    Se decreta la muerte de la utopía al considerar el paso definitivo de la utopía a la ciencia. Ya no es preciso esperar más, se puede trazar científicamente el futuro.

    La muerte de la utopía y de la esperanza es el final del largo camino del individualismo en Occidente. De un individuo nacido en relación-a-Dios, surgido de la enseñanza cristiana, y de un individuo-valor, en oposición al mundo, propio de las escuelas helenísticas, se llega a través de un proceso a ese individuo moderno que invierte la posición delante de Dios y fuera-del-mundo y termina en la del individuo-en-el-mundo y sin Dios.

    Absolutamente autónomo y autosuficiente, ya no necesita ni de utopías ni de esperanza, es capaz de realizarse en el interior de la historia con los recursos conquistados. Entre estos recursos están, sobre todo, sus ilimitadas posibilidades de planificar con el apoyo de la electrónica y de la informática.

    Detrás de la muerte de la utopía y de la esperanza se esconde una clara oposición que el hombre occidental tiene declarada a la resurrección cristiana como victoria sobre la muerte. Según la fascinante tesis de Ph. Muray, el siglo XIX, no en cuanto simple período cronológico, sino en cuanto espíritu, mentalidad, actitud y estilo de saber, se caracteriza precisamente por el implacable combate y el obsesivo rechazo del dogma fundamental del cristia­nismo de la resurrección de los muertos en favor de la historia como única eternidad posible para el hombre: un lugar en la definitiva y final procesión de los muertos, en la irreversible entropía de la naturaleza y de la humanidad. Estas son las coordenadas de este primer hecho.

  • Surgimiento de la utopía y de la esperanza: fe en la resurrección

  • En 1968, los obispos latinoamericanos, reunidos en Medellín, anunciaban una nueva época histórica, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva. «Liberación» va a ser la palabra que galvanizará las energías y ansias de todo el continente latinoamericano. Es la gran utopía. Y dado que nace, germina y crece en territorio cristiano, está íntimamente ligada con la esperanza escatológica cristiana. Implica, en último análisis, la fe en la resurrección, constituyendo así una trilogía íntimamente ligada entre sí.

    Puebla retorna con más fuerza todavía esta utopía. La temática de la liberación atraviesa todo el documento. Aparece ante todo bajo la forma del grito del pueblo. Si en Medellin era sordo, «ahora es claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante». Clamor que nace de millones de explotados, colocados en situación de «extrema pobreza». En el origen de tal utopía está un acontecimiento de significación profunda, a saber:

    Los ausentes de la historia se están haciendo presentes en ella. Los pobres pasan al centro de la escena en la sociedad y en la Iglesia. Y lo hacen provocando temores y hostilidad entre los opresores y levantan­do la esperanza entre los desheredados.

    En la fuente de esta utopía y esperanza se verifica el «nacimien­to de una nueva conciencia histórica» de la liberación. Es la «utopía mayor» o «utopía máxima» del pueblo que se expresa a partir del deseo genérico («¡Ojalá todos se amasen como Dios manda!» ... ), pasando por la esperanza histórica («El día en que el pueblo tenga el poder en sus manos ... »), hasta desembocar en la esperanza escatológica («pero esto sólo acontecerá en el cielo ... »)

    El lugar privilegiado, humus fecundo de esta utopía son las comunidades eclesiales de base. Ellas no son simplemente «espe­ranza para la Iglesia» (EN 58), sino lugar generador de esperanza. En ellas se canta, en una fusión única, utopía y esperanza.

    II. UTOPIA Y ESPERANZA DE LOS POBRES EN AMERICA LATINA

    Los términos «utopía» y «esperanza» permiten cierta variedad de significación, de tal manera que debemos definirlos a fin de evitar malentendidos, sobre todo cuando han sufrido modificaciones semánticas. Queremos señalar desde el principio la diferencia entre utopía y esperanza definiendo los términos con precisión.

  • Consideraciones previas

  • El término utopía fue forjado por el humanista inglés cristiano Tomás Moro al titular con este término una novela política. La etimología del término ya nos indica, en su oscilación, los elementos que constituirán su base semántica. Utopía viene de ouk-tópos: ningún lugar. Con ello se quiere indicar un «lugar que no existe en ningún lugar»; apunta hacia un carácter fantástico, ideal, irreal, de presencia ausente, de algo que no tiene lugar en el mundo. Por otro lado, el término permite también la etimología eu-tópos: buen lugar. Traduce la dimensión de felicidad, de dicha, de espacio, donde el hombre alcanza la realización de sus satisfacciones. Revela la capacidad que el hombre tiene de anticipar, en sus pensamientos y fantasía, contenidos destinados a realizarse. Utopía es, en este sentido, «el lugar donde se está verdaderamente en el lugar; el lugar donde uno puede sentirse cómodo». Existe en algún lugar y por eso se convierte en modelo para algo que puede existir como su copia. Corrige con lo real deseado (eu-tópos) la dimensión irreal (ouk-tópos), constituyendo así la raíz semántica última del término en su intencional ambigüedad de real / irreal.

    En términos de convivencia humana, la utopía expresa la aspiración a un orden de vida verdaderamente justo, un mundo social plenamente humanizado, capaz de responder en plenitud a los sueños, necesidades y aspiraciones fundamentales de la vida humana. Revela una imagen de la sociedad perfecta que sirve de horizonte y guía para un proyecto histórico concreto o para las aspiraciones de un proyecto alternativo al vigente.

    La utopía tiene dos elementos estructurales fundamentales: es critica del presente existente y propuesta de lo que debería existir. Como crítica, revela su carácter de rechazo, de denuncia, de -subversión» del orden vigente. Por su propia condición de «no tener lugar», acusa a este mundo de no haber permitido su existencia, orientándose a favor de lo que debe existir, del derecho de desear, buscar, aspirar a otra realidad. En este caso, la utopías elemento anticipador, ofrece modelos alternativos , anuncia la plausibilidad de un mundo diferente, del algo totalmente nuevo, distinto, otro.

    El término esperanza es considerado aquí en su dimensión teologal, escatológica. Si el término «utopía» acentúa la dimensión horizontal, intra-histórica, inmanente, mundana, la esperanza quiere apuntar al futuro absoluto, al misterio divino, hacia la plenitud de la realidad, hacia la auto-comunicación de Dios.

    La esperanza es teologal porque su dirección es el propio Dios. Es escatológica porque se refiere a lo último y definitivo ya presente en nuestra realidad histórica, bajo la forma sacramental, del signo, de la mediación, y que se develará y se plenificará más allá de la muerte.

    La utopía dice un «no» al presente y apunta hacia un futuro entra-histórico. La esperanza dice un «sí» al futuro absoluto ya presente, que, por una parte, sale al encuentro de cada hombre y de la humanidad, y, por otra, es también siempre futuro en el sentido de que nunca es totalmente abarcado, conocido. Conserva siempre su carácter de venida, de sorpresa imprevisible, de nove­dad. La esperanza revela la estructura de lo real como en movimiento hacia este futuro absoluto y no hacia el vacío o la nada.

  • Consideraciones históricas

  • Las utopías nacen en un momento de crisis, de transición. Es, por tanto, una situación de transformación: con el paso del feudalismo y el nacimiento del capitalismo se generan las utopías renacentistas (Moro, Campanella, Bacon), la lucha de la burguesía ascendente en relación a los señores feudales generó las utopías liberales (Harrington, Rousseau, Locke), la protesta contra la opresión de las masas trabajadoras permitió el nacimiento de las utopías sociales (Saint-Simon, Fourier, Owen, Blanc), la deshuma­nización de la técnica, del progreso, la funcionalización total de las relaciones humanas es lo que dio paso a las utopías de la convivencia (híppies).

    Las utopías surgen cuando el presente se vuelve insoportable y despunta en el horizonte humano de la historia la posibilidad de cambio, de crear una situación nueva, diferente. La esperanza, por su parte, crece en terreno todavía más hostil y difícil. Su verdadero principio es el de la inviabilidad humana de una situación, cuando la sobrepasamos, no apoyados en las potencialidades del presente ni en las fuerzas humanas sino confiados únicamente en las promesas y en la fuerza de Dios. Es una experiencia de Dios en el propio coraje del hombre, en su propia esperanza inquebrantable. El modelo bíblico es Abraham (Rom 4, 18-22), que esperó contra toda esperanza.

    La situación que vivimos es propicia para el surgimiento de utopías y para alimentar la esperanza teologal. El campo de la utopía es sobre todo la crisis económica y política que agita fuertemente a los países pobres. En el aspecto económico, la señal más visible de una situación de estrangulamiento es la gigantesca deuda externa, que, en términos puramente financieros y dentro de la ortodoxia del orden económico internacional vigente, es absolu­tamente insolvente. En el aspecto político, la crisis se manifiesta, ya sea a través de la existencia aún de regímenes autoritarios ilegítimos, o a través de la precariedad de las instituciones democráticas de aquellos que gozan al menos de una legalidad aparente. Son instituciones cuyo grado de inestabilidad no permite cambios profundos sin un enorme riesgo de reversión autoritaria. En una palabra, la fuerza salvaje del capitalismo va estrangulando la vida del pueblo de manera que sus ojos se vuelven hacia una realidad alternativa.

    Pero la crudeza de la situación a veces parece bloquear hasta la fantasía utópica, dejando solamente espacio para la esperanza en Dios. Y como estos pueblos oprimidos viven de la fe cristiana, ésta los relanza hacia la acción. Y el puente entre la fe y la acción liberadora es la esperanza en Dios.

  • Fundamentación antropológica

  • El hombre es un ser utópico. Esta condición fundamental suya le adviene de la tensión insuperable, irreductible, insoluble de su ser abierto al mundo como totalidad y su situación concreta en determinada coordenada limitada de tiempo y espacio. Por un lado, el hombre es un ser para lo inabarcable, para horizontes inagotables, para regiones y tierras sin límites. Es espíritu, auto­trascendencia . Es fantasía, imaginación, deseo, creatividad. Su preguntar es interminable. Su voluntad no se satisface con ningún bien en concreto. Quiere el bien como tal, el bien incondicional. Es un ser vuelto hacia el futuro. Es dinamismo, es movimiento. «Cada hombre vive primordialmente en cuanto aspira al futuro». Es un ser-tendencia-a-ser-más, siempre más. Vive con una permanente llamada al futuro. Es ser-proyecto.

    Al mismo tiempo, está situado en condiciones muy determina­das. Vive lleno de contradiccio­nes. Túnel oscuro de sus aspiraciones. Horizonte cerrado de sus posibilidades. Territorio limitante de sus caminatas. Lo económico lo estrangula al obligarle a ser masa de oprimidos y a ver los proyectos determinados y definidos por la fuerzas extranjeras. Lo político le encadena a un régimen sin perspectivas de futuro para los pobres. Lo cultural lo fuerza a asimilar, introyectar continua­mente elementos importantes y ajenos a su tradición.

    Esta violenta tensión entre su ser y su estar concreto, entre su aspirar y lo real existente, lleva al hombre a lanzarse a utopías de liberación.

    El es un ser-esperanza teologal. No es solamente autotrascen­dencia en el interior de la historia, en relación a su presente y a sus experiencias fenoménicas. Es trascendencia hacia más allá de la historia. Es un ser-para-el-futuro-absoluto, y no simplemente para un futuro pequeño intra-terreno. El futuro absoluto le viene en forma de gracia. Lo constituye como posibilidad real, ofrecida en gracia, para su hacer histórico. Por eso, en cada acción humana libre, histórica, el hombre se confronta con el futuro último, definitivo, absoluto.

    A partir de su estructura antropológico-teológica de ser-esperanza, no considera los límites de la situación que vive de terrible opresión y explotación como simples determinaciones históricas, sino como « pecado estructural». Esperar es luchar contra este pecado, obra del mal, pecado de la libertad humana, pero que cristaliza en estructuras que terminan conduciéndole a nuevos pecados. No se trata de una simple utopía de liberación, sino de la esperanza de una liberación total, integral, que se inicia en la historia y va más allá de ella, sustentada por la gracia de Dios.

    En cuanto ser-utópico, el hombre procura enfrentarse a la situación de opresión en que vive, donde experi­menta su propia limitación, flaqueza, debilidad, y reaccionando a la tentación de pesimismo, amargura y fatalismo. Crear utopías es mantenerse en estado de vida en una situación que le habla de muerte por todos lados. La utopía le ayuda a humanizar el proceso humano de trabajo en que está inserto.

    Este ímpetu utópico no está exento de riesgo ni de tentaciones. Pues las personas comprometidas en la utopía de la liberación se sienten constructoras de la historia, donadoras de sentido a una realidad que quieren diferente. El riesgo radica en que se crean capaces de dar el sentido total a la historia, realizando dentro del espacio y del tiempo humanos intra-históricos la sociedad perfec­ta, la ciudad del hombre absoluto. Se presupone, en este caso, un hombre capaz, en el interior de la inmanencia, de delinear y realizar un proyecto radical, definitivo, que sería la perfección absoluta. En el fondo, querría realizar en la tierra el reino absoluto y definitivo con el material frágil de la historia.

    El horizonte del futuro absoluto ejerce una doble función en su autocomprensión. De un lado, toma más fácilmente conciencia de que no hay situación inviable, por más cerrada y terrible que sea, ya que su esperanza se deposita en el Señor absoluto de la historia y del universo. Por otro lado, la pretensión de construir una ciudad definitiva en la tierra cede su lugar a la esperanza de que sólo Dios podrá vencer a todos los adversarios del hombre, sobre todo :al pecado y a la muerte, dándole el don de la resurrección y glorificando la historia.

    De esta forma, el ser-esperanza del hombre corrige la pretensión orgullosa del ser-utópico. Pero, a su vez, el ser-utópico ofrece un sustrato para encarnar en la historia formas concretas de vivir la esperanza, sin nunca agotarla. Con esto, entramos ya en el espacio de la política.

  • Alcance político

  • Hay dos tensiones políticas fundamentales que subyacen en la utopía. De hecho, las utopías políticas de los últimos siglos prácticamente giran en torno a dos ejes conflictivos: se busca, por una parte, crear una utopía de la libertad ilimitada y espontánea, pero a costa y en conflicto doloroso con la justicia y la igualdad; por otra parte, la utopía de la justicia y de la igualdad se ha construido con el precio de la libertad.

    Una segunda tensión básica se sitúa en la dirección política que se da a la utopía. La utopía se hace apologista de lo que existe, asumiendo un claro color conservador, al proyectar un futuro perfeccionado (utópico) como prolongación del presente. La for­ma más expresiva se puede encontrar en Un mundo feliz, de A. HuxIey, donde hasta la muerte está pensada en continuidad con este mundo deseoso de superar todo sufrimiento, miedo, angustia, por la vía química de las drogas.

    Pero esta misma utopía puede ser blandida por las manos de los explotados y oprimidos, convirtiéndose entonces en protesta contra la situación presente, contra la acomodación al sistema vigente. Se vuelve factor de cambio, de transformación, en oposi­ción al presente real y a favor del futuro deseado. Desvía el peso del presente hacia el futuro, en cuanto diferente, novedad y creatividad.

    En el campo político, la utopía ha sido atacada por el socialismo marxista calificándola de alienación. Su carácter ideal es visto como desmovilizador y fuente de frustración, como idealismo, carente de realismo. En este sentido, el marxismo se presenta como una lectura científica de la realidad, incompatible con la utopía por su vaguedad y falta de rigor científico, por su forma evasiva en relación al presente, produciendo un grado de irresponsabilidad histórica y aislando en castillos dorados, en vez de asumir la lucha y el conflicto con miras a la implantación de una nueva sociedad.

    Otro ataque desde el campo político proviene de la experiencia histórica. Utopías que comenzaron en las manos de los explotados, de los de «abajo», terminaron en las manos de los de «arriba» y se transformaron en ideología. La utopía se degrada, entonces, en ideología. Históricamente conocemos el caso de la utopía de la libertad (absoluta, liberal, espontánea) que terminó produciendo mecanismos de opresión y haciendo valer esta misma libertad en pro de las clases dominantes. De este modo la utopía de la libertad destruyó la posibilidad de libertad para las masas populares.

    En la reflexión antropológica, vimos cómo la utopía tentaba al hombre a hacer del finito de la historia humana el infinito de la perfección, sucumbiendo así a la más pretenciosa forma de hybris.

    Cuando tal dinamismo antropológico se mediatiza políticamente. surgen las formas más violentas de totalitarismo. Pues al querer construir con las fuerzas inmanentes de la historia una sociedad perfecta de justicia superando las limitaciones humanas, el hombre no retrocede ante ninguna oposición, acalla a todo adversario. Sólo con una extrema violencia consigue ir construyendo, con la demiurgia humana y en la linealidad del tiempo empírico, el futuro definitivo, no aceptando la posibilidad de otra libertad que no este embarcada en la misma aventura revolucionaria. Así, atribuye a su construcción histórica la cualidad divina de la perfección, no pudiendo, por tanto, tolerar objeciones, oposiciones, disidencias. Su efectividad se apoya en su capacidad de fanatizar. La utopía, entonces, está más próxima a la violencia que la razón desapasio­nada. Es una religión secularizada, que conduce al totalitarismo, como demostraron el nazismo y el stalinismo.

    Estos peligros que rodean a la utopía no le quitan, sin embargo, su papel fundamental de motor de la historia. No deja de serlo porque pueda sucumbir al orgullo humano y conducirse por lógica interna al totalitarismo. Hay muchas realidades huma­nas que, conducidas al extremo de su lógica, terminan generando contradicciones. Pero no por ello dejan de ser necesarias. La lógica puede detenerse en un momento determinado. La utopía pertenece a este tipo de pensamiento que no puede ser llevado a su extremo. Y, en el fondo, lo que detiene a la utopía en su camino hacia el orgullo y el totalitarismo es la esperanza.

    En este sentido, la utopía tiene relevancia para nuestra situa­ción, sin que incurra en los peligros apuntados por K. Popper y otros. Ella es para un pueblo dejado al margen de la historia, o mejor, que vive el «reverso de la historia», fuerza histórica de liberación, repulsa del derrotismo y del fatalismo generados y nutridos por la ideología dominante, anticipación del futuro, como realidad distinta, posible, deseada. Ella supone y mantiene abierta la convicción de que la realidad actual puede ser cambiada, de que no es ningún dato natural o querido por Dios, sino fruto de decisiones humanas interesadas. Es mística que inspira acciones transformadoras. De hecho, la utopía ofrece a la praxis constante impulso, abriendo nuevos espacios que hasta entonces aparecían como absolutamente cerrados.

    Y cuando esta utopía viene animada y penetrada por la esperanza cristiana, su fuerza se vuelve irresistible, conservando, al mismo tiempo, dentro de sí una instancia crítica que la salva del orgullo humano y de la pretensión absolutista y totalitaria. Y la raíz última de esta esperanza arranca de la revelación que se hace historia y que llegó a su punto más alto en el misterio de la resurrección de Cristo.

    III. LA RESURRECCION, BASE DE LA DIMENSION TEOLOGICA

  • Utopías en la Biblia

  • Evidentemente el término «utopía», acuñado en el siglo XVI, no puede ser bíblico. Sin embargo, desde el momento en que conside­ramos «utopía» proyectos históricos realizados en este mundo intra-histórico y concebimos la esperanza como una actitud teologal que guarda relación directa con la presencia de Dios actuando en la historia ya con el futuro absoluto, podemos decir que en la Biblia se forjan utopías. Si bien su horizonte es siempre el de la esperanza, ya que se confía en Dios para su realización, del mismo modo que, en un primer momento, aquélla era pensada preferentemente, si no exclusivamente, dentro de la historia. En ese sentido hay que interpretar momentos y modelos provisionales para la convivencia de Israel, percibidos proféticamente y siempre reinterpretados, como mediaciones de una intervención radical, última y definitiva de Dios al final de los tiempos. La historia de Israel conoció, así, varias utopías. J. Pixley enumera la utopía de una sociedad de campesinos, donde «cada cual vive bajo su parra, y bajo su higuera» (1 Re 5, 5; Miq 4, 4; Zac 3, 10) y donde «mana leche y miel» (Ex 3, 8.17; 13, 5; 33, 2 ss.), la utopía del rey bienhechor (Sal 72, 1-9. 12-14.17; Sal 101, 1.4-8; Is 11, 1-5), la utopía de una ley buena y un pueblo dócil (Jer 31, 31-34; Ez 36, 24­32; Is 2, 2-4), la utopía sacerdotal de una tierra sin mancha (Ez 40­48), la utopía de una sociedad comunista (Hech 4, 32-35; 3, 13-15, 17-21), la utopía del tener en común los bienes espirituales hasta que el Señor venga (I Cor 12, 12-13; 7, 21-24), la utopía apocalíptica del bienestar (Ap 6, 9-11; 22, 1-5).

  • Centralidad de la esperanza en el Antiguo Testamento

  • La revelación bíblica que comienza en Abraham se presenta bajo el signo de la promesa . Y esta experiencia de promesa y esperanza es proyectada hacia atrás, de manera que las primeras páginas del Génesis, después del pecado, son también de promesa y esperanza: «Su descendencia te aplastará la cabeza» (Gén 3, 15). Sobre las ruinas del diluvio surge también, bajo el símbolo del arco iris, la promesa de la alianza de Dios con las generaciones futuras y por tanto la promesa de que no volverá a haber otra catástrofe semejante (Gén 9).

    Israel vive de esperanza en esperanza. Esperanza de la descen­dencia (Gén 13, 16), de la nación (Gén 12, 2), de la tierra (Gén 12, 7), de la liberación de la esclavitud (Ex 3, 7 ss), de una alianza perpetua con Dios (Ex 19), de la nueva alianza (Jer 31, 31 ss). En el horizonte de la peregrinación de la esperanza, Israel experimentó la realidad en los espacios de tensión que genera la promesa. Dios se revela siempre al pueblo prometiendo tierra, futuro, alianza. Y las promesas eran de tal grandeza y superaban tanto el presente y sus eventuales realizaciones que continuaban siendo siempre promesas. Por eso el alimento espiritual del pueblo era la esperanza. Ella se volvía todavía más viva y actuante cuando Israel se encontraba en periodos de exilio, cautiverio o sufría derrotas y persecuciones. Esperanza que el pueblo percibía como esperanza en la historia (M. Buber), hasta que con la resurrección de Cristo aparecerá definitivamente su carácter hacia más allá de la historia intraterrestre.

    El fundamento último de esta esperanza era la fidelidad de Yahvé. Fidelidad que el pueblo presencializaba en las grandes celebraciones cúlticas, en la recitación de sus pequeños credos. El pasado de las gestas de Yahvé era siempre colocado delante de los ojos del pueblo para mantener encendida en él la esperanza en el presente y en el futuro.

    La experiencia de la esperanza de Israel no fue fácil. Sus exigencias eran abandonar la tierra, soportar pruebas y tentacio­nes, no desesperar en las derrotas y catástrofes nacionales. Las realizaciones incompletas y las nuevas adversidades servían para recordar siempre al pueblo esa esperanza. Horizonte que para un pueblo nómada parecía ser hasta espontáneo. Pero la esperanza continúa también después de poseer la tierra. Así, el propio nombre de Yahvé debe ser interpretado más en la línea dinámica de la esperanza que en el de la ontología. No es «Aquel que es» (lectura ontológica), sino «Aquel que siempre será-con-su-pue­blo».

    Por eso, la decisión de Israel de confiar en Dios, que llama, está orientada hacia el futuro, y alimentada por la esperanza. Si esperar es creer en el amor, Israel experimentó el amor de Dios como promesa. Por eso la esperanza es una experiencia constitutiva de la conciencia de pueblo de Dios, y la teología-mensaje de la Escritura es la esperanza. En este sentido, Israel fue una excepción, ya que los pueblos vecinos vivían bajo la amenaza religioso-mítica de una vuelta al caos inicial. Sus religiones prometían la protección contra ese retorno al inicio oscuro, mientras que Yahvé señalaba a Israel el futuro mediante signos anticipatorios de su presencia junto al pueblo. En última instancia, ese futuro era él mismo, que se hacía presente al mismo tiempo y se anunciaba para futuras presencias. El ejemplo de Abraham es paradigmático. Cuando Dios le concede el hijo de la promesa (realización), le pide inmolarlo para provo­carle de nuevo la esperanza. Cada conquista de Israel es un Isaac, que le es dado y pedido, para de nuevo esperarlo como nuevo don de Yahvé. En la medida en que esta promesa no se realizaba nunca plenamente, era al mismo tiempo fuente creadora de utopías terrestres para Israel e instancia crítica de las mismas, poniendo siempre al pueblo en movimiento hacia el futuro y verdadero Isaac: Jesucristo.

  • Jesucristo, fuente de utopías y razón de la esperanza

  • El Israel de la carne quería realizar ya en la tierra la plenitud de las promesas. El Israel del Espíritu vislumbraba, y por tanto esperaba (sentido teologal), que tal realización superaría los límites de este eón. En tiempo de Jesús, la categoría que traducía esa expectativa y esperanza era el reino de Dios. Pero las expectativas utópicas de ese reino eran diversas: reino de la ley perfectamente cumplida (fariseos), reino de los puros y espirituales viviendo en comunidad de santos (esenios), reino nacional libre de la dominación romana (zelotas), reino del culto y del templo (sacerdotes). Jesús, con el anuncio del reino, no va contra ninguna de esas utopías, sino que critica la raíz pretenciosa y absolutizante de los intereses humanos a costa incluso de su propia vida.

    Sin embargo, su predicación despertará a lo largo de la historia innumerables utopías terrestres. Así, el milenarismo va a visitar la fantasía de muchos cristianos que suenan con un reino terrestre de felicidad antes del juicio final, inspirados sobre todo en el célebre pasaje de Ap 20, 4-10. El pensamiento político en la Edad Media sufrió lo paradójico de, por un lado, una esperanza en la decadencia y una intervención del cielo como juicio y redención, y, por otro, de una fe en el imperio cristiano romano como promesa terrestre del paraíso y su expresión terrestre 20 . El Sacro Imperio Romano es considerado como ideal, como el lugar de la reconstrucción anhelada. Se traslada así la concepción bíblica del reinado de David al reino de los carolingios; David es modelo para el rey franco, que también es un nuevo Moisés: rex y sacerdos por la unción. Jerusalén se trasladó a la Galia. De esta forma la Europa cristiana vivió en la Edad Media esta tensión de la esperanza del futuro como posibilidad de reconstrucción de Israel como comuni­dad santa y de la esperanza escatológica bajo la forma de salvación individual.

    Jesucristo predicará el reino de Dios como una «realidad escatológica» con carácter de futuro (Lc 11, 2; Mt 6, 10; Lc 10, 9; Mt 10, 7; Mc 1, 15) y presente (Lc 11, 20; Mt 12, 28) 11.

    Este reino de Dios es el poder de Dios actuando ya en el presente y tiene un carácter dinámico de soberanía de Dios sobre los hombres, sobre la historia y sobre el cosmos, cuya realización plena sólo se manifestará al final de los tiempos mediante la victoria definitiva sobre los enemigos -incluida la muerte y el dominio eterno sobre todo y sobre todos (1 Cor 15, 15. 24. 26. 28).

    En este sentido, el reino de Dios no es una utopía, porque su lugar verdadero, definitivo, acabado será el de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Si históricamente fue fuente generadora de utopías que lo rebajaban a una condición puramente terrestre, no por ello deja de ser la mayor instancia crítica de todas las utopías e incluso de la propia Iglesia, que es sacramento de él.

    Tal realidad adquirió claridad teológica con la resurrección de Jesús. En este evento escatológico, el cuerpo de Jesús, en cuanto centro único y personal de decisión, en cuanto historia y cosmos, adquiere la cualidad definitiva de vida, que traspasa para siempre el tiempo medido por el movimiento de los astros y el espacio circuncriptivo. Con él, el cosmos y la historia que él fue madura para la eternidad de Dios, se glorifica.

    La resurrección no es término, no es topía, en un lugar de ninguna «utopía», en cuanto simples creaciones de la fantasía, de la aspiración, del deseo, de los cerebros humanos. Ella es el «lugar», la topia de la esperanza teologal. Porque sólo por la esperanza podemos mirar hacia la resurrección, ya que es obra de la absoluta libertad y del amor de Dios Padre por la fuerza de su Espíritu. La humanidad de su Hijo fue arrancada de la fragilidad de la carne para pertenecer a la esfera del «Espíritu», como «primacía de los que duermen» (1 Cor 15, 20), como «primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18; Ap 1, 5), como «precursor» (Hech 3, 15; 5, 31) de todos nosotros.

    Cada uno de nosotros participa doblemente de la resurrección de Jesús. Sacramentalmente, en germen, en la historia terrestre por la fe, por el bautismo, por la eucaristía, por la caridad, por todo acto libre de acogida de la gracia victoriosa de Cristo. Muertos participaremos de esa resurrección de Cristo de modo pleno. En el reino de Dios definitivo, que durante nuestra vida fue estímulo, presencia en señal, fin de la historia, alcanza para nosotros su estadio final, que ya se manifestó en la resurrección de Jesús. Con la resurrección, toda la esperanza humana, que durante la historia alimentó tanta lucha de los pobres, tantos momentos de victoria y de fracaso, llega a su plenitud. La historia que ella fecundó se glorifica. Aparece la verdad de todas las utopías, en el sentido de que ellas son infinitamente limitadas en relación a esa realización: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, Dios lo preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9). A su vez, las utopías aparecen como mediaciones acontecidas y orientadas hacia ese momento de plenitud y como respuesta a las auténticas aspiraciones humanas. En el fondo de las aspiraciones humanas está latente esa llamada de Dios a la comunión con él, Trinidad santísima, en la plenitud de la resurrección.

    En este sentido las utopías humanas desvelan su verdadera naturaleza de «anonimato de la esperanza cristiana» y la esperan­za, a su vez, es el hacia-donde de toda verdadera utopía. Y esta esperanza se vuelve transparente en la resurrección, cuando las personas, cargadas de historia y de cosmos, rompan el límite temporal hacia dentro de la definitividad de Dios. Esta definitivi­dad de Dios, ya presente en la historia cada vez que la libertad humana se confronta con la libertad divina a través de las mediaciones humanas, cósmicas, históricas, alcanza ahora, con la resurrección, la totalidad de la vida humana, confiriéndole la dimensión de incorruptibilidad, de gloria, de poder, de espíritu (1 Cor 15, 42-44).

    Y por ser la resurrección de los muertos obra fundamental del amor de Dios, aparece con mayor claridad el significado escatoló­gico de su predilección por los pobres. Aquellos que sufrieron tanto en la historia terrestre, que conocieron hasta el máximo la flaqueza, la humillación, participarán entonces de la victoria, de la fuerza, de la gloria de Dios que resucitó a su Hijo Jesús y que resucitará a esos pobres del mundo.

    IV. CONCLUSION

    Las utopías son creaciones humanas, que brotan de las insaciables ansias del ser humano por unas condiciones de existencia mejor frente a la dureza de los sufrimientos del presente. Los pobres, más que otros, suenan con utopías ya que el presente les pesa mucho más. Esta estructura humana que crea utopías como mediaciones políticas de acciones humanas transformadoras de la realidad, permanecería en cierto sentido como un enigma, no encontraría su más profunda significación, si la esperanza teologal no le revelase su verdadero origen y su destino último. Este ser hombre fue creado por una Trinidad comunidad, la primera y más perfecta comunidad. Por eso toda su existencia está atravesada por esa aspiración profunda hacia la convivencia en comunidad.

    La esperanza a su vez, también, apuntaría hacia una meta, un destino, que siempre sería horizonte oscuro. Pero la resurrección de Jesús reveló totalmente esa profunda estructura utópica del hombre, sus límites y su significado anticipador. Ella mostró que la esperanza en Yahvé no lleva a la frustración, sino a la vida.

    Finalmente la resurrección de Jesús es prototípica, precursora, anticipadora de todas las resurrecciones. En ella el fin de la historia ya aconteció. En ella el tiempo de los astros y el espacio circunscrito fue definitivamente superado. En ella apareció tam­bién que sólo resucita quien es capaz de dar su vida por los hermanos. En ella, en fin, toda la revelación encontró su última clave de interpretación.

    La última palabra sobre la historia ya está dicha. No será ninguna potencia humana, ningún dictador, ninguna clase domi­nante quien decidirá el destino definitivo de los pobres. Es el amor de Dios que resucitó a Jesús y que resucitará a todos los que él ama y a los que lo aman. Y en esa categoría los pobres son privilegiados.




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