Literatura


Un viejo que leía novelas de amor; Luis Sepúlveda


tabla de contenido


introducción

Los objetivos que nos han llevado a la realización de este trabajo son varios.

En primer lugar, esta actividad está incluida dentro de la programación dirigida a los alumnos del primer curso de bachillerato. Y éste es el principal objetivo de su realización.

En segundo lugar, este trabajo nos va a ayudar a manejar y saber utilizar correctamente los “medios tecnológicos”. No sólo en el área de lengua, sino en cualquier otra área; así tenemos un modelo de trabajo que podremos utilizar en muchas otras ocasiones.

Otro objetivo cumplido ha sido, que hemos aprendido a trabajar la lectura comprensiva y analítica de un texto. No sólo hemos leído por el placer que nos causa la lectura amena y agradable de un buen libro, también hemos atendiendo varios aspectos: el tiempo, el espacio, los personajes, la acción, etc. Todos estos aspectos tan necesarios para una buena comprensión lectora están analizados en el cuerpo del trabajo.

Por otro lado, también nos ha servido para aprender a conseguir información a partir de los nuevos medios de comunicación, como Internet. Y saber cómo aplicar esa información precisa a nuestra actividad, pues los medios tecnológicos, de los cuales disponemos, son una fuente inagotable de información.

La realización de este trabajo nos ha ayudado a entresacar lo más importante de dicha información recogida, seleccionarla y aplicarla a nuestro objetivo, en este caso concreto, todo lo que versa alrededor del libro: El viejo que leía novelas de amor.

Y como objetivo final, mencionar que la correcta realización de todos los aspectos exigidos en el trabajo nos ha enriquecido personal y académicamente y que todo el esfuerzo efectuado a lo largo del tiempo que hemos empleado en la ejecución del mismo, nos ayudará a aprobar esta actividad.

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capítulo i: la acción

1.- capítulo primero.

“El Idilio” era un rincón perdido en la Amazonía. Los pocos habitantes de El Idilio, más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle esperando turno para que el doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, les aliviara sus dolores de muelas, mediante una curiosa suerte de “anestesia oral”, allá, en un rincón del puerto, mientras duraban los trabajos de carga y descarga.

El doctor Rubicundo Loachamín era hijo ilegítimo de un emigrante ibérico que había heredado de su padre el odio por cuanto sonara a autoridad. Despotricaba constantemente contra todos los gobiernos de turno, igual que despotricaba contra los gringos llegados de las instalaciones petroleras y que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus clientes.

Venía dos veces al año a El Idilio y aprovechaba para ello el Sucre, un barco que servía de correo y que nunca trajo ni una sola carta. Las gentes esperaban la llegada del barco esperando ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza, y aguardiente y recibían de buen grado la visita del doctor.

En esta visita, y como era costumbre, los clientes, muy doloridos y aquejados de los más variados males, maldecían al dentista; pero éste responsabilizaba al gobierno de turno de la podredumbre de sus dientes.

En ocasiones, el sacamuelas volvía a colocarlas de nuevo. Colocaba dentaduras a medida, es decir, a medida que cada uno iba encontrando una que no salía de paseo tras pronunciar dos palabras. A veces un paciente daba un alarido que espantaba a los pájaros y alejaba de un manotazo las pinzas, mientras llevaba la mano que le quedaba libre a la empuñadura del machete.

El Sucre zarparía de nuevo en cuanto el doctor terminara su consulta. Estaba éste recogiendo y desinfectando su instrumental cuando vio pasar la canoa de un shuar. Momentos después, el patrón del Sucre y el shuar pasaron por su lado rumbo a la alcaldía: en la canoa iba un gringo muerto.

El dentista subió a bordo su sillón portátil y se fue hasta un extremo del muelle. Allí lo esperaba Antonio José Bolívar Proaño, viejo amigo cargado de años, que le ofreció un trago de “Frontera”, y compartió con él recuerdos de antaño.

2.- capítulo segundo.

El alcalde era la persona más odiada en El Idilio. Sus principales ocupaciones eran: beber cerveza o whisky, y sudar, lo que producía más odio a los lugareños. Había llegado a El Idilio como castigo de un desfalco de alguna ciudad grande, donde estaba asignado. Maltrataba a su mujer. Una indígena con la que vivía, acusándola de haberle embrujado.

Era lo contrario al anterior dignatario, el hombre al que El Idilio le debía las visitas del dentista, el correo y el barco que cada seis meses llegaba. Murió asesinado por unos buscadores de oro, con los que había tenido un altercado. Dos años pasaron sin autoridad en el lugar, hasta que llegó este alcalde.

Los shuar transportaron al cadáver que habían encontrado río arriba. Se trataba de un hombre joven, rubio y fuerte. El alcalde examinó la herida que lo había matado y sin pararse a indagar más en busca de la verdad, acusó a los shuar del asesinato porque, según él, querían robarle. Y, a punta de pistola, pretendía arrestarles y llevarlos hasta la alcaldía.

El viejo Antonio José Bolívar lo impidió alegando que la herida que presentaba el cadáver había sido hecha por una gata. El viejo examinaba el cuerpo; la gata había orinado en el cuerpo para marcar su posesión. Los shuar no habían robado nada, ya que entre el dentista y Antonio José Bolívar mostraron que los objetos de lujo del gringo seguían con él y su mochila llena de gatos muertos.

El alcalde, que mostraba indicios de una gran ignorancia, seguía si dejar marchar a los shuar, y Antonio José Bolívar tuvo que reconstruir la historia para que lo entendiese. El gringo había matado al gato macho y la hembra lo persiguió hasta matarlo a él. Lo arrastró hasta la orilla del río y allí fue donde lo encontraron los shuar.

Antonio José Bolívar dio tantos detalles que al final pareció que el culpable de la muerte era el propio gringo por cazar especies prohibidas y fuera de temporada. Y pedía al necio alcalde que los dejara marchar para que avisasen del peligro de la bestia. El alcalde sin hablar se marchó para escribir el parte, así que fue el capitán del barco quien rellenó el cajón del muerto de sal, como era la costumbre, para llevárselo.

Mientras el dentista, Rubicundo Loachamín, y Antonio José Bolívar veía pasar el río, fumaba y bebían. El dentista, siempre que llegaba a El Idilio, traía al viejo dos novelas de amores desdichados, sufrimientos y finales felices, como a Antonio José Bolívar le gustaban; eran su pasión. Pero no era el doctor quien las elegía, sino su dama de compañía. Las seleccionaba y cada seis meses le daba dos de esas novelas que luego el viejo leía.

En ese momento, subían el cajón del muerto al barco bajo la mirada del alcalde. Éste, al ver al dentista, mandó a un tercero para que le pidiera los impuestos. Rubicundo, insultando al gobierno, le entregó al dinero. El doctor notó muy pensativo a su amigo, quien acabó confesando que seguro que el alcalde organizaría una cacería para matar a la gata, y no le gustaba la idea de que lo llamase a sus casi setenta años. Finalmente, el Sucre tuvo que partir, y antes de regresar a su choza, Antonio José Bolívar esperó en el muelle hasta que el barco se perdió en la curva del río.

3.- capítulo tercero.

Antonio José Bolívar no sabía escribir, solo firmar y como no lo usaba mucho lo había olvidado. Leía lentamente con lupa, y si un pasaje le gustaba mucho lo leía varias veces.

Vivía en una choza de cañas muy pequeña y de simple mobiliario. Tenía una mesa alta donde leía sus novelas, al lado de la ventana, una hamaca para dormir, la cocina y el retrato de Antonio José Bolívar y su difunta mujer Dolores del Santísimo Sacramento Estupiñán Otávalo.

Se conocieron en San Luis, un pueblo serrano, cuando eran pequeños. A los trece años los comprometieron y a los quince se casaron. Vivían con el padre de la joven hasta que murió cuando tenían ya los diecinueve. Heredaron una pequeña e insuficiente parcela, que apenas les proporcionaba lo necesario para vivir.

Los vecinos murmuraban de Dolores del Santísimo Sacramento porque no podía tener hijos y Antonio José Bolívar la consolaba. Cuando empezaron a dudar de su fertilidad y después de que los vecinos le propusieran que dejase a su mujer en las fiestas de San Luis entre borrachos para que se quedase allí embarazada, abandonaron la aldea.

El gobierno estaba poblando la amazonía, unos territorios que disputaba a Perú. A los nuevos colonos les prometían extensiones de tierra y ayuda técnica. En tres semanas llegaron a El Idilio que sólo tenía una choza. Cuando ya fueron colonos, les dieron lo prometido, y comenzaron a levantar su choza. No tenían provisiones para el mes de las lluvias ni nada para defenderse de los animales. Empezaban a morir los primeros colonos a causa de las enfermedades, diluvios, los frutos venenosos...

Un día, aparecieron los shuar, semidesnudos y pintados con adornos, que, compadecidos, los ayudaron a moverse por la selva: a cazar, pescar, a diferenciar los frutos venenosos, a levantar chozas resistentes...Pero Dolores del Santísimo Sacramento murió por la malaria y Antonio José Bolívar se quedó en la selva.

Aprendió el idioma de los shuar y sus técnicas para cazar con la cerbatana y el machete. Se apartaba de los colonos y ya se comportaba como un shuar; se sentía a gusto con ellos.

Un día, lo mordió en la muñeca derecha una serpiente, pero Antonio José Bolívar logró cortarle la cabeza y regresó con ella al poblado shuar. Se le hinchó todo el cuerpo a causa del veneno de la serpiente y tardó varias semanas en recuperarse. Un brujo shuar se ocupó de su cuidado y le hacía tomar toda clase de hierbas para que se recuperase.

Cuando se curó, los shuar le conmemoraron con una fiesta pues había pasado la prueba de aceptación que los dioses shuar habían elegido para él. Al final de la fiesta, tomaron un licor alucinógeno que le hacía imaginarse que era un shuar, y por eso decidió quedarse.

El shuar Nusiño se convirtió en su compadre. Llegó allí herido por las balas de los militares peruanos. Los shuar le cuidaron y también se quedó. Antonio José Bolívar siempre cazaba en Nusiño y cuando estaba solo, cazaba serpientes para sacar su veneno y venderlo a los laboratorios que se acercaban allí. Otras veces las serpientes lo atacaban a él, pero ya estaba inmunizado. Era prácticamente como un shuar, pero no era uno de ellos. Conocía sus ritos, sus fiestas..., había llegado a amarlos.

A la selva llegaban buscadores de oro y unas máquinas que arrollaban la naturaleza y obligaban a los shuar a desplazarse continuamente.

Antonio José Bolívar se hacía viejo y se instaló en El Idilio. Un día mientras preparaba su canoa para marcharse, oyó una explosión provocada por unos aventureros que habían volado con dinamita un dique de contención.

Aparecieron los shuar y los aventureros, asustados, abrieron fuego contra ellos hiriendo a dos. Uno había muerto y el otro era Nusiño, que agonizaba. Los shuar persiguieron a los aventureros y atraparon a cuatro de ellos.

Antonio José Bolívar persiguió al quinto y tras un enfrentamiento con él, lo mató con su propia escopeta. Cruzó el río con él y lo llevó hasta donde estaba su compadre, que había muerto.

Antonio José Bolívar se había deshonrado al matar al aventurero con una escopeta, iba en contra de las leyes de los shuar. Ya no era bienvenido allí con ellos. Entre llantos se despidieron y regresó a El Idilio.

4.- Capítulo cuarto.

Cuando llegó a El Idilio, el lugar había cambiado. Había un muelle que Antonio José Bolívar evitó, más viviendas y una choza que era la alcaldía. Los lugareños le creían un salvaje pero luego le aceptaron por su conocimiento sobre la selva. Los gringos cazaban arrasando con todo lo que encontraban a su paso, sin reparar en si se trataba de crías o hembras embarazadas. Antonio José Bolívar intentaba evitarlo y conservaba la escopeta con la que mató al aventurero. Los animales, como los shuar, se internaron más aún en la selva.

El viejo, descubrió que sabía leer al mismo tiempo que s4e le podría la dentadura. Acudió al dentista y se puso una dentadura postiza. Ese mismo día, dos funcionarios desembarcaron del Sucre, para realizar en El Idilio las elecciones presidenciales. Sólo podían votar aquellos que supieran leer. Antonio José Bolívar lo demostró y ejerció su derecho al voto.

Sabía leer, pero no tenía qué. El alcalde le prestaba periódicos viejos, muy a su pesar, que, aunque al viejo no le gustaban, los leía. Un día, en el Sucre llegó un clérigo al que habían enviado para bautizar. Como en tres días nadie se había acercado a él, decidió esperar la salida del barco leyendo la biografía de San Francisco. Mientras lo hacía, se durmió y Antonio José Bolívar aprovechó para cogerlo.

Para leer mejor, leería en voz alta, y despertó al cura. El clérigo le habló sobre San Francisco y le dijo que los libros abordaban muchos temas, no sólo trataban de santos. Pero de todos los temas, el que más le gustó fue el amor; un amor con sufrimientos pero de finales felices. El barco se llevó enseguida al cura, y aunque no le dio el libro, lo que sí le dejó fueron más ganas de leer.

La soledad se estaba apoderando de él, y el único remedio era leer. Decidió ir a El Dorado para comprar algunos libros. Para conseguir dinero se marchó a la zona de los animales durante dos semanas. Allí puso trampas que había aprendido con los shuar y atrapó a una pareja de loros y a una pareja de micos. Con los loros pagó el viaje de ida y vuelta a El Dorado. En el viaje habló con Rubicundo Loachamín, el dentista, que acordó que cada vez que fuese a E Idilio, le llevaría dos libros y así él no tenía que desplazarse.

Llegaron a El Dorado. No era grande y estaba situada al lado del río. A Antonio José Bolívar le recordó mucho a su antigua vida que había dejado al marcharse a la selva. El dentista le presentó a la maestra de la escuela, que podía ayudarle con las novelas. Antonio José Bolívar ayudaba en las tareas domésticas y en la elaboración de un herbolario a cambio de una habitación con cocina en el territorio de la escuela.

La maestra poseía una gran biblioteca personal El primer libro de Antonio José Bolívar fue El Rosario, en la que unos personajes sufrían por amor. La maestra le regaló la novela y con ella volvió a El idilio para leerla al lado de su ventana.

5.- capítulo quinto.

Cuando llovía, Antonio José Bolívar se tumbaba en su hamaca. Sólo solía dormir siete horas diarias y el resto del día leía e imaginaba las ciudades donde se desarrollaban las escenas de amor de sus novelas. Sólo había estado en una ciudad grande, Ibarra, y lo hizo de paso cuando marchaba a E Idilio junto a su mujer. Con Ibarra comparaba todas esas ciudades.

Si no llovía, bajaba al río para bañarse o cocinar arroz con carne de mono. También preparaba café que él mismo preparaba. Sólo el hambre o la llamada de la naturaleza lo hacían levantarse de su hamaca cuando llovía.

Esa mañana, se dispuso a bajar al río para coger camarones y preparar con ellos el desayuno. Como era la estación de las lluvias, se ató una cuerda alrededor de la cintura y se zambulló en el río. Cogió del fondo los camarones y regresó a la orilla. De repente, alguien comenzó a advertir que se acercaba una canoa. Antonio José Bolívar encerró a los camarones, se cubrió y fue al muelle para ver qué sucedía.

Algunos colonos se habían reunido allí y después llegó el alcalde sudando y con un paraguas negro. Flotando lentamente llegó la canoa. Por orden del alcalde la subieron y vieron que dentro estaba muerto Napoleón Salinas, un buscador de oro. Tenía los brazos desgarrados, los dedos mordisqueados de los peces y no tenía ojos porque los pájaros se habían encargado de devorarlos. Lo reconocieron por su boca llena de empastes de oro.

El alcalde buscó una respuesta de Antonio José Bolívar. El viejo examinó las heridas; había sido la tigrilla. Los buscadores de oro aprovechaban los claros de las lluvias porque no podían perder tiempo. A veces morían por los diluvios, era normal en El Idilio. El alcalde vació sus bolsillos: tabaco, monedas, un documento de identificación y una bolsa pequeña de cuero con pepitas de oro dentro.

Antonio José Bolívar opinaba que Napoleón, borracho, al empezar a llover, buscó un sitio seguro en la orilla para pasar la noche. Allí lo atacó el animal. Le dio sólo tiempo a subir a la canoa pero se desangró en el trayecto y murió. El alcalde repartió entres los presentes las pepitas de oro y tiró al río el cadáver. Se disponía a marcharse cuando se dio cuenta de que nadie lo seguía.

Todos los colonos esperaban una respuesta del viejo. Antonio José Bolívar dedujo que para pasar la noche, el sitio más seguro era su orilla. Eso significaba que el animal estaba en esa parte del río. Esto alarmó a los lugareños. El alcalde apuntó que estaría lejos, porque a los animales no les daría tiempo a devorarlo en tan poco tiempo. Pero Antonio José Bolívar pensaba que estaba más cerca.

Sin más, Antonio José Bolívar se marchó hacia su choza pensando cómo cocinar sus camarones. Únicamente se quedó en el muelle el alcalde, sudando y con su paraguas negro.

6.- capítulo sexto.

Después de desayunar y limpiar su dentadura, el viejo se dispuso a leer una de sus novelas junto a la botella de Frontera que acababa de abrir. El relato comenzaba con la escena de amor en una góndola veneciana. Debido a su ignorancia, le costaba mucho esfuerzo imaginarse algunas cosas. Un griterío le arrancó de su lectura. Una acémila corría dando coces a todos los que intentaban pararla. Antonio José Bolívar salió para ver qué pasaba.

Cuando lograron apaciguarla, vieron que el animal presentaba una herida en el cuello y estaba ensillada. El animal pertenecía a Miranda, un colono que vivía alejado de El Idilio. El Alcalde ordenó que al día siguiente irían hasta el puesto de Miranda, y mató al animal para que dejara de sufrir. Hizo que la despacharan y que repartieran su carne entre los que allí se encontraban.

Con un trozo de hígado, Antonio José Bolívar regresó a su choza. No podía dejar de pensar en el alcalde como cabecilla de la expedición. Para el alcalde, Antonio José Bolívar no era de su agrado y mucho menos después de lo sucedido con los shuar.

Hace algún tiempo, llegaron a El Idilio cuatro norteamericanos con cámaras fotográficas y demás artilugios. El alcalde, borracho por el whisky que le daban los turistas, se acercó con ellos hasta la casa de Antonio José Bolívar presentándolo como su amigo. Los norteamericanos le fotografiaban e incluso, entraron en su casa.

Uno de ellos se quería llevar el retrato del viejo con Dolores del Santísimo Sacramento Estupiñán Otávalo. Ya casi se lo había llevado, cuando groseramente Antonio José Bolívar hizo que lo devolvieran y los echó de su casa a punta de escopeta. El alcalde se enfadó con él porque por su culpa había perdido un gran negocio con los turistas. Lo amenazó con echarle de su casa, ya que los terrenos que habitaba estaban más lejos; los que habitaba pertenecían al gobierno.

Al día siguiente, los turistas junto a un colono y a un jíbaro, se fueron en una barca. Un anciano, que antes vivía como él en un a aldea serrana, le visitó. Le advirtió que el alcalde no lo soportaba, y que había pedido a los gringos que, cuando llegaran a El Dorado, hablaran con un emisario y enviase una pareja de rurales para quitarle la casa.

Una semana más tarde, tres de los gringos llegaron al muelle. El colono, y el otro norteamericano habían muerto. El alcalde buscó a Antonio José Bolívar. L e contó que el jíbaro los había dejado y los monos los mataron. El viejo descartó que el culpable fuese el jíbaro, sino que los turistas llevaban objetos extraños para los animales y les había llamado la atención.

A cambio de dejarle en paz y de su casa, el alcalde propuso al viejo que fuese a buscar los restos del gringo. Así o hizo Antonio José Bolívar. Llegó al sitio indicado por los turistas y cuando recogió sus huesos, regresó a El Idilio. Entregó los restos al alcalde a cambio de paz; una paz que se vería turbada con la expedición para buscar la tigrilla al día siguiente.

7.- capítulo séptimo.

Al alba, se reunió el grupo de hombres. Mientras la mujer del alcalde servía el desayuno, el alcalde repartía tabaco, cerillas, munición y una botella de Frontera; todo a cargo del Estado. Antonio José Bolívar no desayunó, pues el hambre agudizaba los sentidos.

Descalzos, menos el alcalde, que no hizo caso a las advertencias, marcharon por la lodosa selva que dejaban las lluvias. Dos hombres abrían el camino con el machete, el alcalde iba en medio y los demás hombres lo seguían, Antonio José Bolívar entre ellos. En cinco horas, avanzaron un kilómetro, y la marcha se interrumpió porque el alcalde no podía sacar sus botas del lodo.

Los hombres le ayudaban de salir y perdió una bota. In tentó escarbar en el barro para sacarla, paro los demás lo convencieron sacando del barro un escarabajo. Continuó descalzo lo que aligeró la marcha. Era gracioso ver al obeso alcalde intentar trepar, descendía más de lo que subía. Eso sí, en las bajadas llegaba el primero.

A media tarde, el cielo se nubló y no había luz. El alcalde paró la marcha. Antonio José Bolívar iría a buscar un sitio seguro y llano. Así que, los dejó fumando para poder tener una referencia para cuando volviera a buscarlos. Pasarían allí la noche y el gordo quería encender una hoguera, pero no lo hicieron para no atraer a las bestias. Montaron turnos de guardia y Antonio José Bolívar fue el primero.

Mientras todos dormían, él veía el río que llevaba miles de bichitos y grandes peces. Una vez, los shuar lo advirtieron que no se metiese en él porque los grandes peces, al darle con su cola la bienvenida, podrían romperle el espinazo. El relevo se despertó y se quedó con Antonio José Bolívar.

De pronto, un ruido despertó al alcalde, que encendió la linterna para ver qué lo había provocado. Antonio José Bolívar tiró la linterna de un manotazo y de repente se oyó un bateo de alas y restos de heces cayeron sobre ellos. Tuvieron que marcharse para evitar ser devorados por las hormigas.

Llegaron a un claro donde otro aguacero, esta vez de monos, cayó en sus cabezas. Esto había pasado por la imprudencia del alcalde con la linterna. Había espantado a los murciélagos que podían advertirlos de ruidos, pero en vez de eso, los enfureció. Continuaron la marcha y pararon a comer algo. Cuando anduvieron otra vez, el alcalde se apartó para hacer sus necesidades mientras los demás lo insultaban.

De pronto, se oyeron disparos y los gritos del alcalde pidiendo socorro, que creía que había matado a la tigrilla. Lo que había hecho era matar un oso mielero, eso traía mala suerte. Al medio día, llegaron al puesto de Miranda y lo encontraron cerca de la entrada con heridas de zarpazos y el machete en la mano. Entraron al cadáver al puesto donde olía mucho a gas y dos colas de iguanas estaban en la sartén.

Miranda tenía un hermano que murió por la malaria y su mujer lo había abandonado. El dinero que ganaba lo gastaba jugando a los naipes. Encontraron otro cadáver fuera de la choza. Se trataba de Plascencio Puñán, un buscador de esmeraldas que a veces solía comer con Miranda.

Según la deducción de Antonio José Bolívar, antes de comer Plascencio había salido fuera para hacer sus necesidades pues tenía los pantalones bajados. La tigrilla lo atacó en ese momento, sin darle tiempo a reaccionar. Miranda ensilló su acémila para huir, pero no lo logró.

8.- capítulo octavo.

Por la tarde, tiraron los cadáveres a una ciénaga y cuando regresaron al puesto ya era de noche. Montaron guardias de dos hombres durante cuatro horas cada turno, mientras el alcalde dormiría todo el tiempo. Después de cenar, Antonio José Bolívar, que formaba parte del primer turno, se dispuso a leer con la lamparilla. Su compañero quería saber de qué trataba el libro tras confesar que en una ocasión se había emocionado viendo una película de amor. Así que el viejo comenzó a leer en voz alta.

Sin darse cuenta, se había reunido entorno a él todos sus compañeros menos el alcalde. Los hombres le preguntaban algunas cosas que no entendían y Antonio José Bolívar las explicaba como podía. El alcalde, que había sido el único que había recibido una educación, discutía con ellos al darles las correctas respuestas de sus dudas, lo que aún les complicaba más.

Un ruido los silenció. Cogieron las armas y vieron a la tigrilla merodeando por el lugar. El alcalde disparó a ciegas y por su culpa perdieron la única oportunidad de haberla matado. Al amanecer, rastrearon los alrededores y encontraron el rastro del animal.

El alcalde había aumentado su mala reputación entre los hombres frente a Antonio José Bolívar, y para librarse de él, le propuso que él solo cazara a la tigrilla porque era el más experto en la selva. Él y los demás hombres regresarían a El Idilio y a cambio de matarla le pagaría y le daría más munición y tabaco. Aunque la mejor solución hubiese sido tender una trampa a la gata en la aldea.

El gringo había matado a sus crías y quizás al macho; la hembra quería muerte pero en un combate frente a frente que sólo Antonio José Bolívar podía entender. El grupo regresó a El Idilio y el viejo aseguró las entradas de la choza. Por la noche intentaba leer pero no podía porque miles de pensamientos abordaban su mente.

Él no era cazador, no le gustaba que en El Idilio lo llamaran así. Los cazadores matan por placer y él no. Sólo había cazado a dos serpientes; la primera fue a una que a había matado al hijo de un colono. La segunda en honor al brujo shuar que lo había curado.

Antonio José Bolívar sabía cómo se comportaban los tigres. Junto a los shuar había cazado muchos gatos adultos, no como el gringo. Una vez, se dispuso a matar a un tigre que estaba matando vacas y acémilas. El animal lo cansaba e iba dejando a Antonio José Bolívar sin munición. Esperó tres días hasta matarlo. Se acordaba de los shuar y de su compañero Nusiño. Con este temor, llegó el amanecer.

Derritió cera para fabricar una funda impermeable para la munición y una visera para proteger su vista de la lluvia. Se internó en la espesura y encontró el rastro de la gata. Antes del medio día, dejó de llover, lo que no le convenía porque se levantaría una niebla que lo impediría ver.

Se dispuso a salir de allí cuando la vio. Medía unos dos metros y se movía despacio de norte a sur. La niebla se levantaba y los mosquitos empezaron a actuar, pero volvió a llover. Antonio José Bolívar se preguntaba porque no atacaba y entonces lo comprendió. La tigrilla intentaba que oscureciese para atacarlo.

Antes del anochecer, corrió hacia el río para buscar un sitio seguro donde pernoctar. Sólo le quedaba descender unos quince metros cuando la gata lo tiró, pero los helechos amortiguaron su caída. Cogió el machete esperando su ataque y en vez de eso, la gata se tumbó. Antonio José Bolívar descubrió que allí estaba el macho, malherido por el gringo y agonizando. Eso quería la tigrilla, que le diese el tiro de gracia. Y así lo hizo.

Dejó a la hembra con el tigre muerto y volvió al puesto que estaba destrozado por el aguacero. Decidió pasar la noche bajo una canoa y con la escopeta y el machete al lado se durmió. Soñó que estaba junto al río pintado con los colores de una boa. En frente de él había algo que cambiaba de color y que emanaba brillantes colores; lo único que no cambiaba eran sus ojos amarillos. Un brujo shuar le decía que aquello era su muerte y que debía cazarla. Pero los animales de la selva no lo dejaban y muchos ojos amarillos lo perseguían.

Se despertó; sintió a la hembra encima de la canoa que estaba orinando encima de él para marcarlo. Luego intentaba escarbar las piedras para poder llegar debajo de la canoa. A ciegas lanzaba zarpazos. Antonio José Bolívar retrocedió y con la escopeta la disparó hiriéndola en un pie. El resto de los perdigones también hirieron a Antonio José Bolívar.

La hembra se alejó, y el viejo levantó un poco la canoa para observarla. Con un movimiento rápido, dio la vuelta a la canoa. Esperó a que el animal se abalanzase sobre él y entonces disparó el tiro que acabaría con ella. Antonio José Bolívar se acercó a ella; avergonzado lloró. No se sentía orgulloso de lo que había hecho. Empujó al animal al río y la vio perderse entre las aguas. Después tiró también el arma y guardó su dentadura. Cortó de un machetazo una rama para apoyar su pierna herida.

Así volvió a El Idilio maldiciendo al alcalde, a los buscadores de oro y al gringo que había provocado todo. Y volvió a su choza para seguir leyendo sus novelas de amor. Esa novelas de amor que siempre le hacían olvidar la barbarie humana.


capitulo ii: el narrador

El narrador es el supuesto emisor de la información, una voz que cuenta los hechos desde una determinada perspectiva. Los sitúa en un espacio y en un tiempo determinado, presenta y describe a los personajes, y en ocasiones, introduce comentarios dirigidos al receptor. No hay que confundirlo con el autor; el narrador es un personaje ficticio más del relato, y el autor es un ser real.

Por lo tanto, el narrador es una mirada y una voz que contempla y cuenta los hechos desde una determinada perspectiva. Podemos distinguir varias clases de narrador en función de varios factores: su participación en la historia, su conocimiento de los acontecimientos y la perspectiva temporal que adopten.

1.- el narrador según su participación en los acontecimientos de La historia

Se trata de un narrador interno testigo. Únicamente cuenta lo que sucede en la historia. Y aunque puede formar parte de ella, en este caso, se trata solamente de un mero observador, es decir, su intervención en los acontecimientos es nula.

En esta novela, el narrador nos cuenta lo que le sucede a Antonio José Bolívar, nuestro protagonista, en la selva, todos los acontecimientos que le han llevado hasta ella y nos presenta a la serie de personajes que lo acompañan a lo largo de toda la historia.

El montuvio se dejó sacar los primeros siete dientes sin mover un músculo. No se oía volar una mosca, y al retirar el octavo lo acometió una hemorragia que en segundos le llenó la boca de sangre. El hombre no conseguía hablar, pero le hizo una señal de pausa.

(pp. 21-22)

El segundo indígena movió la cabeza del indígena. Los insectos le habían devorado el ojo derecho y el izquierdo mostraba todavía un brillo azul. Presentaba un desgarro que comenzaba en el mentón y terminaba en el hombro derecho. Por la herida asomaban restos de arterias y algunos gusanos albinos.

(p. 25)

Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. E indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.

(pp. 53-54)

Más tarde, donde había dejado los frutos fermentados encontró una multitud de loros, papagayos y otras aves durmiendo en las posiciones más inimaginables. Algunos intentaban caminar con pasos vacilantes o trataban de levantar el vuelo batiendo las alas sin coordinación.

(p. 68)

Por toda respuesta le indicaron la canoa atada a uno de los pilares. Era una de aquellas embarcaciones mal construidas por los buscadores de oro. Llego semisumergida, flotando nada más que por ser de madera. Abordo se mecía el cuerpo de un individuo con la garganta destrozada y los brazos desgarrados. Las manos asomadas a los costados de la embarcación, mostraban los dedos mordisqueados por los peces, y no tenía ojos.

(p. 76)

Los machetes actuaron certeros bajo la lluvia. Entraban en las carnes famélicas, salían ensangrentados y, al disponerse a caer de nuevo, venciendo la resistencia de algún hueso, estaban impecablemente lavados por el aguacero.

La carne troceada fue llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la repartió entre los presentes

(p. 85)

El grupo de hombres se reunió con las primeras difusas luces del alba adivinadas sobre los nubarrones. De uno en uno llegaron dando saltos por el sendero enlodado, descalzos y con los pantalones subidos hasta las rodillas.

El alcalde ordenó a su mujer serviles café y patacones de banano verde, en tanto el repartía cartuchos para las escopetas. Tres cargas dobles para cada uno, además de un atado de cigarros, cerillas y una botella de Frontera por nuca.

(p. 95)

Al amanecer, aprovechando la mortecina luz filtrado por el techo selvático, salieron a rastrear las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de plantas aplastadas dejado por el animal. No se veía muestras de sangre en el follaje y las huellas se perdían el la espesura del monte.

(p. 116)

2.- NARRADOR SEGÚN EL CONOCIMIENTO QUE TIENE DE los acontecimientos de LA HISTORIA.

El narrador de esta novela es omnisciente. Lo sabe todo, conoce todos los detalles de la historia, el pensamiento de los personajes, sus intenciones, su destino, su personalidad, su historia anterior y se anticipa a los movimientos del personaje. Sabemos que en este relato se trata de un narrador omnisciente porque en algunos pasajes nos cuenta anécdotas pasadas, sus sueños, sus pensamientos e intenciones,…

El narrador sabe las causas de la llegada de Antonio José Bolívar a la selva, sus sentimientos afectivos hacia los shuar, el odio al alcalde, la pasión que le causa leer novelas de amor… También conoce cómo se siente ante la situación de matar a la gata e incluso lo que le ha sucedido antes del comienzo de los acontecimientos del curso de la historia.

El doctor Rubicundo Loachamín ladeó la cabeza para ordenar los recuerdos, y así llegó la imagen del hombre, no muy joven y vestido a la manera montuvia, todo de blanco, descalzo, pero con espuelas de plata.

(p. 20)

Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados, y finales felices el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.

Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil (…) lo tomarían por un viejo marica y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel de malecón.

(pp. 32-33)

(…) y en el sueño alucinado se vio así mismo como parte innegable de esos lugares en perpetuo cambio, como un pelo más de aquel infinito cuerpo verde, pensando y sintiendo como un shuar (…)

(p. 48)

Tenía que hacerse de lectura y para ello precisaba salir de El Idilio. Tal vez no fuera necesario viajar muy lejos, tal vez en El Dorado habría alguien que poseyera libros, y se estrujaba la cabeza pensando en cómo hacer para conseguirlos.

(p. 66)

Las palabras del viejo produjeron comentarios nerviosos, y los hombres deseaban oír algo del alcalde. Después de todo, la autoridad tenía que servir para algo práctico.

El gordo sentía la espera como una agresión y simulaba meditar encogiendo el obeso cogote baja el paraguas negro.

(p. 79)

Recordó haber besado muy pocas veces a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. A lo mejor en una de esas contadas ocasiones lo hizo así, ardorosamente, como el Paul de la novela, pero sin saberlo. En todo caso, fueron muy pocos besos porque o la mujer respondía con ataques de risa o señalaba que podía ser pecado.

(p. 82)

Recordó la primera vez que vio un verdadero pez de río. Hacía ya muchos años de aquello. Fue cuando todavía era un aprendiz en la selva.

Una tarde de cacería sintió que el cuerpo le hedía ácido de tanto sudar y al llegar a un arroyo se aprestó a darse un chapuzón. Quiso la suerte que un shuar lo viese a tiempo y le lanzará el grito de advertencia.

(p. 102)

La miraba moverse y en algunas ocasiones estuvo apunto de disparar, pero no lo hizo. Sabía que el tiro debía ser definitivo y certero. Si solamente la hería, la hembra no le daría tiempo para recargar el alma, y por una falla de los percutores se le iban los dos cartuchos al mismo tiempo.

(p. 129)

3.- Perspectiva temporal del narrador.

El momento en el que se sitúa el narrador en relación con los hechos contados en la historia es el pasado. Se trata de una narración en pasado o retrospectiva.

En Un viejo que leía novelas de amor la narración es en pasado porque el narrador cuenta los hechos después de que suceden; la historia ha sucedido antes que el proceso narrativo. Podemos observarlo en la utilización de verbos en tiempos verbales en pasado.

El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.

(p. 15)

El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quitó la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho, se dirigió a su choza.

(p. 35)

Algunas veces el reptil resultó ser más rápido pero no le importó. Sabía que se hincharía como un sapo y que deliraría de fiebres unos días pero luego vendría el momento del desquite. Estaba inmune y gustaba de fanfarronear entre los colonos, enseñando los brazos llenos de cicatrices.

(p. 50)

Tanto los colonos como los buscadores de oro cometían toda clase de errores estúpidos en la selva. La depredaban sin consideración, y esto conseguía que algunas bestias se volvieran feroces.

(p.59)

Los colonos no apreciaban la carne de mono. No entendían que esa carne dura y apretada proveía de muchísimas proteínas que la carne de los puercos o vacas alimentadas con pasto elefante, pura agua, y que no sabía a nada. Por otra parte, la carne de mono requería ser masticada durante largo tiempo, y en especial a los que no tenían dientes propios les entregaba la sensación de haber comido mucho sin cargar innecesariamente el cuerpo.

(pp. 74-75)

Los intrusos entendían castellano, y no precisaron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, arguyo que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especialmente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos, él mismo se encargaría de proporcionárselos.

(p. 87)

Pasado el medio día, vieron el desteñido letrero de Alkasetzer identificando el puesto de Miranda. Era un rectángulo de latón azul con caracteres casi elegibles que el puestero había clavado muy arriba del árbol junto al que se elevaba su choza.

(p. 107)

Cargó el arma y caminó despreocupado hasta alcanzar la ribera. Había sacado unos cientos metros de distancia, cuando vio ala hembra bajando al encuentro del macho muerto.

Al llegar al puesto abandonado de los buscadores de oro estaba casi oscuro, y encontró que el aguacero había derribado la construcción de cañas. Dio un rápido vistazo al lugar, y se alegró de encontrar una canoa de vientre rasgado volcada sobre la playa

(p. 131)

&

capitulo iii: los personajes

Las acciones que tienen lugar en todo texto narrativo son realizadas por unos personajes, que son un elemento más de la estructura narrativa. Los personajes normalmente tienen carácter humano, aunque esto no quiere decir que esta función no pueda ser realizada por un animal o una cosa.

Podemos distinguir varias clases de personajes atendiendo a distintos criterios: su función y su caracterización.

1.- clasificación según su grado de intervención en la historia.

Esta primera clasificación hace referencia a la función del personaje en el relato como uno de los principales, como uno secundario o simplemente como un personaje fugaz. La función de un personaje es la relación que mantiene con los otros, con la acción del relato, con el resto de los elementos narrativos y con el sentido global del texto. Podemos distinguir las siguientes clases de personajes:

1.1.- Personajes nucleares

Son los personajes principales del relato y en torno a ellos gira los acontecimientos. Puede tratarse de un grupo o de un individuo.

En esta novela podemos observar que el personaje nuclear es representado por Antonio José Bolívar Proaño. Sobre este personaje se centra la acción. El provoca o sufre los acontecimientos que van sucediendo en el relato.

El narrador se centra en este personaje para desarrollar toda la historia. Todos los acontecimientos giran en torno a él, su vida, sus problemas, sus pensamientos, sus deseos… Él es quien lleva a cabo las principales acciones de los acontecimientos y sobre el cual van desarrollando los demás personajes las suyas.

Por lo tanto es necesario que sepamos todo de él, pasado y presente, y nos ayuda a intentar llegar a una conclusión de sus actos.

El viejo se acercó al cadáver, se inclinó, le movió la cabeza y abrió la herida con los dos dedos.

-¿Ve las carnes abiertas en fila? ¿Ve cómo en la quijada son más profundas y a medida que bajan se vuelven más superficiales? ¿Ve que no es uno, sino cuatro tajos?

(p. 26)

Al viejo se le encendieron los ojos.

-¿De amor?

El dentista asintió.

Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura.

(p.32)

Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero n escribir.

A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.

(p.37)

El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.

(p.38)

Antonio José Bolívar llegó también hasta la mesa.

-¿Sabes leer? -le preguntaron

-No me acuerdo.

-A ver. ¿Qué dice aquí?

Desconfiado, acercó el rostro hasta el papel que le tendían, y se asombró de ser capaz de descifrar los signos oscuros.

(pp. 61-62)

Antonio José Bolívar no entendió aquella censura, y seguí con los ojos clavados en las manos del cura, manos regordetas, blancas sobre el empaste oscuro.

-¿De qué hablan los libros?

(p.65)

Antonio José Bolívar Proaño se inclinó junto al muerto sin dejar de pensar en los camarones que había dejado prisioneros. Abrió la herida del cuello, examinó los desgarros de los brazos, para asentir finalmente con un movimiento de cabeza.

(p.77)

-Tú. ¿Qué parte quieres, viejo?

Antonio José Bolívar respondió que sólo un trozo de hígado entendiendo que la gentileza del gordo lo inscribía en la partida

(P.85)

-Bueno, entonces aquí nos quedamos -ordenó el alcalde.

-Ustedes se quedan. Voy a buscar un lugar seguro. No me tardo. Fumen para orientarme el regreso -dijo el viejo, y entregó su escopeta a uno de los hombres

(p.100)

Antes de dormir cocinaron arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura postiza antes de guardarla en el pañuelo. Sus acompañantes le vieron dudar un momento y se sorprendieron al verlo acomodándose la placa nuevamente.

(p.111)

Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara el gordo sudoroso. Tampoco le importaba la recompensa ofrecida. Otras ideas viajaban por su mente.

(p.117)

¿De donde vienen todos estos pensamientos? Vamos, Antonio José Bolívar. Viejo. ¿Bajo que planta se esconden y atacan? ¿Será que el miedo te ha encontrado y ya nada puedes hacer para esconderte? Si es así, entonces los ojos del miedo pueden verte, de la misma manera como tú ves las luces del amanecer entrando por los resquicios de la puerta.

(pp. 124-125)

El viejo calculó que disponía una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse, alcanzar la orilla del río y buscar un lugar seguro.

(p.129)

Sorprendido, el viejo se movió lentamente hasta recuperar la escopeta.

-¿Por qué no atacas? ¿Qué juego es este?

Abrió los martillos percusores y se echó el arma a los ojos. A esa distancia no podía fallar.

(p. 130)

El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.

(p. 136)

1.2.- personajes comparsa.

Son aquellos personajes que resulta imprescindible su intervención en el relato. Acompañan a los personajes nucleares y comparten con ellos acontecimientos de importancia para la historia. Por eso, no pueden ser omitidos y olvidados en el análisis.

Estos personajes desarrollan sus acciones en torno a las del protagonista. Dialogan y participan con él provocando ciertas situaciones en la historia.

El primer personaje comparsa que encontramos es el doctor Rubicundo Loachamín. Gracias a él, Antonio José Bolívar puede desarrollar su afición de leer, ya que es el dentista quien proporciona los pertinentes libros que el viejo después lee. Llega a ser amigo del viejo tras la charla que llevan a cabo cuando Antonio José Bolívar viaja en el Sucre hacia El Dorado en busca de su afición literaria.

Por lo tanto, no podemos prescindir de este personaje, ya que sino existiera, Antonio José Bolívar no podría leer y el título de la novela resultaría absurdo.

El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año (...) Las gentes esperaban la llegada del barco (...) pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.

(p. 15)

El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la botella de Frontera.

-Venga. Creo que me gané un trago.

-Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.

-¿Siempre me llevas la cuenta?

-Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?

(pp. 19-20)

El viejo movió el cabeza molesto y miró al dentista. Este comprendió lo que Antonio José Bolívar perseguía y le ayudó a depositar las pertenencias del muerto sobre las tablas del muelle.

(p. 28)

Antonio José Bolívar leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura.

-¿Son tristes? -preguntaba el viejo.

-Para llorar a mares -aseguraba el dentista.

-¿Con gentes que se aman de veras?

-como nadie ha amado jamás.

-¿Sufren mucho?

-Casi no pude soportarlo -respondía el dentista.

(p. 32)

Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas.

Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.

(p. 32)

Antonio José Bolívar Proaño se quedó con todo el tiempo para sí mismo, y descubrió que sabía leer al mismo tiempo que se le pudrían los dientes (...)

Muchas veces presenció la faena del doctor Rubicundo Loachamín en sus viajes semestrales, y nunca se imaginó ocupando el sillón de los padecimientos, hasta que un día los dolores se hicieron insoportables y no tuvo más remedio que subir a la consulta.

(pp. 60-61)

Durante la travesía charló con el doctor Rubicundo Loachamín y lo puso al tanto de las razones de su viaje. El dentista lo escuchaba divertido.

-Pero, viejo, si querías disponer de unos libros, ¿pos qué no me hiciste antes el encargo? De seguro que en Guayaquil te los hubiera conseguido.

-Se le agradece, doctor. El asunto es que todavía no sé cuáles libros quiero leer. Pero en cuanto lo sepa le cobraré la oferta.

(p. 69)

El dentista le presentó a la única persona capaz de ayudarle en sus propósitos, la maestra de escuela, y consiguió también que el viejo pudiera pernoctar en el recinto escolar, una enorme habitación de cañas provistas de cocina, a cambio de ayudar en las tareas domésticas y en la confección de un herbario.

(p. 69)

El alcalde, otro personaje secundario, odia a Antonio José Bolívar como bien se dice en algunos pasajes. Siente envidia hacia Antonio José Bolívar ya que éste demuestra saber más cosas acerca de la selva que él y a veces arruina al alcalde buenos negocios con gringos.

El gordo o Babosa, como le llaman los lugareños, no sólo se ha ganado el desprecio del viejo, sino también el de todos los lugareños. Pretende convertirse en el único amo de El Idilio olvidándose de que la selva no puede tener dueño, fallando en todos sus intentos y haciendo crecer el odio de los demás hacia él.

El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.

(p. 23)

Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.

Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable.

(p. 24)

El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello, estrujándolo, ordenó subir el cadáver (…).

-Ustedes lo mataron.

Los shuar retrocedieron.

-No. Shuar no matando.

-No mientan. Lo despacharon de un machetazo. Se ve clarito (…).

-Disculpe. Usted está cagando fuera del tiesto. Ésa no es herida de machete. -Se escuchó la voz de Antonio José Bolívar.

El alcalde estrujó con furia el pañuelo.

(pp. 25- 26)

-¿A qué huele? -preguntó el viejo (…).

-No sé. ¿Cómo voy a saberlo? A sangre, a gusanos -contestó el alcalde.

-Apesta a meados de gato -dijo uno de los curiosos.

-De gata. A meados de gata grande -precisó el viejo.

-Eso no prueba que estos no lo mataran.

El alcalde intentó recobrar su autoridad, pero la atención de los lugareños se centró en Antonio José Bolívar.

(p. 27)

-¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Es pero que algún día los jíbaros le metan un dardo.

(p. 32)

Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer.

Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía qué leer.

A regañadientes, el alcalde accedió a prestarle unos periódicos viejos que conservaba de manera visible, como prueba de su innegable vinculación con el poder central, pero a Antonio José Bolívar no le parecieron interesantes.

(p. 62)

Satisfecho, el alcalde sacudió el paraguas en ademán de marcharse, pero al ver que ninguno lo secundaba y que todos miraban al viejo, escupió malhumorado.

(pp. 78-79)

En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.

-Viejo pendejo. Mes estás haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quieres?

-Que se marchen. No hago negocios con quien no saben respetar la casa ajena.

El alcalde quiso agregar algo, mas al ver cómo los visitantes hacían un mohín de desprecio antes de emprender el regreso, se enfureció.

(p. 87-88)

-Bueno, entonces aquí nos quedamos -ordenó el alcalde.

-Ustedes se quedan. Voy a buscar un lugar seguro. No me tardo. Fumen para orientarme el regreso -dijo el viejo, y entregó su escopeta a uno de los hombres

(p.100)

Antes de dormir cocinaron arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura postiza antes de guardarla en el pañuelo. Sus acompañantes le vieron dudar un momento y se sorprendieron al verlo acomodándose la placa nuevamente.

(p.111)

Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara el gordo sudoroso. Tampoco le importaba la recompensa ofrecida. Otras ideas viajaban por su mente.

(p.117)

¿De donde vienen todos estos pensamientos? Vamos, Antonio José Bolívar. Viejo. ¿Bajo que planta se esconden y atacan? ¿Será que el miedo te ha encontrado y ya nada puedes hacer para esconderte? Si es así, entonces los ojos del miedo pueden verte, de la misma manera como tú ves las luces del amanecer entrando por los resquicios de la puerta.

(pp. 124-125)

El viejo calculó que disponía una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse, alcanzar la orilla del río y buscar un lugar seguro.

(p.129)

L os shuar también forman parte de los personajes comparsa. Es muy importante su aparición en la obra ya que son ellos los que ayudan a Antonio José Bolívar a conocer la selva y a convivir con ella. Si Antonio José Bolívar no los hubiese conocido, el viejo no sabría nada sobre la selva, y no hubiera podido lleva a cabo la misión final de matar a la gata.

El compadre que toma Antonio José Bolívar, Nusiño, es otro personaje secundario.

La muerte de este personaje afecta a la vida de Antonio José Bolívar hasta tal punto que abandona su vida con los shuar al vengarse de su muerte.

Más tarde tomó un compadre, Nushiño, un shuar llegado también de lejos, tanto que la descripción de su lugar de origen se extraviaba entre los ríos afluentes del Gran Marañón. Nushiño llegó un día con una herida de bala en la espalda recuerdo de una expedición civilizadora de los militares peruanos. Llegó sin conocimiento y casi desangrado, luego de penosos días de navegación a la deriva.

(p. 48-49)

El dentista suspiró luego de atender al último sufriente. Envolvió las prótesis que no encontraron interesados en el tapete cardenalicio, y mientras desinfectaba los instrumentos vio pasar la canoa de un shuar.

El indígena remaba parejo, de pie, en la popa de la delgada embarcación. Al llegar junto al Sucre, dio un par de paletadas que lo pegaron al barco.

(p.18)

Los shuar se miraron entre sí, dudando entre responder o no hacerlo.

-¿No entienden castellano estos selváticos?-gruñó el alcalde.

Uno de los indígenas decidió responder.

-Río arriba. A dos días de aquí (…)

-Ustedes lo mataron.

Los shuar retrocedieron

(pp. 25-26)

El viejo le habló en su idioma a uno de los shuar y el indígena saltó a la canoa para entregarle una mochila de lona verde. (…)

Los indígenas, apenas vieron las pieles, cruzaron entre ellos nerviosas palabras y saltaron a las canoas.

(pp. 28-29)

Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con llevarle la choza, (…) hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

(pp. 42-43)

Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano.

De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a levantar chozas estables y resistentes a los vendavales, a reconocer los frutos comestibles y los venenosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva

(p. 43)

Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatusas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de carne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Aprendió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efectiva en la caza, y de la lanza frente a los veloces peces.

Con ellos abandonó sus pudores de campesino católico. Andaba semidesnudo y evitaba el contacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.

(p. 44)

Los indígenas lo vieron venir tambaleándose. Ya no conseguía hablar, pues la lengua, los miembros, todo el cuerpo, estaba hinchado de forma desmesurada (…)

Un brujo shuar le devolvió la salud en un lento proceso curativo

(p.44)

La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió sculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba tan bien como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos.

(p.50)

No solo los personajes tienen carácter humano. Un personaje de un texto narrativo también puede ser un animal o una cosa. Esto nos hace tomar a la tigrilla que aparece en la novela como uno de los personajes secundarios.

Si el autor hubiera prescindido de este personaje, la historia no tendría sentido; el propósito que tiene que llevar a cabo Antonio José Bolívar es matarla. Cuando un gringo mata a sus crías y hiere a su macho el animal en venganza comienza a matar algunos lugareños.

-¿Ve las carnes abiertas en filas? (…)

-¿Qué diablos quiere decirme con eso?

-Que no hay machetes de cuatro hojas. Zarpazo. Es un zarpazo de tigrillo. N animal adulto lo mató. Venga. Huela.

(pp. 26-27)

El viejo volvió a examinar el cadáver.

-lo mató una hembra. El macho debe andar por ahí, a caso herido. La hembra lo mató y enseguida lo meó para marcarlo, para que las otras bestias no se lo comieran mientras ella iba en busca del macho.

(p. 27)

(…) El gringo hijo de puta mató a los cachorros y con toda seguridad hirió al macho. (…) Los cachorritos no estaban destetados y el macho se quedo cuidándolos. Así entre las bestias, y así ha de haberlos sorprendido el gringo. Ahora la hembra anda por ahí enloquecida de dolor.

(p.29)

Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa a la hembra, y buscará sangre cerca de los poblados. (…) Ha de haber agonizado una media hora mientras la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inteligente el animal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las hormigas. Entonces lo meo, marcándolo, y debió de andar en busca del macho cuando los shuar lo encontraron.

(p.30)

-Antonio José Bolívar te veo pensativo. Suelta.

-Tiene razón. No me gusta nada el asunto. Seguro que la Babosa está pensando en una abatida y me va a llamar. No me gusta. ¿Vio la herida? Un zarpazo limpio. El animal es grande y las garras deben de medir unos cinco centímetros. Un bicho así, por muy hambreado que esté, no deja de ser vigoroso. Además vienen las lluvias. Se borran las huellas, y el hambre los vuelve más astutos.

(p.34)

-¿Y bien, experto, qué opinas?

-Lo mismo que usted, excelencia. Salió de aquí tarde, bastante borracho, lo sorprendió el aguacero y se arrimó a la orilla para pernoctar. Ahí lo atacó la hembra. Herido y todo, consiguió llegar hasta la canoa, pero se desangró rápidamente.

-Me gusta que estemos de acuerdo -dijo el gordo.

(p. 78)

Se movían con lentitud, con el hocico abierto y azotándose los costados con el rabo. Calculó que de cabeza arabo medía sus buenos dos metros, y que parada sobre dos patas superaba la estatura de un perro pastor.

El animal desapareció tras un arbusto y casi enseguida se dejo ver nuevamente. Esta vez se movía en dirección norte

(p. 127)

Arriba, el animal no le despegaba los ojos de encima. De improviso, crujió, triste y cansada, y se echó sobre las patas.

La débil repuesta del macho le llegó muy cerca y no le costó encontrarlo.

Era más pequeño que la hembra y estaba tendido al amparo de un tronco hueco. Presentaba la piel pegada al esqueleto y un muslo casi arrancado del cuerpo por una perdigonada. El animal apenas respiraba, y la agonía se veía dolorosísima.

(130)

El viejo se hincó, y el animal, unos cinco metros antes del choque, dio el prodigioso salto mostrando las garras y los colmillos.

Una fuerza desconocida le obligó a esperar a que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo. Entonces apretó los gatillos y el animal se detuvo en el aire, quebró el cuerpo a un costado y cayó pesadamente con el pecho abierto por la doble perdigonada.

(136)

1.3.- PERSONAJES FUGACES

Estos personajes constituyen un mero relleno en el discurso narrativo. Su aparición en los acontecimientos es muy escasa, limitándose generalmente a unos episodios muy concretos. Por lo tanto no resultan personajes indispensables para que el transcurso de los hechos siga realizándose.

Los personajes fugaces ayudan, en los episodios donde participan, a que se desarrollen ciertos acontecimientos entre el protagonista y los personajes secundarios.

Uno de los personajes fugaces más importantes es el gringo muerto, al cual los shuar llevan hasta el muelle en una canoa. Es el que mata a los cachorros y a la macho de la gata provocando la furia de ésta y quién origina el conflicto.

-No se me ponga feo, doctor. Esto mata los bichos de las tripas -dijo Antonio José Bolívar, pero no pudo seguir hablando.

Dos canoas se acercaban, y una de ellas se asomaba la cabeza yaciente de un hombre rubio.

(p.22)

El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello. Estrujándolo, ordenó subir el cadáver.

Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de contextura fuerte.

(p.25)

El segundo indígena movió la cabeza del muerto. Los insectos le habían devorado el ojo derecho y el izquierdo mostraba todavía un brillo azul. Presentaba un desgarro que comenzaba en el mentón y terminaba en el hombro derecho. Por la herida asomaban restos de arteria y algunos gusanos albinos.

-Ustedes lo mataron.

(p.25)

(…) Debió de resultarle fácil seguir la huella del gringo. El infeliz colgaba su espalda el olor a leche que la hembra rastreó. (…) Mire las pieles. Pequeñas, inservibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con escopeta! ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar, y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada, y especies prohibidas.

(pp. 29-30)

La mujer que Antonio José Bolívar había tomado por esposa, Dolores Encarnación Estupiñán Otavalo, antes de llegar a El Idilio también es un personaje fugaz. No interviene en los acontecimientos, sólo aparece en el capítulo tercero cuando se recuerda la juventud y los motivos que hacen que Antonio José Bolívar vaya a la selva.

Los comentarios del pueblo donde vivían sobre la esterilidad de Dolores Encarnación obligan a Antonio José Bolívar y a su esposa a emigrar a El Idilio. Estando allí muere a los dos años a causa de la malaria. Lo que obliga a Antonio José Bolívar a buscar compañía en los shuar.

La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que si existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.

(p.48)

Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados

(p.39)

(…) Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que le sobraba era los comentarios maledicientes que no lo tocaban a é, pero se ensañaba con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento.

(pp. 39-40)

Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.

Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una solución indignante.

(p.40)

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.

Antonio José Bolívar supo que no podía regresar al poblado serrano. Los pobres lo perdonan todo menos el fracaso.

(p.44)

El cura es otro personaje de esta categoría. Solo aparece también es un capítulo y su importancia es que es él que despierta en el viejo los ganas de leer, la pasión por la lectura de novelas de amor.

A los tres días de desembarcar del Sucre con la idea de bautizar a los colonos, se dispuso a esperar la salida del barco debido al poco interés que mostraban los colonos ante la idea. Leía la biografía de San Francisco y mientras se durmió. Antonio José Bolívar le cogió el libro y leyéndolo en voz alta despertó al cura.

Aunque el cura no le dio al viejo el libro, hizo que Antonio José Bolívar tomara la decisión de marchar a El Dorado en busca de sus preferencias literarias.

Tres días se quedó el fraile en El Idilio, sin encontrar a nadie dispuesto a llevarlo a los caseríos de los colonos. Al fin, aburrido ante la indiferencia de la clientela, se sentó en el muelle esperando a que el barco lo sacara de allí. Para matar loas horas de canícula sacó un viejo libro de su talego e intentó leer hasta que la voluntad del sopor fuese mayor que la suya.

(p.63)

El libro en las manos del cura tuvo un efecto de carnada para los ojos de Antonio José Bolívar. Pacientemente, esperó hasta que el cura, vencido por el sueño, lo dejó caer a un costado.

Era una biografía de san Francisco que revisó furtivamente, sintiendo que al hacerlo cometía un latrocinio deleznable.

(p.63)

El cura enfatizaba sus palabras acariciando el gastado empaste. Antonio José Bolívar lo miraba embelesado, sintiendo la comezón de la envidia.

-¿Ha leído mucos libros?

-Unos cuantos. Antes cuando todavía era joven y no se me cansaban los ojos devoraba a toda obra que llegara a mis manos.

(p.64)

El llamado del Sucre anunció el momento de zarpar y no se atrevió a pedirle al cura que le dejase el libro. Lo que sí le dejó, a cambio, fueron mayores deseos de leer.

(p.64)

La profesora que el doctor Rubicundo presenta a Antonio José Bolívar es otro de estos personajes. Ella facilita la elección de los libros de amor y es quien proporciona al viejo el primer libro de amor que lee. Es una persona culta que posee una gran biblioteca propia de la cual Antonio José Bolívar toma los libros con los que descubre sus gustos.

El dentista le presentó a la única persona capaz de ayudarle en sus propósitos, la maestra de escuela, y consiguió también que el viejo pudiera pernoctar en el recinto escolar una enorme habitación de cañas provistas de cocina, a cambio de ayudar en las tareas domésticas y en la confección de un herbario.

(p.69)

Una vez vendidos los micos y los loros la maestra le enseñó su biblioteca.

Se emocionó de ver tanto libro junto. La maestra poseía unos cincuenta volúmenes ordenados en un armario de tablas, y se entregó a la placentera tarea de revisarlos ayudado por la lupa recién adquirida.

(p.70)

(…) por ahí marcha el asunto. Ese era un libro que se pegaba a las manos y los ojos le hacían quites al cansancio para seguir leyendo, (…), y, por fin, luego de revisar toda la biblioteca, encontró aquello que realmente deseaba.

(p.71)

La maestra, no del todo conforme con sus preferencias, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal y como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el dentista (…).

(p.71)

Napoleón Salinas es un buscador de oro y una de las víctimas de la tigrilla. Llega a El Idilio muerto en una barca. Es reconocido por su boca cuyos dientes estaban empastados con oro. Como todos los buscadores de oro en la época de lluvias, aprovechaba cualquier claro de las nubes para salir en busca de oro y en uno de estas ocasiones fue atacado por la tigrilla. Murió desangrado mientras intentaba huir en la barca del animal.

-El bicho anda lejos. ¿No vieron cómo venía el fiambre? Sin ojos y medio comido por los animales. Eso no ocurre en una hora, ni en cinco. No veo motivo para cagarse en los pantalones -bravuconeo el alcalde.

-Puede ser. Pero también es cierto que el muerto no venía del todo tieso -agregó el viejo.

(p. 79-80)

Napoleón Salinas tenía la cabeza colgando y solo los brazos desgarrados indicaban que trató de defenderse (…) tras recobrar el paraguas, empujó al muerto con un píe hasta que cayó de cabeza al agua. El cuerpo se hundió pesadamente y la lluvia impidió ver dónde se volvió a salir a flote.

(p.78)

Los cuatro norteamericanos a los que el alcalde atiende interesadamente cuando llegan a El Idilio para conocer a los shuar, provocan un altercado entre el alcalde y Antonio José Bolívar. Este incidente es el que desata el odio del alcalde hacia Antonio José Bolívar.

La muerte de uno de ellos en la selva provoca el trato entre el alcalde y el viejo. A cambio de los restos del norteamericano, Antonio José Bolívar conseguiría que el alcalde lo dejase en paz.

En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permanecieron adulando y atosigando de whisky al alcalde varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonía.

(p.86)

Sin pedir permiso entraron a la choza, (…) El gringo se atrevió a descolgar el retrato y lo metió en la mochila dejándole un puñado de billetes encima de la mesa.

Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.

-dígale al hijo de puta que como no deje el retrato donde estaba, le meto los dos cartuchos de la escopeta, y le vuelo los huevos. Y conste que siempre la tengo cargada.

(p.87)

-Viejo pendejo me estas haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿qué más quieres?

-que se marche. No hago negocios con quien no sabe respetar casa ajena.

(p.87)

Para finalizar esta clasificación de los personajes, citamos como últimos personajes comparsa a los lugareños. Es el grupo de hombres que junto al alcalde y a Antonio José Bolívar se dirigen hacia el puesto de Miranda para buscar y matar a la gata.

Acompañan a nuestro protagonista sólo en ese episodio, su intervención no es imprescindible y su ausencia no altera a los acontecimientos narrados. Ellos también odian al alcalde y sienten cierto respeto hacia Antonio José Bolívar por su experiencia en la selva.

El grupo de hombres llegó con las primeras luces del alba adivinada sobre los nubarrones. De uno en uno llegaron dando saltos por el sendero enlodado, descalzos y con los pantalones subidos hasta las rodillas.

(p.95)

Ninguno de los cuatro hombres hizo el menor comentario. Gozaban viéndolo sudar como a un oxidado grifo interminable.

“Ya verás, Babosa. Ya verás qué tibiecito es el impermeable. Se te van a cocer hasta los huevos ahí dentro.”

(p.96)

-Pise con el culo, excelencia. Fíjese cómo lo hacemos nosotros. Abra bien las piernas antes de posar la pata. Usted las abre no más de las rodillas para abajo. Eso es caminar como monja pasando frente a una gallera. Ábrelas bien y pise con el culo -le gritaban.

El gordo, con los ojos enfurecidos de furia, intentaba subir a su manera, pero su cuerpo amorfo lo traicionaba una y otra vez, hasta que los hombres formaban una cadena de brazos y tiraban de él hasta la altura.

(p.99)

-Buena la hizo. Tendremos que marcharnos ahora mismo o las hormigas vendrán a disputarnos la mierda fresca (...).

Los hombres maldecían la necedad del gordo con palabras masticadas para que no percibiera la magnitud de los insultos.

(p.105)

-Su señoría no quiere mostrarnos el culo.

-Es tan cojudo que va a sentarse en un hormiguero creyendo que es una letrina.

-Apuesto que pide papel para limpiarse -soltó otro entre risas.

Se divertían a costa de la Babosa, como siempre lo nombraban en su ausencia (...).

(p.106)

Los hombres reían, fumaban, bebían. El alcalde se revolvió molesto en su lecho.

-Para que sepan, Venecia es una ciudad construida en una laguna. Y está en Italia -bramó desde su rincón de insomne.

-¡Vaya! O sea que las casas flotan como balsas -acotó uno.

(...)

-¡Si serán cojudos! Son casa firmes. Hay hasta palacios, catedrales, castillos, puentes, calles para la gente. Todos los edificios tienen cimientos de piedra -declaró el gordo.

-¿Y cómo lo sabe? ¿Ha estado allá? -preguntó el viejo.

-No. Pero soy instruido. Por algo soy alcalde.

La explicación del gordo complicaba las cosas.

(p.114)

2.-Clasificación según su manera de ser y de actuar.

En esta novela, es el narrador el que suele presentarnos a los personajes, describiéndonos al principio de cada episodio donde aparecen los personajes, el carácter de éstos.

Dentro de esta clasificación podemos distinguir entre personajes diseñados o planos, y los personajes modelados o redondos.

2.1.- Personajes diseñados.

Se trata de aquellos personajes que tienen un rasgo en su carácter que no cambia a lo largo del discurso narrativo. Es decir, no cambia su personalidad, carácter y modo de actuar y comportarse con los otros personajes en toda la obra narrativa.

Ese rasgo le acompaña siempre; por lo tanto puede predecirse fácilmente sus reacciones ante ciertos hechos y problemas que se van aconteciendo en el relato. Todos los personajes, menos Antonio José Bolívar, son personajes diseñados; el narrador, al principio de su primera intervención, nos presenta a estos personajes, indicándonos su carácter.

El primer personaje diseñado que nos encontramos en la historia es el dentista. El narrador nos lo presenta al principio de su intervención, en el primer capítulo.

Su comportamiento o forma de actuar no varía en sus escasas intervenciones. Desde joven odia al Gobierno y a cualquier autoridad por algún problema que tuvo y que no está indicado en la obra. Éste puede ser uno de los motivos por el que no simpatiza, al igual que su amigo Antonio José Bolívar, con el alcalde.

Por las respuestas que da a sus pacientes, podemos decir de él que es un hombre de ideas claras y que siempre dice lo que opina.

Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo.

-¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobierno tiene la culpa de que tengas los dientes podridos. El Gobierno es culpable de que te duela.

(p.14)

El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A todos y cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.

(p.14)

-Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta?

-Me aprieta. No puedo cerrar la boca.

-¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, pruébate otra.

-Me viene suelta. Se me va a caer si estornudo.

-Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca.

Y obedecían.

(pp. 15-16)

El alcalde también tiene el mismo carácter durante todo el relato narrado. Es un hombre autoritario, mandón, vago, obeso, que al menor esfuerzo suda muchísimo, e interesado. Llega a El Idilio con la idea de cambiar todo a su antojo e interés tropezando en todos sus intentos con su ignorancia de la selva.

No soporta que los demás le lleven la contraria aunque esté equivocado en sus decisiones y por eso entra en conflicto con Antonio José Bolívar: no acepta que su experiencia en la selva lo humille delante de los lugareños.

Todos en El Idilio lo odian. Es incluso bebedor y maltrata brutalmente a su mujer. Se siente superior ante los indígenas y los lugareños, siendo él el más ignorante de todos.

El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.

Murmuraban los lugareños que la sudadera apenas le empezó cuando pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.

(p.23)

Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalo lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo.

(p.23)

Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.

Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la vivita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.

(pp. 23-24)

Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.

Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.

Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles (...).

Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños.

(p.24)

El gordo sudoroso sacó el revólver y apuntó a los sorprendidos indígenas.

-No. Shuar no matando -se atrevió a repetir el que había hablado.

El alcalde lo hizo callar propinándole un golpe con la empuñadura del arma.

Un delgado hilillo de sangre brotó de la frente del shuar.

-A mí no me vienen a vender por cojudo. Ustedes lo mataron. Andando. En la alcaldía iban a decirme los motivos. Muévanse, salvajes. Y usted, prepárese a llevar dos prisioneros en el barco.

(p.26)

En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permanecieron adulando y atosigando de whisky al alcalde varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonía.

El gordo apestaba a trago y no dejaba de nombrarlo su amigo y colaborador, mientras los gringos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo que se pusiera frente a sus cámaras.

(p.86)

-¿ah, sí? ¿Nunca te has preguntado a quién pertenece el suelo en donde levantas tu inmunda covacha? (...).

-Esto no es de nadie. No tiene dueño.

El alcalde rió triunfante.

-Pues te equivocas. Todas las tierras junto al río, pertenecen al Estado. Y, por si se te olvida, aquí el Estado soy yo. Ya hablaremos, y yo no soy de los que perdonan.

(p.88)

-Monten las escopetas. Más vale andar preparados -ordenó el gordo.

-¿Para qué? Es mejor llevar los cartuchos secos en las bolsas.

-Yo doy las órdenes aquí.

-A su orden, excelencia. Total, los cartuchos son del Estado.

(p.97)

El alcalde comprendió que ya se había desacreditado demasiado frente a los hombres. Permanecer más tiempo junto al viejo envalentonado por sus sarcasmos sólo conseguía aumentar su fama de inútil, y acaso de cobarde (...)

El alcalde deseaba zafarse de él. Con sus respuestas agudas hería sus principios de animal autoritario, y había dado con una fórmula elegante de quitárselo de encima.

(pp. 116-117)

2.2.- personajes modelados.

Su carácter se va creando a lo largo del relato narrativo. Los acontecimientos que van sucediendo los van “modelando” y hacen que adopten diferentes posturas, ideas e intenciones frente a una situación.

Por lo tanto, el espectador no puede saber a ciencia cierta lo que ese personaje hará; pueden sorprender al espectador en sus reacciones inesperadas. Están definidos por múltiples rasgos que ofrecen una gran dificultad en el estudio de su forma de ser y carácter.

El principal personaje diseñado que nos encontramos es Antonio José Bolívar. A la fuerza tiene que ir cambiado según transcurre el tiempo en la selva. Antes de emigrar de San Luis Antonio José Bolívar es un joven al que comprometen y casan sin contar apenas con su decisión.

Cuando llega a la amazonía, su carácter se ha ido formado, influido por la muerte de su esposa, por conseguir la supervivencia en la selva aprendida de los shuar y finalmente el carácter que adopta al llegar a El Idilio ante los colonos y el alcalde.

Sus conocimientos, que lo hacen como el mejor conocedor de la selva, se han ido formando y construyendo a raíz del paso del tiempo con los shuar. Y son estos los que le permiten ganarse el respeto entre los lugareños de El Idilio.

El alcalde intentó recobrar su autoridad, pero la intención de los lugareños se centraba en Antonio José Bolívar.

El viejo volvió a examinar el cadáver.

-Lo mató una hembra. El macho debe de andar por ahí, acaso herido. La hembra lo mató y enseguida lo meó para marcarlo, para que las otras bestias no se lo comieran mientras ella iba en busca del macho.

(p.27)

El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad.

-¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero que algún día los jíbaros le metan un dardo.

(pp. 31-32)

Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio (...).

Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible (...).

(p.39)

Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla.

Aprendió el idioma shuar participando con ellos en las cacerías (...). Aprendió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efectiva en la caza, y de la lanza frente a los veloces peces.

(p.44)

Con ellos abandonó sus pudores de campesino católico. Andaba semidesnudo y evitaba el contacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente.

Antonio José Bolívar nunca pensó en la palabra libertad, y disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentaba revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.

(pp. 44-45)

La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos.

(p. 50)

Luego de cinco días de navegación, arribó a El Idilio (...).

Al comienzo los lugareños lo rehuyeron mirándolo como a un salvaje al verle internarse en el bosque, armado de la escopeta, una Rémington del catorce heredada del único hombre que matara y de manera equivocada, pero pronto descubrieron el valor de tenerlo cerca.

(p.59)

Antonio José Bolívar votó al elegido y, a cambio del ejercicio de su derecho, recibió una botella de Frontera.

Sabía leer.

Fue el descubrimiento más importante de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía qué leer.

(p.62)

CAPITULO iv: El espacio

En todo texto narrativo el autor sitúa los acontecimientos en un lugar determinado. En “un viejo que leía novelas de amor” el espacio donde se sitúan todos los acontecimientos de la historia es en la amazonía, concretamente en El Idilio.

El Idilio es un pueblo pequeño habitado por un plan de colonización del gobierno ecuatoriano para arrebatar territorios a Perú. Está situado al lado del río Nangaritza en la selva del Amazonas, y sus habitantes son colonos, buscadores de oro, gringos, etc.

Al principio de su llegada con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, el lugar sólo tenía una enorme choza que servía de oficina, bodega de semillas y herramientas y vivienda de los recién llegados colonos.

Pero tras su llegada de la comunidad shuar, El Idilio ha cambiado debido a la llegada de más colonos y el alcalde que modifican el lugar, construyendo varias casas, la alcaldía y un muelle de tablones donde arriba el Sucre.

El espacio lo conocemos gracias a las opiniones y reflexiones que Antonio José Bolívar da sobre él y por la serie de acontecimientos que van ocurriendo que van descubriendo el lugar de los hechos, por lo tanto se trata de un espacio subjetivo.

El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que arponaban el frontis de la alcaldía.

Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle (…).

(p.13)

Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramienta y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era el Idilio.

(p.41)

(…) por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonía. El Gobierno prometía grandes extensiones de tierras y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anormalidad parecida por un de los dos.

(p.41)

Antonio José Bolívar Proaño supo que no podía regresar al poblado serrano. Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso.

Estaba obligado a quedarse, a permanecer acompañado apenas por recuerdos. Quería vengarse de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebatara el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la amazonía entera en una pira.

(p.44)

Luego de cinco días de navegación, arribó al Idilio. El lugar estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaba formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor enseñaba en el frontis un rótulo amarillo con la palabra ALCALDÍA.

Había también un muelle de tablones que Antonio José Bolívar evitó, y navegó algunos metros más aguas abajo hasta que el cansancio le indicó un sitio donde levantó la choza.

(p.59)

En realidad, lo único verdaderamente sensato que cabía hacer era regresar a El Idilio. El animal, a la caza del hombre, no tardaría en dirigirse al poblado, y allí sería fácil tenderle una trampa. Necesariamente la hembra buscaría nuevas victimas y resultaba absurdo pretender disputarle su territorio.

(p.117)

La choza donde Antonio José Bolívar vive es un lugar concreto dentro de El Idilio. Este terreno no corresponde a las hectáreas entregadas años antes cuando llegó a la selva junto con su mujer. Es importante citarlo porque es donde el viejo se dedica a leer sus novelas de amor.

Es una choza que construye tras ser expulsado de los shuar cuando vuelve de nuevo a El Idilio. Su mobiliario era muy pobre pero suficiente para la vida en la selva. Se componía de una hamaca, un cajón cervecero sobre el cual estaba apoyado la hornilla de queroseno y una mesa muy alta.

Es importante señalar dentro de la choza el rincón donde Antonio José Bolívar lee: al lado de la ventana abierta al río y junto a esa mesa alta.

En este espacio, tiene lugar el altercado que desata el odio entre el viejo y el alcalde, cuando los norteamericanos y el alcalde interrumpen en ella sin permiso.

Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible.

(pp. 37-38)

Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de píe y para leer sus novelas de amor.

La choza estaba protegida por una chetumbre se paja tejida, y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrima la alta mesa.

(p.38)

Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el cuerpo.

En un muro, a los píes de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.

(p.38)

La maestra, no del todo conforme con sus preferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el dentista, libros que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desordenado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño preferiría no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y tormentos de amores más prolongados que el tiempo.

(p.71)

Luego de comer los sabrosos camarones, el viejo limpió prolijamente su placa dental y la guardó en el pañuelo. Acto seguido, despejó la mesa, arrojó los restos de comida por la ventana, abrió una botella de Frontera y se decidió por una de las novelas.

(p.81)

Sin pedir permiso a nadie entraron en la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en comprar el retrato que lo mostraba junto a Dolores del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retrato y lo metió en su mochila, dejándolo a cambio un puñado de billetes encima de la mesa (...).

En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.

(p.87)

El alcalde quiso agregar algo, mas al ver cómo los visitantes hacían un mohín de desprecio antes de emprender el regreso, se enfureció.

-El que se va a marchar eres tú, viejo de mierda.

-Yo estoy en mi casa.

-¿Ah, sí? ¿Nunca te has preguntado a quién pertenece el suelo en donde levantas tu inmunda covacha?

Antonio José Bolívar se sintió verdaderamente sorprendido con la pregunta. Alguna vez tuvo un papel que lo acreditaba como poseedor de dos hectáreas de tierra, pero estaban varias leguas río arriba.

(p.88)

Pero el gordo no se acercó a la choza. Quien sí lo hizo fue Ocenén Salmudio, un octogenario oriundo de Vilcabamba. El anciano le prodigaba simpatía por el hecho de ser ambos serranos (...)

-Algo me dice que no vino para hablarme de su nombre, paisano.

-No. Vengo a decirle que tenga cuidado. La Babosa le agarró tirria. Delante de mí les pidió a los gringos que cuando vuelvan a El Dorado hablen con el comisario para que éste le mande una pareja de rurales. Piensa botarle la casa, paisano (...).

Al poco rato lo visitó el gordo, en son de paz.

-Mira, viejo, hablando se entiende los cristianos. Lo que te dije es cierto. Tu casa se levanta en terrenos del Estado y no tienes derecho a seguir aquí. Es más, yo debería detenerte por ocupación ilegal, pero somos amigos, y, así como una mano lava a la otra y las dos lavan el culo, tenemos que ayudarnos.

(pp. 89-90)

Finalmente, el último escenario donde se desarrollan los acontecimientos de la historia es en la selva, es decir, fuera de El Idilio. Allí, Antonio José Bolívar pasa el tiempo con los shuar, caza y vive antes de llegar a El Idilio.

Su misión final, que es la de matar a la tigrilla, la desarrolla también en la selva. Cuando necesita dinero para marchar a El Dorado en busca de un libro que leer, recurre a la selva y a sus técnicas aprendidas con los shuar sobre ella, para conseguirlo. En ella cumple también misiones como la de rescatar los restos del norteamericano muerto.

Antonio José Bolívar al principio odiaba la selva después de la muerte de su mujer. Pero después comenzó a amarla y a conocerla mejor que ningún colono en El Idilio. Este sentimiento de Antonio José Bolívar hacia la selva es gracias a su convivencia con los shuar. Por ello, es necesario que hablemos de este lugar en el análisis del espacio.

Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva, como para poder odiarla (...)

Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños.

(pp. 44-45)

A los cinco años de estar allí, supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos secretos se encargaron de transmitirle el mensaje.

De los shuar aprendió a desplazarse por la selva pisando con todo el pie, con los ojos y los oídos atentos a todos los murmullos y sin dejar de balancear el machete en ningún momento (...).

(p.46)

Tanto los colonos como los buscadores de oro cometían toda clase de errores estúpidos en la selva. La depredaban sin consideración, y esto conseguía que algunas bestias se volvieran feroces.

A veces, por ganar unos metros de terreno plano talaban sin orden dejando aislada a una quebranta huesos, y ésta se desquitaba eliminándoles una acémila, o cometían la torpeza de atacar a los saínos en época de celo, lo que transformaba a los jabalíes en monstruos agresivos. Y estaban también los gringos venidos desde las instalaciones petroleras.

(pp. 59-60)

Llegaban en grupos bulliciosos portando armas suficientes para equipar a un batallón, y se lanzaban monte adentro dispuestos a acabar con todo lo que se moviera (...).

Antonio José Bolívar se ocupaba de mantenerlos a raya, en tanto los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto.

Pero los animales duraron poco. Las especies sobrevivientes se tornaron más astutas y, siguiendo el ejemplo de los shuar y otras culturas amazónicas, los animales también se internaron selva adentro, en un éxodo imprescindible hacia el oriente.

(p.60)

No le significó gran esfuerzo llegar hasta donde los norteamericanos habían acampado la primera noche, y abriéndose camino a machete alcanzó la cordillera del Yauambi, la selva alta, rica en frutos silvestres en la que varias colonias de monos establecían su territorio. Ahí, ni siquiera hubo de buscar un rastro. Los norteamericanos dejaron tal cantidad de objetos abandonados en su fuga, que le bastó con seguirlos para encontrar los restos de los desdichados.

(p.93)

Tenía que hacerse de lectura y para ellos precisaba salir de El Idilio. Tal vez no fuera necesario salir muy lejos, tal vez en El Dorado habría alguien que poseyera libros, y se estrujaba la cabeza pensando en cómo hacer para conseguirlos.

Cuando las lluvias amainaron y la selva se pobló de animales nuevos, abandonó la choza y, premunido de la escopeta, varios metros de cuerda y el machete conveniente afilado, se adentró en el monte.

Allí permaneció por casi dos semanas, en, los territorios de los animales apreciados por los hombres blancos.

(p.66)

Abandonaron la última casa de El Idilio y se internaron en la selva. Adentro llovía menos pero caían chorros más gruesos. La lluvia no conseguía traspasar el tupido techo vegetal. Se acumulaba las hojas y al ceder las ramas bajo el peso se precipitaba aromatizada por todas las especias.

Caminaban lento a causa del lodazal, de las ramas y plantas que cubrían con renovadas fuerzas el estrecho del sendero.

(pp. 96-97)

-Supongo que el puesto le dejaba alguna ganancia. ¿Saben qué hacía con el dinero? -intervino de nuevo el gordo.

-¿Dinero? Se lo jugaba a los naipes, dejando apenas lo necesario para reponer las mercancías. Aquí es así, por si todavía no lo sabe. Es la selva la que se nos mete adentro. Si no tenemos un punto fijo al que queremos llegar, damos vueltas y vueltas.

(p.109)

Al amanecer, aprovechando la mortecina luz filtrada por el techo selvático, salieron a rastreas las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de plantas aplastadas dejado por el animal. No se veían muestras de sangre en el follaje, y las huellas se perdían en la espesura del monte.

(p.116)

(...)Tenía que seguir lloviendo, de otra manera comenzaría la evaporación y la selva se sumiría en una niebla densa que le impediría respirar y ver más allá de su nariz.

De pronto, millones de agujas plateadas perforaron el techo selvático iluminando intensamente los lugares donde caían. Estaba justo bajo un claro de nubes, encandilado con los reflejos del sol cayendo sobre las plantas húmedas. Se frotó los ojos maldiciendo y, rodeado por cientos de efímeros arco iris, se apresuró en salir de allí antes que comenzara la temida evaporación.

(p.127)

capítulo v: el tiempo

El tiempo también es uno de los elementos más importantes del texto narrativo. Todo hecho narrado en un relato necesariamente tiene que estar ubicado en un tiempo determinado. Puede tratarse de meses, años, horas, una noche, un día...

1.- Tiempo externo.

Es la época histórica en la que suceden los hechos relatados. Esta novela no se muestra ningún indicio que nos señale en qué época histórica se desarrollan los acontecimientos. Aunque puede establecerse, aproximadamente, a mitad del siglo XX.

2.- TIEMPO INTERNO.

El tiempo de la historia, es decir, el tiempo que abarca la realidad contada, es de unas semanas, aproximadamente algo menos de un mes, sin contar el capítulo tercero y cuarto que se trataría de una retrospección en el tiempo.

Las campanadas del Sucre anunciando la partida les obligaron a despedirse.

El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quito la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho se dirigió a su choza.

(p.35)

Con las primeras sombras de la tarde se desató el diluvio y a los pocos minutos era imposible ver más allá de un brazo extendido. El viejo se tendió en la hamaca esperando la llegada del sueño, mecido por el violento y monocorde murmullo del agua omnipresente.

(p.73)

Así lo hizo esa mañana. Se desnudó, se ató a la cintura una cuerda cuyo otro extremo estaba firmemente atado a un pilote, no fue la cosa que llegara una crecida súbdita o un tronco a la deriva, y con el agua en las tetillas se sumergió.

(p.75)

Al caer la hora de la siesta había leído y reflexionado unas cuatro páginas, y estaba molesto ante su incapacidad de imaginar Venecia con los rasgos adjudicados a otras ciudades también descubiertas en novelas.

(p.83)

En medio de tales pensamientos lo envolvió el sopor de las dos de la tarde y se tendió en la hamaca sonriendo socarronamente al imaginar personas que abrían las puertas de sus casas y caían a un río apenas daban el primer paso.

Por la tarde, luego de darse una buena panzada de camarones, se dispuso a continuar la lectura, y se aprestaba a hacerlo cuando un griterío lo distrajo obligándolo a asomar la cabeza al aguacero.

(pp. 83-84)

La acémila llegó ensillada, y eso aseguraba que el jinete debía estar en alguna parte.

El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el puesto de Miranda y encargó a dos hombres que faenaran el animal.

(p.85)

El grupo de hombres se reunió con las primeras difusas luces del alba adivinada sobre los nubarrones. De uno en uno llegaron dando saltos por el sendero enlodado, descalzos y con los pantalones subidos hasta la rodillas.

(p.95)

Alas cinco horas de caminata habían avanzado algo más de un kilómetro. La marcha se interrumpió repetidamente por causa de las botas del gordo (…)

(p.97)

a media tarde nuevos y gruesos nubarrones se condensaron en el cielo. No podían verlos pero los adivinaban en la oscuridad, que volvía impenetrable la selva (…).

El cansancio de la caminata se adueño pronto de los hombres. Dormían encogidos, abrazándose las piernas y cubriéndose los rostros con sombras. Sus respiraciones tranquilas no interrumpían el ruido de la selva.

(pp. 100-101)

El alcalde imitó al resto del grupo sacándose los apestosos excrementos. Al terminar, ya tenían luminosidad suficiente para continuar la marcha.

Caminaron tres horas, siempre hacia el oriente, sorteando riachuelos crecidos, quebradas, claros de selva que cruzaban mirando al cielo con la boca abierta para recibir el agua fresca, y al arribar a una laguna hicieron alto para comer algo.

(pp. 105-106)

Pasado el medio día, vieron el desteñido letrero de Alkasetzer identificando el puesto de Miranda. Era un rectángulo de latón azul con caracteres casi elegibles que el puestero había clavado muy arriba del árbol junto al que se eleva su choza.

(p.107)

El resto de la tarde lo ocuparon con los muertos (…).

Regresaron al puesto cuando la oscuridad se adueñó de la selva y el gordo dispuso las guardias (…).

Antes de dormir cocinaron arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura postiza antes de guardarla en el pañuelo. Sus acompañantes le vieron dudar un momento, y se sorprendieron al verlo acomodándose la placa nuevamente.

(p.111)

Al amanecer, aprovechando la mortecina luz filtrada por el techo selvático, salieron a rastrear las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de plantas aplastadas dejando por el animal no se veían muestras de sangre en el follaje, y las huellas se perdían en la espesura del monte.

(p.116)

¿De dónde vienen todos estos pensamientos? Vamos, Antonio José Bolívar. Viejo. ¿Bajo qué planta se esconden y atacan? ¿Será qué el miedo te ha encontrado ya nada puedes hacer para esconderte? Si es así, entonces los ojos del miedo pueden verte, de la misma manera como tú vez las luces del amanecer entrando por los resquicios de caña.

(pp. 124-125)

3.- Ordenación temporal de los acontecimientos

El orden temporal de los acontecimientos del relato es orden retrospectivo, ya que los capítulos tercero y cuarto son en su totalidad saltos retrospectivos en el tiempo.

En ellos se relata la vida anterior de Antonio José Bolívar antes de llegar a El Idilio: cómo conoce a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, por qué se marchan a El Idilio, la muerte de su esposa, su llegada a la comunidad shuar, cómo conoce a su compadre Nushiño, el rito de iniciación, la muerte de éste que provoca su expulsión, la vuelta a El Idilio, cómo descubre que sabe leer, cómo consigue su primer libro…

En los capítulos sexto, séptimo y octavo se introducen en algunos episodios saltos temporales hacia el pasado en los que el viejo recuerda ciertos acontecimientos de su vida: el altercado con el alcalde y los norteamericanos, el recuerdo de la advertencia de los shuar con los peces de río, un enfrentamiento con un tigre…

Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenía trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrados dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.

(p.39)

Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas escopetas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos (…).

Aislados por las lluvias por eso vendavales que no conocían, se consumían en la desesperación de saberse condenados a espera un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.

(p.42)

Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se deslizaran ladera abajo con el primer aguacero.

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria.

(pp. 43-44)

Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que habría de precipitar su partida.

Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.

(pp. .53-54)

Antonio José Bolívar se quedó con todo el tiempo para sí mismo, y descubrió que sabía leer al mismo tiempo que se le pudrían los dientes.

(p.60)

El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del muelle lo reconocieron por la boca. (...)

Antonio José Bolívar Proaño se inclinó junto al muerto sin dejar de pensar en los camarones que había dejado prisioneros Abrió la herida del cuello, examinó los desgarros de los brazos, para asentir finalmente con un movimiento de cabeza.

(pp. 76-77)

Los machetes actuaron certeros bajo la lluvia. Entraban en las carnes famélicas, salían ensangrentados y, al disponerse a caer de nuevo, venciendo la resistencia de algún hueso, estaban impecablemente lavados por el aguacero.

La carne troceada fue llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la repartió entre los presentes.

(p.85)

No le llevó mucho tiempo dar con un terreno plano. Lo recorrió midiéndolo por pasos y con la hoja del machete palpó la textura de las vegetaciones. De pronto, el machete le devolvió un sonido metálico y el viejo respiró satisfecho. Regresó hasta el grupo orientándose por el olor a tabaco y les comunicó que había encontrado un lugar para pasar la noche.

(p.100)

De afuera llegó el tenue ruido de un cuerpo moviéndose con sigilo. Las pisadas no producían sonidos, pero aquel cuerpo se pegaba a los arbustos bajos y a las plantas. Al hacerlo detuve el chorrear del agua, y cuando avanzaba, el agua detenida caía con renovada abundancia.

(p.115)

Llegó a un antiguo terreno desbrozado que le permitió ganar tiempo y lo atravesó con el arma pegado al pecho. Con su suerte alcanzaría la orilla del río antes que la hembra descubriera su maniobra evasora. Sabía que no lejos de allí encontraría un campamento abandonado a buscadores de oro en el que podía refugiarse.

(p.129)

Una fuerza desconocida le obligó a esperar a que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo. Entonces apretó los gatillos y el animal se detuvo en el aire, quebró el cuerpo a costado y cayó pesadamente con el pecho abierto por la doble perdigonada. (...)

El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.

(p.136)

4.- manipulación del tiempo del discurso.

4.1.- pausas

Hay dos tipos de pausas. Cuando se interrumpe el relato para introducir una secuencia descriptiva se tratará de una pausa descriptiva, normalmente se producen cuando el narrador introduce algún personaje.

Cuando se introduce alguna reflexión de los acontecimientos se produce una pausa digresiva. Generalmente este tipo de pausas se presentan cuando Antonio José Bolívar recuerda y anhela su vida anterior con los shuar.

El doctor Rubicundo Loachamín odiaba al Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo que sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.

(p.14)

El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuerzo de unos hombres fornidos que componían la tripulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diésel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado.

(p.15)

Los jíbaros. Indígenas rechazados por su propio pueblo, el shuar, por considerarlos envilecidos con las costumbres de los “apaches”, de los blancos.

Los jíbaros, vestidos con harapos de blanco, aceptaban sin protestas el mote-nombre endilgado por los conquistadores españoles.

(p.17)

El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso. (...)

Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperadamente.

(p.23)

Pensaba en que haría el ridículo entrando en una librería de Guayaquil para pedir: “deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor y con final feliz”. Lo tomarían como un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón.

(p.33)

El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.

(p.38)

La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se emboscan el tábano de la soledad.

(p.38)

(...), hasta que la salvación les vino con el apreciamiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano.

(p.43)

Luego de cinco días de navegación, arribó a El Idilio. El lugar estaba cambiado. Una veintena de casa se ordenaba formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor enseñaba en el frontis un rótulo amarillo con la palabra ALCALDÍA.

(p.59)

El Dorado no era, en ningún caso, una ciudad grande. Tenía un centenar de viviendas, la mayoría de ellas alineadas frente al río, y su importancia radicaba en el cuartel de policía, en un par de oficinas del gobierno, en una iglesia, y en una escuela pública poco concurrida.

(p.69)

Era Napoleón Salinas, un buscador de oro al que la tarde anterior había atendido el dentista. Salinas era uno de los pocos individuos que no sacaban los dientes podridos y prefería que se los parcharan con pedazos de oro. Tenía la boca llena de oro y ahora enseñaba los dientes en una sonrisa que no provocaba admiración, mientras la lluvia le alisaba los cabellos.

(p.77)

El alcalde deseaba zafarse de él. Con sus respuestas agudas hería sus principios de animal autoritario, y había dado con una fórmula elegante de quitárselo de encima.

Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara el gordo sudoroso. Tampoco le importaba la recompensa ofrecida. Otras ideas viajaban por su mente.

Algo le decía que el animal no estaba lejos. Tal vez los miraba en esos momentos y recién empezaba a preguntarse por qué ninguna de las víctimas le molestaba. Posiblemente su vida pasada entre los shuar le permitía ver un acto de justicia en esas muertes. Un cruento, pero ineludible, ojo por ojo.

(p.117)

Vamos viendo, Antonio José Bolívar. ¿Qué te pasa?

No es la primera vez que te enfrentas a una bestia enloquecida. ¿Qué es lo que te impacienta? ¿La espera? ¿Preferirías verla aparecer ahora mismo derribando la puerta y tener un desenlace rápido? No ocurrirá.

(p.119)

Fue una lucha digna. ¿Lo recuerdas, viejo? Esperaba sin mover un músculo, dándote manotazos de vez en cuando para ahuyentar el sueño. Tres días de espera, hasta que el tigrillo se sintió seguro y se lanzó al ataque. Fue un buen truco ése de esperar tendido en el suelo y con el arma percutada.

(p.123)

¿De donde vienen todos estos pensamientos? Vamos, Antonio José Bolívar. Viejo. ¿Bajo qué planta se esconden y atacan? ¿Será que el miedo te ha encornado y ya nada puedes hacer para esconderte? Si es así, entonces los ojos del miedo pueden verte, (…).

(p.125)

4.2.- elípsis

Si el autor introduce saltos temporales, al considerar que lo que ocurre entre dos acontecimientos señalados o importantes no tiene relevancia, está produciendo una elipsis. Ni siquiera presenta un resumen de esos hechos no fundamentales.

En un viejo que leía novelas de amor las principales elipsis se encuentran en los capítulos tercero y cuarto cuando el viejo recuerda su vida y prescinde de algunos acontecimientos no relevantes para la historia.

Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraban eran los comentarios que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

(pp. 39-40)

Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron uno pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.

(p.39)

A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos se encargaron de transmitirle el mensaje.

(p.46)

Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. También le llegaba el momento de marcharse. (...)

Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que habría de precipitar su partida.

(p.53)

Luego de cinco días de navegación, arribó a El Idilio. El lugar estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaban formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor enseñaba en el frontis un rótulo amarillo con la palabra ALCALDÍA.

(P.59)

Cierto día, junto a las cajas de cerveza y a las bombonas de gas, el Sucre desembarcó a un aburrido clérigo, enviado por las autoridades eclesiásticas con la misión de bautizar niños y terminar con los concubinatos.

(p.63)

Fue una lucha digna. ¿Lo recuerdas, viejo? Esperabas sin mover un músculo, dándote manotazos de vez en cuando para ahuyentar el sueño. Tres días de espera, hasta que el tigrillo se sintió seguro y se lanzó al ataque. Fue un buen truco ése de esperar tendido en el suelo y con el arma percatada.

(p.123)

4.3.- resumen

El resumen se da cuando se cuenta en unas pocas líneas lo que ha sucedido en un periodo muy largo de tiempo. Es decir, resume el tiempo de la historia.

El resumen más importante de la novela se encuentra en el capítulo tercero y cuarto, ya que en esos dos capítulos cuenta lo que ha sucedido en unos, aproximadamente, cincuenta años.

Se conocieron en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.

(p.39)

El matrimonio de niños vivió los tres primeros años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar a favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.

(p.39)

Llegar hasta el puerto de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminando, cruzando ciudades como Zamora o Loja, de donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Ayahualpa.

(p.41)

Luego de otra semana, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río (…).

(p.41)

Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de altísimas fiebres, consumida hasta los huesos por la malaria.

(p.44)

Las estaciones de lluvias y de bonanza se sucedían. Entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario homenaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaban los annets, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los deseos de una paz duradera.

(p.51)

Tres días se quedó el fraile en El Idilio, sin encontrar a nadie dispuesto a llevarlo a los caseríos de los colonos. Al fin, aburrido ante la indiferencia de la clientela, se sentó en el muelle esperando a que el barco lo sacara de allí.

(p.63)

Allí permaneció por casi dos semanas, en los territorios de los animales apreciados por los hombres blancos.

(p.66)

Fueron cinco meses durante los cuales formó, pulió sus preferencias de lector, al mismo tiempo que se llenaba de dudas y respuestas.

(p.70)

capítulo VI: ESTRUCTURA

1.- eSTRUCTURA INTERNA

Como cualquier texto narrativo puede dividirse en las siguientes partes: planteamiento o marco, complicación o nudo y desenlace.

1.1.- Planteamiento.

Sirve para introducir a los personajes el espacio, el tiempo y los acontecimientos que conducen al conflicto, es decir, presenta la situación inicial exenta de ningún tipo de complicación o problema.

El planteamiento de esta novela comprende los cuatro primeros capítulos y las primeras páginas del quinto hasta que aparece el segundo hombre muerto en una canoa.

Se presenta al dentista, al alcalde, a Antonio José Bolívar, a los shuar, a Nushiño, El Idilio, la selva, la vida anterior a Antonio José Bolívar, y por último, el problema que originará todos los sucesivos acontecimientos, es decir, la aparición de los dos cadáveres a los que mata el animal.

El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que adornaban el frontis de la alcaldía.

Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaba en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.

(p.13)

Los únicos personajes sonrientes en las cercanías de la consulta eran los jíbaros mirando acuclillados.

Los jíbaros, indígenas rechazado por su propio pueblo, el shuar, por considerarlos envilecidos y degenerados con las costumbres de los “apaches”, de los blancos.

(p.17)

El dentista suspiró luego de atender al último sufriente. Envolvió las prótesis que no encontraron interesados en el tapete cardenalicio, y mientras desinfectaba los instrumentos vio pasar la anoa de un shuar (...).

El patrón y el shuar pasaron por su lado rumbo a la alcaldía.

-Tenemos que esperar, doctor. Traen a un gringo muerto.

(p.18)

El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.

Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas piso tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.

(p.23)

El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello. Estrujándolo, ordenó subir al cadáver.

Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de contextura fuerte.

-¿Dónde lo encontraron?

Los shuar se miraron entre sí, dudando entre responder o no hacerlo (...).

-Ustedes lo mataron.

Los shuar retrocedieron.

(p.25)

-No lo crea. A veces me entran ganas de casarme de nuevo. A lo mejor en una de ésas lo sorprendo pidiéndole que sea mi padrino.

-Entre nosotros, ¿cuántos años tienes, Antonio José Bolívar?

-Demasiado. Unos sesenta, según los papeles, pero, si tomamos en cuenta que me inscribieron cuando ya caminaba, digamos que voy para los setenta.

(p.35)

Antonio José Bolívar sabía leer, pero no escribir.

(...)Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible.

(pp. 37-38)

Antonio José Bolívar Proaño dormía poco. A lo más, cinco horas por la noche y dos a la hora de la siesta. Con eso le bastaba. El resto del tiempo lo dedicaba a las novelas, a divagar acerca de los misterios del amor y a imaginarse los lugares donde acontecían las historias.

(p.73)

En la estación de las lluvias las noches se prolongaban y se daba el gusto de quedarse en la hamaca hasta que los deseos de orinar o el hambre lo impulsaban a abandonarla.

Lo mejor de la estación de las lluvias era que bastaba con bajar al río, sumergirse, mover unas piedras, hurgar en el lecho fangoso, y ya se disponía de una docena de camarones gordos para el desayuno.

(p.75)

1.2.- Nudo.

Comprende todo el desarrollo, todos aquellos acontecimientos que nos llevan al desenlace. Aquí los personajes desarrollan toda su acción y se rompe con la situación inicial de equilibrio.

El nudo de Un viejo que leía novelas de amor abarca desde la llegada del segundo muerto en una canoa hasta en el mismo instante en el capítulo octavo en el que el animal se abalanza sobre el viejo.

Aquí nos cuenta la preparación de la marcha tras aparecer la mula de Miranda herida, lo que le sucede al grupo de hombres, al alcalde y a Antonio José Bolívar antes de llegar al puesto de Miranda en la selva, cómo abandonan los hombres y el alcalde al viejo para que éste matara a la gata y el duelo de Antonio José Bolívar con la tigrilla.

-¿Qué demonios pasa? -gritó el alcalde acercándose a la orilla.

Por toda respuesta le indicaron la canoa atada a uno de los pilares (...). A bordo se mecía el cuerpo de un individuo con la garganta destrozada y los brazos desgarrados. Las manos, asomadas a los costados de la embarcación, mostraban los dedos mordisqueados por los peces, y no tenía ojos (...).

El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del muelle lo reconocieron por la boca.

(p.76)

Por el sendero corría una acémila enloquecida entre estremecedores rebuznos, y lanzando coces a quien intentaba detenerla. Picado por la curiosidad, se echó un manto de plástico sobre los hombros y salió a ver qué ocurría (...).

El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el tiro de gracia. El animal recibió el impacto, lanzó un par de patadas al aire y se quedó quieto.

(p.84)

Para avanzar mejor se dividieron. Adelante, dos hombres abrían camino a machete, en medio iba el alcalde respirando agitadamente, mojado por dentro y por fuera, y detrás los dos hombres restantes cerraban la marcha desmochando los vegetales escapados a los macheteros de vanguardia.

(p.97)

Lástima no poder hacer una fogata. Estaríamos más seguros junto a un buen fuego -se quejó el alcalde.

-Es mejor así -opinó uno de los hombres.

-No me gusta esto. No me gusta la oscuridad. Bástalos salvajes se protegen con el fuego -alegó el gordo. (...)

(...), tras una breve consulta acordaron los turnos de guardia. El viejo sería el primero y se encargaría de despertar a su relevo.

(p.101)

-Callado. Callado.

-¿Qué será?

-No sé. Pero es bastante pesado. Despierta a los otros sin hacer ruido.

El hombre no alcanzó a levantarse y ambos se vieron atacados por un destello de plata que hería la vegetación húmeda aumentando el efecto enceguecedor.

Era el alcalde, alarmado por el ruido, y se acercaba con la linterna encendida.

(p.104)

Pasado el mediodía, vieron el desteñido letrero de Alkasetzer identificando el puesto de Miranda. Era un rectángulo de latón azul con caracteres casi ilegibles que el puestero había clavado muy arriba del árbol junto al que se elevaba su choza.

(p.107)

El resto de la tarde lo ocuparon con los muertos.

Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar en la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ataron cuatro grandes piedras a las puntas.

Arrastraron el bulto hasta una ciénaga cercana, lo alzaron, lo mecieron tomando impulso y lo lanzaron entre los juncos y rosas de pantano. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando vegetales y sorprendidos sapos en su descenso.

(p.111)

-No tan rápido, compadre -dijo una voz.

El viejo levantó la vista. Lo rodeaban los tres hombres. El alcalde reposaba alejado, tendido sobre un hato de costales.

-Hay palabras que no conozco -señaló el que había hablado. (...)

El viejo se entregó entonces a una explicación, a su manera, de los términos desconocidos.

(p.113)

Hagamos un trato, Antonio José Bolívar. Tú eres el más veterano en el monte. Lo conoces mejor que a ti mismo. Nosotros sólo te servimos de estorbo, viejo. Rastréala y mátala. El Estado te pagará cinco mil sucres si lo consigues. Te quedas aquí y lo haces como te dé la gana. Entretanto, nosotros nos regresamos a proteger el poblado. Cinco mil sucres. ¿Quién dices? (...)

-Conforme. Pero me dejan cigarros, cerillas y otra proporción de cartuchos.

(pp. 117-118)

Ela hembra se dejó de ver varias veces, siempre moviéndose en una trayectoria norte-sur.

El viejo la miraba estudiándola. Seguía los movimientos del animal para descubrir en qué punto de la espesura realizaba el giro que le permitía volver el mismo punto del norte a recomenzar el paseo provocativo.

(p.128)

Esperó a que la hembra terminase con uno de los desplazamientos hacia el sur y diera el rodeo que la regresaba al punto de partida. Entonces, a toda carrera se lanzó en pos del río (...).

Se alegró al escuchar la crecida. El río estaba cerca. No le quedaba más que bajar una pendiente de unos quince metros cubierta de helechos para alcanzar la ribera, cuando el animal lo atacó.

(p.129)

Al incorporarse, la herida le produjo un dolor enorme, y el animal, sorprendido se tendió sobre las piedras calculando el ataque.

-Aquí estoy. Terminemos este maldito juego de una vez por todas.

Se escuchó gritando con una voz desconocida, y sin estar seguro de haberlo hecho en shuar o en castellano, la vio correr por la playa como a una saeta moteada, sin hacer caso de la pata herida.

El viejo se hincó, y el animal, unos cinco metros antes del choque, dio el prodigioso salto mostrando las garras y los colmillos.

(p.135)

1.3.- desenlace.

Se vuelve a la situación de equilibrio, la situación final. Aquí tienen lugar las consecuencias de las acciones de los personajes que han llevado a cabo en el nudo.

Abarca desde el mismo momento en el que, como consecuencia del duelo anterior, dispara a la tigrilla y muere el animal, con la vuelta de Antonio José Bolívar a El Idilio para leer tranquilamente en su choza sus novelas de amor para olvidar con ellas todo lo sucedido.

Una fuerza desconocida le obligó a esperar a que la hembra alcanzara la cumbre de su vuelo. Entonces apretó los gatillos y el animal se detuvo en el aire, quebró el cuerpo a un costado y cayó pesadamente con el pecho abierto por la doble perdigonada.

(pp. 135-136)

Antonio José Bolívar se incorporó lentamente. Se acercó al animal muerto y se estremeció al ver que la doble carga la había destrozado. El pecho era un cardenal gigantesco y por la espalda asomaban restos de tripas y pulmones deshechos.

Era más grande de lo que había pensado al verla por primera vez. Flaca y todo, era un animal soberbio, hermoso, una obra maestra de gallardía imposible de reproducir ni con el pensamiento.

(p.136)

El viejo la acarició, ignorando el dolor del pie herido, y lloró avergonzado, sintiéndose indigno, envilecido, en ningún caso vencedor de esa batalla.

(p.136)

Con los ojos nublados de lágrimas y lluvia, empujó el cuerpo del animal hasta la orilla del río, y las aguas se lo llevaron selva adentro, hasta los territorios jamás profanados por el hombre blanco, hasta el encuentro con el Amazonas, hacia los rápidos donde sería destrozado por puñales de piedras, a salvo para siempre de las indignas alimañas.

Enseguida arrojó con furia la escopeta y la vio hundirse sin gloria. Bestia de metal indeseada por todas las criaturas.

(p.136)

Antonio José Bolívar se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonía, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.

(pp. 136-137)

2.- Estructura externa.

El orden que siguen es cronológico, es decir, se sigue el orden de planteamiento-nudo- desenlace. Como bien hemos indicado anteriormente, primero nos “plantea” la situación el espacio, el tiempo, la presentación de los personajes, y los acontecimientos que conducen al conflicto (el planteamiento). Después sucede toda la acción (el nudo) y finalmente la novela acaba con el desenlace.

No podemos tener en cuenta los capítulos tercero y cuarto, ya que esta retrospección no forma parte de la historia principal. Son sólo dos capítulos que forman parte del planteamiento porque en ellos se nos está presentando a Antonio José Bolívar, es decir, nos aclara su vida y las circunstancias que le han hecho ser de ese modo.

Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.

(p.13)

El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.

(p.15)

-No. Shuar no matando -se atrevió a repetir el que había hablado.

El alcalde lo hizo callar propinándole un golpe con la empuñadura del arma.

Un delgado hilillo de sangre brotó de la frente del shuar.

-A mí no vienen a vender por cojudo. Ustedes lo mataron. Andando. En la alcaldía van a decirme los motivos. Muévanse salvajes. Y usted, capitán, prepárese a llevar dos prisioneros en el barco.

(p.26)

Antonio José Bolívar sabía leer, pero no escribir.

A lo sumo conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales cosas sucedían muy esporádicamente casi lo había olvidado.

(p.37)

(...), hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.

Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarle s una mano.

(p.43)

Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que se envejecía al errar un tiro de cerbatana. También le llegaba el momento de marcharse.

Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste.

(p.53)

-¡Una canoa! ¡Viene una canoa!

Agudizó la vista tratando descubrir la embarcación, mas la lluvia no permitía ver nada. El manto de agua caía sin descanso perforando la superficie del río, con tal intensidad que ni siquiera alcanzaban a formarse aureolas.

(pp. 75-76)

Por el sendero corría una acémila enloquecida entre estremecedores rebuznos, y lanzando coces a quienes intentaban detenerla. Picado por la curiosidad, se echó un manto de plástico sobre los hombros y salió a ver qué ocurría (...).

El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el tiro de gracia. El animal recibió el impacto, lanzó un par de coces al aire y se quedó quieto.

-Es la acémila de Alkasetzer Miranda -dijo alguien.

(p.84)

De pronto el gordo perdió una de las botas (...).

-La bota. Búsqueme la bota -mandó.

-Le dijimos que iban a estorbarle. Ya no aparece más. Camine como nosotros, pisando las ramas caídas. Descalzo va mucho más cómodo y avanzamos mejor.

El alcalde, furioso, se hincó y trató de apartar porciones de lodo con las manos (...).

-En su lugar, no haría eso. Vaya uno a saber qué bicharracos estarán durmiendo felices allá abajo -comentó uno.

(p.98)

-Le dije que apague esa mierda. -El viajo le botó la linterna de un manotazo.

-Qué te has creído...

Las palabras del gordo fueron ahogadas por un intenso batir de alas y una cascada fétida cayó sobre el grupo.

(p.104)

Las horas pasaron y cuando la luz disminuyó supo que el juego del animal no consistía en empujarlo hasta el oriente. Lo quería ahí, en ese sitio, y esperaban la oscuridad para atacarlo.

El viejo calculó que disponía de una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse, alcanzar la orilla del río y buscar un lugar seguro.

(p.129)

Contuvo la respiración para saber qué ocurría.

No. No permanecía en el mundo de los sueños. La hembra estaba efectivamente arriba, paseándose, y como la madera era muy lisa, pulida por el agua incesante. El animal se valía de las garras para sujetarse caminando de proa a popa, entregándole el cercano sonido de su respiración ansiosa.

(p.133)

Alzó la cabeza con la escopeta pegada al pecho y disparó.

Pudo ver la sangre saltando de la pata del animal, al mismo tiempo que un intenso dolor en el pie derecho le indicaba que calculó mal la abertura de las piernas, y varios perdigones le habían penetrado en el empeine.

(p.135)

capítulo vii: las formas narrativas.

1.- discurso narrativizado

Las acciones de los personajes, o incluso sus diálogos son contadas por el narrador. Los personajes no expresan directamente sus palabras, forman parte de la narración. Se caracteriza por la ausencia de diálogo y los verbos en tercera persona. Sobre todo se utiliza para incluir fragmentos descriptivos y expositivos.

Normalmente el narrador recurre a este tipo de discurso en los resúmenes, cuando presenta a algún personaje o cuando simplemente no desea reproducir las acciones de los personajes mediante el diálogo, convirtiendo sus palabras en acciones.

Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúnidos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes.

(p.14)

Despotricando contra el Gobierna, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente.

(p.15)

El hombre abrió la boca y el dentista hizo un nuevo recuento. Eran quince dientes, y, al decírselo, el desafiante formó una hilera de pepitas de oro sobre el tapete cardenalicio de las prótesis. Una por cada diente, y los apostadores, a favor o en contra, cubrieron las apuestas con otras pepitas doradas. El número aumentaba considerablemente a partir de la quinta.

(p.21)

Un reloj de pulsera, una brújula, una cartera con dinero, un mechero de bencina, un cuchillo de caza, una cadena de plata con la figura de una cabeza de caballo. El viejo le habló en su idioma a uno de los shuar y el indígena saltó a la canoa para entregarle una mochila de lona verde.

(p.28)

Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en tormo a la eterna fogata de tres palos.

(p.45)

Durante la convalecencia le prohibieron alejarse del caserío, y las mujeres se mostraron rigurosas con el tratamiento para lavar el cuerpo.

(p.47)

Durante la travesía charló con el doctor Rubicundo Loachamín y lo puso al tanto de las razones de su viaje. El dentista lo escuchaba divertido.

(p.69)

Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en comprar el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación de Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retrato y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado de billetes encima de la mesa.

(p.87)

El alcalde ordenó a su mujer servirles café y patacones de banano verde, en tanto él repartía cartuchos para las escopetas. Tres cargas dobles para cada uno, además de un atado de cigarros, cerillas y una botella de Frontera por nuca.

(p.95)

Los hombres secundaron las palabras del viejo y, tras una breve consulta, acordaron los turnos de guardia. El viejo haría el primero y se encargaría de despertar a su relevo.

(p.101)

Los demás se hacían preguntas similares.

El alcalde se despojó del impermeable de hule y una cascada de sudor contenido le mojó hasta los pies. Mirando al muerto, fumaron, bebieron, uno se entregó a la reparación de la hornilla, y, autorizados por el gordo, abrieron unas latas de sardinas.

(p.108)

2.- discurso citado.

Son las palabras expresadas textualmente por ese personaje. El narrador las aprovecha y las incorpora al relato, ya puede ser de forma directa (con los diálogos) o de forma indirecta (reproduce sus palabras pero no en boca de los personajes, no usa diálogos).

Son usadas cuando el narrador considera que el suceso tiene relevancia para la historia y deja que los personajes lo desarrollen.

Fundamentalmente, el estilo directo es el más utilizado, porque incluye el tono con el que el personaje dice esas palabras, ayudando a interpretar mejor su intención comunicativa.

ESTILO INDIRECTO:

Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas.

Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.

(p.32)

Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borrachera colectiva que ocurría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que el aguardiente de caña, el “puro” salido de cuerpos generosos de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.

(p.40)

El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.

(p.33)

Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtiéndoles que todo eso era en vano.

(p.43)

Por esa razón debía marcharse cada cierto tiempo, porque -le explicaban- era bueno que no fuera uno de ellos. Deseaba verlo, tenerlo, y también deseaban sentir su ausencia, la tristeza de no poder hablarle, y el vuelco jubiloso en el corazón al verle aparecer de nuevo.

(p.51)

El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del muelle lo reconocieron.

(pp. 76-77)

El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el puesto de Miranda, y encargó a dos hombres que faenaran el animal.

(p.85)

Los intrusos entendían el castellano, y no precisaron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, arguyó que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especialmente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de proporcionárselos.

(p.87)

ESTILO DIRECTO:

-Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta?

-Me aprieta. No puedo cerrar la boca.

-¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, pruébala otra.

-Me viene suelta. Se me va a caer si estornudo.

-Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca.

(pp. 15-16)

-Venga. Creo que me gané un trago.

-Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.

-¿Siempre me llevas la cuenta?

-Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otros. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?

(pp. 19-20?

-¿Son tristes? -preguntaba el viejo.

-Para llorar a mares -aseguraba el dentista.

-¿Con gentes que se aman de veras?

-Como nadie ha amado jamás.

-¿Sufren mucho?

Casi no pude soportarlo -respondía el dentista.

(p.32)

-¿Tú lees? -preguntó.

-Si. Pero despacito -contestó la mujer.

-¿Y cuáles son los libros que más te gustan?

-Las novelas de amor -respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar.

(p.33)

-Allá, de donde vienes, ¿cómo es?

-Frío. Las mañanas y las tardes son muy heladas. Hay que usar lonchos largos, de lana y sombreros.

-Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho.

-No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos bañarnos como ustedes, cuando quieren.

(p.45)

-¿Sabes leer? -le preguntaron.

-No me acuerdo.

-a ver. ¿Qué dice aquí? (...)

-El se-ñor-señor-can-di-da-to-candidato.

-¿Sabes?, tienes derecho a voto.

(pp. 62-63)

-¿Cómo son los libros de amor?

-De eso me temo que no puedo hablarte. No he leído más que un par.

-No me importa. ¿Cómo son?

-Bueno, cuentan la historia de dos personas que se conocen, se aman y luchan por vencer las dificultades que les impiden ser felices.

(p.65)

-El caso es que si uno navega y lo sorprende la noche, ¿a cuál lado se arrima para pernoctar

-Al más seguro. Al nuestro -respondió el gordo.

-Usted lo ha dicho, excelencia. Al nuestro. Siempre se busca este lado, porque, si en una de esas se pierde la canoa, queda el recurso de regresar al poblado abriéndose sendero a machete. Eso mismo pensó el pobre Salinas.

(p.79)

-¿Cómo así, paisano?

-Pero sí. Onece´n es el nombre de un santo de los gringos. Aparece en sus moneditas y se escribe separado con una letra “te” al final. One cent.

-Algo me dice que no vino para hablarme de su nombre, paisano.

-No. Vengo a decirle que tenga cuidado. La Babosa le agarró tirria. Delante de mí les pidió a los gringos que cuando vuelvan a El Dorado hablen con el comisario para que le envíe una pareja de rurales. Piensa botarle la casa, paisano.

-Tengo munición para todos -aseguró sin convencimiento. Y en las noches siguientes no concilió el sueño.

(pp. 89-90)

-Monten las escopetas. Más vale andar preparados -ordenó el gordo.

-¿Para qué? Es mejor llevar los cartuchos secos en las bolsas.

-Yo soy quien da las órdenes aquí.

-A su orden, excelencia. Total, los cartuchos son del Estado.

(p.97)

conclusiones

Tras el correspondiente análisis de todos los elementos narrativos de la novela Un viejo que leía novelas de amor, hemos podido sacar nuestras propias conclusiones acerca de la obra.

Lo más importante que debemos destacar de ella es la lección moral que nos ha transmitido, que, aunque no se exprese directamente, nosotras hemos captado y comprendido.

Creemos que lo que Luis Sepúlveda intenta comunicar en él es que el hombre blanco no es siempre el que lo sabe todo, aunque su entorno sea más desarrollado técnicamente que el indígena. En este libro el alcalde, los gringos, los buscadores de oro, los norteamericanos... provienen de culturas más civilizadas que, por ejemplo, la de los shuar. Si embargo hay que tener en cuenta que estos personajes desarrollan sus acciones en la selva, es decir, fuera de su entorno civilizado.

¿Quiénes son los salvajes: los shuar o los hombres blancos que destruye mirando sólo en su interés todo lo que encuentra a su paso? Tan superiores se creen que aquí son los más ignorantes de todos. Ellos piensan que los lugareños e indígenas, por no ser cultos o no haber recibido la educación, saben todo acerca del mundo. Sin embargo en la selva son unos completos desconocidos y los cultos resultan ser los que ellos llaman salvajes.

El libro puede ser una crítica hacia aquellos que arrasan con la naturaleza sin pensar en las consecuencias que pueda tener su acción o sin ningún tipo de remordimiento de conciencia. Sólo sus intereses los mueven llegando a cometer verdaderas brutalidades.

A este último punto hace referencia el final del libro:

(...) y sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonía, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza, y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.


bibliografía

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Un viejo que leía novelas de amor - Estudio de la obra.

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