Filosofía y Ciencia


Rousseau


1. Rousseau, o el discreto encanto del Contrato Social

En el agitado borde entre el siglo XVIII y el XIX, en el marco de una sociedad que asistía a la disolución del antiguo régimen sin que lo nuevo acabara de nacer, circulaban toda clase de escritos y panfletos propios de una filosofía que buscaba en la tierra y no en el cielo los objetos de su reflexión. Jean Jacques Rousseau - nacido en Ginebra en 1712 y muerto en Ermenonville, Francia, en 1778 - forma parte de la plétora de intelectuales ligados a la Ilustración francesa, que incluía entre otros significativos a los enciclopedistas Diderot y D'Alembert, el propio Voltaire y el filósofo y defensor del ingreso de las mujeres al derecho de ciudadanía Antoine Marie de Condorcet. Rousseau logra sintetizar con claridad las articulaciones posibles entre política, educación y subjetividad nacidas de los conflictos de un tiempo en el que, todo ha sido discutido, analizado, removido, desde los principios de las ciencias hasta los fundamentos de la religión revelada, desde los problemas de la metafísica hasta los del gusto, desde la música hasta la moral, desde las cuestiones teológicas hasta las de la economía y el comercio, desde la política hasta el derecho de gentes y el civil” Los tiempos luminosos de la Ilustración habían puesto a políticos, filósofos y literatos de la época ante la necesidad de enfrentarse a una serie de procesos sociales que desembocarían en el estallido revolucionario de 1789. Los ilustrados se disponían a llevar a cabo el trabajo de emancipación de la auto-culpable minoridad, y no se detendrían ante la religión ni ante los misterios de la autoridad terrenal. Las formas de legitimación del ejercicio del poder político, basadas en el nacimiento y la tradición, sustento del antiguo régimen, se desmoronaban bajo el peso de los acontecimientos. La reforma protestante, la revolución inglesa, las guerras de religión, la cerrada defensa de sus privilegios, que al menos en Francia la nobleza continuaba llevando a cabo, contribuyeron a generar un clima político e intelectual que favoreció el contractualismo como intento de cancelar el orden presente para construir otro sobre cimientos más seguros. Entre 1762 y 1782 Rousseau produce tres escritos, probablemente los más significativos de su producción filosófica, cruzados por el dilema de la fundación del nuevo orden, la educación, la subjetividad individual. El Contrato Social, publicado en 1762; las Confesiones, escritas entre 1765 y 1770 pero publicadas algunos años después de su muerte en 1782; y el Emilio, que como el mismo Rousseau indica en sus Confesiones, vio la luz sólo dos meses después de la publicación del Contrato (Rousseau, 1998: p. 522).

Desde nuestra perspectiva, la estrategia rousseauniana, más allá de su intencionalidad como autor, consiste precisamente en producir discursos diferenciales destinados a espacios asimétricos. Las diferencias entre el Contrato, el Emilio y las Confesiones no lo son sólo de asunto, sino de delimitación de los modos bajo los cuales se juega la noción misma de sujeto en orden a delimitar los atributos que pueden ponerse en juego en los espacios diferenciales y relativamente autónomos de la economía y la política, de lo público y lo privado. Si el Rousseau del Contrato apuesta a la construcción de una noción de sujeto como individuo sin atributos, tal como lo exige la solución del problema del orden político, en continuidad con las tesis planteadas en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755) en el sentido de que donde termina un escrito empieza el otro, el Rousseau de las Confesiones constituye un ejemplo de aquello que permanecerá como un rasgo del individuo moderno, esto es, el reclamo de individuación, en el sentido de originalidad y respeto por su propia interioridad. El Emilio en cambio es un texto estratégico en el cual se dirime la nueva función de la educación. En ese sentido articulado al Contrato -dado que como buen ilustrado Rousseau no podía sino ver en la educación la condición de racionabilidad del pacto social y el medio que posibilitaría la construcción de un orden organizado sobre la naturaleza humana y no sobre la frágil y contrahecha convención- la forma de escritura lo aproxima a las Confesiones. Si es verdad que la educación ha cumplido históricamente la función de sujetar al sujeto individual al orden social, la educación para el nuevo orden, un orden ya no concebido como ligado a la tradición y a la costumbre, a las formas de legitimación de las sociedades de soberanía, se asienta sobre un conjunto de procedimientos que, al seguir la naturaleza, han de garantizar la formación de una clase de sujeto que estará en condiciones de contratar libremente la constitución del nuevo orden social. Las vinculaciones entre el Emilio y el Contrato no sólo son claras por cuestiones de proximidad temporal. Dice Rousseau:

“Adaptad al hombre la educación, no a lo que no es él… Os fiáis en el orden actual de la sociedad, sin reflexionar que está sujeto a inevitables revoluciones y no os es dado precaver la que puede tocarles a vuestros hijos… Vamos acercándonos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones. (Creo imposible que duren todavía mucho tiempo las vastas monarquías de Europa; todas han brillado y todo estado que brilla raya en su ruina. Otras razones tengo más perentorias que esta máxima; pero no conviene decirlas y cualquiera las ve de sobra” (Rousseau, 1955: p. 126).

El contrato constituye la escapatoria teórica de Rousseau ante la constatación de las calamidades que el orden social establecido reparte generosamente entre los seres humanos. Escéptico tanto respecto de la perfectibilidad del espíritu humano como de las bondades del orden social, la “solución contrato” está tensada por la dureza del diagnóstico inicial, en el Discurso, y los rasgos abstractos y normativos del contrato. Una suerte de mal menor, el contrato resulta de un pacto voluntario en el que unos pierden la libertad para asegurar a otros la propiedad. Sin embargo, y he aquí la paradoja, el contrato es producto de la aceptación racional de los sujetos, es la salida que ha de permitir la atenuación de los males

nacidos de la ruptura respecto del estado de naturaleza, puesto que surge del tránsito por un estadio que no coincide exactamente con el estado puramente asocial en el que los hombres, autosuficientes y aislados, pueden bastarse a sí mismos.

En el estado presocial existe la propiedad, y con ella la amenaza de ejercicio directo de la fuerza, un estado de guerra de todos contra todos que impulsa a los sujetos a renunciar a su libertad natural a fin de transformar la simple propiedad en posesión legítima. El contrato es sin embargo un estado transitorio, amenazado por la corrupción, que ha de conducir a la disolución de los lazos sociales y a la necesidad de un nuevo contrato.

El acto por el cual “un pueblo es un pueblo” no sólo implica el tránsito del estadio de la guerra de todos contra todos a la constitución de la sociedad, sino una operación que transforma al hombre en ciudadano. Del mismo modo que por la aceptación del orden de la ley el niño ingresa en el orden humano, el orden del contrato implica un conjunto de operaciones a través de las cuales el sujeto renuncia al instinto, a la posesión producto de la fuerza, a sus intereses particulares, en beneficio de la racionalidad, el derecho, la propiedad, la libertad general, y no sólo el apetito como límite de lo que pudiera desear. Desde el punto de vista de Rousseau el estado social ha de basarse en la moderación, pues de otra manera, en lugar de sustituir la desigualdad natural por igualdad social, sólo se logra la legitimación del abuso, y entonces “no es ventajoso a los hombres: las leyes son siempre útiles a los que poseen y dañosas a los que nada tienen”, de donde se sigue que “bajo un mal gobierno esta igualdad no es más que aparente y no sirve sino para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación” (Rousseau, 1961: p. 28).

Tal como lo indica Marx hay una serie de operaciones por las cuales, en virtud del acto que hace de un pueblo un pueblo, el sujeto se transmuta de individuo egoísta en ciudadano. No sólo se trata de un sujeto que ha renunciado a sus miras particulares, sino de una auténtica conversión: el individuo egoísta, librado a sus propios recursos, a la fuerza desatada de sus impulsos y deseos, a la defensa sin límites ni tregua de sus intereses privados, al ingresar al cuerpo político consiente en adquirir un punto de vista general, renuncia a su libertad natural en beneficio de una libertad enteramente nueva: la libertad civil. La sustitución de la voluntad particular por la voluntad general que mira a la igualdad es lo que hace

a los individuos verdaderamente libres, pues la libertad no consiste en el mero arbitrio, sino en la obediencia a la ley. Afirma Rousseau:

“... si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesaria la fundación de Sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses la hace posible. El bien común en estos diferentes intereses es el que forma el vínculo social, y si no hubiera algún punto en el que todos los intereses se acordaran, ninguna

sociedad sabría existir” (Rousseau, 1961: p.29).

Sin embargo, el problema del que se trata es el de una tensión irresuelta: “La voluntad particular camina por naturaleza a las preferencias y la general a la igualdad” (Rousseau, 1961: p. 30).

En este punto Rousseau es inimitablemente consciente del alto grado de renuncia y dolor que resulta de la operación, siempre inconclusa, de sustitución de la voluntad particular por la general, dado que ésta no se constituye por simple adición de intereses. De allí la fragilidad del cuerpo político, sujeto a las tensiones entre voluntad general y voluntad particular, entre el soberano y el individuo, precisamente porque el contrato está constituido por la voluntad libre de los individuos contratantes, a la vez que éstos no proceden simplemente a sumar, sin más, sus voluntades particulares. Basado en el acuerdo racional entre sujetos transformados en libres e iguales por un acto de abstracción de sus cuerpos reales, de supresión de sus intereses particulares, de renuncia a la realización de actos de fuerza, abuso o arbitrariedad, el contrato es a la vez la condición de defensa de la propiedad. Es por ello que el contrato implica la edificación de un orden tan frágil como abstracto. Si la voluntad general sólo puede constituirse por la renuncia a los intereses particulares en beneficio de la igualdad, y si al mismo tiempo nada es comparable a la fuerza del

contrato, que tiene tanto dominio sobre las partes que lo componen como un hombre sobre su propio cuerpo, las posibilidades de que el orden así construido tienda a la regulación central de las relaciones entre los individuos es enorme. Dice Rousseau:

“Así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este mismo poder es el que dirigido por la voluntad general, tiene como ya he dicho el nombre de soberanía” (Rousseau, 1961: p. 35).

Pero al mismo tiempo el contrato es la instancia de salvaguarda de los intereses particulares y de la propiedad. El propio Rousseau así lo señala en el Discurso e incluso en el Contrato mismo, y aun cuando se puede advertir una atenuación de la radicalidad de la crítica a la cuestión de la propiedad privada en el Contrato, el diagnóstico inicial muestra hasta qué punto la cuestión de la propiedad es para el ginebrino una inagotable fuente de conflictos. Dice Rousseau:

“Las usurpaciones de los ricos, los bandidajes de los pobres, y las pasiones desenfrenadas de todos ahogaron la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia... Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante se cernía un conflicto perpetuo que sólo en combates y homicidios se resolvía. La sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra: envilecido y de-solado el género humano, sin poder volver ya sobre sus pasos ni renunciar a las desdichadas adquisiciones que había hecho y no trabajando nada más que para vergüenza suya por el abuso de las facultades que le honran, se puso él mismo al borde de su ruina” (Rousseau, 1985: pp. 138-9).

La regulación de las relaciones entre economía y política aparece entonces como uno de los nudos conflictivos del contrato. Si, del mismo modo que la naturaleza permite a cada uno el dominio de su cuerpo, la voluntad general como expresión estrictamente política del acuerdo ha de gobernar el mundo de las pasiones particulares y de la sed de riqueza, es inevitable la regulación preventiva de la acumulación, es decir, una lectura jacobina en el mejor de los casos, que incluya la regulación de las relaciones mercantiles. Sin embargo ésta es una de las lecturas posibles de Rousseau, no la única. En sentido estricto la antinomia entre interés particular y general se resuelve teóricamente por la vía del desplazamiento. La igualdad rousseauniana está organizada sobre la renuncia a los intereses particulares e incluso al cuerpo real. Es necesario entonces considerar la igualdad en cuanto igualdad jurídica: igualdad de derechos e igualdad ante la ley: “El pacto social establece entre los ciudadanos una tal igualdad que estando empeñados todos bajo unas mismas condiciones deben gozar de los mismos derechos”

(Rousseau, 1961: p. 37). En pocas palabras: es la ley y no la propiedad lo que nos hace iguales.

Amenazado por la fragilidad que introduce en su seno la tensión entre las voluntades particulares, el recurso rousseauniano al carácter impersonal de la ley permite solucionar teóricamente la cuestión de un orden social que, a la vez que considera a los individuos como si fueran iguales, no puede inmiscuirse en el espacio de la economía.

“La ley considera los vasallos en cuerpo y las acciones como abstractas, jamás un hombre como individuo ni una acción particular. La ley puede determinar que haya privilegios, pero no quien pueda detentarlos, la ley puede hacer muchas clases de ciudadanos, asignar también cualidades y derechos, pero no puede decir quiénes han de gozarlos”(Rousseau, 1961: p. 42).

De allí al velo de ignorancia de Rawls no hay más que un paso. La desigualdad es inevitable, sólo se trata de regularla, de transformarla en un mecanismo impersonal que no signe desde el principio el destino de cada sujeto. La colocación del derecho y de la igualdad político marcado por una profunda ilusión de racionalidad y consenso libre, pero ello al precio de la exclusión de los sujetos reales, de sus desigualdades efectivas en el abstracta en el corazón del contrato social posibilita, indudablemente la fundación de un orden social, de sus cuerpos considerados a los efectos de la construcción del acuerdo como si se tratara de cuerpos incorpóreos. Las personas son, a los efectos del contrato, públicas y privadas, y como tales independientes: “Pero además de la persona pública hay que considerar a las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella” (Rousseau, 1961: p. 35).

El contrato garantiza de manera simultánea la igualdad jurídica y las preferencias subjetivas. Sin embargo tales preferencias son consideradas de tal modo que no puedan constituirse en asunto de conflicto real, pues el contrato se funda en la tolerancia, siempre y cuando esas diferencias pueda ser tratadas exclusivamente como meras desemejanzas interpersonales. La formalización y juridización de la escena política tiene como indudable beneficio presentar el contrato como producto del consenso, a la vez que proporciona la ilusión de regulación de las relaciones de los sujetos entre sí a través de la distribución de derechos y obligaciones establecidos según una regla abstracta que no considere las particularidades. El contrato funciona necesariamente sobre la homogeneización y la abstracción, la renuncia al cuerpo real en beneficio de un cuerpo abstracto pero no por ello menos corruptible: el cuerpo social. Sin embargo lo reprimido retorna, las desigualdades no pueden inscribirse en el orden de la política sino bajo la forma de límite. La amenazante desigualdad que fuerza a contratar es, aun así, imposible de conjurar; es el factor de disolución que roe con su carga de injusticias las bases del contrato desde dentro hasta hacerlo escasa-mente sostenible (o al menos esto imaginaba Rousseau). Ningún orden político

es posible cuando la siguiente condición no puede cumplirse: “que ningún ciudadano

sea harto opulento para poder comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para que se vea precisado a venderse” (Rousseau, 1961: p. 58). El contrato requiere de ficciones orientadas a la juridización del orden político, procedimiento a través del cual, como indica Rancière, se busca la liquidación de la relación litigiosa entre las partes. Por una parte la ficción del origen, la quimera del estado de naturaleza como

estadio previo de igualdad y libertad, donde encontramos individuos inmersos en una relación transparente consigo mismos y con la naturaleza, despojados de cultura, lenguaje, propiedad, familia. En segundo lugar, la ficción de la sustitución del cuerpo real de los sujetos por un nuevo cuerpo, incorpóreo y desmarcado, indiferenciado y etéreo, aunque corruptible: el cuerpo social. El recurso al estado de naturaleza permite la crítica de la costumbre y los privilegios al contrastar la imagen de las calamidades que la salida del estado de naturaleza ha traído para la especie humana al instalar en el corazón de cada hombre y de la sociedad afecciones y ambiciones, desigualdades e injusticias, lujos y miserias, arbitrariedades y tropelías que el aislamiento hubiera evitado- y proporciona además el modelo de organización del nuevo orden social.

DIFERENCIAS DE SEXO;HOMBRE Y MUJER

Por la otra, la sustitución del cuerpo real por el ficcional permite la transfiguración del sujeto concreto en ciudadano abstracto, a la vez que expulsa del espacio político las diferencias sexuales.

Si la liquidación de las diferencias económicas, la célebre cuestión de la propiedad, permanece en Rousseau como una tensión irresuelta, como la falla de origen a la vez que la condición del contrato, la cuestión de las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos se ve sometida a operaciones mucho más sutiles.

Si los contratantes, como ha indicado Carole Pateman, son individuos abstractos,

y si el contrato social se organiza sobre la base de la derrota política de las mujeres, éstas no serán siquiera consideradas en el proceso de constitución del orden social, salvo en cuanto guardianas del hogar, los sentimientos y la familia. En cuanto no son individuos, no tienen en modo alguno el estatuto como para participar en la conformación del orden social.

El sexo merece escasas consideraciones en orden al contrato. Si las diferencias basadas en el desigual acceso a la propiedad habían sido consideradas con crudeza en el Discurso (donde es la defensa de la propiedad por parte de los ricos lo que da origen a la sociedad civil) y atenuadas en el Contrato, las observaciones acerca de la diferencia sexual son directamente borradas. Las referencias

al cuerpo político sólo consideran a los individuos que lo conforman como individuos abstractos. Las observaciones de Rousseau acerca de la cuestión de la sexualidad se desplazarán hacia el Emilio y las Confesiones. Un indicio del diferente estatuto acordado al contrato político y al sexual está dado por el recurso a diferentes formas narrativas. Los relatos destinados a asegurar la reclusión de las mujeres no moraban en el espacio de la teoría o el ensayo político, sino en el de la pedagogía, los libros de buenas costumbres, los manuales domésticos y las no-velas. No es casual si el propio Rousseau se ocupa del asunto en el quinto capítulo de su novela pedagógica, Emilio, cuando trata la educación de Sofía. De alguna manera, si Rousseau puede percibir el problema de las mujeres y las formas de su inclusión en un orden político igualitario, tiene una repuesta que, basada en las diferencias anatómicas entre los sexos, asegura a los varones el ejercicio indisputable de la autoridad política.

El contrato se edifica sobre una desigualdad más, pero ésta es directamente silenciada y reprimida: la desigualdad entre los sexos. “La división del trabajo entre hombres y mujeres, junto a la institución de la paternidad confiere a la familia un carácter claramente patriarcal al tiempo que sienta las bases de la asignación de un papel subordinado a las mujeres. La diferencia sexual lleva a las mujeres

a una situación de inevitable e irremisible dependencia respecto del varón” (Cobo, 1995: p. 125). Es claro que en Rousseau el estado de naturaleza es el referente del sujeto político del Contrato, mientras que el referente de la mujer es el estado pre-social de la era patriarcal. La mujer del estado pre-social ha sido ya

introducida en el espacio privado y por lo tanto privada de la condición de individuo contratante.

El primer estado de naturaleza contiene los elementos que se articularán al

espacio público y a la vida social. Si bien en el estado de naturaleza hay tanto varones como hembras, sobre el ideal del hombre natural se educará al individuo masculino. Para las mujeres, en cambio, la salida del estado de naturaleza tiene consecuencias irreparables. El tránsito por el estado pre-social las ha despojado de fuerza y ferocidad, ligándolas al espacio doméstico de forma definitiva. Si para el individuo varón, el sujeto político del contrato, el círculo se inicia en el estado de naturaleza para culminar en el ingreso al orden político después de su educación como hombre y ciudadano, para la mujer el estado de naturaleza, única libertad que conocerá como hembra errante, da lugar a la reclusión doméstica que no ha de abandonar ya. Durante el estado pre-social, según Rousseau:

“Cada familia se convirtió en una pequeña sociedad tanto mejor unida cuando sus vínculos eran el recíproco apego y la libertad; y entonces fue cuando se estableció la primera diferencia en la manera de vivir de los dos sexos, que hasta aquí tenían una. Las mujeres se volvieron sedentarias y se acostumbraron

a guardar la cabaña y los hijos mientras el hombre iba a buscar la subsistencia común: Los dos sexos empezaron además a perder, por una vida más muelle, algo de su ferocidad y vigor...” (Rousseau, 1985: p. 126).

La sujeción de las mujeres al espacio privado en virtud del contrato sexual es

previa al contrato político. Si el contrato político se edifica sobre el contrato sexual,

la reclusión doméstica ha transformado de manera definitiva a las mujeres

en guardianas de los afectos y la prole. Recluidas en el espacio doméstico, las

mujeres son irrelevantes políticamente. Como indica Carole Pateman, el proceso

que culmina en el pacto social sólo incluye a los varones produciendo efectos diferenciales

con relación a las formas de inclusión de los dos sexos en el espacio

público. Si en principio todos los hombres son iguales, no son las mujeres sino

los varones los interpelados. Sin embargo, la ambigüedad de la proclama igualitaria

desataría las demandas políticas de la primera ola de revolucionarias y femi-nistas.

2. Emilio, o la educación del ciudadano. Sofía,

o la domesticación de la mujer

Si la sociabilidad es a la vez inevitable para el hombre y la fuente de todos los males, la solución propuesta en el Contrato irá en la dirección de reconstruir la sociabilidad imitando a la naturaleza. Para ello es preciso un expediente que no puede cumplirse en un tratado de filosofía política. Los detalles de la arquitectura del orden social han de buscarse en el Emilio, el texto de pedagogía que ha de construir los puentes entre el sujeto político, un individuo abstracto y asexuado, y el sujeto privado, dotado de una subjetividad densa que incluye creencias, sentimientos, historia personal, educación, sexualidad, cuerpo.

Si es verdad que la tensión entre el burgués y el ciudadano permanece como amenaza de disolución del orden social y requiere de una petición de principio normativa en el Contrato, la tensión entre individuo abstracto y sujeto individual dotado de determinaciones es conducida por Rousseau al campo de la educación, la reforma de las costumbres y la religión civil. Si Rousseau es capaz de considerar la cuestión del individuo varón y de su educación en orden a su incorporación en el mundo político, es precisamente porque el problema de la educación jamás ha dependido sólo de consideraciones individuales, sino además de la función que se le asigne en relación con un proyecto político. La cuestión de las mujeres

en cambio, la forma de tratamiento de la diferencia sexual, uno de los puntos relevantes del Emilio, tiende a convertir la demanda igualitaria de las mujeres en un asunto que ha de ser expulsado del campo de la política. Es preciso entonces traer a colación la cuestión del problema a partir del cual Rousseau propone como solución la fundación del contrato. Existen al menos dos formas de apelación al estado de naturaleza que permiten explicar de alguna manera los desajustes del orden social propuesto por Rousseau: por una parte el estado de naturaleza, estado de autosuficiencia y soledad, ha de fundar la idea de una educación para la autonomía y la libertad capaz de producir individuos contratantes; por la otra, la apelación al estado pre-social, donde se hallan el origen de la propiedad y de la familia.

De los dilemas que el estado pre-social plantea derivan la idea del contrato como regulación del abuso inevitable y la separación del espacio doméstico como lugar de la familia, la domesticidad y los afectos. Del estado de naturaleza proceden los principios críticos del orden establecido, la desnaturalización de lo

dado como inmodificable, la expectativa de producir alguna modificación capaz de devolverle al sujeto aquello que constituye su derecho natural: libertad e igualdad. Los elementos constitutivos del hombre natural han de reproducirse en el hombre social, mientras que la educación de la mujer se ha de fundar sobre una serie de procedimientos sumamente complejos: la descripción sentimentalizada

del origen de la sociedad familiar, la desarticulación entre autoridad paternal y social, el desplazamiento de “es” al “debe ser”.

En el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres se puede hallar la clave de la diferencia entre espacio público y privado, entre una forma pre-social de ligazón entre los sujetos estructurada en torno de los afectos y la domesticidad, y el orden social, que en principio no consiste más que en convenciones, en relaciones de intercambio reguladas por el derecho, la voluntad, la elección

racional. Desde la perspectiva de Rousseau:

“Los primeros desarrollos del corazón fueron efecto de una nueva situación, que reunía en un habitáculo común a maridos y mujeres, padres e hijos; el hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos que hayan conocido los hombres, el amor conyugal y el amor paternal” (Rousseau, 1985: p.

126).

Sin embargo, los tiernos lazos de afecto sobre los que se funda la familia, que constituyen además la base de la división sexual del trabajo y de las diferencias de educación entre los sexos, no generan autoridad, no al menos en el sentido político. La ruptura de los lazos genealógicos que tanto la filosofía política clásica como las formas de ejercicio del poder de las sociedades de antiguo régimen habían establecido entre espacio público y privado, así como la pérdida de funciones económicas por parte de la familia, posibilitan la inversión contractualista. A diferencia de las formas tradicionales de legitimación, ligadas al uso recurrente de la metáfora paterna, el orden moderno nace de un pacto fraterno, esto es, entre individuos libres e iguales, que deciden por un acto voluntario constituir la sociedad y delegar el ejercicio del poder bajo una forma de gobierno acordada por los pactantes. Del mismo modo que el gobierno recibe su legitimidad del pacto, la autoridad paternal es derivada de la constitución de la sociedad civil:

En lugar de decir que la sociedad civil deriva del poder paterno, habría que decir por el contrario, que es ella de donde ese poder extrae su principal fuerza: un individuo no fue reconocido como padre de otros sino cuando éstos permanecieron reunidos en derredor suyo” (Rousseau, 1985: p. 150).

El procedimiento de fundación del orden político sobre la base del acuerdo

entre individuos sin atributos y la reclusión doméstica de las mujeres como efecto del tránsito del estado de naturaleza al pre-social, expulsa el asunto de la diferencia sexual como políticamente irrelevante. Sin embargo, no es suficiente con asexuar los sujetos contratantes, no es suficiente con marcar la discontinuidad entre el espacio público y el privado. Las mujeres no pueden ser simplemente ignoradas.

Por otra parte, el peso de las mujeres en la constitución de la República de las Letras, es atestiguada por la frecuencia con la que el mismo Rousseau hace referencia a la gravitación de las mujeres en el mundo intelectual de su tiempo. Finalmente la sospecha de que la desigualdad, expulsada del espacio público, se había refugiado en la vida privada bajo la forma de argumentaciones biologicistas,

es arrojada sobre el propio Rousseau y su progenie por quienes, como D'Alembert, portaban en este punto posiciones más radicales. La célebre carta de D'Alembert a Rousseau pone de manifiesto hasta dónde se trataba de un asunto de debate. En su carta D'Alembert argumenta:

“Descartes consideraba que las mujeres eran más aptas para la filosofía que

nosotros... Inexorable con ellas, vos las tratáis, señor, como a esos pueblos

vencidos pero temibles a quienes los conquistadores desarman...” (D'Alem-bert,

1993: p.75).

El propio Rousseau, a pesar de sus convicciones misóginas, no podía, como más tarde lo señalara con agudeza John Stuart Mill, desear una mujer esclavizada.

“Los varones, dice Mill, no quieren solamente la obediencia de las mujeres,

quieren sus sentimientos. Todos los varones, excepto los más brutales, desean te-ner

no un esclavo forzado, sino uno voluntario, no meramente una esclava, sino

una favorita”. El propio Rousseau advierte con lucidez el tipo de vínculos necesarios para dotar al espacio privado de un sentido diferente del que había tenido bajo los usos del antiguo régimen. El del matrimonio también es un contrato que ha de descansar sobre la voluntad libre de los esposos, sobre el mutuo consentimiento, sobre la libertad. El trabajo de dotar de compañera a Emilio no puede ser dejado al azar, de modo que es preciso entonces educar a una mujer capaz de aceptar en forma voluntaria la sujeción a la voluntad de otro. Sin embargo no se tratará de un proceso equiparable al de educación destinado a Emilio, sino de una suerte de domesticación basada en la arbitrariedad. El inicio del quinto capítulo

del Emilio no puede ser más claro:

“Así como Emilio es hombre, Sofía debe ser mujer; quiero decir que ha de

tener todo cuanto conviene a la constitución de su sexo y su especie para

ocupar su puesto en el orden físico y moral. Empecemos, por tanto, examinando

las diferencias y conformidades de su sexo y el nuestro” (Rousseau,

1955: p. 246).

La educación diferencial, el hacer de Emilio un hombre y un ciudadano y de Sofía una mujer, conduce a Rousseau a teorizar acerca de las consecuencias políticas de las diferencias anatómicas entre los sexos. La maternidad es destino para las mujeres de la misma manera que la vida política lo es para los varones. Si las primeras tareas de educación se ligan a la corporalidad y al vínculo biológico que une a la madre con sus hijos, es función masculina la introducción del su-jeto en el orden de la cultura y la sociedad. Ligadas a la especie, las mujeres que-dan excluidas de la sociedad política:

“Así como es la madre la verdadera nodriza, es el preceptor el padre... Cuan-do

un padre engendra y mantiene a sus hijos no hace más que el tercio de sus

funciones. Debe a su especie hombres, debe a la sociedad hombres sociales

y debe ciudadanos al estado”(Rousseau, 1955: p. 18).

La fertilidad corporal establece un vínculo inmediato entre madre e hijo que, sin embargo, no basta para la incorporación de un sujeto al orden humano. La ta-rea de educar al ciudadano, de incorporarlo como sujeto hablante en el orden del contrato, de dotarlo de autonomía y juicio crítico, es masculina. La diferencia entre maternidad y paternidad es la que media entre el destino biológico y la inscripción en el orden simbólico. La perspectiva rousseauniana es clara:

“No hay paridad ninguna entre ambos sexos en cuanto a lo que es consecuencia del sexo. El varón sólo en algunos instantes lo es, la mujer es toda su vi-da hembra, o a lo menos toda su juventud: todo la llama a su sexo, y para desempeñar bien sus funciones necesita de una constitución que a él se refiera. Necesita cuidarse durante su preñez, sosiego cuando está parida; una vida muelle y sedentaria para dar de mamar a sus hijos, para educarlos paciencia... es el vínculo entre ellos y su padre; ella se los hace amar, y le inspira la con-fianza para que los llame suyos... nada de esto debe ser en ella virtud, todo ha de ser gusto, sin lo cual en breve se extinguiera el linaje humano” (Rousseau,1955: p. 249).

Atadas por destino biológico a la maternidad, las mujeres no tienen lugar alguno en la construcción del orden político; puro sexo, la educación que les con-viene ha de ser la adecuada al destino inscripto en su cuerpo. Si la educación de Emilio consiste ante todo en la adquisición de la capacidad para ser dueño de su razón y de su voluntad, la educación de Sofía ha de ser de imposición sistemática de la voluntad de otro. Nada mejor para ello que la arbitrariedad, el sometimiento continuo a la violación de su voluntad, la educación en la sumisión y la

acriticidad. La razón de una mujer habita en un cuerpo que no es el suyo. Emilio

ha de ser la cabeza y la voluntad de Sofía. El propio Rousseau es tan claro que

huelgan los comentarios:

“Justificad siempre las tareas que impongáis a las niñas, pero imponédselas

continuamente. Los dos defectos más peligrosos para ellas, y de que menos

sanan cuando una vez los han contraído, son la ociosidad y la indocilidad.

Las doncellas deben ser vigilantes y laboriosas; no basta con ello; deben es-tar

sujetas desde muy niñas. Esta desdicha, si lo es para ellas, es imprescin-dible

para su sexo, y nunca se libran de ella, como no sea para padecer otras

más crueles. Toda la vida han de ser esclavas de la más continua y severa su-jeción,

que es la del bien parecer. Es preciso acostumbrarlas cuanto antes a la

sujeción para que nunca les sea violenta; a resistir todos sus antojos, para so-meterlos

a las voluntades ajenas. Si quisieran estar siempre trabajando con-vendría

precisarlas algunas veces a que holgaran...” (Rousseau, 1955: p.

255).

Absorbidas por sus funciones biológicas, depositarias de una razón débil y

caprichosa, destinadas por la fuerza de la naturaleza a la vida doméstica, ningu-na

razón hay para reclamar derechos para las mujeres. La igualdad termina en el

umbral de la casa, de la cual las mujeres no deben salir, so pena de convertirse en

azote de la ciudad y en calamidad para la necesaria paz doméstica.

93

La filosofía política moderna

“La estrechez de las obligaciones relativas de ambos sexos no es ni puede

ser la misma, y cuando en esta parte se quejan las mujeres de la desigualdad

no tienen razón; esta desigualdad no es institución humana, o al menos no

es hija de la preocupación, sino de la razón; a aquél de los dos a quien fió la

naturaleza el depósito de los hijos toca responder al otro de ellos” (Rousseau,

1955: p. 249).

La naturaleza ha hecho a las mujeres débiles, caprichosas y volubles, irra-cionales

y limitadas, pues “... no hallándose en estado de ser jueces por sí mis-mas,

deben admitir la decisión de sus padres y maridos como la de la iglesia”

(Rousseau, 1955, p. 261).

Es obvio que seres así conformados por la naturaleza en nada pueden contri-buir

a la toma de decisiones racionales. Cada uno ha de ocuparse de aquello que

conviene a la naturaleza, que por añadidura ha fallado ya en la disputa. En orden

a lo sentenciado por la naturaleza, entonces, la cuestión de la igualdad entre los

sexos no merece discusión alguna, pues “... encaminándose cada uno de ellos al

fin de la naturaleza según su peculiar destino, no fuera en esto más perfecto que

si fuese más parecido al otro. En lo común que hay en ellos son iguales; en lo di-ferente

son incomparables...”. Yun poco más adelante: “En la unión de los sexos,

cada uno concurre por igual al objeto común, pero no de un mismo modo. El uno

debe ser activo y fuerte, débil y pasivo el otro; de precisa necesidad es que el uno

quiera y pueda; basta con que el otro se resista un poco”. (Rousseau, 1955: p.

246 s.)

La dureza del razonamiento rousseauniano, su nitidez, la precisión con la

cual transforma la diferencia en desigualdad, la libertad de las mujeres en sumi-sión

necesaria, su educación en domesticación e imposición sistemáticas, permi-ten

entender cuáles son las razones por las cuales la cuestión del sexo no merece

tan siquiera mención en el Contrato. Las diferencias anatómicas determinan di-ferencias

morales y las mujeres nada tienen que hacer en el mundo de la políti-ca.

La sujeción de las mujeres al orden biológico, la continuidad estricta entre su

destino físico y moral, determina un conjunto de afirmaciones encadenadas. Las

mujeres, fértiles biológicamente, son seres privados de racionalidad y por lo tan-to

incapacitadas para adquirir sentido del deber. Si en ellas “todo ha de ser gus-to”,

y si es inútil el intento de procurarles una educación para el deber, las muje-res

no existen en cuanto seres morales, y esto las inhabilita para contratar. La na-turaleza,

en cambio, ha desligado a los varones del destino biológico. Sujetos mo-rales

ante todo, son naturalmente reformables por la educación. Incluso la pater-nidad

les es asignada por un acto inscripto en el orden moral: la creencia en la pa-labra

de aquélla que ha de hacerlo padre. De allí que la función materna no sea

sino continuidad de la preñez; de allí que la función paterna no se detenga en el

engendramiento, pues un varón debe a la sociedad hombres sociales y ciudada-nos

al estado.

94

La filosofía política moderna

“La estrechez de las obligaciones relativas de ambos sexos no es ni puede

ser la misma, y cuando en esta parte se quejan las mujeres de la desigualdad

no tienen razón; esta desigualdad no es institución humana, o al menos no

es hija de la preocupación, sino de la razón; a aquél de los dos a quien fió la

naturaleza el depósito de los hijos toca responder al otro de ellos” (Rousseau,

1955: p. 249).

La naturaleza ha hecho a las mujeres débiles, caprichosas y volubles, irra-cionales

y limitadas, pues “... no hallándose en estado de ser jueces por sí mis-mas,

deben admitir la decisión de sus padres y maridos como la de la iglesia”

(Rousseau, 1955, p. 261).

Es obvio que seres así conformados por la naturaleza en nada pueden contri-buir

a la toma de decisiones racionales. Cada uno ha de ocuparse de aquello que

conviene a la naturaleza, que por añadidura ha fallado ya en la disputa. En orden

a lo sentenciado por la naturaleza, entonces, la cuestión de la igualdad entre los

sexos no merece discusión alguna, pues “... encaminándose cada uno de ellos al

fin de la naturaleza según su peculiar destino, no fuera en esto más perfecto que

si fuese más parecido al otro. En lo común que hay en ellos son iguales; en lo di-ferente

son incomparables...”. Yun poco más adelante: “En la unión de los sexos,

cada uno concurre por igual al objeto común, pero no de un mismo modo. El uno

debe ser activo y fuerte, débil y pasivo el otro; de precisa necesidad es que el uno

quiera y pueda; basta con que el otro se resista un poco”. (Rousseau, 1955: p.

246 s.)

La dureza del razonamiento rousseauniano, su nitidez, la precisión con la

cual transforma la diferencia en desigualdad, la libertad de las mujeres en sumi-sión

necesaria, su educación en domesticación e imposición sistemáticas, permi-ten

entender cuáles son las razones por las cuales la cuestión del sexo no merece

tan siquiera mención en el Contrato. Las diferencias anatómicas determinan di-ferencias

morales y las mujeres nada tienen que hacer en el mundo de la políti-ca.

La sujeción de las mujeres al orden biológico, la continuidad estricta entre su

destino físico y moral, determina un conjunto de afirmaciones encadenadas. Las

mujeres, fértiles biológicamente, son seres privados de racionalidad y por lo tan-to

incapacitadas para adquirir sentido del deber. Si en ellas “todo ha de ser gus-to”,

y si es inútil el intento de procurarles una educación para el deber, las muje-res

no existen en cuanto seres morales, y esto las inhabilita para contratar. La na-turaleza,

en cambio, ha desligado a los varones del destino biológico. Sujetos mo-rales

ante todo, son naturalmente reformables por la educación. Incluso la pater-nidad

les es asignada por un acto inscripto en el orden moral: la creencia en la pa-labra

de aquélla que ha de hacerlo padre. De allí que la función materna no sea

sino continuidad de la preñez; de allí que la función paterna no se detenga en el

engendramiento, pues un varón debe a la sociedad hombres sociales y ciudada-nos

al estado.

94

¿Cómo ha de contratar una mujer, si no es dueña de su razón ni de su voluntad,

ni dispone de la capacidad para razonar por sí misma; una mujer, cuyo destino está

establecido por la naturaleza ab initio; una mujer, privada incluso de la capacidad pa-ra

adquirir sentido del deber, puesto que todo en ella ha de ser gusto? Un ser tal no

necesita más educación de su razón que la elemental, puesto que la naturaleza, que

la priva del gusto por la lectura, la ha hecho hábil para las labores de aguja: “Efecti-vamente

casi todas las niñas aprenden con repugnancia a leer y escribir, pero apren-den

siempre con mucho gusto a llevar la aguja” (Rousseau, 1955: p. 254).

La derrota de las mujeres es muy clara cuando se trata de contratar. La edu-cación

de Sofía muestra con nitidez meridiana cuán poco conveniente es una mu-jer

ilustrada, cuán insidiosa la igualdad entre los sexos, cuán necesaria la paz do-méstica

y la reclusión de las mujeres para la organización de un mundo de varo-nes

libres e iguales. La igualdad no conviene demasiado entre dos personas del

mismo sexo; la igualdad perfecta sería el último efecto de una antigua o una vi-ril

amistad. No hay que olvidar que, habitualmente, la unión entre un varón y una

mujer es una especie de conciliación de las diferencias, de modo que nada puede

ser menos deseable que someterse a una fraternidad contraria a las leyes esen-ciales

del acercamiento de los sexos.

Sin embargo, también en este punto Rousseau tiene como contraparte un pa-pel

para ofrecer a las mujeres: afirmarlas en la diferencia, en el mundo de los

afectos. Si el duro camino de la autonomía conlleva para Emilio la obligación de

ser libre, de vencer sus pasiones y adquirir con esfuerzo la sabiduría necesaria pa-ra

ocupar en el mundo el lugar de hombre, en la familia el de padre y en el esta-do

el de ciudadano, la violencia ejercida contra Sofía sólo tiene tal apariencia a

la luz de los prejuicios. La innata tolerancia de su sexo a la injusticia la prepara

desde el nacimiento para la domesticidad.

“Esta es la amable índole de su sexo antes que nosotros la hayamos estraga-do.

La mujer fue destinada a ceder al hombre y aun a aguantar su injusticia.

Nunca reduciréis a los muchachos al mismo punto, se exalta en ellos el sen-tido

interno que repugna la injusticia, pues no los formó la naturaleza para

tolerarla...” (Rousseau, 1955: p. 278).

Se trata, es bien evidente, de naturalezas diferentes pero complementarias.

Rousseau cumple, hallando a Sofía, el sueño de la complementariedad entre va-rones

y mujeres, entre sumisión doméstica y libertad política. Del mismo modo

que ha procedido en el Contrato, Rousseau presenta a Sofía como una ficción ne-cesaria,

esto es, una representación imaginaria de las relaciones de los sujetos en-tre

sí. De la misma manera que la utopía anticipa imaginariamente un orden radi-calmente

nuevo, la imagen de Sofía ficcionaliza la diferencia bajo el signo de la

irreductibilidad y la complementariedad, una forma de ahuyentar los fantasmas

de fusión y supresión de la diferencia, pero a la vez también una forma de conju -rar

el fantasma amenazador de la mujer fálica.

95

La filosofía política moderna

Destinadas por naturaleza al imperio de los afectos, las mujeres no necesitan

adquirir aquello que para un varón es indispensable. La despolitización de la edu-cación

de Sofía es también un acto político, aquel por el cual las sociedades mo-dernas

considerarán natural la reclusión doméstica de las mujeres y su exclusión

de la condición de individuos. La estrategia rousseauniana en orden a la diferen-cia

sexual, más allá de la conversión de la diferencia en desigualdad, consiste en

la construcción de un espacio separado. Sólo de esta manera será posible la pre-servación

de un espacio masculino para la política y uno femenino para la domes-ticidad;

sólo así será viable una política que, precisamente por no poder inscribir

como políticamente relevante la cuestión de la diferencia entre los sexos, permi-te

apartar la imagen exterminadora de la guerra entre los sexos.

3. El individuo Rousseau: un sujeto con atributos. Las confesiones

Si el Contrato constituía la solución teórica a los dilemas de un orden políti-co

cruzado por la tensión de preservar a un tiempo libertad y propiedad, el Emi -lio

finaliza en la corroboración escéptica de su imposibilidad. Emilio sintetiza la

nostalgia rousseauniana por la naturaleza, a la vez que advierte sobre el imposi-ble

retorno hacia los orígenes. Si la ley promete preservar a un tiempo libertad y

propiedad, los intereses particulares corroen el orden social sin que por ello sea

posible renunciar a él de manera absoluta, pues sólo la obediencia a la ley hace

libre y virtuoso. La libertad, imposible de garantizar en el orden político efecti-vo,

se refugia en la conciencia del hombre libre como mandato ético. Salidos de

la naturaleza, los individuos no podrán ya hallar un lugar en el que realizar sus

ansias de libertad. Las relaciones entre individuo y sociedad no pueden ser sino

las de un incurable malestar que hace precisa la ficción, una vez más, de la paz

doméstica, del amor conyugal como refugio y solaz. La exclusión de las mujeres

del espacio de la política cumple así con un doble objetivo, preserva la diferencia

sexual a la vez que asegura al hombre individual su cuota de felicidad y paz.

Pero no sólo se trata del ansia de una imposible e irrecuperable libertad que

signa la pertenencia a todo orden humano con la marca del malestar, sino de una

infinita sed de transparencia que se materializa en la escritura de las Confesiones.

Demasiado densas para ser comentadas en toda su extensión, las Confesiones

constituyen el manifiesto de una subjetividad desgarrada, el síntoma de la impo-sible

inscripción de los avatares de la subjetividad humana en el espacio de la po-lítica.

Si el individuo del Contrato es un individuo sin atributos, libre, igual, ra-cional,

independiente de la opinión y la costumbre, Rousseau, el de las Confe -siones,

es un sujeto de una enorme complejidad psíquica. Si Rousseau había es-crito

el texto fundador de la pedagogía moderna, también había abandonado a sus

hijos; si consideraba como un asunto fundamental el de la ciudadanía, renuncia-ba

a sus derechos ciudadanos atormentado por los temores al odio del populacho;

96

si había hecho de Emilio el paradigma del varón virtuoso, educado según la na-turaleza,

el propio Rousseau, hombre natural, había sido mucho más gobernado

por su corazón que capaz de gobernarlo, más sacudido por la adversidad que ca-paz

de timonearla

21

.

Los avatares de la biografía de Rousseau tal vez permitan explicar en alguna

medida las razones de su escepticismo político o de su rechazo hacia la vida so-cial;

las causas de su inestable situación en el mundo de las letras y de los malen-tendidos

constantes que cruzaron sus relaciones con D'Alembert y Diderot; sus

vínculos con las mujeres, desde Mme. De Warens hasta Mme. Houdetot y Théré-se

Le Vasseur. Pero tal vez aquello que las Confesiones muestran desde un punto

de vista teórico es la imposible reducción entre política y subjetividad, entre éti-ca

y deseo humano.

El Rousseau de las Confesiones, el que afirma de manera radical su intrans-ferible

y temblorosa subjetividad, no tiene lugar en el espacio político. Entonces,

¿qué relación existe entre subjetividad y política, entre quien emprende “… una

obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis

semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo”,

que lo hace además exhibiendo una brutal y minuciosa voluntad de verdad y

transparencia, y el autor de uno de los textos fundacionales de la filosofía políti-ca

moderna? ¿A qué obedece la distancia entre la exhibición descarnada de la

propia subjetividad y la forma de escritura del Contrato? ¿Qué relación posible

(o imposible) se puede establecer entre política y subjetividad? Desde la perspec-tiva

que intentamos sostener, la forma posible de inscripción del sujeto moderno

en el orden político es bajo la forma de la abstracción. Abstracción de la econo-mía

y del cuerpo que posibilita la igualdad abstracta ante la ley.

Sin embargo, algo hay de común entre el Contrato y las Confesiones. La vo-luntad

de transparencia, de construir un orden universalista regulado por la ley,

corre pareja a la de exponer la propia subjetividad sin concesiones, hurgando en

los rincones de la memoria, desnudando la propia historia de manera inigualable.

Dice Rousseau: “Me he mostrado como fui, despreciable y vil, o bueno, genero-so,

sublime cuando lo he sido” (Rousseau, 1999: p. 3).Y más adelante:

“…yo conocía… la franqueza que era capaz de usar; y resolví formar con

ellas una obra única, por su veracidad sin ejemplo, a fin de que a lo menos

una vez siquiera pudiese verse a un hombre tal como es interiormente. Siem-pre

me había reído de la falsa sinceridad de Montaigne, quien, fingiendo con-fesar

sus defectos, pone gran cuidado en no atribuirse sino aquellos que tie-nen

un carácter agradable; cuando yo, que siempre me he creído, y aún me

creo, el mejor de los hombres estoy convencido que no hay interior humano,

por puro que sea que no tenga algún vicio feo” (Rousseau, 1999: p. 472).

97

La filosofía política moderna

Del mismo modo que el contrato es un orden imposible, la puesta en pala-bras

de la propia subjetividad lo es. Ambos, contrato y confesión, persiguen una

imposible pacificación, una reconciliación inútil: de los hombres entre sí después

de la virulencia del estadio pre-social, del sujeto con su propia historia y con los

demás hombres en las Confesiones. Acosado por sus propios fantasmas, Rous-seau

no halla la paz: “Acabada mi lectura todos se callaron…”, indica al final de

las Confesiones. Tal vez porque sólo la densidad del silencio puede mostrar los

límites de la palabra, que no sirve para recuperar la imposible transparencia de la

verdad y la comunicación plena con otros, del mismo modo que el contrato, frá-gil

y precario intento de transformar el desacuerdo de los excluidos en simple ma-lentendido,

no puede sino estar condenado a constituir un síntoma de aquello que

no funciona en el orden político moderno. De aquello que sólo puede funcionar

como ficción con exclusión de la economía y la corporalidad, de las desigualda-des

económicas y de las diferencias sexuales.

Las imposibilidades del orden igualitario conducen a Rousseau a la elimina-ción

de los obstáculos reales (la desigualdad de riqueza, librada al azar, transfor-mada

en simple ceguera de la suerte y el destino, tal como lo indica en el Emi -lio),

a la supresión de la diferencia sexual en el Contrato y a su tratamiento como

cuestión de biología en el Emilio

22

. Las imposibilidades de la memoria lo llevan

a la búsqueda de los lazos imposibles de restituir con el pasado, a la confesión re-petida

de impotencia y la voluntad de verdad. Explicaciones del siguiente tenor

constituyen uno de los puntos recurrentes de las Confesiones:

“Esta época de mi vida es aquélla de que tengo una idea más confusa. Casi na-da

tuvo lugar entonces que interesase bastante a mi corazón para que haya

conservado un recuerdo vivo, y es difícil que con tantas idas y venidas, con

tantos cambios sucesivos no haya algunas transposiciones de tiempos y luga-res.

Escribo enteramente de memoria, sin documentos, sin materiales que me

la pudieran recordar… hay lagunas y vacíos que no puedo llenar sino con re-latos

tan confusos como los recuerdos que me han quedado. Por consiguien-te...

puedo haber cometido algunos errores... pero en cuanto a lo que verdade-ramente

importa, estoy seguro de ser exacto y fiel”(Rousseau, 1999: p. 11 6 ) .

Los hiatos de la memoria, del mismo modo que la imposibilidad de sujetar al

sujeto real a la norma abstracta, la imposibilidad de articular los propios intere-ses

y la sujeción a la moral, le hacen decir a quien había procurado hacer de la

educación la vía de construcción del ciudadano:

“He sacado de esto una gran máxima moral, quizá la única que pueda adaptar-se

a la práctica: evitar las ocasiones que colocan nuestros deberes en oposición

con nuestros intereses y que ponen nuestra conveniencia en el daño ajeno, segu-ro

de que en tales situaciones, por muy sincero que sea nuestro afecto, tarde o

temprano sucumbimos sin sentirlo, haciéndonos injustos y malvados sin haber

dejado de ser justos y buenos en los sentimientos” (Rousseau, 1999: p. 49).

98

La incansable sed de transparencia de Rousseau, su sinceridad desgarrante

a la vez que su creciente desencanto, no son sino el lamento doliente ante lo irre-cuperable

de la transparencia, esa pesadilla recurrente que late tras las utopías

consensualistas. También lo es de la dificultad para procurar una solución filosó-fica

a los problemas políticos, de la irreductible distancia que media entre el ma-lentendido

y el desacuerdo.

4. Consideraciones finales

Bajo las actuales condiciones, condiciones diversas de aquellas que anuncia-ran

los procesos de constitución del orden político moderno, se produce no sólo

el retorno de la filosofía política sino también una suerte de `revival'del contrac-tualismo,

postulado como la forma de teorizar la constitución de un orden políti-co

capaz de portar un cierto sentido emancipatorio. Pero si tal es el sentido del re-torno

del contractualismo, habrá que tener en cuenta, a modo de síntoma, los de-sajustes

y dificultades que ya Rousseau planteara. Los “síntomas” de los que he-mos

hablado.

Decía que a la vez que se esfuman las condiciones de la práctica política mo-derna

bajo los términos en que ésta se jugaba en tiempos de la modernidad ma-dura,

retornan la filosofía política y el contractualismo. Sobre ello insiste Bhikhu

Parekh, interpretando el mencionado retorno en el sentido de una suerte de rena-cer

de interrogaciones teóricas a partir de la obra de Rawls, postulada como una

especie de inflexión para la filosofía política como disciplina académica (Parekh,

1996).

Si bien no comparto la posición de Parekh en cuanto éste insiste sobre la es-cisión

entre filosofía política y vida político-práctica, no puedo dejar de ser sen-sible

a la significación que ha adquirido la obra de Rawls como uno de los lecto-res

contemporáneos de Rousseau y de la teoría del contrato (Rawls, 1984; 1993;

1996).

No es Parekh el único en insistir sobre la relevancia del contractualismo, tam-bién

lo hacen Walzer, el propio Bobbio, e incluso autores que no recurren expre-samente

a la noción de contrato pero que insisten sobre uno de sus tópicos fun-damentales:

el consenso racional como base del orden político y social.

De allí el interés por Rousseau. Es él quien teoriza de manera ejemplar la es-cisión

entre sujeto político y sujeto individual, quien establece la noción de edu-cación

como un proceso de construcción que ha de conducir a la constitución de

un sujeto en un ciudadano. En Rousseau pues se articulan de manera ejemplar

contrato político y contrato sexual y se produce el proceso de despojamiento de

los anclajes del sujeto respecto de su condición de sujeto encarnado y de sujeto

social (Pateman, 1995).

99

La filosofía política moderna

Tal escisión es la condición para la producción de una filosofía política que

sea la “política de los filósofos”, una forma de la política en definitiva reacia a la

práctica, postulada como solución a los dilemas reales de la sociedad. Esto es, es

Rousseau quien construye de manera ejemplar una filosofía separada, pero es

también Rousseau quien elabora en forma teórica las condiciones de escisión en-tre

economía y política, entre sujeto social y sujeto político, entre subjetividad in-dividual

y sujeto en cuanto miembro de un cuerpo político, cuerpo que se ha de

organizar sobre la abstracción de las determinaciones corporales y sociales de ca-da

individuo. Si Rousseau retorna bajo la invocación de Rawls, de los contractua-listas,

de los consensualistas, es porque tal proceso de abstracción halla hoy sus

condiciones propias de realización. Si la filosofía política contemporánea hereda

a Rousseau y no se puede sino pensar bajo esta herencia, me es imposible renun-ciar

a la urgencia de producir una crítica determinada de la escisión entre econo-mía

y política, de la forma patriarcal de la política que excluye teóricamente el

cuerpo para invocar una sola forma posible de la corporalidad, silenciosamente

construida sobre el cuerpo del varón blanco, heterosexual, burgués.

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Rousseau, Jean-Jacques (1712-1778), filósofo, teórico político y social, músico y botánico francés y uno de los escritores más elocuentes de la Ilustración. Rousseau, que nació en Ginebra (Suiza) el 18 de junio de 1712, fue educado por un tío y una tía tras la muerte de su madre pocos días después de su nacimiento. Fue empleado como aprendiz de grabador a los 13 años, pero después de tres años lo abandonó para convertirse en secretario y acompañante asiduo de madame Louise de Warens, una mujer rica y generosa que tuvo una profunda influencia en la vida y escritos de Rousseau. En 1742 se trasladó a París, donde se ganó la vida como profesor y copista de música, y secretario político. Llegó a ser amigo íntimo del filósofo francés Denis Diderot, quien le encargó escribir artículos sobre música para la Enciclopedia francesa.

Escritos filosóficos
En 1750 Rousseau ganó el premio de la Academia de Dijon por su Discours sur les sciences et les arts (Discurso sobre las ciencias y las artes, 1750), y en 1752 su ópera Le devin du village (El sabio del pueblo) fue interpretada por primera vez. En los anteriores, y en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), expuso su opinión de que la ciencia, el arte y las instituciones sociales han corrompido a la humanidad y que el estado natural, o primitivo, es superior, en el plano moral, al estado civilizado. Su célebre aserto: "Todo es perfecto al salir de las manos del Creador y todo degenera en manos de los hombres", y la retórica persuasiva de estos escritos provocaron comentarios burlones por parte del filósofo francés Voltaire, quien atacó las opiniones de Rousseau y por ello los dos filósofos fueron enemigos enconados. Rousseau abandonó París en 1756 y se retiró a Montmorency, donde escribió la novela Julia o la nueva Eloísa (1760). En su famoso tratado político El contrato social (1762) expuso sus argumentos para libertad civil y ayudó a preparar la base ideológica de la Revolución Francesa al defender la voluntad popular frente al derecho divino.

Obras posteriores
En su influyente estudio Emilio (1762) Rousseau expuso una nueva teoría de la educación, subrayando la importancia de la expresión antes que la represión para que un niño sea equilibrado y librepensador. Las opiniones poco convencionales de Rousseau le enemistaron con las autoridades francesas y suizas, le alejaron de muchos de sus amigos, y en 1762 huyó primero a Prusia y después a Inglaterra, donde fue amparado por el filósofo escocés David Hume. No obstante, pronto se enemistaron en cartas públicas y polemizaron entre ambos. Durante su estancia en Inglaterra preparó el manuscrito de su tratado sobre botánica publicado póstumamente, La Botanique (La Botánica, 1802). Rousseau regresó a Francia en 1768 bajo el nombre falso de Renou. En 1770 completó el manuscrito de su obra más notable, la autobiográfica Confesiones (1782), que contenía un profundo autoexamen y revelaba los intensos conflictos morales y emocionales de su vida. Murió el 2 de julio de 1778, en Ermenonville, Francia.

Influencia
Aunque Rousseau hizo una gran contribución al movimiento por la libertad individual y contra el absolutismo de la Iglesia y el Estado en Europa, su concepción del Estado como la personificación de la voluntad abstracta de las personas y sus argumentos para el cumplimiento estricto de la conformidad política y religiosa, son considerados por algunos historiadores como una fuente de la ideología totalitaria. La teoría de la educación de Rousseau llevó a métodos de cuidado infantil más permisivos y de mayor orientación psicológica e influyó en el educador alemán Friedrich Fröbel, el reformador educativo suizo Johann Heinrich Pestalozzi, y otros pioneros de la educación moderna. La nueva Eloísa y Confesiones introdujeron un nuevo estilo de expresión emocional extrema, relacionado con la experiencia intensa personal y la exploración de los conflictos entre los valores morales y sensuales. En estos escritos Rousseau influyó de modo decisivo en el romanticismo en literatura y en la filosofía de principios del siglo XIX. También tuvo que ver con la evolución de la literatura psicológica, la teoría psicoanalítica y el existencialismo del siglo XX, en particular en su insistencia sobre el libre albedrío, su rechazo de la doctrina del pecado original y su defensa del aprendizaje a través de la experiencia más que por el análisis. El espíritu y las ideas de la obra de Rousseau están a medio camino entre la Ilustración del siglo XVIII, con su defensa apasionada de la razón y los derechos individuales, y el romanticismo de principios del XIX, que propugnaba la experiencia subjetiva intensa frente al pensamiento racional.




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Enviado por:Alejandra Martínez
Idioma: castellano
País: España

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