Política y Administración Pública


Proceso Ocho Mil en Colombia


EL PROCESO OCHO MIL Y LA PROBLEMÁTICA DE LA DROGA EN COLOMBIA

Por Lácides Martínez Ávila

La preclusión del proceso contra el Presidente Ernesto Samper Pizano en la Cámara de Representantes y la consecuente permanencia de éste al frente del poder ejecutivo, fue lo mejor que le pudo ocurrir al país en lo que respecta a la crisis política de 1996. No convenía a Colombia, bajo ningún pretexto, la renuncio o retiro del presidente Samper. Porque, a pesar del acoso a que se vio sometido por parte de sus detractores, no dejó de gobernar en ningún momento, con criterio social, al país. Y esto era lo que en definitiva importaba y convenía al verdadero pueblo, a las grandes masas. Lo otro --que si hubo o no dineros del narcotráfico en la campaña presidencial, o que si el Presidente lo sabía o no-- era algo que tenía sin cuidado a la población colombiana, por cuanto eso no la afectaba para nada.

Estamos absolutamente persuadidos de que en la problemática de la droga es menos malo el narcotráfico que la narcoadicción, al contrario de lo que se han empeñado en hacernos creer los gringos y que desafortunadamente algunos colombianos han aceptado como verdad. Es un hecho irrebatible que el narcotráfico depende de la narcoadicción, en cambio ésta no depende de aquél. Piénsese, si no, en que surgió primero: si el narcotráfico o la narcoadicción. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el exterminio del narcotráfico no aseguraría o garantizaría el fin de la narcoadicción; en tanto que, si se llegara a exterminar ésta, es obvio que automáticamente el narcotráfico cesaría.

El problema de la droga esta determinado, más que por la producción y el comercio de la misma, por razones de índole ética y social. El consumo de alucinógenos no depende tanto de que se produzca y ponga a la venta mayor o menor cantidad de ellos, como del grado de adicción que exista en la gente. Y la adicción se debe, fundamentalmente, a una escasa formación moral en el seno de la familia y en la escuela, y a un medio social degradado y corruptivo, producto de múltiples y diversas causas. Por eso no se puede estar seguro de que, si se acaba el narcotráfico, se acabará la narcoadicción. Lo más probable es que si lo primero llegara a ocurrir, los drogadictos se inventarían otras fórmulas y nuevas sustancias para satisfacer su vicio.

Lo que hay que hacer es orientar y formar moralmente al individuo desde niño pata que se encamine por la senda de la virtud y se aparte de la del vicio. No es la política prohibicionista, como bien lo explicara el representante Carlos Alonso Lucio en su intervención durante el juicio a Samper en la Cámara baja, el método más recomendable para acabar con el problema de la droga, sino a través de la educación. En este sentido, la producción de narcóticos se puede comparar con la fabricación de armas. La consecución de un arma está al alcance de cualquier persona, y no está prohibida. Sin embargo, ningún hombre de bien sería capaz de comprar un arma para matar a otra persona. Esto sólo lo hará aquel que tenga proclividad al homicidio. De idéntica manera, aunque la droga se pudiese adquirir sin problemas en cualquier tienda, nadie que no tenga inclinación a la narcomanía comprará sustancias alucinógenas para drogarse. Tan sólo el narcómano lo hará. Y la mejor manera de combatir la narcomanía es mediante la orientación y la educación, no a través del prohibicionismo o la represión.

Lo anterior nos da a entender que Estados Unidos ha estado intentando matar la culebra por el rabo, lo cual se explica --digámoslo claramente-- por el hecho de que el interés de los gringos en esta materia es eminentemente económico y no ético, como lo pretenden hacer creer. A ellos lo que de verdad les preocupa es la fuga o lavado de divisas, antes que el degeneramiento de su juventud. Seguramente que si la producción y el trafico de drogas tuvieran su asiento en Estados Unidos, las autoridades norteamericanas no estarían tan interesadas en combatir tales actividades, dado el beneficio económico que proporcionan, lo que vendría a confirmar que, desde el punto de vista económico, el narcotráfico en sí no representa un perjuicio para Colombia ni para ningún país, sino todo lo contrario.

Sólo si se es capaz de comprender esta dura realidad, se podrá entender la audaz propuesta, hecha varios años atrás por Ernesto Samper, de legalizar, bajo ciertas condiciones, el comercio de la droga, visualizando desde aquel entonces el grado de rentabilidad de este negocio, que podría constituirse en una verdadera fuente de riqueza o de ingresos para el país, tal como en su momento ocurrió con la explotación del tabaco y el aguardiente.

Los gringos se suelen caracterizar por su pragmatismo y utilitarismo excesivos, razón por la cual, en sus relaciones con los demás países, ellos no paran demasiadas mientes en consideraciones de orden ético-moral o humanístico. Siendo así, resulta una mentecatez de parte nuestra el responder a ese pragmatismo con actitudes ultramoralistas que nos llevan a salir mal librados, como ocurrió con la famosa cláusula del “sincero pesar” del tratado Urrutia-Thompson, firmado en 1914 y mediante el cual se definió entre Colombia y los Estados Unidos el problema de Panamá. En dicho tratado, además de una indemnización pecuniaria, se estipuló que los Estados Unidos reconocerían su “sincero pesar” por los hechos ocurridos.

Mientras que el parlamento colombiano ratificó inmediatamente el tratado, los congresistas de Estados Unidos se opusieron al mismo por considerar afrentosa la mencionada cláusula Y, como por aquel entonces se habían descubierto en Colombia ricos yacimientos petrolíferos, los gobernantes gringos se dieron cuenta de que, con un poco de presión, podían conseguir la modificación en su favor de la legislación petrolera colombiana, cosa que efectivamente, lograron durante el gobierno de Marco Fidel Suárez, y sólo entonces el Congreso norteamericano procedió a aprobar el Tratado Urrutia-Thompson, logrando, incluso, hasta quitar la insulsa cláusula del “sincero pesar”.

Por tal razón, estaban equivocados aquellos que, haciendo gala de un rigorismo moral exagerado, se fueron lanza en ristre contra el gobierno del presidente Samper, prefiriendo hacerles el juego a los Estados Unidos en detrimento de los intereses nacionales. A esa gente hemos decidido llamarla ultramoralistas bobáticos, en tanto que a los que defendían el gobierno del presidente Samper los hemos denominado nacionalistas pragmáticos. Nacionalistas, por las razones que ya quedaron expuestas, y pragmáticos, porque les estaban respondiendo a los gringos con la misma moneda, es decir, adoptando la misma actitud que éstos han adoptado frente al problema de las drogas en lo que respecta al consumo, y diciéndose seguramente: “Si los gringos no se esfuerzan demasiado por combatir el consumo de narcóticos, que es el punto clave del problema, ¿por qué habríamos nosotros de esforzarnos, hasta el sacrificio, en combatir el narcotráfico, que, dicho sea de paso, genera riqueza y fuentes de empleo a los colombianos?”. Y, en este orden de ideas, es hasta posible que, en el caso del presidente Samper, los tuviera sin mucho cuidado el hecho de que éste, en su época de candidato, estuviese o no enterado de que a su campaña estaban entrando narcodineros.

Todo parece indicar que los hilos ocultos de la conjuración antisamperista estuvieron manejados por los Estados Unidos, debido a que el gobierno del Salto Social se constituyó en un obstáculo para los planes norteamericanos de expandir, lo más rápidamente posible, la política neoliberal y especialmente la política de libre comercio o globalización de los mercados, que ya inició con Canadá, México y otros mediante los famosos Tratados de Libre Comercio (TLC).

Como se sabe, en Colombia, esta política de librecambio o de apertura comercial ha encontrado irrestricto apoyo en los gaviristas, en los pastranistas y, sobre todo, en los uribistas, mientras que el presidente Samper decidió tomarla con cautela y criterio social, aceptando su aplicación sólo en aquellos renglones donde nuestros productos pudieran competir con los extranjeros en igualdad o similitud de condiciones, a fin de evitar, así, que las empresas nacionales quebrasen ante la invasión de productos extranjeros fabricados con una tecnología superior, como sería el caso de los productos norteamericanos, tal como aconteció con la industria manufacturera en la segunda mitad del siglo pasado ante la avalancha de productos ingleses, luego del triunfo de la política librecambista de los gólgotas sobre la política proteccionista de los draconianos. Porque, al fin y al cabo, eso es lo que persiguen los Estados Unidos: abrir nuevos mercados para sus productos, con el fin de no verse abocados a una crisis de sobreproducción.

Tenemos la impresión de que Estados Unidos decidió declararse en contra del presidente Ernesto Samper, fue, a partir de aquel discurso que en el mes de octubre de 1995 pronunció este mandatario en la V Cumbre de Países Iberoamericanos, celebrada en Argentina, donde invitó a los demás jefes de estado del área a revisar el modelo neoliberal para dejar a un lado el llamado neoliberalismo salvaje y aplicar en cambio una especie de apertura económica selectiva, en la que no se afectasen los intereses nacionales ni de las clases populares. En tal caso, el librecambio se aplicaría solamente en aquellos renglones donde los productos de estos países pudieran competir en calidad y precios con los de las otras naciones.

En este punto conviene precisar que la política del Salto Social no se oponía a la inversión extranjera, que es una cosa distinta. No es lo mismo abrir las fronteras patrias a la inversión extranjera, al capital extranjero, para que venga a establecerse aquí, a crear nuevas empresas, que abrírselas al comercio de productos extranjeros elaborados fuera de nuestro país. En el primer caso, se generan fuentes de trabajo y hay tributación significativa al fisco nacional, mientras que, en el segundo caso, la industria nacional puede verse debilitada y, en consecuencia, originar desempleo y desorden social.

Coincidencialmente, por los mismos días en que se celebraba la V Cumbre de Países Iberoamericanos en Argentina, se llevaba a cabo en Cartagena la Cumbre de los Países No Alineados, contra el expreso querer de los Estados Unidos; y no solamente se efectuó la Cumbre, sino que en ella Colombia fue escogida para ejercer la Presidencia de los No Alineados. Ello, sin duda, también desagradó a los Estados Unidos.

Nada raro tiene, que desde aquellos días el Pentágono se hubiese propuesto ajustarle cuentas al presidente Samper por su actitud de autonomía e independencia frente a las recomendaciones gringas, aprovechándose, para ello, de a actitud “patriabobera” y de idiotas útiles de quienes, invocando una supuesta moralidad, sobredimensionaron una situación que para el pueblo colombiano no revestía la importancia que se le pretendió dar. Nos referimos, por supuesto, a la presencia de narcodineros en la campaña presidencial del doctor Samper. Estos ultramoralistas --íbamos a decir “pseudomoralistas”-- se olvidaron de que en Colombia existían problemas y delitos mucho más graves que el que se le imputaba al Presidente, y, sin embargo, no les dedicaron tanto empeño para combatirlos, lo cual induce a sospechar que lo que a ellos los animaba eran motivos de carácter político, más que moral.

Nuestra historia republicana nos muestra que en más de una ocasión los colombianos nos hemos dividido en dos grandes bandos cuyo enfrentamiento ha beneficiado a un tercer país. Así ocurrió en la segunda década del siglo XIX, cuando, recién alcanzada nuestra independencia, la población colombiana se dividió en centralistas y federalistas (Estado de Cundinamarca y Provincias Unidas de la Nueva Granada), los primeros, acaudillados por Antonio Nariño, y los segundos, por Camilo Torres. Esta división desembocó en la primera guerra civil que tuvo lugar en nuestra república, y la beneficiada de esto fue la corona española, que aprovechó la circunstancia para planear la reconquista y reinvadió con el ejército del Pacificador Pablo Morillo. Fueron los tiempos de la Patria Boba.

Casi una centuria después, en los albores del siglo XX, otro gran enfrentamiento de los colombianos, la cruenta Guerra de los Mil Días, entre liberales y conservadores, redundó en beneficio de los Estados Unidos, al arrebatarnos a Panamá.

Y ahora, también después de casi un siglo, la absurda división entre quienes atacaban al presidente Samper y quienes lo defendían, llegó a insinuar una posible incursión de tropas norteamericanas en territorio colombiano, concretamente en el Urabá, a través de la frontera con Panamá.

Tal parece que con el presidente Samper se intentó hacer lo mismo que se hizo con el presidente Alfonso López Pumarejo durante su segundo mandato: los empresarios, los gremios económicos y los terratenientes de aquel entonces no le perdonaron a éste el tipo de gobierno eminentemente social que desarrolló, expresado en una serie de medidas favorables a los pequeños campesinos y a la clase trabajadora, como fueron la Ley 200 de 1936, la jornada de ocho horas, las vacaciones remuneradas, el derecho de cesantías, un salario mínimo legal, el pago de dominicales y festivos, así como el de horas extras y de recargos nocturnos, entre otros beneficios para los trabajadores y los pobres. Y aprovecharon una circunstancia que tomaron un como pretexto para hacerlo caer, cual fue el hecho de que, al declararse Colombia en favor de los países aliados durante la Segunda Guerra Mundial, nuestro gobierno tuvo que adoptar algunas medidas contra los intereses alemanes establecidos aquí, incluyendo la incautación de propiedades. Los opositores de López dijeron en seguida que tales incautaciones se estaban llevando a cabo en beneficio personal o familiar. Y la emprendieron por ahí --“se la montaron”, como se dice popularmente ahora, al Presidente--, hasta que lo hicieron renunciar faltándole un año para terminar su período gubernamental.

En el Caso de Samper, no había el pretexto de las incautaciones de propiedades alemanas, pero sí el de que él dizque sabía que en su campaña presidencial se estaban infiltrando dineros procedentes del narcotráfico. A propósito de esto, resulta incomprensible que gran parte de las autoridades judiciales hubiera dado crédito a la segunda declaración de Fernando Botero y no a la primera, siendo que, a la luz de la lógica, ante dos declaraciones opuestas de una persona sobre un mismo hecho, lo razonable y prudente es guardar una actitud al menos escéptica, de duda, en vez de dar por verdadera una de las dos y por falsa la otra. Ello hace recordar el argumento conocido como el mentiroso del filósofo Eubúlides de Mileto, que reza: “Miente alguno, y luego confiesa que miente. En esta situación, ¿miente o no miente?. Este mismo razonamiento fue el que hizo el ex ministro de Transporte, Juan Gómez Martínez, al contestar una pregunta de los periodistas sobre el asunto, diciendo “El que ya mintió es mentiroso, y al mentiroso no se le debe creer”.

Esto refuerza nuestra tesis de que el Presidente no debía renunciar en ningún caso a raíz de la crisis en cuestión. Además, no se debía perder de vista que el doctor Ernesto Samper no era ni es narcotraficante, ni nadie lo acusó de ello. Porque, en el peor de los casos, es decir, que fuera cierto lo que se le imputaba, no era justo considerar que todo aquel que fortuitamente ha recibido favor de un delincuente, sea también un delincuente.

Por algo lo gringos, a lo largo de nuestra historia, han despertado la mayor desconfianza en algunos hombres importantes de la patria, como, por ejemplo, Simón Bolívar y José María Vargas Vila, entre otros. Bolívar previó el gigantismo futuro de los Estados Unidos y recordaba que los comerciantes norteamericanos habían surtido a las tropas españolas durante la guerra de Independencia nuestra. Por eso concibió la creación de una Gran Federación Latinoamericana, una especie de OEA sin los Estados Unidos, como lo metaforizara un historiador, y convocó en Panamá el Congreso Anfictiónico (1826), donde propuso, además, la formación de una Liga Militar Latinoamericana de más de cien mil soldados para garantizar la defensa de estas naciones contra cualquier potencia extranjera.

Por su parte, el polígrafo José María Vargas Vila, en su libro Ante los bárbaros, escrito en la primera década del siglo veinte, advirtió a América Latina acerca del “peligro yanqui”, señalando que:

Ellos han quitado los más bellos florones a la corona secular de la latinidad vencida y dispersa en las selvas del trópico;

ellos han invadido a México, aprisionado a Cuba, a Haití, a Santo Domingo, conquistado a Puerto Rico, y despedazado a Colombia, y cometido el robo audaz de Panamá...

Y agrega más adelante:

Los mutiladores de México, los expoliadores del Istmo, tienen el cuello de la América prisionero en esa tenaza formidable;

y continúan apretando, y estrangulando a esos pueblos, que se debaten prisioneros en ese círculo de hierro, amenazando su existencia efímera, que, despojada de la fuerza, parece no tener una sombra de derecho para cubrirse;

¿cómo alzarnos, cómo organizarnos, cómo defendernos, ante estas avanzadas de hoy, débil anuncio de las que vendrán mañana, para despojar, anonadar y extirpar nuestra raza vencida, sin fuerza y sin cohesión?

¿cómo prepararnos para resistir y para vencer ante esta alba profunda --alba de sangre--, ante este enigma de fuego que nos cerca, poniéndonos en el pavoroso dilema de: luchar o abdicar; Vencer o desaparecer?

no es posible otra solución;

¡vencer!, y ¿nuestra debilidad?

pero, ¿por qué somos débiles?

porque estamos aislados, disjuntos y dispersos..

Y concluye proponiendo como fórmula:

La “unión de esos pueblos todos bajo el estandarte glorioso de la raza;

unión estrecha y fraternal de los pueblos todos de la América Latina, hasta hoy ferozmente enceldados y dispersos;

unión de esos países con la Madre Patria, unión estrecha y filial ante el espanto y el peligro, frente el furor y al odio del contrario;

aproximación a la Italia y a la Francia, las dos hijas mayores de la raza;

como una continuación del Congreso Hispanoamericano, reunido en l900 en Madrid, convocar un Congreso Iberoamericano, para reunirlo en Buenos Aires, Santiago de Chile o río de Janeiro, con diputados de España y la América española exclusivamente, sin mezcla exótica con la raza invasora y voraz, como ha sucedido en esos congresos de Panamericanistas, ideados e impuestos por el yanqui y secundados por nuestros políticos intonsos y pueriles;

invitar a ese Congreso a los publicistas y periodistas que en Francia y en Italia secundan y defienden el pensamiento de esta unión;

promover, de una manera ordenada, constante y pertinaz, el movimiento de una grande emigración española e italiana hasta nuestro bosques ubérrimos y nuestros llanos desiertos;

y, para ello, dar nuevas y generosas leyes de inmigracn que no conviertan en parias desventurados a aquellos que viene hacia nosotros, en busca de trabajo y de fraternidad…”

Finalmente, no sería justo dejar de hacer un reconocimiento a la actitud democrática, tolerante y podría decirse que filosófica, con que Ernesto Samper Pizano manejó la difícil y crítica situación creada por sus detractores. Fue mucho lo que pudimos aprender de esa actitud admirable. La gran enseñanza que nos dejó puede resumirse así: la democracia, cuando se ejerce genuinamente, sirve para afrontar con éxito cualquier situación política o social, por difícil y escabrosa que sea.




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Enviado por:Lácides Martínez Ávila
Idioma: castellano
País: Colombia

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