Arte


Pintura impresionista


IMPRESIONISMO EN LA PINTURA.

Si bien el origen de la pintura moderna data de los años inmediatos a la Revolución Francesa, su plena aparición se produjo en París, en 1863. Emergió del Salón de los Rechazados y de la indignación que provocaron el Almuerzo campestre, de Manet y su Olympia, en 1865.

Por aquellos días las galerías de arte parisienses, rara vez realizaban exposiciones y el Salón oficial brindaba a los artistas la principal oportunidad de mostrar sus obras. La comisión encargada de seleccionarlas estaba compuesta por miembros de la Academia de Bellas Artes, en su mayoría pintores académicos y profesores y directores con puntos de vista igualmente conformistas. En 1863, de cinco mil obras presentadas por tres mil artistas, sólo se aceptaron dos mil. Ante la protesta de los excluidos, Napoleón III zanjó la cuestión decretando que se hiciera un Salón de los Rechazados a la par del oficial.

No puede decirse que los pintores de uno de los salones eran todos malos y los del otro todos buenos. En el Salón oficial se presentaron admirables obras de Corot, Coubert y Millet, y si bien el de los Rechazados incluyó Almuerzo campestre de Manet, Joven vestida de blanco de James McNeill Whistler, y dos notables cuadros de Johan Barthold Jongkind, había también una cantidad de obras mediocres. Pero en el Salón de los Rechazados descollaba Manet, mientras que el oficial se caracterizaba principalmente por obras mitológicas e históricas que hoy día consideramos sencillamente triviales.

Actualmente es difícil entender la indignación que provocaron Almuerzo campestre y Olympia, sobre todo porque han sido asimiladas, convirtiéndose en tradición, y han forjado sus propios vínculos con la historia del arte. El Almuerzo es, una transposición del Concierto campestre de Giorgione; en otros lienzos de Manet es marcada la influencia de Velázquez. Sin embargo, entre la nueva pintura y la tradicional, existía una irrefutable ruptura. Con Ingres y Delacroix habían fulgurado por última vez las obras mitológicas e históricas. Fueron reemplazadas por la pintura de la vida cotidiana, del aquí y ahora. Émile Zola manifestó que esta nueva manera de abordar un cuadro constituía “una ventana abierta hacia la naturaleza”, y Stéphane Mallarmé habló de “la instantánea frescura del encuentro”. En adelante, lo que preocupó a los pintores fue ver, ya no les interesó saber porque comprendieron que lo que sabemos falsea lo que vemos. según Ruskin, lo que hacía falta era recobrar la “inocencia del ojo”.

Desde el Renacimiento, la presentación había seguido las normas de la perspectiva de los planos degradados. La nueva pintura sustituyó la profundidad por una superficie plana, donde todo tenía la misma intensidad y los objetos se espaciaban y disminuían de tamaño de acuerdo con la distancia. El fondo no era inanimado y se mantenía la impresión del espacio pero, en lugar de tratarse de una distancia que iba atrayendo al espectador hacia el interior del cuadro, se convirtió en algo que se movía hacia nosotros. Además, en la pintura tradicional, el objeto que constituía el tema y el título del cuadro ocupaba habitualmente un lugar central. En la nueva pintura era posible que el marco cortara un rostro por la mitad o que la figura principal se encontrara cerca del borde del lienzo, quedando en el centro un espacio vacío. Finalmente, la nueva pintura tomó la delantera con respecto a la actitud del espectador frente a una tela: acostumbrados a ver lo que sabemos que debe estar allí, creemos ver lo que no está realmente; por ejemplo los detalles que, desde nuestro ángulo de visión, no son perceptibles, o un color uniforme en un objeto que sabemos que es, usualmente, rojo o azul. La nueva pintura detuvo a la visión antes de estructurar y definir el objeto; no captó el objeto en su totalidad sino en uno de sus contornos, según una perspectiva truncada y las líneas principales de un simple impacto de sensaciones. No registró un solo color sino yuxtaposiciones de muchos tonos y combinaciones de distintos colores.

Puesto que en el deslumbrante plano del lienzo faltaban la ilusión de la perspectiva y el equilibrio y acabado tradicionales, y las pinceladas superpuestas dejaban librada al espectador la mezcla óptica (en lugar de que los colores fuesen mezclados en la paleta), esta nueva pintura resultaba tan desconcertante que Zola aconsejó: “Si uno quiere reconstruir la realidad, debe retroceder unos pasos. Entonces, sucede una cosa extraña. Cada uno de los objetos ocupa el lugar que le corresponde, la cabeza de Olympia se destaca contra el fondo en sorprendente relieve...” Pero ¿por qué alejarse del lienzo en esta nueva forma? ¿De qué vale esta trete si volvemos sencillamente a descubrir lo que, en la tela tradicional, es dable hallar a una distancia normal? ¿La fusión óptica de los colores yuxtapuestos otorga mayor intensidad a la obra? ¿Se confiere a la forma un vigor mayor mediante las pinceladas acentuadas, sintéticas, que contrastan con partes apenas indicadas o aun omitidas? La respuesta es que todo aquello que, con el fin de ser percibido, exige una activa participación nuestra, incorpora actualidad -vida- en el cuadro. Éste ya no es una imagen sino un campo de acción donde la imagen se reconstruye.

En 1874, se produjo el gran acontecimiento de esta pintura nueva y revolucionaria: la exposición que incluyó tres lienzos de Cézanne, diez de Edgar Degas, otros de Camille Pissarro y Alfred Sisley, y el famoso cuadro: Impresión: salida del sol, de Claude Monet, que dio su nombre al movimiento. Las exposiciones siguientes de 1876 y 1877, en las que figuraron obras de Gauguin y Auguste Renoir, hicieron que el público fuese adoptando el modo de ver el Impresionismo, aunque un crítico expresó la opinión prevaleciente cuando dijo: “Toman telas, pinturas y pinceles, hacen al azar unas cuantas manchas de color y ponen su firma al pie”. Cuando se realizaba ya la cuarta exposición, en 1879, Monet y Renoir participaron también en el Salón oficial. Hacia 1880 hubo indicios de una ruptura; Monet presentó una muestra independiente y empezó a formular teorías acerca de un movimiento que, hasta entonces, había sido esencialmente espontáneo. La última exposición colectiva tuvo lugar en 1886, cuando había finalizado la resistencia que el público oponía al grupo.

Aunque nunca participó en las exposiciones de los impresionistas, el primer maestro de la pintura fue Edouard Manet. Veleidoso burgués parisiense, de ideas sociales conservadoras, Manet pintaba sistemáticamente lo que veía, no lo que sabía. Por ejemplo, en El balcón, representó un rostro de mujer con nada más que una línea en su contorno y la luz, en un óvalo virtualmente vacío (donde aparecen los ojos pero no la nariz); en Las carreras en Longchamp ninguno de los caballos tiene cuatro patas. Por sobre todo, Manet fue pintor de la vida moderna, de la elegancia femenina y masculina, de las multitudes en vacaciones, desde Concierto en el jardín de las Tullerías (1862) hasta Bar de Folies-Bergere (1882). La figura humana es su teme real, ya sea en grupo (Almuerzo en el taller, 1868) o en los retratos (de Zola y Mallarmé). Pero en algunas naturalezas muertas, Espárragos, por ejemplo, demostró que la pintura no necesita un tema. En su período llamado de Argenteuil, cuando se hallaba bajo la influencia de Monet, durante el cual ejecutó Paseo en bote, Monet pintando en su barco-taller, y un poco más tarde, La calle Mosnier engalanada con banderas (1878), expresó en pinceladas de color centelleante las escenas a la luz y al aire libre. No obstante, aun en el curso de este período impresionista, se atuvo a los valores sombríos y contrastantes, como el negro de la pintura española, que Degas llamaba admirativamente “jugo de ciruela”. A diferencia de los verdaderos impresionistas, pintaba menos al aire libre que en el taller o en el interior de los invernáculos o jardines de invierno. Al contrario del color fragmentado del Impresionismo, pintó también decorativamente. Las grandes superficies lisas, de violento colorido, del Pífano, reflejan la influencia de las estampas japonesas. Su obra es extremadamente compleja, y no puede clasificarse en una sola orientación. No es una pintura destinada exclusivamente a causar una sensación inmediata, conserva reminiscencias de museo.

Las obras de Théodore Fantin-Latour guardan cierta relación con Manet. Fue un sensible pintor de naturalezas muertas, flores en su mayoría, así como de retratos; sus cuadros Un rincón de la mesa (donde aparecen los poetas Verlaine y Rimbaud), Homenaje a Delacroix y Un taller en Battignolles (homenaje a Manet) tiene valor documental además de pictórico. Dentro de la órbita de Manet estuvo también Berthe Morisot, dedicada principalmente al retrato, quien lo persuadió de que experimentara con la “paleta de arco iris” de los impresionistas.

Claude Monet fue quien encarnó verdaderamente el Impresionismo. Se dijo de él: “Es nada más que un ojo, pero que ojo!” Fue el primero en barrer el pasado, considerado un obstáculo para la visión. Aun en su época de estudiante, su profesor le reprochaba que pintara lo que veía en lugar de desarrollar su estilo propio. En sus primeras telas aún ponía énfasis en el dibujo -se perfilan los contornos y los contrastes de tonalidad y forma- pero poco a poco esto se disolvió en una luz deslumbrante y en nubes de color.

Monet es el gran mago del color. Su tema preferido es la naturaleza más que la figura humana: los paisajes a la luz del sol y bajo la nieve, los reflejos de las regatas sobre el agua, en Argenteuil, los prados cubiertos de amapolas. Su estilo es, la expresión de un realismo de las sensaciones, llevada a sus últimas consecuencias mediante su percepción excepcionalmente sensible del color. Finalmente esta sensación resultó contraproducente. Con el fin de captar a la naturaleza sin perturbaciones, Monet la ordenó, la sometió a condiciones artificiales: creó un jardín acuático para pintarlo desde la embarcación que le servía de taller. Luego, avanzada ya su carrera, representó un mismo tema desde distintas ópticas, en la serie de las Catedrales, Parvas y Ninfeas, donde cada cuadro corresponde a un instante especial, definido por un color dominante. Ya no se puede titular a uno de esos lienzos La Catedral de Ruán a pleno sol sino armonía en azul, malva, rosa y verde.

La obra de Monet simboliza la declinación del papel del museo; a medida que éste perdía fuerza, las estampas japonesas ejercían importante influencia en los artistas y coleccionistas. A mediados del siglo XIX, Japón inició relaciones comerciales con Europa y América y muchas veces las baratas estampas en color, grabadas en madera, servían de papel de envolver. Manet y sus amigos fueron los primeros en admirarlas. Las estampas, que describían escenas de la vida diaria o un incidente fugaz, tenían gran encanto en virtud de sus composiciones descentradas y asimétricas, que quebrantaban las leyes de la perspectiva europea clásica, y más aún por sus tintas planas. Ese arte habría de tener muchos adeptos, entre ellos Edgar Degas.

Degas fue un burgués culto, dotado de recursos económicos, para quien el arte de los museos significó muchísimo. Viajó por Italia, fue asiduo visitante del Louvre y admiró Ingres. sus primeras telas (1860-1865) son vastas composiciones históricas que lo ubican más cerca de Puvis de Chavannes que de Manet. Pero, en lo que se refiere a las técnicas, su descubrimiento de las estampas japonesas fue decisivo. Comprendió que el asunto de su interés era la vida moderna. Pocas obras suyas representan escenas al aire libre; pintó pocos paisajes; su producción consiste sobre todo en la descripción de personas: bailarinas durante los ensayos, fuera de escena, los músicos en el foso de la orquesta, las planchadoras dedicadas a su trabajo, las sombreras en su tienda, los acróbatas en el teatro o el circo. Si la escena tiene un marco exterior, como En el hipódromo de Longchamp, centra su atención menos en la luz que en el movimiento de los caballos y los jockeys; en la serie inmurable de cuadros que pintó de mujeres sorprendidas en la intimidad de su “toilette”, se concentró menos en las carnes que en las posturas. Es extraordinario el arte con que Degas logró captar el precario equilibrio de un cuerpo, en el instante de transición de una actitud a otra. La posición del cuerpo es acrobática; a menudo aparecen las figuras a contraluz y la principal, cerca del borde de la tela. Tenemos la sensación de que ante nuestra vista se está deslizando un panel y no de que existe una imagen fija, centrada en el espacio. A veces, cruza el lienzo una línea oblicua o parece que gira el piso sobre el cual están danzando las bailarinas. Todo esto se combina en una sorprendente aleación de majestuosidad y acción instantánea, de necesidad ineludible y circunstancia imprevista.

Hacia 1890 su paleta cobró mayor brillo; de este período datan pasmosos paisajes en monotipos, que no incluyen formas identificables sino nubes de color. Pero las pinturas, los dibujos, las carbonillas, los pasteles o las esculturas de Degas, de cualquier período que sean, testimonian que su arte fue original y consumado. Su conexión con el Impresionismo tuvo que ver sobre todo en desdén que le mereció la pintura académica, a la que su espíritu cáustico dirigió mordaces críticas.

Auguste Renoir, que tomó parte en todas las exposiciones del grupo, representa mejor que ningún otro el carácter esencial del Impresionismo, la armonía con el mundo visible y la alegría e vivir. Muchos de los paisajes que pintó al aire libre en Argenteuil o Chatou, sus ríos a la luz del sol, los recreos de los burgueses o las diversiones populares evocados en El palco (1874) o en El molino de la Galette (1876), se cuentan entre las obras que más significativamente ostentan el espíritu y la técnica impresionistas. El Molino es notable pues allí los distintos rostros fueron tratados como manchas de luz que atraviesan la multitud. Renoir fue primero pintor de porcelanas, luego decorador de abanicos. Artesano en sus comienzos, solía imaginar que estaba ligado a la tradición, al siglo XVIII, a Rubens y Venecia. En El palco, los tonos negros y rosados recuerdan a Velazquez y Goya, mientras que El molino de la Galette nos trae a la memoria la figura de Rubens. Renoir manifestó una vez: “Sólo he sido realmente yo mismo cuando logré desembarazarme del Impresionismo y pude volver a las enseñanzas de los museos”. Sin embargo, llevó el Impresionismo hasta sus últimas consecuencias y jamás propuso en verdad un regreso a los estilos tradicionales. Dio importancia determinante al dibujo y la forma. Recurrió durante algún tiempo a los colores apagados y a las formas delineadas, estructuradas: Paraguas (c. 1884) es un exponente cabal de esta estructuración. Volvió después al color, en los maravillosos lienzos de su período final, de desnudos nacarados y lozanos, donde hizo jugar el volumen para redondear los cuerpos vigorosos de sus bañistas y ordenarlos en ritmos palpables. Renoir pintó el paraíso en el cual le encantaba vivir: su pintura es un sueño de felicidad.

Henri de Toulouse-Lautrec perteneció a una generación posterior y se unió al movimiento impresionista en una etapa muy temprana.

Empezó por representar escenas al aire libre (paisajes y carreras hípicas), pero, luego, al igual que Degas, volcó su atención en los interiores, donde la figura humana cobra una importancia excluyente. Más que el tema del cafetín, del circo, o del music-hall, le atrajo el del burdel, pues allí acostumbraba refugiarse por la deformidad sufrida en su juventud. Pintó a la prostituta con crueldad y ternura a la vez. Más allá de esto, sus carteles para el Moulin Rouge, en los cuales aparecen las estrellas de ese entonces, Jane Avril, La Goulue y su pareja, Valentin le Désossé, constituyen una incomparable documentación de ese período. En lo que respecta a la técnica, pintaba con colores puros, mediante pinceladas yuxtapuestas y sombreadas, sin usar el empaste.

Con el predominio del Impresionismo, París se convirtió en el centro de la pintura viviente de todo el mundo occidental. Toulouse-Lautrec venía de una provincia, Jongkind fue atraído desde Holanda a la Ciudad Luz, y James McNeill Whistler procedía de Norteamérica. Whistler, incansable viajero, fue también a Italia y Londres, donde expuso en 1877, poniendo a Ruskin, Burne-Jones y los prerrafaelistas frente a las realizaciones de Manet. Sin embargo mostró la Joven vestida de blanco en París, en el Salón de los Rechazados. No es realmente un impresionista, pues no buscó la luz ni las escenas al aire libre, sino un nuevo concepto de la composición. Su famosa obra La madre del artista (1871) muestra a la modelo de perfil, mirando hacia la derecha, y tres cuartas partes de la tela se han asignado a una pared desnuda. La primera vez que fue exhibido este cuadro se tituló Composición en negro y gris. Igualmente, el retrato de Sir Henry Irving que ejecutó Whistler se titulaba Composición en negro, Nº 3, y el de Thomas Carlyle Composición en negro y gris Nº 2; a una serie de Nocturnos llamó: Azul y plata, Azul y oro y Negro y oro. A este retratista y paisajista no le interesaba el asunto sino el tratamiento que se confería a éste: la línea y el color.

Lo mismo que Whistler, John Singer Sargent vivió en Europa, en Italia y París, pero su obra se mantuvo independientemente del Impresionismo. Aunque experimentó la influencia japonesa e incorporó audacias compositivas que lo acercaban a Manet y Degas, fue fiel a la exactitud de la representación y a un claroscuro clásico, hispano, donde resaltan violentos rojos y blancos. Aparte de las corrientes europeas, unos cuantos pintores que vivieron casi íntegramente en América denotan una gran inventiva y audacia. Winslow Homer se inició dibujando para algunos periódicos y se inspiró en asuntos relativos a la Guerra civil aunque luego pintó paisajes, sobre todo a la acuarela, donde es evidente la influencia de las estampas japonesas. Sus escenas de la caza y de la pesca constituyen una importante epopeya del hombre en su lucha contra los elementos, por ejemplo en La corriente del golfo (1899); el cuadro Derecha e Izquierda, donde aparecen dos patos abatidos por un disparo en pleno vuelo, es notable por su inventiva y un modo de ver único en su género. Thomas Eakins es un realista clásico, cuya paleta sombría denuncia el influjo español; su Clínica Gross (1875), en la que aparecen representadas muchas figuras, describe una lección de anatomía que recuerda a Rembrandt cuando trató el tema. Por otro lado, Albert Pinkham Ryder es un visionario, en quien influyen los poemas de Poe: Muerte de un pálido caballo evoca el Romanticismo y el Simbolismo de alemanes. En cambio, es obvio que la obra de William Merrit Chase, Childe Hassam y especialmente Mary Cassatt nace del Impresionismo. Esta última pasó la mayor parte de su vida en el extranjero, si bien estudió inicialmente en Filadelfia. De la influencia de los maestros españoles pasó a experimentar principalmente la de Degas. En la serie de litografías en color, inspiradas por el tema de la madre y el hijo, reaparece en ella la influencia japonesa.

En la última mitad del siglo, la fotografía planteó a los pintores un importante problema estético. Hubo al principio un sentimiento de rivalidad: La pintura ha muerto! fue el clamor inmediato. Y asumiendo su autodefensa, en 1862, los pintores lanzaron un manifiesto donde se proclamaba: “La fotografía no es un arte”; esto fue suscripto por Ingres. Se dice también que la fotografía indujo a incursionar por Ingres. Se dice también que la fotografía indujo a incursionar en la pintura abstracta, pues se creyó que aquella tomaba a su cargo la función de representar todo lo real. Pero el problema es más complejo. Al comienzo, la fotografía estimuló a la pintura a enderezar hacia el Realismo. La foto instantánea y la máquina portátil, que aparecieron simultáneamente con el Impresionismo, compartieron con éste inesperados ángulos de visión e insólitas formas compositivas. Tanto la fotografía como la nueva visión en la pintura datan del momento en que la percepción se agudizó y se amplió. Más allá de lo antedicho, hasta cierto punto se habrían de repartir algunas funciones: la fotografía eximiría a la pintura de ser un arte de cabal representación y, por el momento, habría de confirmarla en el papel orientado hacia el color.

Después de los escándalos provocados por el Salón de los Rechazados y las exposiciones de los impresionistas, arte y público se bifurcaron siguiendo dos caminos separados. Con posterioridad al año 1863 hubo, por una parte, un arte experimental e inventivo, y, por otra, un arte académico y convencional. Esta dicotomía configuró un fenómeno sin precedentes en la historia del arte. Hasta ese entonces, todos los períodos habían conocido nada más que un estilo, dentro del cual pudieron existir diferencias de calidad (o de género) pero no una radical divergencia en materia de orientación. Después de 1863, estas dos corrientes artísticas contradictorias avanzarían por separado.

En Francia, paralelamente al arte creativo, existía el arte de la Academia, que contaba con el respaldo del Estado y del público en general y se aferraba a la técnica tradicional: supremacía del dibujo, paleta oscura, uso de modelos, afectación y un estilo de belleza clásica en las composiciones mitológicas aunque trataba también los temas históricos y las anécdotas y costumbres contemporáneas. Francia fue asimismo asiento y centro del arte experimental; por consiguiente, allí fue donde la oposición se manifestó con mayor virulencia. En otros países, el talento ignoró la bifurcación acaecida en Francia y conservó cierto vigor. Alemania mantuvo la tradición de la pintura de paleta oscura y buscó una profundidad tanto en lo concerniente al significado cuanto respecto del efecto tridimensional. Siguió mostrándose hostil a la pintura superficial que -según Spender- sólo puede concebirse en “la atmósfera debilitante, decadente de París, la capital cosmopolita”.

Sin embargo, en Francia, un pintor al menos -Pierre Puvis de Chavanes- logró redescubrir la tradición clásica sin caer en la formalidad académica, hecho que quedó demostrado por la hostilidad testimoniada por los académicos que fueron coetáneos suyos. Al igual que Ingres, se dedicó a las vastas composiciones alegóricas, donde la nobleza del cuerpo humano aparece encuadrada por majestuosa arboledas: es el caso de Bosque sagrado e invierno. Aunque los frescos de Puvis en la Sorbona están teñidos de un gris y tedioso prerrafaelismo, sus obras Marsella y Puerta del Oriente ostentan un colorido fresco y moderno. El lienzo titulado El pobre pescador dista de tener grandiosidad convencional alguna: conmueve en virtud de su candor y poética simplicidad. La de Puvis fue una figura solitaria pero su obra fue el preludio de la pintura simbolista, movimiento que pronto habría de reaccionar contra el arte de la percepción puramente visual que se había afirmado con tanto brillo.




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Enviado por:Virginiaventoso
Idioma: castellano
País: España

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