Gestión y Administración Pública


Pensamiento Jurídico


INTRODUCCIÓN AL PENSAMIENTO JURÍDICO

  • Teoría del derecho

  • Perspectiva histórica del fenómeno jurídico

  • Dependiendo del momento histórico se ha dado más importancia a un saber jurídico o a otro. Los sabedores jurídicos surgen en función de unos condicionantes sociológicos e históricos que certifican la necesidad de fijarse con más detalle en algún aspecto concreto del Derecho.

    Hay que afirmar que la ciencia jurídica y la filosofía jurídica han sido los polos en los que más se ha centrado la historia del pensamiento jurídico.

    Hay que señalar que la apreciación del fenómeno jurídico ha estado notablemente influida por una visión clásica y después cristiana de la persona y de la sociedad.

    La primera versión del Derecho toma como punto de referencia una idea de que la norma jurídica es la vía para hacer realidad la definición de la justicia ofertada en el adagio de Ulpiano: dar a cada uno aquello que le corresponde.

    Esta aproximación se considera válida, porque se entiende qué corresponde a cada uno; o al menos se admite una definición de la persona y de su dignidad. Lógicamente hay que tener en cuenta que esta referencia a la persona se hacía compatible con prácticas y modos de conducta que hoy entenderíamos como contrarias a la persona. Baste pensar en la institución de la esclavitud, aunque también es cierto que se admitió esta institución para suprimir una pena de muerte entendida como única pena aplicable a los casos de delito.

    Prescindiendo de los casos concretos, lo cierto es que el Derecho era considerado como una técnica supeditada a un objetivo muy concreto, que era la realización histórica de la justicia.

    Por este motivo, ciencia y filosofía jurídica estaban unidos en tanto perspectivas de estudio, porque no se concebía el modo de separarlos. Y de hecho, la praxis de la justicia —que hoy se entendería como la aplicación e interpretación del Derecho, en cuanto temas centrales de la ciencia jurídica— era competencia de los sabios, es decir, de aquellos que tenían la capacidad de actuar rectamente y, por tanto, de acuerdo con criterios de justicia.

    Esto significa que durante una primera etapa del Derecho, al menos hasta la aparición de todo el pensamiento clásico-cristiano, ciencia y filosofía jurídica están unidos, tanto en el estudio teórico como en la práctica habitual del Derecho.

    El pensamiento clásico-cristiano, en un intento de establecer unas bases sistemáticas para explicar la justificación del Derecho positivo, oferta claves importantes de interpretación del fenómeno jurídico, aunque también se presentan graves problemas; al menos, con posterioridad, esa sistemática es utilizada desde otra visión de las cosas, y, por tanto, se interpreta ese mismo pensamiento con otros registros.

    En cualquier caso, las etapas de Agustín de Hipona, y de Tomás de Aquino sientan las bases de la distinción entre el Derecho y la ley; entre las normas positivas, y las que no lo son. Y muy concretamente marcan la diferencia entre ley positiva y ley natural, para seguir la distinción hecha por Aristóteles.

    Lo natural se identifica con aquéllos ámbitos de la conducta que no están supeditados al pacto entre los hombres, precisamente porque viene dado por la naturaleza; mientas que se entiende por positivo aquello que depende esencialmente del pacto entre los hombres, y, por tanto, es susceptible de cambio en función de los criterios de conveniencia que en cada momento puedan estar vigentes.

    Esta diferenciación —aun manteniendo la unidad de ciencia y filosofía jurídica— se mantiene, aportando dicho pensamiento clásico-cristiano una matización, no tanto referida al orden natural y positivo del que hablaba Aristóteles, sino más bien referido ya al Derecho natural y al positivo.

    La clave, sin embargo, es más concreta en los cristianos, porque lo natural, y consecuentemente la referencia a lo que se asumía como naturaleza, sólo es concebible como manifestación de la criatura, es decir, de la persona entendida como dependiente del Creador. Esto hace que se opte por una visión cristianizada del pensamiento anterior. Y lo que inicialmente se entendió como un modo de aclarar las cosas, supuso después una complicación.

    Las distinciones entre Derecho y ley; Derecho natural y Derecho positivo, se empezaron a interpretar no sólo como una cuestión de sistemática, sino como distinciones reales.

    Y este entramado en el mundo del pensamiento, coincidió con el caos que empezaba a existir en el orden normativo, en el que el Derecho común empezaba a quebrar y se introducían usos y costumbres locales. Es decir, empezaba a tomar cuerpo el Derecho positivo, de modo autónomo respecto a su justificación.

    Por esta vía, después de la influencia cristiana, los ilustrados aportaron también un empujón a la distinción. La identificación entre ciencia y filosofía empieza a quebrar, y lógicamente la distinción de estos términos se aplica también al mundo del Derecho. La ciencia jurídica se empieza a identificar con un estudio avalorativo y aséptico de las normas positivas, mientras que a la filosofía le correspondería el análisis de la fundamentación.

    Los estudios de fundamentación, sin embargo, habían sido realizados por teólogos cristianos, que entendían que no había más hombre que el redimido por Dios. Esta afirmación fue en muchos casos totalizada. Y los ilustrados reaccionaron ante esta actitud, pretendiendo una diferenciación entre moral y derecho en términos absolutos.

    Se pretendió de este modo hacer un estudio del Derecho positivo desde la ciencia jurídica. Pero ese estudio tenía que estar completamente desligado del Derecho natural. Y, además, el estudio del Derecho natural tenía que salvar la diferencia entre afirmaciones de orden moral, y afirmaciones propiamente jurídicas.

    Con este esquema, el Derecho natural se interpretó como una especie de ordenamiento jurídico de la naturaleza humana, que aunque en la teoría podía servir para ofrecer una interpretación del Derecho, en la práctica se caía por su propia base.

    El argumento coincide con la puesta en duda de muchos términos filosóficos como podía ser el de naturaleza humana, la libertad, la referencia al otro, el concepto de autoridad, la noción de criatura, etc.

    De este modo, el pensamiento cristiano se utiliza para hacer de soporte al llamado iusnaturalismo racionalista, que hace de puente para la entrada de una separación radical entre Derecho positivo y justificación del mismo, asumiendo en el Derecho las afirmaciones positivistas.

    Esto confirma la distinción entre ciencia jurídica y filosofía jurídica, pero entendiéndolos no tanto como dos saberes que se completan sino que más bien se contraponen.

    Posteriormente, el estudio de las ciencias sociales potenciaría el desarrollo de la sociología jurídica, como tercer saber, en el que se tiene en cuenta el entorno social del Derecho, y no tanto el problema de la legislación y de la fundamentación.

    De acuerdo con esta evolución, la historia ha venido aportando una visión del Derecho muy concreta, pero casi siempre parcial. Hasta nuestro siglo, y también por la influencia del movimiento de Derecho libre, el Derecho se ha definido de una manera incompleta, o asumiendo de modo totalizante afirmaciones que no tienen ese carácter global.

    Seguramente los estragos y las vulneraciones que el propio Derecho ha hecho de la persona, durante todo el siglo XX han tenido su parte positiva, que es precisamente el haber arrojado luz para interpretar más correctamente la realidad en la que se vive.

    Efectivamente el Derecho es una técnica, pero no solamente eso. Y esta afirmación no obedece a criterios que podrían clasificarse como ideológicos, sino más bien hay que entenderla como manifestación de una realidad de hecho: el Derecho lo que regula es la conducta humana; y detrás de la conducta humanan, se está regulando el modo de desarrollar bienes que especifican a la condición humana; el modo de articularlo en ocasiones ha sido contrario a dicha condición. Lo que quiere decir que detrás de las normas jurídicas, el Derecho maneja elementos que no son estrictamente jurídicos, aunque su formulación necesariamente tenga que serlo.

    Esta panorámica histórica confirma que el correr de los siglos ha perfeccionado el estudio del Derecho, y la distinción de los saberes jurídicos. Y sobre todo confirma que la evolución histórica es el mejor modo de interpretar la realidad en la que se vive en cada momento.

  • Las diferentes vías de interpretación del Derecho

  • La evolución histórica a la que se ha hecho referencia sirve de soporte para entender las interpretaciones que se han hecho respecto a las perspectivas de estudio del Derecho.

    Los datos a los que nos hemos referido han configurado esencialmente dos modos de interpretar el Derecho: el iusnaturalismo y el positivismo.

          • El iusnaturalismo

    Este ha sido el modo más tradicional, teniendo en cuenta los argumentos clásicos, y la sistematización cristiana a la que se ha aludido.

    En esta interpretación, el Derecho se define como un conjunto de normas positivas que se hallan fundamentadas en el Derecho natural. El Derecho natural se entiende como la parte de la ley natural que hace referencia a las relaciones de justicia. Y la ley natural es considerada como la participación del hombre en la llamada ley divina.

    Históricamente, el proceso es asumido porque se mantiene vigente la Teoría de la participación: la consideración del hombre como criatura y, por tanto, como un ser que está en dependencia de su Creador. En ese contexto, el sujeto tiene unas leyes propias de su naturaleza que tienen que ser respetadas por el Derecho positivo. Dicha Teoría de la participación fue elaborada y desarrollada en el contexto teológico, lo que hizo que el Derecho fuera estudiado también en sede teológica. Por ello, el origen y los argumentos jurídicos estaban teñidos de argumentos de tipo moral y religioso, no diferenciando los ámbitos y proponiendo en muchos temas que requerían una respuesta estrictamente jurídica, una visión teológica.

    Seguramente por la radicalidad de algunos de estos argumentos, fueron numerosos los autores que optaron por otras versiones del Derecho. Sobre todo, cuando todo este proceso coincide con la ruptura con la tradición filosófica clásica, y cuando en la práctica resulta tan difícil admitir una especie de ordenamiento jurídico etéreo en calidad de instancia superior al ordenamiento positivo.

    La referencia a la ley divina como criterio último de identificación del Derecho potenció que estos argumentos fueran defendidos en un contexto religioso, y por ese motivo, el Derecho natural —como conjunto de exigencias propias de la condición humana— se identificó con una visión conservadora y religiosa de la persona. De manera que se llegó a entender que esa definición era propia de la religión, no de la antropología, que buscó una solución en el culto a la razón, y a la persona como racionalidad instrumental.

    La confusión quedó potenciada con el desarrollo del positivismo, que respondía más adecuadamente a los esquemas filosóficos e ideológicos del momento.

          • El positivismo

    Podría decirse que los argumentos positivistas han sido a veces tan radicales como el planteamiento extremo anterior, pero en sentido contrario. Es de aparición más tardía que el iusnaturalismo, pero tiene la misma fuerza, y de hecho todavía hoy se mantienen el debate, aunque en menor medida, entre estas dos posiciones.

    Probablemente la repercusión en el mundo jurídico tiene su origen en el ámbito filosófico. Pero con independencia de esa subordinación, el positivismo jurídico se define como una corriente del pensamiento jurídico que entiende el Derecho como el conjunto de normas positivas vigentes, sin admitir ningún tipo de fundamentación, que si existe, no puede ser calificada como jurídica.

    De este modo, los argumentos justificativos del Derecho quedan sustituidos por el estudio sistemático del Derecho positivo. No es sólo una escuela, sino que más bien es el calificativo que se puede atribuir a todo estudio jurídico que excluya la valoración del Derecho desde criterios que lo transcienden.

    Vistas así las cosas, hay que decir que iusnaturalismo y positivismo requerirían en su aplicación práctica de muchos matices. A los primeros habría que darles la razón al señalar que toda norma positiva requiere de unos presupuestos que hoy entrarían dentro de lo que se conoce como posición ética. Y a los segundos habría que corroborarles que en sentido propio sólo es Derecho la norma positiva que está vigente, pero ésta no agota la realidad del Derecho. En los dos casos, las afirmaciones hay que matizarlas.

    Desde luego, una y otra posición han sido defendidas durante siglos, como planteamientos «puros» del Derecho. Pero ha sido necesaria la referencia histórica, y sobre todo el estudio de la conducta humana, para señalar que ni una posición ni otra responden a la realidad de lo que implica el Derecho, y de la misión que se le atribuye en el grupo social.

    Sin embargo, como ya se ha dicho, la oferta radical ha facilitado enormemente el estudio y sobre todo la interpretación de la realidad de hecho. En definitiva, han facilitado el despliegue de los saberes jurídicos entendiéndolos como perspectivas de estudio del fenómeno jurídico, que se completan, y que conjuntamente pueden definir en qué consiste el Derecho. Al mismo tiempo que han facilitado la confirmación de que el Derecho no es aséptico, y por ello, detrás de toda concepción sobre «lo jurídico», hay una concepción sobre «lo humano», en la que aquélla se apoya.

  • Características del Derecho

  • Una vez establecidas las pautas históricas que han definido el Derecho, es necesario subrayar cuáles son los caracteres que especifican al Derecho como orden normativo. Fundamentalmente, porque son esos mismos los criterios que facilitan también la distinción del ámbito jurídico respecto de los demás contextos normativos.

    Es cierto que a veces resulta difícil establecer la línea divisoria entre el Derecho, la política y la moral. Pero si en el orden teórico hay unos elementos mínimos de diferenciación, puede resultar mucho más fácil la praxis.

    El Derecho, como ya se ha dicho, regula la conducta humana, y eso implica la consideración del sujeto en cuanto que miembro del grupo. Lo que significa que el Derecho requiera de la relación. Al mismo tiempo, garantiza bienes que son propiamente humanos, y en ese sentido respeta a la persona, pero en un fuero diferente al de la norma moral.

    Por otra parte, las normas jurídicas son aprobadas como consecuencia de decisiones de naturaleza política, lo que quiere decir que hay que diferenciar el tipo de vinculación y, por tanto, de obligatoriedad de un orden y otro.

    En sólo una aproximación genérica, se presenta como obvia la necesidad de establecer unas pautas que definan al Derecho, por referencia a la realidad en la que se vive, y sin olvidar el marco de los demás órdenes normativos.

    Por ello, en este tema, intentaremos señalar cuáles son los elementos que especifican de un modo taxativo el ámbito de lo jurídico. Para ello, tendremos en cuenta las referencias de carácter histórico, y los saberes jurídicos, a los que ya nos hemos referido. Y al mismo tiempo, esas bases de definición de lo jurídico nos permitirán señalar las diferencias respecto a lo político, lo económico o lo cultural.

    Lo que está claro es que resulta difícil definir la realidad jurídica de un modo autónomo y distinto de los demás ámbitos normativos. Lo que sí existe es la realidad humana, que en su pluralidad, requiere unas normas para contar con las respectivas garantías, y también necesita unos límites. La cuestión está en delimitar qué papel tiene el Derecho en ese contexto, y sobre todo qué perfila a la norma de conducta como norma jurídica.

  • La alteridad, como criterio sustantivo del Derecho

  • Durante bastante tiempo, han sido numerosos los autores que han cifrado lo específico del Derecho en el elemento de la coacción, que se ha calificado como un uso permitido de la fuerza, y en otros casos como la posibilidad de imponer una sanción en caso de incumplimiento de la norma.

    Sin embargo, insistir en este elemento ha derivado en una visión peyorativa del Derecho, que aparece como una especie de castigo o de limitación de la propia conducta, y que olvida prácticamente de modo total, el papel del Derecho como garantía de la propia conducta.

    La conducta humana tiene diferentes dimensiones, y como se ha dicho, hay ámbitos normativos distintos para regularla. De todos ellos, sin embargo, habría que admitir que el Derecho regula conductas con repercusiones en el entorno social. Ya no se trata solamente de señalar que el Derecho actúa en el fuero externo de la conducta, (también la política, la economía o la cultura pertenecen a ese fuero), sino de apuntar que la regulación jurídica supone siempre una referencia al otro. Hasta las decisiones más personales necesitan el sello jurídico, que significa un reconocimiento en el contexto del grupo.

    Por ello, más que la coacción como elemento específico del Derecho, habría que entender que es la alteridad lo que diferencia al elemento jurídico. No obstante, hay que afirmar que el Derecho, además de la referencia al otro, está caracterizado por otros elementos, que podría sistematizarse del siguiente modo:

          • La exteriorización

    Este término se utiliza sobre todo para plantear la relación entre acción e intención y para subrayar la idea de que el Derecho inicia su ámbito de aplicación precisamente en el momento en el que el sujeto actúa externamente.

    Con ello se manifiesta una doble cuestión. Por una parte, se incide en que el Derecho despliega su actividad en el fuero externo del sujeto. Y por otra, se asume como consecuencia que el Derecho nunca tiene competencia para inmiscuirse en el fuero interno del sujeto. Más aún, la norma jurídica (al menos en los países democráticos de corte occidental) no sólo respeta esta distinción, sino que prevé el respeto al fuero interno del sujeto, con una protección específica a través del derecho a la objeción de conciencia, y a través de la protección de la intimidad, como bien humano autónomo respecto a los demás bienes propios de la racionalidad.

    Esa manifestación externa respecto a la que el Derecho ejerce sus funciones, implica no sólo un efecto de protección y garantía para el sujeto en cuestión, sino también respecto a los demás miembros del grupo.

    De todos modos, es necesario tener en cuenta que la distinción entre fuero interno y fuero externo, o si se prefiere entre interioridad y exterioridad, no puede aplicarse indiscriminadamente a todo tipo de normas, sino que dentro del Derecho, habrá que especificar que función juega la intención respecto a la acción del sujeto, contemplada en una norma jurídica.

    En este intento, podrían señalarse tres tipos diferentes de normas:

  • Normas de carácter prohibitivo. En estos casos, la intención del sujeto es completamente irrelevante para el Derecho, porque lo que se exige es el respeto material a la prohibición establecida (p. ej., el art. 663.1 Cc, que establece que están incapacitados para testar los menores de 14 años de uno u otro sexo).

  • Normas de carácter permisivo. Se entiende por tales las que dan a la voluntad un amplio margen de acción, no estableciendo taxativamente el tipo de conducta que hay que seguir (p. ej., el art. 78 Cc, que establece que el juez no acordará la nulidad de un matrimonio por defecto de forma, si al menos uno de los cónyuges lo contrajo de buena fe).

  • Normas de carácter preceptivo. Son de similar naturaleza que las prohibitivas, pero mientras que las preceptivas establecen lo que debe cumplirse las prohibitivas señalan lo que no debe realizarse (p. ej., el art. 19.1 Cc, que señala que el extranjero menor de 18 años adoptado por un español adquiere, desde la adopción, la nacionalidad española de origen.

          • La alteridad

    Completa la nota anterior. Precisamente porque el Derecho tiene en cuenta la repercusión de la acción en el grupo. El problema fundamental que se plantea es el de los límites entre lo que se puede y lo que se debe. Es en este contexto donde habría que situar el papel de la libertad humana.

    Habitualmente, el término «poder hacer» carece de límites. Porque incluso cuando el sujeto no debe hacer algo, puede de hecho hacerlo, y en ocasiones lo hace. Esto implica que el límite no viene dado por una instancia de poder que de algún modo marca el ámbito de acción. Propiamente hablando habría que decir que el límite viene dado por la propia condición humana.

    Esto significa que la referencia al otro no es sin más un límite impuesto a la propia conducta. El límite es el respeto que merece la condición humana y concretamente la persona del otro. En aplicación de ese respeto el sujeto es capaz de no hacer aquello que materialmente podría hacer.

    Así se entiende que numerosos autores identifiquen la alteridad como una cuestión de legitimidad. De modo que lo legítimo es aquello que pertenece al otro en cuanto sujeto definido por su condición humana.

    En este contexto, la norma legítima es la que se adecua a la realidad de la condición humana, y, por tanto, respeta a la persona.

    Y además de ello, la alteridad implica siempre una relación de reciprocidad, y, por tanto, una relación entre una facultad y un deber habitualmente correlativo.

    Precisamente esas dos premisas justifican que el Derecho en sentido propio, encuentre la alteridad en la praxis de la no discriminación, o si se prefiere de la igualdad. Teniendo en cuenta que la igualdad hay que determinarla como igualdad formal (igualdad de oportunidades ante la ley, y como igualdad material (por referencia a la justicia, atribuyendo a cada uno lo que le corresponde, es decir, teniendo en cuenta las circunstancias de cada caso).

          • La tipicidad

    Este sería el tercero de los criterios o elementos de definición del Derecho, que plantea la cuestión de la determinación y de la coacción.

    Así como las normas morales habitualmente remiten al criterio de la conciencia, y, por tanto, presentan un carácter individualizado, el Derecho abstrae las conductas y fija lo que se llama un tipo, como criterio de conducta común a varios individuos. En este sentido, se afirma que el Derecho ordena la conducta de la sociedad. Otra cosa es que la aplicación del Derecho al caso concreto pase por el elemento de la justicia, y, por tanto, por la adecuación a lo personal. Pero no hay una norma jurídica para cada caso, sino una aplicación concreta de la norma jurídica para cada supuesto.

    La nota de la tipicidad (que se identifica con la legalidad: no se puede exigir legalmente una conducta que no esté expresamente tipificada) lleva consigo el elemento de la impositividad o mejor de la coacción, que como hemos señalado algunos autores entienden como definidor de lo jurídico.

    Con independencia de que se admitan o no más elementos de delimitación, lo cierto es que el Derecho se presenta dotado de una fuerza imperativa. Y esa fuerza se traduce en que si la norma jurídica no se cumple, si no se obedece el Derecho, se despliega todo un mecanismo de sanciones, que son en definitiva un mecanismo de garantías para los miembros del grupo.

    Otros autores critican este elemento de la imperatividad o de la coacción porque se entiende contrario al origen consensual del Derecho. Pero en estos casos resulta claro que nos encontramos en dos planos distintos.

    El consenso hace referencia a la elaboración del Derecho a partir de la voluntad de la mayoría. Y, sin embargo, la coacción está haciendo referencia a la aplicación y cumplimiento del Derecho. Por tanto, consenso e imperatividad se desarrollan en dos momentos distintos del Derecho, y precisamente por ello no se contraponen.

    En definitiva, la coacción asegura el cumplimiento de una conducta que está inscrita en la norma jurídica. Y los recursos o vías para que se cumpla son las sanciones, dentro de las cuales figura la pena. Precisamente por este esquema, la coacción no se puede identificar con las penas, porque el concepto de aquélla es mucho más amplio.

    La coacción, como elemento de definición del Derecho persigue el cumplimiento del mismo, concretando su ámbito en función del tipo de normas jurídicas. Como ya se ha dicho, en unos casos persigue una obediencia material, prescindiendo de la intencionalidad del sujeto; y en otros, más que la intencionalidad, los elementos internos condicionan el despliegue de efectos de la norma concreta.

  • El Derecho como forma de organización y como sistema normativo

  • De acuerdo con todos los argumentos utilizados, parece obvio que el Derecho se presenta como un conjunto de normas, que respetando la realidad de la condición humana, establece las pautas de conducta dentro del grupo social.

    Por ello, puede afirmarse que el Derecho es una técnica de organización de la sociedad. Pero también es cierto que no es solamente esto.

    Según la conducta que se trate de regular, el tipo de norma a elaborar y aplicar es diferente. Es decir, que esta técnica que organiza la sociedad exige también una sistemática para ordenar su propio funcionamiento.

    Precisamente esa sistemática u ordenación es lo que dota a determinadas conductas de una fuerza normativa que les diferencia de los usos sociales.

    Los usos sociales serían el conjunto de reglas de comportamiento generalmente admitidas dentro de un grupo social, y que implican muchas connotaciones en el ámbito de la conducta del grupo. Incluso dentro de los usos sociales suele diferenciarse entre los usos no normativos y los normativos.

    Estos últimos se presentan con un carácter vinculante y obligatorio, de modo que existe en el grupo un aparato de presión para fomentar el cumplimiento de esos hábitos. Y de hecho, el incumplimiento lleva consigo el rechazo por parte del grupo.

    Dentro de este tipo de usos se incluirían no sólo las reglas del trato social, sino también algunas normas de lo que se ha denominado moral social.

    Efectivamente, la nota de la obligatoriedad y de la fuerza imperativa son comunes al Derecho, pero no por ello pueden identificarse plenamente. Quizá el elemento esencial para diferenciar Derecho y usos sociales es el mecanismo de sanciones, que en el ámbito jurídico están perfectamente institucionalizadas, a diferencia del caso de los usos.

    El incumplimiento de un uso social puede llevar consigo el rechazo por parte del grupo, pero no dispone de unos tribunales específicos para clasificar esa conducta que se opone al uso social. Sin embargo, el Derecho cuenta con un despliegue de medios para exigir —no sólo para fomentar— el cumplimiento de la norma jurídica.

    Ya se ve entonces que el carácter normativo del Derecho se presenta con unas peculiaridades propias, que permiten calificarlo propiamente como sistema normativo.

    En este sentido, el Derecho podría decirse que es un conjunto de normas que regulan la conducta de la sociedad, y que disponen de un sistema de garantías para asegurar el respeto a la condición humana, concretada en las personas que constituyen ese grupo social.

    Sin embargo, también es cierto que esta consideración del Derecho requiere tener en cuanta una distinción: una cosa es el proceso de elaboración genérica del Derecho, o la consideración de la función que se le pueda atribuir. Y un problema bastante más concreto es el de establecer las pautas de lo jurídico cuando nos situamos ante una norma concreta.

    En estos casos de individuación hay que plantearse nuevamente la triple dimensión que lleva consigo:

  • El Derecho es un fenómeno histórico-cultural y consecuentemente propio de un lugar y un momento histórico determinado. En cuanto hecho social, el Derecho recoge las necesidades concretas del grupo, a las que hay que dar una forma técnica, o si se quiere jurídica, para que efectivamente respondan a las exigencias del grupo.

  • El Derecho requiere, por tato, una forma jurídica concreta que es lo que otorga a la mera orientación o criterio de conducta, el resello de la obligatoriedad jurídica, y, por tanto, la posibilidad de exigir su cumplimiento. Esto significa que el Derecho requiere para la individuación, de un proceso de elaboración jurídica, que remite a lo que sería la validez de las normas.

  • El Derecho se concreta en una forma jurídica determinada, pero esto no significa que todo el Derecho se agota en la experiencia de la positivación o formulación del Derecho. En más de una ocasión se ha señalado que es necesaria la referencia al contenido y, por tanto, al análisis de la adecuación entre la regulación de la conducta y el respeto a la condición humana.

  • Es importante recordar ahora que la técnica jurídica o en su caso el adecuado sistema normativo requiere de esta triple dimensión para ser eficaz. Obviamente, si no se respeta el proceso formal, o si se prescinde de la referencia a la justicia, o si la norma carece de conexión con la realidad de hecho que hay en ese grupo social, pierde su sentido propio, y, por tanto, más que regular, fomenta el incumplimiento.

    Estas dimensiones de desarrollo del Derecho implican una mayor concreción de los elementos que los especifican y, por tanto, sirven para diferenciar el orden jurídico respecto a los demás órdenes normativos.

  • Diferencias y coincidencias del Derecho con otros órdenes normativos desde una dimensión histórica

  • Derecho y moral

  • Aunque en el tema anterior se han establecido los caracteres que especifican el Derecho, no resulta fácil en la práctica deslindar donde empieza el Derecho, y dónde otros órdenes normativos. En el ámbito de la política y de la economía, la separación radical resulta prácticamente imposible, pero al menos es posible una distinción de competencias. Obviamente, un sistema capitalista mantiene una concepción de la política y la economía, muy diferente de la que defendería un sistema socialista. Y precisamente esas distinciones se concretan en la práctica jurídica.

    En este contexto, la distinción entre lo jurídico, lo político y lo económico, que están en íntima conexión, se concreta en lo que sería una distribución de funciones, en la que la prioridad a la hora de garantizar los objetivos, reside en el ámbito propiamente jurídico.

    Esta relación se complica, aún más, si remitimos la cuestión al campo del Derecho y la Moral, que podría considerarse como unos de los temas claves de la Filosofía del Derecho. De la delimitación de los criterios de distinción, han nacido corrientes de pensamiento contrapuestas, cuyo diálogo y discusión aún permanece abierto.

    Atendiendo al enfoque que se dé a estas relaciones caben dos riesgos peligrosos: la moralización del Derecho, o la juridicidad de la moral.

    No se trata sin más de dos problemas históricos, sino más bien de una importante discusión doctrinal. Ha habido autores que han defendido la idea de que toda norma jurídica que no respetara el denominado Derecho Natural, no puede ser considerada como tal norma; y otros han entendido que sólo la norma jurídica puede imponer determinado modo de conducta a la persona, entendiendo que quien impone es en último término el poder político, como expresión de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, y consecuentemente no hay más moral que la social, plasmada en las normas jurídicas, y en los valores del ordenamiento que dichas normas pretenden garantizar.

    En ambos casos, lo que se está llevando a cabo es una clara confusión de órdenes normativos, sin deslindar qué criterios pueden especificar a cada uno, o en su caso, cuáles podrían ser los parámetros de diferenciación. Y quizá el problema central es que al enfocar las relaciones Derecho-Moral, se parte de algo no totalmente demostrado, que es el uso unívoco del término moral.

    Hemos dicho que el problema terminológico no es el más importante, y efectivamente así es. Pero a veces, el debate doctrinal se está desarrollando sin saber exactamente a qué nos referimos al hablar de la moral.

    Especialmente en España, en los últimos años, se han debatido cuestiones de vital importancia: la nueva legislación matrimonial, la regulación del aborto, la despenalización de la esterilización de subnormales… En todos estos casos se ha planteado la discusión desde el punto de vista de política pluralista, o quizá de moral tradicional por contraposición a una moral contemporánea… Pero en realidad, el interrogante que se mantiene es qué se entiende por moral.

    Por ello, antes de establecer cuáles son los tipos de moral, y la relación de cada una con el Derecho, hay que tener en cuenta dos premisas:

  • No es posible una separación radical entre el Derecho y la Moral. Fundamentalmente porque en ambos casos se está regulando la conducta de la persona, y ésta es única. Lo que quiere decir que hay muchos puntos de conexión entre los dos órdenes. Por eso, podría afirmarse que se trata de órdenes distinguibles, pero no radicalmente separables, cuyos ámbitos de acción hay que delimitar.

  • Tampoco se trata de presentar un modelo único de moral, en el sentido de que desde la perspectiva conceptual hay diferentes modos de definir la moral, y consecuentemente no hay una única respuesta; y desde el punto de vista vivencial, se advierte claramente la pluralidad: baste pensar el papel de la cultura y de la historia en la delimitación de las normas morales. Con esto no se quiere decir que todas las referencias morales son relativas pero sí que no existe un código único de conducta, y en este sentido que no se puede hablar de la moral con una interpretación unívoca.

  • Ya hemos señalado que resulta difícil en la práctica establecer una distinción clara entre el Derecho y la moral, puesto que en ambos casos se trata de regular la conducta humana, aunque desde perspectivas variadas.

    Los criterios diferenciales y comunes requieren de una versión histórica, que nos facilite elementos de juicio para calibrar cómo se ha perfilado la cuestión desde la aparición del fenómeno jurídico.

    Desde una perspectiva fundamentalmente pedagógica y, por tanto, general y susceptible de ser matizada, podrían establecerse cuatro períodos históricos para definir las relaciones ente el Derecho y la Moral. Durante los mismos, la visión de estas relaciones varía sustancialmente, lo que implica que dichas relaciones están teñidas por el tipo de sociedad, y consecuentemente la cultura, las instituciones, y la tradición que hay vigentes en cada momento.

    Estas etapas abarcan, desde lo que podría calificarse de un modo muy general como período de antigüedad, o quizá como un período originario en el que se busca el establecimiento de unas normas comunes para todos los pueblos, que han iniciado la andadura de una convivencia común. Un segundo período, ya más delimitado abarcaría todo el momento del pensamiento clásico cristiano, seguido del tercer momento histórico que incluye el pensamiento de la Ilustración. Para terminar con lo que podríamos denominar como planteamiento actual acerca de estas relaciones.

    Es importante señalar que cada período histórico tiene su explicación y justificación en el contexto en el que se desarrolla. Y esto es fundamental para entender que el modo de asumir la esfera jurídica y la moral depende de las circunstancias en las que se está viviendo.

          • Época clásica

    Resulta ciertamente difícil englobar con el calificativo de pensamiento de la antigüedad toda la concepción plural, que incluye referencias necesarias a autores con visiones bastante distintas. Pero haciendo esta salvedad podríamos tener en cuenta en este período una confusión casi absoluta de órdenes normativos.

    La definición de las normas pasa por los criterios religiosos, morales y jurídicos. Y al fin y al cabo, esta confusión obedece a la idea de unificar la conducta del sujeto, de modo que los criterios religiosos condicionan los morales, y consecuentemente estas referencias son las que definen las normas jurídicas, entendidas como normas de convivencia dentro del grupo social.

    No hay en este momento una separación absoluta entre lo lícito y lo honesto, porque ambos conceptos expresan lo mismo. Hay que tener en cuenta que en este momento el Derecho no está desarrollado y la ciencia del Derecho se entendía entonces como la ciencia de la jurisprudencia, o si se quiere como la práctica del Derecho, es decir, como la solución que los más sabios podían dar a los conflictos que se planteaban dentro del grupo.

    Por tanto, resulta perfectamente justificable que la norma moral, religiosa y la jurídica vengan a significar lo mismo.

    De hecho, esta identificación fue caldo de cultivo para posteriores errores que llevaron a considerar que la sociedad civil era también la sociedad eclesiástica. En el marco de la Iglesia católica, este panorama potenció el desarrollo de lo que se conoció después como cesaropapismo, que con matices se ha dado en diferentes momentos históricos. Y que probablemente tiene su origen en esta idea de que la conducta humana es única, y, por tanto, no es diferenciable el ámbito de desarrollo de la misma.

    Esa confusión no se entiende de modo peyorativo, sino como clara manifestación de un concepto de norma jurídica como criterio de convivencia en el grupo social, consecuentemente dicha convivencia responde a unos criterios de orden moral que delimitan la definición de la condición humana. A ello hay que añadir que el sujeto es entendido en dependencia de los dioses, y salvando las preferencias de cada pueblo, la afirmación de la Trascendencia obliga a que entre esas normas morales se incluyan el respeto a las normas religiosas.

    La confusión, por tanto, es obvia; casi tanto como su justificación dado el contexto histórico.

          • El pensamiento cristiano

    Al igual que en la época anterior, habría que señalar las aportaciones de cada autor, y muy especialmente de los dos más significativos de este período, que son Agustín de Hipona y Tomás de Aquino

    Con el precedente de la confusión anterior, se plantean algunos problemas. Sobre todo para distinguir el pecado (que se define claramente como una conducta que infringe la norma en el orden moral) y el delito (que se define como una conducta que infringe la norma jurídica).

    La distinción parece necesaria, sobre todo por el tipo de sanción que hay que aplicar en cada caso, y también por el fuero en el que se aplican estas normas.

    Este período histórico se presenta con unas particularidades muy concretas, en el sentido de que matiza y desarrolla muchos de los argumentos del pensamiento anterior, y sobre todo los estudios de esta época son en muchos casos un intento de acercamiento a la definición del Derecho y de la Moral.

    En esta línea, Agustín de Hipona no diferencia propiamente Derecho y Moral como dos órdenes normativos, sino más bien como dos esferas de aplicación de la ley. Y, por tanto, diferencia entre ley eterna y ley humana.

    La primera tiene por objeto ordenar lo que sería la moralidad general, o si se quiere la llamada naturaleza humana. Dicho concepto no puede entenderse sin la consideración de todo sujeto como criatura, y, por tanto, como un ser en dependencia de su Creador. De acuerdo con ello, es Dios quien crea, y, por tanto, quien delimita lo específico de la condición humana. No hay más criatura que la creada por Dios. Y en esa línea, toda persona humana tiene una naturaleza propia, que le especifica respecto a todo lo demás que existe. Resulta entonces lógico asumir que la ley eterna (entendida como ley divina) es la que ordena esa denominada moralidad general.

    La ley humana, sin embargo, tiene otra esfera de aplicación, que es el orden y la paz social. Lo que quiere decir que la misión de la ley humana es la organización de esa convivencia social dentro de unos criterios que respeten la moralidad general a la que antes se hacía referencia.

    El problema fundamental que aquí se plantea es que se parte de una distinción para aplicar la ley, pero no se define qué va a entenderse por ley, y consecuentemente en qué sentido se habla de ley o de Derecho, y cómo se utiliza ese término en el contexto de la moralidad general, o en el contexto de la técnica de organización de la sociedad.

    Seguramente por estos equívocos, es Tomás de Aquino quien intenta establecer los criterios de definición entre Derecho y Ley.

    El término ley es mucho más amplio que el Derecho, y abarca tanto el ámbito jurídico como el moral. La referencia a la ley se identifica con la ordenación, y en el contexto en el que estamos la ley ordena la conducta. Sólo que el marco de ordenación es diferente porque el objetivo de la moral y del Derecho son distintos. El Aquinate propone que el Derecho persiga la obediencia material, es decir, el cumplimiento de hecho de prescripciones jurídicas que sirven para ordenar la sociedad, con independencia de la intención del sujeto. Por tanto, la finalidad del Derecho es la ordenación de la conducta del sujeto en cuanto ciudadano, para lo cual se hace necesario que cumpla unas leyes de naturaleza propiamente jurídica.

    Sin embargo, la finalidad que persigue la moral es la ordenación de la conducta del sujeto en orden a la virtud, y, por tanto, por referencia al sujeto en sí mismo, no en tanto que es miembro de un grupo.

    En este período, por tanto, son dos las orientaciones a tener en cuenta:

  • Por ley hay que entender el criterio de ordenación de la conducta humana.

  • Hay dos tipos de ley: la moral, que busca la ordenación de la conducta del sujeto en orden a la virtud; y la jurídica que busca la ordenación de la conducta del sujeto en cuanto miembro de la sociedad. En el primer caso se busca que el sujeto sea bueno; y en el segundo que sea un buen ciudadano.

  • A ello hay que añadir que se parte de una consideración del hombre en cuanto criatura, y consecuentemente en una situación de dependencia. Ello explica la diferencia entre la ley divina o eterna y la ley natural.

    La primera sería la ley de Dios, que configura a la persona, y también el mundo en que vive; y la ley natural se entendería como la participación de la criatura en la ley eterna. Es decir, hace referencia a lo que serían las relaciones de justicia para definir a la persona.

    Con independencia de aceptar o no estas diferenciaciones entre los distintos tipos de ley, este período aporta un criterio esclarecedor y es el siguiente: la moral se detiene en la intención del sujeto; mientras que dicha intención es irrelevante para el Derecho.

    La norma jurídica regula lo que son acciones externas, o más correctamente, el ámbito de la exteriorización de la conducta, o si se quiere los efectos externos de la conducta humana. Si se prefiere la vía de la negación, podríamos afirmar que la norma jurídica no tiene competencia para inmiscuirse en la intención del sujeto, aunque también esta afirmación necesitaría de algunas matizaciones.

    Esta etapa que hemos clasificado como específica del pensamiento clásico cristiano viene a señalar una línea divisoria entre ámbito jurídico y ámbito moral. Aunque todavía no pueda hablarse de una ciencia jurídica ramificada, sí que ha pasado ya la etapa de la jurisprudencia (al menos, de la jurisprudencia como criterio prioritario y último de definición del Derecho), y consecuentemente se empieza a hacer hincapié en el Derecho positivo. Los problemas vendrán cuando más que atender a lo que sea en sí el Derecho positivo, se insiste en la distinción de éste respecto al Derecho Natural, para terminar entendiendo dicho Derecho Natural como una especie de ordenamiento jurídico de lo que se llamó «naturaleza humana», adulterando lógicamente el sentido propio de cada uno de estos términos.

    Se ha pasado, por tanto, de la confusión de órdenes propia de la etapa anterior, al establecimiento de unos mínimos criterios de diferenciación, que sirven al menos para establecer las pautas que distinguen ámbito propio de la norma jurídica y ámbito propio de la norma moral.

    Con todas las objeciones que van a ponerse a todo este entramado de los clásicos cristianos, no se puede negar la aportación que en su momento hicieron. Y también en este período no se pueden omitir las coordenadas históricas que posibilitan el desarrollo de este argumento. Téngase en cuenta que en esta etapa no hay más concepción del hombre que la cristiana y, por tanto, no resulta difícil aceptar las afirmaciones en torno a la ley eterna y a la ley natural.

    Al menos en este momento hay criterios de diferenciación entre orden moral y jurídico, salvando siempre la imposibilidad de plantearlos como encontrados, puesto que ambos regulan la conducta humana, pero en fueros distintos.

          • La Ilustración

    Desde el punto de vista de las ideas, el momento de la Ilustración merece un estudio detallado y autónomo, y más teniendo en cuenta quienes fueron los autores que definen esta etapa histórica.

    En este orden, la obra de Thomasius pertenece al grupo de los autores denominados racionalistas, y que junto con Wolff y Puffendorf marcaron el puente de plata para pasar del iusnaturalismo clásico al racionalista, siendo protagonistas de una interpretación que en muchos puntos cambia radicalmente la definición del Derecho.

    Thomasius sistematizó los criterios de diferenciación entre Derecho y Moral. Hay que tener en cuenta que en este momento la ciencia jurídica se ha empezado a desarrollar, e incluso se han llevado a cabo los primeros intentos de codificación, aunque todavía no en los términos de la escuela de la exégesis, que está todavía en germen.

    Los estudios acerca del Derecho natural (que se entendía como origen y fundamento del Derecho positivo), fueron redactados en su mayor parte por teólogos y moralistas, que obviamente no conocían de modo pleno el entramado de la ciencia jurídica que se estaba desarrollando. Y por otra, esta posible confusión —aún teniendo en cuenta las aportaciones de la etapa anterior— requería de unos criterios de diferenciación, básicamente buscados para que la norma jurídica no fuera sin más una moralización del Derecho.

    Thomasius señala algunas diferencias. La primera de ellas sentencia que la moral atiende sólo a acciones internas, mientras el Derecho lo hace a acciones externas. Este distinto campo de actuación tiene su justificación en que el Derecho pretende la paz externa del sujeto, mientas la moral lo que busca es la consecución de la paz interna.

    La insistencia en los diferentes fueros de cada orden normativo, confirma que la moral tienen como ámbito propio la esfera de lo personal, mientras que el Derecho tiene siempre una perspectiva bilateral. Al menos, el Derecho empieza a desplegarse precisamente cuando la acción se está manifestando externamente y, por tanto, de modo explícito o implícito está provocando unos efectos. Lo que significa que el Derecho se entiende siempre en el contexto de lo que se ha llamado alteridad. Y esto se manifiesta aún en los casos en los que la norma jurídica está protegiendo un bien estrictamente personal, pero es precisamente esa protección entendida como garantía lo que confirma el carácter de alteridad. Las normas morales, sin embargo, no requieren garantías externas, precisamente porque se desenvuelven en el campo de lo estrictamente personal.

    Esto no quiere decir que las normas morales sean completamente aleatorias: ya veremos al hablar de la moral autónoma que para juzgar la actuación moral, en un momento concreto, es necesario tener en cuenta unas premisas. Pero en lo que Thomasius quiere insistir es en el carácter de las normas morales y jurídicas. Y como el argumento de la naturaleza de las normas no resulta fácil de distinguir, recurre al criterio de la obligatoriedad. La obligación de la moral afecta al fuero interno mientras que el Derecho está fundado en la coacción externa. Precisamente es la nota de la obligatoriedad lo que este autor apunta, añadiendo a los argumentos anteriores este elemento.

    Sin restar mérito a estas afirmaciones, sería importante mencionar que definir el Derecho únicamente por referencia a la coacción es dar una visión un tanto empobrecida de lo que significa el orden jurídico. Porque la remisión a la coacción implica anclar el argumento en el uso de la fuerza, y plantearse entonces la naturaleza de las penas, que no es sino uno de los debates más importantes en el contexto del Derecho Penal.

    Si el Derecho se define desde el punto de vista de la coacción exclusivamente, las penas se identifican con el castigo, y en este contexto, el orden jurídico lejos de ser una garantía, es fundamentalmente un orden peyorativo y negativo, en donde no tendían cabida elementos como la justicia, o la buena fe, o la equidad.

    Se entiende así que el Derecho se limite entonces a un ámbito que es más bien formal, y, por tanto, en el que terminan por no importar los contenidos de la conducta que se regula, sino fundamentalmente los criterios de legitimación formal de las normas. Sólo así se pueden explicar conductas como la de Hitler, o sin ir más lejos, como la de Fidel a finales del siglo de las revoluciones.

    En cualquier caso, y teniendo en cuenta el hilo de nuestra argumentación, Thomasius ofrece positivamente una sistematización de los elementos que podrían diferenciar cada uno de estos ámbitos. Y aprovechando estas distinciones, está el terreno abonado para que cuaje no sólo una distinción, sino más bien una contraposición entre moral y Derecho.

    La argumentación de Kant rematará esta situación, al manifestar de modo claro la moral y el Derecho como dos campos que son de naturaleza radicalmente diferente.

    La moral es autónoma (depende de sí misma) y el Derecho es heterónomo (depende de otros). Aquélla proviene siempre de instancias internas y, por tanto, propias del sujeto, mientas que el Derecho deriva siempre de instancias externas, que implican una peculiar imperatividad para el sujeto.

    No hay que olvidar que este modo de razonar se acepta en un momento en el que el problema del Derecho es el problema de la legislación. La consolidación del Estado (al menos los intentos de consolidación) requieren de la utilización del Derecho como elemento de definición de un nuevo modo de organizar la sociedad.

    El desarrollo del Derecho administrativo, y de la función pública abren con fuerza el diálogo acerca de la distinción respecto al Derecho Privado. Y el Derecho positivo empieza a ramificarse.

    Junto a ello, la codificación ofrece una visión muy concreta del elemento jurídico, en el que todo Derecho remite al Derecho positivo, y sólo el Derecho sancionado como tal puede merecer el calificativo propio. Se insiste en la positivación, diferenciando cada vez con más fuerza el Derecho natural.

    En este contexto es muy fácil entender que el Derecho es un orden radicalmente distinto de la moral. Probablemente son distinguibles, pero como se ha dicho por algún autor, no son ámbitos separables.

    El Derecho natural no pertenece al ámbito de lo positivo, y por eso se llega a entender como una especie de moral constituida en ordenamiento jurídico previo al positivo, que lógicamente termina cayendo por su propia base. El Derecho positivo asume así un protagonismo que termina con el rechazo tanto del Derecho natural, como de todo tipo de referencias morales.

    Se inicia, por tanto, en este período histórico un debate todavía vigente entre positivismo e iusnaturalismo, como modos diferentes de definir el fenómeno jurídico, y sobre todo, como respuesta a un perfil del Derecho de carácter eminentemente formal.

    La legalidad y la moralidad han pasado así de la confusión de la primera etapa a la contraposición en este tercer momento, pasando por la distinción de la etapa anterior. La Ilustración ofrece un modelo nuevo no sólo de sociedad, sino también de persona, y en último término, de la condición humana. Y nuevamente hay que interpretar los argumentos situándose en el momento histórico propio para poder calificarlos.

    La defensa de la legalidad tiene el riesgo de perder de vista el contenido de lo que se legaliza. Y aun siendo muy importante el dato formal para definir el Derecho, no deja de ser menos importante la atención a la conducta concreta que se trata de regular.

    Quizá el problema ha sido una pretensión de unicidad al interpretar el papel de la moral. Y sobre todo una confusión de los criterios morales con los religiosos, como si el respeto a la condición humana fuera una cuestión exclusiva de credo de fe.

    En cualquier caso, lo que hay que decir es que la moral afecta a la actuación de la persona, o si se prefiere del sujeto, en cuanto que tal sujeto, y, por tanto, no sólo por referencia a la convicción religiosa, que no es sino un modo concreto de interpretar esa conducta del sujeto en cuanto que tal sujeto.

    Esto significa que querer aceptar unas referencias morales no tiene por qué interpretarse en unos términos tan peyorativos, que se confunda el respeto a las personas con el fundamentalismo.

    Con esto, se quiere señalar que la Ilustración ofrece su aportación propia, incidiendo en unos criterios sistemáticos para diferenciar el Derecho y la Moral. Pero de esa distinción se pasa a la contraposición, haciéndose necesario el establecimiento de algún tipo de equilibrio que devuelva la realidad a su lugar propio.

          • Etapa contemporánea

    El salto de la Ilustración a nuestros días no deja de ser tan genérico como la exposición que se está haciendo. Pero ya se advirtió que se trata de ofrecer una visión muy panorámica de la situación, a los efectos de deducir cómo se han entendido históricamente las distinciones entre estos dos órdenes normativos.

    Y a ello hay que añadir que la visión ilustrada se ha mantenido vigente; y que los debates en torno al iusnaturalismo y al positivismo no han cesado de estar presentes, al menos hasta la primera mitad de nuestro siglo. Sólo que la experiencia de dos guerras mundiales y de otros muchos estragos, han llevado a una posible reinterpretación de la persona, y, por tanto, de la condición humana, es decir, tanto de la moral como del Derecho.

    Durante todo el siglo XIX se mantienen los argumentos de Kant y de Thomasius. La racionalidad se convierte en una especie de instrumento para fundamentar y explicar cualquier orden de conducta. Y sobre todo, impera una consideración del Derecho, que por impulso de la codificación remite al Derecho exclusivamente positivo.

    Hay que recordar que el Derecho positivo es en sentido propio el Derecho que hay vigente. Pero junto a ello no se puede descartar que existen principios, que incluso el propio texto positivo reconoce, para interpretar y entender en la medida correcta la norma vigente. Y dichos principios no son únicamente de carácter formal. Piénsese en la remisión de nuestro Cc al concepto de la buena fe; o si se prefiere a la consideración de los valores superiores reconocidos expresamente en el art. 1.1 de nuestra Constitución. Dichos valores son la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Y el TC español en reiterada jurisprudencia los ha entendido con un valor normativo (puesto que están incluidos en el texto de la Constitución), lo que implica que incluso puede ser derogatorios del Derecho anterior. Ahora bien, qué se entiende por cada uno de estos valores, o en qué términos deben ser definidos, son cuestiones que no están resueltas en el texto positivo. Y no por ese motivo se admitiría que los valores superiores no son Derecho.

    Con esto, lo que se quiere afirmar es que definir el Derecho positivo por referencia a las disposiciones vigentes única y exclusivamente resulta un planteamiento muy empobrecedor del elemento jurídico. Y fundamentalmente no acorde con la realidad jurídica, si se puede utilizar esta terminología.

    De hecho, la oferta de los positivistas ha terminado siendo tan poco útil como la de los iusnaturalistas. En dos guerras mundiales se han perdido casi 90 millones de vidas humanas; se han utilizado campos de concentración y se han asesinado a innumerables sujetos sólo por ser de una raza distinta; se ha puesto término a muchas vidas inocentes…y un sinfín de ultrajes que resultan de difícil explicación. Y ello, en un contexto en el que los mecanismos de protección jurídica se han multiplicado. La pregunta es qué ha fallado, para que todos esos instrumentos no hayan sido de la eficacia que se esperaba.

    En 1919, después de la I Guerra Mundial, se intenta una especie de convivencia internacional, avalada por la creación de la Sociedad de Naciones. Pero la propuesta estaba claramente frenada por el derecho al veto reconocido para las cinco grandes potencias. Este derecho obstaculizó un proceso de paz, que vuelve a verse truncado durante la II Guerra Mundial. En 1945, y todavía sin estrenar la Carta de San Francisco, dos bombas atómicas destruyen Hiroshima y Nagasaki. Y después del estreno atómico se acuerda la creación de la Organización de Naciones Unidas, en la que los Estados se comprometen a salvaguardar la paz y el respeto a los derechos fundamentales.

    Esos deseos se concretan en múltiples estrategias de tipo político, y también en la proclamación de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, reforzada por los Pactos Internacionales de 1966.

    Con todo ello se muestra un intento de salvaguardar a la persona, más que de asegurar garantías que no han dado el resultado esperado.

    En este período resulta claramente insuficiente un debate sobre la viabilidad del positivismo o del iusnaturalismo. Lo más cierto es que la racionalidad no sirve de límite o contrapeso para que lo formal refuerce el contenido de las normas. Por tanto, hace falta pensar otra posible solución.

    No se trata de confrontar norma jurídica y norma moral, pero sí de constatar que esa contraposición si se admite en la práctica, implica que todo lo que esté formalmente sancionado como válido, es legal y, por tanto, es aplicable. Pero por correcto que parezca el argumento lo que termina sucediendo es que por la vía legal puede justificarse absolutamente todo. Los campos de concentración de Hitler eran legales; la falta de libertad de Castro era legal; los atentados a la solidaridad en la antigua Rusia son perfectamente legales, como sería la proliferación de homeless en Estados Unidos.

    Si esto fuera así, dónde están los límites del Derecho. Y la respuesta tendría que ser que la moral no puede ser un límite en la medida en que no tiene carácter universal. Quizá resulte cierto. Pero si el límite no es la norma moral en sí misma, si lo es la condición humana, es decir, aquel mínimo que define quién y qué es una persona.

    Por esta línea, en nuestros días, la relación ente el Derecho y la Moral tienen una versión claramente diferente. No se asume la moral en los términos clásicos que se había entendido desde el siglo XVIII. Pero si por moral se entiende el conjunto de normas que potencian el respeto a la persona, dicho argumento es admitido.

    A ello habría que añadir el importante papel que han jugado los movimientos sociales, por la vía del reclamo de algunos modos de definición del sujeto y su entorno, que por la praxis habían desaparecido.

    Todos los movimientos sociales tienen también su origen en unas circunstancias históricas muy concretas, que son específicas de nuestro siglo.

    El proceso de descolonización motivó la necesidad de respetar la pluralidad, y, por tanto, de incluir como válido lo que resulta distinto. De ahí surgen todos los movimientos en contra de la xenofobia y el racismo.

    Junto a ello, los estragos causados por la bomba atómica y las consecuencias de las dos guerras mundiales, potencian el despliegue de los movimientos pacifistas, en un intento de mantener la paz en el grupo social a partir de la paz en la propia persona, sobre todo por influencia de la obra de Ghandi.

    Los atentados contra los recursos naturales, como manifestación de las diferencias entre países pobres y ricos, hace que para unos dichos recursos sean un modo de explotación económica y para otros un modo de supervivencia, sin controlar de ningún modo el uso de esos recursos. Este grave problema es el objetivo central a resolver por parte de los movimientos ecologistas.

    Y el respeto a la persona, que incluye no sólo el respeto por lo diferente, sino también por todos aquellos grupos que han sido marginados por la sociedad, potencia el nacimiento de los movimientos feministas y de todos los movimientos en contra de la marginación.

    Con este panorama, se entiende que el siglo XX haya pasado por dos extremos claros: de la mayor destrucción de la persona con el fin de respetarla a través de la recuperación de su propia realidad, salvaguardando a la propia persona y al entorno: trabajo que está siendo realizado precisamente por todos estos movimientos. Junto a ello, se ha pasado de un diálogo sordo entre iusnaturalistas y positivistas, a un intento de interpretación ética del origen y la aplicación de la norma jurídica. Lo que implica que se ha derivado de la contraposición entre Derecho y Moral, a un intento de respeto de las llamadas necesidades mínimas, que tienen un carácter universal, o al menos son admitidas de un modo objetivo.

    Esta visión, en la última etapa mencionada implica una proposición mucho más amplia del Derecho, no aislado del contexto en el que va a aplicarse, y obviamente no desvinculado de la finalidad que con él se persigue: el respeto a la condición humana.

    Con estas cuatro etapas se ve claramente la evolución vivida en el contexto de las relaciones entre el Derecho y la Moral. Y sobre todo confirman los esfuerzos por unificar la interpretación teórica de las cosas con la realidad de las mismas.

    Es por ello que a pesar de los esfuerzos de unión que se han llevado a cabo, uno de los más importantes problemas es la propia evolución de los términos Derecho y Moral. En cuanto al primero, alguna referencia se ha hecho al cambio de consideración del Derecho como jurisprudencia, al Derecho como ciencia jurídica. Pero en ello entraremos con detalle al estudiar en qué consiste dicha ciencia, en cuanto saber jurídico de mayor tradición.

    Sin embargo, es más difícil de situar cuál es la definición de moral que va a plantearse como referencia para el tema que nos ocupa. Y la cuestión principal es que resulta casi imposible dar una oferta única de la moral. Hay que considerar el planteamiento histórico, pero también los parámetros de definición que se utilizan al respecto.

  • Derecho y política

  • Como ya se ha puesto de manifiesto, a veces es difícil establecer diferencias operativas entre los ámbitos normativos. En la práctica no se puede separar radicalmente la norma jurídica del tipo de sociedad en donde se aplica, o de los criterios morales que en ese grupo hay vigentes, o del sistema económico que se toma como referencia.

    Las normas jurídicas son utilizadas habitualmente como cauce para hacer viable una visión concreta de la sociedad. Este modo de proceder confirma que las normas jurídicas no son asépticas, pero esto no quiere decir que directamente el Derecho es sin más un instrumento de poder político. Lo es, pero no solamente.

    En numerosas ocasiones se confunde la referencia a los bienes propiamente humanos con un sistema de votaciones. El situarnos en un contexto democrático posibilita una especie de libertad ilimitada, que se ejercita por el juego de las mayorías y minorías. Y desde esa visión, absolutamente todo es posible en una democracia. Tanto, que se asegura que es el mejor de los sistemas.

    No hay duda de que lo es, pero la democracia es un sistema de organizar la sociedad y consecuentemente el poder. Se trata de un sistema político que descubre muchas expectativas al ciudadano, pero no al ciudadano mismo. El respeto al otro, la tolerancia, la pluralidad… y un largo etcétera son elementos acuñados por la democracia, pero que ésta exista no quiere decir que automáticamente esos elementos sean experiencia vital. La democracia asegura la realización de esos elementos, pero su ejercicio no depende sólo del sistema, sino fundamentalmente de los ciudadanos y de la educación que hayan recibido.

    En realidad, qué tienen en común el Derecho y la Política para que en la práctica sea imposible una distinción total entre un orden normativo y otro.

    Podría decirse que en ambos casos se está tratando la conducta humana, pero esto no es suficiente. El Derecho es una forma de regularizar la fuerza o si se prefiere el poder —aunque no solamente—. El Derecho, en términos muy simplistas podría identificarse con la vía para organizar la sociedad de acuerdo con un determinado sistema político. Al tiempo que la política viene a desarrollarse como el marco de organización de la vida de la sociedad, imperando (bien sea por el juego de mayorías, o por otros modos, dependiendo del sistema político) un determinado punto de vista acerca de dicha organización y como consecuencia acera de las conductas a las que hay que dar forma jurídica o no.

    Esto implica que tanto en el Derecho como en la política se está utilizando como parámetro el poder. Y en ambos casos se está optando por un modelo concreto de sociedad y de ciudadano.

    En último término, hay que afirmar que el Derecho tiene respecto a la política un condicionante importante: la elaboración de la norma jurídica está completamente subordinada a los criterios políticos que estén vigentes en la sociedad. Eso es un condicionante, pero también una vía para aclarar la cuestión: esa referencia quiere decir que la norma jurídica (por tanto, lo que hemos denominado aspecto normativo) depende directamente del criterio político. Pero no así lo que hemos definido como Derecho.

    Es decir, que la relación entre Derecho y Política pasa por los elementos de la experiencia jurídica, pero de modo muy distinto por cada uno de ellos. Obviamente las necesidades del grupo estarán condicionadas por el sistema político, y por quien tenga poder político en cada momento. Pero esa influencia no margina radicalmente la definición de los bienes que especifican a la condición humana, que en cualquiera de los casos no dependen del sistema político. Sin embargo, sí habrá una gran dependencia en lo que se refiere a eses aspecto normativo. Tanta dependencia que el propio ordenamiento jurídico tienen que prever las posibles confusiones entre Derecho y Política, estableciendo los cauces jurídicos y las garantías adecuadas para que esa confusión no derive en la arbitrariedad o en los atentados contra la justicia.

    Si el Derecho se define únicamente por el aspecto de norma, y, por tanto, como un conjunto de normas o disposiciones vigentes, el Derecho no es sino un modo de encubrir el totalitarismo; o dicho de otro modo, en una versión positivista radical del Derecho, éste no es sino un mero instrumento al servicio del poder político y, por tanto, incapaz de realizar ningún tipo de valor superior.

    Sin embargo, en nuestra propuesta del Derecho, éste no se agota en la dimensión normativa, aunque efectivamente sea muy importante. Precisamente la distinción de elementos es la única vía para diferenciar cada orden normativo.

          • La aportación de las revoluciones

    En cualquier caso, y precisamente porque es muy fácil remitir a la confusión de órdenes, el ordenamiento jurídico prevé unos cauces que puedan salvar y garantizar el ámbito propio de cada uno. Esos cauces son fundamentalmente tres:

  • El principio de presunción de inocencia. Manifiesta un adagio tradicional del Derecho, que lleva a considerar que nadie puede ser considerado como culpable si no se prueba explícitamente; o dicho de manera positiva, que todo ciudadano es inocente mientras que no se pruebe lo contrario.

  • El principio de respeto universal al otro. Viene a ser consecuencia del anterior. Fundamentalmente lleva consigo la consagración de la igualdad mínima universal, que legalmente se traduce por el principio anterior, en la igualdad de oportunidades. Esto significa que hay una esfera mínima o básica de derechos que son iguales para todos, y precisamente eso es lo que configura la realidad de la condición humana.

  • La independencia del poder judicial. Este es probablemente el más importante de los elementos para salvar jurídicamente las diferencias entre el Derecho y la Política, el poder judicial se entiende al servicio de toda la sociedad y, por tanto, de todos los ciudadanos. Lo que significa que dicho poder no juega en función de un partido o varios partidos políticos, ni tan siguiera en función de uno o varios grupos de la sociedad.

  • Al poder judicial le corresponde la función de administrar la justicia, interpretando y aplicando el Derecho de acuerdo con las normas positivas vigentes en la sociedad. Pero no sólo de acuerdo con ello, sino también de acuerdo con la equidad.

          • La configuración del Estado de Derecho

    No es el momento histórico más adecuado para plantear la función que corresponde al Estado y los términos en los que hay que definirlo. Pero a pesar de ello hay que afrontar la cuestión porque sin Estado no habría sociedad democrática, ni Derecho.

    La CE establece en su art. 1 que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, y a partir de esta afirmación se entiende que el texto constitucional especifique la distribución de poderes, la delimitación del territorio, las orientaciones fundamentales para la organización del poder judicial, los derechos que se reconocen a los españoles… etc.

    Por tanto, el Estado vendría a ser la referencia, o la realidad a partir de la cual se organiza la sociedad política y nacen las normas jurídicas.

    Es importante tener en cuenta cuáles son los calificativos que definen al Estado español, que no resultan de fácil perfil si se prescinden de la evolución histórica del Estado, desde su incipiente nacimiento en el siglo XVIII hasta nuestros días.

    El nacimiento del Estado marca una pauta importante en la historia humana, puesto que la propuesta del Estado rompe con una organización de la sociedad que se había denominado estamental.

    Los diferentes grupos que formaban esos estamentos tenían unos derechos reconocidos, que derivaban esencialmente del criterio del nacimiento y de la propiedad. Este modo de ordenar la sociedad se presenta claramente desigual, de manera que no todos los ciudadanos son considerados como iguales, y, por tanto, no todos tienen los mismos derechos. Muestra de ello son las teorías de Hobbes y de Locke al respecto, que a juicio de Macpherson significan la defensa más radical del individualismo basado en la propiedad. Aunque el tema es interesantísimo, no es el lugar para desarrollarlo.

    Por lo que interesa a nuestros efectos el nacimiento del Estado ofrece no sólo un nuevo modo de orden de la sociedad, sino que lleva consigo una nueva visión de los derechos y sobre todo una nueva visión de la persona, que empieza a descubrir el sentido de la igualdad, enterrado después de la caída del imperio romano.

    Sin embargo, también hay que decir que la configuración del Estado ha ido evolucionando a partir de los errores históricos, si se pueden llamar así, porque gracias a esos errores la institución se ha ido beneficiando y mejorando.

    Con todo, en el estudio de la función que se atribuye al Estado hay que distinguir tres etapas: el Estado liberal; el Estado social y el Estado social y democrático de Derecho

          • La evolución histórica del Estado

          • El Estado liberal

          • La primera etapa del Estado es la que se denomina Estado liberal, fundado en el individualismo más radical (que tiene su explicación en que la sociedad estamental se ha ordenado casi siempre bajo la concepción del grupo, de modo que ha primado el bien común sobre el individual, y la idea de autoridad sobre la propia concepción de las cosas).

            Durante la etapa del Estado liberal, que coincide con la primera constitución del Estado, habría que señalar como datos más específicos:

            • La consideración de los derechos humanos como derechos subjetivos.

            • La afirmación de las decisiones individuales como punto de referencia para la regulación de conductas.

            • La mínima intervención del Estado, a quien de momento corresponde coordinar las libertades de todos los ciudadanos.

          • El Estado social

          • La segunda etapa obedece al denominado Estado social, que pretende sobre todo hacer de correctivo para los abusos del individualismo anterior. Para conseguirlo se hace necesario afirmar los derechos sociales, y, por tanto, se requiere de una mayor intervención estatal, con un poder ejecutivo mucho más reforzado.

            En esta fase los caracteres del Estado son:

            • El imperio de la ley, formalizada como tal a través de un órgano popular representativo.

            • La separación y distribución de poderes.

            • La legalidad de la Administración pública, que se hace efectiva por los principios de transparencia y publicidad.

            • La garantía de los derechos y libertades fundamentales, incluyendo la referencia a los derechos sociales, que en último término pueden facilitar un mayor bienestar social general.

            En esta segunda etapa se establecen las pautas de lo que se llamará Estado del bienestar, que ha sido utilizado con posterioridad, sobre todo por los representantes del neocapitalismo.

          • El Estado social y democrático de Derecho

          • La tercera de las etapas establecidas por E. Díaz es la que corresponde al Estado social y democrático de Derecho. Esta fase surge también como modo de corregir de algún modo al Estado social.

            El Estado liberal optó por el individualismo, que fue corregido con la introducción de los derechos sociales, en la fase del Estado social. Pero el problema es que de uno y otro se han derivado posiciones encontradas, que hacen defender planteamientos económicos basados en el individualismo; y planteamientos políticos basados en la defensa de los derechos sociales.

            Quizá ambas afirmaciones no son completamente incompatibles, pero si resulta cierto que hay que unificar de algún modo el ámbito político y el económico. Por eso, el Estado social y democrático viene a recordar que la democracia política exige como base una democracia socio-económica. Si la democracia refuerza la idea de la igualdad, este término no se agota en el contexto político, y, por tanto, se trata de afirmar esa igualdad en los diferentes órdenes normativos. Y por ello, hay quien afirma que esta tercera fase del Estado sólo es viable en un sistema socialista.

            Con todos los matices que pueda exigir esta afirmación, los elementos para perfilar la tercera fase del Estado se resumen en la participación real de todos los ciudadanos. Y ese resumen se despliega en dos elementos importantes:

            • La incorporación de los ciudadanos en los mecanismos de control de decisiones.

            • La real participación de los ciudadanos en los rendimientos de producción.

            De este modo, la función del Estado consiste en establecer la demarcación en la que se desarrolla la sociedad política, y, por tanto, la justificación tanto del orden jurídico como del político.

          • Derecho y cultura

          • El caso de la cultura no se presenta en los mismos términos que los demás órdenes normativos. Los ámbitos de desarrollo de cada orden pueden ser difíciles de delimitar, pero hay una zona ambigua en la que se pueden establecer algunas distinciones. No puede decirse lo mismo de la cultura, donde propiamente no nos situamos en un orden normativo bien delimitado, sino más bien en un entorno que termina por definirlo prácticamente todo.

            En términos generales se puede definir la cultura como la realización, expresión y descubrimiento de la dignidad humana. Consecuentemente, la realización, expresión y descubrimiento en el orden práctico de la verdad acerca de la condición humana, de un modo histórico.

            Precisamente por ello la cultura no es histórica, sino todo lo contrario. Se va haciendo en cada contexto. Se dice que la cultura se identifica con la tradición, porque para elaborar el presente se requiere el pasado.

            En el entramado de relaciones y referencias mutuas entre Derecho y Cultura hay que tener en cuenta cuáles han sido las interpretaciones que desde un punto de vista histórico, o doctrinal se han dado a las relaciones Derecho-cultura.

            Pueden distinguirse básicamente dos interpretaciones:

          • El ataque o rechazo del Derecho. Ha venido protagonizado por las llamadas experiencias contraculturales que en su momento fueron potenciadas por Habermas.

          • Fundamentalmente se pretendía el rechazo de cualquier tipo de autoridad, como una especie de reacción peyorativa respecto a la tradición y a todo lo que se mantiene de un modo institucional.

            El rechazo a la autoridad implica también el rechazo a las formas y también a las instituciones, fundamentalmente porque manifiestan duración y continuidad y esos elementos son la antítesis de la anarquía.

            En esta panorámica, el Derecho se interpreta en un sentido radicalmente negativo, donde se define como un conjunto de normas que regulan la conducta, estableciendo los límites y el campo de ejercicio de las libertades. De esta manera el Derecho se concibe sin más como ordenamiento jurídico, y, por tanto, se atiende exclusivamente a lo que es aspecto normativo.

            Pero aún en ese reduccionismo, todavía puede entenderse el Derecho como límite o como protección.

            En la visión que estamos analizando, el Derecho carece de su función de garantía, de modo que en todo caso es entendido como el conjunto de límites que algunos entienden como necesario dentro de la sociedad.

            Tanto por la vía de la negación de la autoridad como por el camino del rechazo de cualquier tipo de límites a la propia conducta, el Derecho carece de sentido.

          • La defensa del Derecho. Vendría a representar la opción contraria a la anterior. Está representada por aquellos movimientos culturales que plantean la superación de los reduccionismos a los que ha sido sometida la interpretación cultural.

          • Fundamentalmente estos movimientos han pretendido —a juicio de Ballesteros— la superación del llamado economicismo y del politicismo.

            En el primero de los casos, el economicismo tiende a interpretar toda la cultura, y, por tanto, toda la realidad humana desde una perspectiva económica. Esa identificación termina en un reduccionismo de la condición humana, que junto a los elementos estrictamente económicos, no puede prescindir de sus valoraciones y, por tanto, del ámbito de los sentimientos para interpretar su entorno. Precisamente por ello, la superación del economicismo pasa por el test de definición no sólo de la persona sino también de la referencia a otros elementos de juicio que transciendan la economía.

            En ese iter habría que incluir el reclamo de la solidaridad, como elemento de definición de la sociedad. Y esa protección de la solidaridad, como objetivo y como valor o principio del ordenamiento exige del Derecho. Luego, se entiende la defensa de éste.

            Razonamiento parecido se sigue respecto al politicismo o estatismo, que identifica la condición humana con un marco exclusivamente político.

            En uno y otro caso, el Derecho —su reconocimiento, defensa e identificación— se entiende como la vía para hacer realidad la clásica idea de la justicia, como dar a cada uno aquello que le corresponde.

            Dentro de dar a cada uno lo propio hay que revisar la definición de la condición humana, y sobre todo hay que proponer una visión real de la misma. La única manera de recuperar la referencia solidaria —para rebatir las propuestas del economicismo— y la referencia justa —para rebatir las del politicismo— es la consideración del Derecho, situado siempre con un carácter instrumental.

                  • El nacimiento y desarrollo de las instituciones

            Como se ha dicho, la realización más clara de las relaciones entre Derecho y cultura es el reconocimiento de las instituciones. Desde un punto de vista conceptual, las instituciones remiten al sentido de la tradición, entendida como referencia positiva, para asumir lo que de válido puede haber en el pasado.

            Podrían definirse las instituciones como un conjunto coherente de usos, costumbres o prácticas que definen el comportamiento de un grupo.

            De ese comportamiento derivan situaciones jurídicas objetivas (status) que invisten de unos derechos y deberes estatutarios.

            Las características de las instituciones podrían ser —según Hauriou— las siguientes:

          • Son creaciones o invenciones de la sociedad, y, por tanto, se explican necesariamente por relación a la cultura. Se entiende en este sentido que las instituciones hacen referencia a modos de vida y de organización social. Por ejemplo, la Banca, o el derecho de huelga, son instituciones que han nacido como reflejo de una cultura concreta, es decir, como manifestación de unas necesidades humanas determinadas.

          • Tienen un carácter formal, puesto que no son simples orientaciones. Implican una normativa de conducta, aunque sea de una naturaleza peculiar. Por ejemplo, la sociedad anónima para se tal tiene que cumplir unas condiciones y unos requisitos determinados.

          • Son complejas, en la medida en que no tienen una naturaleza simple. Agrupan valores, ideas, normas, estructuras, funciones y relaciones. Por eso, una simple repetición, como puede ser el caso de los usos sociales no significa directamente lo mismo que la institución.

          • En el caso de los usos sociales no se cuestiona la naturaleza de los mismos. Simplemente la repetición de una conducta los hace viables en un determinado grupo social. Pero ya se ve que es claramente distinto el supuesto de las instituciones, en las que no basta una repetición, sino otros elementos.

          • Son permanentes. Esto significa que las instituciones se mantienen con independencia de las personas. Esto no quiere decir que las instituciones sean algo eterno o absoluto, pero sí que su duración y mantenimiento no está sometido al proceso de la persona física.

          • Piénsese por ejemplo en la propiedad como institución: existe desde hace muchos siglos, con independencia de las personas que fomentaron el que dicha institución tuviera un refuerzo y una protección de carácter jurídico. En este sentido, se mantiene el carácter de permanentes.

          • Son estructuradas. Esto no significa que todas las instituciones requieran de una especie de jerarquía interna. Más bien significa que los elementos que constituyen la institución tienen una interdependencia entre sí, y precisamente por ello forman un todo integrado.

          • Por ejemplo, el Parlamento: su análisis como institución requiere tener en cuenta no sólo las competencias en virtud de las que actúa, sino también qué personas lo constituyen, cuál es el proceso de toma de decisiones en su seno, qué tipo de comisiones se pueden constituir y conforme a qué criterios… y todos esos elementos tienen tal relación entre sí que prescindir de esa relación vendría a ser lo mismo que hacer desaparecer la institución como tal.

          • Por último, hacen referencia a una función principal de una sociedad determinada. Esto es lo mismo que afirmar que no son instituciones todas las ordenaciones formales con relación a un fin social cualquiera, sino con relación a fines de relevancia, y precisamente ese es el motivo de que necesiten una ordenación jurídica, que de algún modo las garantiza.

          • Establecidas las características de las instituciones habría que recordar que existen diferentes tipos: políticas, jurídicas, económicas… dependiendo del fin que persigan. Pero en todos los casos estamos hablando de modalidades de la institución social. En el sentido de que aunque las instituciones desplieguen su actividad en un ámbito concreto de la sociedad, surgen precisamente por el contexto social genérico en el que van a desarrollarse.

            Es muy significativo en este sentido, el argumento de Eliot, que utiliza respecto a la cultura, y que puede iluminar el nuestro. Eliot señala que para calificar la cultura hay que distinguir tres tipos de asociación en los que puede plantearse ese término: la cultura del individuo, la cultura del grupo y la cultura de toda la sociedad. En esa especie de escalón, la interdependencia es mutua, de modo que no podría hablarse de la cultura del individuo sin el grupo y sin la sociedad.

            Ese proceso que resulta lógico atendiendo a la vida práctica, puede aplicarse ahora a la clasificación de las instituciones. Estas pueden ser diferentes, según el campo de la actividad social en el que nos situemos, pero en todo caso, estamos siempre hablando de las instituciones sociales. Y ello porque solamente en el seno de la sociedad se explica una determinada cultura que dé origen al nacimiento de las distintas instituciones.

            Por todos estos motivos resulta fácil asumir que las instituciones implican un modo de reconocimiento jurídico para las exigencias de la cultura de una sociedad. Y en este sentido, dichas instituciones manifiestan de un modo claro la relación estrecha entre Derecho y Cultura.

                  • La evolución cultural del Derecho

          • Derecho Romano

          • Introducción

          • El derecho como fenómeno social

          • Antes de aproximarnos a los esquemas del Pensamiento Jurídico es necesario puntualizar una serie de datos.

            Hay que señalar que el Derecho es algo que se produce dentro de la vida social, que prácticamente todos los actos de nuestra vida tienen trascendencia jurídica. Para empezar diríamos que las personas al nacer se convierten en sujetos del Derecho, las personas cuentan para el Derecho.

            La función del Derecho es organizar la vida social, es decir, organizar este tipo de fenómenos a los que hemos aludido, Fenómenos Jurídicos. El Derecho no es algo que se impone desde arriba sino que por consenso social decidimos tener.

            Lo que se aprueba como ley es lo que la sociedad quiere. El Derecho nace de las propias normas que quiere darse una sociedad. Hay dos formas en que la sociedad concibe el Derecho.

            ¿Cómo se puede concebir el Derecho?

            Para que de solución a estos conflictos de intereses, cabe distinguir dos posturas:

            • La concepción normativista.

            • La concepción casuística.

            • Concepción normativista del Derecho

            • Para la concepción normativística el Derecho es un conjunto de normas, es algo que viene formulado y cristalizado en las normas. El Derecho aparece como una previa formulación normativa abstracta y general.

              El Derecho es el orden preestablecido para una sociedad, la propia comunidad ha planteado previamente el orden que considera deseable establecer y este orden se ofrece a través de una serie de reglas.

              Para una concepción normativista del Derecho las normas constituyen lo primero, las normas son el punto de partida de toda investigación y de todo análisis, ellas prefiguran la realidad deseable y, por tanto, la realidad debe ajustarse a ellas.

              Las normas prevén las consecuencias jurídicas que se producirán cuando la realidad no se ajuste a ellas.

              Esta concepción del Derecho representa los derechos del continente europeo, en donde las materias jurídicas se encuentran reguladas en códigos.

            • Concepción casuística del Derecho

            • La concepción casuística del Derecho concibe el Derecho como un modo de solución de los conflictos que en ningún caso podrán solucionarse de modo único, en esta concepción los criterios para solucionar los conflictos son flexibles y deben atender el caso concreto.

              A esta concepción del Derecho pertenece el Derecho inglés, el Derecho angloamericano y perteneció el Derecho romano.

              Estas dos concepciones del Derecho implican dos métodos de solución a los conflictos de intereses.

              Métodos

              La concepción normativista utiliza el método de pensamiento axiomático (sistema cerrado normativo) y la concepción casuística el método tópico (sistema abierto o casuístico).

              El método axiomático, sirviéndose de la deducción lógica, hace derivar todas las máximas y conceptos de un sistema de normas o conceptos raíces.

              Este Derecho tiene una estructura sistemática que permite su interrelación. El método tópico no parte del sistema como una totalidad, del que se puede sacar por deducción la norma concreta que contiene la solución del caso, sino que por el contrario parte del caso mismo.

              En el sistema judicial inglés existían tradicionalmente dos tipos de tribunales:

              • Tribunales de equity.

              • Tribunales de Common Law.

              Los tribunales de equity o de equidad no juzgaban según el derecho consuetudinario, sino que juzgaban según la equidad.

              Los tribunales de Common Law juzgaban de acuerdo con una mezcla del Derecho romano y el Derecho consuetudinario (costumbres).

              En el siglo XIII se estructuraba el orden judicial con tribunales de equity o de Common Law, a petición del interesado, y por encima de estos tribunales estaba la Conselleria Real que resolvía las apelaciones.

              En el siglo XVIII se fusionaron ambos tribunales y el sistema de Common Law acabó absorbiendo los tribunales de equidad.

              El sistema de Common Law consiste en que los precedentes (casos semejantes resueltos con anterioridad) de un tribunal superior son vinculantes. Esto significa que el juez, al resolver un caso debe hacerlo de acuerdo con un precedente, y, si no existe, con su sentencia creará uno nuevo.

              En el sistema anglosajón el legislador sólo interviene cuando quiere cambiar una orientación jurisprudencial o bien cuando la jurisprudencia no ha llegado a resolver de manera satisfactoria.

              De esta forma la ley tiene carácter supletorio y debe interpretarse siempre de forma restrictiva, sin poder utilizar la analogía.

            • Organización política

            • El estado-ciudad como punto de partida

            • La historia del Derecho romano universal comienza en una comunidad cuyas humildes condiciones apenas podemos imaginar hoy en día.

              El estado romano de la época arcaica es uno de esos innumerables estados ciudad «civitas» de la Antigüedad, que gravitan en torno a un único reducto fortificado, escenario del tráfico económico y de la totalidad de la vida política; a su alrededor se extiende un área sobre la cual sólo se encuentran caseríos aislados o aldeas abiertas.

              Los estados ciudad «civitas» son una idea de agrupación de hombres libres instalados sobre un pequeño territorio, que están dispuestos a defender, a su vez son partícipes en mayor o menor medida en las deliberaciones sobre aquellas decisiones que se adopten en el interés común.

              Todas las «civitas», cualquiera que fuese su forma de gobierno constaba:

              • Consejo de nobles (ancianos).

              • Asamblea popular.

              • Uno o varios jefes.

              En los primeros siglos de la historia romana el territorio estatal y la población de Roma habían crecido ya considerablemente. Pero es únicamente en los siglos IV y III a. C. cuando Roma crece paulatinamente, hasta convertirse en un estado al que, también hoy con nuestros módulos, llamaríamos grande; finalmente, Roma termina por dominar toda Italia.

              La población de Roma era —cuando menos en su sustrato— de origen latino. Los vínculos que unían a Roma con las demás comunidades latinas, esto es, con sus vecinos del este y sur, eran un lenguaje común (la lengua de los latinos, el latín), y una cultura similar, incluso en el campo del Derecho.

              Los influjos culturales exóticos de la época primitiva de la historia romana, o sea, después del siglo VI a. C., son, cualitativa y cuantitativamente fáciles de determinar. Partieron éstos de dos pueblos superiores en cultura: los etruscos y los griegos.

            • Organización económico-social y su reflejo en la organización política. Clases y lucha de clases

            • La Roma de la época primitiva era una comunidad rural. Es posible que el favorable emplazamiento de la ciudad a orillas del Tíber (río navegable que, además, por aquí era fácil de vadear) y al lado de la antiquísima vía de la sal (via salaria), en tierras de los sabinos, fomentará muy pronto el desarrollo de la industria y el comercio. Sin embargo, durante toda la época arcaica e incluso mucho después, el peso de la vida política y económica gravitó sobre la propiedad de la tierra (fudiaria) y precisamente sobre un número relativamente pequeño de familias nobles (patricii), los cuales poseían la mayor parte del suelo romano y formaban en calidad de jinetes (equites) el núcleo del ejército romano.

              Les separaba de la masa del pueblo una imponente distancia social: la Ley de las XII Tablas no permitía matrimonios entre patricios y plebeyos (plebs). Éstos estuvieron excluidos de los cargos públicos hasta las luchas sociales de los siglos V y IV a. C. y no llegaron nunca a tener acceso a algunos cargos sacerdotales.

              Parece ser que una parte considerable de la plebe se componía originariamente de pequeños labradores independientes, asentados sobre suelo patricio. Pues los mismos propietarios patricios eran labradores y no terratenientes, en el sentido de la moderna economía agraria. Administraban la hacienda con sus hijos y con unos pocos esclavos y, por ello, sólo podían aprovechar una porción de lo que poseían. El resto lo daban en precario (precarium) a plebeyos que carecía de tierra o que tenían poca, entrando éstos así en el círculo de los vasallos protegidos (clientes), que debían, por tanto, seguir al señor en la guerra y en la política. A cambio, el señor patricio tenía que proteger y ayudar al cliente cuando éste se encontrara en situación difícil. Da una idea de lo rigurosa que era esta obligación una norma de las XII Tablas que condenaba al destierro al patrono que hubiera sido infiel al cliente.

              La nobleza patricia (y quizá sólo ella) estaba dividida en linajes (gentes). Los pertenecientes a un mismo linaje estaban unidos por un nombre común (nomen gentile) y por cultos comunes.

              La soberanía absoluta de la nobleza patricia estaba asegurada en tanto la caballería, que se reclutaba de sus filas, siguiera siendo la verdadera fuerza de combate en las levas romanas. Pero esta situación cambió cuando se introdujo la llamada táctica hoplítica, la cual, procedente de Grecia, se difundió también por Italia y, según afirma la investigación arqueológica, a fines del siglo VI había penetrado ya en Roma. Consistía en armar a los infantes con escudos y lanzas, la fuerza de choque pasó, en las guerras, a la infantería, que estaba formada por los plebeyos más acomodados. Y éstos, que antes en campaña no habían desempeñado más papel que el de una multitud desorganizada, pasaron ahora a llevar sobre sus hombros el peso de la guerra y, con él, sus éxitos.

              Lo mismo que había sucedido unas generaciones antes en las comunidades griegas, también en Roma se unió, a esta transformación militar, la revolución política: la plebe comenzó la lucha por la equiparación política contra las familias patricias. Esta lucha, que se prolongó aproximadamente durante un siglo, terminó teóricamente al democratizar, en cierto modo, la república romana. Pero, en realidad, el carácter aristocrático de la política del estado continuó sin interrupciones. Sólo que ahora un número de familias plebeyas, que habían logrado riqueza y prestigio político en el curso del tiempo, se dividían el poder político con los linajes patricios.

              Creencias sobre el alma y la muerte

              En cuanto a las creencias de este pueblo sobre al alma y la muerte, por mucho que nos adentremos en la historia de la raza indoeuropea, no hallamos pruebas de que esta raza haya emitido opiniones de que la muerte signifique el fin de todo. Antes bien creían en la existencia de una vida posterior y la muerte, para ellos, significaba un simple cambio de vida. Creen que la vida de aquellos que mueren continúa debajo de la tierra y que, en esta segunda existencia, el alma permanecía unida al cuerpo y que los muertos siguen teniendo las mismas necesidades que en vida.

              Los ritos sepulcrales de estos pueblos demuestran que cuando se depositaba un cuerpo en la tumba se creía que éste seguía conservando el sentido de bienestar o de sufrimiento que tenía de vivo, y por esa razón se enterraban con el muerto los objetos personales y de depositaban alimentos en la tumba. De estas creencias surgió la necesidad de una sepultura, donde residieran el cuerpo y el alma tras la muerte, pues creían que el muerto que no tenía sepultura no podía descansar y en su desgracia se dedicaba a causar la desgracia de los vivos. La necesidad de una sepultura trajo consigo la aparición de la propiedad privada.

              Los muertos se consideran seres sagrados. Cada muerto se convierte en un dios para su familia, independientemente de que su comportamiento en vida haya sido bueno o malo. Así aparece la religión en el ámbito de la familia. Esta religión del culto a los antepasados muertos no tiene nada que ver con la que fundó posteriormente la humanidad.

              Desde hace muchos siglos la humanidad no admite una doctrina religiosa si no cumple estas dos condiciones:

              • Sólo existe un dios.

              • Ese dios es accesible a todos los hombres.

              Las religiones primitivas no cumplían ninguna de estas dos condiciones, ya que no tenían un dios único, sino que cada muerto se convertía en un dios para su familia y estos dioses no aceptaban la adoración de todos los hombres, sino sólo de su familia. Así, la religión era una religión doméstica. Los ritos religiosos se celebraban ante el sepulcro y éste se convierte en algo inviolable por las otras familias. El sepulcro pertenece a la familia y surge así la idea de propiedad privada.

              Los hijos varones mayores tenían la obligación de realizar los ritos sepulcrales a sus antepasados. Cada familia tenía su sepulcro, allí iban a parar sus muertos y ése se encontraba al lado de la casa. Luego la religión quedaba encerrada dentro de la casa. El padre únicamente lo enseñaba o transmitía a su hijo varón mayor.

              De estas creencias resultarán consecuencias para el Derecho privado y para la constitución de la familia. Así el principio de la familia no es la generación o sangre. Prueba de esto es que las hijas no tienen la misma importancia en la familia que los varones. Tampoco es el principio de la familia la afección natural, ya que el padre puede querer mucho a su hija pero nunca le dejará sus bienes.

              El fundamento de la familia se halla en la autoridad paterna o marital que deriva de la religión. La familia antigua es sobre todo una asociación religiosa y así, el parentesco o el derecho a la herencia son regulados no por el nacimiento, sino por la participación en el culto. La familia se organizaba entorno a la religión, y en el gobierno de la familia no intervenía para nada el Estado.

            • Concepto de estado y órganos

            • A lo largo de la historia de Roma se producen cambios en la organización política o forma de gobierno.

              Las distintas fases políticas son las siguientes:

              • Monarquía. En el principio de Roma se estableció la monarquía. El rey asume funciones políticas, religiosas y militares.

              • República. Se pasará de la República al Principado.

              • Principado. En un tercer momento y coincidiendo con la expansión de Roma aparece una nueva forma de gobierno, el Principado. Se mantienen las figuras republicanas. Augusto dará un golpe de estado, nombrándose salvador de la República, sin acabar con el sistema republicano. Lo que sí que hará será controlarlo. No se le puede llamar rey ni monarca pero sí príncipe o principal ciudadano.

              • Dominado. Entra con Diocleciano. Seguían nombrando magistrados pero poco a poco se irá cambiando el sistema llevado hasta ese momento.

                    • El sistema republicano

              Para los romanos el Estado no es un poder abstracto que aparece frente al individuo, ordenándole o permitiéndole algo, sino que el Estado es simplemente el conjunto de personas que lo componen. El Estado son los propios ciudadanos, estén donde estén, de ahí que los romanos no conocieran el término Estado, sino que le daban el nombre de «Populus Romanus» (comunidad de ciudadanos).

              La comunidad de ciudadanos no era una multitud desordenada políticamente sino que se reunían en grupos o asambleas llamados Comicios y en ellos se organizaba el pueblo para tomar decisiones.

              El otro órgano constitucional eran las Magistraturas Romanas (tenían el poder ejecutivo) y finalmente el cuarto órgano constitucional es el Senado.

                    • Organización de los Comicios

              Existían tres tipos de comicios o asambleas:

              • Centuriata o reunidos por centurias.

              • Curiata o reunidos por curias.

              • Tributa o reunidos por tribus.

              • Concilia plebis.

              Los reunidos por curias, los curiata, tenían funciones religiosas y se reunían para funciones referentes a ritos religiosos, administrativas, militares y, además, perduran durante mucho tiempo y en la época republicana de manera simbólica. Constaba de 30 curias, es decir, 10 curias por cada una de las tres tribus.

              Los centuriata tienen carácter político y en ellos los ciudadanos se agrupan en centurias. Han perdido ya claramente su carácter militar y se ha convertido en un modo de regular el sufragio y los impuestos. Así, los ciudadanos se dividían según su patrimonio en clases, y cada una de éstas constaba de un número fijo de centurias, sin consideración a la cantidad efectiva de cabezas.

              De este modo, el total de las 193 centurias (formadas por 18 centurias de caballería, 5 centurias de obreros y 170 centurias de infantería) estaba repartido en cinco clases, de manera que los más pudientes —los jinetes y la primera clase— poseían ya la mayoría absoluta con 98 centurias (la primera de las cinco clases estaba compuesta por personas que tenían más de 100.000 sextercios, estaba formada por 80 centurias de infantería y 18 centurias de caballería).

              Y es que los votos de los ciudadanos sólo se computaban una vez en cada centuria; la mayoría daba el voto de cada centuria; ahora bien, era la mayoría de las centurias la que decidía el resultado de la votación total. Como, además, no se llamaba simultáneamente a las centurias, sino por el orden correlativo de las clases, y como la votación sólo duraba hasta alcanzar una mayoría, lo normal era que los ciudadanos pobres ni siquiera llegaran a ejercitar su derecho de sufragio.

              Las competencias de los centuria son:

              • Elegir a los magistrados mayores.

              • Votar las leyes.

              • Decidir sobre la guerra y la paz.

              Los tributa tenían ya desde un comienzo un marcado carácter civil. En ella se dividía a los ciudadanos por su pertenencia a circunscripciones del territorio romano, que, al igual que las tres fracciones de ciudadanos de las curias, llevaban el nombre de tribus. Originariamente había 20 circunscripciones (paulatinamente se fueron ampliando hasta 35); cuatro de ellas, las tribus urbanae, se encontraban en el recinto de la ciudad; las demás, que llevaban nombres de linajes patricios, en las cercanías de Roma, las tribus rusticae.

              Éstas se formaban por terratenientes mientras que aquéllas lo eran por pequeños artesanos y por el proletariado.

              En los comicios por tribus, los miembros de cada una de ellas constituían una unidad de sufragio que tenía una función parecida a la centuria en los comicios centuriados: decidía la mayoría de las tribus y no la mayoría de los ciudadanos con sufragio, y como —al menos en la época arcaica— las numerosas tribus rústicas, que constaban de pocas cabezas, encerraban la riqueza inmobiliaria, y, en cambio, las pocas pero nutridas tribus urbanae contenían la población urbana, que, en su mayor parte, no tenían inmuebles, el elemento conservador tenía también asegurado su predominio en esta forma de asamblea cívica, en que se elegían los magistrados menores y se imponían penas pecuniarias por infracción de leyes.

              Los concilia plebis eran asambleas organizadas con el criterio territorial de los comitia tributa, es decir, el de las treinta y cinco tribus, de manera que, convocadas por los magistrados plebeyos, tenían como función la elección de los tribunos y ediles de la plebe, y la votación de los plebiscita. Estos acuerdos no vinculaban inicialmente más que a la clase plebeya, pero a partir del 287 a. C., la lex Hortensia estableció la aequatio o equiparación del plebiscito a la lex comitialis, con lo que la distinción entre comitia y concilia dejó de tener consecuencias desde el punto de vista normativo, ya que sus acuerdos tenían la misma fuerza vinculante.

              El segundo órgano constitucional, las Magistraturas, se caracterizaban por tener el poder ejecutivo en el ámbito de sus funciones. Son características comunes a todas las magistraturas:

              • La colegialidad. Existían dos personas en cada uno de los cargos. No siempre tomaban decisiones unánimes, en ese caso no se gobernaba.

              • La anualidad. Ocupaban el cargo únicamente durante un año.

              • La gratuidad. El cargo no era remunerado, por lo que únicamente podían acceder personas muy ricas al cargo.

              Las magistraturas son cinco:

              • Magistraturas Mayores

                • Cónsul: tiene funciones políticas y colegiales.

                  • Dictator. Era un magistrado no colegiado de carácter excepcional, propuesto por los cónsules cuando se daba una situación que ponía en peligro la estabilidad de la vida social. El mandato del dictator duraba como máximo seis meses, y durante el mismo, se suspendían las magistraturas ordinarias, desapareciendo la posibilidad de realizar la provocatio contra sus decisiones. Su nombramiento hacía que cesara la distinción entre imperium domi, o poder ejercido dentro de los límites del pomerium, e imperium militiae.

                  • Magister equitum. El dictator debía designar un magister equitum que asumía las funciones de jefe de la caballería y actuaba como delegado suyo.

                • Pretor: administra justicia. Designaba a un juez para resolver los conflictos. Existían dos tipos de pretor:

                  • Urbano: conocía los litigios entre los ciudadanos romanos.

                  • Peregrino: conocedor de los litigios entre un ciudadano y un extranjero.

                • Censor: constituía una magistratura con esfera especial de funciones. No eran elegidos anualmente, sino cada cinco años y para un período de 18 meses. Tenían que comprobar y tener al corriente el censo de ciudadanos y, en especial, determinar la ordenación de éstos en las clases y en las tribus y realizar la admisión formal de los ex magistrados en el senado; además, concedían a empresarios las obras públicas y arrendaban el suelo estatal. Gozaba de un prestigio especial y se consideraba como la culminación de una brillante carrera política.

              • Magistraturas Menores

                • Ediles: se encargaban de organizar los mercados, hacía de policía en los mercados.

                • Quaestor: auxiliares de los censores, de los cónsules y de los procónsules.

                • Tribunos de la plebe: fueron magistrados plebeyos de características muy particulares. Desarrollaron una labor de oposición política muy activa en el sistema republicano, a favor de los intereses de los plebeyos, mediante la intercessio que podían oponer a las decisiones de los otros magistrados, a través de la cual paralizaban el cumplimiento de aquéllas. Los tribunos fueron también magistrados colegiados cuyo número varió según las épocas.

                • Ediles de la plebe: eran auxiliares de los tribunos y, como aquéllos, publicaban un edicto edilicio al comienzo de su mandato. Con el tiempo los ediles de la plebe se asimilaron a los ediles curules.

              El Senado es un órgano consultivo que asesoraba a los magistrados en las cuestiones más importantes. Éste está formado por ex magistrados y se entendía que dado que tenían experiencia de poder, podían asesorar a los magistrados. Tiene como funciones decidir sobre la guerra o la paz y todas las cuestiones que afectan a política exterior.

              SENADO

              MAGISTRADOS

              Compuesto por 300 miembros

              (ex magistrados)

              Cónsules

              Dictator

              Censores

              Magister equitum

              Pretores

              Ediles curules

              Cuestores

              Ediles de la plebe

              Tribunos de la plebe

              COMITIA CURIATA

              COMITIA CENTURIATA

              COMITIA TRIBUTA

              CONCILIA PLEBIS

              3 tribus

              5 clases

              4 tribus urbanas

              30 curias

              193 centurias

              31 tribus rústicas

              POPULUS (ciudadanos romanos)

            • Creación del Derecho

            • No está en la naturaleza del Derecho el ser absoluto e inmutable. Como toda obra humana el Derecho se modifica y transforma.

              Los hombres, en los tiempos primitivos, estaban sometidos a una religión que había servido para crear su derecho y sus instituciones jurídicas. Pero la sociedad se transforma y el cambio social trajo consigo el cambio del antiguo Derecho. Los cambios más importantes que se producen en el Derecho, en este momento histórico son dos:

              • Que el Derecho se hizo público, dejó de ser un canto sagrado de los sacerdotes, que eran los únicos que lo conocían, y pasó a ser conocido por todos.

              • La ley deja de ser un mandato de la religión. El legislador ya no habla en nombre de los dioses, sino que representa la tradición popular, es decir, la voluntad popular, y, por tanto, debe tener como principio el interés general. A ese momento histórico, en el que se produce este cambio en la concepción del Derecho pertenece la «Ley de las XII Tablas».

              • La Ley de las XII Tablas

              • El primer hito relativamente fijo de la historia del Derecho romano es la célebre Ley de las XII Tablas, en la que los mismos romanos veían el fundamento de toda su vida jurídica. Se ha dudado, sin razón, de la historicidad de esta obra legislativa; es posible que la fecha tradicional, los años 451-50 a. C., sea también cierta; es digna de crédito la conexión que señalan los historiadores romanos entre la ley y las incipientes luchas de patricios y plebeyos.

                La Ley fue obra de una comisión de diez personas a quienes se encomendó el poder político durante el tiempo que duró la elaboración de la ley, suprimiéndose las magistraturas ordinarias. Las leyes fueron escritas efectivamente en doce tablas de madera, pero las originales desaparecieron pronto, probablemente hacia el año 390 a. C., en un incendio provocado por los Galos.

                La Ley de las XII Tablas tiene influencias del Derecho griego, sobre todo en lo que afecta de vecindad y asociación, pero puede decirse que es creación genuina del espíritu romano.

                Las XII Tablas eran un esquema del Derecho vigente en su época, como reflejan aún los fragmentos conservados. Contenían prescripciones sobre el curso del procedimiento judicial, inclusive la ejecución, y sobre materias jurídicas, que hoy día separamos tajantemente incluyéndolas en el Derecho privado y en el Derecho penal, respectivamente, mientras que el legislador antiguo las veía aún como una unidad. En cambio no estaba regulada la organización política del estado ni la constitución judicial.

                Por tanto, lo único que quería el legislador era recoger el ius civile, es decir, las normas que se referían al ciudadano particular; ahora bien, éstas, en la medida de lo posible, de modo exhaustivo. Esta delimitación de la materia coincide plenamente con la finalidad que la tradición romana señala a la legislación de las XII Tablas: otorgar seguridad al ciudadano medio en el tráfico jurídico y en la justicia frente a la arbitrariedad de la nobleza patricia.

                Materias que se tratan:

              • Tablas de la I a la III. Contienen normas de carácter procesal (cómo actuar en un juicio).

              • Tabla IV. Contiene normas de derecho de familia, podríamos incluir la Tabla V que contiene normas de tutela y sucesión testamentaria.

              • Tabla VI. Hace referencia a negocios jurídicos. (Ej. arrendamiento).

              • Tabla VII. Hace referencia al Derecho de propiedad y sus limitaciones.

              • Tablas VII y IX. Hacen referencia a delitos y al procedimiento penal o criminal.

              • Tabla X. Hace referencia al Derecho sagrado (religioso).

              • Tablas XI y XII. Hacen referencia a normas de difícil catalogación (normas hechas al tuntún).

              • Una gran parte de la ley —que constituye en la ordenación corriente hoy día las primeras III Tablas— se refiere al proceso (legis actio), el cual presenta, al lado de un procedimiento con ceremonias arcaicas y rígidamente formalistas, otro tipo de procedimiento más reciente y sencillo, que sólo era adecuado para ciertas pretensiones.

                Como es lógico, dado el carácter rural de la primitiva sociedad romana en el Derecho privado predominan el Derecho de familia, el Derecho de herencia y el Derecho de vecindad, que era para la vida cotidiana del labrador la parte más importante del Derecho de cosas. En cambio, los fragmentos conservados de las XII Tablas hablan poco de negocios mercantiles y de otros contratos obligatorios y, además, no hay que suponer que la ley contuviera mucho sobre ellos, pues este sector del ordenamiento jurídico, evidentemente, estaba aún poco desarrollado.

                En materia de familia se establece que el Pater Familias conserva la patria potestad como un poder absoluto, hasta el punto de poder juzgar y condenar a muerte a un hijo.

                En materia de sucesiones se conservan las reglas antiguas, la herencia pasa a los parientes agnados y a falta de los agnados a los gentiles, y no se reconoce derecho sucesorio alguno a los parientes cognados (parientes de sangre)

                Por primera vez se admite que al morir el pater familias, el patrimonio se divida entre sus hijos. Por otro lado conceden a todo individuo la facultad de testar, y los bienes dejan de estar vinculados.

                La Ley de las XII Tablas admite el matrimonio Sine Manu, en el que se permite a la mujer seguir estando bajo la patria potestad de su propio padre y mantener así el pretexto agnadicio con su familia. Antes de las XII Tablas la forma de matrimonio que existía era el matrimonio Cum Manu, en el que la mujer pasaba a estar bajo la patria potestad de la familia del marido.

                Vamos a entrar ahora algo más detalladamente en el Derecho penal de las XII Tablas, porque de él se trasluce claramente lo que esta ley significa en la historia de la cultura. Aquí se combinan también rasgos arcaicos con otros más avanzados. Al parecer, la ley arranca, en amplia medida, de la ley de venganza privada del ofendido. El Estado sólo imponía penas en casos de alta traición (perduellio) y en ciertos delitos religiosos graves; en otros términos, sólo en los delitos que se dirigieran inmediatamente contra la comunidad.

                La misma persecución del asesino (parricidas) se dejaba a la familia del difunto. Según parece, las XII Tablas no contenían ninguna prescripción expresa sobre la pena del asesino. Sin embargo, una vieja norma, que es de suponer provenga de la época anterior a las XII Tablas, dice que, en caso de homicidio involuntario, el autor tiene que poner a disposición de los agnados del difunto un macho cabrío. Éste era el sustitutivo de la venganza. El macho cabrío debía ser presentado y sacrificado en lugar del autor del delito y de ahí se desprende, de nuevo, que los agnados podían ejercitar la venganza de la sangre sobre el que «hubiere matado conscientemente y con dolo». Ahora bien, la venganza sólo se permitía cuando la culpabilidad hubiera sido declarada judicialmente.

                A diferencia del asesinato, en que el derecho a vengarse dando muerte era tan evidente que no necesitaba siquiera ser mencionado, las XII Tablas prescribían expresamente, para otros muchos delitos, la pena de muerte; en estos casos, la forma de la ejecución reflejaba, más o menos claramente, la índole del delito: el que incendiaba de propósito debía ser quemado; el que hurtaba de noche en las cosechas debía ser ahorcado en el lugar del delito en honor de Ceres, diosa de la agricultura; el testigo falso debía ser arrojado al abismo. En realidad no nos encontramos aquí con una pena pública impuesta al delincuente, sino tan sólo con un derecho de talión del ofendido contra el autor, cuya culpa estuviera determinada en una sentencia.

                La ley establecía también, para lesiones corporales leves, penas pecuniarias; en estos casos la ley fijaba ya de antemano: por la fractura de hueso (os fractum), el autor tenía que satisfacer 300 ases si el ofendido era libre, 150 ases si era esclavo; para injurias menos graves aún (iniuria), 25 ases. En cambio, en caso de lesiones corporales graves, que inutilizaran un miembro importante, la ley, esencialmente, sólo admitía una venganza que acarreara un daño físico equivalente (talio), claro que sólo bajo el presupuesto de que las partes no se pusieran de acuerdo sobre una compensación y con ella pusieran fin al litigio haciendo las paces (pactum).

                Para el Derecho penal, el derecho del ofendido a vengarse era la única y natural consecuencia del delito, y lo que él quería únicamente era limitar a delitos graves la venganza en la persona del autor y colocarla bajo el control de los tribunales, aislar al autor declarándolo culpable y, de este modo, evitar a la comunidad el riesgo de incursiones armadas colectivas. De ahí que, en conjunto, el derecho de las XII Tablas presente aún un carácter muy primitivo.

              • Evolución del Derecho

                • Tráfico jurídico internacional y «ius gentium»

                • Como ya vimos, hacia el siglo III a. C. Roma es una potencia política y económica en medio de la corriente de tráfico universal helénico. Los comerciantes romanos llegaron muy pronto hasta el Oriente del mundo mediterráneo y comerciantes extranjeros acudían en mayor escala que antes a Roma y a la Italia romana.

                  Para el tráfico jurídico entre ciudadanos de distintos estados dominaba en Roma, y en general, en el mundo antiguo el principio de la personalidad del Derecho como criterio supremo. En principio, el Derecho de cada comunidad sólo tenía vigencia para sus ciudadanos, no para los extranjeros.

                  Al extranjero que no le hubiera sido concedido, con arreglo a tratados internacionales, una equiparación más o menos amplia con el ciudadano; y, en ciertos casos, incluso el connubium, es decir, la comunidad conyugal, debía de servirse originariamente en conflictos jurídicos de la ayuda de un ciudadano, de un «anfitrión» (hospes).

                  Pero mientras, Oriente, dominado por la cultura y el idioma griego, prácticamente había superado esta situación de aislamiento, al menos hasta un cierto grado, forjando un derecho de tráfico panhelénico basado en la afinidad de todos los ordenamientos jurídicos griegos. El antiguo Derecho civil romano, con sus formas tan peculiares, se encontró, en un principio, como elemento extraño en el tráfico jurídico internacional e, incluso, parecía no querer acoplarse en modo alguno. Mientras el Derecho del tráfico helénico estaba configurado por la práctica y era sumamente elástico, el antiguo Derecho civil romano, dominado por el formalista arte interpretativo, era rígido, áspero y acomodable únicamente a las necesidades cambiantes de los tiempos a través de complicados formularios negociales.

                  Al igual como era corriente en el mundo griego desde hacía tiempo, Roma se vio obligada también a garantizar al extranjero, como tal, protección jurídica. No sabemos cuándo sucedió esto por vez primera; pero, al menos, conocemos una fecha decisiva para el desarrollo de la protección al extranjero; hacia la mitad del siglo III a. C. crecieron las relaciones comerciales de Roma tan deprisa que hubo de crear un magistrado especial para procesos entre extranjeros y entre extranjeros y ciudadanos romanos: el pretor peregrino, (praetor inter peregrinos o peregrinus), como se le llamó para contraponerlo al pretor urbano, (praetor urbanus), es decir, al antiguo magistrado para procesos entre ciudadanos.

                  De su jurisdicción no sabemos prácticamente nada. Sin embargo, es lícito suponer que desempeñó un papel decisivo, tanto en la liberación del procedimiento del formalismo de las XII Tablas como en el reconocimiento de ciertos contratos obligatorios, concluidos sin forma (compraventa, arrendamiento de cosas, obras y servicios, sociedad, mandato).

                  En todo caso, personas que no gozaran de la ciudadanía romana ni del commercium podían celebrar también estos contratos. Como solían decir los juristas tardíos, su fuerza obligatoria no dimanaba del ius civile, del derecho propio de los ciudadanos romanos, sino del ius gentium.

                  Por tanto, el concepto de ius gentium tiene un significado diverso y más amplio que el concepto de Derecho internacional público, derivado de él. Este último se reduce al complejo de normas que tienen vigencia en las relaciones entre estados en común. Pero el concepto de ius gentium se extiende también a otras materias del ordenamiento jurídico y, concretamente, al Derecho privado.

                        • Ampliación del ámbito de vigencia del Derecho romano

                • Época tardía

                  • Situación económica y social en época tardía

                  • El estado romano, a comienzos del siglo III d. C., presenta ya, en muchos aspectos, un carácter esencialmente diverso al de la época de Augusto y de sus inmediatos sucesores. Tras lenta y progresiva evolución se había llegado a un imperio universal unitario, en que el pueblo dominador apenas se diferenciaba, por su posición jurídica de los dominados.

                    El orden republicano, restaurado por Augusto con primoroso cuidado, no era más que una honorable y vetusta fachada. Las magistraturas y el senado habían perdido completamente su significado político. Se consideró al principado como una institución imprescindible, y desde Septimo Severo (193 d. C.) muestra ya casi al desnudo la faz de una monarquía absoluta, basada en el poder militar. La organización administrativa del principado se había consolidado y difundido cada vez más. En el estado y en la vida cultural dominaba aún la romanidad, pero sus representantes más significativos ya no procedían, a la sazón, de Italia, sino de las provincias, y gran parte de los mismos era de procedencia exótica. El propio senado romano se componía, en gran parte, de provinciales, siendo los más numerosos los pertenecientes a la mitad oriental del imperio. Había desaparecido la supremacía económica de Italia y la misma Roma no era ya un potente centro económico, sino un lugar de inmenso consumo.

                    El período de casi dos siglos y medio de paz interna no había aportado al Imperio un fortalecimiento duradero. Después de un poderoso auge vino una situación de quietismo y luego una palpable pérdida de vitalidad en todos los sectores de la vida. Una cómoda existencia de rentista, un vivir del trabajo de los esclavos y del pequeño colono se había convertido en un estilo de vida de círculos demasiado amplios.

                    La capacidad tributaria del imperio sólo a duras penas puede sostener los gastos de la administración y del costoso ejército de mercenarios. Las finanzas de innumerables comunidades de las provincias y de Italia estaban tan arruinadas en esta época que los emperadores tuvieron que intervenir en su autonomía administrativa, implantando comisarios especiales del estado (curatores rei publicae).

                    Se encuentra en íntima conexión con este hecho un fenómeno, detectable también, por vez primera, a finales del siglo II d. C., el cual adquiere en época posterior gran importancia en la evolución social y política: la paulatina transformación de los cargos honoríficos de Roma y de los municipios en cargos obligatorios en interés de la administración tributaria del estado.

                    Al igual que en la época de la república, una gran parte de los impuestos a pagar por los provinciales no se percibían directamente de la población, sino que repercutían en las comunidades, las cuales tenían que preocuparse y responder por los ingresos. Debido al colapso general de la prosperidad y a la difícil situación económica de muchas ciudades, el imperio se vio obligado a hacer responsables personalmente del cobro de los impuestos a los órganos administrativos de la ciudad.

                    Esta responsabilidad frente a las autoridades tributarias, unida a los elevados gastos que se esperaban de los magistrados en beneficio de la comunidad, amenazaron el bienestar de la elite provincial y provocaron que los cargos honoríficos de la ciudad, en los que había latido el orgullo y el patriotismo local de los ciudadanos ricos de las comunidades, fueran con el tiempo poco apetecidos.

                    Estas manifestaciones y otras parecidas caracterizan el comienzo de la gran crisis, desde la que finalmente el imperio pasó al último período de su historia con un ordenamiento social y estatal totalmente transformado. Esta crisis alcanza su punto culminante en la segunda mitad del siglo III d. C., época dominada por graves catástrofes y por la anarquía política y económica.

                    El ejército, formado ahora por los estratos de la población del imperio menos cultivados, se erigió en soberano absoluto del estado y nombró de entre sus filas a los emperadores; las continuas revueltas militares no permitieron que surgiera un gobierno ordenado. Las incursiones de los pueblos vecinos sobre el imperio devastaban extensos territorios; la población rural sufría penosamente bajo los impuestos naturales extraordinarios para la alimentación del ejército y bajo las cargas de acuartelamiento y las requisas para los transportes, hubo quien intentó escapar dándose a la fuga, de modo que amplias extensiones de terrenos productivos quedaron yermos.

                    La producción industrial y el comercio sufrieron una recesión; las necesidades monetarias y la escasez de metales nobles forzaron a los emperadores a quebrantar, una y otra vez, la moneda, lo cual llevaba aparejada la inflación, un caos absoluto de la economía monetaria y, en amplia medida, la vuelta a una economía primitiva; en muchos lugares del imperio se llegó a rebeliones de las masas de la población oprimidas y a movimientos separatistas.

                    En medio de tales tempestades, todo lo que de algún modo estaba superado tenía que desmoronarse, y salir a la luz cuanto había crecido paulatinamente en los apacibles tiempos del principado. Así se explica que Diocleciano, bajo cuyo reinado se volvió a alcanzar una situación estable, fuera el fundador del nuevo orden estatal, pese a su actividad conservadora en muchos aspectos.

                    El ordenamiento estatal fundado por Diocleciano y desarrollado conscientemente por Constantino el Grande (306-337 d. C.), en el nuevo espíritu era una monarquía absoluta, sin ambages, con una administración burocrática y una limitación sin miramientos de la libertad personal a favor de los intereses del estado.

                    Había quedado derrumbada la preeminencia de Roma e Italia. El imperio era ahora una estructura cosmopolita con una doble cultura romano-helénica, en la que el centro de gravedad se iba desplazando hacia el Oriente griego. Diocleciano residió ya casi siempre en Nicomedia, de Asia Menor; Constantino fundó en Oriente la segunda capital del imperio, Constantinopla, y los propios emperadores que reinaban en Occidente ya no elegían como residencia a Roma, sino Tréveris, Milán o Rávena.

                    Los órganos constitucionales de la ciudad de Roma ya no tenían significado político alguno. De las antiguas magistraturas, el consulado no era más que una simple condecoración para personalidades de mérito; las magistraturas menores, si es que subsistían, desempeñaban algún papel en el reducido ámbito de la vida de la urbe, pero incluso en este círculo perdieron todas las auténticas funciones administrativas, como también la de la jurisdicción, en beneficio de los prefectos urbanos, nombrados por el emperador. El senado poseía aún cierto honroso esplendor, pero ya no tenía la menor influencia; sus miembros formaban una clase jerárquica muy elevada de súbditos del imperio, a la que pertenecían, sobre todo, junto con algunos representantes de las familias nobles de la urbe, la elite de la burocracia imperial y el generalato; estas dos últimas clases dominaban aún del modo más exclusivo en el nuevo senado creado por Constantino para la capital de la mitad de Oriente del imperio.

                    La población del imperio ya no se dividía en ciudadanos romanos y ciudadanos que tuvieran una posición jurídica determinada por la situación política de su comunidad o patria, sino en estamentos profesionales, a quienes separaban, cada vez más, barreras infranqueables, porque a cada uno de estos estamentos se les imponían cargas especiales y el estado no permitía que nadie escapara a ellas pasándose a un estamento profesional más ventajoso. Los hijos debían permanecer también, por regla general, en el estamento de su padre.

                    La férrea coacción del estado y de sus necesidades, que determinará así el ordenamiento de la sociedad romana tardía, fue la consecuencia de un colapso económico, en progresivo avance, desde el siglo III y de la recesión de la población relacionada con él: sólo con esta coacción se creyó poder mantener aún el gigantesco organismo del imperio en un mundo decadente. Quizá sea en este hecho donde más claramente se manifieste que el ordenamiento del estado romano tardía significó, en muchos aspectos, una victoria del mundo helénico y oriental sobre el Occidente y la romanidad. La posición del emperador romano tardío y la configuración de la burocracia traslucen también, de manera inconfundible, las influencias helénico-orientales.

                    Una singularidad del derecho estatal romano de la época tardía de gran trascendencia para la suerte del imperio, fue la división del mando del imperio entre varios emperadores. El autor fue Diocleciano. Su extraño sistema, por el que gobernaban la mitad oriental y la mitad occidental del imperio un emperador (Augustus) y un César (Caesar), de mayor rango el primero que el segundo, no llegó a sobrevivir a su fundador. Pero la división del imperio así realizada, en parte occidental latina y parte oriental griega, se impuso definitivamente, porque ambas mitades del imperio tendían a la sazón a disgregarse.

                    El desarrollo cultural y económico discurrió en ambas mitades por cauces diversos: en el Oriente, la helenidad, Occidente siguió siendo latino por lengua y cultura; en la mitad oriental la economía y el comercio florecían aún relativamente, en tanto que Occidente se hundía progresivamente en una situación primitiva. Así se dividió la suerte de ambas partes del imperio. La occidental fue pronto presa de los germanos, los cuales penetraban en continuas oleadas; la oriental siguió subsistiendo en la configuración del estado bizantino un milenio entero, hasta el umbral de la Edad Moderna.

                          • Evolución jurídica en época tardía: decadencia de la jurisprudencia y compilaciones

                          • La evolución jurídica de la época tardía hasta Justiniano

                          • La caída de la jurisprudencia clásica, que se produce, como hemos visto, hacia la mitad del siglo III d. C., se encuentra también en relación con las transformaciones políticas y culturales que determinan la faz del ordenamiento social de la Roma tardía. El desarrollo de la práctica imperial de los rescriptos, principalmente bajo los emperadores Severos, ahogó, poco a poco, la actividad dictaminadora de los juristas, destruyendo así el fundamento básico de una jurisprudencia independiente.

                            El jurista ya no era el consejero que trataba con el soberano casi como de igual a igual, sino únicamente instrumento servil de la voluntad del emperador. Pero más importante aún que estos cambios de la actitud externa de la jurisprudencia fue la ruptura interna con las tradiciones de la época clásica: el hecho de que la romanidad hubiera cesado definitivamente de llevar la dirección de la vida política; que hubieran sido superadas y apenas fueran comprendidas, las bases constitucionales y procesales del derecho clásico y que, de este modo, la estructura de las normas clásicas con sus finas distinciones, nacidas históricamente, no fueran ahora algo vivo. Por último, si reflexionamos sobre el decaimiento general de las energías espirituales, tal como aparece con claridad precisamente en el curso del siglo III en todos los campos de la vida cultural, se comprende que hubiera acabado el período creador de la jurisprudencia.

                            Durante un lapso de alrededor de doscientos años, es decir, hasta la segunda mitad del siglo V, el destino de la jurisprudencia se sumerge en la nebulosa de un anonimato absoluto.

                            Los últimos estudios sobre la historia de los textos, fuentes del Derecho romano y sobre la evolución interna del Derecho posclásico han llegado a resultados que permiten exponer, por lo menos a grandes rasgos, la historia de la jurisprudencia desde el final del período clásico y la legislación justinianea. La exposición puede dividirse así en tres secciones:

                            • La jurisprudencia de fines del siglo III y de la época dioclecianeo-constantinianea.

                            • El período del Derecho vulgar.

                            • La vuelta hacia el Derecho clásico.

                            La jurisprudencia de fines del siglo III y de la época dioclecianeo-constantinianea mantuvo aún, como se sabe hoy día, estrecho contacto con el legado de la literatura clásica y con el de la clásica tardía de principios del siglo III.

                            En las escuelas jurídicas, que florecían a la sazón en Roma sobre todo, se estudiaron e interpretaron a fondo. Los afanes sistemáticos de la escuela, muy influida por la retórica y la gramática, tendían a una nueva comprensión de los clásicos, desde un enfoque dogmático. Se sistematizó y generalizó la materia, y lo que en los juristas clásicos era aún fluido y elástico, se vertió en formas fijas y manejables.

                            La colección de extractos de Papiniano, Paulo Ulpiano, de la legislación imperial, conservada sólo fragmentariamente en un manuscrito de la biblioteca vaticana y conocida, por ello, con la denominación de Fragmenta Vaticana, a juzgar por los fragmentos presentes debió de ser una obra inmensa, cuya extensión no sería muy inferior a la del Digesto de Justiniano. Es de presumir que estuviera destinada fundamentalmente a sustituir en la enseñanza jurídica a las obras originales de los clásicos, raras, costosas y poco manejables.

                            Sin embargo, es posible que se empleara también en la práctica, donde la consulta de los originales clásicos a menudo era más difícil aún que en las escuelas. Probablemente perseguía también finalidades por el estilo el núcleo fundamental de otra obra de conjunto, la llamada Collatio Legum Mosaicarum et Romanarum. En la forma como ha llegado hasta nosotros, la cual debió de surgir más tarde, es decir, después de los últimos decenios del siglo IV, esta obra ofrece, desde luego, un carácter diverso y muy peculiar: A los extractos de Gayo, Papiniano, Paulo, Ulpiniano, Modestino y las leyes imperiales se contraponen normas de legislación mosaica, para mostrar la coincidencia fundamental del Derecho romano con las prescripciones de la Biblia. Lo que quería este último refundidor de la obra era, o bien contribuir a la propagación de las creencias cristianas, o quizá también justificar el Derecho de los juristas y emperadores paganos ante la nueva religión cristiana del estado.

                            En el transcurso sucesivo del siglo IV, el nivel de la jurisprudencia bajó, según parece, rápidamente, y el conocimiento de las grandes obras de los últimos juristas clásicos se perdió aún más. De la literatura clásica, probablemente, sólo se conocían las instituciones de Gayo, pero esta obra fue también considerada demasiado extensa y difícil y, por ello, abreviada y parafraseada.

                            Aunque a través de esta literatura elemental penetraba un destello del arte jurídico clásico en las escuelas de fines del siglo IV y comienzos del siglo V, la práctica jurídica se separó, desde luego, casi por completo de los conceptos y normas finamente elaborados en un grandioso pasado. En el lugar del Derecho técnico de los clásicos apareció un Derecho vulgar. El Derecho vulgar perdió totalmente las ideas procesales básicas del Derecho clásico. Es fácil que las concepciones opuestas al Derecho clásico estuvieran difundidas mucho antes en el estrato inferior de la vida jurídica romana.

                            Bajo Constantino el mundo de los conceptos jurídicos vulgares comenzó ya a penetrar en la legislación imperial. En los trabajos romanos occidentales del siglo V, sobre todo en las explicaciones a las sentencias de Paulo y a las colecciones posclásicas de constituciones que, junto con estas fuentes, fueron recibidas en extractos en el código de la romanidad del rey de los visigodos Alarico II. Esta redacción, llamado interpretatio visigotica, apenas presenta ya huella alguna del espíritu del Derecho clásico.

                            Pero el código de los romanos que acabamos de citar no es el único que se encuentra bajo el signo del Derecho vulgar. Otras obras legislativas de los reinos germánicos están también ancladas en el mismo mundo de conceptos cuyo origen no pudo ser captado hasta ahora debidamente por faltar un conocimiento suficiente de la evolución del Derecho vulgar.

                            La legislación de la mitad oriental del imperio a fines del siglo IV y en el siglo V estaba influida también por las categorías del Derecho vulgar. En la práctica jurídica sobrevivía el Derecho consuetudinario local y, en primer término, el Derecho consuetudinario helenístico. Porque este Derecho autóctono no fue nunca suplantado completamente por el Derecho romano. Como el Derecho vulgar y el Derecho helenístico tenían una estructura análoga, a veces será difícil discernir claramente ambos componentes de la vida jurídica oriental.

                            Tanto más sorprendente resulta el hecho de que en la ciencia escolástica de la mitad oriental del imperio se produjera una vuelta al Derecho clásico. Protagonista principal de esta evolución lo fue la escuela de Derecho de Berito (Beirut). En esta época, la escuela jurídica de Berito era formalmente una facultad de Derecho con un plan de estudios fijo, distribuido en cursos anuales, cuyo objeto era el estudio de las constituciones imperiales y de la literatura jurídica clásica. El estado fundó una segunda escuela de Derecho del mismo estilo el año 425 d. C. en la capital del imperio: Constantinopla.

                            Desde luego, comparada con la jurisprudencia clásica, la erudición de los bizantinos produce la impresión de falta de vida y de ser ajena a la realidad; los bizantinos no eran ni juristas prácticos ni pensadores originales y su férrea creencia en la autoridad del texto les hizo quedar como aprisionados en el mundo conceptual de un gran pasado. Pese a todo, los juristas de Berito y Constantinopla tienen un gran mérito: fueron ellos los primeros en encontrar de nuevo el camino al estudio e inteligencia de los clásicos, saliendo de la superficialidad de los siglos anteriores; es probable que, sin su actividad, del espíritu de la jurisprudencia clásica hubiera pasado a la compilación justinianea tan poco como en el Occidente del imperio.

                            La jurisprudencia de la época tardía no poseyó un verdadero vigor creador en ningún período de su evolución. No obstante, su trabajo secular revistió una gran importancia histórico-jurídica, y cada una de sus fases realizó su propia aportación a la misión universal del Derecho romano.

                            Como en los demás sectores, también en el de la legislación la monarquía posclásica se arrancó la máscara de la república, tan característica del período del principado. En esta época, los emperadores promulgaban incluso leyes en sentido formal, y su legislación es la única que conoce la época tardía. En la época tardía sigue teniendo significado material únicamente la diferencia entre manifestaciones del emperador, tendentes a implantar normas de validez general (leges generales) y las decisiones de casos concretos (rescripta), las cuales ya no poseen ahora validez general como en la época anterior a Diocleciano.

                            En las grandes colecciones de constituciones de la época tardía se ha conservado una cantidad inmensa de leyes imperiales posclásicas, aunque seguramente sólo una pequeña porción de su número total.

                            El «derecho de juristas» (ius), contenido en la literatura jurídica clásica, y la legislación imperial constituían teóricamente el fundamento del ordenamiento jurídico de la época posclásica. Pero ambos grupos de fuentes no eran accesibles a la mayoría de los jueces y abogados más que de una manera muy incompleta. Porque los propios comentarios de los último juristas clásicos, que ofrecían una visión bastante completa sobre el ius, sólo se podían consultar en pocos lugares, y es fácil que las constituciones imperiales, en principio, no se publicaran ni difundieran oficialmente. Quien tuviera acceso a los archivos imperiales podía examinarlas o copiarlas allí, pero a disposición de todo el mundo sólo estaban las constituciones refundidas o reunidas en la literatura privada de los juristas.

                            De todos modos, el contenido de los escritos de los juristas clásicos era Derecho vigente y podía aplicarse siempre en el proceso. Según un uso muy extendido en todas las épocas de la Antigüedad, correspondía a los abogados probar al juez las normas jurídicas favorables a su parte. Por eso, un abogado sagaz podía siempre presentar citas de la literatura jurídica o de las constituciones imperiales y exigir al juez la observancia de su contenido. Pero el juez con frecuencia ni siguiera se encontraba en situación de comprobar la autenticidad de los textos citados. Si ambas partes apelaban a fuentes jurídicas contradictorias entre sí, el juez se encontraba con la disyuntiva de decidirse por una opinión u otra.

                            Sólo partiendo de estas circunstancias es posible comprender un grupo de leyes de los siglos IV y V, que se suelen englobar bajo el nombre de leyes de citas, que contienen prescripciones sobre los escritos de los juristas que pueden aducirse ante los tribunales y sobre el modo de valorar sus testimonios en su mutua interdependencia. Las más antiguas de estas leyes deciden sólo cuestiones concretas, controvertidas, al parecer, en la práctica. La primera, del año 321 d. C., derogó las notas críticas a las respuestas y cuestiones de Papiniano, trasmitidas bajo los nombres de Paulo y de Ulpiniano; en adelante sólo se podía alegar ante los tribunales la opinión propia de Papiniano. La segunda, promulgada igualmente por Constantino en los años sucesivos, confirmó la autoridad de todos los escritos de Paulo y, especialmente, de las sententiae que circulaban bajo el nombre de Paulo (no procedían, en realidad, de él, sino de un autor posclásico). Alrededor de un siglo después, se promulgó la más amplia de las leyes de citas, una constitución de Teodosio II y Valentiniano III del año 426 d. C., que delimitaba el círculo de los juristas que podían ser aducidos en juicio como autoridades del ius, introduciendo al propio tiempo, una especie de orden de votación entre ellos: todos los escritos de los clásicos tardíos más destacados Papiniano, Paulo, Ulpiano y Modestino, además de los de Gayo, debían tener vigencia ante los tribunales.

                            Teodosio II concibió el ambicioso proyecto de elaborar, con la inmensa materia del ius y de las leges, un código que «no dejara margen a errores o ambigüedades y que, publicado bajo el nombre del emperador mostrara a cada uno lo que debía hacer u omitir». Esta obra, el Codex Theodosianus, representa la continuación de dos colecciones privadas de constituciones, que habían surgido en el reinado de Diocleciano. La más antigua de ellas, el Codex Gregorianus, contenía constituciones desde Adriano; la más sucinta y reciente, el Codex Hermogenianus, solamente tenía constituciones de Diocleciano. El Codex Theodosianus fue publicado e 15.2.438 d. C., primeramente en la parte oriental del imperio. Fue acogido por el emperador Valentiniano III para el territorio bajo su mando, entrando en vigor en todo el imperio el 1.1.439.

                            Poco más de una generación después cayo el imperio romano de Occidente. Aunque los germanos vivían fundamentalmente según el Derecho germánico de su propia estirpe, la población romana vivía según el Derecho romano. Así se explica el hecho sorprendente a primera vista, de que en occidente surgieran compilaciones oficiales de Derecho romano, incluso después de acabarse la dominación romana.

                            La más antigua de estas compilaciones, el llamado Edictum Theodorici, procede del reino de los visigodos. Otra compilación más amplia fue el Codex Euricianus (475). Iba destinado a los godos y no a la población romana. En el 506 Alarico II hizo elaborar y publicar un código para sus súbditos romanos: la Lex Romana Visigothorum

                          • La codificación justinianea

                          • Vimos ya como en el Oriente del imperio la escuela de Derecho de Berito, a la que se une a principios del siglo V la de Constantinopla, encontró el camino hacia las grandes obras de la literatura jurídica clásica, el cual hasta entonces había quedado cerrado por la evolución posclásica. Los comentarios de Ulpiano y Paulo y sobre todo, los escritos de Papiniano, fueron leídos y comprendidos de nuevo. De este modo, la misma práctica no se limitó exclusivamente, como en Occidente, a las obras elementales más en uso, sino que estudió con afán las extensas obras de los últimos clásicos. A diferencia de aquellas obras elementales, éstas no contenían un repertorio lo bastante amplia de normas y decisiones apodícticas, que en caso de apuro pudieran ser manejadas por juristas de escasa formación intelectual, sino que estaban formadas por una sucesión inacabable de casos y problemas y, sobre todo, por innumerables cuestiones controvertidas y antinomias.

                            Es de suponer que esto hiciera sentir la urgente necesidad de que el legislador acotara y ordenara la tradición jurídica en su conjunto. Pero, como es natural, esta obra codificada sólo podía ser realizada sobre la amplia base de las fuentes recuperadas por las escuelas jurídicas. Estas reflexiones explican ya, hasta cierto punto, tanto el hecho del nacimiento de la codificación justinianea como su monumentalidad, que la destaca de las obras correspondientes de Occidente.

                            Al lado de estas consideraciones reviste también importancia la personalidad de Justiniano, el carácter peculiar de su gobierno y sus tendencias políticas y culturales.

                            Justiniano quiere restaurar la época Romántica clásica y con esta idea manda a una comisión de juristas que compilen el Derecho romano de la época clásica y el fruto de esta idea fue el Corpus iuris civilis, que se divide en estas cuatro partes:

                            • Instituciones (Instituta)

                            • Digesto

                            • Código (Codex)

                            • Novela (Novelae Leges)

                            Una porción de constituciones de Justiniano nos informa de las vicisitudes de la labor codificadora. Estas constituciones preceden a cada una de las partes de la obra y se suelen citar, como las encíclicas papales, según las palabras iniciales.

                            Entre las personas que escogió Justiniano para llevar a cabo los planes de codificación se encontraba en primer término Triboniano. La decisión de Justiniano de hacer una selección oficial de la literatura jurídica clásica, esto es, el plan del Digesto, parece provenir de iniciativa suya.

                            Seguiremos el curso de la compilación. Comenzó el año 528. El 13 de febrero Justiniano convocó, por la Constitutio Haec, una comisión de diez personas, confiándoles el encargo de realizar una nueva recopilación de las leyes imperiales contenidas en los códices gregoriano, hermogeniano y teodosiano. Las leyes anticuadas debían ser suprimidas, eliminadas las antinomias, reduciendo los textos a lo verdaderamente esencial. La obra fue concluida en el plazo de un año y publicada el 7 de abril del año 529 mediante la Constitutio Summa, teniendo fuerza legal desde el 16 de abril. Estas fechas significan la derogación de los viejos códices y todas las leyes imperiales que no habían sido acogidas en este nuevo Codex Justinianus. Como el código de Justiniano sufrió una nueva redacción en el curso de ulteriores tareas codificadoras, tuvo sólo vigencia pocos años y no se nos ha conservado.

                            La Constitutio Deo auctore, del 15 de diciembre del 530, encauzó el trabajo hacia una inmensa colección del Derecho de juristas. Planeada inicialmente para diez años, la colosal empresa prosperó de tal modo que el resultado pudo publicarse después de tres años, el 16 de diciembre del 533, por la Const. Tanta. La obra estaba dividida en 50 libros, separados a su vez en títulos y, siguiendo el ejemplo de las grandes colecciones casuísticas de la época clásica alta, recibió el nombre de Digesta. El 30 de diciembre entraron los Digestos en vigor. A partir de este día, los escritos originales de los juristas clásicos y los escritos elementales posclásicos desaparecieron de la enseñanza jurídica y de la práctica judicial del imperio de Oriente.

                            Todavía no se había publicado el Digesto cuando se terminó un tratado oficial para principiantes, destinado a la enseñanza jurídica y compuesto a base de las instituciones de Gayo y obras elementales de la literatura clásica y posclásica. Esta obra recibió también fuerza legal y precisamente desde el mismo día que los Digestos.

                            Al componer los Digestos se encontraron algunas cuestiones aisladas controvertidas entre los juristas clásicos y también normas jurídicas y compilaciones, que fueron consideradas anticuadas o injustas. Muchos de estos obstáculos fueron sencillamente eliminados. Se creyó poder dilucidar otras cuestiones mediante leyes especiales. Así, en el curso de la labor de composición de los Digestos se promulgaron numerosas constituciones introduciendo reformas de Justiniano.

                            Ahora se trataba de incluir estas leyes reformadoras en el Codex del año 529 y, en general, de acomodar el Codex, como parte más antigua de la codificación, al estadio jurídico que se había alcanzado entre tanto.

                            Se concluyó esta tarea tan rápidamente que el Código refundido de Justiniano (Codex repetitae praelectionis) pudo publicarse ya el 16 de noviembre del 534 y entrar en vigor el 29 de diciembre. Se dividía en 12 libros, repartidos, a su vez, en títulos. Los títulos tratan, como en las demás secciones de la codificación, de una materia jurídica determinada y contienen las constituciones correspondientes en orden cronológico.

                            Codex, Digestos e Institutiones constituyen, según intención del legislador, una codificación unitaria, siquiera careciese de un nombre común, pues la denominación de Corpus iuris civilis (Corpus iuris Justiniani) procede de la Edad Moderna.

                            El hecho de que se concluyera la gran codificación al publicar el Codex repetitione praelectionis (534) no significó el fin de la legislación reformadora de Justiniano. Antes bien, el emperador intervino en lo sucesivo en el estado del ordenamiento jurídico mediante innumerables leyes particulares de bastante amplitud y organizó nuevamente importantes sectores del Derecho privado, principalmente del Derecho de familia y del Derecho hereditario. Justiniano había planeado ya realizar una recopilación oficial de estas leyes nuevas (leges novellae) al publicarse el Codex del año 534, pero no llevó a cabo su proyecto. En cambio, surgieron múltiples colecciones privadas.

                            La mayoría de las novelas justinianeas estaba redactada en lengua griega. El griego era, ya de antiguo, el idioma usual en la parte oriental del imperio, y la propia administración romana, por lo común, sólo se servía del latín en la relación interna de los departamentos superiores.

                            Dejando aparte colecciones especiales de leyes canónicas del emperador, poseemos cuatro colecciones de novelas justinianeas. La más antigua de ellas es una refundición resumida (Epitome Juliani) en lengua latina, de 124 leyes, de los años 535 a 555, compuestas, viviendo aún Justiniano, por un tal Juliano. En cambio, una segunda colección latina de 134 Novelas sólo apareció hacia el año 1100 en la escuela jurídica de Bolonia. Pero la colección que contenía de verdad todas las novelas en texto original, esto es, las griegas en griego y las latinas en latín, sólo fue conocida en Occidente cuando, tras la caída del imperio bizantino, llegaron a Italia sabios y manuscritos griegos.

                            Parte ITeoría del derecho

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    Enviado por:Leon Alma
    Idioma: castellano
    País: España

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